AGRADECIMIENTOS
A Sara,
cuyo nombre verdadero es
el de una flor. Por su hospitalidad
y su amorosa paciencia.
A Elvira,
por su sabiduría
y humanismo profesional.
A Silvia y Jorge,
por su generosa amistad.
La depresión es la boda de sangre
de la Vida y la Muerte.
Del libro
La enfermedad como camino
de Dethelefsen
y Dahlke
En los momentos más oscuros
es cuando podemos escuchar
el verdadero mensaje de
transformación.
En medio de la oscuridad
sobreviene la luz.
Joseph Campbell
15 AÑOS DESPUÉS
No debo cometer la ingenuidad de confesar en estas páginas cuáles fueron los
numerosos motivos que se confabularon para que yo sufriera la más terrible, la
peor enfermedad que he padecido en mi vida.
En algunos casos la franqueza, cuando
se tocan estos temas, deja de ser una virtud para transformarse en un simple
exhibicionismo patético y desvergonzado del ego. Espero no caer en esa trampa que fue intencionadamente marginada cuando
senté las bases para la escritura de este libro.
No tengo derecho para narrar cómo se
originó mi padecimiento ni quiénes fueron las personas involucradas en mi
historia personal hasta el momento de la
crisis. Tampoco sé con certeza para qué y para quiénes podría ser útil el
relato de los momentos vividos en aquellos meses de oscuridad. De ningún
modo pretendo que alguien en el futuro
pueda servirse de estas páginas como apoyo en un tratamiento psicoanalítico
aunque no lo descarto pues yo mismo, en su momento, supe alentarme por algunas lecturas francamente aleccionadoras.
Como realidad y ficción se confunden
no solamente en la conciencia de un enfermo sino en la de cualquier lector,
no voy a revelar si estos sucesos
ocurrieron realmente o si son simples productos de la imaginación de un
escritor de literatura fantástica de la que soy adicto.
¿Quién podría descubrir la verdad si
es que existe una verdad? Estoy
poniendo en lenguaje literario una serie de anotaciones que tomé hace
exactamente quince años agrupadas bajo un título que he conservado para esta
oportunidad: Crónicas de un depresivo. Es,
justamente, sobre esas amarillentas hojas que estoy seleccionando algunos
fragmentos de aquel improvisado Diario
Íntimo, lo que iba aconteciendo día a día desde el 15 de marzo al 7 de abril de 1995, año que dejó en mí
inalterables rastros de la enfermedad y
la sanación.
Había yo viajado de Córdoba a
Mendoza el 15 de febrero en busca de
auxilio, de comprensión, amor e indulgencias al departamento de Sara Gattari.
Cuando empecé a convertir mi forzado
ocio en horas de escritura, lo peor había pasado: el pánico, los miedos, la
fascinación de la muerte, el cansancio extremo, la sensación insoportable de
sentirme muerto en la prisión de un cuerpo inhábil y agotado.
Días antes le había preguntado a
Elvira B., mi logoterapeuta, si le parecía prudente que concretara mi intención
de ir anotando paso a paso el riguroso
tratamiento al que, por propia decisión, me había comprometido. Con su lógica habitual
ella me dijo que le parecía bien, que escribiera y conservara esos papeles
hasta que, en cualquier momento del futuro, supiera qué hacer con ellos.
Es lo que estoy haciendo en estos
momentos después de quince años durante
los cuales apenas empezaba a leer una página guardaba de inmediato la carpeta
entre conmovido, avergonzado y perplejo al pensar que era yo y no otra persona
o personaje literario el que había vivido esa dolorosa experiencia.
Escribo “dolor” porque lo que siente
un depresivo es un dolor perfecto, completo, que agota el cuerpo, anula la
mente y somete las emociones, dispersa la conciencia, lo altera sin piedad.
Del mismo modo en que yo, día a día,
procuraba visualizar una luz al final del túnel, experimentando la Noche Oscura del Alma, al decir
de San Juan de la Cruz,
estoy seguro que aquellos que han padecido el mismo sufrimiento darán fe de mis
palabras. No importan los saberes ni la edad ni el sexo ni la condición social
para ser sometidos por la
Sombra tal como la describiera Carl G. Jung. Él fue quien
escribió esta frase lapidaria: “Lo que no
se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino”.
Eso fue lo que sucedió.
Córdoba, abril del 2010.
SOBRE EL OFICIO DE VIVIR
14
DE MARZO. Hace apenas unos minutos, antes de sentarme a escribir, lloré
como un niño ante Sara porque sentía, con vergüenza, que no he progresado en
esta parálisis espiritual en la que estoy sumergido y porque siento que no
tengo el mínimo derecho a convertirme en un peso para ella.
Ojalá algún día pueda saber por qué estoy enfermo y por qué me encuentro
aquí en el departamento de mi amiga y tan lejos de mi hogar, padeciendo esta
pesadilla de la que quiero y no puedo despertar. Según las instrucciones de los
sabios es necesario “forzar la voluntad” para volver a adiestrar y dominar a
nuestro cuerpo. Presiento que hay Algo o Alguien que debe estar al mando y el resto
obedecer, tan escaso y casi nulo es mi libre albedrío.
Estoy escribiendo a las 16 horas del
martes 14 de marzo de 1995 con la máquina eléctrica de Sara (tan distinta de
operar que mi querida Olivetti) como parte del esfuerzo por recuperar mi salud.
Eso es todo. Por ahora no tengo otras intenciones. En otras dependencias del
departamento, Naty, la joven que viene los martes a hacer la limpieza, está
trabajando. Siento sus pasos a un lado y otro y el olor de los elementos de
limpieza. El calor del verano, el ocio forzoso y el agobio anímico me llevan a
pensar en los hombres, mujeres y niños que a estas horas están trabajando en la
vendimia, en la recolección de la uva en la que participé cuando era un niño
campesino. Mientras continúo tecleando pienso que es bueno tener un oficio para
“matar” el tiempo. Nada más apropiado que esta metáfora para describir las
pesadas, tediosas, agotadoras y torpes que son las horas de quien tiene que
ejercitarse en la paciencia de permanecer y soportarse a sí mismo en estas
condiciones. Dice Elvira B. que es un saludable ejercicio de humildad aceptar
nuestra enfermedad y convivir con ella, no contra ella.
El domingo pasado pasé once horas
sentado en el mismo sillón. Estaba solo pues Sara viaja los fines de semana a
la casa de sus padres distante a varios kilómetros de la ciudad. Parte de esas
larguísimas horas fueron ocupadas en ver por televisión la película Danza con lobos que dura casi tres horas, en leer salteadas
algunas páginas de varios libros que tengo diseminados sobre la alfombra, ver
cualquier programa con tal de que la televisión siga encendida, hacer mi simple
cena, apagar la luz y pensar, esperar, desear en que llegue el día en que recordaré esta etapa como una
grotesca pesadilla, o divagar en dónde
estaré y con quién y cómo llegará a ser mi rutina diaria.
Debo agregar, a mi favor, que todos
los días hago una serie de esfuerzos, de ejercicios de la voluntad que me
ayudan a seguir viviendo. Apenas me levanto, si está Sara es seguro que habrá
una taza de café caliente para mí; si estoy solo me lo preparo o salgo a tomar
un desayuno en cualquier bar del centro. Me hace bien levantarme temprano. Lavo
mis dientes, me afeito, me baño, me pongo ropas limpias, hago la cama con la
mayor prolijidad, cuido los detalles para que nada quede desarreglado ni en el
dormitorio ni en el baño ni en la cocina. Después de ordenar cada ambiente me
siento en una silla que está en el dormitorio y practico mi meditación diaria
que no siempre es completa porque mezclo pensamientos, oraciones, ruegos y
monólogos dispersos. Pero no me reprocho por no haber sido más riguroso porque
sé que por ahora la intención tiene un valor en sí misma, de manera que salgo a
la calle y voy a la enfermería en donde diariamente me hago colocar una
inyección que completa la medicación en pastillas que ingiero durante el
desayuno. Luego debo planificar cómo completar el largo día que me espera.
Antes de regresar al departamento paso
por un supermercado y hago las compras para el almuerzo. A partir de esta
semana voy tres veces por semana a entrevistarme con Elvira B. A mi impaciencia
natural agrego la impaciencia de mi enfermedad sumada al propósito obsesivo de
sanarme pronto.
A veces regreso del consultorio con
mis energías renovadas pero en otras me parece tener mi alma torcida de tanto
remover la mierda interior, cavando donde jamás lo había hecho, procurando
armar mi rompecabezas para tener, aunque más no sea, unas horas de paz. Cuando
uno tiene un dolor de muelas y se lo cuenta a otro es fácil ser comprendido
porque ¿quién no ha padecido alguna vez un dolor de muelas? Pero contar qué se
siente cuando se está encerrado en las cárceles de la depresión sólo podría ser
comprendido por alguien que haya pasado por lo mismo. Al final, como dijo
Elvira B. hace unos días, ¿qué importancia tiene saber cómo salimos de la
enfermedad? Lo importante es salir. Para ese propósito combino la índole de mis
padecimientos, el trabajo de la terapeuta, los psicofármacos, los alimentos
recomendados, el apoyo de quienes me aman, los ejercicios espirituales, el
clima, lo que sucede en el mundo según observo en los noticieros, los
mecanismos de la predestinación y todas las conjeturas sobre la posible
asistencia de los seres superiores, los maestros que entrenan a sus discípulos
con auténtico rigor.
Me distraigo escribiendo sobre el inicio
de mi crisis que empezó con un incidente cualquiera y que de inmediato hizo
explosión provocando que todo aquello que un minuto antes era el motivo y el
sentido de mis días se trastrocara en una invalidez de la voluntad que paralizó
mis actividades, mi mundo emocional e intelectual. Como en un venenoso cóctel
se mezclaron, en diferentes proporciones: depresión, ansiedad, angustia, miedo,
impotencia, ausencia de la menor iniciativa, dolor moral, físico y mental,
vergüenza de ser descubierto como un indigente espiritual.
En un par de horas había caído en una
completa desesperación, encerrado en la prisión de mi cuerpo, con sensaciones
de pánico, desolación, anhelos irracionales de morir, temor a una inminente
locura. De un día para el otro no sabía cómo resolver el más nimio problema,
había perdido interés en todo lo que daba sentido a mi vida: leer, escuchar
música, escribir, cocinar, visitar a mis amigos, interesarme por las noticias y
los problemas del mundo, falto de apetito, sin deseos de amar ni de gozar. El
lugar de mi conciencia ordinaria había sido ocupado por la Sombra, las señales del
camino habían sido cambiadas por otras que yo no sabía interpretar.
Ahora estoy aceptando que debo
trabajar con esos estados desconocidos de mí mismo. Como me ha repetido mi
psicoterapeuta, estos estados forman parte de la realidad y al no ser yo ajeno
a la vida de cualquier hombre o mujer ¿por qué debería estar eximido de un dolor semejante?
Supongo que hay un mecanismo que encadena las causas y los efectos, la alegría
de la vendimia o la amargura de la helada o el granizo que destruye los
viñedos.
Todo tiene un precio y no hay nada ni
nadie que escape a la Ley. En el
momento más inesperado, incidentes imprevisibles intervienen en el devenir de
nuestras vidas. En estos momentos, pienso, no me resulta fácil discernir sobre
si soy el único responsable de lo que me está sucediendo. ¿No hay acaso
accidentes? ¿Qué es el azar? ¿La casualidad? ¿Qué significa tener buena suerte
o mala suerte? ¿Qué hizo un niño o un adolescente para que la famosa Ley
interrumpa sus vidas?
Pienso con ironía que soy tan rico en
conocimientos como el cajero del banco que cuenta los millones de pesos que no
le pertenecen. A pesar de todo me queda una pizca de fe, no sé si llamarla fe
en lo divino, en el misterio, en la Divina
Madre, en los Santos Maestros, en el Amor indivisible. Cómo
quisiera tener ya, en este momento, una
llave maestra, una clave que me ayude a descifrar mis dilemas. Siento el peso
de mi ignorancia, de mi impotencia, de mi cansancio junto al tibio deseo de
seguir viviendo, de sanarme, de compartir mi vida, volver a ocupar el centro de
mí mismo. Gracias a esa fuerza que me alienta he podido escribir estas primeras
páginas. Me siento agradablemente cansado.
UN MES LEJOS DE CASA
15 DE MARZO. Hace un mes que estoy en
Mendoza y recién dentro de una hora viajaré a Maipú y Chachingo a visitar a
algunos de mis hermanos. Me parece increíble que hayan pasado cuatro semanas y
que yo no haya tenido el valor de visitar a mi familia, a mis amigos, de romper
los límites de esta nebulosa en la que estoy sumergido.
Hoy, Elvira B. me dijo que me veía
mejor y no creo que haya sido un falso consuelo; ella no es del tipo de mujer
ni de profesional que haría algo semejante. Estas pocas sesiones me han
permitido admirarla y al mismo tiempo darme cuenta de cuanto estoy dependiendo
de ella. Es verdad que me siento más fuerte físicamente aunque no creo haber
logrado ningún adelanto espiritual. De lo que sí estoy seguro es que me siento
mucho mejor si me comparo con el día que llegué al departamento de Sara
convertido en una piltrafa humana.
Los medicamentos están haciendo su
trabajo: vigorizantes, antidepresivos, ansiolíticos, y una pequeña y mágica
pastillita que por la noche me induce a un sueño profundo. Hace apenas veinte
días no tenía ni voz para comunicarme y arrastraba los pies al caminar como un
anciano. Sí, soy yo pero no puedo creer que sea yo ese minusválido en el que me
he convertido.
Por ahora procuro hacer tres cosas
metódicamente: a) Tomar los medicamentos en las dosis y horarios fijados; b) Seguir fiel y
puntualmente con mi obligación de ir a las consultas con la psicoterapeuta; y
3) Ejercer, forzar mi voluntad en cada una de las tareas y compromisos, día por
día, hora por hora.
Con relación a la terapia, por ahora
creo que el proceso es algo semejante a una introducción en la que participan
los diálogos y los tests que servirán para el diagnóstico. Luego vendrá la
etapa curativa, ¿por cuánto tiempo más? No me resulta positivo pensar este tema
pero debo resolver en dónde viviré durante los meses que vienen. No puedo
continuar perturbando la vida y el trabajo de Sara con mi patética presencia
cada vez que ella regresa de sus obligaciones. Por más generosa y fuerte que
sea ella (y de verdad lo es) dicen que las enfermedades mentales son tan
contagiosas como los virus.
Me altera pensar en tantas cosas pendientes
pero debo resolver qué haré con mi trabajo, con mis jóvenes hijos que están
aguardándome en Córdoba. Han quedado suspendidas cuestiones económicas y
financieras, trabajos literarios, el pago de los impuestos y sigue la lista. No
tengo la menor idea de cómo pueden haber obrado en mí las tan citadas leyes de
causa y efecto por lo cual me consuelo pensando que soy la víctima
propiciatoria de una cabronada del destino pero, como ese pensamiento es muy
débil, caigo en la certeza de que he sido un imbécil durante estos últimos
años. No he sido previsor pero sí el autor y responsable de decisiones
verdaderamente idiotas. Pero aquí me detengo para no caer en un pozo de
angustiosa basura.
Me resulta fácil aceptar que debo
tener mucha paciencia pero ¿quién soy yo
para disponer de la paciencia de mi querida Sara? Todo está bien, me vine a
Mendoza porque intuía que no había otro lugar en el mundo para buscar mi
sanación. Aquí encontré el auxilio y la generosidad de mis amigos entre los que
incluyo, además de Sara, a Silvia y Jorge, pero no puedo seguir aceptando esta
egoísta comodidad. Es un maldito embrollo del que tarde o temprano deberé zafar.
Tengo bien claro, ahora, que he vivido
una plácida vida aburguesada de la que salió la sombra, la trampa en la que he
caído. Sin embargo, a pesar de esta toma de conciencia, no voy a renegar de
estos últimos años en que he vivido sin grandes altibajos ni obligaciones
leyendo, escribiendo, paseando y
compartiendo algunas novedosas experiencias de las que ha aprendido
mucho, lástima que la mayoría de ellas, en estos momentos, no me sirva para nada.
¿Cómo no estar deprimido? ¿Cómo no
estar enfadado conmigo mismo? A pesar de la confusión en la que vivo, nada me
impide presentir que a partir de ahora mi vida será muy distinta a lo que fue,
hasta es posible que sea diferente a cualquier modo de vivir que yo haya
imaginado.
Algo que también me acompaña, que está
constantemente junto a mí como un guardián protector, es la voluntad de
regresar a mi antigua rutina. En aquellos días, de fines de diciembre del año
pasado, cuando me di cuenta de que estaba precipitándome a un abismo de desesperación y de locura,
escribí algo que voy a transcribir, un pensamiento que ha sido y sigue siendo
mi consigna para esta inesperada batalla: “Este
es mi dolor, mi gran dolor; si no soy capaz de atravesarlo jamás sabré lo que
hay del otro lado”. Ese “otro lado” debe estar en algún lugar, lejos o
cerca, próximo o remoto en el tiempo, no lo sé, pero debo encontrarlo.
Dejo de escribir para mojarme la cara y salir en
busca del ómnibus que me llevará al encuentro de mi familia que me está
esperando sin conocer cuál ha sido la
causa que me impidió hacerlo antes. Ese hombre que contemplo en el espejo es
alguien que tiene una máscara de vergüenza y tristeza, tal vez la misma de
aquel que por primera vez sale a la calle a pedir limosna. Me esfuerzo para
seguir viviendo esta nueva realidad jamás imaginada. ¿Qué otra cosa podría
hacer?
¿HUIR DE LOS PROBLEMAS O BUSCAR REFUGIO?
17 DE MARZO. Hoy me he despertado
pensando en todos los problemas
pendientes que tengo que resolver. Regresar a mi casa, buscar un nuevo
empleo, organizar asuntos familiares, reordenar mis finanzas y otros
imprevistos que quedaron en el aire
cuando decidí venir a Mendoza.
Por lo menos, estoy reconociendo que
esos problemas no son imaginados sino reales, los mismos que hace apenas un mes
no me atrevía ni siquiera pensarlos. Hoy, al mediodía, para mi sorpresa, no
solo me estoy atreviendo a hacer una especie de balance sino que hasta me
siento capaz de escribirlo.
La salida de esta mañana fue para
proveerme de medicamentos que necesitaré para los próximos treinta días. Por la
tarde iré a otra de mis sesiones de terapia con Elvira B. Me resulta una
incógnita asistir a cada uno de estos encuentros pues a veces me parece que
salgo renovado y otras arrastrando mi alma como si fuera un trapo de piso.
Me siento algo destemplado porque
anoche hablamos con Sara y por lo que ella me dijo creo que está muy
decepcionada de mí y cansada en muchos sentidos. Tiene sólidos argumentos a su
favor y yo otros que hemos confrontado en varias oportunidades y aunque siempre
el diálogo es respetuoso, no creo que lleguemos a ponernos de acuerdo. La
situación me resultó confusa y amarga porque no me siento todavía en
condiciones de tomar ciertas decisiones que podrían ayudarme a salir de este embrollo.
Sara tiene una gran capacidad para amar y soportar no solamente a
mí sino a otras cuestiones personales suyas, su familia, sus actividades
profesionales, las numerosas responsabilidades que sabe afrontar por lo que yo
sigo admirándola desde que la conocí.
En estos días en que mi actividad es
prácticamente nula, estoy seguro de que Sara siente el peso de saber que
hospeda en su casa a un Juan muy diferente al que ella conoció, admiró y amó
durante casi nueve años. Qué prueba tan difícil y qué inesperados son estos
momentos en que uno empieza a descubrir que la relación con su pareja ha empezado a modificarse. En medio de una
tormenta otra tormenta. Familias, distancias, hábitos y costumbres personales,
el manejo de las horas y los espacios me hacen sentir como un intruso, un
imbécil, un fracasado al que todo le sale mal.
Aunque cada día me resulta
interminable, el tiempo sigue fluyendo. No puedo quedarme aquí por muchos días
más. ¿Qué voy a hacer? Muchas veces me dan ganas de mandar todo a la mierda y
dejar de luchar, arrojar los medicamentos al tacho de basura, abandonar la
terapia y enfrentarme a lo que sea, aunque reviente como un sapo.
Estoy atrapado en un cepo del que
intento salir, romper todo, gritar, maldecir, pero mi voluntad inválida no me
ayuda a resolver nada de nada. Cada mañana cuando despierto me aterra pensar en
las horas vacías que deberé enfrentar, las tretas de las que deberé valerme
para unir un brevísimo lapso a otro, sin enloquecer. Tal vez tenga yo más
problemas de los que imaginaba. Eso significa que si no salgo pronto de la
trampa todos empezarán a cansarse de mí, como ocurre con cualquier enfermo
desahuciado. Al principio todos se impresionan y se aproximan con curiosidad o
piedad pero si descubren que la pobre víctima no tiene salvación, se apartan y
se alejan sin escrúpulo alguno. Por alguna razón en los hospitales, asilos y
manicomios los muertos en vida van de un lado a otro como sombras
desvaneciéndose lentamente.
Son casi las 13 horas. Tengo todo
listo para hacer mi frugal almuerzo: hamburguesas con una ensalada de
zanahorias ralladas, agua mineral y una manzana. Todo un banquete. Mientras
como veré el noticiero por la TV
para templarme con todas las malas noticias y desgracias del mundo frente las
cuales me sentiré en el paraíso.
Hace calor y tengo sueño y ningún
motivo para estimular mi cuerpo, mi mente, mi mundo emocional. Aún así no
pienso por ningún motivo abandonar los trabajos y las obligaciones que
conforman mi rutina, mis desesperados deseos de sanar. Por momentos mi mente
queda en blanco y no sé cómo continuar. Me siento muy cansado mientras me
llegan oleadas de tristeza que no puedo apartar.
Sigo escribiendo sin saber ni
importarme para qué ni para quién lo estoy haciendo. Me entretengo y así
provoco que pasen las horas porque, como dice un antiguo refrán, nada es para
siempre, ni lo dulce ni lo amargo. De un modo u otro todo va a cambiar pero
¿cuánto falta?, ¿semanas, meses, años? Basta por hoy, cubro la máquina de
escribir y voy a la cocina a preparar mi almuerzo.
DIARIO DE UN DOMINGO
19 DE MARZO. Esta ha sido la primera
mañana en que sentí el asombro y la
alegría del despertar. Por supuesto que no ha tenido el esplendor de otros
momentos pero, desde que estoy padeciendo esta crisis depresiva, cada
despertar era asomarme al horror de
volver a descubrir que todo seguía
igual, que nada había cambiado.
Me desperté a las 7,30 después de
haber dormido más de ocho horas. Empecé por el rito diario de prepararme un
café, higienizarme, vestirme, ordenar el dormitorio, sentarme en la misma silla
y practicar el ejercicio de la meditación. Una hora después tomé el desayuno en
el bar que frecuento diariamente; en la enfermería me hice colocar la inyección
vigorizante y después salí a caminar un rato por la avenida San Martín,
esperando la hora para llamar a mis hijos desde alguna cabina telefónica.
Siento la impresión de que estoy muy
lejos, en otro mundo en el que me siento ajeno, como un extranjero perdido en
un país desconocido. Ambos, me refiero a mis hijos, están bien, aguardando sin impaciencia el
regreso de su viejo. Luego llamé a Silvia C. para hacerle saber de mis pocos
pero positivos progresos. Me comprometió para que vayamos a cenar con Sara a su
casa el próximo jueves.
Mi siguiente movimiento fue ir
caminando hasta el límite con Godoy Cruz, unas veinte cuadras, hasta la casa de
mi hermano Servando. Por suerte estaba él y toda su familia para compartir la
sorpresa y la alegría del encuentro. Tomamos unos mates charlando de todo un poco mientras Luisa preparaba el almuerzo y la
pequeña Caty iba y venía haciendo sus habituales travesuras. Almorzamos peceto
mechado al vino blanco, fideos con manteca y ensalada de beterabas. Comí con
gusto de todo un poco y hasta me animé a tomar un vaso de vino. Fue una buena
decisión la de haber salido esta mañana para acortar las tediosas,
interminables horas del domingo.
Como no había llevado el pastillero le
pedí a mi hermano que me trajera en su auto hasta el departamento. Tomé mis
medicamentos y me acomodé en el sillón grande, durmiendo de a ratos y
despertándome por el calor y porque me resulta difícil dormir la siesta. Había
decidido que a partir de las cinco de la
tarde, en punto, tenía que sentarme frente a la máquina de escribir para
practicar el ejercicio de “domar la
voluntad” y, al mismo tiempo, tener mi mente ocupada para olvidarme, borrar y pensar cada vez
menos en tantas estupideces, algunas muy pequeñas pero que se agigantan con la
soledad.
En este momento se está nublando y es
posible que más tarde tengamos una tormenta. Sigo atravesando el árido desierto
del tiempo con la convicción de que cada
minuto que pasa me aproximo a mi deseada mejoría. Sí, tendré que sanarme y ser
agradecido porque tengo a mi disposición lo que cualquier persona enferma como
yo desearía: una magnífica terapeuta, un lugar cálido y seguro, este
departamento de Sara, limpio, impecable, ordenado, con olor a salud moral,
silencioso, sin que nadie venga a perturbarme.
Se aproxima el momento en que tendré
el diagnóstico de Elvira B., luego hacer las valijas y regresar a Córdoba con
Soledad y León. Con Sara estamos atravesando una crisis, la peor desde que nos
conocimos. Cuánto lamento que esta situación se produzca justo ahora, en estas
semanas en las que hemos tenido la oportunidad de estar más tiempo juntos, un
tiempo desperdiciado por mi culpa, por estar aquí expuesto como una sombra a su
generosidad que presiento la está hastiando. Estas circunstancias, tan
diferentes a las que hemos compartido durante varios años, ahora no nos
permiten darnos cuenta de si estamos realmente preparados y bien dispuestos
para convivir.
De la misma manera en que estoy percibiendo esta distinta realidad de manera personal así seguramente
deben haberse ido modificando los hábitos y gustos que antes Sara y yo sabíamos compartir simple y plenamente. Debo ser yo,
lógicamente, a quien todo le resulte más difícil no solamente durante estas
semanas sino desde mucho tiempo atrás, seis u ocho meses, en los que fui sintiendo
menos deseos de visitar a mis amigos, ir a reuniones, hacer nuevas amistades.
Algunas revelaciones de la terapia me dicen que la sombra de la depresión es
posible que haya estado gestándose desde mucho antes del momento de la crisis.
En uno de estos días recuerdo haber escrito sobre cómo tenia yo que distinguir
entre dos hechos opuestos: huir o buscar refugio. Pudo haber sido así en el
principio pero los hechos desde que llegué a Mendoza lo contradicen. Han
sucedido muchas cosas en estas cinco semanas, tan extrañas y especiales. He
encontrado refugio, comprensión y ayuda pero también tengo conciencia de que he
trasladado conmigo, como en una pesada mochila, todos mis problemas que ahora
están afectando mi relación con Sara. Hemos estado ligados por más de ocho años
en los que hemos compartido una relación que a ambos nos ha resultado siempre
única y atípica.
Para un casi inválido espiritual como soy yo en estos momentos no sería
apropiado tomar decisiones apresuradas. Si estoy padeciendo un desequilibrio
mental y emocional, significa que no estoy en una razonable condición para decidir sobre mi relación con
Sara. Hemos tenido nuestras naturales discusiones y cambios de opinión pero
jamás nos hemos agraviado en lo más mínimo, jamás nos hemos faltado el respeto
el uno al otro. Aún así en estas horas me parece que estuviéramos alejándonos
en direcciones opuestas.
Así va pasando esta tarde de domingo en un estado de ánimo que no debe
diferir mucho con el que vive la mayoría de las personas. Le dicen “neurosis
dominical” a las que resultan las peores horas de la semana. Interrumpí mis
divagaciones porque Sara me llamó por teléfono para saber cómo estaba pasando
el día aunque debió cortar para tender a unas visitas que llegaban a la casa de
sus padres. Mañana volveremos a estar juntos.
Sigo contando la aburrida historia de este domingo. Pensaba comprar el
diario La Nación
pero no lo hice porque me falta interés para volver a hacer lo que antes era mi mayor
y mejor entretenimiento los fines de semana. La visión de la mentada “realidad”
me resulta ahora muy distinta de manera que para alguien cuyo sentido de la
vida está disminuido son pocas las cosas que le resulten atractivas, si es que
existen algunas.
En los denominados “estados habituales de conciencia” tenemos apetencia
por todo lo que nos resulta accesible: comida, sexo, noticias, movimientos,
frivolidades. Cualquiera es capaz de pasarse meses leyendo una enciclopedia o
haciendo la más genuina estupidez un con entusiasmo que a mí, ahora, me parece
insoportable. Cuando escucho que me dicen: “tené paciencia y voluntad que vas a
mejorar, si te lo proponés vas a salir”
y otras parecidas frases de ocasión que habitualmente se dirigen a los enfermos
como consuelo, tengo la sensación de que están dirigiéndose a otra persona, no
a mí.
Lo único que parece que tengo a salvo es mi capacidad para pensar, para
interpretar lo que voy leyendo y la
claridad verbal que mantengo en mis
conversaciones. Lo que no sé y tampoco me importa mucho es si volveré a ser
capaz de escribir un cuento, un poema que no tenga que ver con estas crónicas
deshilachadas de un depresivo en vías de reconstrucción. Volver a escribir
literatura sería una verdadera proeza aunque no he perdido del todo las ganas
de leer.
Para colmo, durante estos tenebrosos meses, dos locas ideas aparecieron
en mi cabeza, la súbita centella, la idea germinal de la que obtendré el
argumento, la trama, los trucos del armado y la resolución final. ¿Por qué
aparecieron, justo ahora, en los peores momentos de mi debilidad emocional? Voy
a resumir los argumentos para no olvidarlos aunque solo el hecho de anotarlos
me produce escalofríos. El primero tiene que ver con un tal Simón Wainstein, un
poeta judío que viaja por el mundo dando recitales mientras busca a un niño recién
nacido al que debe ejecutar por el bien de la futura humanidad. Afirma, me
parece escucharlo, que así como nacen pequeños Mesías también nacen pequeños
monstruos a los que en una dimensión paralela a la nuestra (pura ciencia
ficción) estos potenciales genocidas son eliminados. No estoy en condiciones
para escribir nada parecido, ni siquiera estoy en condiciones de soportar que
me acose una idea semejante. (1)
Como parece que mis musas también están perturbadas, en un momento cualquiera, no
recuerdo cuándo con precisión pero sucedió en alguno de los peores momentos
después de sucumbir al asalto de la
Sombra, apareció de
entre los pliegues de mi imaginación una idea acompañada por el título
correspondiente (sin el cual me resulta imposible iniciar cualquier texto
literario). El título era “La profecía del señor Valentín”: un individuo
predestinado a ser el vocero del futuro, nada menos que de los hombres que en
un mañana no muy distante reemplazarían a la humanidad actual por otra
superior. Así como terminó el Programa Dinosaurio, también culminaría el
Programa Humano. No dejé de pensar en Konrad Lorenz y en otros biólogos que
sospechan que algo similar podría suceder en el planeta Tierra.
El timbre del teléfono interrumpió mis desmesuradas especulaciones de
las que soy por ahora el progenitor, ¿o el simple intermediario? ¿Deberé ser,
como me dijo cuando yo era un adolescente la señora Amelia de la Peña, auténtica vidente y
sanadora rosacruz, sólo un vaso comunicante, un vínculo mental-emocional con
seres o inteligencias superiores? ¿Estoy por convertirme en un escritor de lo
que está por suceder o en un desolado fabulador depresivo?
La llamada era de Sara, que quería saber cómo me encontraba y si
necesitaba que hiciera una compra de alimentos o medicinas. Le comenté
someramente lo que había hecho durante el día y sobre lo que estaba anotando en
este diario del domingo. Volveríamos a encontrarnos aquí, mañana lunes, bien
temprano antes de que ella fuera a su trabajo en el Ministerio de Educación.
Apenas cortó Sara volví a sentir la abrumadora soledad, mi permanencia
en este lado oscuro de la realidad que nos negamos a aceptar mientras flotamos
como un corcho a la deriva.
Días pasados hablábamos con mi
logoterapeuta sobre algunos problemas que plantea el lenguaje para
definir en términos precisos nuestra percepción de la realidad. Decimos, por
ejemplo, “el hombre” y queremos decir “hombre y mujer”; decimos que “un día”
tiene veinticuatro horas aunque lo cierto es que el día tiene doce horas y la
noche otras doce, en promedio. Decimos “vida” y queremos expresar “la vida y la
muerte” y así con otras definiciones.
Con mayores o menores precisiones en el lenguaje, el devenir sigue su
curso como un río incontrolable que nos arrastra cuando no sabemos sostener el ritmo.
No tengo la menor idea sobre si algún día sabré por qué y para qué me servirá
haber padecido esta enfermedad. Dicen los especialistas que, en mi caso, se
trata de una “depresión reactiva”, exógena, que se origina como respuesta a uno
o varios conflictos que pueden estar
vinculados a la muerte de un ser querido, a quebrantos financieros, un fracaso
intelectual o emocional y vaya uno a saber por cuáles secretos motivos se
convierte de un momento a otro en un espectro ambulante. Para mi alivio y
consuelo lo que padezco es una enfermedad que si recibe el tratamiento
terapéutico adecuado, tal como vino se
irá. Si la crisis se gestó muy lentamente, de la misma manera se podrá salir de
ella pausadamente. Si la depresión apareció súbitamente, como la caída de un
rayo (tal vez éste sea mi caso) las puertas de la prisión también se abrirán de
un día para otro, también súbitamente.
Aunque sospecho cuáles han sido algunas de las causas de mi dolencia
mental y emocional, Elvira B. está indagando en la parte más profunda, “hilando
fino” podríamos decir, y de esa manera
descubrir huellas y señales en mi biografía, viejas heridas o marcas que puedan
haber sido los fermentos de este caldo apestoso que estoy obligado a tomar. Deberé
trabajar sobre algunas cuestiones precisas, tales como buscar un nuevo empleo,
aceptar que ya no podré seguir viviendo de mis especulaciones bursátiles y
otros recursos y que, lamentablemente,
no podré dedicar tiempo completo a la literatura.
En resumen: mis días en el futuro serán muy diferentes a los que vivía
hasta el aquel brutal día de fines de diciembre pasado, cuando me precipité al
pozo de las serpientes. No debo abandonar ni por un minuto la práctica de
ejercitar mi voluntad como lo estoy haciendo mientras escribo con mis últimas energías
y realizar un examen retrospectivo antes de quedarme dormido para observar si
al final del túnel se está encendiendo la famosa lucecita.
En medio de tanta incertidumbre, mantengo sin embargo la certeza de que
estoy siendo auxiliado por mucha gente y tengo (aunque me cuesta creerlo) un
“aliado” como dice Don Juan Matus, el chamán y
maestro de Carlos Castaneda, alguien que forma parte de la trama secreta
de la “Vida Real” y que está cooperando para que yo salga adelante, porque ese
“alguien” sabe que ese salir adelante no será útil solo para mí. Pensar de este
modo, aunque solo sea una mera ensoñación, me hace sentir mejor, como si por la
ventana ingresara de repente una ráfaga de aire purificador.
Acordamos con Elvira B. que debo meditar teniendo presente la imagen de
mi papá, un hombre dotado de una fortaleza física y moral increíbles. En los
momentos en que pienso que estoy desmoronándome pienso en mi viejo. Pienso que
él me ayuda con su fortaleza, con su capacidad para sufrir en silencio, sin molestar
a los demás, sin quejarse, sin culpar a nadie por su destino pobre de campesino
a pesar de que tenía una inteligencia notable. En su vida una sola vez se
enfermó y fue para morir a los ochenta y dos años. También pienso en mi vieja,
una mujer incansable que trabajó y luchó como pocos, pero ella era más
doliente, solía quejarse y protestar, apegada a su obstinado deseo de vivir. He
recibido como legado virtudes y defectos de ambos aunque, en estos momentos,
desearía parecerme más a mi papá.
Así se va diluyendo el domingo a la tarde. Espero que llueva y
refresque y que este día sea un paso más hacia mi recuperación. Me siento muy
cansado pero aún, antes de acostarme, voy a darle una última mirada a lo que
acabo de escribir.
LA
ENFERMEDAD COMO CAMINO
20 DE MARZO. “La enfermedad como camino” es el título de un libro
recomendado por Elvira B. que compré esta mañana en la Librería García Santos. En la
contratapa, dicen los autores, no hay
una diversidad de enfermedades sino una única enfermedad determinante del
malestar del individuo que se manifiesta a través de diferentes cuadros
clínicos.
Ofrece un método eficaz para descubrir el significado profundo de las
enfermedades: todos los síntomas tienen un sentido para la vida del individuo
al que transmiten mensajes del ámbito espiritual. Aprender a reconocerlos es
crucial para nuestra curación, para nuestra salud física y psíquica. No estoy
en estos momentos en condiciones para emitir una mínima opinión ya que antes,
lógicamente, deberé leer el libro que exige al lector tener una idea acabada de
la primera parte, a la que los autores consideran como exposición teórica,
antes de pasar a la segunda parte que consiste en el tratamiento específico de
diferentes enfermedades, sus principales síntomas y los caminos para su
curación.
Pienso, con cierto escepticismo, que éste como cualquier otro texto no
puede ser otra cosa que un mero auxiliar en el camino de la armonización. De
todos modos haré el esfuerzo para leerlo y considerar la posibilidad de que en
alguno de sus capítulos encontraré elementos que me ayuden a comprender lo que
estoy padeciendo.
Hoy es lunes y me siento descorazonado porque me parece que todo este
embrollo persiste y que la salida aparece como difícil y lejana. Me hago firmes
propósitos y los cumplo y me ayudo de todas las maneras posibles. Vuelvo a
repetirme lo positivo que me resulta ponerme a escribir, tenga o no deseos de
hacerlo.
El tiempo sigue fluyendo sin apuro. Los días y las noches se suceden y
con ellos las lentas semanas asistido por el obsesivo deseo de encontrarme a mí
mismo, cerrar el círculo vicioso y regresar al punto en donde quiero
permanecer. Anoté un concepto extraído del libro La enfermedad como camino que coincide con lo que me dijo Elvira B. días
pasados y que me resulta una terrible verdad: cuanto más potenciamos un polo
más se potencia su contrario. Eso significa que cuanto más intenso sea mi deseo
de sanarme menos podré controlar el par de opuestos, la Sombra, que no hace mucho
surgió de sus secretos escondrijos para alienarme, sacarme del sitio, del
lugar, de la dimensión a la que deseo regresar.
Esto me recuerda una de las técnicas que me enseñó la terapeuta, al
principio, para superar el insomnio. El efecto es paradójico pues el ejercicio
consiste en permanecer despierto para que la vigilia se haga presente con todo
su poder, manteniéndose despierto mientras el subconsciente, el otro polo, se
oponga tenazmente a la vigilia y así
poder ingresar a un sueño profundo. Cuando supe de esa técnica pensé en los
conductores de vehículos que el hacer el esfuerzo por permanecer despiertos lo
único que hacen es llamar al sueño para que se instale, sin aviso, de golpe en
ellos. Me impresionó pensar que este ejercicio tan positivo para un individuo
insomne llegue a ser fatal para cualquier conductor.
El tratamiento con Elvira B. y algunas lecturas me dicen que debo
aceptar la enfermedad, vivir con ella, integrarla como parte de una realidad
que nadie podría modificar porque se trata nada menos que de la vigencia de las
leyes que rigen la naturaleza del mundo. Así como aceptamos la calvicie, las
arrugas, la obesidad, el paso de los años, la pérdida de los seres queridos,
así parece ser que debiéramos aceptar nuestra enfermedad, no ignorarla ni
barrer bajo la alfombra sino unirla a nosotros como una parte auténtica de
nuestra vida. ¿Son técnicas, trucos, sabiduría? No lo sé. La cuestión es que
debo utilizar todos los medios e instrumentos disponibles para volver a
encontrar el tan ansiado “punto indivisible de mí mismo”. En este momento me
parece una hermosa definición aunque su realización permanezca en el claroscuro
de mis posibilidades.
Tampoco ayuda a mi ánimo el clima de hoy, una tarde pesada, medio
nublada, en vísperas del otoño mendocino
que este año no podré captar ni gozar en plenitud. No es fácil vivir en armonía
y mucho menos cuando las cosas no funcionan como quisiéramos. Desde mi
perspectiva de hoy, la vida es parte de una ingeniosa trama que Alguien urde,
mecanismos precisos e inviolables que nadie puedo eludir y mucho menos
transgredir sin causar una verdadera catástrofe. ¿Dónde habrán quedado aquellas
ingenuas conversaciones con los amigos sobre la voluntad de dominio y el libre
albedrío? ¿Acaso algunas enfermedades, como el cáncer, no aparecen como una condena
de la cual es imposible escapar? Cuantos libros y cuantas filosofías y visiones
diferentes de la vida para que al final cada uno, pobre o rico, salvaje o
ilustrado, hombre o mujer se encuentre prisionero en las redes de estos
mecanismos que conducen a la locura, a la parálisis espiritual, al deseo de
morir.
Insoportable gravedad y complejidad del ser que puede llevarlo a
gritar: ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?
No existe puerta alguna para abrir y escapar, ni tretas ni habilidades
para suplir el calvario, salvo algunas medicinas milagrosas y la inteligente y
bondadosa compañía de sanadores como lo es Elvira B. para mí. ¡Qué poco sabe
uno de nada! ¡Qué inútiles y vacíos nos sentimos frente a la magnitud de una
realidad que nos supera!
Como habitualmente ocurre cuando sucede una desgracia, cuando tiembla,
cuando el granizo destruye los viñedos, cuando asistimos al velatorio de un ser
querido, todo el mundo se pone a filosofar. Para no ser menos, yo también
deposito sobre estos papeles en blanco la tentativa de meditar sobre mis
íntimas aflicciones, el desmesurado pozo de depresión en el que he caído que no
solo se expresa como dolor sino también como la peor humillación. Las cartas
están sobre la mesa y no aparece ninguna otra alternativa que jugar. Por qué, o
contra qué, lo ignoro salvo que sospecho que tengo que apostar mis cartas con la mayor habilidad posible. No
se trata de un simple resfrío sino de mi vida, la de hoy, la que viene. De solo pensarlo me duele, ahora sí que puedo
decir que me duele hasta el alma (esa frase cursi que yo nunca había empleado),
porque el sufrimiento que produce el no poder salir de este estado depresivo es
insoportable.
¿Cómo puedo medir este padecimiento? Pienso en la palabra
depresión y no puedo dejar de asociarla
a represión, a regresión. ¿Qué es todo esto?
Pues, lisa y llanamente, que soy el lado opuesto de lo que siempre creí
que era el ser de mi naturaleza. He transcurrido una buena parte de mi vida con
tanta ingenuidad que jamás pude saber que era yo mismo quien alimentaba a la Sombra, el Ánima que fue
creciendo en lo más oculto de mí mismo para llegar a ser hoy lo que nunca quise
ser.
¿Quién tiene la culpa? Me parece que estoy siendo juzgado como un
violador de las grandes leyes pero voy a decir, con auténtica humildad, que yo
y todos los que padecen dolencias similares somos unas pobres víctimas, tanto
como lo son los que mueren en un terremoto. ¿Por qué? Porque no debiéramos ser
castigados por nuestra ignorancia. La sabiduría es (o parece ser) el don de
algunos privilegiados. El resto es condenado a vivir lo que los budistas
denominan “la sabiduría errónea”, ser simples mortales condenados por los
dioses a aprender únicamente por la
Ley del Sufrimiento.
En la pasada sesión hablábamos con Elvira B. sobre las ideas referidas
a la redención. Yo me refería a lo que he leído sobre la llamada ley o
principio de la resonancia, uno de los fenómenos por los cuales la Vida aprende de Ella misma,
poniendo como ejemplo el de una rata de laboratorio que si llega a resolver determinadas
dificultades en un laberinto, el resto de las ratas, todas las ratas del mundo, aprenderán más
rápido a resolverlas aunque se encuentren a miles de kilómetros de distancia.
Un principio de causalidad mediante el cual si alguien se perfecciona, ese
mejoramiento de sí mismo hará más fácil y rápida la tarea de otros. Se daría
así, mediante la ley de resonancia, que millones de personas que padecen el
síndrome de la depresión mental y emocional pudieran tener mayores
posibilidades de sanarse si los que hoy aprendemos a vivir con nuestro
sufrimiento les dejamos esta preciosa herencia.
Tal vez lo que estoy pensando y escribiendo sea nada más que un simple
consuelo para mí, una zanahoria divina para hacerme sentir mejor, para ser más
fuerte y derribar la puerta que me conduzca a la liberación. Minuto a minuto el
Universo entero se altera y sigue modificándose. Yo mismo, aunque no puedo
medirlo, en algo he cambiado desde que me senté frente a la máquina de escribir
SANAR O REVENTAR
MARTES 21 DE MARZO. Son las 15,15. Estaba dormitando en el living
cuando me despertó la llegada de Naty, la empleada de Sara que hace la
limpieza. Me levanto para ir a entretenerme con la máquina de escribir para que
así pasen las horas más críticas, entre
las 14 y las 17 horas. Dormir la siesta (que ha sido por años uno de mis
placeres favoritos) es una pesadilla porque me cuesta quedarme dormido y si lo hago
me despierto asustado. Rara vez lo intento porque me resultan insoportables
esos súbitos despertares.
Espero impaciente que pasen estos infernales últimos días de calor para
que venga el apacible otoño, que empieza hoy aunque sigamos en el verano. Ojalá
sea una excelente temporada para que acompañe mis días en el sentido de mi edad
por un lado y el de mi decadencia inesperada pues no soy otra cosa que un pobre
estúpido, deprimido y desarmonizado totalmente.
Luego de una pausa, vuelvo a escribir a las 19,45, hora en que acabo de
regresar de mi entrevista con Elvira B. Ha sido la de hoy una buena sesión en
la que he podido ratificar que soy un pendejo en el verdadero sentido de la
palabra. Un hijo de Onán que se pasó años valiosos de sus vida intentando
permanecer de un solo lado de la realidad y dejando afuera responsabilidades y
trabajos, previsiones y hechos que solo han servido para quedarme con una mano
adelante y otra atrás, transformado en una patética piltrafa doliente, sin un
peso, sin ingresos fijos a causa de las gansadas que hice.
Mientras escribo ya ni siquiera siento vergüenza pero sí una brutal ira
contra mí mismo, un rencor por esta puta depresión que me sigue destrozando.
¿Cómo he podido llegar a ser tan boludo? Toda mi economía se vino abajo, salvo
unos pocos pesos que tengo en el banco, lo que quedó del reciente naufragio en la Bolsa después de los graciosos
y continuados “efecto tequila”, “efecto caipirinha” y “efecto tango” que
dejaron en la calle un tendal de ingenuos inversores.
Espero que llegue el momento en que pueda ser indulgente conmigo y sepa
aprovechar esta oportunidad para
conocerme un poco más, para cerrar mi famoso círculo y vivir más simple y
armoniosamente con los seres que quiero. Esta vendría a ser la síntesis de la
reunión de hoy con Elvira B.: tengo una
disociación entre mi mundo intelectual y el psíquico. No he sabido asumir la
realidad a pesar de que me consideraba
un extraordinario intérprete del mundo, de la gente, del diario acontecer. En fin, he llegado a convertirme en un
seductor que abandona lo que seduce, como un animal de presa que no caza para
comer sino por el simple deporte de depredar. Siempre he tenido a mano una
justificación para compadecerme o
justificarme. Lo cierto es que,
de una manera impensada, a quien más he jodido ha sido a mí mismo porque
a los demás no creo haberlos lastimado demasiado. “Juan el Tonto”, me decía
muchas veces en broma aunque ahora creo que ésa era la auténtica descripción de
mi personalidad. Juan, el buenón, Juan, el ingenuo, el que empujaba el mundo en
una misma dirección, todo el tiempo, el que no se detuvo a pensar, a discernir
si lo que estaba haciendo era lo correcto.
¡Qué chasco! Me hice la broma macabra del siglo, me jodí olímpicamente
y ahora lo único que puedo hacer es tonificarme con medicamentos y adiestrarme
psicológicamente para cruzar el bosque durante la noche oscura buscando la
salida.
Escribo estas páginas con muchas ganas y mucha bronca al mismo tiempo
porque hace un par de meses no podía ni siquiera pensar en el tema. Tengo que
perdonarme pero antes es justo que yo mismo me mande a la misma mierda por
tantas idioteces cometidas. Dice Elvira B. que debo trabajar científicamente.
Ella repite que soy una persona fuerte e inteligente y a mí me dan ganas de
reír y llorar cuando la escucho. He debido ser un hombre con una fe ciega en la Providencia, alguien
que seguramente creía que los milagros lo resuelven todo y que daba lo mismo
hacer una cosa u otra. Honestamente creo que cada una de las decisiones que he
tomado en estos últimos años han sido ejecutadas en la certeza de que mi
intuición estaba al mando, aunque hoy parece que no tengo intuición para nada,
soy una nulidad espiritual.
Y en cuanto a mi fortaleza por ahí me descubro en pelotas en medido de
un ataque de pánico y si no fuera porque estoy contenido por los psicofármacos
terminaría convertido en una basura humana. Pero tengo que seguir porque no me
abandona la imagen que creí ver en una de las láminas del Test
de Roschard en una de las sesiones: el hombre con gorra que está de pie
entre el bosque y la alambrada de púas. Hice primero para la psicóloga una
descripción superficial pero de inmediato supe que esa imagen era la de mi
viejo con su gorrita cuando lo veía venir del trabajo en las viñas.
Él, mi padre, está allí vigilando para impedir que yo ingrese al
campamento de prisioneros que está en el bosque, fue mi definitiva
interpretación. Tengo la seguridad de que la amable imagen de mi padre me sigue
acompañando y en estos momentos lo siento como mi protector.
Finalizo diciendo que el día de hoy empezó con muchas tensiones y que
en este instante, a las 20,15, me siento como desahogado y más tranquilo porque
he tenido el valor de retratarme sin piedad. Ahora iré a tomar mi mágica cena y
después veré televisión hasta la hora de dormir.
SOÑAR, DORMIR, ESPERAR
MIÉRCOLES 22 DE MARZO. Son las 11,20 horas. Tengo sueño y estoy más
cansado que lo habitual. El día es caluroso, denso, típico de cuando se espera
la llegada de los primeros fríos. Otra jornada más para llenar y completar en mi rutina.
Imagino que soy alguien que está en los andenes del ferrocarril o en las salas
de espera de las estaciones de ómnibus aguardando el momento de la partida o de
la llegada de alguien.
Dormir, esperar, no impacientarse, soñar despierto o en la semivigilia
y dejar que el tiempo fluya hasta la hora señalada que fatalmente tendrá que
llegar. Hace más de tres meses que no sé qué es un día de paz interior. Me
parece que diciembre pasó hace años y sin embargo han pasado solamente noventa
días y un poco más. Lo que escribo suena como queja porque todavía no he
aceptado la compañía de mi enfermedad. Me consuela pensar en el diagnóstico que
dice que padezco de una depresión reactiva y que así como un día, sin aviso,
llegó, del mismo modo se irá, como anoté en una página anterior.
Tengo que quebrar mi ansiedad, la impaciencia del plazo fijo, abandonar
la obsesión de querer saber si ese ansiado momento se hará realidad dentro de
un mes o de un año o quién sabe cuándo si acaso ese instante llega. Escribir
mis estados de ánimo me hace bien porque es una manera directa y explícita de decirme
lo mismo que pienso miles de veces en cientos de horas. La constancia que
practico me recuerda cierta experiencia que hice tantas veces en mi casa: dejar
que sobre un balde vacío caigan muy espaciadamente lentas gotas de agua desde
la canilla, para comprobar al día siguiente la increíble cantidad de agua
acumulada.
Hago una pausa para preparar el almuerzo y continuaré unos minutos
después de las 16.
Sara regresó de su trabajo y yo me entretengo como un bobo con la
máquina de escribir. He tomado una taza de café y mi ánimo oscila entre
tranquilo y ligeramente agitado. La maquinita mental trabaja todo el
tiempo y aunque yo, deliberadamente,
introduzco elementos positivos, la levadura de la depresión sigue fermentando.
Pongo al servicio de mi recuperación todo el material disponible pero me cuesta
medir los avances y retrocesos: si permanezco en el mismo sitio o si he
avanzado unos milímetros. Hay momentos en los que me parece que mi malestar
comenzara a dispersarse para regresar de inmediato con mayor agresividad.
Hablamos con Sara sobre las dificultades que ahora tenemos para lograr
una relación sexual. Mundos distintos y opuestos colisionan en mí. Mis
sensaciones son de placer y dolor al mismo tiempo. Una parte de mí siente el
placer y la otra envía señales de dolor. Al final me queda un doble vacío: el
de mi cuerpo y la reprochable sensación de haber utilizado el cuerpo de Sara
para saciarme a medias.
Ella, estoy convencido, lo hace impulsada por la generosidad en
complacerme pero lo único que logramos es darnos cuenta, sin decir una palabra,
de que ya no estamos tan próximos como antes, no solo en la cama sino fuera de
ella.
Lo que está en claro es que los días se suceden y que yo, en cada
página que escribo, soy reiterativo y vuelvo cada vez con la misma cantinela.
Me limito a lo que me hace bien acomodándome a la disciplina del ahora, aunque
no sea un ahora espiritual perfecto. Vivo un tiempo distinto a cualquier tiempo
del pasado o jamás imaginado.
¿COMIENZA A SALIR EL SOL?
JUEVES 23 DE MARZO. A pesar del pronóstico meteorológico que escuché
anoche en la televisión, el fresco que vendría del sur aún no llegó y aquí, en el escritorio de
Sara, la mañana amenaza ser nuevamente
calurosa.
Hoy me he levantado con la idea de que en algún lugar de mi conciencia
están apareciendo los primeros rayos de ese sol simbólico que tal vez no sea otra cosa que la luz al
fondo del túnel que tanto deseo vislumbrar. Me detengo con mis presunciones
para no agregar ni una palabra más porque el hijo de puta del subconsciente
siempre anda al acecho para hacerme alguna mala pasada.
Sé y siento que todo se mueve al
compás de determinados biorritmos, que nada es permanente y que el reencuentro
conmigo mismo se irá produciendo muy lentamente, si es que alguna vez se
produce. A veces me siento muy arriba y después allá abajo aunque lo importante
es que mantenga una voluntad de hierro para poder cumplir con cada uno de mis
propósitos.
La rutina de hoy ha sido casi exacta a la de mis días anteriores:
desayuné con Sara antes de que ella partiera a su trabajo y después repetí como
en un círculo vicioso la afeitada, el baño, el arreglo del dormitorio, el
ejercicio de la meditación sentado en la silla que ya es todo un símbolo, mi
lugar en el mundo, en la penumbra de la habitación. Después fui a colocarme la
inyección y de paso pedí que me tomaran la presión arterial: 12,5 y 8, números
que me dejaron feliz como si hubiera ganado un premio.
Estoy seguro porque, además, lo he consultado con el médico, que mis picos de tensión que a veces hasta
llegan a producirme problemas de visión, son debidos a fugaces cuadros de
pánico que se producen apenas pienso en alguno de mis numerosos problemas a
resolver: una grave noticia, un ruido fuerte e imprevisto o alguna escondida
razón de las tantas que andamos con Elvira B. rastreando en los mugrientos
sótanos de mi conciencia.
En la esquina del Pasaje Vargas y Pedro Molina hay un bar próximo a la
enfermería. Desayuné un café con leche
con dos tortitas que aquí les dicen “raspaditas” que vino a ser la primera
gratificación de la mañana en estos días
que siguen siendo interminables.
Continué liquidando pedazos de tiempo con una distraída caminata por la
calle San Martín. Subí por calle Las Heras hasta el Mercado Central con el
único propósito de comparar mi estado de ánimo actual con el que tenía cuando
llegué a Mendoza y pude comprobar que se había producido un cambio notable. La
primera vez que fui a comprar lo necesario para mi almuerzo recuerdo que
caminaba como perdido por los pasillos colmados de carnes, fiambres, verduras,
pescados, panaderías. Iba y venía de una punta a otra sin saber qué podría
comprar y sin sentir la mínima señal de
hambre. Hoy, en cambio, me di cuenta de que podría haberme tentado repetidas
veces. Por ejemplo, comprar alguno de mis fiambres preferidos, tomar un
chocolate con churros, comprar costeletas o vacío de cerdo, algunas verduras y
frutas. Admiré los pescados y mariscos y decidí que en otro momento volvería al
mercado para prepararme una comida menos aburrida de las que estoy haciendo
diariamente.
Es claro que ahora tengo intereses distintos a los de hace algunos
meses. Hasta fines de diciembre padecí problemas de hígado, mareos y picos de
tensión. Recuerdo que en los primeras días de enero, cuando en la oficina de mi
agente de Bolsa me dejé llevar por su consejo y no escuché la voz interior que
me dictada que hiciera lo contrario. Debe haber sido aquel el minuto fatal,
cuando la incontrolable Sombra empezaba
a surgir dentro de mí. Cuando, por el llamado efecto dominó, se desplomaron las
Bolsas de Valores en toda la región, mi vida comenzó a ser un martirio al tomar
conciencia de todos los errores que había cometido con mis inversiones
bursátiles.
Día a día mi salud siguió agravándose hasta que decidí hacerme un
chequeo completo en el Hospital Privado; después tratamientos quiroprácticos y
acupuntura con un médico que decía ser chino, mis consultas con la señora
Alicia Bertona, la mesmerista, hacerme interpretar las cartas del Tarot, la
entrevista con un conocido psiquiatra que me dejó más confundido y
desorientado, hasta la decisión de venirme a Mendoza en parte por la invitación
de Sara y porque un oscuro presentimiento me decía que debía viajar al único
lugar donde encontraría un oasis en medido de mi desierto. Estoy aquí, en ese
oasis, con la esperanza de que no sea otro espejismo en mi vía crucis.
Conversando los otros días con Elvira B. hacía yo referencia a algunas
experiencias en las que el paso del tiempo ponía en evidencia el antiguo refrán
del poeta español: “todo en la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Cuando
era un niño y se me perdían o me ganaban las bolitas, el trompo o las
figuritas, no podía dormir. Casi lo mismo que me sucede ahora con la diferencia
de que no soy un niño ni he perdido mis humildes juguetes.
Si toda la vida es un sueño y deseamos liberarnos de lo soñado,
disponemos del “don del olvido” que vendría a ser el instrumento que borra
todas las penas y sufrimientos y también las alegrías y placeres que conforman la trama de la ilusión, del
sueño de vivir. También disponemos de
las técnicas psicológicas para hacernos
cargo y asumirnos aunque el dolor nos esté despedazando y sin que nos quede la
mínima esperanza.
El tiempo es otro de los grandes remedios a cualquier mal junto a la
aceptación de que todo lo que existe es una cósmica trama en la que todo está relacionado con todo, de
manera que esa interdependencia nos hace partícipes de cuanto ocurre aun en la
galaxia más lejana. Todas estas soberbias definiciones y abstracciones me
resultan en estos momentos un positivo juego para la mente y un ejercicio
tonificante para mi mundo emocional y psíquico. La certeza de que el tiempo es
el verdadero sanador de todas las dolencias, el que pone fin a toda pena y
aflicción, no dejará de convertirse en un saludable alivio.
Nacemos y vivimos rodeados de
incesantes nacimientos, muertes, cambios, encuentros, rupturas en un frenesí
que recién advertimos cuando quedamos anclados en el dolor físico y el
sufrimiento moral. Entonces pareciera
que el tiempo se detiene, que apenas se mueve. Minutos que parecen horas,
días que parecen semanas. Bien sabe
cualquiera que las horas de alegría y placer no duran nada, se esfuman veloces como si el tiempo se acelerara. Gran
tema, éste, el del tiempo sobre el que
se han escrito miles de libros y se hacen divertidas conjeturas como que, por
ejemplo, si fluye en ambas direcciones, del presente al futuro y del futuro al
presente, lo que va a suceder ya ha sucedido porque, de lo contrario, lo que
“ahora es”, jamás sería.
No podemos eliminar un solo punto sin derribar toda la construcción,
dicen los físicos teóricos, del mismo modo que si sacamos una carta el castillo
de naipes se vendría abajo. Entonces me pregunto, ¿nuestra vida cotidiana es un
simple juego? Confieso mi ignorancia, no
completa pero sí vasta. No entiendo eso de que cierta ley de causalidad produce efectos en el futuro y que desde el
futuro se estarían remitiendo al pasado efectos de hechos causados en ese mismo
futuro. ¿Estoy especulando con mi mente o delirando? No me parece un tema
apropiado para alguien que está procurando superar una depresión nerviosa.
Sin embargo, sigo pensando en el tiempo como sanador. ¿Cómo puedo saber
si desde el futuro me están llegando señales, órdenes, mandatos para modificar
mi presente? ¿De qué manera podemos influir sobre otras personas mediante
mecanismos que no son evidentes ni comprobables como es la oración? El sabio
Avicena escribió en la antigua Persia, hace aproximadamente mil años que: “La imaginación de un hombre puede actuar no
sólo sobre su propio cuerpo sino sobre otros cuerpos distantes”. ¿Y por qué
no recordar los estudios del Premio Nobel de medicina Alexis Carrell sobre los
efectos fisiológicos y espirituales de la oración? Si no fuera así, ¿qué
sentido tendrían las bendiciones que imparten los Maestros a sus discípulos y
los padres y madres a sus hijos?
Lo que estoy escribiendo viene de lo que hemos tratado con Elvira B.
Uno se sana por la asistencia médica, por los psicofármacos, por los cuidados
que recibe, los alimentos, las oraciones, los pensamientos constructivos de
quienes nos aman. Es lo que siento en estos momentos y acepto con el
convencimiento de que de esta experiencia he de salir renovado, fortalecido,
transformado. Ahora comprendo mejor un pensamiento que leí no sé dónde, que
dice que cuando se padece una grave crisis, no se debe de ninguna manera desear
volver a ser la persona que antes éramos. Ese que uno era ahora ya está muerto
o muriendo; nuestro único pensamiento deberá ser el de salir transformado para
vivir otra vida, la nueva oportunidad que se nos concede.
Por alguna razón tenemos miedo a
los cambios porque todo cambio es una pequeña muerte, un porción de lo que
somos como totalidad. No sé con qué voy a enfrentarme en los próximos meses. No
sé si mi vida será mejor o peor pero sí presiento que será diferente. Cuando se
habla del asunto de la reencarnación yo recurro y me refugio en mi teoría sobre
la reencarnación genética, el modo en que podemos influir sobre nuestro propio
ADN. También digo que en esta vida, la única real que conocemos, uno puede
vivir numerosas vidas. Como un libro que
tiene determinada cantidad de hojas, una vida tiene en sí muchas vidas.
Existe un hilo conductor que va de punta a punta en la historia personal en la
que el principal personaje, el verdadero Ser, no cambia pero sí lo hacen las
circunstancias de su vida. Todo es tan fascinante e imprevisible que fascina y
asusta al mismo tiempo. Desde el niño al anciano que se contemplan en el mismo
espejo, al cabo de los años uno siente que la máscara externa ha ido
modificándose pero no la conciencia de ser, la que nos conduce al Único Ser, el
Atman, el Misterio, lo Desconocido, Dios, el
Mundo Divino.
Finalizo repitiendo mi consigna: “Este
es mi dolor, mi gran dolor; si no puedo atravesarlo jamás sabré lo que hay del
otro lado”. El sol está acercándose
a las altas montañas. Debo aprovechar las horas del crepúsculo para meditar y
enviar mis mejores pensamientos a recorrer el Universo para que retornen a mí,
ahora mismo, ya, en este soplo de Eternidad que es el tiempo que no empieza ni
termina nunca.
SUEÑO ARTIFICIAL
VIERNES 24 DE MARZO. Durante los primeros días en que comencé a sentir
los síntomas de la depresión, no tomé ninguna clase de medicamento siguiendo el
consejo de un médico amigo: que no me atara a la necesidad de ingerir
psicofármacos, necesidad que podría transformarse en hábito y después en
adicción.
Yo sentía que mi ansiedad y mi angustia iban en continuo aumento. Unas
semanas después cuando fui al Hospital
de Clínicas para hacerme una audiometría, le rogué a la doctora que me atendió
que me diera una receta para comprar
Valium. Con este medicamento logré aliviarme aunque los problemas centrales
permanecían inalterados.
Cierto día, poco después de mi llegada a Mendoza, tuve un pico de
tensión que me asustó tanto que salimos apresuradamente con Sara a buscar un
médico que vivía en el mismo edificio de su departamento, un tal Dr. Menoyo,
quien me hizo una rápida revisación general y cuyo diagnóstico no tenía dudas
para él: se trata de una típica depresión
reactiva. Buscó un vademecum farmacológico y empezó a consultar. Como
este profesional médico no era psiquiatra y ante mi pedido de que tuviera en
cuenta las contraindicaciones que
pudieran seguir afectando mi hígado o un incipiente glaucoma, llamó por
teléfono a un colega suyo, el Dr. Suardi, al que consultó sobre cierto
medicamento que de inmediato me recetó. Pero, lamentablemente, resultó peor el
remedio que la enfermedad ya que tomaba el antidepresivo recomendado que,
paradójicamente, aumentaba mi ansiedad a pesar de que en esos días estaba
tomando un ansiolítico que juntos no impedían que la noche me resultara atroz a
causa del insomnio.
Así perdí unos doce días, los primeros de mi tratamiento con Elvira B.
en los que me parecía permanecer estático, día y noche, sobre la misma piedra
del sacrificio. Ella me sugirió que
consultara a un médico psiquiatra de su confianza, el Dr. Rubén D. a quien debo
con mi mayor gratitud que me hubiese recetado un nuevo ansiolítico y un
hipnótico que me ayudan a dormir todas las noches. Desde entonces, la hora más
deseada por mí era cuando llegaba la hora de ir a la cama, tomar los
medicamentos y al instante quedarme dormido profundamente.
Era el momento del adiós a los problemas, mi despedida del mundo, de
todas sus antiguas grandezas y actuales miserias. ¿Entrará el suicida al limbo de la muerte con la misma felicidad
con la que yo entraba al sueño profundo?
Unas semanas después, cuando comencé a sentir los primeros síntomas de
alivio, la hora de dormir ya no era tan atractiva y empecé a desconfiar del
sueño artificial, inducido por los medicamentos. Siempre he sido reacio a tomar
cualquier tipo de medicinas y mucho menos los tranquilizantes e inductores del
sueño. Hace tres noches quise probarme y tomé la mitad de la dosis recomendada
con el resultado de que me dormía y me despertaba a intermitencias, molesto
conmigo y dispuesto a respetar las recomendaciones médicas.
Aunque deseo que llegue el momento en que prescindiré de los
psicofármacos, por ahora deberé continuar tomándolos renunciando a mi
pretensión de realizar experiencias no autorizadas.
Como escribí en páginas anteriores, debo ser prudente pero no temeroso.
Es parte de la disciplina que me he impuesto aunque todavía, en el momento más
inesperado, aparecen esos extraños y repentinos ataques de pánico y la
siguiente desolación que me confunde y desestabiliza. Algo similar me ocurre
con el sentimiento vida-muerte. Cuando en los peores momentos de mi depresión,
imaginaba que si me quedaba dormido para siempre, quiero decir si me moría, no
sentiría ni temor ni pena alguna. Pero ha sido suficiente que en algún momento
me llegara algún deseo o placer, un mínimo estímulo de vida, para que el mero
hecho de pensar en mi muerte volviera a darme temor. El amor y la muerte en
pleno combate y yo como territorio de esas batallas.
Hoy puedo decir que el trabajo con Elvira B. está dando resultados
positivos. Supongo que algunas de las imágenes de los test proyectivos deben haber hecho
contacto con mi subconsciente para que empiece a recuperar la fe en mi
mismo, superar los peores temores y
aceptar con mayor tranquilidad el devenir de los días mientras me preparo para
afrontar mi todavía imprevisible futuro.
Así están las cosas hoy. Son aproximadamente las 17 y en horas más
tengo otra entrevista con la logoterapeuta. En cuanto a Sara, ayer y hoy la he
visto más animosa y colmada de cariño hacia mí. Probablemente deberá
reconfortarla el hecho de no verme tan mal como hace días. Debe ser difícil
tener como huésped a un deprimido, aunque se trate de una persona amada como pienso que eso soy para Sara. ¿Será así? Por su trabajo y
obligaciones familiares, mi querida amiga está poco tiempo acompañándome. Leo
muy poco y paso horas enteras viendo cualquier pavada en la televisión con tal
de que pasen lentamente las horas. Todavía no se ha despertado en mí el deseo
de volver a escuchar música. No comprendo cómo habiendo sido un verdadero adicto
hoy no tengo el menor deseo de hacerlo.
Por ahora limito mis placeres a pequeñas cosas, estímulos que ayudan
a mi sanación como ir a tomar, todas las mañanas, casi a la misma hora
en el mismo bar, un café con leche con dos raspaditas, comer después del
almuerzo algunas de mis frutas preferidas, preparar mi clásica cena de cereales
con leche, yogur, trozos de banana y canela, ver algún programa en la TV, una buena película o los
programas políticos que emiten desde Buenos Aires.
También me hace mucho bien la llegada de Sara, para compartir el
almuerzo y luego recostarnos unos momentos para conversar. Sobre nuestras
relaciones sexuales ya lo comenté antes. Es un tema sobre el cual no voy a
reincidir, por ahora. Creo que ambos nos sentimos mejor cuando nos quedamos
abrazados charlando que cuando tenemos una relación sexual. A pesar de mi
depresión, cuando estoy junto a Sara me
siento excitado, desbordado por una casi
incontrolable pulsión erótica para culminar como un inexperto adolescente, tan
diferente a lo que hemos experimentado durante años.
Anoche estuvimos Sara y yo cenando en casa de mis amigos Silvia y Jorge
C. Ella había recortado para mí dos artículos publicados en el diario La Nación referidos a la
trágica muerte del hijo del Presidente de la Nación.
Les decía yo que la muerte de ese joven deportista tal
vez permanezca unida a ciertos mitos populares que conserva la memoria
colectiva desde tiempos remotos. Para la mayoría supersticiosa, la muerte del
hijo del jefe de Estado es la muerte del príncipe en ciertos cuentos mágicos,
la tragedia de quien posee atributos únicos como belleza, juventud, poder,
vanagloria. La moraleja sería que nadie se salva de la muerte, aunque algunos
sobreviven en el tiempo como héroes o mártires, como transgresores o imbatibles
luchadores.
Yo aceptaría cualquier dolor, cualquier sacrificio, una cruel
enfermedad como la que estoy padeciendo o alguna peor, antes de perder a alguno
de mis hijos. Pero somos tan individualmente egoístas que no podemos dejar de
pensar en la solución de nuestros problemas personales antes que hacernos cargo
del dolor ajeno, incluidos a veces los seres que amamos.
Por hoy doy por terminado el ejercicio de pensar y escribir como parte
de la terapia que hace posible que fluyan las horas insoportables mientras
juego con la máquina de escribir.
LA
BÚSQUEDA DE SENTIDO
SÁBADO 25 DE MARZO. Cuántas veces habré tocado el tema, tanto en mis
reflexiones silenciosas como en las conversaciones con los amigos. Buscar el
sentido de la vida, lo que justifica
continuar aquí, el punto de equilibrio, la posible armonía como
resultado de prolongados juegos en los que interviene la fragmentación, la
dispersión, la transgresión, la osadía, el trastrocamiento de los valores,
encadenamientos de causas y azares, los malabares de la buena y la mala suerte
que componen biografías poco comunes.
Los momentos cumbre que puedo recordar de esa plenitud de sentido son
pocos; la mayoría de ellos ligados a las
experiencias del desenvolvimiento en el camino espiritual y en contados
casos a mi relación con seres que han sido y siguen siendo fundamentales en mi
vida. Ahora, en estas inesperadas
vivencias que me ofrece mi
enfermedad, la búsqueda de sentido es como un horizonte que se aleja en la
misma medida en que yo avanzo abrumado, a paso lento. Siento no la paz sino la
plenitud de una tormenta que abarca toda mi naturaleza y de la que intento
escapar haciendo un devastador derroche de energía, desasosiego, esfuerzos que
resultan inútiles, temor de fracasar en
cada nuevo intento, temor de que mi cuadro clínico se agrave, miedo de contagiar a mis seres queridos,
especialmente a Sara, porque estoy convencido de que el depresivo es un enfermo
crónico y que no debe ser fácil convivir con alguien en ese estado.
¿Tendría yo la capacidad, la
energía y la generosidad suficientes para asistir a una persona mental y
anímicamente enferma? Me preocupa el estado de Sara porque todo lo que está
sucediendo entre nosotros la está afectando visiblemente. Justamente hoy
hablamos sobre las leyes del deseo. Yo
le decía que una de las lecciones que he aprendido es que ahora no me complace
sino que me asusta desear. Más de una vez, cientos, miles de veces mis apetencias se lograron pero poco después,
cuando la Vida,
el Destino o quien sea me pasó una factura que resultó impagable. Siempre quedé endeudado y tal vez
esos saldos fueron acumulándose para que hoy mis bienes intangibles más
preciados estén en bancarrota.
Continúo trabajando duramente pero, a veces, como le decía ayer a
Elvira B., cuando busco y no encuentro la puerta de salida, me desanimo completamente porque sé que no avanzo sino
que doy pasos atrás. Para colmo este calor insoportable, mi enemigo número uno.
Por alguna razón los grandes maestros contemplativos edifican sus monasterios
en las altas montañas donde predomina un clima frío. Este ha sido el peor verano de mi vida, el
más largo y tedioso, el más aborrecido, un tiempo en que he sido obligado a
tocar el fondo de mí mismo, mi personal abismo, y descubrir facetas de mi
personalidad que estaban como plegadas y que de repente han eclosionado.
Es tal el silencio en este cuarto que apenas escucho el zumbido de mis
oídos y algunos leves ruidos de la ciudad en esta tarde densa y poco
estimulante. Dentro de un rato, a las 17,45 tendré que partir rumbo al
consultorio de mi terapeuta, Elvira B.
Recuerdo que el día de mi primera entrevista tomé un taxi porque no
conocía bien el lugar y temía llegar tarde. Era una mañana luminosa, aquel 15
de febrero en que yo deambulaba hecho pelotas, mal medicado y con una angustia
y desesperación terrible. Apenas estuve frente a Elvira B. no pude expresar una
palabra. Pedí un vaso con agua, algo que también sucedió en la siguiente
sesión. Después, aunque tenía la boca amarga y reseca, podía aguantar la sed hasta
regresar al departamento y tomar uno y otro vaso de agua hasta saciarme.
Si comparo estos momentos con aquel primer día de terapia es para comprobar, con cierto
entusiasmo, que estoy físicamente más fuerte y anímicamente un poco mejor,
aunque no sé cuál es la causa de esa mejoría. Elvira B. me dice que no piense
porque es casi imposible saber cuánto de asistencia psicológica, cuánto de psicofármacos,
de amor, de esfuerzo personal se
combinan para que sea posible la sanación. Así es la vida, me digo repitiendo
la estúpida frase.
Todo parece ser una improvisación teatral en la que cada actor debe
adivinar el libreto porque los parlamentos de los otros protagonistas también
han sido alterados o cifrados o escondidos. Es la
Gran Obra, el formidable espectáculo en el
que todos somos autores, personajes, espectadores y críticos al mismo tiempo.
Así es la vida, vuelvo a decirme procurando
sonreír, mover algunos músculos de mi cara que activen sustancias
químicas positivas que alisarán mi
máscara y me recorrerán entero regenerando cada una de las células de mi
cuerpo.
Ojalá pudiera reírme, burlarme de mí mismo, divertirme y ser
agradablemente feliz. Sería la primera señal de que estoy mejorando. Del rictus
de amargura que tenía hace un par de meses a una brevísima sonrisa hay un paso
significativo. Intento imitar el gesto de la sabiduría, la “media sonrisa de
Buda”, la misma que pintó Leonardo en el rostro inquietante de la Gioconda.
UNA GOTA DE AGUA, UN DESTELLO DE LUZ
LUNES 27 DE MARZO. Estoy preparando para mi almuerzo una sopa de
verduras. Es suficiente después del abundante almuerzo de ayer. Estoy
recuperando mi peso pero no debo abusar y sí mantener el equilibrio entre una
correcta alimentación que me mantenga fuerte y otra que pueda ser el sustituto
de la ansiedad. Recuperarse de una depresión nerviosa sería como caminar sobre
una cuerda floja sobre un abismo entre dos montañas. Puedo aumentar mis
desequilibrios o disminuirlos. Me repito la consigna que me obliga a continuar
con la disciplina que regula mis horarios, los medicamentos, las comidas, las
benditas horas del sueño y mis técnicas para llenar las horas vacías.
Esa suma más la logoterapia deberá activar mi sanación. Debo doblegar
mi voluntad para encaminarme al centro de mi propio Ser y procurar permanecer,
oscilando apenas, junto al punto indivisible que es el eje de mi radio de
estabilidad. Medito sobre la gota de agua que cae intermitente y puede llenar
un balde, una pileta, un océano. Que la imagen del murciélago negro que me
pareció identificar en una de las láminas del test de Roschard se trastoque en
la mariposa de vivos colores que está en
el reverso de mis percepciones deformadas por la crisis. He asumido mi
enfermedad y me avergüenza menos que antes mostrarla a los demás.
Toda la altanería y el orgullo
del ego se diluyen frente a la humildad que nace con el sufrimiento y la
impotencia. También comprendo que por más fuerte que sea la paliza que estoy
recibiendo, no debo intentar llegar a la orilla opuesta para quedarme ahí como un individuo acobardado,
insuficiente y masoquista que haga del
sufrimiento una bandera. Parte de lo que desembocó en mí produciendo una
crisis, tal vez haya sido por motivos que ignoro hasta hoy, por haber dirigido
mis impulsos de violencia no hacia otros sino hacia mí mismo.
En otros tiempos, desahogar la bronca y el enojo contra otros,
puteando, discutiendo o peleando me liberada del estrés, me fortalecía, me
justificaba. Si hubiera tenido esa conducta no habría caído víctima de la
depresión. ¿O sí? Pero no tuve la mejor idea que registrar la patente de “Juan
el Bueno”, tan aparentemente bueno, tan pelotudo y domesticado que lleva
siempre puesta la misma máscara del buen tipo que a todos sorprende y agrada
con su buen carácter, su capacidad para estimular y ayudar, principal
accionista de las empresas creadas por la Compañía Don Quijote S.A.
mientras descuidaba mi verdadero frente de batalla, mi economía, mi seguridad,
sin concretar un mínimo de previsión para el futuro.
Me mantuve durante nueve años sostenido por una insólita mezcla de fe
sagrada y estupidez extrema, confiado en que todo estaba bien, que nunca me
faltaría nada, como si la economía providencial estuviera a mi exclusivo
servicio para que yo ejerciera mi vocación de escritor y de intelectual a
tiempo completo.
Aunque estoy en una etapa de evidente recuperación, sé que la mayor
parte de los desencadenamientos están intactos: buscar un empleo, hacer aportes
provisionales atrasados, resolver asuntos familiares y afectivos, mi relación
con Sara, mi inquietante futuro inmediato apenas llegue a Córdoba. Los
problemas originales siguen ahí, están esperándome, no para describirlos y
anotarlos sino para resolverlos.
Llegará el momento en que tendré que ir a sacar el pasaje a la Estación de Ómnibus,
hacer las valijas, partir, llegar a mi destino, abrir la puerta de mi
departamento y comenzar una nueva rutina después de haber permanecido casi dos
meses en Mendoza.
Desde mis actuales estados de conciencia pienso que diversas pruebas
han marcado jalones en mi vida. No soy San Francisco de Asís ni Gandhi pero
tampoco alguien que esté en la orilla opuesta. No solamente ahora me siento tan
abrumado, tan a prueba para vaya a saber por qué y para qué. Tengo presente
escenas a mis ocho años, a los doce, a los veinte en las que tuve mis momentos
de soledad, de angustia que me obligaban a preguntarme: ¿Quién soy? ¿Qué hago
aquí? Teórica y prácticamente algo he aprendido sobre el estar aquí, en el
mundo, participando, compartiendo mi
humana condición, aprendiendo que el dolor siempre es factor de crecimiento.
Después de una pausa regreso al escritorio de Sara y vuelvo a sentarme
frente a la máquina de escribir. A las 17 horas volvió la electricidad al
edificio. Al mediodía se incendió un departamento en el cuarto piso, a unos
treinta metros de donde estaba yo cómodamente sentado, descansando. Escuché unos golpes en la puerta y no atendí
porque pensé que eran los niños que acostumbran jugar en el pasillo. Un momento
después, intrigado por el silencio, abrí la puerta de ingreso y para mi estupor
una humareda negra y espesa entró al living. Cerré rápidamente la puerta y
corrí hasta la lavandería que está detrás de la cocina y desde allí les pedí a
unos vecinos que llamaran a los bomberos pues yo no tenía el número. Me dijeron
que ya lo habían hecho justo en el momento en que vi a un grupo de hombres que
desplegaban una manguera con la que empezaron a apagar las llamas.
Intenté salir pero el humo se había incrementado y el corte de luz me
hubiera impedido encontrar las escaleras incluyendo el riesgo de
asfixiarme si no podía salir rápidamente
y bajar los cuatro pisos hasta la calle. No tuve otra opción que permanecer por
lo menos dos horas más hasta que pude observar que en la terraza del
departamento incendiado un bombero se sacaba la máscara antigases, señal de que lo peor había pasado.
Me puse una camisa y salí al pasillo en el que escuché voces y llamé pidiendo
ayuda. Vino un bombero que me ayudó a bajar por las escaleras hasta la puerta
de calle alumbrándonos con una potente linterna. Creo haber sido el último habitante del edificio que salió.
Afuera se veían vehículos diversos de los bomberos, ambulancias,
policías, médicos, vecinos, curiosos, una larga fila de trolebuses a los que se
había impedido el paso para evitar riesgos, periodistas, fotógrafos, gente de
la televisión conformando una escena como las que se ven en las películas. Yo
estaba preocupado porque a esa hora, aproximadamente a las 14,30, es cuando habitualmente regresa Sara de su
trabajo. Pensé que era mejor quedarme en la calle por si ella llegaba sin tener
la menor idea de lo que había sucedido esa mañana en el consorcio.
Media hora después las autoridades permitieron a los vecinos que
regresaran a sus departamentos a pesar de que los pasillos estaban inundados de
agua y suciedades varias. Tomé un plato de sopa de verduras y fideos que había
preparado, limpié la cocina y aguardé la llegada de mi compañera.
Recuerdo que al principio del incidente me asusté pero no lo suficiente
como se podría suponer, tal vez porque lo que pasaba en esos momentos por mi
conciencia de enfermo era más devastador que cualquier incendio. Me pareció que
hubiera sido muy estúpido morir asfixiado por el humo justo después de las
semanas más difíciles que creo haber vivido.
Más o menos a las cuatro de la tarde llegó Sara. Estaba pálida y
nerviosa porque supongo que apenas llegar frente al edificio habría sufrido más
que yo imaginando lo que podría haberme sucedido. Al ver el edificio todavía a
oscuras frente al patético escenario de ambulancias y vehículos de bomberos
quién sabe qué habrá imaginado.
Mi paciente y ahora más tranquilizada amiga regresó a su trabajo
mientras yo disponía de una linterna a la vista por si no llegaba la luz pero ,
por suerte, llegó antes de lo pensado y por eso estoy escribiendo en esta
máquina que funciona a electricidad.
Ahora dispongo de tiempo para entretenerme un par de horas. Acabo de
tomar un café con leche con medialunas. Parece que el susto me abrió el apetito
casi como en los viejos tiempos de normalidad. Volví a pensar en la
imprevisibilidad que se unió a la meditación de la mañana. Vivimos en un mundo
donde “todo lo sólido se disuelve en el
aire”, como escribió Karl Marx. Trataré de pasar lo que resta de la tarde
de la mejor manera y hasta es posible que tome la decisión de ir al cine a ver
una película con Jodie Foster. Sí, esa
será la mejor decisión.
Tengo que realizar actividades que hasta hace poco no me atrevía: salir
del departamento a cualquier hora, caminar, visitar a mis parientes y amigos,
ir al cine, tomar tranquilamente un café en alguna de mis confiterías
preferidas. Debo agregar otra fracción de luz a mi mundo interior, vencer mi
miedo al futuro, tomar conciencia de que
estoy peleando para que la verdadera vida se me revele con todo su sentido. En
este momento mientras estoy dando por terminado mi ejercicio de escritura,
siento de repente una gran desolación, como si el humo del incendio me hubiera
invadido tardíamente.
LLUVIA Y NOVEDADES
MARTES 28 DE MARZO. Como lo hago casi habitualmente, a las 17 horas me
senté frente a la máquina de escribir para continuar mis “Crónicas de un
depresivo”, como anticipadamente he titulado a esta especie de diario íntimo
que recoge las novedades y las nimiedades de este tiempo que mejor sería
sepultar en el olvido.
Como si hubiera sido convocada por un conjuro, a esa hora precisa se
inició una intensa lluvia con truenos y relámpagos similar a la tormenta que se
había desatado en mis profundidades o, mejor dicho, en ese territorio en
penumbras que es mi conciencia.
En la entrevista de esta mañana con Elvira B. fue como si de alguna dimensión
desconocida me estuvieran devolviendo
una buena parte de lo que fui descubriendo gracias a la terapia. Hablamos de la
disociación que ella percibe entre mi
psiquis y mi mente y del modo en que yo, subconscientemente, tengo definido a
mi padre, imagen muy distinta a la que he idealizado y describo en mi discurso
consciente. Es un tema aún no resuelto que deberé seguir elaborando de manera
progresiva. Según opina la
psicoterapeuta, debo irme preparando para un tratamiento que se prolongará en
los meses venideros tanto en la necesidad imprescindible de seguir tomando los
psicofármacos como en la asistencia profesional.
Convinimos que durante la entrevista que mantendré con el Dr. Rubén D.,
la próxima semana, fijaremos los
detalles del plan medicamentoso más una sesión mensual con Elvira B. para lo cual deberé
hacer un viaje desde Córdoba, uno de los numerosos que hice durante más de ocho años para
encontrarme con mi querida Sara, una semana cada treinta días.
Todos estos planes me resultan provisorios pues en la sesión de esta
mañana no me parecía que lloviera sobre el desierto de mi alma, valga la vulgar
metáfora. Me aguardan tiempos difíciles si sumo a mis problemas aún no
resueltos el saber que el tratamiento deberá prolongarse quién sabe hasta
cuando. También hablamos de la posibilidad de acotar este proceso ya que en
unos doce días, para el 9 de abril aproximadamente, estaré viajando hacia
Córdoba. Por supuesto que al mediodía hablé con Sara sobre estos inminentes
cambios. Ambos hemos estado de acuerdo en que debemos poner claridad a todo lo
que nos ha sucedido en estas cinco semanas, los altibajos de nuestra relación,
alterada entre otros motivos por esta crisis que fue destruyendo todo a su
paso.
Volveré a mi hogar en condiciones muy distintas a las del día aciago en
que tomé el ómnibus que me traía a Mendoza. Estoy un poco mejor pero no lo
suficiente para afirmar que he superado mis miedos. En la nueva realidad que
deberé enfrentar, demorar la puesta en marcha de mis nuevos propósitos sería poner
en acción nuevas y tal vez letales trampas, diferentes máscaras para volver a
ocultarme tras ellas, una vez más.
Debo permanecer atento para que ninguno de mis malos presentimientos se
active. Me parece que hace años que estoy lejos de mi casa, de mis hijos, de
mis amigos, de mis actividades literarias. Tengo que transportar en mi viaje
muy pocos elementos: un bolso con objetos para la higiene y una valija con
ropas, lo mismo que había traído a mediados del pasado febrero.
Ahora sí puedo decir que estoy metido en la mítica aventura de la búsqueda
de mi Ser, ya no como un lector apasionado sino como el protagonista, la
víctima paciente de mi propio relato. Me sostiene un renovado deseo de vivir
que había perdido, la necesidad de reencontrarme con mis seres queridos, la
obligación de agradecer a Sara, a Elvira B., a Silvia y Jorge por el auxilio
generoso que me ofrecieron, la solidaridad y amor de mis numerosos familiares
que viven en Maipú y en especial a Susana T. que en estos días debe andar por
Alemania esperando que yo le escriba y le dé buenas
noticias.
Me siento como alguien que ha elaborado un trabajo que podría ser una
tesis, un cuento, el borrador de una novela que después de haberlo presentado a
consideración de un jurado se lo devuelven remendado y lleno de tachones. ¿Tan
mal hice todo? Ya no tiene sentido pensar que hice todo al revés, pero así
parecen confirmarlo las circunstancias. ¿Tan grave ha sido mi disociación
interior? Por momentos me parece que mi vida hubiera sido estigmatizada para
que de un día a otro el mundo se me aparezca patas arriba. Tengo deseos de
continuar escribiendo pero por momentos me quedo pensando, no aparece una sola
idea, no se me ocurre nada.
Hoy es martes y está lloviendo. Naty, la joven que hace la limpieza
está terminando sus tareas y Sara todavía está en su horario de trabajo. Siento
ganas de tomar un café, deseos de ir al cine, cualquier cosa con tal de llenar
estos espacios de tiempo todavía insoportables.
A la siesta nos recostamos con Sara
para hacer una especie de resumen de todo lo que nos ha estado
sucediendo en estos meses y terminamos haciendo el amor, ahora con ganas y con
una seguridad que yo no había tenido en oportunidades anteriores. Contrastado
con el lento fluir del tiempo, me pareció que el relámpago del gozo sexual se disipó rápidamente devolviéndome al
desconsuelo y la amargura pero ya no tan
intensos. Sí, fue un relámpago, un gozo efímero pero gozo al fin, una
señal altamente positiva en medio de la oscuridad.
La obsesión referida a los asuntos pendientes que debo empezar a resolver
no me abandona. ¿Por dónde diablos debo comenzar? Una serie de reflexiones
superficiales me dice que la sociedad entera está colmada de problemas y que
hay mucha gente que sufre calamidades espantosas, infinitamente peores a las
mías. Sé que no puedo hacer mucho por los otros, que mi único objetivo es
resolver mis problemas y evitar que sigan convirtiéndose en conflictos sin solución.
Tal vez sea egoísmo pero lo que estoy escribiendo es mi simple y honesta
verdad. Siento, como me dijo hace unos días el Dr. Rubén D., que me han puesto
un yeso en el alma, una prótesis que permitirá que todo lo que estaba roto se vaya recuperando ordenadamente.
El resto es tiempo, cuidados, paciencia, renovar mi atracción por la vida,
confianza en mi propia capacidad para no estafarme a mí mismo. Muy buenos
argumentos aunque no será fácil convencerme porque estoy enojado, enfurecido,
con un feroz rencor contra mí mismo porque, justamente, he podido descubrir que
me he traicionado, me he defraudado vergonzosamente, he desordenado la
estabilidad en la que vivía. Estos son algunos de los síntomas de la depresión
nerviosa que iré resolviendo con un procedimiento silencioso, secreto y
esencialmente humilde para poder perdonarme y recuperar el auténtico amor
a mí mismo y no a la identidad ilusoria, cubierta
por una indomable egolatría que me puso al borde de la locura.
Me propongo no seguir mostrándome como un fastidioso lamentador, pero
no puedo escaparme a ningún otro sitio que no sea el que estoy ocupando. A
pesar de la ayuda de Elvira B., de los psicofármacos, del apoyo de Sara, de mi
familia y de algunos pocos amigos que se han animado a visitarme, como Betty
R., mi querida amiga y astróloga, diestra en lograr que yo eleve mi alicaída
autoestima, no puedo escapar de la desolación, la aridez y la sensación de
vacío, de inutilidad que siguen inconmovibles, como fantasmas en una pesadilla.
Hoy le decía a Elvira B. que siento la necesidad urgente de
sobreponerme a estos estados de ánimo para lograr sonreír cuando tenga ganas de
llorar, capacidad para intentar asistir a otros aun cuando sienta que estoy
hueco por dentro. Debe resultar fácil ser generoso cuando se es rico y fácil de
obtener una sonrisa cuando es la vida la que nos sonríe. Entre tantas pérdidas,
me resulta claro saber que conservo mi voluntad, mi capacidad para formular
propósitos y cumplirlos.
Un signo de que, a pesar de mis lamentaciones reiteradas, estoy
mejorando en mi intención de ser fuente de vida
para los demás aunque hoy mi manantial esté casi seco. Quiero ser una
torre de sostén aunque hoy me esté cayendo a causa de mi debilidad. Es fácil,
muy fácil escribir el pensamiento pero no tan fácil de realizar, pero esos son
mis desafíos, saber que podré hacer y concretar esas aspiraciones.
Debo enfrentarme al mundo aunque no tenga ni ganas de moverme, de salir
a trabajar aun cuando solo tenga ganas de desaparecer, de dar algo de mí aunque
no tenga nada que ofrecer. Llegará el momento en que, sin el auxilio de
medicamento alguno, continuaré modificando la bioquímica de mi cerebro y de mi
sangre. Elvira B. dice que mi
personalidad es obsesiva. No creo ser un obsesivo histérico aunque me agrada
tener mis cosas ordenadas, controlar mis estados mentales, atender puntualmente
mis obligaciones cotidianas.
Mañana, Sara viajará al sur de la provincia por cuestiones de trabajo y
estaremos tres días sin vernos. Debo organizar un programa de actividades para
ese tiempo porque no me resulta fácil quedarme solo en el departamento. Tengo
que continuar cruzando el bosque en tinieblas, descubrir qué hay del otro lado de la depresión, superar
esta prueba como si fuera un predispuesto adepto en vísperas de su iniciación,
no permanecer en el cementerio de los muertos en vida. Debo integrar en una
sola entidad mi cuerpo, mi mente, mis emociones y sentirme honestamente
agradecido por todo lo recibido.
Me parece escuchar la voz tronante de un dios iracundo que me repite a
grandes voces: “Por cuanto mucho te ha
sido dado, mucho te será quitado”. Si me han robado hasta las ganas de vivir,
¿qué más podrá serme arrebatado? La lluvia ha cesado. Son las 18,30, hora de
tomar un café con dos alfajores. La tarea de hoy ha llegado a su fin.
TARDE DE CINE Y PSIQUIATRÍA
MIÉRCOLES 29 DE MARZO. Cerca de las siete de la tarde inicio mi tarea
de escribir lo que para otros podrán ser insignificancias aunque para mí es lo
máximo que puedo lograr como escritor.
Fui al cine y apenas regresé sentí un feroz apetito que sacié con
trozos de jamón cocido con queso y galletas, un buen vaso de leche fresca y un
kiwi de postre. Herví unas ciruelas para combatir el estreñimiento que me
produce alguno de los medicamentos. La película que fui a ver se llama Una mujer llamada Nell, protagonizada
por Jodie Foster y Liam Neeson, el actor
principal de La lista de Schlindler. La
Foster estuvo nominada para un Oscar pero no ganó a pesar de
su gran actuación en esta película. El argumento parece estar relacionado con
un hecho real que cuenta la aparición de
una joven muy especial en las afueras de un típico pueblo norteamericano. Nell
es prácticamente un animalito salvaje cuyo destino gira en relación a la
cultura de hoy con la locura colectiva.
Terrible contraste que incluye los más modernos manicomios y la
posibilidad de que alguien viva o decida vivir en estado salvaje en un medio
que se nos presenta como maravilloso. Apenas comenzó la película empecé a
sentirme inquieto por algunas escenas dramáticas que parecían reanimar algunas
de mis dolencias. Esta es la primera vez que voy al cine desde que empezó mi
enfermedad a fines de diciembre pasado,
hace más de tres meses. Creo que ha sido una buena decisión la de ir al cine
para ver una película que trata nada menos que del comportamiento de las
emociones y de la psiquis humana en nuestra desquiciada sociedad. No es que me
haya servido de consuelo el hecho de ver en escena a tantos seres trastornados
porque si bien admito que no estoy loco, mi depresión está todavía firmemente instalada de tal modo que me pareció haber visto
la peor película de mi vida. Aún así me alegra haberla visto.
Ayer y hoy han sido días muy difíciles para mí. La experiencia del
incendio en el edificio, si bien fue una prueba para comprobar mi capacidad
para controlar las emociones, me dejó como secuela un estado de ánimo difícil
de describir. Charlamos del tema con Elvira B. y ella me dice que me quede
tranquilo, que lo resolví bien. Si es verdad, como dice mi psicoterapeuta, que
tengo una personalidad obsesiva, entonces deberé aprovechar mi propia
naturaleza, mi tenacidad, para ordenar y
disciplinar mi mundo. Como no entiendo bien el diagnóstico, el próximo viernes
voy a insistir para aclarar algunos puntos que no deseo que queden en una
nebulosa. Tendré tres sesiones más antes de regresar a Córdoba. Debo aprovechar
cada minuto para no dejar cabos sueltos en el embrollo que ha sido mi vida
durante estos últimos meses.
Hoy al mediodía Sara viajó a San Rafael. Estaremos tres días separados
aunque nos comunicaremos por teléfono. Cuando mi amiga está aquí, la rutina es
distinta. La espero con el almuerzo listo para llevar a la mesa y aprovechamos
esos buenos momentos para conversar sobre tantos temas que nos son comunes. A
la noche vemos alguna película en la
TV o aprovechamos el tiempo para leer y dialogar hasta muy
tarde. Cuanto estoy solo siento la necesidad de salir a dar una vuelta para
evitar que el encierro me parezca un calabozo.
Supongo que es un buen síntoma el deseo de salir, de variar mi rutina.
Todo lo que me huela a futuro me predispone mal por lo que trato de evitar innecesarios
razonamientos. Estoy procurando convivir conmigo mismo, aceptar que estoy
enfermo y al mismo tiempo tener un poco más de confianza y seguridad. La
realidad en la que antes vivía se ha modificado drásticamente. Soy el mismo
pero no seré el mismo. Hay algo en mi conciencia de ser que no cambia pero sí
se modifican las circunstancias a las que necesariamente debo ajustarme.
Tengo que elaborar una nueva vida en la que solo conozca este día, este
instante preciso y encontrar algunas señales que me sirvan de orientación. No
quiero retroceder, no debo retroceder, no puedo abandonarme a la fantasía de
creer que estoy mejorando si en realidad no lo estoy. Si estar sano tiene un
sentido, si vivir no es una falacia ni una estúpida broma, entonces estar enfermo
también debe tener un sentido y es lo que estoy procurando descubrir. No me
resulta fácil entregarme a la obediencia y ése debe ser uno de los motivos para
que yo no funcione armónicamente. Obediencia es una palabra con múltiples
significados. Si quiero imponer orden y mandar, debo obedecer. ¿A quién? ¿De
qué modo? ¿Cuál es la técnica? Reconozco que no he sabido obedecer. La
Gran Ley no es invento humano. Las leyes
que regulan el orden social derivan de
esa Ley, la misma que rige el Universo, aunque no acepte la idea de un universo
semejante a una máquina. Una ecuación que me parece simple, tal vez demasiado
simple es que si aceptamos y obedecemos la Ley, giramos armoniosamente, pero si no la
acatamos y la transgredimos, debemos pagar las consecuencias. Sobre este punto
he elaborado algunas teorías pero no me queda claro cuál es el rol y el destino
del individuo como transgresor. ¿Acaso nuestra sociedad no
es el resultado de las continuas transgresiones que practicó la especie animal
a la que pertenecemos? ¿Por qué los budistas designan al conocimiento humano
como “sabiduría errónea”? ¿Cómo funcionan las leyes que regulan el principio
enunciado por Hermes Trismegisto en la
Tabla de Esmeralda, el que dice que dice “Como
es arriba es abajo”? Me pregunto si alcanzaré a comprender todo lo que
quiero saber. Una vocecita interior me dice que sí, que así será siempre que yo
renuncie al deseo de saber.
Siendo las 20,05 culmino mi tarea deseándome una feliz noche, gracias a
la pequeñita y maravillosa pastillita que funcionará como hipnótico dejándome
entrar placenteramente a un largo sueño. ¿Debo aprender a amar la noche, la
oscuridad, la desolación, la enfermedad, la muerte con la misma pasión con la que antes yo amaba
el sol, la vida, la luz, la voluptuosidad de haber nacido? Jamás podré
reprocharme por no haber hecho el intento.
Sobre las muecas de dolor y de tristeza por momentos se insinúa en mi
máscara una leve sonrisa, tan fugaz como
la luz de una pequeña vela en la oscuridad del mundo.
CADA DÍA ES DIFERENTE
VIERNES 31 DE MARZO. Son las 12,30. Hacen 44 días que estoy aquí
procurando salir de la prisión que yo mismo he construido. Anoche estuvo
lloviendo y esta mañana amaneció fresca con un radiante sol de otoño que va
elevando la temperatura. Acabo de regresar de mi segunda salida de la mañana
para comprar un libro que obsequiaré a Elvira B. Acabo de poner en remojo un
par de medias sucias y dentro de un rato
almorzaré solo. Sara ha viajado a la casa de campo de sus padres y regresará a la noche.
Esta mañana me desperté temprano y como casi nunca había sucedido volví
a quedarme dormido durante una hora más. Me levanté descansado y después de
cumplir con las obligaciones de mi rutina diaria, desayuné en un bar de la
avenida España, deambulé varias cuadras hasta el Mercado Central y desde allí
al Supermercado Metro donde compré algunas verduras y frutas. Al pasar por allí
recordé que a pocos metros hace varios años viví con F. mi primera esposa, en
nuestro tiempo de recién casados. Evoco imágenes difusas, perdidas en la niebla
de la memoria, retazos de una vida anterior que lentamente va tornándose ajena.
¿Podría haber adivinado yo entonces que después de más de treinta años
caminaría medio despierto y medio como sonámbulo por el mismo lugar, llevando
conmigo el peso de los años vividos, el cansancio y la sensación de derrota que
por momentos todavía sigue acompañándome?
Toda esta mañana he sentido enojo, no tanto contra mí, sino bronca
contra la vida, contra todo lo que no puedo comprender, contra lo que se me
opone como un muro infranqueable en mis intentos por reconciliarme conmigo
mismo. Sé lo que tengo que hacer y lo estoy haciendo metódicamente pero estoy
enojado y estar enojado me hace bien.
Durante años he ido acumulando sentimientos de culpa mientras repartía
a manos llenas y reservaba la tajada más pequeña para mí. Cuán generoso me ha
parecido ser para los demás aunque en realidad no sé si fui generoso o egoísta.
Lo que sí sé con claridad es que si estoy tratando de salir de una depresión mental
y emocional es porque he acumulado un dique de odio y rencor contra mí mismo
que en el pasado diciembre hizo eclosión.
La experiencia recogida con los años me ha servido para descubrir que
el dolor es factor de crecimiento. Pero no es tan simple pues si bien
acumulamos las energías que provee el sufrimiento en el momento más inesperado
volvemos a encontrarnos con una nueva crisis que se devora toda esa energía que
parecía sustentarnos, como ha sucedido conmigo en este tiempo narrado
someramente en estas crónicas.
¿Cómo llegar a saber cuál es el sentido final de esta experiencia? Me
siento como un condenado que se lamenta tanto de sus pecados como de sus
virtudes y que pareciera no tener otra salida que aceptar y padecer la condena
a la que ha sido sometido. ¿Por quién? ¿Dónde está el bien y dónde el mal?
¿Cuál es la fruta del árbol que hay que comer y cuál la que debemos rechazar?
Al releer algunas páginas del libro La
enfermedad como camino tengo la certidumbre de que los autores presentan
argumentos indiscutibles que confrontados con mi realidad me traen oleadas de escepticismo,
una necesidad urgente de revisar conceptos, ideas y valores sobre los que he estado
apoyando mi personalidad. Soy consciente de que todo lo que leo y pienso en
estos momentos lo hago a través de las heridas y las pesadillas que me ha
provocado la depresión. No podría afirmar que mi mundo personal se haya
trastocado completamente, pero sí que ha sido alterado. Puedo leer y entender
lo que leo, escribir aunque más no sean estas memorias de un pobre depresivo,
puedo meditar, razonar, hacer números pero la herida está en otro lado, está en
el núcleo de la insatisfacción que siento, en temores latentes como la
sensación de que algo terrible e imprevisto está por suceder.
Cuando la presión arterial sube y la visión de mis ojos se torna
borrosa, cuando siento pánico de volver al punto de partida tomo conciencia de
que no podría soportar volver al punto de partida. De ninguna manera. Hay
momentos, especialmente a la mañana, en que me parece sentirme renovado, como
si nada hubiera pasado. Será, pienso, porque he dormido profundamente y en esos
momentos mi mente está libre de inquietudes. Pero es suficiente que me ponga a
pensar en los problemas que están esperando sean resueltos en lo inmediato para
sentir una súbita opresión, volver a darme cuenta de que sigo enfermo, que
estoy luchando por mi sanación pero que todavía no estoy sano.
Si así no fuera significaría que
he inventado una nueva máscara, una envoltura que me daría la ilusión de que
todo está bien y eso sería entonces el error que no debo cometer. Prefiero
vivir con mis llagas abiertas a volver a engañarme como hice tantas veces
cuando imaginaba que todo estaba bien, y no lo estaba.
Después de una pausa para almorzar, aquí estoy de nuevo, a las 15,15,
hilando con palabras para que pase el tiempo lento de la siesta. Procuré dormir
recostado en un sillón del living pero lo único que logré fue ponerme a pensar
idioteces que giraban alrededor de mi vida actual. No hice bien en tratar de
dormir porque si no lo logro por medios
naturales siento después una atroz ansiedad, miedos, sensaciones corporales
desagradables. He vuelto atener la impresión de un peligro inminente que en
otras oportunidades me habían producido ataques de pánico y picos de tensión
arterial. Me he tranquilizado lavándome la cara con agua fría y preparado para
viajar al consultorio de Elvira B. , a
las 17. Hoy mismo, sin falta, debo conversar con ella sobre estos incidentes de
sentirme mal de un momento a otro. Supongo que debe ser la desgraciada y oscura
parte de mi mente que trabaja sin detenerse un instante elaborando sus
repetitivos argumentos en contra de mí mismo, por supuesto.
Por más psicosomática que sea mi enfermedad, los chequeos médicos que
me hice en Córdoba y otras revisaciones posteriores confirman que lo único que
padezco es una depresión reactiva. Otros factores en mi contra: uno, que estoy
mucho tiempo solo y la soledad es una mala compañía para cualquier depresivo; y
en segundo término, la falta de movimientos, de ejercicios físicos, de una
actividad que me obligue a desplazarme, aunque sea arrastrándome. También sé
que mi curación, necesariamente, tiene que pendular en círculos cada vez más
estrechos. Habrá días y noches mejores que otros hasta que las oscilaciones
sean sostenibles.
Debo hacerme fuerte y desterrar de mí esos temores repentinos que me
asaltan y dejan maltrecho, sensaciones de que voy a perder el conocimiento, de
que voy a morirme de un momento a otro. Eso es puro y simple temor, evidencias
de mi carácter aún debilitado, señales de que en muchos momentos de mi vida no
he tenido las agallas suficientes para enfrentarme a las dificultades y resolverlas, en lugar de postergarlas. Este ha sido el
tiempo de encontrarme con mi Sombra, el lado oscuro de mi ser, la oportunidad de
conocer esa región y trabajar con un material desconocido hasta ahora.
Esta será, entonces, la consigna para las horas que vienen: ser fuerte
y animoso, volver a creer en mí mismo, saber que soy depositario de una inmensa
energía de la que solo utilizo una mínima porción por la simple razón de que me
falta sabiduría y el valor suficiente para aceptar que la Vida es mucho más que mi
vida.
Lo peor que me ha sucedido es haber sentido vergüenza de mí mismo a causa de mi debilidad y de mi
ineptitud. Más allá de mi ego enfermo, soy el testigo simple de mí mismo, quien
debe animarse, valorarse y auxiliarse por todos los medios disponibles porque
eso sería el verdadero amor hacia la propia vida (amor al destino, leí en alguna
parte), capacidad para vencer a todo lo que se me oponga.
A las 16,15 saldré en dirección a la parada del ómnibus 104 que me
llevará a casa de Elvira B. Hago aquí una pausa hasta el próximo párrafo.
A las 19 horas acabo de regresar de mi sesión con la logoterapeuta. Lo
que más preciso me quedó es que el tiempo y las características de mi
recuperación dependerán en gran parte de mí, de la voluntad, el esfuerzo y la
obsesión que yo ponga en mantener el ritmo en el uso de los psicofármacos y la
asistencia psicológica. Elvira B. me aclaró que en mi caso se ha intentado un
tratamiento acelerado que desde el punto de vista profesional no siempre es
recomendable aunque yo me siento agradecido por el modo en que fui siendo
orientado. La próxima semana tendremos dos sesiones, después viajaré a Córdoba
con la promesa de volver una vez por mes.
No tengo la menor idea de cómo me sentiré cuando esté a más de
setecientos kilómetros sin el apoyo casi permanente de mi terapéutica. Tal como
me dijo Elvira B., más que una etapa de la voluntad ésta que viene será la de
un firme trabajar con la conciencia, lo cual significa que estaré más pasivo
que activo aunque deberé trabajar, ordenar mis ingresos, la vida con mis hijos,
con los amigos, con la gente del mundo de la literatura.
Falta poco. Sara me dijo
que posiblemente volvería esta noche. Mientras la espero seguiré con mi rutina
rogando que mañana sea un día mejor que el de hoy.
ACEPTAR LA OSCURIDAD
SÁBADO 1º DE ABRIL. La herencia judeo cristiana de luchar contra el
mal, los antiguos mandatos de las cósmicas batallas de los “ejércitos de la
luz” contra los “ejércitos de las tinieblas” de las que podemos tomar nota
tanto en el Bhagavad Gita como en los Rollos del Mar Muerto, tal vez no sean
otra cosa que símbolos de la pugna de los hemisferios cerebrales. El izquierdo,
la razón, lo masculino, el patriarcado que aún prevalece en la mayoría de las
culturas, y su contraparte, lo femenino, en el área derecha. Por supuesto que
estoy anotando conceptos elementales, muy simplificados. El cuerpo calloso que
separa estos hemisferios está siendo investigado más intensamente en estos
últimos cincuenta años. Para el siglo XXI se espera la intensificación de la
diáspora de la raza amarilla, una auténtica explosión demográfica que hará de
los arios una minoría sin defensa alguna para continuar prevaleciendo en el
futuro pues los genes del hombre ario son recesivos respecto de cualquiera de
las otras razas poseedores de genes predominantes.
La visión que tengo del mundo contemporáneo es la de un cuerpo que se
fragmenta y vuelve a reunirse, que se desploma y se reconstruye sin cesar. Es
el tiempo de la filosofía de la incertidumbre, de la conquista espacial, del
inminente viaje de la raza humana hacia las estrellas. Es una época de rápidos
cambios, de probabilidades y de efectos imprevisibles que se ramifican en otras
causas que a su vez estallarán en efectos jamás imaginados ni por los más
ardientes profetas ni por los más excéntricos autores de ciencia ficción.
Se desvanecen algunas utopías mientras van naciendo otras y el
principio de inseguridad prevalece sobre aquellos que deben tomar decisiones y
en especial sobre la mayoría, la masa humana sometida. Víctima o destinatario
de estos cambios, me encuentro analizándome y descubriendo mecanismos de mi
mente que desconocía. Por ejemplo, debo trabajar con mayor claridad e
intensidad sobre mi bipolaridad a la que yo había definido e identificado en
funciones muy diferentes a las que en esta encrucijada observo cómo operan.
Aunque no puedo afirmar que estoy de acuerdo o no lo entiendo, algunos
filósofos afirman que la oscuridad no existe, que a mayor intensidad de la luz
decrece la oscuridad (que es solo ausencia de luz), y que el mal (la oscuridad) es el trono del
bien (la luz). Ahora sabemos que trabajamos sobre uno de nuestros polos,
construimos nuestra vida sobre un proyecto parcial y obviamos, desconocemos o
rechazamos la parte de la construcción que corresponde a lo invisible. Y como
el cuerpo (lo visible) es la visión objetiva del alma (lo invisible) los
síntomas se presentan como señales, condensaciones de lo invisible en el cuerpo
visible: la Sombra
que estalla y quema la carne.
Según reza el famoso principio hermético “como es arriba es abajo, como
es abajo es arriba”, inevitablemente debemos encontrarnos en algún momento de
nuestra vida con lo que desconocemos, rechazamos o no hemos querido aceptar.
¿Cómo darnos cuenta? ¿Cómo prevenirnos? Desde hace miles de años, lejos de los
centros académicos, los maestros espirituales nos mostraron el Tao, el Camino
de la liberación. Sin embargo y a pesar de que con un desmesurado orgullo
muestra los esquemas de un sincretismo que estaría dando nacimiento a una
religión planetaria, la realidad nos informa que esa pretenciosa revolución es
apenas un borrador.
Lo único que sabemos es que se están produciendo incesantes e
inquietantes cambios y aunque somos contemporáneos de estos inusuales
movimientos no seremos sus beneficiarios sino apenas los cimientos ocultos, la
base aplanada sobre la que está edificándose el futuro de una nueva era. No es
necesario ser un profeta para descubrir que estamos en las vísperas del fin de
las masas como factor de poder y del surgimiento de una elite que nos está
sometiendo militar, económica y culturalmente.
¿Cómo sobrevivir en este mundo caótico? El pasado viernes hablábamos
con Elvira B. sobre los distintos planos en los que tenemos un parentesco
extraordinario con otras especies: poseemos organismos similares, vivimos en
comunidades, tenemos sensaciones y emociones que se emparientan y que la
inteligencia no es patrimonio único del hombre. Es verdad que algunas otras
especies, delfines, monos, ratas, cerdos, abejas poseen ciertos niveles de
inteligencia (no siempre individual pero sí colectiva), existe un campo que
hasta hoy damos como específicamente humano: el espiritual.
Mantuve con mi logoterapeuta un extenso diálogo sobre la filosofía de
la transgresión por la que sostengo que el desarrollo de la especie humana nace
con la transgresión del mito adámico que ha continuado hasta hoy con la
manipulación que la ciencia hace de la energía atómica, la alteración del
código genético, la bioquímica del cerebro, los trasplantes y todo lo que podrá
incluirse en un largo listado.
¿Cómo alcanzar esa dimensión espiritual? Hay gente que ha llegado a la
cima del Aconcagua con el apoyo de equipos y elementos técnicos especializados
y en cambio, unos pocos, subieron prácticamente en alpargatas, con una simple
mochila. El asunto es llegar sin importar demasiado los medios empleados. Dicen
los sabios que “un gramo de práctica vale
más que una tonelada de teoría”, algo que aprendemos cuando estamos
padeciendo un dolor y no leyendo una tesis sobre el dolor. Hay tantos temas
sobre los cuales yo desearía saber un poco o mucho más. Por ejemplo, ¿cuáles
son los mecanismos que regulan la libertad y la predestinación, el libre
albedrío y el destino irrevocable? ¿Quién elije qué? ¿Somos servidores de
nuestra libertad o prisioneros de un orden superior que nos somete y condena?
¿Podemos ayudar y ser ayudados? ¿Qué significa la salvación?
Es excitante y divertido jugar con las ideas, leer, pensar,
entrometernos con la filosofía, las modas, el arte, la expansión de nuestros
sentidos, amplificar nuestro universo emocional. Parece que cuando alguno de
los elementos que regulan nuestra inestable estabilidad se sale de punto, se
producen los terremotos, las catástrofes, la ruptura de sentido, vienen las
enfermedades con su secuela de sufrimientos y la muerte.
Reconozco que me estoy
entreteniendo con la máquina de escribir mientras aguardo la hora para
ir al teatro con Sara. He pasado la tarde con ella charlando, amándonos y
durmiendo. Hago todo lo posible para estar bien aunque sé que mi motor anda por
ahora con un solo cilindro.
EL ARTE DEL OCIO Y EL OCIO FORZOSO
MARTES 4 DE ABRIL. Estoy convencido de que una de las mayores
dificultades para salir de un estado depresivo es el ocio forzoso. En los
momentos más difíciles de la crisis el debilitamiento físico, el dolor y la
ansiedad son tan insoportables que resulta inconcebible pensar siquiera en
salir a la calle. Eso significa estar atado de pies y manos a un ocio forzoso,
inútil, improductivo, lacerante. Pero, a medida en que voy sintiéndome un poco
mejor, estar sin hacer nada es lo peor que podría pasarme.
Hoy ocupé toda la mañana en ir al supermercado y recorrer las librerías
en busca de dos ejemplares del libro La
enfermedad como camino que me pidió Sara para hacer sendos regalos. Después
del almuerzo y a partir del momento en que mi compañera volvió a su trabajo, me
quedé sentado en un sillón procurando relajarme y descansar. Además de un
terrible dolor de hemorroides y el zumbido incesante en el oído interno de mi
oreja derecha, me envolví en una atmósfera de pensamientos negativos, retorné
una vez más al círculo vicioso de mis preocupaciones que no han disminuido su
ominosa presencia.
No pude descansar pensando en lo mismo que he pensado miles de veces
con el resultado previsible de que me aburro, me canso y me hundo en un
decaimiento del que hago esfuerzos por salir, como lo he venido haciendo todos
los días, y desplazarme hasta el escritorio y sentarme frente a la máquina de
escribir.
Volviendo al tema del ocio, como supongo que le ocurre a todo el mundo,
he sabido practicarlo moderadamente aunque en algunas etapas de mi vida esos
espacios del gozoso no hacer se han combinado y confundido con pereza, falta de
entusiasmo y de iniciativa para emprender cualquier actividad que me hubiera
evitado tantas dificultades, como esta horrible enfermedad de la que creo estar
saliendo.
Me resulta confuso tratar de evaluar mi pasado tanto como imaginar el
tiempo que viene. Decisiones que en el momento inicial me dieron satisfacciones
y la certeza de haber dado en el blanco se trastrocaron absolutamente. De
pronto mi mundo se dio vuelta. No tengo la menor idea de cómo resolver este
dilema: ¿habría yo caído en una depresión nerviosa si la Bolsa de Valores se hubiera
ido a la mierda hace algunos años y no ahora? Me consuela saber que no he sido
el único estúpido que hizo parecidos cálculos especulativos porque ahora, en
estos últimos cuatro meses, son cientos de miles los ingenuos inversores que
creyeron en la revolución capitalista
cuando la realidad no ha sido otra cosa que una gigantesca maniobra de la que solo se salvan los que manejan los
hilos de las marionetas, los mismos que regulan y controlan la economía y las
finanzas del mundo.
No me servirá de mucho pensar en el refrán que dice: “nadie me quita lo bailado”. Sin embargo, considerando el aspecto positivo,
viví durante varios años gracias a esas inversiones en un tiempo en el cual
hice muchas cosas: escribí, publiqué, amé, viajé, aprendí y sobre todo leí
muchos y excelentes libros. Fue mi época feliz en la que prevaleció el ocio
productivo en el que yo no tenía la menor preocupación ni la intención de
pensar en el futuro, como obligadamente debo hacerlo ahora.
Me estoy haciendo fuerte para enfrentar esa nueva realidad de la que solo
me siguen llegando señales de malos
presentimientos. Aunque estoy recibiendo el afecto y el aliento diario de Sara
y el aliciente profesional de Elvira B., la simpatía y el cariño de mi numerosa
familia y que muy pronto volveré a reunirme con mis hijos Soledad y León, hay
momentos en los que no puedo dejarme invadir por oleadas de pesimismo parecidas
a las oleadas de humo que salían hace apenas unos días cuando se incendió el
departamento vecino en el cuarto piso.
Nunca antes había experimentado esta impotencia, esta carencia de
recursos propios para salir del atolladero . No sé por qué en este momento
recuerdo que cuando, hace más de diez años, me separé de la madre de mis hijos,
el día en que en la escribanía me entregaron las llaves del departamento que
acababa de comprar, no tenía un solo mueble de modo que esa primera noche dormí
sobre la alfombra en uno de los dormitorios. Entonces tenía la ventaja que
ahora no tengo, la de disponer de algunos ahorros que no impidieron el sufrimiento
que significó separarme de mis hijos, una crueldad que sólo conocen los que han
vivido parecida experiencia. Sin embargo, en ningún momento tuve el más leve
síntoma de lo que es el inicio de una depresión, algo que hasta hoy nadie ha
sabido explicarme.
Entonces me alimentaba bien y dormía profundamente, tenía el coraje y
las fuerzas suficientes para enfrentarme con problemas que desde la perspectiva
actual me parece increíble que haya podido soportarlos y superarlos. Ahora
siento como que esos momentos difíciles y dramáticos no fueron totalmente
resueltos sino sepultados, prácticamente borrados de mis emociones aunque es
casi seguro de que fueron atrapados por la Sombra.
En estos días en los que he estado trabajando intensamente con la
logoterapeuta y con algunas lecturas sobre los pares de opuestos, recuerdo que
en algunos períodos de mi vida me parecía casi mágico vivir momentos de
esplendor sin preguntarme ni una sola vez cuál era el polo negativo y de las
consecuencias cuando el mismo se activara.
Como cualquiera que se pone a pensar en su futuro y conjetura sobre lo que devendrá de
él, recuerdo haberme preguntado qué sería lo que me tocaría vivir y cómo lo resolvería. ¿Tendría un accidente
con el auto? ¿Alguna enfermedad incurable? ¿Les sucedería una desgracia a mis
hijos? ¿Ganaría la lotería? ¿Lograría materializar algunos de mis tantos
proyectos literarios?
Pero la vida, ahora lo sé, tiene secretos mecanismos para morirse de
risa de todas esas ristras de incógnitas y predicciones. En un instante somos
sorprendidos por lo inesperado y sumergidos en una experiencia que jamás
habíamos sospechados que tendríamos que experimentar sin haber tenido la mínima
posibilidad de defendernos.
¿Quién me hubiera dicho en noviembre del año pasado, cuando viajé con mi
hijo León al casamiento de un sobrino en Maipú que apenas tres meses después
estaría yo nuevamente en Mendoza, pero ahora convertido en un pelotudo que
temblequea y que casi no tiene fuerzas
para caminar?
No quiero saber nada de horóscopos,
ni cartas del Tarot ni adivinación alguna. De lo único que estoy seguro
es que estoy haciendo un esfuerzo sostenido para abrir un boquete en mi
celda y con la paciencia del prisionero
sacar todos los días un trozo ladrillo para poder escapar.
A veces me impresiona la sensación de desapego que tengo por aquellos
que amo. No dejo de sentir cariño y simpatía por ellos pero con la sensación de
que nada me pertenece, que tengo pocas posibilidades, que muy poco vale el
esfuerzo que estoy haciendo. Por ahora tengo un único deseo, deseo envuelto en
el vacío, que es dejarme impulsar por el instinto de vivir. Como puedo ahora
reconocer públicamente, no soy tan intuitivo como creía y en consecuencia todo lo que yo piense sobre
mi futuro, cualquier tipo de predicción positiva o negativa que pueda formular,
vale nada más ni nada menos que un carajo.
Me siento muy cansado y con ganas de que llegue la hora de dormir. Me
parece que por cualquier nimio motivo mi situación se complicara, me pongo
ansioso e insoportable conmigo mismo. Por hoy es suficiente. Las horas han
pasado lentamente y tengo un día más y un día menos de vida. Mañana debo ir al
consultorio de Elvira B. y comenzar a preparar mi valija para mi pronto regreso
a Córdoba.
EL VERANO EN ABRIL
MIÉRCOLES 5 DE ABRIL. Hoy, como ayer, la temperatura será superior a
los treinta grados. Por alguna razón he asociado mis estados depresivos con el
verano, tal vez por la razón de que cuando el día en que se desencadenó mi
crisis, el 24 de diciembre pasado, el termómetro había superado los 40º. Desde
entonces el calor ha sido intenso y parejo y así, cuando descienda la
temperatura, debo imaginar y desear que también descienda el nivel de mi
enfermedad.
Como hoy no tengo mucho que hacer, para variar, agoté la mañana con los
trámites de la rutina cotidiana incluyendo una salida hasta la farmacia próxima
para comprar una brocha de afeitar. El plazo de mi permanencia en Mendoza se va
acortando. Aunque extraño a Soledad y León, después de casi dos meses de estar
en este departamento, puedo decir que me he acostumbrado a cada rincón y que
cada objeto me resulta familiar.
Mañana debo ir a ver al doctor Rubén D., el psiquiatra amigo de Elvira
B. para que me dosifique los fármacos que deberé continuar tomando en los meses
venideros. El próximo viernes, a las 10, tendré mi habitual entrevista con mi
sanadora, quien me ha prometido darme el nombre y la dirección de una colega
suya que reside en Córdoba por si necesitara realizar alguna consulta urgente.
Por un lado esto me alivia pues podré contar con auxilio profesional en caso de
que mi estado sufra alguna imprevista recaída, posibilidad que me impresiona
negativamente. El solo hecho de pensar que en algún momento estaré desmejorando
y tenga que salir corriendo a pedir auxilio, aumenta mi ansiedad y reanima mis
preocupaciones.
De la misma manera que en otras oportunidades, utilizaré el recurso de
mi voluntad: a partir de hoy me impondré nuevas consignas que cumpliré a
rajatabla para mantener, al menos, la estabilidad lograda en estas últimas
semanas. En mi balance puedo anotar, en
la columna “positivo” lo siguiente: mis hijos están bien, mi salud ha mejorado,
tengo ahorros para aguantar algunos meses, la promesa de un trabajo, el reencuentro
con algunos de mis amigos y amigas que me dio la literatura. Como Sara
acostumbra leer estas desprolijas crónicas que han sido mi mayor entretenimiento, no voy
a volver a tocar algunos temas relacionados con nuestros afectos. No porque me
sienta desagradecido ni indiferente pues se trata de aspectos de mi naturaleza
que no pienso modificar, no voy a poner
en palabras orales o escritas ni mis sentimientos ni mi agradecimiento hacia
ella. Sara es una mujer demasiado
equilibrada e inteligente para que yo aparezca diciéndole cursilerías. Ambos
sabemos que, entre nosotros, hay un lenguaje más directo y auténtico en los
silencios, en simples gestos, en las miradas, en determinadas actitudes. En
estas largas semanas hemos aprendido lo suficiente para saber que son muchas y
evidentes las probabilidades y las dificultades para permanecer juntos de modo
permanente. Hemos convenido en la idea de que un acto de amor es dejar nuestro
futuro en manos de la vida, dejar que sigan entrecruzándose las virtudes y los
defectos tanto de uno como del otro, las causas y efectos, los deseos y
sacrificios que nos han mantenido unidos durante años. Sara y yo tenemos
nuestros respectivos lazos de sangre familiares, compromisos, trabajos,
distancias y dificultades que a partir de ahora no serán fáciles de superar.
Voy a suspender la escritura para ir a preparar el almuerzo que
consistirá en un plato frío de pechuga de pollo, huevos duros, tomates y
chauchas con aceite de oliva, del que compramos con Sara no hace mucho en Cruz
de Piedra. Mi buena compañera vendrá a las 14 horas y compartiremos el
almuerzo.
Vuelvo a la máquina de escribir a la hora acostumbrada. Para esta tarde no sé qué es lo que voy a
hacer, así que inventaré algo para acortar las horas hasta el anochecer.
Después vendrá la hora más tranquila y deseada por mí: el tiempo de dormir
profundo y del olvido liberador.
Está nublado y la temperatura en descenso. Como no se me ocurre hacer
algo diferente, sigo en el departamento, primero viendo unas pavadas por la
televisión y después leyendo un libro aunque por momentos me distraigo y tengo
que volver la página para comprender lo que había leído.
Cuánto razón tienen los que dicen que es insoportable convivir con un
depresivo. En vísperas de mi viaje no tengo la menor iniciativa pero sí una
gran desolación en mi cuerpo, en mi mente, en mis emociones. Pensaba ir a la
farmacia a comprar un medicamento que necesito pero me quedaré a esperar que
llegue la noche.
En el almuerzo Sara me anticipó que el sábado deberá ir a Buenos Aires
por lo que decidí viajar pasado mañana en el expreso de las 23. Me queda poco
tiempo para preparar la valija, viajar a Maipú y Chachingo a saludar a mi
numerosa familia y emprender el retorno.
Una de las consignas que voy a emplear es la de asumir por completo mi
depresión, aceptar que debo convivir con ella, no ser agresivo con mi
enfermedad que sería lo mismo que volver a sentirme enemigo de mí mismo. Así
como llegó de golpe y sin ser invitada, la Sombra se disipará y me dejará en paz, en
libertad. Si es verdad que el dolor genera la suficiente energía para producir
la transformación, entonces debo sentirme estimulado al saber que en lo
profundo de mí existe una batería en la que ha ido acumulándose parte del poder
que produce el sufrimiento. También me reconforta saber que todas las personas
que dicen haber padecido esta enfermedad recuerdan la experiencia como un
factor que produjo grandes cambios en sus vidas, un antes y un después que los
ha renovado y fortalecido a tal punto que algunos bendicen la hora en que se enfermaron
para hoy verse transformados en una persona diferente.
En mis lecturas y especialmente en mis diálogos con Elvira B. algo he
aprendido aunque comprendo que existe una enorme diferencia entre el entender y
el aprehender, hacer viva la experiencia y no conformarse con el simple dato
intelectual. Debo permanecer atento, vigilante para no caer nuevamente en el
pesimismo y la desolación. Vuelvo a Córdoba con herramientas que antes no tenía
y, además, no me voy para siempre. ¿Pero quién puede estar ahora tan seguro? Para
ejercitar mi voluntad y no dejarme vencer, voy a vestirme, ir a la farmacia,
caminar un rato por la avenida San Martín, leer las pizarras con las últimas
noticias frente al diario Los Andes y regresar con gusto a esperar a Sara.
En el color de las nubes se anticipa el crepúsculo de otoño mientras
van quedando atrás las horas vacías. Como el preso que camina arrastrando una
cadena atada a sus pies me desplazaré a un lado y otro, no me quedaré aislado
ni maldiciendo mi destino. Yo soy lo que hice y lo que dejé de hacer, lo que
guardé y lo que perdí, el único responsable de cada uno de mis gozos y
sufrimientos.
¿CUÁL ES MI LUGAR EN EL MUNDO?
VIERNES 7 DE ABRIL. A los cincuenta días de haber llegado a Mendoza,
hoy regreso a Córdoba en el expreso de TAC de las 23 horas. Habrá un lógico
antes, hasta hoy, el que conozco, y un después del que no tengo la menor idea,
ni sospechas ni presentimientos. Sabía que la vida está
hecha de contradicciones pero ahora me ha tocado vivir intensamente esas
circunstancias. Córdoba y Mendoza son lugares distantes y distintos donde tengo
a seres que amo pero no puedo vivir en dos mundos a la vez.
Tampoco el disponer de mi tiempo será como antes porque debo
enfrentarme a la obligación de nuevos trabajos que generen ingresos suficientes
para vivir dignamente. Van a cumplirse cuatro meses desde el momento en que se
abrieron los abismos. He vivido con la salud y el ánimo quebrados, procurando
salir de este pozo agobiado por los mismos fantasmas y problemas. Regreso bajo
el control de medicamentos específicos en los que ahora confío más que al
principio y acompañado por la imagen afectuosa de Elvira B., una mujer
profesional fuera de lo común.
Estoy mejor, mucho mejor que aquella madrugada espantosa cuando venía
viajando desde Córdoba y me encontré en la estación de ómnibus de San Luis con
mi hermano Servando. Después supe que él les había contado a mis otros hermanos
sobre nuestro encuentro y que les había dicho: “Lo vi al Juan muy delgado y
arruinado. Parecía el papá cuando era muy viejito”.
Sí, estoy mejor, aunque algunas indecisiones y temores me continúan
perturbando. Mientras Sara regresa de su trabajo, preparo mi valija y miro a
cada rato la hora en mi reloj. Si alguna vez llegara el día en el que pueda
reírme de este momento será porque me habré sanado completamente, habré
recuperado la risa y la sonrisa, la natural alegría de vivir. Aunque no debo
pensar que me voy para no regresar, sé que he vivido minúsculas y continuas
muertes y que jamás me había enfrentado a la oportunidad de ver despedazarse mi
estúpido ego. Tomo conciencia de que vivo en un estado de conciencia precario, que no atravieso la vida sino que
la recorro tangencialmente. Me voy y quedo en deuda con varias personas,
especialmente con Sara que compartió su vida con un Juan muy diferente al que
ella conocía, admiraba y amaba. Me alienta verla bien y espero no haberla
perjudicado con le virus de la depresión del que todos huyen como si fuera
lepra.
Ha sido ésta la prueba de fuego para nuestra relación y estemos o no
juntos en el futuro, estos cincuenta días nos han dejado sus marcas. Dicen que
la enfermedad nos hace auténticos porque denuncia y pone en evidencia nuestras
flaquezas pero que también pone de relieve ciertos valores, los propios y de
quienes nos rodean. Me parece admirable que Sara pueda hacer tantas cosas en un
día. Ni ella misma tiene conciencia de su capacidad para amar y asistir. No
dejo de desear a cada momento lo mejor para ella, para que pueda ser feliz en
el estrecho círculo en que la vida nos puede permitir serlo. Si es verdad que la oración moviliza las partículas más
diminutas de la materia para expandirse amorosamente, entonces deberé creer como nunca en el poder de la vida
espiritual.
Hoy le contaba a Elvira B. los crueles pensamientos de autodestrucción
que me impulsaban al deseo de morir en los peores momentos de mi crisis y qué
borrosos me parecen ya aquellos momentos por el solo hecho de haber recuperado,
aunque más no sea una pizca de mi
lucidez.
Siento que el radio de mi fluir afectivo es muy grande y que proviene
de los esfuerzos realizados para sanarme. Quiero irme y a la vez quedarme,
aguardar la hora de mi cena “carismática” compuesta de cereales, leche, bananas
en rodajas y canela. Después la ansiada hora de quedarme dormido abrazado a
Sara dejándome caer en el sueño artificial de los medicamentos.
Ahora, más que en otras oportunidades, me siento obligado a ofrecer un
sacrificio, que no es ni vocacional ni generoso sino el cumplimiento de precisos
mandatos que podría definir como transpersonales. Ojalá pudiera reunir en un
solo mundo todos mis mundos, unir los fragmentos de mis circunstancias en una
sólida realidad que me mantenga unido a todos los que amo. Deposito mansamente
mi destino en manos de la Divina Madre,
yo, diminuta partícula intensificándose por el deseo de vivir y de participar
precisamente en este momento en que
apenas tengo fuerzas para ponerme en marcha y partir.
Deseo muy pocas cosas para mí que guardo en el recinto de mi corazón
con siete llaves. Declaro mi vasta ignorancia y mi incompetencia para declarar
solemnemente mi perpetua gratitud por los dones y milagros del amor, del amor
carnal y visible y del amor trascendente al que he estado volviendo una y otra
vez como un niño huérfano suplicando mi pronta sanación.
Solamente aspiro a tener un lugar, una identidad, los elementos
materiales indispensables y sobre todo, la estabilidad que me permita
permanecer en el centro de mí mismo, reintegrado a la conciencia de Ser en el
mundo. Participar, convivir, ser pan de vida.
*
(1) Varios
años después, finalmente, pude completar
este presentimiento en el cuento “La
misión de Simón Wainstein” publicado en el libro El Árbol de la Vida y otros cuentos,
Ediciones del Copista, Córdoba, 2008.