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EL REY DE LOS PÁJARITOS



JUAN COLETTI


                                                            

         Esta historia sucedió hace muchos años en un bosque de algarrobos llamado El Crespín. Según cuentan los más ancianos que todavía viven en el lugar, en un rancho muy humilde  vivía doña Salomé con un nieto  al que todos llamaban cariñosamente El Rey de los Pajaritos.
         El apodo provenía del hábito que tenía el niño de imitar el canto de los pájaros de un modo tan habilidoso que nadie hubiera podido distinguir cuándo cantaba un pájaro y cuándo él.
         Ayudaba a su abuela en los quehaceres de la casa y por las mañanas se instalaba junto a la ruta que va hacia el Valle de Punilla y allí vendía el pan casero y el arrope de tuna que preparaba la anciana.
         Con el escaso dinero que ganaban podían abastecerse en un almacén de ramos generales donde compraban harina, azúcar, sal, yerba y  grasa para hacer el  pan.
         El niño, de quien nadie pudo recordar su nombre, supo desde muy pequeño  el color, la forma y el canto de cada especie de pájaro. Acostumbraba traer en sus bolsillos las migas que  sobraban del pan duro que no se vendía y con ese alimento atraía a las aves que venían a comer directamente en su propia mano.
         Doña Salomé fue la primera en bautizarlo como El Rey de los Pajaritos, sobrenombre con el cual los vecinos de la zona y hasta algunos turistas que pasaban por allí lo llamaban para comprarle un pan, una torta con chicharrones,  un frasco de miel o un atado de peperina para el mate.
         Así fueron transcurriendo los años, sin grandes novedades. Cada día, en sus momentos libres, el imitador del canto de los pájaros  recorría el espeso bosque para encontrarse con los únicos amigos que tenía. Los llamaba remedando, por ejemplo, el canto de una loica y eran todas loicas las que acudían; silbaba copiando el canto de una calandria y eran docenas de calandrias las que venían a su encuentro.
         En realidad era un rey para esas pequeñas y confiadas aves con las que había aprendido a comunicarse en secreto. Ese pasatiempo era su único juego, la única diversión  que lo hacía completamente feliz.
         Según fuera el tono, la modulación, el gorjeo, los espacios entre un sonido y otro podía saber si sus amigos estaban contentos, si tenían hambre o presentían  la proximidad de una tormenta.
         Pero, como no hay bien que dure cien años, cierto día llegó por el camino de tierra, el peor de todos los peligros. Una camioneta que traía siete grandes jaulas se detuvo frente al puesto donde el niño atendía su pequeño negocio.
         -¡Hola, pibe! –dijo el hombre que conducía el vehículo, caminando distraídamente.
         -Buenos días, señor. ¿Se le ofrece un pan? ¿Dulce de higo? ¿Quesillo de cabra?
         -No, gracias. No vengo a comprar, sino a hablar con vos.
         -Usted dirá.
         -Me han dicho que por estos pagos te dicen El Rey de los Pajaritos. ¿Estoy en lo cierto?
         -Bueno, no es para tanto, señor. No seré su rey pero me considero su mejor amigo.
         -¿Sabés  imitarlos? Me  han dicho que lo hacés muy bien.
         -Por supuesto, es muy fácil. Lo aprendí desde que era muy chico.
         -¿Cuántos años tenés?
         -Voy por los doce.
         -Todo un hombrecito.
         -Todavía soy un niño.
         -Ya lo veo. Un niño habilidoso que podría ganar mucho dinero.
         -Las ventas no son muchas pero nos alcanza,  a mi abuela Salomé y a mí.
         -Estoy hablando de ganar mucho dinero.
         -¡Epa! ¿Y cómo sería ganar  tanto dinero?
         -Muy sencillo. Simplemente tenés que imitar el canto de los pájaros para mí y para unos pocos amigos que vendrán a escucharte. ¿Te animás a hacer una prueba?
         -¿A quién desea escuchar?
         -Probemos con el canto de un jilguero.
         El niño hizo una serie de gestos con sus labios y el canto surgió nítido, como si fuera un pájaro el que cantaba. Al instante aparecieron  junto a él, a sus pies,   no menos de una docena de jilgueros. Sacó unas migas del bolsillo de su viejo pantalón y las arrojó al aire. En pocos segundos los pájaros comieron  y regresaron a su refugio en los árboles.
         -Sos un genio, pibe. Hagamos el negocio.
         -¿Cuál negocio?
         -El próximo domingo, muy temprano, estaré nuevamente por aquí. Vos  silbarás como lo hacen tus amigos del bosque y a cambio yo te daré diez pesos.
         -¿Diez pesos? Es mucho dinero, señor.
         -No me importa el dinero, lo que quiero es escucharte  cantar como los pájaros. No te imaginás el placer que me da. ¿Puedo venir con algunos amigos? Ellos también quieren conocerte.
         -Como usted diga. Mi abuela se pondrá muy contenta.
         El hombre subió a su camioneta y tal como había llegado, se fue, haciéndose el indiferente.
         Puntual, al siguiente domingo apareció acompañado por tres de sus amigos.
         -Muchachos, este es el pibe del cual les hablé. Es un fenómeno. Si pudiéramos llevarlo a Buenos Aires, sabés la guita que ganaría actuando en la televisión.
         -A ver, hacenos escuchar esos cantos. Uno por vez. Hoy sólo quiero oír a una reina mora. Tenés que silbar un largo rato para que puedan escucharte también las que están más lejos.
         El niño silbó y silbó sin saber que a pocos metros, ocultos tras  los árboles más grandes, los  traficantes de pájaros habían instalado docenas de tramperos con suficiente alpiste, maíz majado, hojas de lechuga y migas de pan. En menos de una hora habían capturado más de cincuenta reinas moras.
         Cuando calculó que la tarea de sus compinches estaría terminada, el chofer de la camioneta dijo
         -Tomá. Te los has ganado en buena ley. Saludos a doña Salomé. Acordate que el próximo domingo  nuevamente estaremos aquí, a la misma hora. No vayas a quedarte dormido, ¿eh?
         -Aquí  estaré.
         El niño permaneció en su puesto hasta que vendió el último pan. Regresó al rancho y  le entregó a su abuela el billete de diez pesos. Doña Salomé tuvo un mal presentimiento pero, como no quiso desilusionar a su nieto, sólo atinó a decir:
         -Acuérdese, hijito, que como dice el refrán, “cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía”.
         -¿Y eso, abuela? ¿Qué me quiere decir?
         -Nada, no tiene importancia. Ya lo aprenderás cuando seas un poco más grande.
         Así fueron pasando las semanas. Cada domingo, puntualmente, llegaba el mismo individuo acompañado por sus amigos. La escena volvía a repetirse:
         -Ahora, pibe, hacenos escuchar el canto del benteveo.
         Cuando se retiraban, al doblar una curva, salían del monte otros hombres, cada uno con un trampero. Metían las aves cautivas en las siete grandes jaulas y partían rumbo a la ciudad. Allí tenían un galpón donde almacenaban cientos de pájaros, tortugas, lampalaguas, cachorros de puma y toda clase de animales silvestres que vendían en las grandes ciudades a precio de oro.
         El rey de los pajaritos comenzó a sospechar que algo raro  estaba sucediendo cuando después de llamar a los zorzales, ninguno vino a su encuentro. Después llamó a los pechitos colorados y ni siquiera uno vino a comer las migas en sus manos. “¿Dónde estarán?”, pensaba, ¿qué está sucediendo?
         Pasaron siete semanas y los ladrones de pájaros se fueron para no regresar. Habían tenido un éxito increíble: siete viajes  y siete jaulas repletas en cada domingo. Los setenta pesos que habían pagado eran una bicoca comparados con los que estaban ganando con el producto de su estafa.
         -¿Qué le pasa, mi niño? –le  preguntó cierto día doña Salomé-. Lo veo tristón. Me parece que usted no me ha dicho toda la verdad. ¿Acaso me ha mentido?
         -No, abuela, no le he mentido. Se lo juro. Me parece que me han engañado como a un tonto.
         -¿Quiénes? ¿Quiénes  pueden haber sido tan malvados para hacerlo?
         -Los hombres que  me pedían que imitara a los pájaros. Abuela, creo que he cometido una falta muy grande. No sé lo que voy a hacer.
         -No quiero verte así, tan triste. Ni siquiera has probado un bocado en dos días.
         -Ya no me importa comer. Me voy al bosque.
         Día tras día, el que había sido el mejor amigo de los pájaros, se internaba en lo más profundo del algarrobal y se pasaba las horas silbando, llamando a los que sin saber había traicionado. Al atardecer, a la hora en que las avecillas se recogen en silencio en  sus nidos, las llamaba a los gritos:
         -¡Por favor! Vengan conmigo. ¡Perdónenme!
         Nadie, ni siquiera un pájaro cualquiera, le respondía. Tal vez todos habían sido capturados ¿o porque ahora sospechaban que quien había sido su mejor amigo volvería a hacerles daño? ¿Quién podría responder esta pregunta? Parecía que en el denso monte no había vida alguna. Sólo se escuchaba, a todas horas del día, el silbido del niño y a la noche una luna inmensa que pasaba  en silencio sobre la copa de los árboles.
         No hubo manera de convencer  al  pequeño imitador del canto de los pájaros para que se alimentara.  Pálido, desgreñado, raquítico, partió una mañana muy temprano hacia lo profundo del bosque,  pero  no regresó. La anciana, acompañada por algunos vecinos lo encontró muerto en un claro. Sostenía en su mano derecha un puñado de migas de pan, su última ofrenda.
         Doña Salomé fue hasta el pueblo más próximo, avisó a la  policía, al médico y al servicio fúnebre.  No hubo un solo vecino que no viniera a ayudarla con un poco de dinero para tantos gastos.
         Durante la noche de aquel sábado, unas pocas lámparas a kerosén iluminaban los  contornos del rancho y las figuras de los que asistían al velatorio. Pocos hablaban y a la madrugada se escuchó como en un susurro el rezo del rosario.
         Ese domingo de verano, la luz del sol parecía más intensa que nunca. Por el camino de tierra que baja desde el Pan de Azúcar a Villa Allende,  unos pocos vehículos seguían al automóvil de la funeraria que cruzó por el centro de la ciudad y se dirigió directo al cementerio. Allí, una tumba recién cavada, esperaba el cuerpo del niño que  había muerto de tristeza.
         De pronto, en  el  mismo momento en que iban descendiendo el pequeño ataúd, como salida de la nada apareció una enorme bandada de pájaros que se aposentó sobre los árboles, las cruces, el techo de los mausoleos. Eran cientos y cientos de jilgueros, reinas moras, benteveos, calandrias, zorzales, horneros, loicas,  reyes del monte.
         Los pájaros del antiguo bosque de algarrobos entonaron en su lengua la más bella canción que hablaba del amor y del perdón entre el hombre y los animales de la Tierra. Todas las voces, todos los sonidos, todos los trinos, todos los ritmos del más armonioso canto del mundo estaban allí, despidiendo a su rey. Sí, porque era un rey el que había muerto. Un  rey que no sabía leer ni escribir, que era  inocente y simple y al que habían engañado oscuros y miserables mercaderes.
         Terminada la ceremonia,  remontaron vuelo y regresaron a sus nidos para dar principio a esta leyenda. 



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