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MARIALUNA Y LA FUENTE DE LA DONCELLA

Libertad, divino tesoro


Esta es la maravillosa historia de Marialuna, una niña abandonada en un bosque donde es rescatada por la señora Lucrecia, madre de Pérfida, Pésima y Mísera, las trillizas más malas y egoístas del mundo.
Convertida en cenicienta, la huérfana va descubriendo su destino con la ayuda de otro sirviente, Zéfiro, quien le enseña a leer y descubrir el tesoro de ser libres.

Pero nada será fácil para Marialuna hasta que cierto día, inesperadamente, descubre en el bosque una fuente mágica  junto a la cual tiene su primer encuentro con el Espíritu del Bosque. Bebe del agua cristalina y al despertar encuentra bajo su almohada  nada menos que siete…Bueno, queridos lectores, adolescentes y jóvenes, tendrán que continuar leyendo hasta el final, hasta que la joven se libera y cruza el bosque hacia una ciudad donde seguramente la estará esperando el verdadero amor.



LA MEDITACIÓN

Fundamentos, Técnicas y  Ejercicios


“Al meditar no nos alejamos de la sociedad, no nos escapamos, sino muy por el contrario, nos preparamos para reinsertarnos adecuadamente en ella”.  .
                                                    
                                        Thich Nhat Hanh 

Hoy, más que nunca, muchos se preguntan: ¿Qué es la meditación? ¿Cómo se pueden realizar los ejercicios que se practican desde hace miles de años? Este libro expone con sencilla claridad los fundamentos, las diversas técnicas apropiadas para el hombre contemporáneo y una serie de ejercicios sobre las 7 etapas fundamentales que propone la Simbología Arcaica.
El desafío es invitarlos a recorrer estas páginas para ir abriendo algunas de las puertas que pueden conducir al hombre y a la mujer de hoy al logro de inesperados estados de conciencia.

Como dice un antiguo mantra Zen: Inspiro y tranquilizo mi ser; espiro y sonrío.

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SAQUEN UNA HOJA

Taller de Escritura Creativa


          Este práctico manual es el fruto de muchos años de experiencia del autor con cientos de alumnos de todo el país que participaron en el CORREO LITERARIO RISHI y en el Taller ANA FRANK para niños y adolescentes.
Contiene un total de 185 ejercicios con sus correspondientes consignas que cubren cuatro cursos que van, lógicamente, de menor a mayor y que pueden ser de fácil  empleo en personas de cualquier edad, desde los niños más pequeños a jóvenes abuelos que siguen soñando en convertirse en escritores.
Además, una serie de RESÚMENES TEÓRICOS les servirán de guía al momento de encarar su producción creativa,  tales como el poema, el cuento, la novela, el diálogo, etc., hasta un complemento con términos lingüísticos y literarios básicos.

Como en todo intento, es necesario dar el primer paso y empezar a imprimir las huellas, la marca del estilo forjado con palabras  para descubrir, llenos de sorpresa, que todos somos seres creativos.
 
                                                         

FRAGMENTOS


¿Es una novela?

FRAGMENTOS es un libro inclasificable, indescriptible. Solo podemos aproximarnos  leyéndolo de la primera a la última página, sin saltear una sola de las partículas que  constituyen un vasto  calidoscopio, un colage o un puzzle cuya estructura  sintáctica aparecerá completa  al  final  de su recorrido.
          ¿Es una novela o un conjunto de cuentos y relatos, de poemas, de cartas que  intercambian los amantes que perduran en la memoria del polvo? ¿Es la  renovación del canon de la novela o un simple juego de invención, una estructura dinámica que conduce de una página a otra sin que pueda tenerse la mínima certeza de lo que arrastra el río narrativo mientras se desliza por los canales y riachuelos  y  las  islas de un delta?
          También podría inferirse que FRAGMENTOS esconde entre sus páginas una visión del futuro próximo de la Tierra  y de todo lo que ella contiene, incluidos los humanos. Más que una profecía es una advertencia que  las diversas ciencias nos vienen formulando desde hace siglos: el fin de la humanidad está aproximándose. ¿Cómo salvar lo que no puede ser salvado? ¿Cómo sobrevivir a  la intoxicación bioquímica, a la saturación demográfica, a la terrible androfobia (el odio del hombre contra el hombre) que inspira tanto a las naciones   como al más anónimo individuo?
          Es posible que este libro sea una manera de ver el mundo y de narrarlo con los mecanismos múltiples de la percepción a que nos ha conducido la formidable tecnología de estos tiempos: Internet, teléfonos celulares, desplazamientos migratorios, zapping, vértigo, multilingüismo, planetización, robotización de la conciencia colectiva. ¿Cómo definir lo que está en pleno proceso de transformación?

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Si finalmente este libro no tiene nada que ver con las anteriores conjeturas, entonces queda una última  opción: leerlo como pura literatura, como entretenimiento, como parte del hábito de dejar pasar el tiempo antes de que llegue el fin de los tiempos.
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CRÓNICAS DE UN DEPRESIVO


AGRADECIMIENTOS

A Sara,
cuyo nombre verdadero es
el de una flor. Por su hospitalidad
y su amorosa paciencia.

A Elvira,
por su sabiduría
 y humanismo profesional.

A Silvia y Jorge,
por su generosa amistad.


La depresión es la boda de sangre
 de la Vida y la Muerte.

Del libro
 La enfermedad como camino
 de Dethelefsen y Dahlke



En los momentos más oscuros
es cuando podemos escuchar
 el verdadero mensaje de transformación.
En medio de la oscuridad
sobreviene la luz.

Joseph Campbell



15 AÑOS DESPUÉS


          No debo cometer la ingenuidad  de confesar en estas páginas cuáles fueron los numerosos motivos que se confabularon para que yo sufriera la más terrible, la peor enfermedad que he padecido en mi vida.
          En algunos casos la franqueza, cuando se tocan estos temas, deja de ser una virtud para transformarse en un simple exhibicionismo patético y desvergonzado del ego. Espero no caer en esa trampa  que fue intencionadamente marginada cuando senté las bases para la escritura de este libro.
          No tengo derecho para narrar cómo se originó mi padecimiento ni quiénes fueron las personas involucradas en mi historia personal  hasta el momento de la crisis. Tampoco sé con certeza para qué y para quiénes podría ser útil el relato de los momentos vividos en aquellos meses de oscuridad. De ningún modo  pretendo que alguien en el futuro pueda servirse de estas páginas como apoyo en un tratamiento psicoanalítico aunque no lo descarto pues yo mismo, en su momento, supe alentarme por algunas  lecturas francamente  aleccionadoras.
          Como realidad y ficción se confunden no solamente en la conciencia de un enfermo sino en la de cualquier lector, no  voy a revelar si estos sucesos ocurrieron realmente o si son simples productos de la imaginación de un escritor de literatura fantástica de la que soy adicto.
          ¿Quién podría descubrir la verdad si es que existe una verdad? Estoy poniendo en lenguaje literario una serie de anotaciones que tomé hace exactamente quince años agrupadas bajo un título que he conservado para esta oportunidad: Crónicas de un depresivo. Es, justamente, sobre esas amarillentas hojas que estoy seleccionando algunos fragmentos  de aquel improvisado Diario Íntimo, lo que iba aconteciendo día a día desde el 15 de marzo  al 7 de abril de 1995, año que dejó en mí inalterables  rastros de la enfermedad y la sanación.
Había  yo viajado de Córdoba a Mendoza el 15 de febrero  en busca de auxilio, de comprensión, amor e indulgencias al departamento de Sara Gattari.
          Cuando empecé a convertir mi forzado ocio en horas de escritura, lo peor había pasado: el pánico, los miedos, la fascinación de la muerte, el cansancio extremo, la sensación insoportable de sentirme muerto en la prisión de un cuerpo inhábil y agotado.
          Días antes le había preguntado a Elvira B., mi logoterapeuta, si le parecía prudente que concretara mi intención  de ir anotando paso a paso el riguroso tratamiento al que, por propia decisión,  me había comprometido. Con su lógica habitual ella me dijo que le parecía bien, que escribiera y conservara esos papeles hasta que, en cualquier momento del futuro,  supiera qué hacer con ellos.
          Es lo que estoy haciendo en estos momentos después de  quince años durante los cuales apenas empezaba a leer una página guardaba de inmediato la carpeta entre conmovido, avergonzado y perplejo al pensar que era yo y no otra persona o personaje literario el que había vivido esa dolorosa experiencia.
          Escribo “dolor” porque lo que siente un depresivo es un dolor perfecto, completo, que agota el cuerpo, anula la mente y somete las emociones, dispersa la conciencia, lo altera sin piedad.
          Del mismo modo en que yo, día a día, procuraba visualizar una luz al final del túnel, experimentando la Noche Oscura del Alma, al decir de San Juan de la Cruz, estoy seguro que aquellos que han padecido el mismo sufrimiento darán fe de mis palabras. No importan los saberes ni la edad ni el sexo ni la condición social para ser sometidos por la Sombra tal como la describiera Carl G. Jung. Él fue quien escribió esta frase lapidaria: “Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino”.
          Eso fue lo que sucedió.

                                                 Córdoba,  abril del 2010.





                               SOBRE EL OFICIO DE VIVIR

          14  DE MARZO. Hace apenas unos minutos, antes de sentarme a escribir, lloré como un niño ante Sara porque sentía, con vergüenza, que no he progresado en esta parálisis espiritual en la que estoy sumergido y porque siento que no tengo el mínimo derecho a convertirme en un peso para ella.
          Ojalá algún día pueda saber  por qué estoy enfermo y por qué me encuentro aquí en el departamento de mi amiga y tan lejos de mi hogar, padeciendo esta pesadilla de la que quiero y no puedo despertar. Según las instrucciones de los sabios es necesario “forzar la voluntad” para volver a adiestrar y dominar a nuestro cuerpo. Presiento que hay  Algo o Alguien  que debe estar al mando y el resto obedecer, tan escaso y casi nulo es mi libre albedrío.
          Estoy escribiendo a las 16 horas del martes 14 de marzo de 1995 con la máquina eléctrica de Sara (tan distinta de operar que mi querida Olivetti) como parte del esfuerzo por recuperar mi salud. Eso es todo. Por ahora no tengo otras intenciones. En otras dependencias del departamento, Naty, la joven que viene los martes a hacer la limpieza, está trabajando. Siento sus pasos a un lado y otro y el olor de los elementos de limpieza. El calor del verano, el ocio forzoso y el agobio anímico me llevan a pensar en los hombres, mujeres y niños que a estas horas están trabajando en la vendimia, en la recolección de la uva en la que participé cuando era un niño campesino. Mientras continúo tecleando pienso que es bueno tener un oficio para “matar” el tiempo. Nada más apropiado que esta metáfora para describir las pesadas, tediosas, agotadoras y torpes que son las horas de quien tiene que ejercitarse en la paciencia de permanecer y soportarse a sí mismo en estas condiciones. Dice Elvira B. que es un saludable ejercicio de humildad aceptar nuestra enfermedad y convivir con ella, no contra ella.
          El domingo pasado pasé once horas sentado en el mismo sillón. Estaba solo pues Sara viaja los fines de semana a la casa de sus padres distante a varios kilómetros de la ciudad. Parte de esas larguísimas horas fueron ocupadas en ver por televisión la película Danza con lobos  que dura casi tres horas, en leer salteadas algunas páginas de varios libros que tengo diseminados sobre la alfombra, ver cualquier programa con tal de que la televisión siga encendida, hacer mi simple cena, apagar la luz y pensar, esperar, desear en que llegue el  día en que recordaré esta etapa como una grotesca pesadilla,  o divagar en dónde estaré y con quién y cómo llegará a ser mi rutina diaria.
          Debo agregar, a mi favor, que todos los días hago una serie de esfuerzos, de ejercicios de la voluntad que me ayudan a seguir viviendo. Apenas me levanto, si está Sara es seguro que habrá una taza de café caliente para mí; si estoy solo me lo preparo o salgo a tomar un desayuno en cualquier bar del centro. Me hace bien levantarme temprano. Lavo mis dientes, me afeito, me baño, me pongo ropas limpias, hago la cama con la mayor prolijidad, cuido los detalles para que nada quede desarreglado ni en el dormitorio ni en el baño ni en la cocina. Después de ordenar cada ambiente me siento en una silla que está en el dormitorio y practico mi meditación diaria que no siempre es completa porque mezclo pensamientos, oraciones, ruegos y monólogos dispersos. Pero no me reprocho por no haber sido más riguroso porque sé que por ahora la intención tiene un valor en sí misma, de manera que salgo a la calle y voy a la enfermería en donde diariamente me hago colocar una inyección que completa la medicación en pastillas que ingiero durante el desayuno. Luego debo planificar cómo completar el largo día que me espera.
          Antes de regresar al departamento paso por un supermercado y hago las compras para el almuerzo. A partir de esta semana voy tres veces por semana a entrevistarme con Elvira B. A mi impaciencia natural agrego la impaciencia de mi enfermedad sumada al propósito obsesivo de sanarme pronto.
          A veces regreso del consultorio con mis energías renovadas pero en otras me parece tener mi alma torcida de tanto remover la mierda interior, cavando donde jamás lo había hecho, procurando armar mi rompecabezas para tener, aunque más no sea, unas horas de paz. Cuando uno tiene un dolor de muelas y se lo cuenta a otro es fácil ser comprendido porque ¿quién no ha padecido alguna vez un dolor de muelas? Pero contar qué se siente cuando se está encerrado en las cárceles de la depresión sólo podría ser comprendido por alguien que haya pasado por lo mismo. Al final, como dijo Elvira B. hace unos días, ¿qué importancia tiene saber cómo salimos de la enfermedad? Lo importante es salir. Para ese propósito combino la índole de mis padecimientos, el trabajo de la terapeuta, los psicofármacos, los alimentos recomendados, el apoyo de quienes me aman, los ejercicios espirituales, el clima, lo que sucede en el mundo según observo en los noticieros, los mecanismos de la predestinación y todas las conjeturas sobre la posible asistencia de los seres superiores, los maestros que entrenan a sus discípulos con auténtico rigor.
          Me distraigo escribiendo sobre el inicio de mi crisis que empezó con un incidente cualquiera y que de inmediato hizo explosión provocando que todo aquello que un minuto antes era el motivo y el sentido de mis días se trastrocara en una invalidez de la voluntad que paralizó mis actividades, mi mundo emocional e intelectual. Como en un venenoso cóctel se mezclaron, en diferentes proporciones: depresión, ansiedad, angustia, miedo, impotencia, ausencia de la menor iniciativa, dolor moral, físico y mental, vergüenza de ser descubierto como un indigente espiritual.
          En un par de horas había caído en una completa desesperación, encerrado en la prisión de mi cuerpo, con sensaciones de pánico, desolación, anhelos irracionales de morir, temor a una inminente locura. De un día para el otro no sabía cómo resolver el más nimio problema, había perdido interés en todo lo que daba sentido a mi vida: leer, escuchar música, escribir, cocinar, visitar a mis amigos, interesarme por las noticias y los problemas del mundo, falto de apetito, sin deseos de amar ni de gozar. El lugar de mi conciencia ordinaria había sido ocupado por la Sombra, las señales del camino habían sido cambiadas por otras que yo no sabía interpretar.
          Ahora estoy aceptando que debo trabajar con esos estados desconocidos de mí mismo. Como me ha repetido mi psicoterapeuta, estos estados forman parte de la realidad y al no ser yo ajeno a la vida de cualquier hombre o mujer ¿por qué  debería estar eximido de un dolor semejante? Supongo que hay un mecanismo que encadena las causas y los efectos, la alegría de la vendimia o la amargura de la helada o el granizo que destruye los viñedos.
          Todo tiene un precio y no hay nada ni nadie que escape a la Ley. En el momento más inesperado, incidentes imprevisibles intervienen en el devenir de nuestras vidas. En estos momentos, pienso, no me resulta fácil discernir sobre si soy el único responsable de lo que me está sucediendo. ¿No hay acaso accidentes? ¿Qué es el azar? ¿La casualidad? ¿Qué significa tener buena suerte o mala suerte? ¿Qué hizo un niño o un adolescente para que la famosa Ley interrumpa sus vidas?
          Pienso con ironía que soy tan rico en conocimientos como el cajero del banco que cuenta los millones de pesos que no le pertenecen. A pesar de todo me queda una pizca de fe, no sé si llamarla fe en lo divino, en el misterio, en la Divina Madre, en los Santos Maestros, en el Amor indivisible. Cómo quisiera  tener ya, en este momento, una llave maestra, una clave que me ayude a descifrar mis dilemas. Siento el peso de mi ignorancia, de mi impotencia, de mi cansancio junto al tibio deseo de seguir viviendo, de sanarme, de compartir mi vida, volver a ocupar el centro de mí mismo. Gracias a esa fuerza que me alienta he podido escribir estas primeras páginas. Me siento agradablemente cansado.
















UN MES LEJOS DE CASA

          15 DE MARZO. Hace un mes que estoy en Mendoza y recién dentro de una hora viajaré a Maipú y Chachingo a visitar a algunos de mis hermanos. Me parece increíble que hayan pasado cuatro semanas y que yo no haya tenido el valor de visitar a mi familia, a mis amigos, de romper los límites de esta nebulosa en la que estoy sumergido.
          Hoy, Elvira B. me dijo que me veía mejor y no creo que haya sido un falso consuelo; ella no es del tipo de mujer ni de profesional que haría algo semejante. Estas pocas sesiones me han permitido admirarla y al mismo tiempo darme cuenta de cuanto estoy dependiendo de ella. Es verdad que me siento más fuerte físicamente aunque no creo haber logrado ningún adelanto espiritual. De lo que sí estoy seguro es que me siento mucho mejor si me comparo con el día que llegué al departamento de Sara convertido en una piltrafa humana.
          Los medicamentos están haciendo su trabajo: vigorizantes, antidepresivos, ansiolíticos, y una pequeña y mágica pastillita que por la noche me induce a un sueño profundo. Hace apenas veinte días no tenía ni voz para comunicarme y arrastraba los pies al caminar como un anciano. Sí, soy yo pero no puedo creer que sea yo ese minusválido en el que me he convertido.
          Por ahora procuro hacer tres cosas metódicamente: a) Tomar los medicamentos en las dosis y  horarios fijados; b) Seguir fiel y puntualmente con mi obligación de ir a las consultas con la psicoterapeuta; y 3) Ejercer, forzar mi voluntad en cada una de las tareas y compromisos, día por día, hora por hora.
          Con relación a la terapia, por ahora creo que el proceso es algo semejante a una introducción en la que participan los diálogos y los tests que servirán para el diagnóstico. Luego vendrá la etapa curativa, ¿por cuánto tiempo más? No me resulta positivo pensar este tema pero debo resolver en dónde viviré durante los meses que vienen. No puedo continuar perturbando la vida y el trabajo de Sara con mi patética presencia cada vez que ella regresa de sus obligaciones. Por más generosa y fuerte que sea ella (y de verdad lo es) dicen que las enfermedades mentales son tan contagiosas como los virus.
          Me altera pensar en tantas cosas pendientes pero debo resolver qué haré con mi trabajo, con mis jóvenes hijos que están aguardándome en Córdoba. Han quedado suspendidas cuestiones económicas y financieras, trabajos literarios, el pago de los impuestos y sigue la lista. No tengo la menor idea de cómo pueden haber obrado en mí las tan citadas leyes de causa y efecto por lo cual me consuelo pensando que soy la víctima propiciatoria de una cabronada del destino pero, como ese pensamiento es muy débil, caigo en la certeza de que he sido un imbécil durante estos últimos años. No he sido previsor pero sí el autor y responsable de decisiones verdaderamente idiotas. Pero aquí me detengo para no caer en un pozo de angustiosa basura.
          Me resulta fácil aceptar que debo tener  mucha paciencia pero ¿quién soy yo para disponer de la paciencia de mi querida Sara? Todo está bien, me vine a Mendoza porque intuía que no había otro lugar en el mundo para buscar mi sanación. Aquí encontré el auxilio y la generosidad de mis amigos entre los que incluyo, además de Sara, a Silvia y Jorge, pero no puedo seguir aceptando esta egoísta comodidad. Es un maldito embrollo  del que tarde o temprano deberé zafar.
          Tengo bien claro, ahora, que he vivido una plácida vida aburguesada de la que salió la sombra, la trampa en la que he caído. Sin embargo, a pesar de esta toma de conciencia, no voy a renegar de estos últimos años en que he vivido sin grandes altibajos ni obligaciones leyendo, escribiendo, paseando y  compartiendo algunas novedosas experiencias de las que ha aprendido mucho, lástima que la mayoría de ellas, en estos momentos, no me sirva para nada.
          ¿Cómo no estar deprimido? ¿Cómo no estar enfadado conmigo mismo? A pesar de la confusión en la que vivo, nada me impide presentir que a partir de ahora mi vida será muy distinta a lo que fue, hasta es posible que sea diferente a cualquier modo de vivir que yo haya imaginado.
          Algo que también me acompaña, que está constantemente junto a mí como un guardián protector, es la voluntad de regresar a mi antigua rutina. En aquellos días, de fines de diciembre del año pasado, cuando me di cuenta de que estaba precipitándome  a un abismo de desesperación y de locura, escribí algo que voy a transcribir, un pensamiento que ha sido y sigue siendo mi consigna para esta inesperada batalla: “Este es mi dolor, mi gran dolor; si no soy capaz de atravesarlo jamás sabré lo que hay del otro lado”. Ese “otro lado” debe estar en algún lugar, lejos o cerca, próximo o remoto en el tiempo, no lo sé, pero debo encontrarlo.
          Dejo de escribir para mojarme la cara y salir en busca del ómnibus que me llevará al encuentro de mi familia que me está esperando sin conocer  cuál ha sido la causa que me impidió hacerlo antes. Ese hombre que contemplo en el espejo es alguien que tiene una máscara de vergüenza y tristeza, tal vez la misma de aquel que por primera vez sale a la calle a pedir limosna. Me esfuerzo para seguir viviendo esta nueva realidad jamás imaginada. ¿Qué otra cosa podría hacer?























¿HUIR DE LOS PROBLEMAS O BUSCAR REFUGIO?

          17 DE MARZO. Hoy me he despertado pensando en todos los problemas  pendientes que tengo que resolver. Regresar a mi casa, buscar un nuevo empleo, organizar asuntos familiares, reordenar mis finanzas y otros imprevistos  que quedaron en el aire cuando decidí venir a Mendoza.
          Por lo menos, estoy reconociendo que esos problemas no son imaginados sino reales, los mismos que hace apenas un mes no me atrevía ni siquiera pensarlos. Hoy, al mediodía, para mi sorpresa, no solo me estoy atreviendo a hacer una especie de balance sino que hasta me siento capaz de escribirlo.
          La salida de esta mañana fue para proveerme de medicamentos que necesitaré para los próximos treinta días. Por la tarde iré a otra de mis sesiones de terapia con Elvira B. Me resulta una incógnita asistir a cada uno de estos encuentros pues a veces me parece que salgo renovado y otras arrastrando mi alma como si fuera un trapo de piso.
          Me siento algo destemplado porque anoche hablamos con Sara y por lo que ella me dijo creo que está muy decepcionada de mí y cansada en muchos sentidos. Tiene sólidos argumentos a su favor y yo otros que hemos confrontado en varias oportunidades y aunque siempre el diálogo es respetuoso, no creo que lleguemos a ponernos de acuerdo. La situación me resultó confusa y amarga porque no me siento todavía en condiciones de tomar ciertas decisiones que podrían ayudarme a salir de este embrollo.
          Sara tiene una gran  capacidad para amar y soportar no solamente a mí sino a otras cuestiones personales suyas, su familia, sus actividades profesionales, las numerosas responsabilidades que sabe afrontar por lo que yo sigo admirándola desde que la conocí.
          En estos días en que mi actividad es prácticamente nula, estoy seguro de que Sara siente el peso de saber que hospeda en su casa a un Juan muy diferente al que ella conoció, admiró y amó durante casi nueve años. Qué prueba tan difícil y qué inesperados son estos momentos en que uno empieza a descubrir que la relación con su pareja  ha empezado a modificarse. En medio de una tormenta otra tormenta. Familias, distancias, hábitos y costumbres personales, el manejo de las horas y los espacios me hacen sentir como un intruso, un imbécil, un fracasado al que todo le sale mal.
          Aunque cada día me resulta interminable, el tiempo sigue fluyendo. No puedo quedarme aquí por muchos días más. ¿Qué voy a hacer? Muchas veces me dan ganas de mandar todo a la mierda y dejar de luchar, arrojar los medicamentos al tacho de basura, abandonar la terapia y enfrentarme a lo que sea, aunque reviente como un sapo.
          Estoy atrapado en un cepo del que intento salir, romper todo, gritar, maldecir, pero mi voluntad inválida no me ayuda a resolver nada de nada. Cada mañana cuando despierto me aterra pensar en las horas vacías que deberé enfrentar, las tretas de las que deberé valerme para unir un brevísimo lapso a otro, sin enloquecer. Tal vez tenga yo más problemas de los que imaginaba. Eso significa que si no salgo pronto de la trampa todos empezarán a cansarse de mí, como ocurre con cualquier enfermo desahuciado. Al principio todos se impresionan y se aproximan con curiosidad o piedad pero si descubren que la pobre víctima no tiene salvación, se apartan y se alejan sin escrúpulo alguno. Por alguna razón en los hospitales, asilos y manicomios los muertos en vida van de un lado a otro como sombras desvaneciéndose lentamente.
          Son casi las 13 horas. Tengo todo listo para hacer mi frugal almuerzo: hamburguesas con una ensalada de zanahorias ralladas, agua mineral y una manzana. Todo un banquete. Mientras como veré el noticiero por la TV para templarme con todas las malas noticias y desgracias del mundo frente las cuales me sentiré en el paraíso.
          Hace calor y tengo sueño y ningún motivo para estimular mi cuerpo, mi mente, mi mundo emocional. Aún así no pienso por ningún motivo abandonar los trabajos y las obligaciones que conforman mi rutina, mis desesperados deseos de sanar. Por momentos mi mente queda en blanco y no sé cómo continuar. Me siento muy cansado mientras me llegan oleadas de tristeza que no puedo apartar.
          Sigo escribiendo sin saber ni importarme para qué ni para quién lo estoy haciendo. Me entretengo y así provoco que pasen las horas porque, como dice un antiguo refrán, nada es para siempre, ni lo dulce ni lo amargo. De un modo u otro todo va a cambiar pero ¿cuánto falta?, ¿semanas, meses, años? Basta por hoy, cubro la máquina de escribir y voy a la cocina a preparar mi almuerzo.




































DIARIO DE UN DOMINGO

          19 DE MARZO. Esta ha sido la primera mañana  en que sentí el asombro y la alegría del despertar. Por supuesto que no ha tenido el esplendor de otros momentos pero, desde que estoy padeciendo esta crisis depresiva, cada despertar  era asomarme al horror de volver a descubrir  que todo seguía igual, que nada había cambiado.
          Me desperté a las 7,30 después de haber dormido más de ocho horas. Empecé por el rito diario de prepararme un café, higienizarme, vestirme, ordenar el dormitorio, sentarme en la misma silla y practicar el ejercicio de la meditación. Una hora después tomé el desayuno en el bar que frecuento diariamente; en la enfermería me hice colocar la inyección vigorizante y después salí a caminar un rato por la avenida San Martín, esperando la hora para llamar a mis hijos desde alguna cabina telefónica.
          Siento la impresión de que estoy muy lejos, en otro mundo en el que me siento ajeno, como un extranjero perdido en un país desconocido. Ambos, me refiero a mis hijos,  están bien, aguardando sin impaciencia el regreso de su viejo. Luego llamé a Silvia C. para hacerle saber de mis pocos pero positivos progresos. Me comprometió para que vayamos a cenar con Sara a su casa el próximo jueves.
          Mi siguiente movimiento fue ir caminando hasta el límite con Godoy Cruz, unas veinte cuadras, hasta la casa de mi hermano Servando. Por suerte estaba él y toda su familia para compartir la sorpresa y la alegría del encuentro. Tomamos unos mates charlando  de todo un poco  mientras Luisa preparaba el almuerzo y la pequeña Caty iba y venía haciendo sus habituales travesuras. Almorzamos peceto mechado al vino blanco, fideos con manteca y ensalada de beterabas. Comí con gusto de todo un poco y hasta me animé a tomar un vaso de vino. Fue una buena decisión la de haber salido esta mañana para acortar las tediosas, interminables horas del domingo.
          Como no había llevado el pastillero le pedí a mi hermano que me trajera en su auto hasta el departamento. Tomé mis medicamentos y me acomodé en el sillón grande, durmiendo de a ratos y despertándome por el calor y porque me resulta difícil dormir la siesta. Había decidido  que a partir de las cinco de la tarde, en punto, tenía que sentarme frente a la máquina de escribir para practicar  el ejercicio de “domar la voluntad” y, al mismo tiempo, tener mi mente ocupada  para olvidarme, borrar y pensar cada vez menos en tantas estupideces, algunas muy pequeñas pero que se agigantan con la soledad.
          En este momento se está nublando y es posible que más tarde tengamos una tormenta. Sigo atravesando el árido desierto del tiempo  con la convicción de que cada minuto que pasa me aproximo a mi deseada mejoría. Sí, tendré que sanarme y ser agradecido porque tengo a mi disposición lo que cualquier persona enferma como yo desearía: una magnífica terapeuta, un lugar cálido y seguro, este departamento de Sara, limpio, impecable, ordenado, con olor a salud moral, silencioso, sin que nadie venga a perturbarme.
          Se aproxima el momento en que tendré el diagnóstico de Elvira B., luego hacer las valijas y regresar a Córdoba con Soledad y León. Con Sara estamos atravesando una crisis, la peor desde que nos conocimos. Cuánto lamento que esta situación se produzca justo ahora, en estas semanas en las que hemos tenido la oportunidad de estar más tiempo juntos, un tiempo desperdiciado por mi culpa, por estar aquí expuesto como una sombra a su generosidad que presiento la está hastiando. Estas circunstancias, tan diferentes a las que hemos compartido durante varios años, ahora no nos permiten darnos cuenta de si estamos realmente preparados y bien dispuestos para convivir.
De la misma manera en que estoy percibiendo esta distinta  realidad de manera personal así seguramente deben haberse ido modificando los hábitos y gustos  que antes Sara y yo sabíamos compartir  simple y plenamente. Debo ser yo, lógicamente, a quien todo le resulte más difícil no solamente durante estas semanas sino desde mucho tiempo atrás, seis u ocho meses, en los que fui sintiendo menos deseos de visitar a mis amigos, ir a reuniones, hacer nuevas amistades. Algunas revelaciones de la terapia me dicen que la sombra de la depresión es posible que haya estado gestándose desde mucho antes del momento de la crisis. En uno de estos días recuerdo haber escrito sobre cómo tenia yo que distinguir entre dos hechos opuestos: huir o buscar refugio. Pudo haber sido así en el principio pero los hechos desde que llegué a Mendoza lo contradicen. Han sucedido muchas cosas en estas cinco semanas, tan extrañas y especiales. He encontrado refugio, comprensión y ayuda pero también tengo conciencia de que he trasladado conmigo, como en una pesada mochila, todos mis problemas que ahora están afectando mi relación con Sara. Hemos estado ligados por más de ocho años en los que hemos compartido una relación que a ambos nos ha resultado siempre única y atípica.
Para un casi inválido espiritual como soy yo en estos momentos no sería apropiado tomar decisiones apresuradas. Si estoy padeciendo un desequilibrio mental y emocional, significa que no estoy en una razonable  condición para decidir sobre mi relación con Sara. Hemos tenido nuestras naturales discusiones y cambios de opinión pero jamás nos hemos agraviado en lo más mínimo, jamás nos hemos faltado el respeto el uno al otro. Aún así en estas horas me parece que estuviéramos alejándonos en direcciones opuestas.
Así va pasando esta tarde de domingo en un estado de ánimo que no debe diferir mucho con el que vive la mayoría de las personas. Le dicen “neurosis dominical” a las que resultan las peores horas de la semana. Interrumpí mis divagaciones porque Sara me llamó por teléfono para saber cómo estaba pasando el día aunque debió cortar para tender a unas visitas que llegaban a la casa de sus padres. Mañana volveremos a estar juntos.
Sigo contando la aburrida historia de este domingo. Pensaba comprar el diario La Nación pero no lo hice porque me falta interés  para volver a hacer lo que antes era mi mayor y mejor entretenimiento los fines de semana. La visión de la mentada “realidad” me resulta ahora muy distinta de manera que para alguien cuyo sentido de la vida está disminuido son pocas las cosas que le resulten atractivas, si es que existen algunas.
En los denominados “estados habituales de conciencia” tenemos apetencia por todo lo que nos resulta accesible: comida, sexo, noticias, movimientos, frivolidades. Cualquiera es capaz de pasarse meses leyendo una enciclopedia o haciendo la más genuina estupidez un con entusiasmo que a mí, ahora, me parece insoportable. Cuando escucho que me dicen: “tené paciencia y voluntad que vas a mejorar,  si te lo proponés vas a salir” y otras parecidas frases de ocasión que habitualmente se dirigen a los enfermos como consuelo, tengo la sensación de que están dirigiéndose a otra persona, no a mí.
Lo único que parece que tengo a salvo es mi capacidad para pensar, para interpretar lo que voy leyendo y  la claridad verbal  que mantengo en mis conversaciones. Lo que no sé y tampoco me importa mucho es si volveré a ser capaz de escribir un cuento, un poema que no tenga que ver con estas crónicas deshilachadas de un depresivo en vías de reconstrucción. Volver a escribir literatura sería una verdadera proeza aunque no he perdido del todo las ganas de leer.
Para colmo, durante estos tenebrosos meses, dos locas ideas aparecieron en mi cabeza, la súbita centella, la idea germinal de la que obtendré el argumento, la trama, los trucos del armado y la resolución final. ¿Por qué aparecieron, justo ahora, en los peores momentos de mi debilidad emocional? Voy a resumir los argumentos para no olvidarlos aunque solo el hecho de anotarlos me produce escalofríos. El primero tiene que ver con un tal Simón Wainstein, un poeta judío que viaja por el mundo dando recitales mientras busca a un niño recién nacido al que debe ejecutar por el bien de la futura humanidad. Afirma, me parece escucharlo, que así como nacen pequeños Mesías también nacen pequeños monstruos a los que en una dimensión paralela a la nuestra (pura ciencia ficción) estos potenciales genocidas son eliminados. No estoy en condiciones para escribir nada parecido, ni siquiera estoy en condiciones de soportar que me acose una idea semejante. (1)
Como parece que mis musas también están  perturbadas, en un momento cualquiera, no recuerdo cuándo con precisión pero sucedió en alguno de los peores momentos después de sucumbir al asalto de la Sombra,  apareció de entre los pliegues de mi imaginación una idea acompañada por el título correspondiente (sin el cual me resulta imposible iniciar cualquier texto literario). El título era “La profecía del señor Valentín”: un individuo predestinado a ser el vocero del futuro, nada menos que de los hombres que en un mañana no muy distante reemplazarían a la humanidad actual por otra superior. Así como terminó el Programa Dinosaurio, también culminaría el Programa Humano. No dejé de pensar en Konrad Lorenz y en otros biólogos que sospechan que algo similar podría suceder en el planeta Tierra.
El timbre del teléfono interrumpió mis desmesuradas especulaciones de las que soy por ahora el progenitor, ¿o el simple intermediario? ¿Deberé ser, como me dijo cuando yo era un adolescente la señora Amelia de la Peña, auténtica vidente y sanadora rosacruz, sólo un vaso comunicante, un vínculo mental-emocional con seres o inteligencias superiores? ¿Estoy por convertirme en un escritor de lo que está por suceder o en un desolado fabulador depresivo?
La llamada era de Sara, que quería saber cómo me encontraba y si necesitaba que hiciera una compra de alimentos o medicinas. Le comenté someramente lo que había hecho durante el día y sobre lo que estaba anotando en este diario del domingo. Volveríamos a encontrarnos aquí, mañana lunes, bien temprano antes de que ella fuera a su trabajo en el Ministerio de Educación.
Apenas cortó Sara volví a sentir la abrumadora soledad, mi permanencia en este lado oscuro de la realidad que nos negamos a aceptar mientras flotamos como un corcho a la deriva.
Días pasados hablábamos con mi  logoterapeuta sobre algunos problemas que plantea el lenguaje para definir en términos precisos nuestra percepción de la realidad. Decimos, por ejemplo, “el hombre” y queremos decir “hombre y mujer”; decimos que “un día” tiene veinticuatro horas aunque lo cierto es que el día tiene doce horas y la noche otras doce, en promedio. Decimos “vida” y queremos expresar “la vida y la muerte” y así con otras definiciones.
Con mayores o menores precisiones en el lenguaje, el devenir sigue su curso como un río incontrolable que nos arrastra cuando no sabemos sostener el ritmo. No tengo la menor idea sobre si algún día sabré por qué y para qué me servirá haber padecido esta enfermedad. Dicen los especialistas que, en mi caso, se trata de una “depresión reactiva”, exógena, que se origina como respuesta a uno o  varios conflictos que pueden estar vinculados a la muerte de un ser querido, a quebrantos financieros, un fracaso intelectual o emocional y vaya uno a saber por cuáles secretos motivos se convierte de un momento a otro en un espectro ambulante. Para mi alivio y consuelo lo que padezco es una enfermedad que si recibe el tratamiento terapéutico adecuado, tal  como vino se irá. Si la crisis se gestó muy lentamente, de la misma manera se podrá salir de ella pausadamente. Si la depresión apareció súbitamente, como la caída de un rayo (tal vez éste sea mi caso) las puertas de la prisión también se abrirán de un día para otro, también súbitamente.
Aunque sospecho cuáles han sido algunas de las causas de mi dolencia mental y emocional, Elvira B. está indagando en la parte más profunda, “hilando fino” podríamos decir, y  de esa manera descubrir huellas y señales en mi biografía, viejas heridas o marcas que puedan haber sido los fermentos de este caldo apestoso que estoy obligado a tomar. Deberé trabajar sobre algunas cuestiones precisas, tales como buscar un nuevo empleo, aceptar que ya no podré seguir viviendo de mis especulaciones bursátiles y otros recursos y que, lamentablemente,  no podré dedicar tiempo completo a la literatura.
En resumen: mis días en el futuro serán muy diferentes a los que vivía hasta el aquel brutal día de fines de diciembre pasado, cuando me precipité al pozo de las serpientes. No debo abandonar ni por un minuto la práctica de ejercitar mi voluntad como lo estoy haciendo mientras escribo con mis últimas energías y realizar un examen retrospectivo antes de quedarme dormido para observar si al final del túnel se está encendiendo la famosa lucecita.
En medio de tanta incertidumbre, mantengo sin embargo la certeza de que estoy siendo auxiliado por mucha gente y tengo (aunque me cuesta creerlo) un “aliado” como dice Don Juan Matus, el chamán y  maestro de Carlos Castaneda, alguien que forma parte de la trama secreta de la “Vida Real” y que está cooperando para que yo salga adelante, porque ese “alguien” sabe que ese salir adelante no será útil solo para mí. Pensar de este modo, aunque solo sea una mera ensoñación, me hace sentir mejor, como si por la ventana ingresara de repente una ráfaga de aire purificador.
Acordamos con Elvira B. que debo meditar teniendo presente la imagen de mi papá, un hombre dotado de una fortaleza física y moral increíbles. En los momentos en que pienso que estoy desmoronándome pienso en mi viejo. Pienso que él me ayuda con su fortaleza, con su capacidad para sufrir en silencio, sin molestar a los demás, sin quejarse, sin culpar a nadie por su destino pobre de campesino a pesar de que tenía una inteligencia notable. En su vida una sola vez se enfermó y fue para morir a los ochenta y dos años. También pienso en mi vieja, una mujer incansable que trabajó y luchó como pocos, pero ella era más doliente, solía quejarse y protestar, apegada a su obstinado deseo de vivir. He recibido como legado virtudes y defectos de ambos aunque, en estos momentos, desearía parecerme más a mi papá.
Así se va diluyendo el domingo a la tarde. Espero que llueva y refresque y que este día sea un paso más hacia mi recuperación. Me siento muy cansado pero aún, antes de acostarme, voy a darle una última mirada a lo que acabo de escribir.



















LA ENFERMEDAD COMO CAMINO

20 DE MARZO. “La enfermedad como camino” es el título de un libro recomendado por Elvira B. que compré esta mañana en la Librería García Santos. En la contratapa, dicen los autores,  no hay una diversidad de enfermedades sino una única enfermedad determinante del malestar del individuo que se manifiesta a través de diferentes cuadros clínicos.
Ofrece un método eficaz para descubrir el significado profundo de las enfermedades: todos los síntomas tienen un sentido para la vida del individuo al que transmiten mensajes del ámbito espiritual. Aprender a reconocerlos es crucial para nuestra curación, para nuestra salud física y psíquica. No estoy en estos momentos en condiciones para emitir una mínima opinión ya que antes, lógicamente, deberé leer el libro que exige al lector tener una idea acabada de la primera parte, a la que los autores consideran como exposición teórica, antes de pasar a la segunda parte que consiste en el tratamiento específico de diferentes enfermedades, sus principales síntomas y los caminos para su curación.
Pienso, con cierto escepticismo, que éste como cualquier otro texto no puede ser otra cosa que un mero auxiliar en el camino de la armonización. De todos modos haré el esfuerzo para leerlo y considerar la posibilidad de que en alguno de sus capítulos encontraré elementos que me ayuden a comprender lo que estoy padeciendo.
Hoy es lunes y me siento descorazonado porque me parece que todo este embrollo persiste y que la salida aparece como difícil y lejana. Me hago firmes propósitos y los cumplo y me ayudo de todas las maneras posibles. Vuelvo a repetirme lo positivo que me resulta ponerme a escribir, tenga o no deseos de hacerlo.
El tiempo sigue fluyendo sin apuro. Los días y las noches se suceden y con ellos las lentas semanas asistido por el obsesivo deseo de encontrarme a mí mismo, cerrar el círculo vicioso y regresar al punto en donde quiero permanecer. Anoté un concepto extraído del libro La enfermedad como camino  que coincide con lo que me dijo Elvira B. días pasados y que me resulta una terrible verdad: cuanto más potenciamos un polo más se potencia su contrario. Eso significa que cuanto más intenso sea mi deseo de sanarme menos podré controlar el par de opuestos, la Sombra, que no hace mucho surgió de sus secretos escondrijos para alienarme, sacarme del sitio, del lugar, de la dimensión a la que deseo regresar.
Esto me recuerda una de las técnicas que me enseñó la terapeuta, al principio, para superar el insomnio. El efecto es paradójico pues el ejercicio consiste en permanecer despierto para que la vigilia se haga presente con todo su poder, manteniéndose despierto mientras el subconsciente, el otro polo, se oponga tenazmente  a la vigilia y así poder ingresar a un sueño profundo. Cuando supe de esa técnica pensé en los conductores de vehículos que el hacer el esfuerzo por permanecer despiertos lo único que hacen es llamar al sueño para que se instale, sin aviso, de golpe en ellos. Me impresionó pensar que este ejercicio tan positivo para un individuo insomne llegue a ser fatal para cualquier conductor.
El tratamiento con Elvira B. y algunas lecturas me dicen que debo aceptar la enfermedad, vivir con ella, integrarla como parte de una realidad que nadie podría modificar porque se trata nada menos que de la vigencia de las leyes que rigen la naturaleza del mundo. Así como aceptamos la calvicie, las arrugas, la obesidad, el paso de los años, la pérdida de los seres queridos, así parece ser que debiéramos aceptar nuestra enfermedad, no ignorarla ni barrer bajo la alfombra sino unirla a nosotros como una parte auténtica de nuestra vida. ¿Son técnicas, trucos, sabiduría? No lo sé. La cuestión es que debo utilizar todos los medios e instrumentos disponibles para volver a encontrar el tan ansiado “punto indivisible de mí mismo”. En este momento me parece una hermosa definición aunque su realización permanezca en el claroscuro de mis posibilidades.
Tampoco ayuda a mi ánimo el clima de hoy, una tarde pesada, medio nublada, en  vísperas del otoño mendocino que este año no podré captar ni gozar en plenitud. No es fácil vivir en armonía y mucho menos cuando las cosas no funcionan como quisiéramos. Desde mi perspectiva de hoy, la vida es parte de una ingeniosa trama que Alguien urde, mecanismos precisos e inviolables que nadie puedo eludir y mucho menos transgredir sin causar una verdadera catástrofe. ¿Dónde habrán quedado aquellas ingenuas conversaciones con los amigos sobre la voluntad de dominio y el libre albedrío? ¿Acaso algunas enfermedades, como el cáncer, no aparecen como una condena de la cual es imposible escapar? Cuantos libros y cuantas filosofías y visiones diferentes de la vida para que al final cada uno, pobre o rico, salvaje o ilustrado, hombre o mujer se encuentre prisionero en las redes de estos mecanismos que conducen a la locura, a la parálisis espiritual, al deseo de morir.
Insoportable gravedad y complejidad del ser que puede llevarlo a gritar: ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?  No existe puerta alguna para abrir y escapar, ni tretas ni habilidades para suplir el calvario, salvo algunas medicinas milagrosas y la inteligente y bondadosa compañía de sanadores como lo es Elvira B. para mí. ¡Qué poco sabe uno de nada! ¡Qué inútiles y vacíos nos sentimos frente a la magnitud de una realidad que nos supera!
Como habitualmente ocurre cuando sucede una desgracia, cuando tiembla, cuando el granizo destruye los viñedos, cuando asistimos al velatorio de un ser querido, todo el mundo se pone a filosofar. Para no ser menos, yo también deposito sobre estos papeles en blanco la tentativa de meditar sobre mis íntimas aflicciones, el desmesurado pozo de depresión en el que he caído que no solo se expresa como dolor sino también como la peor humillación. Las cartas están sobre la mesa y no aparece ninguna otra alternativa que jugar. Por qué, o contra qué, lo ignoro salvo que sospecho que tengo que apostar  mis cartas con la mayor habilidad posible. No se trata de un simple resfrío sino de mi vida, la de hoy, la que viene.  De solo pensarlo me duele, ahora sí que puedo decir que me duele hasta el alma (esa frase cursi que yo nunca había empleado), porque el sufrimiento que produce el no poder salir de este estado depresivo es insoportable.
¿Cómo puedo medir este padecimiento? Pienso en la palabra depresión  y no puedo dejar de asociarla a represión, a regresión. ¿Qué es todo esto?  Pues, lisa y llanamente, que soy el lado opuesto de lo que siempre creí que era el ser de mi naturaleza. He transcurrido una buena parte de mi vida con tanta ingenuidad que jamás pude saber que era yo mismo quien alimentaba a la Sombra, el Ánima que fue creciendo en lo más oculto de mí mismo para llegar a ser hoy lo que nunca quise ser.
¿Quién tiene la culpa? Me parece que estoy siendo juzgado como un violador de las grandes leyes pero voy a decir, con auténtica humildad, que yo y todos los que padecen dolencias similares somos unas pobres víctimas, tanto como lo son los que mueren en un terremoto. ¿Por qué? Porque no debiéramos ser castigados por nuestra ignorancia. La sabiduría es (o parece ser) el don de algunos privilegiados. El resto es condenado a vivir lo que los budistas denominan “la sabiduría errónea”, ser simples mortales condenados por los dioses a aprender únicamente por la Ley del Sufrimiento.
En la pasada sesión hablábamos con Elvira B. sobre las ideas referidas a la redención. Yo me refería a lo que he leído sobre la llamada ley o principio de la resonancia, uno de los fenómenos por los cuales la Vida aprende de Ella misma, poniendo como ejemplo el de una rata de laboratorio que si llega a resolver determinadas dificultades en un laberinto, el resto de las ratas,  todas las ratas del mundo, aprenderán más rápido a resolverlas aunque se encuentren a miles de kilómetros de distancia. Un principio de causalidad mediante el cual si alguien se perfecciona, ese mejoramiento de sí mismo hará más fácil y rápida la tarea de otros. Se daría así, mediante la ley de resonancia, que millones de personas que padecen el síndrome de la depresión mental y emocional pudieran tener mayores posibilidades de sanarse si los que hoy aprendemos a vivir con nuestro sufrimiento les dejamos esta preciosa herencia.
Tal vez lo que estoy pensando y escribiendo sea nada más que un simple consuelo para mí, una zanahoria divina para hacerme sentir mejor, para ser más fuerte y derribar la puerta que me conduzca a la liberación. Minuto a minuto el Universo entero se altera y sigue modificándose. Yo mismo, aunque no puedo medirlo, en algo he cambiado desde que me senté frente a la máquina de escribir

SANAR O REVENTAR

MARTES 21 DE MARZO. Son las 15,15. Estaba dormitando en el living cuando me despertó la llegada de Naty, la empleada de Sara que hace la limpieza. Me levanto para ir a entretenerme con la máquina de escribir para que  así pasen las horas más críticas, entre las 14 y las 17 horas. Dormir la siesta (que ha sido por años uno de mis placeres favoritos) es una pesadilla porque me cuesta quedarme dormido y si lo hago me despierto asustado. Rara vez lo intento porque me resultan insoportables esos súbitos despertares.
Espero impaciente que pasen estos infernales últimos días de calor para que venga el apacible otoño, que empieza hoy aunque sigamos en el verano. Ojalá sea una excelente temporada para que acompañe mis días en el sentido de mi edad por un lado y el de mi decadencia inesperada pues no soy otra cosa que un pobre estúpido, deprimido y desarmonizado totalmente.
Luego de una pausa, vuelvo a escribir a las 19,45, hora en que acabo de regresar de mi entrevista con Elvira B. Ha sido la de hoy una buena sesión en la que he podido ratificar que soy un pendejo en el verdadero sentido de la palabra. Un hijo de Onán que se pasó años valiosos de sus vida intentando permanecer de un solo lado de la realidad y dejando afuera responsabilidades y trabajos, previsiones y hechos que solo  han servido para quedarme con una mano adelante y otra atrás, transformado en una patética piltrafa doliente, sin un peso, sin ingresos fijos a causa de las gansadas que hice.
Mientras escribo ya ni siquiera siento vergüenza pero sí una brutal ira contra mí mismo, un rencor por esta puta depresión que me sigue destrozando. ¿Cómo he podido llegar a ser tan boludo? Toda mi economía se vino abajo, salvo unos pocos pesos que tengo en el banco, lo que  quedó del reciente naufragio en la Bolsa después de los graciosos y continuados “efecto tequila”, “efecto caipirinha” y “efecto tango” que dejaron en la calle un tendal de ingenuos inversores.
Espero que llegue el momento en que pueda ser indulgente conmigo y sepa aprovechar esta oportunidad  para conocerme un poco más, para cerrar mi famoso círculo y vivir más simple y armoniosamente con los seres que quiero. Esta vendría a ser la síntesis de la reunión de hoy con  Elvira B.: tengo una disociación entre mi mundo intelectual y el psíquico. No he sabido asumir la realidad  a pesar de que me consideraba un extraordinario intérprete del mundo, de la gente, del diario acontecer.  En fin, he llegado a convertirme en un seductor que abandona lo que seduce, como un animal de presa que no caza para comer sino por el simple deporte de depredar. Siempre he tenido a mano una justificación para compadecerme o  justificarme. Lo cierto es que,  de una manera impensada, a quien más he jodido ha sido a mí mismo porque a los demás no creo haberlos lastimado demasiado. “Juan el Tonto”, me decía muchas veces en broma aunque ahora creo que ésa era la auténtica descripción de mi personalidad. Juan, el buenón, Juan, el ingenuo, el que empujaba el mundo en una misma dirección, todo el tiempo, el que no se detuvo a pensar, a discernir si lo que estaba haciendo era lo correcto.
¡Qué chasco! Me hice la broma macabra del siglo, me jodí olímpicamente y ahora lo único que puedo hacer es tonificarme con medicamentos y adiestrarme psicológicamente para cruzar el bosque durante la noche oscura buscando la salida.
Escribo estas páginas con muchas ganas y mucha bronca al mismo tiempo porque hace un par de meses no podía ni siquiera pensar en el tema. Tengo que perdonarme pero antes es justo que yo mismo me mande a la misma mierda por tantas idioteces cometidas. Dice Elvira B. que debo trabajar científicamente. Ella repite que soy una persona fuerte e inteligente y a mí me dan ganas de reír y llorar cuando la escucho. He debido ser un hombre con una fe ciega en la Providencia, alguien que seguramente creía que los milagros lo resuelven todo y que daba lo mismo hacer una cosa u otra. Honestamente creo que cada una de las decisiones que he tomado en estos últimos años han sido ejecutadas en la certeza de que mi intuición estaba al mando, aunque hoy parece que no tengo intuición para nada, soy una nulidad espiritual.
Y en cuanto a mi fortaleza por ahí me descubro en pelotas en medido de un ataque de pánico y si no fuera porque estoy contenido por los psicofármacos terminaría convertido en una basura humana. Pero tengo que seguir porque no me abandona la imagen que creí ver en una de las láminas  del Test  de Roschard en una de las sesiones: el hombre con gorra que está de pie entre el bosque y la alambrada de púas. Hice primero para la psicóloga una descripción superficial pero de inmediato supe que esa imagen era la de mi viejo con su gorrita cuando lo veía venir del trabajo en las viñas.
Él, mi padre, está allí vigilando para impedir que yo ingrese al campamento de prisioneros que está en el bosque, fue mi definitiva interpretación. Tengo la seguridad de que la amable imagen de mi padre me sigue acompañando y en estos momentos lo siento como mi protector.
Finalizo diciendo que el día de hoy empezó con muchas tensiones y que en este instante, a las 20,15, me siento como desahogado y más tranquilo porque he tenido el valor de retratarme sin piedad. Ahora iré a tomar mi mágica cena y después veré televisión hasta la hora de dormir.



















SOÑAR, DORMIR, ESPERAR

MIÉRCOLES 22 DE MARZO. Son las 11,20 horas. Tengo sueño y estoy más cansado que lo habitual. El día es caluroso, denso, típico de cuando se espera la llegada de los primeros fríos. Otra jornada  más para llenar y completar en mi rutina. Imagino que soy alguien que está en los andenes del ferrocarril o en las salas de espera de las estaciones de ómnibus aguardando el momento de la partida o de la llegada de alguien.
Dormir, esperar, no impacientarse, soñar despierto o en la semivigilia y dejar que el tiempo fluya hasta la hora señalada que fatalmente tendrá que llegar. Hace más de tres meses que no sé qué es un día de paz interior. Me parece que diciembre pasó hace años y sin embargo han pasado solamente noventa días y un poco más. Lo que escribo suena como queja porque todavía no he aceptado la compañía de mi enfermedad. Me consuela pensar en el diagnóstico que dice que padezco de una depresión reactiva y que así como un día, sin aviso, llegó, del mismo modo se irá, como anoté en una página anterior.
Tengo que quebrar mi ansiedad, la impaciencia del plazo fijo, abandonar la obsesión de querer saber si ese ansiado momento se hará realidad dentro de un mes o de un año o quién sabe cuándo si acaso ese instante llega. Escribir mis estados de ánimo me hace bien porque es una manera directa y explícita de decirme lo mismo que pienso miles de veces en cientos de horas. La constancia que practico me recuerda cierta experiencia que hice tantas veces en mi casa: dejar que sobre un balde vacío caigan muy espaciadamente lentas gotas de agua desde la canilla, para comprobar al día siguiente la increíble cantidad de agua acumulada.
Hago una pausa para preparar el almuerzo y continuaré unos minutos después de las 16.
Sara regresó de su trabajo y yo me entretengo como un bobo con la máquina de escribir. He tomado una taza de café y mi ánimo oscila entre tranquilo y ligeramente agitado. La maquinita mental trabaja todo el tiempo  y aunque yo, deliberadamente, introduzco elementos positivos, la levadura de la depresión sigue fermentando. Pongo al servicio de mi recuperación todo el material disponible pero me cuesta medir los avances y retrocesos: si permanezco en el mismo sitio o si he avanzado unos milímetros. Hay momentos en los que me parece que mi malestar comenzara a dispersarse para regresar de inmediato  con mayor agresividad.
Hablamos con Sara sobre las dificultades que ahora tenemos para lograr una relación sexual. Mundos distintos y opuestos colisionan en mí. Mis sensaciones son de placer y dolor al mismo tiempo. Una parte de mí siente el placer y la otra envía señales de dolor. Al final me queda un doble vacío: el de mi cuerpo y la reprochable sensación de haber utilizado el cuerpo de Sara para saciarme a medias.
Ella, estoy convencido, lo hace impulsada por la generosidad en complacerme pero lo único que logramos es darnos cuenta, sin decir una palabra, de que ya no estamos tan próximos como antes, no solo en la cama sino fuera de ella.
Lo que está en claro es que los días se suceden y que yo, en cada página que escribo, soy reiterativo y vuelvo cada vez con la misma cantinela. Me limito a lo que me hace bien acomodándome a la disciplina del ahora, aunque no sea un ahora espiritual perfecto. Vivo un tiempo distinto a cualquier tiempo del pasado o jamás imaginado.















¿COMIENZA A SALIR EL SOL?

JUEVES 23 DE MARZO. A pesar del pronóstico meteorológico que escuché anoche en la televisión, el fresco que vendría del sur  aún no llegó y aquí, en el escritorio de Sara, la mañana amenaza  ser nuevamente calurosa.
Hoy me he levantado con la idea de que en algún lugar de mi conciencia están apareciendo los primeros rayos de ese sol simbólico  que tal vez no sea otra cosa que la luz al fondo del túnel que tanto deseo vislumbrar. Me detengo con mis presunciones para no agregar ni una palabra más porque el hijo de puta del subconsciente siempre anda al acecho para hacerme alguna mala pasada.
Sé y  siento que todo se mueve al compás de determinados biorritmos, que nada es permanente y que el reencuentro conmigo mismo se irá produciendo muy lentamente, si es que alguna vez se produce. A veces me siento muy arriba y después allá abajo aunque lo importante es que mantenga una voluntad de hierro para poder cumplir con cada uno de mis propósitos.
La rutina de hoy ha sido casi exacta a la de mis días anteriores: desayuné con Sara antes de que ella partiera a su trabajo y después repetí como en un círculo vicioso la afeitada, el baño, el arreglo del dormitorio, el ejercicio de la meditación sentado en la silla que ya es todo un símbolo, mi lugar en el mundo, en la penumbra de la habitación. Después fui a colocarme la inyección y de paso pedí que me tomaran la presión arterial: 12,5 y 8, números que me dejaron feliz como si hubiera ganado un premio.
Estoy seguro porque, además, lo he consultado con el médico,  que mis picos de tensión que a veces hasta llegan a producirme problemas de visión, son debidos a fugaces cuadros de pánico que se producen apenas pienso en alguno de mis numerosos problemas a resolver: una grave noticia, un ruido fuerte e imprevisto o alguna escondida razón de las tantas que andamos con Elvira B. rastreando en los mugrientos sótanos de mi conciencia.
En la esquina del Pasaje Vargas y Pedro Molina hay un bar próximo a la enfermería. Desayuné  un café con leche con dos tortitas que aquí les dicen “raspaditas” que vino a ser la primera gratificación de la mañana en estos días  que siguen siendo interminables.
Continué liquidando pedazos de tiempo con una distraída caminata por la calle San Martín. Subí por calle Las Heras hasta el Mercado Central con el único propósito de comparar mi estado de ánimo actual con el que tenía cuando llegué a Mendoza y pude comprobar que se había producido un cambio notable. La primera vez que fui a comprar lo necesario para mi almuerzo recuerdo que caminaba como perdido por los pasillos colmados de carnes, fiambres, verduras, pescados, panaderías. Iba y venía de una punta a otra sin saber qué podría comprar  y sin sentir la mínima señal de hambre. Hoy, en cambio, me di cuenta de que podría haberme tentado repetidas veces. Por ejemplo, comprar alguno de mis fiambres preferidos, tomar un chocolate con churros, comprar costeletas o vacío de cerdo, algunas verduras y frutas. Admiré los pescados y mariscos y decidí que en otro momento volvería al mercado para prepararme una comida menos aburrida de las que estoy haciendo diariamente.
Es claro que ahora tengo intereses distintos a los de hace algunos meses. Hasta fines de diciembre padecí problemas de hígado, mareos y picos de tensión. Recuerdo que en los primeras días de enero, cuando en la oficina de mi agente de Bolsa me dejé llevar por su consejo y no escuché la voz interior que me dictada que hiciera lo contrario. Debe haber sido aquel el minuto fatal, cuando la incontrolable Sombra  empezaba a surgir dentro de mí. Cuando, por el llamado efecto dominó, se desplomaron las Bolsas de Valores en toda la región, mi vida comenzó a ser un martirio al tomar conciencia de todos los errores que había cometido con mis inversiones bursátiles.
Día a día mi salud siguió agravándose hasta que decidí hacerme un chequeo completo en el Hospital Privado; después tratamientos quiroprácticos y acupuntura con un médico que decía ser chino, mis consultas con la señora Alicia Bertona, la mesmerista, hacerme interpretar las cartas del Tarot, la entrevista con un conocido psiquiatra que me dejó más confundido y desorientado, hasta la decisión de venirme a Mendoza en parte por la invitación de Sara y porque un oscuro presentimiento me decía que debía viajar al único lugar donde encontraría un oasis en medido de mi desierto. Estoy aquí, en ese oasis, con la esperanza de que no sea otro espejismo en mi vía crucis.
Conversando los otros días con Elvira B. hacía yo referencia a algunas experiencias en las que el paso del tiempo ponía en evidencia el antiguo refrán del poeta español: “todo en la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Cuando era un niño y se me perdían o me ganaban las bolitas, el trompo o las figuritas, no podía dormir. Casi lo mismo que me sucede ahora con la diferencia de que no soy un niño ni he perdido mis humildes juguetes.
Si toda la vida es un sueño y deseamos liberarnos de lo soñado, disponemos del “don del olvido” que vendría a ser el instrumento que borra todas las penas y sufrimientos y también las alegrías y placeres  que conforman la trama de la ilusión, del sueño de vivir.  También disponemos de las técnicas psicológicas  para hacernos cargo y asumirnos aunque el dolor nos esté despedazando y sin que nos quede la mínima esperanza.
El tiempo es otro de los grandes remedios a cualquier mal junto a la aceptación de que todo lo que existe es una cósmica trama  en la que todo está relacionado con todo, de manera que esa interdependencia nos hace partícipes de cuanto ocurre aun en la galaxia más lejana. Todas estas soberbias definiciones y abstracciones me resultan en estos momentos un positivo juego para la mente y un ejercicio tonificante para mi mundo emocional y psíquico. La certeza de que el tiempo es el verdadero sanador de todas las dolencias, el que pone fin a toda pena y aflicción, no dejará de convertirse en un saludable alivio.
 Nacemos y vivimos rodeados de incesantes nacimientos, muertes, cambios, encuentros, rupturas en un frenesí que recién advertimos cuando quedamos anclados en el dolor físico y el sufrimiento moral.  Entonces pareciera que el tiempo se detiene, que apenas se mueve. Minutos que parecen horas, días  que parecen semanas. Bien sabe cualquiera que las horas de alegría y placer no duran nada, se esfuman veloces  como si el tiempo se acelerara. Gran tema,  éste, el del tiempo sobre el que se han escrito miles de libros y se hacen divertidas conjeturas como que, por ejemplo, si fluye en ambas direcciones, del presente al futuro y del futuro al presente, lo que va a suceder ya ha sucedido porque, de lo contrario, lo que “ahora es”, jamás sería.
No podemos eliminar un solo punto sin derribar toda la construcción, dicen los físicos teóricos, del mismo modo que si sacamos una carta el castillo de naipes se vendría abajo. Entonces me pregunto, ¿nuestra vida cotidiana es un simple juego?  Confieso mi ignorancia, no completa pero sí vasta. No entiendo eso de que cierta ley de causalidad  produce efectos en el futuro y que desde el futuro se estarían remitiendo al pasado efectos de hechos causados en ese mismo futuro. ¿Estoy especulando con mi mente o delirando? No me parece un tema apropiado para alguien que está procurando superar una depresión nerviosa.
Sin embargo, sigo pensando en el tiempo como sanador. ¿Cómo puedo saber si desde el futuro me están llegando señales, órdenes, mandatos para modificar mi presente? ¿De qué manera podemos influir sobre otras personas mediante mecanismos que no son evidentes ni comprobables como es la oración? El sabio Avicena escribió en la antigua Persia, hace aproximadamente mil años que: “La imaginación de un hombre puede actuar no sólo sobre su propio cuerpo sino sobre otros cuerpos distantes”. ¿Y por qué no recordar los estudios del Premio Nobel de medicina Alexis Carrell sobre los efectos fisiológicos y espirituales de la oración? Si no fuera así, ¿qué sentido tendrían las bendiciones que imparten los Maestros a sus discípulos y los padres y madres a sus hijos?
Lo que estoy escribiendo viene de lo que hemos tratado con Elvira B. Uno se sana por la asistencia médica, por los psicofármacos, por los cuidados que recibe, los alimentos, las oraciones, los pensamientos constructivos de quienes nos aman. Es lo que siento en estos momentos y acepto con el convencimiento de que de esta experiencia he de salir renovado, fortalecido, transformado. Ahora comprendo mejor un pensamiento que leí no sé dónde, que dice que cuando se padece una grave crisis, no se debe de ninguna manera desear volver a ser la persona que antes éramos. Ese que uno era ahora ya está muerto o muriendo; nuestro único pensamiento deberá ser el de salir transformado para vivir otra vida, la nueva oportunidad que se nos concede.
Por alguna razón tenemos  miedo a los cambios porque todo cambio es una pequeña muerte, un porción de lo que somos como totalidad. No sé con qué voy a enfrentarme en los próximos meses. No sé si mi vida será mejor o peor pero sí presiento que será diferente. Cuando se habla del asunto de la reencarnación yo recurro y me refugio en mi teoría sobre la reencarnación genética, el modo en que podemos influir sobre nuestro propio ADN. También digo que en esta vida, la única real que conocemos, uno puede vivir numerosas vidas. Como un libro que  tiene determinada cantidad de hojas, una vida tiene en sí muchas vidas. Existe un hilo conductor que va de punta a punta en la historia personal en la que el principal personaje, el verdadero Ser, no cambia pero sí lo hacen las circunstancias de su vida. Todo es tan fascinante e imprevisible que fascina y asusta al mismo tiempo. Desde el niño al anciano que se contemplan en el mismo espejo, al cabo de los años uno siente que la máscara externa ha ido modificándose pero no la conciencia de ser, la que nos conduce al Único Ser, el Atman, el Misterio, lo Desconocido, Dios, el  Mundo Divino.
Finalizo repitiendo mi consigna: “Este es mi dolor, mi gran dolor; si no puedo atravesarlo jamás sabré lo que hay del otro lado”.  El sol está acercándose a las altas montañas. Debo aprovechar las horas del crepúsculo para meditar y enviar mis mejores pensamientos a recorrer el Universo para que retornen a mí, ahora mismo, ya, en este soplo de Eternidad que es el tiempo que no empieza ni termina nunca.











SUEÑO ARTIFICIAL

VIERNES 24 DE MARZO. Durante los primeros días en que comencé a sentir los síntomas de la depresión, no tomé ninguna clase de medicamento siguiendo el consejo de un médico amigo: que no me atara a la necesidad de ingerir psicofármacos, necesidad que podría transformarse en hábito y después en adicción.
Yo sentía que mi ansiedad y mi angustia iban en continuo aumento. Unas semanas después cuando  fui al Hospital de Clínicas para hacerme una audiometría, le rogué a la doctora que me atendió que me diera una  receta para comprar Valium. Con este medicamento logré aliviarme aunque los problemas centrales permanecían inalterados. 
Cierto día, poco después de mi llegada a Mendoza, tuve un pico de tensión que me asustó tanto que salimos apresuradamente con Sara a buscar un médico que vivía en el mismo edificio de su departamento, un tal Dr. Menoyo, quien me hizo una rápida revisación general y cuyo diagnóstico no tenía dudas para él: se trata de una típica depresión  reactiva. Buscó un vademecum farmacológico y empezó a consultar. Como este profesional médico no era psiquiatra y ante mi pedido de que tuviera en cuenta  las contraindicaciones que pudieran seguir afectando mi hígado o un incipiente glaucoma, llamó por teléfono a un colega suyo, el Dr. Suardi, al que consultó sobre cierto medicamento que de inmediato me recetó. Pero, lamentablemente, resultó peor el remedio que la enfermedad ya que tomaba el antidepresivo recomendado que, paradójicamente, aumentaba mi ansiedad a pesar de que en esos días estaba tomando un ansiolítico que juntos no impedían que la noche me resultara atroz a causa del  insomnio.
Así perdí unos doce días, los primeros de mi tratamiento con Elvira B. en los que me parecía permanecer estático, día y noche, sobre la misma piedra del sacrificio. Ella  me sugirió que consultara a un médico psiquiatra de su confianza, el Dr. Rubén D. a quien debo con mi mayor gratitud que me hubiese recetado un nuevo ansiolítico y un hipnótico que me ayudan a dormir todas las noches. Desde entonces, la hora más deseada por mí era cuando llegaba la hora de ir a la cama, tomar los medicamentos y al instante quedarme dormido profundamente.
Era el momento del adiós a los problemas, mi despedida del mundo, de todas sus antiguas grandezas y actuales miserias. ¿Entrará el suicida  al limbo de la muerte con la misma felicidad con la que yo entraba al sueño profundo?
Unas semanas después, cuando comencé a sentir los primeros síntomas de alivio, la hora de dormir ya no era tan atractiva y empecé a desconfiar del sueño artificial, inducido por los medicamentos. Siempre he sido reacio a tomar cualquier tipo de medicinas y mucho menos los tranquilizantes e inductores del sueño. Hace tres noches quise probarme y tomé la mitad de la dosis recomendada con el resultado de que me dormía y me despertaba a intermitencias, molesto conmigo y dispuesto a respetar las recomendaciones médicas.
Aunque deseo que llegue el momento en que prescindiré de los psicofármacos, por ahora deberé continuar tomándolos renunciando a mi pretensión de realizar experiencias no autorizadas.
Como escribí en páginas anteriores, debo ser prudente pero no temeroso. Es parte de la disciplina que me he impuesto aunque todavía, en el momento más inesperado, aparecen esos extraños y repentinos ataques de pánico y la siguiente desolación que me confunde y desestabiliza. Algo similar me ocurre con el sentimiento vida-muerte. Cuando en los peores momentos de mi depresión, imaginaba que si me quedaba dormido para siempre, quiero decir si me moría, no sentiría ni temor ni pena alguna. Pero ha sido suficiente que en algún momento me llegara algún deseo o placer, un mínimo estímulo de vida, para que el mero hecho de pensar en mi muerte volviera a darme temor. El amor y la muerte en pleno combate y yo como territorio de esas batallas.
Hoy puedo decir que el trabajo con Elvira B. está dando resultados positivos. Supongo que algunas de las imágenes de  los test proyectivos deben haber hecho contacto con mi subconsciente para que empiece a recuperar la fe en mi mismo,  superar los peores temores y aceptar con mayor tranquilidad el devenir de los días mientras me preparo para afrontar mi todavía imprevisible futuro.
Así están las cosas hoy. Son aproximadamente las 17 y en horas más tengo otra entrevista con la logoterapeuta. En cuanto a Sara, ayer y hoy la he visto más animosa y colmada de cariño hacia mí. Probablemente deberá reconfortarla el hecho de no verme tan mal como hace días. Debe ser difícil tener como huésped a un deprimido, aunque se trate de una persona amada  como pienso que eso  soy   para Sara. ¿Será así? Por su trabajo y obligaciones familiares, mi querida amiga está poco tiempo acompañándome. Leo muy poco y paso horas enteras viendo cualquier pavada en la televisión con tal de que pasen lentamente las horas. Todavía no se ha despertado en mí el deseo de volver a escuchar música. No comprendo cómo habiendo sido un verdadero adicto hoy no tengo el menor deseo de hacerlo.
Por ahora limito mis placeres a pequeñas cosas, estímulos que  ayudan  a mi sanación como ir a tomar, todas las mañanas, casi a la misma hora en el mismo bar, un café con leche con dos raspaditas, comer después del almuerzo algunas de mis frutas preferidas, preparar mi clásica cena de cereales con leche, yogur, trozos de banana y canela, ver algún programa en la TV, una buena película o los programas políticos que emiten desde Buenos Aires.
También me hace mucho bien la llegada de Sara, para compartir el almuerzo y luego recostarnos unos momentos para conversar. Sobre nuestras relaciones sexuales ya lo comenté antes. Es un tema sobre el cual no voy a reincidir, por ahora. Creo que ambos nos sentimos mejor cuando nos quedamos abrazados charlando que cuando tenemos una relación sexual. A pesar de mi depresión, cuando estoy junto a Sara  me siento excitado, desbordado por una  casi incontrolable pulsión erótica para culminar como un inexperto adolescente, tan diferente a lo que hemos experimentado durante años.
Anoche estuvimos Sara y yo cenando en casa de mis amigos Silvia y Jorge C. Ella había recortado para mí dos artículos publicados en el diario La Nación referidos a la trágica muerte del hijo del Presidente de la Nación.  Les decía yo que la muerte de ese joven deportista tal vez permanezca unida a ciertos mitos populares que conserva la memoria colectiva desde tiempos remotos. Para la mayoría supersticiosa, la muerte del hijo del jefe de Estado es la muerte del príncipe en ciertos cuentos mágicos, la tragedia de quien posee atributos únicos como belleza, juventud, poder, vanagloria. La moraleja sería que nadie se salva de la muerte, aunque algunos sobreviven en el tiempo como héroes o mártires, como transgresores o imbatibles luchadores.
Yo aceptaría cualquier dolor, cualquier sacrificio, una cruel enfermedad como la que estoy padeciendo o alguna peor, antes de perder a alguno de mis hijos. Pero somos tan individualmente egoístas que no podemos dejar de pensar en la solución de nuestros problemas personales antes que hacernos cargo del dolor ajeno, incluidos a veces los seres que amamos.
Por hoy doy por terminado el ejercicio de pensar y escribir como parte de la terapia que hace posible que fluyan las horas insoportables mientras juego con la máquina de escribir.






















LA BÚSQUEDA DE SENTIDO


SÁBADO 25 DE MARZO. Cuántas veces habré tocado el tema, tanto en mis reflexiones silenciosas como en las conversaciones con los amigos. Buscar el sentido de la vida, lo que justifica  continuar aquí, el punto de equilibrio, la posible armonía como resultado de prolongados juegos en los que interviene la fragmentación, la dispersión, la transgresión, la osadía, el trastrocamiento de los valores, encadenamientos de causas y azares, los malabares de la buena y la mala suerte que componen biografías poco comunes.
Los momentos cumbre que puedo recordar de esa plenitud de sentido son pocos; la mayoría de ellos ligados a las  experiencias del desenvolvimiento en el camino espiritual y en contados casos a mi relación con seres que han sido y siguen siendo fundamentales en mi vida. Ahora, en estas inesperadas  vivencias que me ofrece  mi enfermedad, la búsqueda de sentido es como un horizonte que se aleja en la misma medida en que yo avanzo abrumado, a paso lento. Siento no la paz sino la plenitud de una tormenta que abarca toda mi naturaleza y de la que intento escapar haciendo un devastador derroche de energía, desasosiego, esfuerzos que resultan inútiles,  temor de fracasar en cada nuevo intento, temor de que mi cuadro clínico se agrave,  miedo de contagiar a mis seres queridos, especialmente a Sara, porque estoy convencido de que el depresivo es un enfermo crónico y que no debe ser fácil convivir con alguien en ese estado.
¿Tendría yo la capacidad,  la energía y la generosidad suficientes para asistir a una persona mental y anímicamente enferma? Me preocupa el estado de Sara porque todo lo que está sucediendo entre nosotros la está afectando visiblemente. Justamente hoy hablamos sobre las leyes del deseo.  Yo le decía que una de las lecciones que he aprendido es que ahora no me complace sino que me asusta desear. Más de una vez, cientos, miles de veces  mis apetencias se lograron pero poco después, cuando la Vida, el Destino o quien sea me pasó una factura que resultó  impagable. Siempre quedé endeudado y tal vez esos saldos fueron acumulándose para que hoy mis bienes intangibles más preciados estén en bancarrota.
Continúo trabajando duramente pero, a veces, como le decía ayer a Elvira B., cuando busco y no encuentro la puerta de salida, me desanimo  completamente porque sé que no avanzo sino que doy pasos atrás. Para colmo este calor insoportable, mi enemigo número uno. Por alguna razón los grandes maestros contemplativos edifican sus monasterios en las altas montañas donde predomina un clima frío.  Este ha sido el peor verano de mi vida, el más largo y tedioso, el más aborrecido, un tiempo en que he sido obligado a tocar el fondo de mí mismo, mi personal abismo, y descubrir facetas de mi personalidad que estaban como plegadas y que de repente han eclosionado.
Es tal el silencio en este cuarto que apenas escucho el zumbido de mis oídos y algunos leves ruidos de la ciudad en esta tarde densa y poco estimulante. Dentro de un rato, a las 17,45 tendré que partir rumbo al consultorio de mi terapeuta, Elvira B.
Recuerdo que el día de mi primera entrevista tomé un taxi porque no conocía bien el lugar y temía llegar tarde. Era una mañana luminosa, aquel 15 de febrero en que yo deambulaba hecho pelotas, mal medicado y con una angustia y desesperación terrible. Apenas estuve frente a Elvira B. no pude expresar una palabra. Pedí un vaso con agua, algo que también sucedió en la siguiente sesión. Después, aunque tenía la boca amarga y reseca, podía aguantar la sed hasta regresar al departamento y tomar uno y otro vaso de agua hasta saciarme.
Si comparo estos momentos con aquel primer día  de terapia es para comprobar, con cierto entusiasmo, que estoy físicamente más fuerte y anímicamente un poco mejor, aunque no sé cuál es la causa de esa mejoría. Elvira B. me dice que no piense porque es casi imposible saber cuánto de asistencia psicológica, cuánto de psicofármacos, de amor,  de esfuerzo personal se combinan para que sea posible la sanación. Así es la vida, me digo repitiendo la estúpida frase.
Todo parece ser una improvisación teatral en la que cada actor debe adivinar el libreto porque los parlamentos de los otros protagonistas también han sido alterados o cifrados o escondidos. Es la Gran Obra, el formidable espectáculo en el que todos somos autores, personajes, espectadores y críticos al mismo tiempo. Así es la vida, vuelvo a decirme procurando  sonreír, mover algunos músculos de mi cara que activen sustancias químicas  positivas que alisarán mi máscara y me recorrerán entero regenerando cada una de las células de mi cuerpo.
Ojalá pudiera reírme, burlarme de mí mismo, divertirme y ser agradablemente feliz. Sería la primera señal de que estoy mejorando. Del rictus de amargura que tenía hace un par de meses a una brevísima sonrisa hay un paso significativo. Intento imitar el gesto de la sabiduría, la “media sonrisa de Buda”, la misma que pintó Leonardo en el rostro inquietante de la Gioconda.


























UNA GOTA DE AGUA, UN DESTELLO DE LUZ

LUNES 27 DE MARZO. Estoy preparando para mi almuerzo una sopa de verduras. Es suficiente después del abundante almuerzo de ayer. Estoy recuperando mi peso pero no debo abusar y sí mantener el equilibrio entre una correcta alimentación que me mantenga fuerte y otra que pueda ser el sustituto de la ansiedad. Recuperarse de una depresión nerviosa sería como caminar sobre una cuerda floja sobre un abismo entre dos montañas. Puedo aumentar mis desequilibrios o disminuirlos. Me repito la consigna que me obliga a continuar con la disciplina que regula mis horarios, los medicamentos, las comidas, las benditas horas del sueño y mis técnicas para llenar las horas vacías.
Esa suma más la logoterapia deberá activar mi sanación. Debo doblegar mi voluntad para encaminarme al centro de mi propio Ser y procurar permanecer, oscilando apenas, junto al punto indivisible que es el eje de mi radio de estabilidad. Medito sobre la gota de agua que cae intermitente y puede llenar un balde, una pileta, un océano. Que la imagen del murciélago negro que me pareció identificar en una de las láminas del test de Roschard se trastoque en la mariposa  de vivos colores que está en el reverso de mis percepciones deformadas por la crisis. He asumido mi enfermedad y me avergüenza menos que antes mostrarla a los demás.
Toda la altanería y el orgullo  del ego se diluyen frente a la humildad que nace con el sufrimiento y la impotencia. También comprendo que por más fuerte que sea la paliza que estoy recibiendo, no debo intentar llegar a la orilla opuesta para quedarme  ahí como un individuo acobardado, insuficiente y masoquista  que haga del sufrimiento una bandera. Parte de lo que desembocó en mí produciendo una crisis, tal vez haya sido por motivos que ignoro hasta hoy, por haber dirigido mis impulsos de violencia no hacia otros sino hacia mí mismo.
En otros tiempos, desahogar la bronca y el enojo contra otros, puteando, discutiendo o peleando me liberada del estrés, me fortalecía, me justificaba. Si hubiera tenido esa conducta no habría caído víctima de la depresión. ¿O sí? Pero no tuve la mejor idea que registrar la patente de “Juan el Bueno”, tan aparentemente bueno, tan pelotudo y domesticado que lleva siempre puesta la misma máscara del buen tipo que a todos sorprende y agrada con su buen carácter, su capacidad para estimular y ayudar, principal accionista de las empresas creadas por la Compañía Don Quijote S.A. mientras descuidaba mi verdadero frente de batalla, mi economía, mi seguridad, sin concretar un mínimo de previsión para el futuro.
Me mantuve durante nueve años sostenido por una insólita mezcla de fe sagrada y estupidez extrema, confiado en que todo estaba bien, que nunca me faltaría nada, como si la economía providencial estuviera a mi exclusivo servicio para que yo ejerciera mi vocación de escritor y de intelectual a tiempo completo.
Aunque estoy en una etapa de evidente recuperación, sé que la mayor parte de los desencadenamientos están intactos: buscar un empleo, hacer aportes provisionales atrasados, resolver asuntos familiares y afectivos, mi relación con Sara, mi inquietante futuro inmediato apenas llegue a Córdoba. Los problemas originales siguen ahí, están esperándome, no para describirlos y anotarlos sino para resolverlos.
Llegará el momento en que tendré que ir a sacar el pasaje a la Estación de Ómnibus, hacer las valijas, partir, llegar a mi destino, abrir la puerta de mi departamento y comenzar una nueva rutina después de haber permanecido casi dos meses en Mendoza.
Desde mis actuales estados de conciencia pienso que diversas pruebas han marcado jalones en mi vida. No soy San Francisco de Asís ni Gandhi pero tampoco alguien que esté en la orilla opuesta. No solamente ahora me siento tan abrumado, tan a prueba para vaya a saber por qué y para qué. Tengo presente escenas a mis ocho años, a los doce, a los veinte en las que tuve mis momentos de soledad, de angustia que me obligaban a preguntarme: ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? Teórica y prácticamente algo he aprendido sobre el estar aquí, en el mundo, participando, compartiendo  mi humana condición, aprendiendo que el dolor siempre es factor de crecimiento.
Después de una pausa regreso al escritorio de Sara y vuelvo a sentarme frente a la máquina de escribir. A las 17 horas volvió la electricidad al edificio. Al mediodía se incendió un departamento en el cuarto piso, a unos treinta metros de donde estaba yo cómodamente sentado, descansando.  Escuché unos golpes en la puerta y no atendí porque pensé que eran los niños que acostumbran jugar en el pasillo. Un momento después, intrigado por el silencio, abrí la puerta de ingreso y para mi estupor una humareda negra y espesa entró al living. Cerré rápidamente la puerta y corrí hasta la lavandería que está detrás de la cocina y desde allí les pedí a unos vecinos que llamaran a los bomberos pues yo no tenía el número. Me dijeron que ya lo habían hecho justo en el momento en que vi a un grupo de hombres que desplegaban una manguera con la que empezaron a apagar las llamas.
Intenté salir pero el humo se había incrementado y el corte de luz me hubiera impedido encontrar las escaleras incluyendo el riesgo de asfixiarme  si no podía salir rápidamente y bajar los cuatro pisos hasta la calle. No tuve otra opción que permanecer por lo menos dos horas más hasta que pude observar que en la terraza del departamento incendiado un bombero se sacaba la máscara  antigases, señal de que lo peor había pasado. Me puse una camisa y salí al pasillo en el que escuché voces y llamé pidiendo ayuda. Vino un bombero que me ayudó a bajar por las escaleras hasta la puerta de calle alumbrándonos con una potente linterna.  Creo haber sido  el último habitante del edificio que salió.
Afuera se veían vehículos diversos de los bomberos, ambulancias, policías, médicos, vecinos, curiosos, una larga fila de trolebuses a los que se había impedido el paso para evitar riesgos, periodistas, fotógrafos, gente de la televisión conformando una escena como las que se ven en las películas. Yo estaba preocupado porque a esa hora, aproximadamente a las 14,30,  es cuando habitualmente regresa Sara de su trabajo. Pensé que era mejor quedarme en la calle por si ella llegaba sin tener la menor idea de lo que había sucedido esa mañana en el consorcio.
Media hora después las autoridades permitieron a los vecinos que regresaran a sus departamentos a pesar de que los pasillos estaban inundados de agua y suciedades varias. Tomé un plato de sopa de verduras y fideos que había preparado, limpié la cocina y aguardé la llegada de mi compañera.
Recuerdo que al principio del incidente me asusté pero no lo suficiente como se podría suponer, tal vez porque lo que pasaba en esos momentos por mi conciencia de enfermo era más devastador que cualquier incendio. Me pareció que hubiera sido muy estúpido morir asfixiado por el humo justo después de las semanas más difíciles que creo haber vivido.
Más o menos a las cuatro de la tarde llegó Sara. Estaba pálida y nerviosa porque supongo que apenas llegar frente al edificio habría sufrido más que yo imaginando lo que podría haberme sucedido. Al ver el edificio todavía a oscuras frente al patético escenario de ambulancias y vehículos de bomberos quién sabe qué habrá imaginado.
Mi paciente y ahora más tranquilizada amiga regresó a su trabajo mientras yo disponía de una linterna a la vista por si no llegaba la luz pero , por suerte, llegó antes de lo pensado y por eso estoy escribiendo en esta máquina que funciona a  electricidad.
Ahora dispongo de tiempo para entretenerme un par de horas. Acabo de tomar un café con leche con medialunas. Parece que el susto me abrió el apetito casi como en los viejos tiempos de normalidad. Volví a pensar en la imprevisibilidad que se unió a la meditación de la mañana. Vivimos en un mundo donde “todo lo sólido se disuelve en el aire”, como escribió Karl Marx. Trataré de pasar lo que resta de la tarde de la mejor manera y hasta es posible que tome la decisión de ir al cine a ver una película con Jodie Foster.  Sí, esa será la mejor decisión.
Tengo que realizar actividades que hasta hace poco no me atrevía: salir del departamento a cualquier hora, caminar, visitar a mis parientes y amigos, ir al cine, tomar tranquilamente un café en alguna de mis confiterías preferidas. Debo agregar otra fracción de luz a mi mundo interior, vencer mi miedo  al futuro, tomar conciencia de que estoy peleando para que la verdadera vida se me revele con todo su sentido. En este momento mientras estoy dando por terminado mi ejercicio de escritura, siento de repente una gran desolación, como si el humo del incendio me hubiera invadido tardíamente.




                              






























LLUVIA Y NOVEDADES

MARTES 28 DE MARZO. Como lo hago casi habitualmente, a las 17 horas me senté frente a la máquina de escribir para continuar mis “Crónicas de un depresivo”, como anticipadamente he titulado a esta especie de diario íntimo que recoge las novedades y las nimiedades de este tiempo que mejor sería sepultar en el olvido.
Como si hubiera sido convocada por un conjuro, a esa hora precisa se inició una intensa lluvia con truenos y relámpagos similar a la tormenta que se había desatado en mis profundidades o, mejor dicho, en ese territorio en penumbras que es mi conciencia.
En la entrevista de esta mañana con Elvira B.  fue como si de alguna dimensión desconocida  me estuvieran devolviendo una buena parte de lo que fui descubriendo gracias a la terapia. Hablamos de la disociación que ella  percibe entre mi psiquis y mi mente y del modo en que yo, subconscientemente, tengo definido a mi padre, imagen muy distinta a la que he idealizado y describo en mi discurso consciente. Es un tema aún no resuelto que deberé seguir elaborando de manera progresiva. Según  opina la psicoterapeuta, debo irme preparando para un tratamiento que se prolongará en los meses venideros tanto en la necesidad imprescindible de seguir tomando los psicofármacos como en la asistencia profesional.
Convinimos que durante la entrevista que mantendré con el Dr. Rubén D.,  la próxima semana, fijaremos los detalles del plan medicamentoso más una sesión  mensual con Elvira B. para lo cual deberé hacer un viaje desde Córdoba, uno de los numerosos  que hice durante más de ocho años para encontrarme con mi querida Sara, una semana cada treinta días.
Todos estos planes me resultan provisorios pues en la sesión de esta mañana no me parecía que lloviera sobre el desierto de mi alma, valga la vulgar metáfora. Me aguardan tiempos difíciles si sumo a mis problemas aún no resueltos el saber que el tratamiento deberá prolongarse quién sabe hasta cuando. También hablamos de la posibilidad de acotar este proceso ya que en unos doce días, para el 9 de abril aproximadamente, estaré viajando hacia Córdoba. Por supuesto que al mediodía hablé con Sara sobre estos inminentes cambios. Ambos hemos estado de acuerdo en que debemos poner claridad a todo lo que nos ha sucedido en estas cinco semanas, los altibajos de nuestra relación, alterada entre otros motivos por esta crisis que fue destruyendo todo a su paso.
Volveré a mi hogar en condiciones muy distintas a las del día aciago en que tomé el ómnibus que me traía a Mendoza. Estoy un poco mejor pero no lo suficiente para afirmar que he superado mis miedos. En la nueva realidad que deberé enfrentar, demorar la puesta en marcha de mis nuevos propósitos sería poner en acción nuevas y tal vez letales trampas, diferentes máscaras para volver a ocultarme tras ellas, una vez más.
Debo permanecer atento para que ninguno de mis malos presentimientos se active. Me parece que hace años que estoy lejos de mi casa, de mis hijos, de mis amigos, de mis actividades literarias. Tengo que transportar en mi viaje muy pocos elementos: un bolso con objetos para la higiene y una valija con ropas, lo mismo que había traído a mediados del pasado febrero.
Ahora sí puedo decir que estoy metido en la mítica aventura de la búsqueda de mi Ser, ya no como un lector apasionado sino como el protagonista, la víctima paciente de mi propio relato. Me sostiene un renovado deseo de vivir que había perdido, la necesidad de reencontrarme con mis seres queridos, la obligación de agradecer a Sara, a Elvira B., a Silvia y Jorge por el auxilio generoso que me ofrecieron, la solidaridad y amor de mis numerosos familiares que viven en Maipú y en especial a Susana T. que en estos días debe andar por Alemania esperando que yo le escriba y le dé  buenas  noticias.
Me siento como alguien que ha elaborado un trabajo que podría ser una tesis, un cuento, el borrador de una novela que después de haberlo presentado a consideración de un jurado se lo devuelven remendado y lleno de tachones. ¿Tan mal hice todo? Ya no tiene sentido pensar que hice todo al revés, pero así parecen confirmarlo las circunstancias. ¿Tan grave ha sido mi disociación interior? Por momentos me parece que mi vida hubiera sido estigmatizada para que de un día a otro el mundo se me aparezca patas arriba. Tengo deseos de continuar escribiendo pero por momentos me quedo pensando, no aparece una sola idea, no se me ocurre nada.
Hoy es martes y está lloviendo. Naty, la joven que hace la limpieza está terminando sus tareas y Sara todavía está en su horario de trabajo. Siento ganas de tomar un café, deseos de ir al cine, cualquier cosa con tal de llenar estos espacios de tiempo todavía insoportables.
A la siesta nos recostamos con Sara  para hacer una especie de resumen de todo lo que nos ha estado sucediendo en estos meses y terminamos haciendo el amor, ahora con ganas y con una seguridad que yo no había tenido en oportunidades anteriores. Contrastado con el lento fluir del tiempo, me pareció que el relámpago del gozo sexual  se disipó rápidamente devolviéndome al desconsuelo y la amargura pero ya no tan  intensos. Sí, fue un relámpago, un gozo efímero pero gozo al fin, una señal altamente positiva en medio de la oscuridad.
La obsesión referida a los asuntos pendientes que debo empezar a resolver no me abandona. ¿Por dónde diablos debo comenzar? Una serie de reflexiones superficiales me dice que la sociedad entera está colmada de problemas y que hay mucha gente que sufre calamidades espantosas, infinitamente peores a las mías. Sé que no puedo hacer mucho por los otros, que mi único objetivo es resolver mis problemas y evitar que sigan convirtiéndose en conflictos  sin solución.  Tal vez sea egoísmo pero lo que estoy escribiendo es mi simple y honesta verdad. Siento, como me dijo hace unos días el Dr. Rubén D., que me han puesto un yeso en el alma, una prótesis que permitirá que todo lo que  estaba roto se vaya recuperando ordenadamente. El resto es tiempo, cuidados, paciencia, renovar mi atracción por la vida, confianza en mi propia capacidad para no estafarme a mí mismo. Muy buenos argumentos aunque no será fácil convencerme porque estoy enojado, enfurecido, con un feroz rencor contra mí mismo porque, justamente, he podido descubrir que me he traicionado, me he defraudado vergonzosamente, he desordenado la estabilidad en la que vivía. Estos son algunos de los síntomas de la depresión nerviosa que iré resolviendo con un procedimiento silencioso, secreto y esencialmente humilde para poder perdonarme y recuperar el auténtico amor a  mí  mismo y no a la identidad ilusoria, cubierta por una indomable egolatría que me puso al borde de la locura.
Me propongo no seguir mostrándome como un fastidioso lamentador, pero no puedo escaparme a ningún otro sitio que no sea el que estoy ocupando. A pesar de la ayuda de Elvira B., de los psicofármacos, del apoyo de Sara, de mi familia y de algunos pocos amigos que se han animado a visitarme, como Betty R., mi querida amiga y astróloga, diestra en lograr que yo eleve mi alicaída autoestima, no puedo escapar de la desolación, la aridez y la sensación de vacío, de inutilidad que siguen inconmovibles, como fantasmas en una pesadilla.
Hoy le decía a Elvira B. que siento la necesidad urgente de sobreponerme a estos estados de ánimo para lograr sonreír cuando tenga ganas de llorar, capacidad para intentar asistir a otros aun cuando sienta que estoy hueco por dentro. Debe resultar fácil ser generoso cuando se es rico y fácil de obtener una sonrisa cuando es la vida la que nos sonríe. Entre tantas pérdidas, me resulta claro saber que conservo mi voluntad, mi capacidad para formular propósitos y cumplirlos.
Un signo de que, a pesar de mis lamentaciones reiteradas, estoy mejorando en mi intención de ser fuente de vida  para los demás aunque hoy mi manantial esté casi seco. Quiero ser una torre de sostén aunque hoy me esté cayendo a causa de mi debilidad. Es fácil, muy fácil escribir el pensamiento pero no tan fácil de realizar, pero esos son mis desafíos, saber que podré hacer y concretar esas aspiraciones.
Debo enfrentarme al mundo aunque no tenga ni ganas de moverme, de salir a trabajar aun cuando solo tenga ganas de desaparecer, de dar algo de mí aunque no tenga nada que ofrecer. Llegará el momento en que, sin el auxilio de medicamento alguno, continuaré modificando la bioquímica de mi cerebro y de mi sangre. Elvira  B. dice que mi personalidad es obsesiva. No creo ser un obsesivo histérico aunque me agrada tener mis cosas ordenadas, controlar mis estados mentales, atender puntualmente mis obligaciones cotidianas.
Mañana, Sara viajará al sur de la provincia por cuestiones de trabajo y estaremos tres días sin vernos. Debo organizar un programa de actividades para ese tiempo porque no me resulta fácil quedarme solo en el departamento. Tengo que continuar cruzando el bosque en tinieblas, descubrir  qué hay del otro lado de la depresión, superar esta prueba como si fuera un predispuesto adepto en vísperas de su iniciación, no permanecer en el cementerio de los muertos en vida. Debo integrar en una sola entidad mi cuerpo, mi mente, mis emociones y sentirme honestamente agradecido por todo lo recibido.
Me parece escuchar la voz tronante de un dios iracundo que me repite a grandes voces: “Por cuanto mucho te ha sido dado, mucho te será quitado”. Si me han robado hasta las ganas de vivir, ¿qué más podrá serme arrebatado? La lluvia ha cesado. Son las 18,30, hora de tomar un café con dos alfajores. La tarea de hoy ha llegado a su fin.





















TARDE DE CINE Y PSIQUIATRÍA

MIÉRCOLES 29 DE MARZO. Cerca de las siete de la tarde inicio mi tarea de escribir lo que para otros podrán ser insignificancias aunque para mí es lo máximo que puedo lograr como escritor.
Fui al cine y apenas regresé sentí un feroz apetito que sacié con trozos de jamón cocido con queso y galletas, un buen vaso de leche fresca y un kiwi de postre. Herví unas ciruelas para combatir el estreñimiento que me produce alguno de los medicamentos. La película que fui a ver se llama Una mujer llamada Nell, protagonizada por Jodie Foster y Liam Neeson,  el actor principal de La lista de Schlindler.  La Foster estuvo nominada para un Oscar pero no ganó a pesar de su gran actuación en esta película. El argumento parece estar relacionado con un hecho real que cuenta la aparición  de una joven muy especial en las afueras de un típico pueblo norteamericano. Nell es prácticamente un animalito salvaje cuyo destino gira en relación a la cultura de hoy con la locura colectiva.
Terrible contraste que incluye los más modernos manicomios y la posibilidad de que alguien viva o decida vivir en estado salvaje en un medio que se nos presenta como maravilloso. Apenas comenzó la película empecé a sentirme inquieto por algunas escenas dramáticas que parecían reanimar algunas de mis dolencias. Esta es la primera vez que voy al cine desde que empezó mi enfermedad  a fines de diciembre pasado, hace más de tres meses. Creo que ha sido una buena decisión la de ir al cine para ver una película que trata nada menos que del comportamiento de las emociones y de la psiquis humana en nuestra desquiciada sociedad. No es que me haya servido de consuelo el hecho de ver en escena a tantos seres trastornados porque si bien admito que no estoy loco, mi depresión está  todavía firmemente instalada de tal modo que me pareció haber visto la peor película de mi vida. Aún así me alegra haberla visto.
Ayer y hoy han sido días muy difíciles para mí. La experiencia del incendio en el edificio, si bien fue una prueba para comprobar mi capacidad para controlar las emociones, me dejó como secuela un estado de ánimo difícil de describir. Charlamos del tema con Elvira B. y ella me dice que me quede tranquilo, que lo resolví bien. Si es verdad, como dice mi psicoterapeuta, que tengo una personalidad obsesiva, entonces deberé aprovechar mi propia naturaleza, mi tenacidad,  para ordenar y disciplinar mi mundo. Como no entiendo bien el diagnóstico, el próximo viernes voy a insistir para aclarar algunos puntos que no deseo que queden en una nebulosa. Tendré tres sesiones más antes de regresar a Córdoba. Debo aprovechar cada minuto para no dejar cabos sueltos en el embrollo que ha sido mi vida durante estos últimos meses.
Hoy al mediodía Sara viajó a San Rafael. Estaremos tres días separados aunque nos comunicaremos por teléfono. Cuando mi amiga está aquí, la rutina es distinta. La espero con el almuerzo listo para llevar a la mesa y aprovechamos esos buenos momentos para conversar sobre tantos temas que nos son comunes. A la noche vemos alguna película en la TV o aprovechamos el tiempo para leer y dialogar hasta muy tarde. Cuanto estoy solo siento la necesidad de salir a dar una vuelta para evitar que el encierro me parezca un calabozo.
Supongo que es un buen síntoma el deseo de salir, de variar mi rutina. Todo lo que me huela a futuro me predispone mal por lo que trato de evitar innecesarios razonamientos. Estoy procurando convivir conmigo mismo, aceptar que estoy enfermo y al mismo tiempo tener un poco más de confianza y seguridad. La realidad en la que antes vivía se ha modificado drásticamente. Soy el mismo pero no seré el mismo. Hay algo en mi conciencia de ser que no cambia pero sí se modifican las circunstancias a las que necesariamente debo ajustarme.
Tengo que elaborar una nueva vida en la que solo conozca este día, este instante preciso y encontrar algunas señales que me sirvan de orientación. No quiero retroceder, no debo retroceder, no puedo abandonarme a la fantasía de creer que estoy mejorando si en realidad no lo estoy. Si estar sano tiene un sentido, si vivir no es una falacia ni una estúpida broma, entonces estar enfermo también debe tener un sentido y es lo que estoy procurando descubrir. No me resulta fácil entregarme a la obediencia y ése debe ser uno de los motivos para que yo no funcione armónicamente. Obediencia es una palabra con múltiples significados. Si quiero imponer orden y mandar, debo obedecer. ¿A quién? ¿De qué modo? ¿Cuál es la técnica? Reconozco que no he sabido obedecer. La Gran Ley no es invento humano. Las leyes que regulan el orden social  derivan de esa Ley, la misma que rige el Universo, aunque no acepte la idea de un universo semejante a una máquina. Una ecuación que me parece simple, tal vez demasiado simple es que si aceptamos y obedecemos la Ley, giramos armoniosamente, pero si no la acatamos y la transgredimos, debemos pagar las consecuencias. Sobre este punto he elaborado algunas teorías pero no me queda claro cuál es el rol y el destino del  individuo  como transgresor. ¿Acaso nuestra sociedad no es el resultado de las continuas transgresiones que practicó la especie animal a la que pertenecemos? ¿Por qué los budistas designan al conocimiento humano como “sabiduría errónea”? ¿Cómo funcionan las leyes que regulan el principio enunciado por Hermes Trismegisto en la Tabla de Esmeralda, el que dice que dice  “Como es arriba es abajo”? Me pregunto si alcanzaré a comprender todo lo que quiero saber. Una vocecita interior me dice que sí, que así será siempre que yo renuncie al deseo de saber.
Siendo las 20,05 culmino mi tarea deseándome una feliz noche, gracias a la pequeñita y maravillosa pastillita que funcionará como hipnótico dejándome entrar placenteramente a un largo sueño. ¿Debo aprender a amar la noche, la oscuridad, la desolación, la enfermedad, la muerte  con la misma pasión con la que antes yo amaba el sol, la vida, la luz, la voluptuosidad de haber nacido? Jamás podré reprocharme por no haber hecho el intento.
Sobre las muecas de dolor y de tristeza por momentos se insinúa en mi máscara una leve sonrisa,  tan fugaz como la luz de una pequeña vela en la oscuridad del mundo.






CADA DÍA ES DIFERENTE

VIERNES 31 DE MARZO. Son las 12,30. Hacen 44 días que estoy aquí procurando salir de la prisión que yo mismo he construido. Anoche estuvo lloviendo y esta mañana amaneció fresca con un radiante sol de otoño que va elevando la temperatura. Acabo de regresar de mi segunda salida de la mañana para comprar un libro que obsequiaré a Elvira B. Acabo de poner en remojo un par de medias  sucias y dentro de un rato almorzaré solo. Sara ha viajado a la casa de  campo de sus padres y regresará a la noche.
Esta mañana me desperté temprano y como casi nunca había sucedido volví a quedarme dormido durante una hora más. Me levanté descansado y después de cumplir con las obligaciones de mi rutina diaria, desayuné en un bar de la avenida España, deambulé varias cuadras hasta el Mercado Central y desde allí al Supermercado Metro donde compré algunas verduras y frutas. Al pasar por allí recordé que a pocos metros hace varios años viví con F. mi primera esposa, en nuestro tiempo de recién casados. Evoco imágenes difusas, perdidas en la niebla de la memoria, retazos de una vida anterior que lentamente va tornándose ajena. ¿Podría haber adivinado yo entonces que después de más de treinta años caminaría medio despierto y medio como sonámbulo por el mismo lugar, llevando conmigo el peso de los años vividos, el cansancio y la sensación de derrota que por momentos todavía sigue acompañándome?
Toda esta mañana he sentido enojo, no tanto contra mí, sino bronca contra la vida, contra todo lo que no puedo comprender, contra lo que se me opone como un muro infranqueable en mis intentos por reconciliarme conmigo mismo. Sé lo que tengo que hacer y lo estoy haciendo metódicamente pero estoy enojado y estar enojado me hace bien.
Durante años he ido acumulando sentimientos de culpa mientras repartía a manos llenas y reservaba la tajada más pequeña para mí. Cuán generoso me ha parecido ser para los demás aunque en realidad no sé si fui generoso o egoísta. Lo que sí sé con claridad es que si estoy tratando de salir de una depresión mental y emocional es porque he acumulado un dique de odio y rencor contra mí mismo que en el pasado diciembre hizo eclosión.  
La experiencia recogida con los años me ha servido para descubrir que el dolor es factor de crecimiento. Pero no es tan simple pues si bien acumulamos las energías que provee el sufrimiento en el momento más inesperado volvemos a encontrarnos con una nueva crisis que se devora toda esa energía que parecía sustentarnos, como ha sucedido conmigo en este tiempo narrado someramente en estas crónicas.
¿Cómo llegar a saber cuál es el sentido final de esta experiencia? Me siento como un condenado que se lamenta tanto de sus pecados como de sus virtudes y que pareciera no tener otra salida que aceptar y padecer la condena a la que ha sido sometido. ¿Por quién? ¿Dónde está el bien y dónde el mal? ¿Cuál es la fruta del árbol que hay que comer y cuál la que debemos rechazar?
Al releer algunas páginas del libro La enfermedad como camino tengo la certidumbre de que los autores presentan argumentos indiscutibles que confrontados con mi realidad me traen oleadas de escepticismo, una necesidad urgente de revisar conceptos, ideas y valores sobre los que he estado apoyando mi personalidad. Soy consciente de que todo lo que leo y pienso en estos momentos lo hago a través de las heridas y las pesadillas que me ha provocado la depresión. No podría afirmar que mi mundo personal se haya trastocado completamente, pero sí que ha sido alterado. Puedo leer y entender lo que leo, escribir aunque más no sean estas memorias de un pobre depresivo, puedo meditar, razonar, hacer números pero la herida está en otro lado, está en el núcleo de la insatisfacción que siento, en temores latentes como la sensación de que algo terrible e imprevisto está por suceder.
Cuando la presión arterial sube y la visión de mis ojos se torna borrosa, cuando siento pánico de volver al punto de partida tomo conciencia de que no podría soportar volver al punto de partida. De ninguna manera. Hay momentos, especialmente a la mañana, en que me parece sentirme renovado, como si nada hubiera pasado. Será, pienso, porque he dormido profundamente y en esos momentos mi mente está libre de inquietudes. Pero es suficiente que me ponga a pensar en los problemas que están esperando sean resueltos en lo inmediato para sentir una súbita opresión, volver a darme cuenta de que sigo enfermo, que estoy luchando por mi sanación pero que todavía no estoy sano.
Si así no fuera  significaría que he inventado una nueva máscara, una envoltura que me daría la ilusión de que todo está bien y eso sería entonces el error que no debo cometer. Prefiero vivir con mis llagas abiertas a volver a engañarme como hice tantas veces cuando imaginaba que todo estaba bien, y no lo estaba.
Después de una pausa para almorzar, aquí estoy de nuevo, a las 15,15, hilando con palabras para que pase el tiempo lento de la siesta. Procuré dormir recostado en un sillón del living pero lo único que logré fue ponerme a pensar idioteces que giraban alrededor de mi vida actual. No hice bien en tratar de dormir porque si no lo  logro por medios naturales siento después una atroz ansiedad, miedos, sensaciones corporales desagradables. He vuelto atener la impresión de un peligro inminente que en otras oportunidades me habían producido ataques de pánico y picos de tensión arterial. Me he tranquilizado lavándome la cara con agua fría y preparado para viajar al consultorio de  Elvira B. , a las 17. Hoy mismo, sin falta, debo conversar con ella sobre estos incidentes de sentirme mal de un momento a otro. Supongo que debe ser la desgraciada y oscura parte de mi mente que trabaja sin detenerse un instante elaborando sus repetitivos argumentos en contra de mí mismo, por supuesto.
Por más psicosomática que sea mi enfermedad, los chequeos médicos que me hice en Córdoba y otras revisaciones posteriores confirman que lo único que padezco es una depresión reactiva. Otros factores en mi contra: uno, que estoy mucho tiempo solo y la soledad es una mala compañía para cualquier depresivo; y en segundo término, la falta de movimientos, de ejercicios físicos, de una actividad que me obligue a desplazarme, aunque sea arrastrándome. También sé que mi curación, necesariamente, tiene que pendular en círculos cada vez más estrechos. Habrá días y noches mejores que otros hasta que las oscilaciones sean sostenibles.
Debo hacerme fuerte y desterrar de mí esos temores repentinos que me asaltan y dejan maltrecho, sensaciones de que voy a perder el conocimiento, de que voy a morirme de un momento a otro. Eso es puro y simple temor, evidencias de mi carácter aún debilitado, señales de que en muchos momentos de mi vida no he tenido las agallas suficientes para enfrentarme a  las dificultades y resolverlas,  en lugar de postergarlas. Este ha sido el tiempo de encontrarme con mi Sombra, el lado oscuro de mi ser, la oportunidad de conocer esa región y trabajar con un material desconocido hasta ahora.
Esta será, entonces, la consigna para las horas que vienen: ser fuerte y animoso, volver a creer en mí mismo, saber que soy depositario de una inmensa energía de la que solo utilizo una mínima porción por la simple razón de que me falta sabiduría y el valor suficiente para aceptar que la Vida es mucho más que mi vida.
Lo peor que me ha sucedido es haber sentido vergüenza  de mí mismo a causa de mi debilidad y de mi ineptitud. Más allá de mi ego enfermo, soy el testigo simple de mí mismo, quien debe animarse, valorarse y auxiliarse por todos los medios disponibles porque eso sería el verdadero amor hacia la propia vida (amor al destino, leí en alguna parte), capacidad para vencer a todo lo que se me oponga.
A las 16,15 saldré en dirección a la parada del ómnibus 104 que me llevará a casa de Elvira B. Hago aquí una pausa hasta el próximo párrafo.


A las 19 horas acabo de regresar de mi sesión con la logoterapeuta. Lo que más preciso me quedó es que el tiempo y las características de mi recuperación dependerán en gran parte de mí, de la voluntad, el esfuerzo y la obsesión que yo ponga en mantener el ritmo en el uso de los psicofármacos y la asistencia psicológica. Elvira B. me aclaró que en mi caso se ha intentado un tratamiento acelerado que desde el punto de vista profesional no siempre es recomendable aunque yo me siento agradecido por el modo en que fui siendo orientado. La próxima semana tendremos dos sesiones, después viajaré a Córdoba con la promesa de volver una vez por mes.
No tengo la menor idea de cómo me sentiré cuando esté a más de setecientos kilómetros sin el apoyo casi permanente de mi terapéutica. Tal como me dijo Elvira B., más que una etapa de la voluntad ésta que viene será la de un firme trabajar con la conciencia, lo cual significa que estaré más pasivo que activo aunque deberé trabajar, ordenar mis ingresos, la vida con mis hijos, con los amigos, con la gente del mundo de la literatura.
          Falta poco. Sara me dijo que posiblemente volvería esta noche. Mientras la espero seguiré con mi rutina rogando que mañana sea un día mejor que el de hoy.




























ACEPTAR LA OSCURIDAD

SÁBADO 1º DE ABRIL. La herencia judeo cristiana de luchar contra el mal, los antiguos mandatos de las cósmicas batallas de los “ejércitos de la luz” contra los “ejércitos de las tinieblas” de las que podemos tomar nota tanto en el Bhagavad Gita como en los Rollos del Mar Muerto, tal vez no sean otra cosa que símbolos de la pugna de los hemisferios cerebrales. El izquierdo, la razón, lo masculino, el patriarcado que aún prevalece en la mayoría de las culturas, y su contraparte, lo femenino, en el área derecha. Por supuesto que estoy anotando conceptos elementales, muy simplificados. El cuerpo calloso que separa estos hemisferios está siendo investigado más intensamente en estos últimos cincuenta años. Para el siglo XXI se espera la intensificación de la diáspora de la raza amarilla, una auténtica explosión demográfica que hará de los arios una minoría sin defensa alguna para continuar prevaleciendo en el futuro pues los genes del hombre ario son recesivos respecto de cualquiera de las otras razas poseedores de genes predominantes.
La visión que tengo del mundo contemporáneo es la de un cuerpo que se fragmenta y vuelve a reunirse, que se desploma y se reconstruye sin cesar. Es el tiempo de la filosofía de la incertidumbre, de la conquista espacial, del inminente viaje de la raza humana hacia las estrellas. Es una época de rápidos cambios, de probabilidades y de efectos imprevisibles que se ramifican en otras causas que a su vez estallarán en efectos jamás imaginados ni por los más ardientes profetas ni por los más excéntricos autores de ciencia ficción.
Se desvanecen algunas utopías mientras van naciendo otras y el principio de inseguridad prevalece sobre aquellos que deben tomar decisiones y en especial sobre la mayoría, la masa humana sometida. Víctima o destinatario de estos cambios, me encuentro analizándome y descubriendo mecanismos de mi mente que desconocía. Por ejemplo, debo trabajar con mayor claridad e intensidad sobre mi bipolaridad a la que yo había definido e identificado en funciones muy diferentes a las que en esta encrucijada observo cómo operan. Aunque no puedo afirmar que estoy de acuerdo o no lo entiendo, algunos filósofos afirman que la oscuridad no existe, que a mayor intensidad de la luz decrece la oscuridad (que es solo ausencia de luz),  y que el mal (la oscuridad) es el trono del bien (la luz). Ahora sabemos que trabajamos sobre uno de nuestros polos, construimos nuestra vida sobre un proyecto parcial y obviamos, desconocemos o rechazamos la parte de la construcción que corresponde a lo invisible. Y como el cuerpo (lo visible) es la visión objetiva del alma (lo invisible) los síntomas se presentan como señales, condensaciones de lo invisible en el cuerpo visible: la Sombra que estalla y quema la carne.
Según reza el famoso principio hermético “como es arriba es abajo, como es abajo es arriba”, inevitablemente debemos encontrarnos en algún momento de nuestra vida con lo que desconocemos, rechazamos o no hemos querido aceptar. ¿Cómo darnos cuenta? ¿Cómo prevenirnos? Desde hace miles de años, lejos de los centros académicos, los maestros espirituales nos mostraron el Tao, el Camino de la liberación. Sin embargo y a pesar de que con un desmesurado orgullo muestra los esquemas de un sincretismo que estaría dando nacimiento a una religión planetaria, la realidad nos informa que esa pretenciosa revolución es apenas un borrador.
Lo único que sabemos es que se están produciendo incesantes e inquietantes cambios y aunque somos contemporáneos de estos inusuales movimientos no seremos sus beneficiarios sino apenas los cimientos ocultos, la base aplanada sobre la que está edificándose el futuro de una nueva era. No es necesario ser un profeta para descubrir que estamos en las vísperas del fin de las masas como factor de poder y del surgimiento de una elite que nos está sometiendo militar, económica y culturalmente.
¿Cómo sobrevivir en este mundo caótico? El pasado viernes hablábamos con Elvira B. sobre los distintos planos en los que tenemos un parentesco extraordinario con otras especies: poseemos organismos similares, vivimos en comunidades, tenemos sensaciones y emociones que se emparientan y que la inteligencia no es patrimonio único del hombre. Es verdad que algunas otras especies, delfines, monos, ratas, cerdos, abejas poseen ciertos niveles de inteligencia (no siempre individual pero sí colectiva), existe un campo que hasta hoy damos como específicamente humano: el espiritual.
Mantuve con mi logoterapeuta un extenso diálogo sobre la filosofía de la transgresión por la que sostengo que el desarrollo de la especie humana nace con la transgresión del mito adámico que ha continuado hasta hoy con la manipulación que la ciencia hace de la energía atómica, la alteración del código genético, la bioquímica del cerebro, los trasplantes y todo lo que podrá incluirse en un largo listado.
¿Cómo alcanzar esa dimensión espiritual? Hay gente que ha llegado a la cima del Aconcagua con el apoyo de equipos y elementos técnicos especializados y en cambio, unos pocos, subieron prácticamente en alpargatas, con una simple mochila. El asunto es llegar sin importar demasiado los medios empleados. Dicen los sabios que “un gramo de práctica vale más que una tonelada de teoría”, algo que aprendemos cuando estamos padeciendo un dolor y no leyendo una tesis sobre el dolor. Hay tantos temas sobre los cuales yo desearía saber un poco o mucho más. Por ejemplo, ¿cuáles son los mecanismos que regulan la libertad y la predestinación, el libre albedrío y el destino irrevocable? ¿Quién elije qué? ¿Somos servidores de nuestra libertad o prisioneros de un orden superior que nos somete y condena? ¿Podemos ayudar y ser ayudados? ¿Qué significa la salvación?
Es excitante y divertido jugar con las ideas, leer, pensar, entrometernos con la filosofía, las modas, el arte, la expansión de nuestros sentidos, amplificar nuestro universo emocional. Parece que cuando alguno de los elementos que regulan nuestra inestable estabilidad se sale de punto, se producen los terremotos, las catástrofes, la ruptura de sentido, vienen las enfermedades con su secuela de sufrimientos y la muerte.
Reconozco que me estoy  entreteniendo con la máquina de escribir mientras aguardo la hora para ir al teatro con Sara. He pasado la tarde con ella charlando, amándonos y durmiendo. Hago todo lo posible para estar bien aunque sé que mi motor anda por ahora con un solo cilindro.









                  






























EL ARTE DEL OCIO Y EL OCIO FORZOSO

MARTES 4 DE ABRIL. Estoy convencido de que una de las mayores dificultades para salir de un estado depresivo es el ocio forzoso. En los momentos más difíciles de la crisis el debilitamiento físico, el dolor y la ansiedad son tan insoportables que resulta inconcebible pensar siquiera en salir a la calle. Eso significa estar atado de pies y manos a un ocio forzoso, inútil, improductivo, lacerante. Pero, a medida en que voy sintiéndome un poco mejor, estar sin hacer nada es lo peor que podría pasarme.
Hoy ocupé toda la mañana en ir al supermercado y recorrer las librerías en busca de dos ejemplares del libro La enfermedad como camino que me pidió Sara para hacer sendos regalos. Después del almuerzo y a partir del momento en que mi compañera volvió a su trabajo, me quedé sentado en un sillón procurando relajarme y descansar. Además de un terrible dolor de hemorroides y el zumbido incesante en el oído interno de mi oreja derecha, me envolví en una atmósfera de pensamientos negativos, retorné una vez más al círculo vicioso de mis preocupaciones que no han disminuido su ominosa presencia.
No pude descansar pensando en lo mismo que he pensado miles de veces con el resultado previsible de que me aburro, me canso y me hundo en un decaimiento del que hago esfuerzos por salir, como lo he venido haciendo todos los días, y desplazarme hasta el escritorio y sentarme frente a la máquina de escribir.
Volviendo al tema del ocio, como supongo que le ocurre a todo el mundo, he sabido practicarlo moderadamente aunque en algunas etapas de mi vida esos espacios del gozoso no hacer se han combinado y confundido con pereza, falta de entusiasmo y de iniciativa para emprender cualquier actividad que me hubiera evitado tantas dificultades, como esta horrible enfermedad de la que creo estar saliendo.
Me resulta confuso tratar de evaluar mi pasado tanto como imaginar el tiempo que viene. Decisiones que en el momento inicial me dieron satisfacciones y la certeza de haber dado en el blanco se trastrocaron absolutamente. De pronto mi mundo se dio vuelta. No tengo la menor idea de cómo resolver este dilema: ¿habría yo caído en una depresión nerviosa si la Bolsa de Valores se hubiera ido a la mierda hace algunos años y no ahora? Me consuela saber que no he sido el único estúpido que hizo parecidos cálculos especulativos porque ahora, en estos últimos cuatro meses, son cientos de miles los ingenuos inversores que creyeron en la revolución capitalista  cuando la realidad no ha sido otra cosa que una gigantesca maniobra  de la que solo se salvan los que manejan los hilos de las marionetas, los mismos que regulan y controlan la economía y las finanzas del mundo.
No me servirá de mucho pensar en el refrán que dice: “nadie me quita lo bailado”.  Sin embargo, considerando el aspecto positivo, viví durante varios años gracias a esas inversiones en un tiempo en el cual hice muchas cosas: escribí, publiqué, amé, viajé, aprendí y sobre todo leí muchos y excelentes libros. Fue mi época feliz en la que prevaleció el ocio productivo en el que yo no tenía la menor preocupación ni la intención de pensar en el futuro, como obligadamente debo hacerlo ahora.
Me estoy haciendo fuerte para enfrentar esa nueva realidad de la que solo me siguen llegando señales de  malos presentimientos. Aunque estoy recibiendo el afecto y el aliento diario de Sara y el aliciente profesional de Elvira B., la simpatía y el cariño de mi numerosa familia y que muy pronto volveré a reunirme con mis hijos Soledad y León, hay momentos en los que no puedo dejarme invadir por oleadas de pesimismo parecidas a las oleadas de humo que salían hace apenas unos días cuando se incendió el departamento vecino en el cuarto piso.
Nunca antes había experimentado esta impotencia, esta carencia de recursos propios para salir del atolladero . No sé por qué en este momento recuerdo que cuando, hace más de diez años, me separé de la madre de mis hijos, el día en que en la escribanía me entregaron las llaves del departamento que acababa de comprar, no tenía un solo mueble de modo que esa primera noche dormí sobre la alfombra en uno de los dormitorios. Entonces tenía la ventaja que ahora no tengo, la de disponer de algunos ahorros que no impidieron el sufrimiento que significó separarme de mis hijos, una crueldad que sólo conocen los que han vivido parecida experiencia. Sin embargo, en ningún momento tuve el más leve síntoma de lo que es el inicio de una depresión, algo que hasta hoy nadie ha sabido explicarme.
Entonces me alimentaba bien y dormía profundamente, tenía el coraje y las fuerzas suficientes para enfrentarme con problemas que desde la perspectiva actual me parece increíble que haya podido soportarlos y superarlos. Ahora siento como que esos momentos difíciles y dramáticos no fueron totalmente resueltos sino sepultados, prácticamente borrados de mis emociones aunque es casi seguro de que fueron atrapados por la Sombra.
En estos días en los que he estado trabajando intensamente con la logoterapeuta y con algunas lecturas sobre los pares de opuestos, recuerdo que en algunos períodos de mi vida me parecía casi mágico vivir momentos de esplendor sin preguntarme ni una sola vez cuál era el polo negativo y de las consecuencias cuando el mismo se activara.  Como cualquiera que se pone a pensar en su  futuro y conjetura sobre lo que devendrá de él, recuerdo haberme preguntado qué sería lo que me tocaría vivir  y cómo lo resolvería. ¿Tendría un accidente con el auto? ¿Alguna enfermedad incurable? ¿Les sucedería una desgracia a mis hijos? ¿Ganaría la lotería? ¿Lograría materializar algunos de mis tantos proyectos literarios?
Pero la vida, ahora lo sé, tiene secretos mecanismos para morirse de risa de todas esas ristras de incógnitas y predicciones. En un instante somos sorprendidos por lo inesperado y sumergidos en una experiencia que jamás habíamos sospechados que tendríamos que experimentar sin haber tenido la mínima posibilidad de defendernos.
¿Quién me hubiera dicho en noviembre del año pasado, cuando viajé con mi hijo León al casamiento de un sobrino en Maipú que apenas tres meses después estaría yo nuevamente en Mendoza, pero ahora convertido en un pelotudo que temblequea y que casi no tiene fuerzas  para caminar? 
No quiero saber nada de horóscopos,  ni cartas del Tarot ni adivinación alguna. De lo único que estoy seguro es que estoy haciendo un esfuerzo sostenido para abrir un boquete en mi celda  y con la paciencia del prisionero sacar todos los días un trozo ladrillo para poder escapar. 
A veces me impresiona la sensación de desapego que tengo por aquellos que amo. No dejo de sentir cariño y simpatía por ellos pero con la sensación de que nada me pertenece, que tengo pocas posibilidades, que muy poco vale el esfuerzo que estoy haciendo. Por ahora tengo un único deseo, deseo envuelto en el vacío, que es dejarme impulsar por el instinto de vivir. Como puedo ahora reconocer públicamente, no soy tan intuitivo como creía  y en consecuencia todo lo que yo piense sobre mi futuro, cualquier tipo de predicción positiva o negativa que pueda formular, vale nada más ni nada menos que un carajo.
Me siento muy cansado y con ganas de que llegue la hora de dormir. Me parece que por cualquier nimio motivo mi situación se complicara, me pongo ansioso e insoportable conmigo mismo. Por hoy es suficiente. Las horas han pasado lentamente y tengo un día más y un día menos de vida. Mañana debo ir al consultorio de Elvira B. y comenzar a preparar mi valija para mi pronto regreso a Córdoba.



















EL VERANO EN ABRIL

MIÉRCOLES 5 DE ABRIL. Hoy, como ayer, la temperatura será superior a los treinta grados. Por alguna razón he asociado mis estados depresivos con el verano, tal vez por la razón de que cuando el día en que se desencadenó mi crisis, el 24 de diciembre pasado, el termómetro había superado los 40º. Desde entonces el calor ha sido intenso y parejo y así, cuando descienda la temperatura, debo imaginar y desear que también descienda el nivel de mi enfermedad.
Como hoy no tengo mucho que hacer, para variar, agoté la mañana con los trámites de la rutina cotidiana incluyendo una salida hasta la farmacia próxima para comprar una brocha de afeitar. El plazo de mi permanencia en Mendoza se va acortando. Aunque extraño a Soledad y León, después de casi dos meses de estar en este departamento, puedo decir que me he acostumbrado a cada rincón y que cada objeto me resulta familiar.
Mañana debo ir a ver al doctor Rubén D., el psiquiatra amigo de Elvira B. para que me dosifique los fármacos que deberé continuar tomando en los meses venideros. El próximo viernes, a las 10, tendré mi habitual entrevista con mi sanadora, quien me ha prometido darme el nombre y la dirección de una colega suya que reside en Córdoba por si necesitara realizar alguna consulta urgente. Por un lado esto me alivia pues podré contar con auxilio profesional en caso de que mi estado sufra alguna imprevista recaída, posibilidad que me impresiona negativamente. El solo hecho de pensar que en algún momento estaré desmejorando y tenga que salir corriendo a pedir auxilio, aumenta mi ansiedad y reanima mis preocupaciones.
De la misma manera que en otras oportunidades, utilizaré el recurso de mi voluntad: a partir de hoy me impondré nuevas consignas que cumpliré a rajatabla para mantener, al menos, la estabilidad lograda en estas últimas semanas.  En mi balance puedo anotar, en la columna “positivo” lo siguiente: mis hijos están bien, mi salud ha mejorado, tengo ahorros para aguantar algunos meses, la promesa de un trabajo, el reencuentro con algunos de mis amigos y amigas que me dio la literatura. Como Sara acostumbra leer estas desprolijas crónicas  que han sido mi mayor entretenimiento, no voy a volver a tocar algunos temas relacionados con nuestros afectos. No porque me sienta desagradecido ni indiferente pues se trata de aspectos de mi naturaleza que no pienso modificar, no voy  a poner en palabras orales o escritas ni mis sentimientos ni mi agradecimiento hacia ella. Sara es una mujer  demasiado equilibrada e inteligente para que yo aparezca diciéndole cursilerías. Ambos sabemos que, entre nosotros, hay un lenguaje más directo y auténtico en los silencios, en simples gestos, en las miradas, en determinadas actitudes. En estas largas semanas hemos aprendido lo suficiente para saber que son muchas y evidentes las probabilidades y las dificultades para permanecer juntos de modo permanente. Hemos convenido en la idea de que un acto de amor es dejar nuestro futuro en manos de la vida, dejar que sigan entrecruzándose las virtudes y los defectos tanto de uno como del otro, las causas y efectos, los deseos y sacrificios que nos han mantenido unidos durante años. Sara y yo tenemos nuestros respectivos lazos de sangre familiares, compromisos, trabajos, distancias y dificultades que a partir de ahora no serán fáciles de superar.
Voy a suspender la escritura para ir a preparar el almuerzo que consistirá en un plato frío de pechuga de pollo, huevos duros, tomates y chauchas con aceite de oliva, del que compramos con Sara no hace mucho en Cruz de Piedra. Mi buena compañera vendrá a las 14 horas y compartiremos el almuerzo.


Vuelvo a la máquina de escribir a la hora acostumbrada.  Para esta tarde no sé qué es lo que voy a hacer, así que inventaré algo para acortar las horas hasta el anochecer. Después vendrá la hora más tranquila y deseada por mí: el tiempo de dormir profundo y del olvido liberador.
Está nublado y la temperatura en descenso. Como no se me ocurre hacer algo diferente, sigo en el departamento, primero viendo unas pavadas por la televisión y después leyendo un libro aunque por momentos me distraigo y tengo que volver la página para comprender lo que había leído.
Cuánto razón tienen los que dicen que es insoportable convivir con un depresivo. En vísperas de mi viaje no tengo la menor iniciativa pero sí una gran desolación en mi cuerpo, en mi mente, en mis emociones. Pensaba ir a la farmacia a comprar un medicamento que necesito pero me quedaré a esperar que llegue la noche.
En el almuerzo Sara me anticipó que el sábado deberá ir a Buenos Aires por lo que decidí viajar pasado mañana en el expreso de las 23. Me queda poco tiempo para preparar la valija, viajar a Maipú y Chachingo a saludar a mi numerosa familia y emprender el retorno.
Una de las consignas que voy a emplear es la de asumir por completo mi depresión, aceptar que debo convivir con ella, no ser agresivo con mi enfermedad que sería lo mismo que volver a sentirme enemigo de mí mismo. Así como llegó de golpe y sin ser invitada, la Sombra se disipará y me dejará en paz, en libertad. Si es verdad que el dolor genera la suficiente energía para producir la transformación, entonces debo sentirme estimulado al saber que en lo profundo de mí existe una batería en la que ha ido acumulándose parte del poder que produce el sufrimiento. También me reconforta saber que todas las personas que dicen haber padecido esta enfermedad recuerdan la experiencia como un factor que produjo grandes cambios en sus vidas, un antes y un después que los ha renovado y fortalecido a tal punto que algunos bendicen la hora en que se enfermaron para hoy verse transformados en una persona diferente.
En mis lecturas y especialmente en mis diálogos con Elvira B. algo he aprendido aunque comprendo que existe una enorme diferencia entre el entender y el aprehender, hacer viva la experiencia y no conformarse con el simple dato intelectual. Debo permanecer atento, vigilante para no caer nuevamente en el pesimismo y la desolación. Vuelvo a Córdoba con herramientas que antes no tenía y, además, no me voy para siempre. ¿Pero quién puede estar ahora tan seguro? Para ejercitar mi voluntad y no dejarme vencer, voy a vestirme, ir a la farmacia, caminar un rato por la avenida San Martín, leer las pizarras con las últimas noticias frente al diario Los Andes y regresar con gusto a esperar a Sara.
En el color de las nubes se anticipa el crepúsculo de otoño mientras van quedando atrás las horas vacías. Como el preso que camina arrastrando una cadena atada a sus pies me desplazaré a un lado y otro, no me quedaré aislado ni maldiciendo mi destino. Yo soy lo que hice y lo que dejé de hacer, lo que guardé y lo que perdí, el único responsable de cada uno de mis gozos y sufrimientos.

































¿CUÁL ES MI LUGAR EN EL MUNDO?

VIERNES 7 DE ABRIL. A los cincuenta días de haber llegado a Mendoza, hoy regreso a Córdoba en el expreso de TAC de las 23 horas. Habrá un lógico antes, hasta hoy, el que conozco, y un después del que no tengo la menor idea, ni sospechas ni presentimientos. Sabía que la vida  está  hecha de contradicciones pero ahora me ha tocado vivir intensamente esas circunstancias. Córdoba y Mendoza son lugares distantes y distintos donde tengo a seres que amo pero no puedo vivir en dos mundos a la vez.
Tampoco el disponer de mi tiempo será como antes porque debo enfrentarme a la obligación de nuevos trabajos que generen ingresos suficientes para vivir dignamente. Van a cumplirse cuatro meses desde el momento en que se abrieron los abismos. He vivido con la salud y el ánimo quebrados, procurando salir de este pozo agobiado por los mismos fantasmas y problemas. Regreso bajo el control de medicamentos específicos en los que ahora confío más que al principio y acompañado por la imagen afectuosa de Elvira B., una mujer profesional fuera de lo común.
Estoy mejor, mucho mejor que aquella madrugada espantosa cuando venía viajando desde Córdoba y me encontré en la estación de ómnibus de San Luis con mi hermano Servando. Después supe que él les había contado a mis otros hermanos sobre nuestro encuentro y que les había dicho: “Lo vi al Juan muy delgado y arruinado. Parecía el papá cuando era muy viejito”.
Sí, estoy mejor, aunque algunas indecisiones y temores me continúan perturbando. Mientras Sara regresa de su trabajo, preparo mi valija y miro a cada rato la hora en mi reloj. Si alguna vez llegara el día en el que pueda reírme de este momento será porque me habré sanado completamente, habré recuperado la risa y la sonrisa, la natural alegría de vivir. Aunque no debo pensar que me voy para no regresar, sé que he vivido minúsculas y continuas muertes y que jamás me había enfrentado a la oportunidad de ver despedazarse mi estúpido ego. Tomo conciencia de que vivo en un estado de conciencia  precario, que no atravieso la vida sino que la recorro tangencialmente. Me voy y quedo en deuda con varias personas, especialmente con Sara que compartió su vida con un Juan muy diferente al que ella conocía, admiraba y amaba. Me alienta verla bien y espero no haberla perjudicado con le virus de la depresión del que todos huyen como si fuera lepra.
Ha sido ésta la prueba de fuego para nuestra relación y estemos o no juntos en el futuro, estos cincuenta días nos han dejado sus marcas. Dicen que la enfermedad nos hace auténticos porque denuncia y pone en evidencia nuestras flaquezas pero que también pone de relieve ciertos valores, los propios y de quienes nos rodean. Me parece admirable que Sara pueda hacer tantas cosas en un día. Ni ella misma tiene conciencia de su capacidad para amar y asistir. No dejo de desear a cada momento lo mejor para ella, para que pueda ser feliz en el estrecho círculo en que la vida nos puede permitir serlo. Si es verdad  que la oración moviliza las partículas más diminutas de la materia para expandirse amorosamente, entonces deberé  creer como nunca en el poder de la vida espiritual.
Hoy le contaba a Elvira B. los crueles pensamientos de autodestrucción que me impulsaban al deseo de morir en los peores momentos de mi crisis y qué borrosos me parecen ya aquellos momentos por el solo hecho de haber recuperado, aunque más no sea  una pizca de mi lucidez.
Siento que el radio de mi fluir afectivo es muy grande y que proviene de los esfuerzos realizados para sanarme. Quiero irme y a la vez quedarme, aguardar la hora de mi cena “carismática” compuesta de cereales, leche, bananas en rodajas y canela. Después la ansiada hora de quedarme dormido abrazado a Sara dejándome caer en el sueño artificial de los medicamentos.
Ahora, más que en otras oportunidades, me siento obligado a ofrecer un sacrificio, que no es ni vocacional ni generoso sino el cumplimiento de precisos mandatos que podría definir como transpersonales. Ojalá pudiera reunir en un solo mundo todos mis mundos, unir los fragmentos de mis circunstancias en una sólida realidad que me mantenga unido a todos los que amo. Deposito mansamente mi destino en manos de la Divina Madre, yo, diminuta partícula intensificándose por el deseo de vivir y de participar precisamente  en este momento en que apenas tengo fuerzas para ponerme en marcha y partir.
Deseo muy pocas cosas para mí que guardo en el recinto de mi corazón con siete llaves. Declaro mi vasta ignorancia y mi incompetencia para declarar solemnemente mi perpetua gratitud por los dones y milagros del amor, del amor carnal y visible y del amor trascendente al que he estado volviendo una y otra vez como un niño huérfano suplicando mi pronta sanación.
Solamente aspiro a tener un lugar, una identidad, los elementos materiales indispensables y sobre todo, la estabilidad que me permita permanecer en el centro de mí mismo, reintegrado a la conciencia de Ser en el mundo. Participar, convivir, ser pan de vida.

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(1) Varios años después, finalmente, pude  completar  este presentimiento en el cuento “La misión de Simón Wainstein” publicado en el libro El Árbol de la Vida y otros cuentos, Ediciones del Copista, Córdoba, 2008.