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MARIALUNA LA FUENTE DE LA DONCELLA


1


LA NIÑA ABANDONADA EN EL BOSQUE


Cierta mañana, la señora Lucrecia Pachulí de Bandullo salió temprano de su casa y se internó en  un bosque cercano. La vivienda de esta mujer era una antigua mansión en la que suponemos  que hace muchos años debió haber vivido  gente muy rica porque ahora se la veía destartalada, mostrando sus paredes sin pintura, el techo de tejas estropeado por las lluvias, un amplio jardín abandonado y qué decir de las habitaciones. Muebles muy antiguos, sillones remendados, cuadros mostrando pintorescos personajes de otras épocas, lámparas y mesas y sillas estropeadas.
           Pero nos estamos adelantando. Sigamos tras  la gorda señora que ingresa por una especie de sendero que lleva a un espacioso lugar, una especie de huerta, donde recoge verduras y frutillas, un zapallo no muy grande y dos choclos. Mira hacia todos lados como si tuviera el temor de que alguien la esté observando, alza  su canasto y vuelve sobre sus pasos cuando oye el  llanto de un recién nacido.
           ¿Cómo puede saber que lo que ha oído es el llanto de un bebé recién nacido? Por la sencilla razón de que ella ha sido madre, hace apenas tres años. No crean que tuvo un hijo, como la mayoría de las mujeres. No, ella tuvo trillizos. Mejor dicho: trillizas, que en aquellos momentos estarían haciendo sus travesuras. Dentro de un momento nosotros también estaremos en la casa y conoceremos los nombres de esas trillizas que según acaba de pensar su mamá,  “son muy traviesas”. ¿Qué habrá querido decir con “son muy traviesas?”
          Lo primero que pasó por la mente de la mujer fue que de  ninguna manera ese llanto podría provenir de un bebé.  En esa región, que  en otro  tiempo había sido un famoso lugar donde pasaban sus vacaciones los ricos de las ciudades más próximas, quedaban muy pocas familias. “Debe ser la voz de algún animal salvaje”, pensó, apurando el paso ante el temor de ser atacada. Pero, en la medida en que avanzaba, se encontraba más próxima al lugar desde donde provenían  los gritos desesperados. Sí, era un  bebé, la más hermosa criatura que uno pueda imaginar. La habían dejado a la sombra de unos  árboles, en un moisés forrado con una suave tela rosada. La pequeña se agitaba, movía sus bracitos y piernas, como pidiendo ser alzada en brazos. Sobre la ropa había un sobre que Lucrecia arrebató de un manotazo.
            En todos los países, en todos los tiempos, aparecen niños abandonados. Nos preguntamos: ¿cómo puede ser posible que una madre abandone a sus hijitos? ¿Algún animal lo hace? ¿Han sabido ustedes que una perra abandone a su cría, o un delfín, o una cabra, un águila, una coneja?  ¿Por qué una madre decide dejar abandonada a una beba tan hermosa  en un bosque en el que podría haber sido atacada por los lobos? No sabemos el motivo y creemos que no lo sabremos ni siquiera al final de esta historia.
           Sigamos al lado de Lucrecia Pachulí. Abre el sobre y lee: “Por el amor de Dios, a quien encuentre a esta pequeña criatura, que la proteja y eduque como si fuera su propia hija. Sus padres han muerto hace días en un accidente. No sabría explicarles por qué  abandono a esta niña. Posiblemente porque tengo el presentimiento de que las personas que viven en aquella gran mansión serán bondadosas y comprensivas”. “Aquella gran mansión”  es nada más y nada menos que la vieja casona donde vive la viuda de Bandullo con sus traviesas hijitas.
           La madre  de las trillizas, que tiene a su derecha el canasto con frutas y verduras y a su izquierda el moisés con la niñita, que sigue llorando y pataleando, no sabe qué hacer. Fija sus ojos en la última línea de la carta y lee: “El nombre de esta bebé maravillosa es Marialuna. Cuídela, por favor, se lo suplico. Que Dios la bendiga”
           -Vaya –exclamó Lucrecia en voz alta- tenemos aquí otra boca que alimentar. Eso sí que no me lo esperaba. ¡Ah!, si estuviera conmigo mi finado esposo, el coronel Bandullo. Él sí que era un señor, rico y poderoso y temido  ¡Oh, Plácido! ¿Por qué te fuiste?
           Lo que ustedes tienen que  saber desde ahora mismo es que esta señora es muy falsa y  su antiguo marido no se murió ni tampoco desapareció en un campo de batalla. Sencillamente, después de que nacieron las trillizas, se fue con su secretaria a vivir a las quimbambas. (¿Qué querrá decir quimbambas?)
           -Está bien, me llevaré a esta criatura  y ya veré qué hacer con ella. Es preciosa pero no tanto como mis hijitas. En esta vida todo tiene un valor. Supongamos que me hubiera encontrado un cerdito. ¿Qué hubiera hecho con el marrano? Pues me lo habría comido o hubiese ido al mercado para vendérselo a algún carnicero.
           Acomodó en su cabeza el sombrero de paja,  guardó la carta en un bolsillo del delantal, tomó en cada mano un canasto y se dirigió hacia la antigua mansión que el ausente coronel  Plácido Bandullo había ganado en una partida de póquer.

                                               
                                                2

TRAVESURAS Y MALDADES

En la vieja casona, los papeles que habían engalanado  las paredes, ahora florecían reventados por la humedad. Las telarañas adornaban los rincones y ponían un extraño decorado sobre los cuadros de hombres y mujeres pintados por artistas desconocidos. Realmente eran figuras bastante mal hechas, podríamos decir que parecían ridículas.
           En otro tiempo, con seguridad que un tropel de sirvientes hubiese salido en dirección a la poderosa señora de la casa para aliviarla de la carga. Pero aquellos eran años de flacura, por no decir de miseria.
           Lucrecia abrió con una llave la pesada puerta de ingreso. Primero pasó el canasto con las frutas y verduras y luego el moisés  con la pequeña recién nacida. Mejor dicho, no era recién nacida: tenía seis meses de vida según se podía calcular  por la fecha de nacimiento escrita bajo el nombre. ¿Cuál fecha?  Por favor, no sean tan curiosos. Ese dato no es tan importante.
            Se sacó el sombrero de paja y lo colgó en una de las perchas en la que en tiempos fastuosos  los invitados dejaban sus negros paraguas, sus capas y pañuelos de gala. Tomó con fuerza los canastos y se dirigió a la cocina. Desde allí escuchó el griterío de las trillizas que a esa hora recién se estaban levantando. Calculemos  que serían las once de la mañana, una hora para saltar de  la cama propia de gente perezosa. Pero seamos justos, las pequeñas traviesas recién tenían tres años de vida.
          Puso las frutas y verduras sobre el mármol de la cocina. Después alzó el moisés y lo depositó sobre la mesa de roble del comedor de diario.
           -¡Agh, qué asco! Esta niñita se ha hecho caca –vociferó Lucrecia apantallándose la nariz con sus manos regordetas-. Veamos qué hay aquí.
          Bajo la mantilla que cubría el delicado cuerpecito de Marialuna, había un bolso con pañales limpios. Cambió a la bebita y puso la ropa sucia en un balde con jabón. Un ligero estremecimiento de afecto sacudió el corazón de la mujer. Se dio cuenta de que la niñita era mucho más bella de lo que cualquier persona podría imaginar. Pero solo fue un instante de emoción ya que de inmediato se repuso y volvió a pensar en las ventajas que significaba tener en su poder a una criatura semejante.
           Un aluvión de voces y pies sobre las escaleras anunciaron la llegada de las trillizas. Es importante aclarar  que sus nombres no son  ideas  de escritor alguno. ¿Cuáles nombres? Ocurre que en la familia de los Pachulí eran fanáticos de las palabras esdrújulas, tal es así que el padre de Lucrecia se llamaba Próculo. Incluso ella se enamoró  del coronel Bandullo cuyo nombre de pila era Plácido.
           Las chicas traviesas se  aproximaron al moisés con el asombro propio de aquellos que observan algo extraño. Una era morocha, la otra rubia y la tercera, pelirroja. ¿Les dijimos sus nombres? Estos son en el orden en que fueron presentadas: Pérfida, Pésima y Mísera. ¡No puede ser!, dirán ustedes. ¿Cómo una madre va a ponerle semejantes nombres a sus hijas? La respuesta es muy sencilla. Ya dijimos que a esta familia le agradan los nombres con acento esdrújulo, aunque el principal motivo es que la rolliza mujer fue pocos años a la escuela y no abrió un libro en su vida, motivo por el cual desconocía el significado de los nombres.
           Pues allí estaban las revoltosas trillizas Pérfida, Pésima y Mísera observando con gestos de pocos amigos a la recién venida.
            -Mamá, ¿qué es eso? –gritó la pelirroja poniendo su dedo índice en la carita de Marialuna.
           -¿Por qué la has traído a nuestra casa? –chilló Pérfida, haciendo una mueca de disgusto.
            -No quiero que duerma en mi cuarto, ¿escuchaste, mamá? –amenazó la trilliza rubia.
            -La que manda en esta casa soy yo, ¿escucharon, grandísimas estúpidas? –rugió la madre de las tres diablillas-. Se hará lo que yo ordene y más vale que ni se les ocurra hacerle daño a esta pequeña.
            -¿Sabés cómo se llama? –preguntó Pésima.
            -En este papel dice que su  nombre es Marialuna.
            -¿Marialuna?  ¡Qué nombre más horrible! Tan feo como ella.
            -Bueno, basta. He dicho ¡basta! ¿No me oyeron? Ahora a lavarse la cara que después tomarán el desayuno. ¿Dónde está Zéfiro?
            Aunque nadie lo crea, en esa antigua mansión, a pesar de que habíamos  imaginado  que no habría sirvientes, sí los hay. Hay uno. Su nombre es Zéfiro,  un joven alto, muy delgado, obediente y temeroso. Nadie sabe desde cuándo habita en esta casa, aunque con el tiempo llegaremos a sospechar que también él fue, hace años, un  niño abandonado. ¿Quién? El sirviente. ¿De quién estamos hablando?
           Molesta, porque nadie le respondía, Lucrecia volvió a preguntar:
           -¿Se puede saber dónde se ha metido ese tonto de Zéfiro?
            -“Aquí estoy, ama”, pareció decir con un gesto mientras se aproximaba el joven mudo. ¿Mudo? Eso dijimos, era mudo de nacimiento según la contaba Lucrecia a sus amistades, aunque podía oír claramente. Tendría no más de l7 años. Vestía muy humildemente, con ropas que los parientes ricos de la familia Bandullo traían de vez en cuando.
          El jovencito dormía en un altillo, sobre un viejo jergón, un rústico colchón de arpillera relleno de paja. Como no se afeitaba tenía una barbilla no muy larga, finos bigotes y el pelo lacio que caía sobre sus hombros. Podríamos decir que era un joven buen mozo, pero algo raro. ¿Raro? Tengan paciencia y lo sabrán.
           -Escuchá lo que voy a decirte, Zéfiro.
           Zéfiro hizo con su cabeza una seña que significaba asentimiento. La mujer prosiguió dando órdenes:
            -A partir de este momento guardarás el secreto. Jamás dirás que has visto en nuestra casa a esta niña. Acabo  de   encontrarla  en el bosque y todavía no sé qué haré con ella. Su nombre es Marialuna. Podés anotarlo en tu cuaderno, pero jamás escribas una carta a nadie mencionando este momento. ¿Has escuchado, pedazo de desagradecido?     
          El adolescente bajó la cabeza. Comenzó a alejarse hacia su cuartucho, cuando lo detuvo la voz de la voluminosa mujer:
            -¿Adónde vas?  ¿Te dije que te retiraras? Andá al aljibe y traeme dos baldes con agua. Después irás a buscar leña para la cocina. Rápido, no vaya a ser que me arrepienta y te deje sin almuerzo,
            En ese momento, por una de las ventanas que daba al bosque, se asomó un gato blanco. En realidad era una gata, blanquísima, de ojos oscuros, que parecía observar lo que había en el moisés.
           La pequeña Marialuna por primera vez sonrió. Para ella, aunque todavía era un bebé de seis meses, la presencia de Uda en las inmediaciones de la vieja mansión, fue un feliz presentimiento.
            Pero, como bien sabemos, el mundo no es igual para todos. Lucrecia tuvo un repentino ataque de ira. No podía soportar la presencia del bello animal. Pegó unos gritos que retumbaron en el amplio y desvencijado salón donde antaño se hicieron fabulosos bailes.
          -Zéfiro, hacé el favor de espantar a esa gata. Tomá esta escoba. Pegale sin lástima.
            -Sí, sí –gritaban las trillizas al unísono.  ¡Matala! ¡Matala!



3

EL PERRO COMEGATOS


Apenas Zéfiro abrió la puerta enarbolando la escoba, se escucharon los feroces ladridos de un perro negro y pulguiento que se aproximaba en loca carrera. Llevaba un collar con tachas y púas, señal de que era un perro de pelea, un mastín algo viejo pero igualmente  temible.
            -¡A ella, Chococán! No la dejés escapar, cométela. Vamos, más rápido –gritaban las trillizas observando por la ventana la ridícula escena.
           Decimos ridícula porque Uda había desaparecido y por más que el joven sirviente y el perro guardián  la buscaban alrededor de la destartalada mansión, la gata se había esfumado como por arte de magia. Tal vez esa sea la expresión justa: por arte de magia porque pronto sabremos quién es en realidad la blanca minina. Para ser exactos diremos que lo sabremos no muy pronto sino en varios capítulos más adelante.
            -¿Qué pasa, Zéfiro? – gritó  la sudorosa dueña de casa-. ¿Cómo puede ser que seas tan inútil? Vamos, Chococán, husmeala, no debe estar muy lejos. Sigan buscando, inservibles. ¡Oh, cuánto odio siento! ¡ Si yo fuera una perra esa gata no viviría una hora más.
           -¡La veo! ¡La veo! –gritó Pérfida.
            -¿Dónde? ¿Dónde? – parecía preguntar Zéfiro haciendo señas  con una mano mientras que con la otra se aferraba a una rama.
          -Arriba, en la copa del árbol. ¿Cómo habrá hecho para subir tan alto? Rápido, zoquete, trepá y agarrala. ¿Qué estás esperando?
           El único varón de la casa sintió que el mundo se le caía a pedazos. Él amaba a los animales y por motivo alguno les haría daño. Temía la ira de Lucrecia porque sabe hasta dónde podría llegar la gordinflona. Más de una vez, desde que él recordaba, había recibido sus buenos chirlos, tirones de oreja y qué decir de las veces que lo privó de la cena o el almuerzo,
           -¡Bien! Un poco más. Ya estás llegando –gritaba la pelirroja.
            -¡Que no escape! –ululaba Pésima, golpeando con sus manos el vidrio de la ventana.
           Zéfiro sentía que en ese momento era el adolescente más triste  que se pudiera conocer. Mientras continuaba trepando, agarrándose como podía, de una rama a otra, con la mirada puesta en Uda, recordaba los años que llevaba padeciendo en esa horrible vivienda. “¿Quiénes fueron mis padres? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué no puedo irme?  Mi única alegría es cuando estoy trabajando en la huerta o leyendo o escribiendo en mi diario. ¿Qué puedo hacer?”
          Dejemos a Céfiro recordando su pasado y volvamos por unos instantes a la cocina donde la pequeña Marialuna  permanece en silencio. Es muy chiquita todavía para saber qué está pasando en el patio aunque una dulce sonrisa se dibuja en su rostro. Podríamos  decir que está a punto de reír a carcajadas.
          Mientras tanto, vista desde la ventana, la escena es tragicómica. Tragicómica quiere decir que se mezclan  sucesos muy desgraciados con otros que resultan cómicos. En lo más alto del árbol, la morroña observando al pobre Zéfiro que está al borde de la desesperación. Abajo, alzándose en dos patas y ladrando con furia el hambriento  Chococán.
           -No te desesperés, perrito lindo, que pronto tendrás tu almuerzo-gritaba la madre  de las traviesas.
           El perro no la escuchaba y aunque lo hubiera hecho no podría  entenderla pero, por su instinto canino, sabe que si no pueden alcanzar a Uda ese día no comerá.
          A esta altura del relato es bueno saber que el viejo mastín es famoso en toda la región como un insaciable “comegatos”. ¿Y éso? Que su especialidad es cazar y comer gatos. Es su comida preferida por cuyo motivo recorre la región y apenas lo ven llegar, algunos  vecinos que aborrecen a los gatos tanto como la odiosa señora Lucrecia, sólo tienen que hacerle algunas señas convenidas para que inicie su labor. ¿Esto quiere decir que Uda tiene sus minutos contados?  Qué lejos están lo que así piensan de saber quién es realmente Uda. En el preciso momento en que Zéfiro extendía su mano derecha para asirla (para agarrarla), la minina desapareció. ¿Cómo que desapareció? Exactamente. No estaba acurrucada en el cruce de dos ramas, tampoco había bajado porque si lo hubiera hecho  Chococán  se la habría engullido de  un solo bocado. Tampoco pudo haber volado porque es un felino, no un pájaro.
           Detrás de la ventana, la maciza madre con sus trillizas seguían observando, ahora en silencio. No chillaban ni arengaban al perro ni amenazaban al joven sirviente. Si pudiéramos retratar sus caras aparecerían como que estaban pasmadas, asombradas, perplejas. Debemos agregar que estaban asustadas, muy asustadas. Jamás habían conocido a un gato que pudiera mostrarse y después desaparecer sin dejar rastros. Algo muy malo estaba comenzando a suceder en la vieja mansión donde en tiempos de mayor gloria  el coronel Plácido Bandullo acostumbraba pasear por los amplios jardines antes de ir al Club Social a jugar a las cartas.
           -¡Zéfiro! –la voz sonó como un latigazo.
            -“Ama, ¿qué desea?” – contestó haciendo gestos de sordomudo.
           -Que bajés de inmediato de ese árbol, grandísimo inútil. ¿Cómo es posible que esa miserable gata se te haya escapado?
           El jovencito hizo un gesto, levantando sus hombros, como queriendo decir que no lo sabía.
            -Descendé con cuidado, zopenco, no vaya a ser que te caigas y te rompas una pierna. ¿Acaso tenemos un médico en este lugar?  ¿Disponemos de un vehículo para llevarte al hospital?
           El perro negro también había perdido el habla,  mejor dicho los ladridos. Miraba hacia la ventana desde donde la dueña de casa y sus tres hijitas le hacían señas, amenazándolo, intentando decirle  que era un pobre perro , un can sarnoso que jamás recibiría de  parte de ellas un plato de comida, aunque fueran las sobras del sancocho, un  asqueroso guiso de carne y verduras que Lucrecia acostumbraba cocinar.
            Zéfiro entró a la casa en silencio, cabizbajo, con el temor de ser castigado, aunque esta vez la jefa de familia pareció compadecerse y no le dijo una palabra. Subió por la escalinata hasta su cuarto y allí se quedó, pensando, con la mirada triste, a punto de llorar. Hurgó en un lugar que sólo él conocía y sacó un paquete envuelto en una vieja servilleta. Era su íntimo y querido diario personal. Cerró bien la puerta para que nadie pudiera sorprenderlo y comenzó a escribir.
            Las trillizas subieron a su cuarto y aunque eran muy pequeñas, se las arreglaban para peinar sus mechas, queremos decir sus cabellos. Cada una tenía un espejo frente al cual se pasaban las horas observándose, como  enamoradas de ellas mismas. Ya empezaban a mostrar la hilacha de lo que serían en los años venideros.
          Pasado el enojo, Lucrecia hizo rápidamente el almuerzo, puso los platos y llamó a la familia, queremos decir que llamó a sus celestiales criaturas. ¿Y a Zéfiro? Por supuesto que no. El jovencito bajaría a la cocina cuando ellas hubieran terminado de comer. Se serviría las sobras, lavaría la vajilla, barrería el piso y después se iría al bosque, a trabajar en la pequeña huerta que les proveía de alimentos todo el año.
            En el preciso momento en que madre e hijas se sentaban a comer, escucharon los pasos de Uda sobre el techo. Después llegó el maullido claro, sonoro, burlón. Marialuna agitó sus pies y manitas y de pronto rió. Sí, estaba riéndose, feliz. Alguien podría haber jurado que el bebé hacía chocar las palmas de sus cortos bracitos  como si estuviera aplaudiendo. Decir eso sería una exageración, aunque para nosotros, para quien está contando y para los que están leyendo o escuchando esta historia, nos  parecería justo que la huerfanita se divirtiera. Sería más apropiado decir que se reía y se burlaba de esa familia que por alguna razón, que ella no podía conocer, sería la misma con la que tendría que vivir hasta que cumpliera 13 años.
           Aquí podríamos cerrar este tercer capítulo, aunque falta algo que nos asombrará. ¿Qué cosa? En la habitación de las trillizas,  en una canasta de mimbre, brillan en la oscuridad cinco pares de ojos. Pertenecen a criaturas muy pequeñas cuyos nombres son Guy, Ivy, Joy, Jit y Ned.

4

¡NO SOY TU MAMÁ!

No costará mucho comprender que no podemos contar la leyenda de Marialuna día por día. Esa tarea nos llevaría a escribir miles y miles de páginas que nadie desearía  publicar y muy pocos leer.
          Desde la última escena han pasado seis meses, es decir que nuestra niñita ha cumplido un año y las trillizas tres y medio. Como el tiempo corre igual para todos, Zéfiro tiene seis meses más de vida, auque no se notaba en él ningún cambio. La vida continuaba como de costumbre. Cada mañana, la voluminosa señora cruzaba la ruta, ingresaba al bosque y traía frutas y verduras que Zéfiro cultivaba con esmero.
           Marialuna había empezado a dar sus primeros pasos y decía algunas  palabras, propias de su edad. Las trillizas no la querían  pero jugaban con ella como si fuera un animalito. Hacían de cuenta que la beba era una mezcla de mascota y muñeca y así se pasaban las horas, peinándola, cambiándole las ropas y pintarrajeando su rostro con unos rústicos lápices de grasa. Por supuesto que esta relación  cambiaría con los años de una manera tan drástica (tan rápida  y violenta) que pocos imaginarán lo que va a suceder.
            No crean ustedes que es fácil cambiar. El que es malo sigue siendo malo, el egoísta será todavía más egoísta, el que es cruel con los animalitos quién sabe cómo se comportará cuando sea adulto. Estoy completamente en desacuerdo, gritarán algunos. ¿Para qué sirve la familia? ¿Para qué están las escuelas?           No es fácil tener a mano una respuesta que conforme a todos. Ustedes, ¿qué piensan? Pero no perdamos el tiempo discutiendo porque aún nos falta contar docenas de situaciones que tienen que ver, todas, con la vida de Marialuna.
           Así que estamos en el día del primer cumpleaños de la niña abandonada en el bosque. Ya hemos dicho que no pregunten ni el día, ni el mes ni el año de su nacimiento. La beba cumple un año de vida y parece que nadie ha decidido hacerle una fiesta para desearle felicidades. ¿Nadie? Ya veremos.
            -Mamá, ¿haremos una fiestita? –preguntó la pelirroja.
           -Decí que sí, mamita –insistió la morochita.
           -Total, ¿qué te cuesta? Prepará una torta de naranjas.
          -Eso es, de naranja. Sí, sí.
          -No dejaremos una miga sobre la mesa.
          -¿Acaso no saben, grandísimas brutas,  que no tenemos un centavo? ¿De dónde creen que voy a sacar los ingredientes? No tenemos gallinas que pongan huevos y el naranjo se secó. Dejen de molestarme.  
           -¿Mamá?
            -La vocecita  no pertenecía a ninguna de las trillizas. Era la primera palabra de Marialuna, la primera y amorosa palabra que pronunciaba mientras se aproximaba dando cortos pasitos hacia el sillón donde estaba sentada Lucrecia.
          En ese momento ingresaba Zéfiro. Venía de la huerta con un azadón sobre el hombro. También el jovencito se quedó helado. Nadie podía creer que la chiquita hubiera empezado a caminar y mucho menos a hablar. El trío de hermanas hizo una mueca de disgusto; Zéfiro, la más hermosa sonrisa. La viuda del coronel Bandullo no supo qué decir. Parecía que se le habían atragantado las  palabras. Se puso roja y comenzó a transpirar.
            -¿Qué has dicho?
            -¿Mamá? – Marialuna  dio otro paso y extendió sus manitas.
                     Este debería ser el momento más precioso para cualquier persona. No importa si uno es madre, padre, hermano, tío o padrino de un niño que camine hacia nosotros pidiéndonos un abrazo, un beso, una caricia. Pero no será así en esta vivienda que en tiempos añejos fue una rica y moderna mansión.
            -¡Yo  no soy tu mamá! ¿Oíste, mocosa atrevida?  ¿Cómo podés decirme  mamá, justamente a mí, a la esposa del coronel Plácido Bandullo? Jamás vuelvas a decirme mamá. ¿Escuchaste?  Todavía  no sé por qué te recogí cuando te encontré abandonada en el bosque.
            Marialuna bajó sus bracitos. Dio media vuelta y comenzó a llorar. Pero no era un llanto a gritos, sino un llanto silencioso, con muchas lágrimas, de pena y de vergüenza al sentirse despreciada. La enorme mujer también pareció lagrimear, aunque nadie pudo saber si era porque estaba arrepentida o porque estaba furiosa.
          -¡Andate! ¡Andate! –gritaba roja de furia Pésima, señalándole el camino a la cocina.
            -Ella no es tu mamá, ¿escuchaste? Ella no es tu mamá, ¿escuchaste? –repetía una y otra vez Pérfida haciendo un gesto de odio.
          -Tu lugar estará en la cocina, serás nuestra sirvienta, Nosotras somos las únicas hijas de mamá. ¡Pavota!
           En esos momentos se escucharon  los pasos de Uda sobre el destartalado techo. Todos se quedaron tiesos, menos Marialuna que se limpió las lágrimas con el revés de su manita,
           -¡No! –gritó Mísera.
           -¿Qué pasa, hijita? ¿Por qué ese miedo?
            -Nuestras ratitas.
            -¿Qué pasa con ellas?
            -Dejamos a nuestras mascotas sueltas en la habitación.
            -¡Oh, mamá! Esa gata, esa maldita gata. Vamos a nuestro cuarto.
            Corrieron las hermanas con el rostro desencajado. Zéfiro podría haberse reído de placer si no hubiera sido porque la mirada de fuego  de Lucrecia lo hizo palidecer. Sin embargo, por más que aquella  iracunda señora lo intimidara, el joven sirviente se atrevió a decir mediante gestos y ademanes:
           -“¿Me permite, ama?”
           -¿Qué querés ahora? Espero que no me pidas algo imposible.
           -“Es algo muy sencillo. Espero que usted me dé permiso.”
            -¿Para qué?
          -“Para hacerle una torta de frutillas a Marialuna.”
           Lucrecia hizo una pausa. Se quedó pensando en lo bueno que sería comer una torta de frutillas y lo feliz que serían sus traviesas criaturas.
            -¿Podés decirme de dónde sacarás la leche?
            -“Usted sabe que en nuestra huerta tenemos frutillas. Si usted me da una taza de azúcar y otras dos de harina yo conseguiré la leche.”
           -Ya no tenemos ni vacas ni cabras. ¿De dónde la obtendrás?
          -“Iré al bosque y encontraré  la majada de cabras que a veces también comen nuestras verduras. Agarraré a una y la ordeñaré. ¿Me da permiso? ¡Por favor! Me  pone triste que la nena no tenga su fiesta de cumpleaños.”
            -Está bien, Zéfiro, te autorizo. Pero no quiero que te encariñes con esa mocosita. No pertenece a nuestra familia. En cualquier momento podría dejar de vivir con nosotros. Además, no te metas en mis asuntos. ¿Entendiste?
           -“Gracias. Voy a buscar un recipiente para la leche.”
           No había pasado un minuto desde el momento en que  Zéfiro había salido  hacia el bosque cuando las trillizas bajaron las escaleras en tropel, gritando, llorando de rabia.
          -¿Qué pasa? ¿Por qué esos gritos?
            -Mamá, ha sucedido algo  horrible.
            -¿Qué puede ser tan horrible para ustedes? ¡Hablen!
            -Guy ha desaparecido. Esa maldita gata se la ha comido.
           -¡Maldición!





5

EL REGRESO DEL CORONEL

Así como el viento arrastra las hojas secas de los árboles, así van pasando los años. Marialuna ya ha cumplido tres y a esa hora, la medianoche, duerme tranquilamente en la cocina. Arriba, las trillizas también están quietas y dormidas, soñando con vaya a saber qué nuevas maldades.
          Lucrecia no puede dormir y permanece acostada en su cama, con los ojos abiertos, recordando el pasado no muy lejano. Entonces todo era diferente. La mansión lucía sus muebles y cortinados, sus amplios jardines, la despensa repleta de alimentos, los jamones colgados  del techo y las pilas de botellas de vino y licores y cajas con dulces y bombones de chocolate. Para qué recordar, se decía tristemente, cuando creyó escuchar los pasos de un caballo frente a la puerta principal. Temerosa pero incapaz de llamar a Zéfiro para seguir demostrando que ella era la dueña, la señora, la única que daba órdenes, encendió una vieja lámpara a querosén y bajó las escaleras. Vestía una bata remendada y unas gastadas pantuflas que imitaban la forma de un conejo. En su cabeza un gorro de dormir le daba un aspecto verdaderamente caricaturesco.
           -¿Quién  es? –preguntó tímidamente, entreabriendo apenas una de las pesadas hojas de roble.
            -¿Quién podría ser sino tu príncipe encantado?
  Se produjo un momento de silencio durante el cual casi se apagó la llama de la lámpara. Lucrecia creyó reconocer esa voz pero nada dijo.
            -Lucrecia mía, ¿acaso no reconocés mi voz? Soy yo, tu amado esposo, el coronel Plácido Bandullo. Por favor, abrí esa puerta  que estoy muerto de hambre y de cansancio.
           La puerta de la antigua mansión se abrió. Bajo el dintel   apareció la regordeta y emocionada imagen de Lucrecia, sosteniendo la lámpara que iluminaba las gruesas lágrimas que caían de sus ojos.
            -¿Plácido? ¿Has regresado después de tantos años?
           -Soy yo –dijo el coronel apeándose y atando las riendas a un árbol.
           -No lo puedo creer. Pasá, por favor, no te quedés ahí. Te prepararé algo para cenar.
            -Te acompaño, pero no irás a molestarte. Aquí, en esta alforja traigo lo suficiente para más de una cena. 
            Los ojos  de la hambrienta mujer se iluminaron en la oscuridad.
          -¿Comida? ¿Qué has traído?
           -¿Qué te parece este jamón serrano? ¿Y estos           quesos? ¿Qué tenemos aquí? Aceitunas negras y verdes. Latas de atún. Otras de caviar. Galletas de salvado. Salamines italianos. Un par de botellas del mejor vino de Francia. Aquí tenemos nueces, en este paquete hay exquisitos dátiles y en este otro los bombones de licor de menta que te enloquecían cuando nos conocimos.
           En esos momentos, Lucrecia estaba sorprendida y al mismo tiempo enfurecida por la presencia de su marido. Por un tiempo le habían  dicho que él había muerto; después que se había fugado con su joven secretaria. Jamás había recibido una carta y mucho menos algunos billetes de banco. Se sentía avergonzada por permitir que ese hombre estuviese con ella, pero la idea de sentarse a comer tantas exquisiteces fue más fuerte que su enojo. Ocultando el desprecio que sentía, dijo:
            -Ponete cómodo, Plácido. Tendremos toda la noche para que me hables de tu vida. Yo también tengo mucho que contarte.
           -¿Cómo están nuestras hijas?
           -Cuando las veas no podrás dar crédito a tus ojos. Ya tienen seis años. Son bellas, traviesas y bastante pícaras. Parecidas a su padre ¿o me equivoco?
            -¡Oh, Lucrecia! Tendré que explicarte algunas cosas para que no sigas odiándome.
           -¿Por qué habría de odiarte?
            -Porque te abandoné a vos y a mis pequeñas trillizas. Cuando termine de contarte los motivos de mi prolongada ausencia, estoy seguro de que me comprenderás y perdonarás.
           -Está bien, así lo espero. Ahora  sirvamos la mesa. Aquí traigo los platos, los cubiertos y unas viejas servilletas. ¡Qué vergüenza! Hemos quedado en la miseria.
          -Peor para mí, más humillación por haber permanecido tantos años fuera de mi hogar. ¡Ah, me olvidaba! Aquí tenemos dos latas con café y otras con té. No creas que olvidé el azúcar. Ahora comamos. Buen provecho.
            Empezaron a comer sin decir palabra. El coronel era un hombre más  que flaco. Se lo veía mucho mayor en edad que su esposa. No vestía traje militar aunque sus ropas eran semejantes a las de los  exploradores. Vaya a saber que andaba explorando, ¿no les parece?
           Lucrecia empezó a olvidar sus reproches. Se abalanzó sobre su plato y comenzó a devorar un poco de esto, un trozo de aquello, una tajada de queso, otra de jamón crudo, un vaso de vino tinto. ¡Qué delicia! Era como regresar al tiempo de la abundancia, a la época de las comodidades y los lujos.
            -¿Zéfiro todavía vive en esta casa? –preguntó de pronto el viejo soldado,
            -Sí, me sigue acompañando. Es un criado fiel, servicial, callado, obediente. Es muy bueno con nosotras. No sé qué haría yo si ese joven se fuera.
           -¿Joven? ¿Ya es un joven?
            -Has perdido la cuenta de los años, Plácido. Zéfiro tiene ahora 20 años.
           -¡Increíble! Eso significa que nuestras pequeñas tienen seis, ¿o me equivoco? (¿Acaso la mujer no se lo había dicho hace un instante?)
            -No te has equivocado, aunque debo decirte que tenemos una niña que vive aquí desde hace tres años.
            -No me digas, Lucrecia. ¡Qué  generosa! Seguís siendo la mujer de siempre, la que he recordado cada minuto de mi vida. ¿Cómo se llama esa criatura?             
            -Marialuna.
           -¡Qué extraño y hermoso nombre! Mañana la conoceré y la consideraré como hija propia. ¿Cómo  llegó a esta casa?
          -La encontré en el bosque cuando tenía solo unos pocos meses de vida. Desde entonces la ha protegido y educado.
          -¿Duerme arriba junto a nuestras dulces pequeñas?
           -No. Ella duerme en la cocina. Es su lugar preferido. Por ningún motivo quiere abandonar ese lugar.
            El coronel, flaco como un espárrago, no creyó una sola palabra sobre lo que su mujer le estaba contando, de manera que hizo como que no se había dado cuenta de las mentiras  de la mujer que hablaba pero no dejaba de comer por un segundo.
            Se habían sentado en el amplio y antiguo comedor. La lámpara sobre la mesa iluminaba las extrañas figuras proyectando sombras chinescas en las paredes.
            -Mañana tendremos tiempo suficiente para continuar hablando de nuestra familia. Ahora, mi amable Lucrecia, debo decirte un secreto.
            -¿Un secreto?  No entiendo.
           -Voy a confesarte por qué estuve ausente tantos años.
          -Me hará feliz saberlo. Te escucho.
           -Después de que nacieran nuestras hijas, el ejército me encomendó una tarea muy especial.
            -¿Muy especial? 
           -Sí, pero no me interrumpas,  por favor. Fui enviado a recorrer la mayor parte del mundo como espía. Imaginarás las aventuras  que he vivido. Viajé en barco, en tren, a caballo. Conocí lejanas y exóticas ciudades. Participé en crueles batallas, fui herido, hecho prisionero, humillado. Huí disfrazado de mujer y robé planos de armas modernas, soborné a funcionarios, gané fortunas en la ruleta, después perdí esa fortuna, y finalmente aquí me ves, de regreso al hogar. Espero que me comprendas y me perdones. Tengo suficiente dinero para vivir los próximos años no como ricos, aunque nada nos faltará. ¿Podrías perdonarme?
            -Te perdono –dijo Lucrecia con la boca llena mientras engullía un buen trozo de dulce de membrillo-. Ahora comprendo el porqué de tu ausencia. No quisiste comprometer a tu familia. ¿Fue ésa la razón?
           -Precisamente, porque temí que   si mis enemigos me descubrían, podrían venir a hacerle daño a mi familia. Eso jamás me lo hubiera perdonado.
            La voluminosa señora  de la casa tampoco era tonta. Algo le decía en su interior que ese pobre mequetrefe la estaba engañando. Pero así es la vida, pensaba. Yo lo engaño a él y él a mí. Mientras tanto volveré  a tener un esposo, una familia completa.
            Siguieron conversando animadamente durante toda la noche. En varias oportunidades Lucrecia fue a la cocina a calentar agua para preparar café. Marialuna dormía en paz, ajena al diálogo que tenía lugar a metros de ella.
           A la salida del sol, como era su costumbre, Zéfiro  bajó de su covacha ubicada en el ático, la última habitación de la empobrecida mansión. Le extrañó ver que Lucrecia permanecía dormida, sentada y apoyando su cabeza en la mesa.
           -“Señora,  ¿está usted bien?”
          -¿Qué pasa, Zéfiro? ¿Quién te ha autorizado a despertarme?
          -“Perdone, es que…”
          -¿Cómo podría explicarte lo que me ha sucedido? Jamás podrías comprenderme. Anoche he tenido un sueño maravilloso, uno de los más bellos en mi vida.
           -“No  sabe usted cuánto me alegro, ama.”
            -¿Sabés quién estuvo anoche, aquí, conmigo?
           -“Usted me lo dirá.”
           -El coronel Bandullo en persona. Todo me ha parecido tan real, Zéfiro, pero ahora que estoy despierta estoy segura de que solo fue un sueño, nada más que un dulce y maravilloso sueño. Qué lástima, ojalá hubiera sido verdadero. ¿Te  vas?
          -“Sí, señora, voy a trabajar a nuestra huerta. ¿Puedo servirla en algo? “
            -Está bien, andate. Voy a despertar a Marialuna.
            Para que nadie se ponga a criticar nos adelantamos para decirles que lo que dijo el sirviente mudo fue con gestos y ademanes, lógicamente. Como toda persona muda (aunque él escucha, ya lo sabemos) puede comunicarse con señas y gesticulaciones que tanto Lucrecia como las trillizas conocían. Con Marialuna también se comunicaba con señas aunque le resultaba más fácil hacerlo con su mirada, con la expresión de sus ojos que lo decían todo.
           Apenas abrió la puerta llevando sobre su hombro el  azadón, a Zéfiro le sorprendió ver unos rastros extraños. Eran los de un animal que había permanecido varias horas en el lugar, con seguridad atado a uno de los árboles. Pero lo que más le llamó la atención era que sobre las pisadas habían, ¿cómo decirlo?, bostas de caballo.



                                            6

EL VENDEDOR DE CERDOS

Ya dijimos que Marialuna dormía en la cocina. Pero no sólo dormía  sino que desde muy pequeña debía levantarse bien temprano, encender el fuego en el viejo fogón, hervir agua y preparar el desayuno. Como por su edad no alcanzaba  la altura de la hornalla, ponía una banqueta y se subía para hacer sus tareas, incluida la de limpiar los platos y las ollas. También debía barrer, habitación por habitación, el enorme y vetusto edificio.
          No bien las trillizas se levantaban gritándose y  tirándose de los pelos entre ellas, les servía una taza de té de hierbas a cada una, luego subía a los cuartos del primer piso, ordenaba las camas, limpiaba el baño y regresaba a tiempo para lavar la vajilla del desayuno.
           La situación económica no mejoraba y seguían tan pobres como antes. En los alrededores también vivían otras familias  que sufrían tantas necesidades como ellos o más. Como no contaban con dinero hacían trueque, es decir que se intercambiaban productos. Unos tenían una vaca y cambiaban leche por un zapallo, otros, mermelada por una docena de choclos, un par de zapatos por un par de gallinas, y así podían seguir viviendo.
            Lucrecia permutaba productos de la huerta que tenían oculta en un claro del bosque. Nadie, salvo ella y  Zéfiro sabían de su existencia. En el viejo galpón almacenaban  zapallos, melones, papas, salsa de tomate en frascos, cebollas, ajos y todo lo que podía cultivarse a lo largo de las estaciones.
          Cierto día, a la hora de la media tarde, escucharon que un carruaje se aproximaba. El bufido de un caballo y el gruñido de los cerdos anunciaban que había llegado nada menos que don Pletórico. Era un comerciante del pueblo más próximo, famoso por su suciedad, tanta que él mismo parecía un chancho vestido con ropas humanas.
          -¡Mamá! ¡Mamita! Llegó don Pletórico. Por favor, compranos un chanchito –gritaba a más no poder Pérfida.
           -¡Sí! ¡Qué rico! –vociferaba Pésima corriendo hacia donde  se encontraba estacionado el  hediondo carromato.
           -¡Me gusta! ¡Me gusta! Compralo, mamá. Después entre todas le cortaremos la cabeza –chillaba Mísera.
           El vendedor ambulante se guarneció a la sombra de los árboles del patio. Se sacó el sombrero de paja y con el dorso de su mano derecha se limpió las gruesas gotas de sudor que mojaban su rostro. En una enorme jaula de hierro traía no menos de seis cerdos que gruñían como si frente  a aquellas  temibles criaturas  tuvieran el presentimiento de la muerte.
            Detrás  de las trillizas apareció la dueña de casa, secándose las manos en un delantal y, siguiendo sus pasos, la pequeña Marialuna asomaba su carita llena de curiosidad.
            -¿Qué tal, don Pletórico? ¿Cómo andan esos negocios?
           -Aquí me ve, doña Lucrecia, de un lado para el otro,  procurando vender estos currutacos. ¿No quiere uno?
           -Usted sabe que no tengo dinero. ¿Para qué me tienta?
            -Lo  sé, pero también sé que podríamos hacer un intercambio. Yo le doy un marrano y usted me da a cambio algo del mismo valor. ¿Qué me dice?
            Un pensamiento horrible surgió de la cabeza de la jefa de familia, un pensamiento que llegó hasta el cerebro de sus hijitas que de inmediato lo hicieron suyo.
            -Don Pletórico –era la trilliza morocha la que hablaba-. ¿Usted nos  daría uno de esos bichos si nosotras le damos a cambio una niña?
            -Pero, ¿qué has dicho? ¿Cómo podría canjearte a vos por un chancho?
            -No estoy hablando de mí, señor. No me ha entendido.
            -Por supuesto –intervino la rubia-, usted ganaría con el cambio.
           Marialuna pareció comprender y se puso pálida. ¿Cómo era posible que fueran tan malvadas? Estaba acostumbrada a convivir con esa familia, pero jamás pensó que quisieran cambiarla por un asqueroso marrano.
            -Don Pletórico, mire hacia allá.
            El chanchero dio vuelta su cabeza y descubrió la presencia de Marialuna. La sucia ambición brotó en él como la espuma del jabón. Qué negocio fabuloso sería hacer ya mismo el trueque. Su mujer se sentiría  feliz de tener una sirvienta en casa. Sí, todavía era muy niña, pero crecería, y tal vez cuando fuera una joven la casaría con Hogui, su hijo mayor. Era un hombre mugriento en todo sentido, pero  prudente. Se quedó en silencio, esperando que Lucrecia fuera la primera en abrir la boca.
           -Mis niñitas son muy apresuradas,  querido amigo. No creo que será tan fácil que hagamos el negocio. ¿Cómo puede creer usted que le entregaría esa hermosa niñita a cambio de  un inmundo cerdo? ¿Qué me dice?
            -Tiene usted razón, estimada señora. La oferta no la hice yo, la hicieron sus hijas.
            -No tenga en cuenta lo que dijeron esas  estúpidas. Piense en lo que yo le ofrezco. ¿Qué me dará a cambio?
            -Le doy dos cerdos.
           -Usted está mal de la cabeza. ¿Dos cerdos solamente?
            -Está bien, me doy por vencido. Le dejaré los tres  más grandes y gordos.
          -¿Usted le llama gordos a estos bicharracos?
          Lucrecia pensó en ese momento en que si ella fuera una cerda sería en realidad un animal enorme. Pero se asustó al pensar que podrían comérsela.
           -Está bien, no sigamos discutiendo. Le dejo los seis animales y me llevo la niña. Más no puedo ofrecerle.
            Los sorprendió el llanto de Marialuna. Tenía solamente tres añitos  (estaba por cumplir cuatro) pero era inteligente y sensible.
Le parecía más horrible irse con ese hombre  con olor a chancho que quedarse a vivir en la antigua mansión.
            Zéfiro regresaba del bosque con una bolsa de papas sobre sus hombros. Alcanzó a escuchar  las últimas frases y su rostro se llenó de ira. Esto era el colmo para él. Ya no era un niño  y  no temía la furia de  su patrona ni le espantaban los chillidos de las tres malvadas. Su mirada no era la misma; ahora mostraba bronca, enojo, hasta podríamos decir que le saltaban chispas de odio.
           Pletórico y Lucrecia se quedaron mudos. Las trillizas se hacían miradas de reojo entre ellas y se reían maliciosamente. Marialuna seguía llorando sin consuelo.
           Con sus gestos de mudo, Zéfiro hizo una seña como diciendo que podrían permutar un cerdo por la bolsa de papas. El chanchero entendió, hizo un ademán como preguntando a la dueña de casa y le dijo:
            -Mi última oferta es: un chancho, el más chico, por una bolsa de papas y otra de cebollas. No me haga perder más tiempo, señora. Decídase.
           Lucrecia imaginó al cerdo asado con papas, cebollas, pimientos y manzanas. Se le hizo agua la boca, se relamió como si ya estuviera a punto de sentarse a la mesa.
           -Está bien, no sigamos discutiendo, hagamos el negocio. Lo de la niña fue una broma, ¿eh?, no vaya a pensar usted que era verdad. ¿Cómo podría desprenderme de este tesorito?
          Marialuna se limpió las lágrimas y regresó a la cocina. Las trillizas subieron a sus cuartos a jugar con sus mascotas. Todavía les quedaban cuatro ratas a menos que…
            Zéfiro fue hasta el galpón, buscó una bolsa con cebollas y la cargó con la de papas en el carromato. El vendedor enlazó al cerdo y lo sacó de la jaula.
           -Aquí tienen chancho. Que tengan buen provecho. Hasta la vuelta.
            -Adiós, don Pletórico, suerte en sus negocios –dijo Lucrecia. “No sería bueno esperar tanto tiempo”, pensó. Fue a la cocina y sacó el cuchillo más grande y comenzó a afilarlo. -Al fin comeremos un poco de carne.
           No había terminado su frase cuando las trillizas bajaron corriendo las escaleras.
          -¡Mamá! ¡Qué espanto!
          -¿Qué pasa ahora? ¿Por qué esos gritos?
          -Ivy no está en la habitación. Esa maldita gata se la ha comido.     -¡Chococán! ¡Chococán! ¿Dónde se habrá metido ese perro sarnoso? 




 
                                              7

EL POTRERO DE LAS FLORES



Cierta mañana, muy temprano, parecía que la paz se había aposentado sobre la antigua mansión. Del bosque próximo llegaban nítidos el  gorjeo de los pájaros, el arrullo de las palomas colombinas, el graznido de los gansos salvajes, el chillido de alguna liebre que huía hacia su madriguera, el cacareo de las gallinas y el balido de las cabras que pastaban mansamente. Las voces de los animales formaban una especie de orquesta cuyas melodías iban y venían sólo para aquellos que supieran escucharlas.
          Marialuna había preparado el desayuno que tomó en compañía de Zéfiro. No piensen que era un desayuno compuesto por café con leche, medialunas, manteca, tostadas, mermelada de durazno, jugo de naranjas y otras exquisiteces. De  ninguna manera eso podría ser lo que estaban tomando nuestros amigos. Ellos bebían un brebaje que imitaba el sabor del té, acompañado por trozos de pan duro que había quedado del día anterior. Pero no se quejaban porque ya estaban acostumbrados a la esclavitud. ¿O porque eran dos seres muy especiales? Ustedes juzguen.
           Los interrumpió el vozarrón de Lucrecia:
            -¡Zéfiro!, ¿qué hacés aquí a estas horas? Deberías estar trabajando en nuestra huerta.
          El joven mudo se puso de pie y mediante gestos, mímicas y ademanes procuró hacerse entender:
           -“Tiene razón, ama, me he demorado a propósito”.
            -¿Cómo a propósito?
            -“Esperaba que usted bajara de su habitación para pedirle un favor”.
          -¡Un favor!  ¿Desde cuándo un sirviente pide favores?  Contestame.
          -“Recuerde que hoy debo recoger las cebollas y como son muchas, necesitaría que alguien me acompañe para traer las ristras”.
            -Está bien. No vayas a dejar una sola cebolla sin recoger porque te acordarás  de mí. ¿Escuchaste?
           Zéfiro hizo un signo de comprensión con su cabeza. Después  mostró tres dedos y con la otra mano indicó el lugar donde a esa hora dormían despreocupadamente las trillizas. Quería decir que estaba pidiendo la colaboración de las tres guarangas. Bastó el ademán de su sirviente para que la mujer montara en cólera, según la clásica expresión que utilizan algunos autores. Se puso roja, comenzó a sudar, tartamudeó, se afirmó en un costado de la mesa y lanzó su discurso.
           -¿Pero cómo te atrevés, grandísimo insolente, a sugerir que mis dulces hijitas te acompañen a traer cebollas? ¿Escuchaste? Dije a traer cebollas. ¿Son ellas campesinas? ¿Acaso no pertenecen a la familia Pachulí Bandullo? ¿Has olvidado que son hijas mías y del coronel? No quiero escuchar una palabra más. Lo único  que me faltaba es que me insulten en mi propia casa.
           Zéfiro hizo otra serie de ademanes insistiendo en su `pedido de colaboración.
          -¿Querés ayuda? Pues bien, que te acompañe Marialuna.
            El joven mudo hizo otras señas poniendo la palma de su mano a baja altura como queriendo decir que la niña era muy pequeña para esas tareas.
           -¿Qué? ¿Olvidaste que ya ha cumplido seis años? ¿Alguien podría decir que no tiene fuerzas suficientes para acarrear un par de ristras de cebollas? Basta de conversación. Estoy harta de ustedes dos. Tomá, Marialuna, ponete este sombrero de paja en tu cabeza. ¡A trabajar!
            No alcanzaron a salir de la antigua casona cuando escucharon a sus espaldas el portazo con que la robusta mujer parecía despedirlos. Arriba, en el primer piso, se abrió la ventana y aparecieron  las trillizas con sus cómicos camisones y los pelos en desorden. Gesticulaban, como burlándose de los que no pueden hablar, y chillaban;
           -¡Que tengan un feliz día!
            -¡Trabajen, pareja de vagos!
           -Y no regresen hasta la puesta del sol. Si vienen antes no tendrán cena.
           -Ja, ja, ja.          
          Zéfiro y Marialuna no volvieron sus rostros y siguieron caminando en silencio. Cuando estaban por entrar al bosque, el joven campesino dijo:
            -¡Brujas!
            -Zéfiro, has hablado. ¿Cómo es posible? Estoy sorprendida. ¡Qué maravilloso!
            -Por supuesto que sé hablar, Marialuna, pero jamás lo haré en presencia de esas tres fierecillas y menos delante de su esperpéntica madre.
            Lo que Zéfiro quería comunicarle a su pequeña amiga es que la señora era una persona extravagante,   fea de cuerpo y ridícula por sus ideas.
            -¡Es un milagro! No lo puedo creer.
           -No es un milagro, Marialuna. Siempre he sabido hablar pero no lo hago desde que vivo en esta casa. No soportaría tener que conversar diez minutos con ninguna de ellas. Además, prefiero que piensen que soy un poco lelo. ¿Entendés?
            -¿Algo tonto querrás decir?
           -Sí, pero no sigamos hablando sobre un tema tan desagradable. Tengo algo para mostrarte que te va a maravillar.
          -¡Grandioso! Creo que hoy será uno de los días más hermosos de mi vida.
            -Así será, Marialuna, te lo prometo.
          Cruzaron el linde del bosque y llegaron a la huerta secreta en un amplio claro en el bosque. La luz del sol parecía darle un brillo especial a las plantas: repollos, acelgas, tomates, sandías, zapallos. Ese sí que era un auténtico vergel.
           Zéfiro iba arrancando las cebollas con el azadón, con cuidado para no despedazarlas. Tras él iba la hermosa niña, calladita, recogiendo las hortalizas y trenzándolas tal como acababan de enseñarle.  (Ristras es una especie de trenza que después puede colgarse del techo para que los bulbos se conserven durante varios meses).
           Aproximadamente al mediodía habían terminado su labor, pero no pensaban en regresar. Sentados  a la sombra de unos árboles, Zéfiro cortó unos tomates por el medio, les puso sal y comieron con verdadero apetito.
           -Marialuna, ¿qué te  parece si comemos un melón?
           -Pero si llegara, vos sabés quién, se va a enojar.

             -Ella no vendrá hoy. A estas horas debe estar engullendo su almuerzo. Vení, vamos a cortar uno pequeño, bien dulce.
            Zéfiro cortó  el melón en tajadas, se sirvieron y después hicieron un pozo donde enterraron las semillas y las sobras.
          -Ahora vamos a cruzar esa parte del bosque por un sendero que he recorrido desde hace años.
            -¿Nadie conoce ese lugar?
           -Nadie. La señora Lucrecia tiene temor a ciertos animales.
            ¿Cómo cuáles?
           -Gatos monteses, jabalíes, dogos salvajes.
           -¡Qué miedo!
            -También dicen que en las noches de luna llena aparece el lobisón,
          -¿Qué es un lobisón?
            -El hombre-lobo. ¿No lo sabías?
            - Zéfiro, por favor, no vayamos.
           -No tengas miedo. Conmigo nadie se atrevería a hacerte daño. Vamos, dame tu mano.   
            Se internaron por un estrecho sendero cortado a machete en la espesura de la selva donde apenas llegaba la luz del sol. La niña caminaba erguida y el joven bajando su cabeza para no lastimarse con las ramas que se entrecruzaban en lo alto. Calculemos que habría pasado algo más de una hora, cuando al final del túnel vegetal se presentó ante ellos el espectáculo más bello que cualquiera de nosotros pudiera imaginar.
            -¿Qué te parece?
           -Zéfiro, es maravilloso. ¿Cómo se llama este lugar?
           -Esto que estás viendo es el Potrero de las Flores, mi obra maestra.
           El potrero era en verdad una obra maestra del trabajo y del amor por las flores. No nos alcanzaría esta hoja para anotar el nombre de todas las plantas que allí crecían y se multiplicaban: rosas, claveles, jazmines, heliotropos, caléndulas, margaritas, vistosas santarritas que trepaban por el tronco de los árboles más próximos. Demás está decir que el aromaba que exhalaba ese prodigioso jardín era exquisito, delicioso.
           -¿Te gustó la sorpresa, Marialuna?
            -Me siento tan feliz que me pondría a llorar. Primero, al saber que podés hablar y ahora en medio de este lugar tan bonito. ¡Es como un sueño!
            -Pero esto no es todo. 
           -¿Qué?
            -Mirá hacia allá,   al final del potrero, donde el bosque vuelve a cerrarse.
          -¿Qué son esas cajas?
           -Colmenas. Tengo varias y en todas hay un enjambre y en cada una hay miel, la más dulce y exquisita miel que jamás hayas saboreado.
          -¿Cómo has podido guardar el secreto? ¿Lo  sabe la señora?
           -De vez  en cuando llevo miel a la casa pero le digo que es miel silvestre. Debo mentirle porque si ella supiera de este lugar vendería las flores y las colmenas por un par de monedas.
            En ese momento escucharon un delicado maullido, tan suave como el aroma de las flores. Era Uda que pasaba lentamente,  de un extremo al otro del Potrero de las Flores. Hizo como que no los había visto y siguió hasta el linde del bosque, donde se internó. Esa minina conocía el lugar y es posible que allí se ocultara cuando el perro comegatos, Chococán, salía a perseguirla.
           -¡Qué extraño, Zéfiro! Esa gata aparece en los momentos  en que suceden cosas importantes en mi vida.
            -Sí, lo sé, Marialuna. Algún día sabremos quién es y de quién es esa blanca morronga.
            Oculta tras la espesura de los árboles más grandes, un par de ojos los espiaban. ¿De quién podrían ser esos ojos? Pues nada menos que de Nicéfora, la Anciana del Bosque. En realidad no es una mujer, aunque tenga esa apariencia. Es el Espíritu del Bosque, la protectora de las plantas y los animales. ¿A que no adivinan quién está a su lado? Acertaron: Uda, la gata misteriosa. Ronronea y se pasea de un lado a otro, señal de que se encuentra satisfecha.
           Como se les estaba haciendo tarde, Zéfiro y Marialuna regresaron  por el angosto sendero hasta llegar a la huerta. En el momento en que cargaban las ristras con cebollas, el joven sirviente empezó a toser. Dejó la carga en el suelo y se tomó el pecho.
           -¿Qué te pasa? ¿Por qué tosés tanto?
            -No es nada. Hace tiempo que tengo un fuerte dolor, aquí, en el pecho. Tal vez esté enfermándome.
          -Tendrías que ir a ver a un médico.
          -¿Un médico? ¿Dónde podríamos encontrar uno? Vámonos, ya está pasando el dolor. ¿Tenés hambre, Marialuna?
          -Sí, bastante. Ojalá nos hayan guardado algo para la cena.
           Volvieron a la decrépita y antigua casona en silencio, cargando las cebollas en el momento en que el sol terminaba de ocultarse. Desde el límite del bosque con el camino escucharon los ladridos de Chococán.



                                       8

                              ASÍ NO SE PUEDE VIVIR



  No alcanzaron a trasponer la puerta principal  cuando Zéfiro y  Marialuna  escucharon que un grupo de gente lloraba en la cocina. Con motivo de que por esa casa muy pocas veces venían visitas, supusieron que eran las cuatro mujeres las que estaban lamentándose por algún suceso desgraciado.
          -¿Estas son horas de regresar? – gritó Lucrecia, amenazándolos con la punta de su dedo índice-. ¿Se puede saber por qué han demorado tanto?
           Zéfiro echó mano una vez más a su repertorio de gestos, muecas y mímicas para hacerse entender:
           -“Mi señora, aquí están las cebollas. Nos llevó una buena parte del día. Además, me dediqué a cultivar otras verduras, a limpiar y cortar yuyos, usted sabe”.
           -Mientras ustedes disfrutaban de su día de trabajo en el bosque, nosotras, aquí, con nuestra desgracia.
           -¿Qué ha sucedido? –preguntó Marialuna.
          -¿Qué ha sucedido? Pues que Joy ha desaparecido. Esa maldita gata, se ha comido a mi querida y anciana ratita, mi dulce mascota-balbuceó entre lágrimas y soplidos la niña Pérfida.
          -Sólo nos quedan Jit y Ned. ¿Qué está pasando en esta casa?-preguntó Mísera, temblando como si le hubiera dando un ataque de locura.
           -Es por tu culpa, Marialuna, por tu culpa. Esa gata apareció el mismo día en que mamá te encontró abandonada en el bosque. Ojalá te hubiera dejado allí para que te comieran los lobos.
          -Sí, sí, es por tu culpa, por tu culpa.
            Zéfiro consideró que era prudente serenar los ánimos. Volvió a emplear el lenguaje de los mudos:
          -“¿Por qué creen que Uda es la culpable?”
          -¿Uda? ¿Así que esa gata asesina se llama Uda? ¿Quién te lo dijo?
          Zéfiro exhibía un pedazo de papel donde había escrito la palabra UDA. Volvió a expresarse con mímica para hacerse entender:
          “No lo sé, siempre pensé que esa gata se llama Uda”.
          -Mentiroso. Los dos son unos malditos mentirosos.
          -¡Basta! – gritó Lucrecia-. Eso no es nada con lo que me ha sucedido a mí.
           -¿Qué le ha sucedido, ama? Cuéntenos –intervino la pequeña sirvienta.
           -Hace unas pocas horas vinieron a comunicarme la desgracia más grande de mi vida.
          -¡Papá ha fallecido!
           -Mi esposo, el coronel Plácido Bandullo, ha muerto en cumplimiento de su deber.
          -Papá fue encontrado muerto en el casino de oficiales.
           -¡Oh, Plácido! ¿Por qué me dejaste?
           -“Por favor, explíquese, señora” –era Zéfiro el que gesticulaba.
          -¿Acaso debo contarle mi vida privada a un sirviente? ¿Qué te creés? Solo voy a decirles que el coronel era espía y por ese motivo su vida estaba en constante peligro. Conocía tantos secretos que sus enemigos lo acosaron hasta darle muerte. ¿Por qué? ¿Por qué, mi dulce esposo?
  La verdad de la milanesa, como se dice  vulgarmente, era que el esposo de la gorda era un borrachín, jugador profesional, mentiroso y fabulador. Había perdido mucho dinero  en los juegos de naipe y como no podía devolverlo, lo liquidaron mientras bebía su séptimo vaso de ginebra.
           -Pero tengo un consuelo. Aquí me informan que gozaré de una pensión. No seremos  ricos pero tendremos un mejor pasar. Arreglaré esta casa, compraré cortinas, haré un nuevo gallinero y si me queda un poco de dinero adquiriré un sulqui y un caballo para ir hasta los pueblos vecinos.
           Volviendo a la verdad de la milanesa, la famosa pensión eran unos pocos   billetes de modo que Zéfiro y Marialuna deberían continuar trabajando, y poco cambiaría en ese hogar durante los próximos años, según podrá saberse en los capítulos venideros.
          Con seguridad, ya que es muy conocido, ustedes habrán escuchado el refrán que dice: Quien siembra vientos cosecha tempestades. ¿Tendrán Lucrecia y sus traviesas criaturas un final feliz? Buena pregunta.
          El ambiente pareció serenarse. La dueña de casa puso la mesa y comenzó a servir la cena. Zéfiro y Marialuna fueron hasta el galpón y colgaron las ristras de cebollas. Se lavaron las manos y esperaron, como siempre, que las dueñas del lugar cenaran para después hacerlo ellos. Sin embargo, sin que nadie ni nosotros podamos explicarlo, Lucrecia les pidió que las acompañaran, indicándoles a cada uno un lugar en la mesa.
          Terminada la comida, un guiso de papas con habas, Zéfiro subió al ático donde dormía y Marialuna se dedicó a lavar la vajilla, limpiar la mesa y barrer el piso.
          -Hasta mañana, Marialuna, que descanses.
           -Hasta mañana, ama. Gracias por todo.
          La maciza mujer subió con esfuerzo las escaleras tras los  pasos de sus hijas. Entraron al cuarto de la madre y allí comenzaron a hablar en voz baja.
           -¿Así que esa gata roñosa se llama Uda? Miren lo que tengo aquí.
           -¿Qué es eso, mamá?
          -Esta cosa terrible es una trampa para zorros. Mi finado esposo sabía ubicarla en los alrededores del gallinero.
           -¿Cómo funciona?
            -Pondré un pedazo de carne, aquí, estiraré estos resortes y ¡listo! La trampa está preparada para cortarle el cuello a esa  hija del diablo.
          -Mamá, ¿de dónde vas a sacar un pedazo de carne?  
            -Mi querida Pésima, tu mamá es una mujer muy astuta. ¿Saben qué es esto?
           -Un pichón de paloma.
           -Exactamente. Hoy lo saqué de su nido, le corté el cogote y aquí lo tenemos, listo  para que esa gata deje de molestarnos.   
           -Mamá, ¿puedo tocar aquí?
           -¿Estás loca? Si la trampa se suelta podría cortarte la mano. Vayan a sus camas. Yo me encargaré de poner este juguete en el lugar adecuado.
           Con estas palabras,  la viuda del jugador de póquer descendió por las escaleras, abrió sigilosamente la puerta que daba al patio  trasero y depositó el artefacto mortal con mucho cuidado.
           -Adiós, Uda, mañana vendremos a recoger tus pedazos.
          Mientras tanto, en la pocilga donde dormía y pasaba sus pocas horas de descanso, Zéfiro sacó su diario íntimo y comenzó a escribir:
           “Hoy ha sido un día hermoso  para mí y Marialuna. Esa pequeña es como una hermana para mí, un misterioso duende que con solo verlo me siento feliz. Finalmente se están cumpliendo mis deseos: he podido dialogar con ella, mostrarle el potrero de las flores y mis colmenas. Lástima que me siento tan enfermo, si apenas tengo fuerzas para hacer mis tareas. Esta espantosa tos me tiene despierto horas enteras. ¿Qué haré? ¿Cómo podré cumplir con mis deseos de terminar este libro? Desde el mismo día en que la señora Lucrecia trajo a Marialuna desde el bosque, he comenzado a escribir una larga historia que recordará nuestras vidas. Sé que el camino que falta recorrer no será de rosas. Habrá muertes y tristezas, luchas y alegrías. No todos perderán al final del cuento. Algunos deberán ser castigados y otros encontrarán su libertad. Ya tengo 23 años y no sé cuántos más alcanzaré a vivir. Durante la mayor parte de mi vida sólo pensé en huir de esta casa. Ahora no me costaría mucho escapar para siempre, cruzar el bosque y llegar al otro lado, a esa gran ciudad  donde siempre  he deseado vivir. No me iré. No saldré de este lugar hasta que Marialuna también pueda hacerlo”.
          La luz de la vela llegó a su fin. Zéfiro se acostó y de inmediato entró en un sueño profundo. De a ratos tosía pero volvía a dormirse.
           Con las primeras luces del amanecer se escucharon aullidos, ronquidos y sones lastimeros en el patio trasero. Rápidamente bajó Zéfiro y tras él doña Lucrecia y tras ellos, con sus ridículos camisones, las tres revoltosas hermanas. Marialuna también despertó y tímidamente siguió al cortejo.
           ¿Qué había pasado? Lo que era fácil de adivinar. Que Uda jamás sería tan ingenua para caer en la trampa para zorros. No fue así, sin embargo, para el pobre y viejo y pulguiento Chococán que en su loco deseo de comer se había abalanzado sobre el trozo de pichón de paloma y la trampa se había accionado. Queremos decir que la trampa funcionó a la perfección, se soltó el resorte y el metal aprisionó el hocico del mastín comedor de gatos.
            Con gran esfuerzo, Lucrecia y Zéfiro abrieron el artefacto para que el perro pudiera soltarse. Pobre animal, era una verdadera piltrafa, una risible y cómica imagen de perro chasqueado que gemía y lloriqueaba de dolor.
          -“Yo voy a curarlo”-dijo el joven sirviente, haciendo un ademán, aunque no tenía muchas simpatías por el can.
           -Más te vale –le gritó la corpulenta dueña-. Y dirigiéndose a Marialuna que observaba la escena sin entender mucho lo que había ocurrido, le espetó:
          -¿A qué hora tomaremos el desayuno, mocosa?
 


9

UN MAESTRO EN SECRETO

Hemos omitido contarles que desde aquel día en que   Zéfiro y Marialuna fueron juntos  por primera vez al bosque, se estableció entre ellos una cálida amistad. Sería mejor decía que los unía un amor fraternal, el que sienten los hermanos entre sí. Han pasado otros tres años y si entonces la pequeña huérfana tenía seis, quiere  decir que ahora tiene, sí, exactamente, nueve años.
          Esta no es una clase de matemáticas aunque conviene, para ir comprendiendo la vida de la niña abandonada en el bosque, que sepamos qué edad tiene cada uno de los personajes. En aquel lejano día, el adolescente mudo (ahora sabemos que no lo es) tenía l7 años y las endemoniadas Pérfida, Mísera y Pésima, tres años. Respecto de la corpulenta señora de la casa, su edad es un misterio. Cuando está tranquila  y demuestra algunos signos de humanidad, parece una mujer joven  pero (la mayoría de los días) cuando enloquece y comienza a insultar y a proferir amenazas al por mayor, representa muchos más años.
          Debemos agregar que Lucrecia no fue en su juventud una mujer fea. Era en verdad una moza más bien bella, de cuerpo y modales agradables que fueron modificándose con el paso del los años, especialmente desde el día en que nació su trío, las revoltosas que ya conocemos. Sus desgracia, la que ha transformado su cuerpo y su rostro (creemos) es su mal carácter. Sí, su mal carácter.
          Pero no vamos  a referirnos en este capítulo a la actual viuda del coronel, falso espía y buen bebedor de ginebra, sino a algo que nos parece realmente maravilloso: el acto de empezar a aprender a escribir y leer.
          Algunos harán una mueca de fastidio y otros de ironía. ¡Todo el mundo va a la escuela! En aquel tiempo y lugar, en el arruinado palacete donde se desarrolla nuestra historia, leer y escribir eran dos palabras prohibidas. Piensen ahora en una mala palabra, pero no la digan en voz alta. Piensen y comparen. Leer y escribir eran dos verbos que jamás  fueron pronunciados pues ya dijimos al comienzo que Lucrecia apenas  conocía el lenguaje escrito y que sus hijas eran, ¿cómo podríamos decirlo?, brutas al cuadrado, analfabestias, tan torpes que no sabían hacer la O con un vaso.
          El ama, así exigía que la llamaran sus súbditos, quedó entusiasmada con la idea de que Marialuna siguiera trabajando en la huerta con Zéfiro. Pero no piensen que  ellas hacían la limpieza. Ni soñarlo. Dejaban la vajilla, la mesa, el piso, los cuartos, el baño hechos una miseria. No bien la hermosa y servicial niña llegaba del bosque, debía poner en orden toda la mugre que las cuatro perezosas habían dejado por donde pisaran.
          -¿Te gustaría aprender a escribir? –le preguntó un día a la pequeña sirvienta el joven campesino mientras limpiaban de yuyos el surco de los tomates.
           -¿Me enseñarías?
          -Por supuesto que lo haré, pero con una condición.
           -¿Cuál?
           -No dejaremos ni rastros de ese aprendizaje.
          -¿Pero cómo lo haremos?
           -Guardo a escondidas una pequeña pizarra y algunas tizas que encontré en la despensa.
          -¿Quiénes las habrán utilizado?
          -No la familia Bandullo, Marialuna. Tal vez lo hicieron los antiguos propietarios. ¿Qué nos importa?
           -¿Y bien?
          -Que hoy mismo empezaremos. Al mediodía, después de comer una ensalada de lechugas, rabanitos y pepinos, comenzaremos la tarea. Yo escribiré en la pizarra, vos aprenderás, después borraremos lo escrito. Tenés que prestar mucha atención y recordar cada palabra que te enseñe. ¿Estás dispuesta?
           -Ojalá supieras lo contenta que estoy, Zéfiro. Me parece un sueño saber que voy a empezar a escribir.
           -Y a leer.
          -¿Cómo?
          -Muy sencillo. En el mismo momento en que aprendas a escribir irás  aprendiendo a leer.
           -¡Qué fantástico! Jamás imaginé que fuera tan fácil.
           Para quienes son atentos, inteligentes y perseverantes, aprender a escribir y leer no es tan complicado. No hay nada comparable a saber escribir y leer correctamente. ¿Qué hubiera sido de la vida de los hombres y mujeres que fueron los autores de los más hermosos libros de cuentos si ellos no hubieran  sabido escribir? Si los libros no existieran, si los maestros no existieran, ¿cómo sería este mundo? Una buena pregunta, ¿no les parece?
          A partir de aquel día, cada vez que estaban en la huerta, maestro y alumna aprovechaban el más mínimo momento de descanso para dedicarse a las tareas escolares. Algunas veces, cuando disponían de más tiempo, corrían hasta el Potrero de las Flores y allí recitaban en voz alta los poemas que iban escribiendo en la pizarra, bellos poemas que a la noche Zéfiro transcribía en su diario personal.
          Después se premiaban comiendo un poco de miel que las abejas iban depositando en las colmenas. Tenían derecho a ser felices, aunque sólo fuera en aquellos días en que, maestro y alumna en secreto, iban descubriendo otros mundos mientras jugaban con las palabras.
           ¿Cómo otros mundos?, alguien estará preguntando o pensando. Sí, estamos hablando de los miles y miles de mundos que uno puede descubrir leyendo libros. ¿Leyendo? Por supuesto, aunque más rápido y formidable es viajar a otros mundos con nuestra imaginación, a la velocidad del pensamiento. ¿Qué tal?
           Cuando regresaban a la mansión de las brujas, uno y otra, nos estamos refiriendo a Zéfiro y Marialuna, permanecían en silencio, como si se desconocieran. Cuando era necesario se comunicaban por señas y por ningún motivo intercambiaban miradas de comprensión o de complicidad. Lucrecia y sus trillizas jamás pudieron descubrir que sus humildes sirvientes estuvieran conspirando. Mejor no pensar en lo que habría sucedido si la colérica mujer los hubiese descubierto nada menos que en horas de clase.
           Ya hemos retrocedido lo suficiente en el tiempo. Ahora estamos en este presente en que no pasan cosas dignas de ser escritas. Todo se repite día a día: el mismo desayuno, las mismas tareas, los mismos gritos y desplantes, la misma locura de Chococán procurando cazar a Uda, las mismas paredes y techos del antiguo castillejo que sigue viniéndose abajo. Y lo que no se ve.
          ¿Qué es lo que no se ve? Lo que no se ve es lo que crece por dentro de las personas: ideas, sentimientos, propósitos. ¿Entienden  lo que estamos diciendo? “Tenés que aprender a ser libre, Marialuna”, le repetía una y otra vez el joven de cabello lacio y barba, ojos claros y manos de dedos largos y finos a pesar de las rústicas tareas que estaba obligado a realizar.
           Pero hace pocos días, la sorpresa de la niña fue increíble. Zéfiro trajo,  oculto en su chaqueta, un objeto que según dicen los que saben, ha cambiado el mundo: un libro de cuentos. Esto ya es el colmo. Primero, ir aprendiendo, lentamente porque no disponían de mucho tiempo, pues no todos los días iban a trabajar a la huerta. Escribir y leer y recordar y luego borrar con un trapo y volver a escribir es algo tedioso, aburrido. Aún así continuaba la enseñanza de uno y el aprendizaje de la otra, hasta que llegara el momento increíble de tener en las manos un libro de  papel, un objeto con forma y olor a libro.
          -¡Qué hermoso, Zéfiro! ¿De dónde lo sacaste?
           -No vas  a creerme si te lo digo.
          -Te creeré. Contame, por favor.
           -Hace muchos años, cuando yo era un niño y estaba en casa el coronel, alguien que no recuerdo, supongo que sería un amigo de la familia, me regaló un paquete con libros. Yo entonces apenas sabía deletrear algunas palabras pero poco a poco aprendí. Fui    mi propio maestro.
          Hubo una larga pausa. Zéfiro sostenía el libro en sus manos. Por un momento pareció titubear, como si fuera a perder el equilibrio.
          Zéfiro, ¿qué te pasa? Por favor, no me asustés.
          -Estoy bien, Marialuna, es esta maldita enfermedad que no me deja respirar.
          -Descansá un momento, ya pasará.
          -Tenés razón, ya pasará. Sigamos con lo nuestro. Tomá el libro.
           -“La fuente  de la doncella”. ¿Son cuentos?
          -Es una leyenda muy antigua que sucede en un lugar parecido a éste, en otro tiempo, con otros personajes. Te encantará leerla.
          -Desde ya estoy sintiéndome feliz. Será el primer libro que leeré en mi vida,
           -Pero se ha hecho tarde. El sol está bajando tras el bosque y debemos regresar. ¿Estás lista?
           -Sí, señor, aquí voy con mi canasto lleno de frambuesas.
          -Y yo con el mío, colmado de berenjenas.
          Regresaron como lo hacían siempre. Adelante iba Marialuna, delgadita pero fuerte, sosteniendo en su hombro el canasto con frutas. Tras ella, mucho más alto,  marchaba el joven que era al mismo tiempo sirviente, mudo, campesino y maestro en secreto, portando lo suyo.
          Apenas  transpuesta la entrada principal, comenzaron las recriminaciones de siempre:
          -Por fin llegaron, ya era hora.
          -¡Qué ricas frambuesas! 
           -¡Dame!
          -¡No toqués, estúpida, que estoy primera!
          Qué mundos distintos hemos contemplado hoy, aunque falta el broche  final, la sorpresa que nadie ha podido imaginar.
  Justo en el momento en que Zéfiro depositaba su canasto sobre la mesada de la cocina, el pequeño libro se deslizó de su chaqueta y cayó al piso.
          -¿Y eso? ¿Podés decirme qué es eso?
          -“Es un libro, ama”-. Zéfiro se expresaba con gestos.
          -¿Pero acaso no te he dicho mil veces que en esta casa está prohibido tener libros? ¿Cómo te has atrevido a desobedecerme? Venga para acá.
          -“No, señora Lucrecia, por favor, devuélvamelo, es muy importante para mí. Se lo ruego”.
          -No me digas. Mirá  lo que hago con tu libro.
          Con la última palabra, la ignorante mujer tiró el libro a las llamas que ardían en el fogón. En un instante el fuego devoró el más precioso de todos los objetos. Zéfiro escondió su ira y subió a zancadas las escaleras hacia su refugio en el ático. Las trillizas aplaudían con sus caras de idiotas, mentecatas  y atolondradas, por no decir ninguna palabrota.
          -¡Hurra! ¡Hurra!
           -¡Qué hermosas llamas!
          -¡Miren cómo arde esa porquería!
           Si alguien pensó que Marialuna hizo un gesto que la delatara, que  pusiera en evidencia que le dolía la muerte del libro, está completamente equivocado. Nuestra heroína no solamente es hermosa, inteligente, discreta, delicada, es una niña astuta, que lloraba por dentro pero que no demostraba su indignación.
           Como si nada hubiera sucedido, se puso a lavar la vajilla, a fregar los pisos, a preparar su viejo jergón para echarse a dormir no bien la mujer quemalibros y  sus majaderas hijas subieran a sus habitaciones.
          Pero no pudo dormir. Se quedó pensando en los acontecimientos del día, en los momentos compartidos con su amigo y maestro en secreto. Durante un largo rato intentó imaginar lo que contendría el libro devorado por el fuego. Desde la cocina, cada tanto  se escuchaba que Zéfiro continuaba tosiendo.



10

BAILE DE DISFRACES

Ahora daremos un nuevo salto en el tiempo hacia adelante. Han pasado otros tres años desde el día en que fue destruido por las llamas un libro maravilloso que contaba la leyenda de “La Fuente de la Doncella”. Si alguno de ustedes hubiera tenido la oportunidad de conocer a Marialuna cuando era una niña, se sorprendería al ver ahora a esa adolescente de l2 años, más alta aunque delgada como siempre, de piel curtida por el sol y esos ojos brillantes, despabilados, curiosos, propios de las personas que son inteligentes y de buen carácter.
          Lo que vamos a contar sucedió varias semanas antes de que terminara el año, es decir muy cerca del día en que la alumna en secreto cumpliría l3. La mandamás reunió a todos los habitantes de la casa apara anunciarles algo que ella consideraba como muy importante, tal vez lo más importante de los  últimos años.
          -Presten atención. Haremos una Fiesta de Disfraces, como se acostumbraba en la época en que mi finado esposo, el coronel, vivía en esta mansión.
          -Yo me disfrazaré de bruja –gritó Pérfida.
          -Callate, chiruza –gritó su madre-, hasta que yo no lo permita, nadie me interrumpirá. ¿Han entendido? Bien. Ya he enviado la invitación a los principales vecinos de esta comarca. Todos han prometido venir ocultos en sus disfraces pues nadie debe conocer quién  es quién.
          -Pero yo le diré a todo el mundo quien soy –intervino la rubia.
          -¿Es posible que seas tan necia, mi querida  Pésima? ¿No dije que se quedaran en silencio? No me hagan enfurecer porque se van a arrepentir. Haré un esfuerzo para calmarme. Bien. Como les dije, tendremos que preparar este amplio salón  donde en otro tiempo disfrutó lo mejor  de la aristocracia de esta región.
          Volviendo por tercera vez a la verdad de la milanesa, lo cierto es que nadie en los alrededores perteneció  nunca a la nobleza aunque muchos, entre ellos la señora Pachulí viuda de Bandullo, siguen pensando que pertenecen a la categoría  de los más ricos.
          -Que quede bien en claro que no pienso repetir una sola orden. Dentro de una semana será la fiesta. Nosotras prepararemos nuestros disfraces y ustedes, Zéfiro y Marialuna, será  los únicos que no los tendrán. Vestidos de sirvientes lucirán mejor. ¿Qué me dicen? ¡Ja!
          Aunque nos parece innecesario, vamos a mencionar que a partir del discurso inaugural, el trabajo de los lacayos se multiplicó. Además de las tareas cotidianas como cocinar, lavar, limpiar, trabajar en la huerta y soportar a las monstruitos, tuvieron que arreglar el derruido salón de fiestas, acomodar los ridículos retratos de los antepasados, eliminar telarañas, polvo y bichos cumulados por todas partes. Luego fregar y pulir los pisos de madera, lavar los remendados cortinados y volver a ubicarlos y todo lo que cualquiera pueda suponer necesario para preparar una fiesta semejante.
          -Mamá –preguntó cierta tarde la pelirroja  Mísera-, ¿tendremos que  preparar comida para la cena?
          -¿Comida? Nosotras pondremos esta regia casona y los demás traerán comidas y bebidas a granel. Recuerden que apenas  se sirvan las mesas, no deberán perder un minuto.
          -¿Para empezar a comer?
          -¿Acaso dije para bailar? Por supuesto que para cenar, pero no vayan a ensuciarse la ropa  pues vendrán algunos de los más hermosos jóvenes de la región.
          -¡Huy! ¡Qué maravilloso! Me pondré de novia con el más apuesto de los nobles que nos visitarán.
           Si ellas supieran quiénes serán los apuestos nobles, dejarían de hacerse ilusiones. Pero está bien, hay que ser justos. A los  l5 años, cualquier jovencita tiene el derecho a soñar con su príncipe. ¿Con un príncipe? 
          El día anterior a la fiesta, llovió bastante y eso hizo que se asentara el polvo de los caminos. El viento refrescó y puso de buen ánimo a los vecinos que hacían los preparativos: disfraces, máscaras, comidas, bebidas, carruajes. En el escenario de nuestra historia todo el mundo corría, iba de un lado a otro, limpiando unos, cuchicheando otras, subiendo y bajando escaleras, trayendo baldes con agua, trapos de piso, resbalones, insultos y amenazas. Por los nervios. ¿Se dan cuenta?
          En la nota (con notables errores de ortografía) que Lucrecia había enviado a sus vecinos, decía que debían traer, además de las provisiones suficientes, una lámpara, un farol, un paquete con velas, una linterna que haría posible iluminar el amplio salón. También fueron invitados algunos músicos  para alegrar la jarana, pero ninguno se hizo presente.
          Al fin llegó la hora. Antes de la entrada del sol comenzaron a llegar los invitados. Algunos venían a pie, otros a caballo, algunos en sulqui, otros en carretelas y los más pobres en grandes carros tirados por mulas. La calle de tierra, de un lado y otro se llenó de gente, de ruidos, de gritos, silbidos, carcajadas. No podríamos nombrar a todos los que iban llegando. En primer lugar porque venían disfrazados y en segundo término porque no tenemos la menor idea de quiénes son aunque vinieran a cara descubierta. Pero sí reconocimos de inmediato a don Pletórico, el chanchero (por el carromato con barrotes de hierro) vestido de verdugo, acompañado por su robusta esposa, disfrazada de Gatúbela, un personaje de historieta, y por sus dos enormes hijos, Hogui  y Pigui, simulando ser guerreros del imperio romano. Tal como su padre, olían a cerdo y mostraban sus vellosidades  abundantes y rojizas. ¿Con uno de éstos alguna vez pensó el vendedor de chanchos casar a nuestra dulce Marialuna? Mejor cambiemos de tema y sigamos observando.
          Montados en un caballo blanco llegaron el Príncipe Sapo y la Bella Durmiente; en una jardinera tirada por dos burros llegaron Blanca Nieves y sus siete cómicos enanitos; por ahí apareció la horrible figura de Frankestein, con un cuchillo que atravesaba su cabeza, seguido por el Hombre Lobo.
          En la puerta, como era la costumbre, Lucrecia iba recibiendo a sus invitados. Vamos a tomarnos la tarea de traducir sus pensamientos. Ante cada uno que llegaba, ella no podía ver menos que a un ser inferior, a un rústico campesino, a un obrero o empleado del gobierno. Así, mientras se inclinaba para saludar a El Zorro y al Sargento García, pensó que eran dos adefesios insoportables. Cuando ingresaron Hansel y Gretel, apenas los saludó, pero sí sonrió y se dio un abrazo con la  infame bruja cuya casa era de chocolate para atraer a los niños y después comérselos.
          Mientras tanto, Zéfiro y Marialuna iban acomodando las viandas en enormes fuentes de donde los invitados iban sirviéndose  sin esperar la llegada de los demás invitados. Como no había cubiertos suficientes, comían con la mano y dejaban en el piso huesos de pollo, restos de carne asada, servilletas de papel y  toda la suciedad que al día siguiente nuestros amigos, los sirvientes, deberían barrer.
          -¡Qué encanto!
           -¡Buenas noches, madame!
          -Muy gentil. Pase usted. Póngase cómoda, haga de cuenta que esta es su casa.
          -Por favor, sírvanse. La comida es abundante y exquisita.
 En medio de la confusión aparecieron el Enmascarado Solitario y Olaf, el Vikingo, Mandrake y Lotario, un gordo disfrazado de Superman, otro que era rengo, de Hombre Araña.
          -Gracias por su invitación, señora de Bandullo, qué honor entrar por primera vez a su casa.
           -¡Oh, por el amor de Dios, el gusto es mío!  Pasen. Bienvenidos.
           El Gigante Egoísta apenas pudo ingresar por su enorme tamaño y el Príncipe Feliz llegó con una extraña tristeza en su rostro. Ogros, Pitonisas, Diablos, Madrastras, Mendigos, Ciegos, Caníbales iban llegando y acomodándose donde podían. Comían y bebían lo que iba sobrando pero nadie protestaba. Se mostraban joviales, contagiados por la simpatía de la dueña de casa que lucía como la Reina de las Mariposas.
           -¿De qué estaban disfrazadas las trillizas? No lo van a creer. No es posible que exista gente tan descocada y simuladora como esta familia. Hablamos, por supuesto, de la viuda del extinto coronel, asesinado por cuestiones de dinero, y sus exóticas y grotescas hijitas. Pérfida imitaba con su traje a la Amistad, Pésima a la Bondad, y Mísera a la Generosidad. Los trajes habían sido diseñados por la patrona de la casa y más de uno se conmovió ante esas singulares presencias. ¡Pobres ingenuos! Si supieran lo que escondían esos hermosos trajes  se hubieran decepcionado.
           No tuvimos tiempo para anotar a cada una de las insólitas figuras que iban amontonándose y arrebatando lo último de comida que quedaba. Lo que sí nos llamó la atención fue el ingreso de una anciana vestida de negro. Lucrecia la confundió con una bruja y le dio la bienvenida sin saber que esa desconocida era un ser que muy pronto produciría un cambio definitivo en su vida y en la vida de todos los que habitaban su residencia.
           La viejita ingresó pero ni comió ni bebió. Un joven disfrazado de Tarzán le ofreció una de las pocas sillas que había en el salón. La anciana se sentó y comenzó a observar, uno por uno, a cada mascarita. ¿Qué estaba  haciendo allí  el Espíritu del Bosque? Muy pronto lo sabremos y les aseguramos que no será muy divertido.
          En un momento, mientras Marialuna ofrecía refrescos en una bandeja, se aproximó a  ella el Príncipe Feliz. Su rostro triste se transformó cuando le sonrió a la niña de nuestra historia.
           -¿Marialuna?
          -¿Sí? ¿Cómo sabe mi nombre?
           -No te vayas, por favor. He atravesado el bosque para decirte sólo unas pocas palabras.
          -No sé quién es usted. Perdóneme, debo continuar sirviendo.
          -Sólo  te pido que recuerdes.
          -¿Qué debo recordar?
           -Que muy pronto volveremos a vernos. Estaré esperándote. Te lo prometo.
          La Anciana del Bosque pareció sonreír. Se cubrió el rostro con un chal negro y salió lentamente hacia la oscuridad de la noche. Oculta tras los primeros árboles del bosque estaba Uda, esperándola.
          Algunas lámparas y faroles habían agotado el combustible. Unos tras otros, como fueron llegando,  comenzaron a retirarse los invitados. Cuando el último se hubo ido, el amplio y antiguo salón era un verdadero chiquero. Mañana, muy temprano, los sirvientes limpiarían la suciedad y abrirían las ventanas para que se disipara el peor de todos los olores: el de la gente que nunca se baña.
          Lucrecia estaba agotada y con muy pocas ganas de agradecer los servicios prestados por los únicos que en esa casa trabajaban. Subió las escaleras portando la única vela que quedaba. Tras ella, empujándose y diciendo estupideces, también  subían las trillizas.
          Apenas un momento después, se  escucharon unos gritos pavorosos.
          -¡Oh! ¡Maldita sea esa gata!
          -¿Qué ha sucedido?
           -Mamá, mamita. Las  hijitas de Jit y Ned han fallecido. Uda se las ha comido. Ya no tenemos a nuestras mascotas.
          -¡Qué solas hemos quedado!
          -¡Mis amores, mis dulces y amorosas ratitas!
    Marialuna acomodó su colchón de chalas de maíz y se entregó rápidamente al sueño. Lo último que pensó fue: “¡Qué extraña fiesta! ¿Quién será ese joven vestido de Príncipe  Feliz? ¿Volveré a verlo? ¿Cuándo? ¿Dónde?”
          Zéfiro seguía tosiendo. Todo su cuerpo estaba empapado de un sudor frío. No podía dormir y tampoco escribir porque en su lámpara no había querosén. Se quedó dormido recién al amanecer, cuando los gallos cantaban en las chacras vecinas.



11

ADIÓS AL AMIGO

Lucrecia, tal como era su mala costumbre, cada vez que se levantaba de la cama exigía la inmediata presencia de sus dos sirvientes.
          -Buenos días, señora.
          -¿Has preparado mi desayuno, Marialuna?
           -En un momento se lo serviré.
          -¿Por qué Zéfiro no está levantado? ¿Tendré que ir en persona a golpearle la puerta? Ya veo que estamos empezando mal el día. Haceme el favor y subí hasta su habitación. ¿Escuchaste?
           -Sí, ama  ya estoy subiendo.
           Marialuna trepó rápidamente escalón tras escalón hasta llegar al ático. Golpeó repetidamente la puerta pero nadie respondió. Empujó con suavidad y entró sin hacer ruido. La luz de la mañana que se colaba por la ventanilla iluminaba la escena más triste que había contemplado en su joven vida. Yaciente, pálido, cubierto de sudor, comido por la fiebre,  Zéfiro agonizaba sobre su mísero jergón.
           ¿Qué significa agonizar? Vivir los instantes previos a la muerte, eso significa. ¿Les parece poco? Para cualquier persona bien nacida, la muerte de un amigo es uno de los sucesos más dolorosos que deberá soportar. La alumna en secreto contemplaba el rostro triste y agotado de su maestro en secreto, de su amigo y protector, de su hermano mayor.
           Marialuna va a bajar para dar aviso a la dueña de la empobrecida mansión, cuando una mano de Zéfiro la retiene.
          -No, por favor, no te vayas todavía. Tengo algo importante  que decirte.
           -Debemos ir a buscar un médico. Estás temblando.
           -Ya no importa. Sé que mi enfermedad no tiene remedio.
          -No digas eso.
          -Escuchame un momento, Marialuna, no me interrumpas.
          -No lo haré.
           -Oculto tras un ladrillo hueco, aquí (señala un punto en la pared), encontrarás mi diario. En  él fui escribiendo lo más importante que me iba sucediendo desde el momento en que aprendí a escribir.
           -Ya me lo habías dicho.
           -Lo que nunca te dije es que en este diario encontrarás la leyenda de “La  Fuente de la Doncella”, la había copiado del libro que esa mujer quemó. ¿Te acordás?
           -Ahora necesitarás de la ayuda de un médico. Después me explicarás.
          -No, Marialuna, mi vida se acaba. Ya he vivido casi 30 años y me siento muy cansado. Vos sabés que hace tiempo que podría haberme ido de esta casa para siempre.
          -¿Por qué no lo hiciste? ¿Qué te lo impedía?
           -Jamás te hubiera abandonado. Ahora está por llegar el momento más importante que cuenta la leyenda. Sólo te pido un último favor.
          -Lo que me digas.
           -Que seas fuerte y que por nada,  ni por nadie, nunca dejes que te opriman. A partir de este momento repetirás en silencio, una y otra vez: “Libertad, divino tesoro”.
           Desde el piso inferior se escuchó la voz tronante de la iracunda mujerona:
          -Zéfiro, ¿se puede saber por qué demonios no bajás? ¿Acaso no te ha dicho la criada que tenés que salir de inmediato a tu trabajo? ¿O me veré obligada a subir esos escalones para sacarte a los empujones?
          Arriba todo era silencio. Marialuna hizo un gesto, como queriendo abrazar a Zéfiro, pero éste le dijo:
          -No me toques, podrías contagiarte. Ahora permanecé atenta, no te descuides. Todo lo que tenía que suceder está sucediendo.
          -Adiós, Zéfiro, cuidaré tus flores y tus colmenas y tu huerta. Te lo prometo.
           -Gracias, pero tal vez eso no será posible. Adiós, Marialuna. ¿Cómo es la consigna?  Repetímela.
          -“Libertad, divino tesoro” 
          -Eso es.
           Mientras la jovencita iba descendiendo las escaleras con sus ojos mojados por las lágrimas, escuchó que las trillizas estaban peleando entre ellas en el dormitorio. En el patio, Chococán ladraba a un jinete que se  aproximaba a la casa.
          ¿Ustedes han sabido que hay hechos que parecen fruto de la casualidad pero que no lo son? Es un tema complicado que dejaremos para analizar en otro libro. Por ahora nos basta decir que el recién llegado es nada menos que el doctor Emérito, el viejo y querido médico del pueblo más próximo.
           Lucrecia se proponía reprender a Marialuna, pero la repentina presencia del doctor la obligó a abrir la enorme puerta de la entrada principal.
          -¡Doctor Emérito! ¿A qué se debe su gentil visita?
           -Pues vengo a visitar a un joven paciente que vive en esta casa.
          -¿Se refiere usted a Zéfiro?
           -Por supuesto. Sé que está gravemente  enfermo. Por eso he venido.
          -¿Cómo lo supo? ¿Quién le dijo semejante mentira?
           -Mire, querida señora, no sé si es mentira o verdad pero aquí estoy y no me iré sin ver a ese joven.
          -¿Podría decirme, al menos, quién le avisó?
           -Por supuesto. No es un secreto que deba guardar como médico. Anoche, antes de irme a la cama, llegó una mujer, mejor dicho una anciana vestida de negro. Ella fue quien me dio la noticia. ¿No la conoce?
          -No tengo ni amigos ni parientes y menos a gente extraña que se entrometa en mis asuntos personales.
          -Perdóneme,  Lucrecia, esa anciana es una persona encantadora. Además venía acompañada.
          -¿Por quién?
          -Por una hermosa gata blanca a la que ella cariñosamente llamaba Uda.
          -¡Maldición! ¡Recontra maldición!
           -¿Qué la pasa, mujer? ¿Por qué esos insultos?
          -Es una larga historia, doctor. Usted jamás podría comprenderme. Vamos adentro.
          Marialuna fue al encuentro de su patrona con los ojos llenos de lágrimas:
          -¿Se puede saber qué te pasa? ¿Por qué estás llorando?
          -Zéfiro está muy enfermo. Por favor, doctor, vaya a verlo.
          -¿Desde cuándo los sirvientes dan órdenes en esta casa? Vamos, doctor Emérito,  debemos subir varios escalones.
           -La sigo.
          Marialuna fue a la cocina a preparar una taza de té para el médico. Sabía que esa era la costumbre y debía cumplir con ella aunque su corazón se partiera en pedazos.
          Las trillizas bajaron a la carrera. Si han sacado ustedes la cuenta sabrán que tienen l6 años durante los cuales han ido acumulando estupidez, ignorancia, maldad y egoísmo en grado superlativo.
           -¿Qué te pasa, mocosa? ¿Por qué tenés esa cara?
          -¡Qué te importa!
           -Esa no es manera de contestar. Debería darte una cachetada.
          -Ahí tienen el desayuno. Sírvanse ustedes mismas.
           -¿Te has vuelto loca?  ¿No tenés miedo de que mamita te de una paliza?
           -En estos momentos nada me importa.
           -¿Se puede saber por qué?
          -Porque Zéfiro se está muriendo, grandísimas zorrinas.
           -¿Pero qué…?
          La frase que había empezado Mísera quedó trunca. En esos momentos bajaban las escaleras el viejo galeno y la rechoncha ama de casa. Sus semblantes lo decían todo aunque lo que cada uno sentía por dentro era muy diferente.
          -Queridas hijitas,  nuestro amado Zéfiro ha dejado de existir. ¡Oh, qué pena, qué dolor!
           -Mamita, no puede ser. Nuestro mejor amigo nos ha abandonado.
           -Más que amigo era como nuestro hermano mayor.
          Dejemos a las hipócritas trillizas lloriqueando, abrazadas a su madre. Cualquier extraño se hubiera estremecido de dolor ante esa escena. No así Marialuna para quien el acto era una comedia barata, otra muestra de los malos sentimientos de esa familia. Del mismo modo, el doctor Emérito hizo una mueca de desagrado y fue hasta la cocina donde la gentil sirvienta le había preparado una taza de té de menta y tomillo.
          -Gracias, querida. ¿Sos de la familia?
          -En un sentido sí y en otro, no.
           -Comprendo. ¿Cuál es tu nombre?
          -Marialuna, para servirle.
           -Zéfiro era tu amigo, ¿verdad?
           -Sí, señor. Era mi amigo y mi maestro –dijo la jovencita en voz baja para que el cuarteto de lloronas no la escuchara.
          Lucrecia los interrumpió con poca delicadeza:
           -Está bien, podés retirarte, muchachita. Yo seguiré atendiendo a mi amigo el doctor. ¿Se le ofrece algo más? ¿Aceptaría quedarse a almorzar con nosotras?
          -Le agradezco, pero debo partir de inmediato. En un par de horas vendrá gente del servicio fúnebre. Ellos se encargarán del sepelio.
          -¡Oh! El sepelio. Lo había olvidado. ¡Qué problema!
           -¿Qué clase de problema?
           -Usted debe saber que, lamentablemente, a pesar de que soy la viuda del coronel Bandullo, no dispongo de un solo centavo para gastos extras.
           -No se preocupe, señora Lucrecia, ese asunto ya está solucionado.
          -¿Alguien pagará el entierro? ¿Quién?
          -Una persona de la ciudad que pidió no revelar su nombre se ha hecho cargo de todos los gastos.
          -Vaya, no lo esperaba. ¡Qué alivio!
          -Gracias por el té. Estuvo delicioso. Señora…
          El respetuoso médico hizo una inclinación de cabeza, saludó a la madre y después a cada una de las trillizas y finalmente se detuvo ante Marialuna, que lo aguardaba junto a la puerta principal, y le dio un beso en la frente.
          -Me gusta tu nombre, Marialuna. Adiós.
           -Adiós, doctor.
          La puerta se cerró tras los pasos del médico. En la casa se hizo un silencio sepulcral, como dicen en las novelas de terror. Por un momento ninguna supo qué hacer ni decir. La presencia de un cadáver en el ático no era para continuar haciendo la vida de cada día.
          -Yo ni loca subiré –dijo Pérfida.
          -A mí me dan asco los muertos –agregó Mísera.
          -Ojalá vengan pronto y se lo lleven. No deseo tener una pesadilla cuando me duerma como ocurrió la noche en que Gay murió.
          -¿Soñaste con ella?
          -Mejor no te cuento, hermana. Fue terrible.
           Era  tan increíblemente mediocre la conversación que no habrá lector que sea capaz de seguir conociendo los detalles que contaban las analfabetas.
           -Orden, orden, señoritas. Suban a sus cuartos y arreglen sus camas. Peinen sus mechas y lávense esas caras mugrientas. ¡Arriba, he dicho! Y vos, Marialuna, preparame una taza de té, por favor.
           Qué está pasando, nos preguntamos. Escuchar a Lucrecia decir “por favor” parece salido de otro cuento. Pero no es así, porque apenas tomó su brebaje, le dijo a la jovencita que la miraba sin saber qué pasaba por  la por la mente y el corazón de la viuda.
           -Vos quedate aquí. Voy a subir a cubrir el cuerpo de Zéfiro con una manta. Le prenderé la única vela que nos queda. Después de todo, bastantes servicios nos prestó en vida ese pobre desdichado.
           Es bueno que ocurran situaciones como la que acabamos de mencionar para ponernos a pensar por un momento en el bien y en el mal, qué lugar ocupan en nuestras vidas y otros temas que cuando uno era niño no supo  comprender. Bueno, tampoco cuando somos mayores. Se los podemos asegurar.
          Como habíamos dicho, estamos en la época próxima al verano. Los rayos del sol parecían quemar la tierra. No se escuchaban los ladridos de Chococán, ni el arrullo de las palomas, ni las voces agrias de las trillizas, ni el suave sonido del viento en los  árboles. A lo lejos, más allá del camino de tierra, el bosque guardaba la huerta y más allá el Potrero de las Flores y las colmenas, las abejas libando el néctar delicioso y miles de mariposas que iban y venían, subían y bajaban sin cesar.
           En un lugar que nadie conoce, la fuente de la doncella ha comenzado a manar un agua clara, transparente, mágica. 
  

                                               12

LA FUENTE DE LA DONCELLA

 Al día siguiente, apenas despertó, lo primero que Marialuna pensó era si lo que había sucedido fue algo real o había sido una pesadilla, o si en realidad ella estaba todavía dormida y soñando que había despertado. Se pellizcó el brazo izquierdo y al sentir el dolor subió rápidamente las escaleras hacia el ático, abrió la puerta pero no había nadie, sólo unas pocas cosas revueltas. Sí, Zéfiro había fallecido. Como si realmente despertara a su propia memoria, revivió cada una de las escenas. Bajó lentamente y ya en la cocina preparó el desayuno para ella y las otras mujeres que a esa hora dormían despreocupadamente.
          Se sirvió y probó apenas unos sorbos de té. No sentía ganas de comer ni de hacer otra cosa que salir hacia su trabajo en la huerta. La noche anterior, después de despedir a algunos pocos vecinos comedidos que habían asistido a darle el último  adiós a su amigo, Lucrecia le había dicho claramente que a partir de ese momento ella sería la responsable de cultivar las frutas y verduras. Las trillizas algo ayudaban en las tareas domésticas pero eran tan torpes que en lugar de limpiar todo quedaba más sucio y desarreglado.
          En la vieja casona que se venía abajo día a día, el silencio era una invitación a pensar en tantas cosas que las horas del día no serían  suficientes para poner en claro las ideas. “Justo hoy”, pensó Marialuna, “cumplo l3 años sin que nadie en el mundo venga a saludarme”. Antes, jamás le había faltado una torta que Zéfiro cocinaba para ella aunque en realidad la devoraban  las tres hermanas, grandotas y desagradecidas.
          Se sintió aliviada al pensar que tendría toda la jornada para estar sola trabajando en las tareas de  la huerta. Aprovecharía para serenar su espíritu después de los momentos vividos en la víspera, ayer, que le parecía tan próximo y tan lejano al mismo tiempo.
          De pronto, Marialuna se dio un golpe en la frente con la palma de su mano derecha.
          “Pero cómo puede ser que lo haya olvidado. Ojalá que nadie se haya anticipado. Jamás me lo perdonaría”.
          Subió sin hacer ruido al ático y fue directamente al lugar en la pared que Zéfiro le había señalado. Un vieja servilleta, limpia y cuidadosamente plegada, ocultaba el diario íntimo de su amigo, el precioso objeto que le había dejado en herencia. ¿Qué decía en la primera página? No en ella sino en una hoja de papel doblada en dos pudo leer:

“Querida Marialuna: conservarás este diario pero no deberás leerlo hasta que no hayas salido de este lugar. Falta muy poco para que eso suceda porque así está escrito en uno de los capítulos de la leyenda. Como en esta habitación no va a entrar nadie más que vos, escondé estos papeles en el mismo lugar. Feliz cumpleaños. ZEFIRO”. Al final decía: “¿Has recitado hoy tu consigna?”

          La jovencita sentía que su corazón latía con más fuerza que nunca. “Libertad, divino tesoro”, repitió tres veces y se dirigió  a la despensa.
          -¿Se puede saber qué estás buscando? –la voz áspera y seca de Lucrecia la estremeció.
          -Un canasto para traer las verduras.
           -¿Has visto a qué altura está el sol? A estas horas deberías estar trabajando, grandísima vaga. ¡Vamos, andando!
          -Ya me voy, señora. Busco mi sombrero y el azadón y me voy ya mismo a trabajar. Ahí le dejo su desayuno.
           -Más te vale. Porque a partir de hoy la vida en esta casa cambiará completamente. ¿Escuchaste?
          -Sí, ama. Hasta la tarde.
          La mujer no respondió ni siquiera con un gruñido. Se sentó y comenzó a devorar su desayuno mientras pensaba en el guiso que prepararía para el almuerzo.
          Marialuna salió de la casa y en un instante revivió la tarde anterior. La carroza fúnebre y los caballos, el cochero vestido de negro, el ataúd con el cuerpo de Zéfiro, algunos curiosos, el rostro que no decía mucho de la viuda y las risitas tontas y fuera de lugar de las trillizas. Sí, hasta el pobre Chococán se portó mejor que ellas. No ladró ni molestó a nadie y ni siquiera salió en búsqueda de Uda, su odiosa enemiga.
           “¿Uda?  ¿Dónde estará esa dulce minina. Tal vez ella también ha decidido irse para siempre de estos lugares”, iba pensando nuestra joven campesina rumbo a su trabajo.
          Apenas dejó atrás la calle de tierra y se internó en lo profundo del bosque, como si hubiera salido de la nada, ahí estaba Uda, saltando y dando volteretas, feliz por la presencia de Marialuna. Pero no crean que se dejó tocar sino que dio un salto y empezó a correr, no hacia donde tenía que ir nuestra amiga sino en otra dirección.
          -Uda, Uda, esperame. ¿Adónde vas? ¡Por favor, debo ir a mi trabajo. No corras tan rápido, esperame, tengo miedo de perderme entre los árboles.
          La gata blanca de ojos negros  siguió avanzando como si no escuchara o no comprendiera. Seguía su camino sin dificultades; era evidente que conocía el lugar hasta que, en un momento, tal como había aparecido, desapareció. Marialuna miró  hacia un lado y otro pero ni señales de Uda.
          -¿Qué es ese ruido? –dijo buscando el punto de donde provenía-. Es una fuente de agua. ¡Qué suerte! Tengo tanta sed, así que voy a tomar toda la que pueda.
          Con la última palabra apareció de atrás de un árbol, una anciana vestida de negro.
          -Hola, hijita, ¿qué estás haciendo aquí?
          -Hola, abuela. Corrí tras una gata muy juguetona pero no pude darle alcance.
          -¿Una gata?
          -Sí, una gatita blanca de ojos negros.
           -Yo también la conozco. Se llama Uda. ¿Será la misma?
           -Sí, abuela, ella es.
          -¿Vas a tomar agua?
          -Tengo sed.
           -¿Podrías darme un sorbo?
          Como no tenía un recipiente para servir el agua, Marialuna hizo una especie de cuenco  uniendo sus dos palmas. Primero se lavó las manos y  luego le acercó el precioso  líquido a la anciana.
          -Gracias, ahora te toca a vos.
          Marialuna bebió con ganas, una y otra vez. Si alguien hubiese tomado nota diría que tomó  siete sorbos. Después se enderezó y se limpió la boca con el dorso de su mano.
           -¡Qué rica! Tenía tantas ganas de tomar agua.
          -¡Miau!
           -Es Uda. También tiene sed-. Se produjo un largo silencio-. Bueno, debo irme, gracias, abuela.
          -Soy yo quien debe agradecerte. Dame tus manos.
          Sorprendida por lo que estaba sucediendo, Marialuna extendió sus brazos hacia Nicéfora, el Espíritu del Bosque, algo que nosotros sabemos desde hace tiempo pero no ella, la heroína de la historia de la cual estamos leyendo sus últimas partes. La anciana tomó las manos que iban hacia ella y las besó. Si alguien hubiera estado anotando en un papel habría escrito: siete besos. ¿Qué está pasando?
          La joven campesina regresó tras los movimientos de Uda, pero ahora no sonreía. Caminaba hacia la huerta con ganas, a paso firme, como si una poderosa fuerza hubiera nacido en ella.
          Así fue pasando la jornada. Al mediodía cortó dos manzanas y las comió, con bastante apetito. Limpió de yuyos los surcos de acelgas, tomates, arvejas, ajos y pimientos. Metió en la canasta lo que necesitarían para la comida del día siguiente  e inició su regreso. Más allá de las altas copas de los árboles, un sol rojo se iba inclinando hacia el oeste.
           -Podrías haber llegado un poco antes – gritó la ex esposa del coronel asesinado por no pagar deudas de juego.
          -Dejala,  mamita, ahora que tiene 13 años se cree que es una mujer, pero nosotras tenemos tres años más, tenemos l6. ¿Escuchaste? –vociferó Mísera, la pelirroja. 
          -Si quisiéramos, entre las tres podríamos hacerte una fiesta de cumpleaños. ¿Te gustaría? –se burló Pésima, la que parecía rubia a pesar de que jamás se lavaba el cabello.
          -Por supuesto –agregó Pérfida, la de pelo negro y corazón negro-, podríamos dejarte sin cenar. ¡Eh!  ¿Qué decís?
          -Pueden guardarse su comida
           -Atrevida. ¿Eso es lo que te enseñó  tu amiguito, el muerto?      
          -Ya no les temo, no me importa lo que digan.
          Marialuna fue hasta la despensa y dejó allí las verduras y frutas que traía en el canasto. Después se lavó la cara y las manos y se puso a limpiar el chiquero que era la cocina.
          Lucrecia pareció no escuchar los diálogos. Se entretenía en tejer una especie de mantilla, la misma que destejía y volvía a tejer día tras día. Eso demostraba que era una mujer maniática, obsesiva en los detalles, le gustaba repetir lo mismo una y otra vez.
          Cansadas de no hacer nada, la grasienta ama y sus insoportables hijas subieron a sus cuartos en el piso superior. En  la cocina, apenas iluminada por una raquítica vela, Marialuna se dispuso al descanso. Alisó sus largos cabellos con un peine de hueso que Zéfiro le había regalado en uno de sus cumpleaños. Se tendió, cansada, sobre el viejo jergón, apagó la  vela y en el acto se quedó dormida. Unos minutos después, apareció Uda y se acomodó mansamente  junto a sus pies. Qué hermosa estampa, pensamos,   qué  tentación para un pintor talentoso que hubiera retratado a la minina junto a la bella jovencita dormida.
          La noche fue pasando, sin apuro. Cada vez que Chococán ladraba, Uda se estremecía un instante pero volvía a dormirse sin abandonar su sitio.
          En una de las chacras vecinas comenzaron a cantar los gallos. Marialuna se movió de un lado a otro como si le costara despertarse. Sintió algo duro debajo de su almohada. La levantó ¿y qué encontró?


13


¡SIETE MONEDAS DE ORO!

Marialuna se quedó sorprendida y asustada al mismo tiempo. ¿Debido a qué milagro o misterio había aparecido bajo su almohada semejante tesoro?  Sí, ahí estaban, brillando como si tuvieran luz propia: ¡siete monedas de oro!
          -¿Qué es eso?
          La inoportuna presencia de Lucrecia la sobresaltó. Con seguridad que  la despótica mujer pensaría que ella era una ladrona. Una humilde y andrajosa sirvienta no podría justificar ser la propietaria de semejante riqueza. El tono de la voz era ahora más agresivo.
           -¿Podrías decirme de dónde has sacado esas monedas?
          -Le juro, señora, que estaban aquí, debajo de mi almohada. ¿Cómo puedo saber quién las puso ahí?
          -Ya  sospechaba yo que eras una ladronzuela cualquiera. Siempre  creí que eras una mala niña, desde aquel malhadado día  en que te encontré abandonada en el bosque. ¿Por qué fui tan tonta? ¿Quién me obligaba a cuidarte, a darte de comer y educarte como si hubieras sido una hija? Y ahora, este espectáculo que me llena de vergüenza.
          -Créame, ama, que no hice nada malo.
          -¡Ah!, ¿no?  ¿Puedo saber qué sucedió ayer en  el bosque que venías tan arrogante? ¿Acaso has encontrado un tesoro escondido? Tendrás que decirme la verdad o te arrepentirás.
          -Usted sabe que fui a trabajar a la huerta.
          -¿Solamente a trabajar?
           Marialuna no supo qué responder. Se turbó, comenzó a frotarse las manos y con ese gesto indicaba que no estaba diciendo toda la verdad.
          -Escuchame, mocosa atrevida. Son pocas las veces que te he pegado, aunque sospecho que hoy deberé darte una buena paliza. No me obligues a hacerlo.
          -Tomé por un sendero abierto en el bosque y llegué hasta un lugar donde hay unos árboles muy grandes: allí   descubrí un manantial y bebí porque hacía calor y tenía mucha sed.
          -¿Te encontraste con  alguien? ¿Quién te dio esas monedas de oro?
          Marialuna volvió a dudar pero muy dentro de sí supo que no iba a traicionar ni a Uda ni a Nicéfora, el Espíritu del Bosque. Guardó silencio y esperó hasta que  sintió la violenta cachetada que le dio la viuda del coronel.
          -Señora, le diré mil veces lo mismo. Tomé agua porque tenía sed y porque…
          El tercer momento de duda fue otro indicio. En ese instante Lucrecia estaba sobre la pista.
          -¿Tenías sed y por que qué? Continuá hablando.
          -Porque el agua que bebí es la más maravillosa que haya bebido en mi vida. Me hizo bien, me dio fuerzas, me hizo feliz. Usted no lo podría comprender.
          El ruido de los pies descalzos sobre los escalones de madera indicaba que las trillizas habían despertado. Se detuvieron al mismo tiempo y, como era de esperar, se quedaron con los ojos pasmados de asombro y la boca abierta.
          -¿Qué ha sucedido, mamita? –preguntó Pérfida.
          -¿De dónde sacaste esas monedas? –gritó Pésima.
          -Ustedes a callar –gritó la madre-, creo que me estoy dando cuenta por dónde y cómo aparecen las monedas. Vayan a vestirse y regresen de inmediato. En cuanto a vos, ya arreglaremos cuentas. Dame esas monedas.
          -¡No! Son mías, no me las quite, por favor.
          La segunda cachetada resonó en la cocina e hizo eco en el amplio comedor. Nuestra niña, debemos decir nuestra ya que estamos de su lado, le entregó a su patrona las siete monedas de oro. Sentía ganas de llorar pero algo en su interior le dijo que no lo hiciera.
          -Para empezar, hoy no habrá desayuno, ni almuerzo, ni cena. Te encerraré en el ático, en la misma habitación en la que vivió el mudo. (Si la pobre señora supiera que Zéfiro no era mudo, hubiera sido ella la que se habría quedado muda por la sorpresa). Vamos, subí, caminá rápido si no querés que vuelva a darte  otra zurra.
          Apenas llegaron a la pequeña habitación en lo más alto de la envejecida  mansión, Lucrecia empujó a su sirvienta y cerró tras ella la puerta con una pesada llave.  
          -Aquí te quedarás, a pan y agua, hasta que yo decida qué voy a hacer con vos.
          Descendió por las escaleras y se dirigió al salón principal donde ocultó las monedas en un cofre que imitaba la forma de un pavo real.
          Los ruidos de los pies sobre los peldaños indicaban que las niñas de la casa ahora calzaban zapatos. Se habían acomodado el pelo con una cinta del mismo color que sus respectivos cabellos y vestían ropas de colores chillones que les daban un aspecto vulgar. Se mostraban inquietas, dispuestas a correr la que sería la aventura más importante de sus vidas, aunque no sospechaban cuál sería el final.
          Ya hemos dicho hasta el cansancio que  Lucrecia era inculta, es decir que apenas sabía leer y escribir y que jamás abrió un libro ni por casualidad. Sin embargo, era astuta, alguien que sabía sacar ventajas cada vez que se lo proponía. En un instante recordó su infancia y los cuentos que su  abuela  Ecléctica le narraba para hacerla dormir. Recordó (no supo explicarse por qué) la leyenda de la fuente mágica que, según contaban los más ancianos de la región, estaba oculta en algún lugar del  frondoso bosque. A ese pensamiento unió aquel otro que tuvo cuando recogió el moisés con la niña abandonada. Entonces ella había pensado que tal vez, algún día, haría un buen negocio con esa criatura. El negocio estaba ahí, en algún lugar que había que descubrir inmediatamente.
           -Escúchenme bien, grandísimas inútiles. Ahora mismo se internarán en lo más profundo del bosque.
          -Mamá, ¿y si nos atacan los lobos?
           -No vuelvas a interrumpirme, Mísera. No toleraré que me hagan una  pregunta más. Ustedes deberán encontrar una fuente de agua, una fontana pequeña, oculta entre los árboles más grandes  de todos los árboles. Cuando estén allí, beban toda el agua que puedan, llenen sus barrigas hasta sentir que les duelan. Tienen todo el día para hacer lo que estoy ordenándoles. Si no encuentran el manantial, mejor será que se queden a dormir en el bosque. Les juro por la memoria de su padre que no les abriré la puerta.
          Las tres señoritas, porque ya no eran niñas, quisieron  abrir la boca para preguntar, pero la mirada de acero de su madre se las hizo cerrar. Salieron por la puerta principal en dirección al espeso, verde y enmarañado bosque.
          Conversaban  alegremente, repitiendo las mismas tonterías de siempre, seguidas por Chococán, cuando de repente estuvieron frente a ¿quién?  Adivinen. Estaban frente a Uda, que parecía estar esperándolas.
          -¡Gata maldita! ¡Te mataré!
          -¡Asesina!
           -¡Tras ella! Vamos, perrito comegatos, que no escape.
          Uda corría zigzagueando sin que pudieran alcanzarla. Por momentos se detenía y cuando estaban próximos a ella volvía a correr. Este juego de distracción duró más tiempo del que las perseguidoras hubieran imaginado.
          Apenas superaron el límite de la huerta, Chococán frenó de golpe como si se hubiera estrellado contra una pared invisible. Comenzó a aullar y gemir, bajó las orejas, metió la cola entre las patas y a paso lento comenzó a regresar.
          ¿Qué oscuro terror había presentido el pichicho, viejo y pulguiento mastín? Jamás podremos saberlo. Lo único cierto es que abandonó la cacería aunque los llamados e insultos de las muchachas lo siguieron a lo largo de un buen trecho.
          Aquí damos inicio a la siguiente parte de la afanosa búsqueda. Uda corriendo delante, apareciendo y desapareciendo, por aquí y por allá, mientras iban pasando las horas sin que por lado alguno apareciera el manantial. Pasar la noche en ese lugar les producía  un estremecimiento de pánico a las trillizas. Faltaba poco para la entrada del sol cuando vieron que Uda estaba detenida junto a unos inmensos árboles. Un hilo de agua cristalina surgía de algún lugar y se perdía en los senderos.
           -¡Aquí está el agua! Al fin hemos llegado.
          -Me muero de sed.
           -Voy a tomar hasta quedar pipona.
          -Yo primero.
           -¡Ay,  torpe! No me tirés de los pelos.
          La competencia por ser la primera en beber se interrumpió cuando descubrieron, al lado mismo de la fuente, a una extraña anciana vestida de negro que las observaba con curiosidad.
           -Hola, hijitas. ¿Cómo están?
          -No somos sus hijitas, vieja, así que mejor será que se aparte.
           -Sólo deseo tomar un poco de agua. Mis manos enfermas me lo impiden. Por favor, ayúdenme a beber.
          -¿Por qué no hace el favor de irse de aquí? ¿Sabe quiénes somos?
          -Sí, lo sé. Por eso les pido, una vez más, que me den un poco de agua.
          -Escuche, vieja pordiosera, ya le dijimos que será mejor que se vaya de este lugar. ¿Es sorda?
          -¡Fuera! ¡Fuera!
          El Espíritu  del Bosque dio unos pasos y apenas estuvo tras del tronco del más grande de los árboles, desapareció, se esfumó. Las tres egoístas se miraron entre ellas y sonrieron y de un salto se inclinaron ante el agua que brotaba de la tierra, y comenzaron a beber. No un sorbo, ni siete, sino todos los que pudieran caber en sus estómagos.
          Satisfechas, iniciaron el regreso buscando ahora por este sendero, después por el otro y el otro hasta que finalmente divisaron el humo que salía de la chimenea de su añeja residencia. Ninguna había reparado en que Uda ya no las acompañaba. ¿Dónde estaría la blanca morronga? Pues en el ático, acompañando a Marialuna. ¿En qué otro lugar debería estar?
          Golpearon la puerta y Lucrecia salió a abrirles.
           -¿Cómo les fue?
           -¡Maravilloso! Encontramos la fuente y bebimos a litros.
          -Mamá, si supieras, es el agua más exquisita que he tomado en mi vida.
          -Es verdad. Yo pienso lo mismo. Volvería a ese lugar todos los días. Ya no les  tengo miedo a los lobos.
          -¿Has preparado la cena, mamita?
          -Les hice una tortilla de papas con ensalada de tomates. ¿Les gusta? Merecen una exquisita cena.
          -¡Qué rico!
          -Vayan a lavarse las manos. En un momento cenaremos y después  a dormir.
          Se sentaron a la mesa y devoraron hasta las migas. En un instante ya tenían puestas sus ropas de dormir y sin aguardar un segundo se metieron en sus respectivas camas y se entregaron a un profundo sueño.
           Lucrecia, aunque lo intentó, no pudo quedarse dormida. Se preparó un tazón de té de manzanilla y se quedó despierta toda la noche. Recordaba el cuento de su abuela, la  antigua leyenda de la fuente de la doncella: si una joven de espíritu puro bebía en ella, al día siguiente tendría una fortuna bajo la almohada. Soñó despierta con ser millonaria, admirada y temida en toda la comarca. Día a día iría acumulando monedas de oro hasta ser fabulosamente rica.
          A la madrugada, los gallos comenzaron a cantar. La mujer seguía imaginando todo lo que podría comprar cuando los desgarradores gritos de sus hijas hicieron que sus pelos  se les pusieran de punta. Algo terrible había sucedido, pero ¿qué? Afuera, como si los gritos lo hubieran enloquecido, Chococán arañaba la puerta con sus patas delanteras. ¿Qué demonios había ocurrido?  


14

LIBERTAD, DIVINO TESORO

Si deseamos saber lo que ha sucedido en el dormitorio del piso superior, deberemos subir rápidamente  las escaleras y acompañar a la aterrorizada mamá que ha empezado a transpirar y a temblar como una hoja en  una tormenta de verano.
          Paradas al lado de sus camas, cada una abrazando su almohada, observaban lo que había sobre las sábanas. Si ellas no podían creerlo, más horroroso será para nosotros saber lo que había ocurrido y, mucho peor, poder observar cada detalle.
          En la cama de Pérfida había víboras de todos los tamaños y colores. Algunas habían descendido al piso de la habitación y comenzaban a recorrer toda la casa.
          En la cama de Pésima, un enorme sapo escuerzo cuya mirada producía el más cruel estremecimiento.
          En la de Mísera, una mancha de sangre que parecía brotar del colchón. Finísimos hilos  de la roja sustancia se iban desplazando sobre las sábanas  y caían como gotas sobre la vieja alfombra.
          Es difícil que podamos describir todo lo que allí estaba sucediendo. Al coro de gritos de las trillizas se sumó Lucrecia, maldiciendo y mesándose los pelos  y, como si no fuera suficiente, al tumulto de las mujeres se agregaron los ladridos lastimeros de Chococán.
          Un olor nauseabundo salía de las camas y se extendía por las otras habitaciones y pasillos,  y un murmullo como de voces de  brujas y demonios anunciaban la inminente tragedia.
           -Vamos, hijas, salgamos de aquí. ¡Corran! ¡Cuidado, no pisen las víboras!
           -¡Maldición! ¿De dónde han salido estas asquerosidades?
          -Todo ha sido por culpa de la vieja del bosque.
          -No fue ella, idiota, Marialuna es la que nos ha engañado. Ella es la única culpable de esta desgracia.
          -¡Qué horror! ¡Qué asco! ¡Maldita suerte!
          En ese preciso momento, Marialuna procuraba abrir la pequeña ventana del ático. Uda estaba junto a ella y como si se hubiesen  puesto de acuerdo,  de un salto  bajaron al techo del piso inferior y de ahí a uno más bajo y de ése al patio trasero. A todo correr en un instante cruzaron  la calle de tierra y se internaron en el bosque.
          -Ya vas a escarmentar, maldita mocosa. No te olvidarás de mí en tu miserable vida –farfullaba Lucrecia mientras iba subiendo hasta la habitación donde había vivido y muerto Zéfiro y en la que esperaba encontrar a su víctima.
          Abrió la puerta dispuesta a realizar el peor castigo que una jovencita pudiera recibir, pero allí no había señales de vida. La ventana abierta indicaba por donde había huido Marialuna.
          -Juro que te buscaré y te mataré – rugió la mujer que se creía dueña de todo, incluso dueña de la vida de su joven sirvienta.
          -Mamá, ¿qué estás haciendo?   Salgamos de aquí.
          -¿Adónde iremos?
          -¡Qué importa! Huyamos  sin perder un instante. ¡Rápido!
          -¡Un momento! –gritó Lucrecia.
           -¿Qué pasa, mamá? No te detengas. ¿Qué estás buscando?
           -¿Dónde las puse?
          -¿Qué cosa?
          -¡Las monedas de oro!  ¡Las monedas de oro!
          Desesperada, corrió hacia donde había ocultado el cofre. Hizo un gesto de alivio y levantó la tapa pero, en lugar de las monedas, había siete cucarachas de color rojizo. ¡Siete inmundas cucarachas!
          -¿Qué es esto? ¡Oh! ¡No puede ser! ¡Qué mala suerte! –gritaba Lucrecia.
          -Vamos, mamita. No te quedés ahí. ¡Salgamos!
           -¡Afuera! ¡Afuera! ¡Esta mansión está embrujada!
          En el momento en que abrían la puerta principal, no sabemos si por efectos de una ráfaga de viento o porque Zéfiro ya lo había escrito en su diario íntimo, volcó la lámpara a querosén que estaba sobre la mesada de mármol de la cocina. En un instante el fuego extendió sus hambrientas lenguas y se repartió por toda la casa. Ardieron los antiguos muebles, los cuadros de los antepasados, las cortinas amarillentas, los dormitorios, la despensa, el ático.
          Si pudiéramos observar el escenario desde lo alto, veríamos que mientras el fuego terminaba devorando la antigua mansión (que el coronel Plácido Bandullo había ganado en una partida de póquer), a lo lejos se podía divisar a Lucrecia seguida por sus hijas, todavía vestidas con sus ropas de dormir, sofocadas por el calor y la sed. Unos metros más atrás trotaba Chococán, abatido, como si sobre su lomo soportara el peso de todas las derrotas  ¿Hacia dónde iban las cuatro mujeres? Ni ellas lo sabían ni tampoco nosotros. Nos da lástima, pero ya no nos importa.
           Volvamos tras los pasos de Marialuna y Uda. Las alcanzamos cuando están llegando a la huerta que a partir de ese día nadie volvería a cultivar. Se secarán los árboles frutales y las verduras y las hortalizas y las matas de frutillas. Lo mismo sucederá con el potrero de las flores. Las colmenas, a falta de cuidado, se seguirán multiplicando y se irán a otros lugares del bosque donde puedan disponer del néctar necesario para elaborar la miel.
          Por un buen rato Marialuna permaneció indecisa. Desde allí podía ver las últimas columnas de humo de la casa que estaba convirtiéndose en cenizas.
          ¿Hacia dónde ir? Observó que Uda hacía unas volteretas como indicando el lugar por dónde debía avanzar. Comenzó a repetir una y otra vez en voz alta, como si fuera un canto, la consigna que Zéfiro le había enseñado: “Libertad,  divino tesoro”. ¿Qué significaría para la jovencita, que por vida había sido huérfana y sirvienta, la palabra libertad? Ya lo sabrá, estamos seguros, cuando muy pronto encuentre su nuevo lugar en el mundo.
          La doncella de la fuente sagrada continuaba caminando por donde Uda parecía ir  indicándole con sus pasitos cortos y rápidos. Llevaba, apretado en sus manos, el diario de Zéfiro. ¿Qué habría escrito su amigo y maestro en secreto en  esas páginas? Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando descubrió que se encontraba frente a los grandes árboles. No había signos del manantial ni rastros de que alguien hubiera estado allí. Pero sí estaba Nicéfora, esperándolas. La anciana sonreía feliz, por algo que seguramente ella conocía mejor que nosotros.
           -¡Abuela!
           -Bien, Marialuna, todo ha terminado. Desde hoy tu vida se irá transformando de un modo que ni vos misma  podrías haber imaginado. Ahora  deberás cruzar este inmenso bosque hasta que llegues a una ciudad muy grande en donde vivirás los próximos tres años.
          -No quisiera separarme de usted.
           -Eso no será posible. Tendrás que partir, ahora mismo, para que antes de que obscurezca  estés saliendo de entre los últimos árboles. Aquí, en este papel, hay una dirección donde vive una familia que te hospedará. No temas, todo saldrá bien.
          El Espíritu del Bosque hizo una pausa y luego, con un guiño de complicidad, le preguntó a Marialuna:
           -¿Recordás a aquel joven vestido de Príncipe Feliz que te saludó en aquella fiesta de disfraces?
          -Sí, lo recuerdo. Me  dijo que pronto volveríamos a vernos.
          -En su momento sabrás quién es y por qué estaba en aquella fiesta ridícula.
          -Es verdad, ahora me parece que todo lo que ocurrió en esa reunión fue muy cómico.
          -Como has observado,  Marialuna, el manantial se ha secado. Por ahora no habrá más agua ni monedas de oro. Llevás en tus manos un tesoro diferente y mucho más valioso. Que la vida te bendiga. Adiós.
          -Adiós, abuela.
          -Uda te acompañará hasta la salida del bosque. Después regresará porque ella es mi única compañía. Dame tus manos.
  Marialuna extendió sus manos que Nicéfora besó una y otra vez.
          -Ahora a caminar,  rápido, no hay tiempo que perder.
           -Adiós, abuela. La amo. Vamos, Uda.
          En un momento, la imagen de la jovencita y de la blanca minina de ojos negros se esfumó. La leyenda de la fuente de la doncella se había revelado, una vez más.
          Volando muy bajo, en dirección al aeropuerto de la ciudad  pasó un enorme avión de pasajeros. El estruendo de sus motores a reacción retumbó en la tarde calurosa de verano.


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