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EL JARDÍN DE LAS FLORES INVISIBLES

JUAN COLETTI


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PREFACIO DEL AUTOR

          En su libro Los caminos hacia la inmortalidad, Isaac Penkoski aporta singulares proposiciones para un estudio completo de las consecuencias que efectos tales como la risa, la gracia religiosa, cierta inclinación hacia lo mágico, la contemplación y las artes puedan tener sobre la actitud consciente del hombre en su búsqueda de la inmortalidad.
          En su método de trabajo sigue los pasos de Alexis Carrel, quien hace varias décadas propusiera una tesis sobre la terapia subjetiva por medio de la fe y la oración. A partir de allí Penkoski aporta nuevos eslabones a la cadena de investigaciones puesta en marcha, a comienzos del siglo XX, por el científico danés Eduard K. Jensen, quien estableció las bases para el desarrollo y la enseñanza de la levitación y la traslación autógena.
          Los trabajos de Jensen surgieron de sus lecturas sobre la vida  y milagros de San José de Cupertino, el monje que en la Edad Media aprendió a levitar por sí mismo y el que, junto a sus compañeros de convento, volaba diariamente sobre los dorados trigales de San Dioniso. Desenvuelve la teoría de la existencia de un antiguo tratado atlante que sobrevivió infinidad de siglos y cuyo conocimiento  fue propiedad secreta de los lamas tibetanos hasta que, inesperadamente, llegó a Europa por vía de un oscuro personaje de la política veneciana llamado Giancarlo Benedetti. Finalmente, completó su convencimiento acerca de este fenómeno cuando tuvo en sus manos las confesiones de San Damián de Hëss, monje benedictino del siglo XVII, quien tomaba todas las mañanas una hostia de luz en la cumbre del monte Heidelberg, al que ascendía por simple levitación.
          Penkoski afirma que la humanidad actual se prepara, sin saberlo aún en forma colectiva, a la Cuarta Ronda, una especie de éxodo hacia una dimensión desconocida en la que, según la Doctrina Secreta, habitan los componentes de una desaparecida civilización y a quienes llamamos, con reverencia, “Los Antiguos”.
          Dice Penkoski: “Biológicamente, un cuerpo humano podría sobrevivir un determinado número de años, muy superiores al máximo que hoy alcanza, antes que el desgaste, la fricción celular y la irritación química terminen por dañarlo definitivamente”.
          También Gurdjieff había señalado a sus discípulos la posibilidad de que el hombre adquiriese una inmortalidad no absoluta, es decir, aquella que le  permitiría ser tan inmortal cuanto durase la existencia misma del sistema solar. Un pensamiento lógico, ya que la eternidad, fuera de los límites del tiempo, no es concebible.
          Por medio de la Ley del Sacrificio, los que emprenden el sendero del renunciamiento y sacuden el polvo menesteroso del deseo ilusorio, contactan con el biorritmo impreso en los circuitos de la materia universal y trepando por él descubren los continentes de la sabiduría y la paz interior. Método, sin duda, intransferible al hombre común, dominado como un animal por las corrientes magnéticas que sellan la superficie de la Tierra.
          El citado autor, Penkoski, vuelve reiteradamente sobre esta idea: “El ritmo cósmico se expresa en la naturaleza del hombre como la función de homeostasis, no en el sentido de equilibrio sino en el de contradicción, de cuyo dominio surge el control de los sentidos  y la consiguiente capacidad de reorientación”.
          Completa su idea en el siguiente párrafo: “Si la naturaleza  del individuo es sometida, compulsivamente, por efectos mecánicos de la vida ordinaria, se produce una ligazón de los elementos contrarios y de esa forma se cierra toda posibilidad de transformación”.
          En uno de los capítulos finales de “Los caminos hacia la inmortalidad”, Penkoski renueva las ideas de Jensen sobre los descubrimientos y valoraciones de la literatura fantástica y abre una pantalla de temas y autores desde Esopo a Lewis Carroll, desde H. J. Wells, pasando por Ludovico Porta y Ernest Whitehall, hasta desembocar en Ray Bradbury, Isaac Asimov y Antolín Rostand.
          Concluye con este bello pensamiento: “La impresión que provoca la lectura en los años de la infancia y las motivaciones  impulsoras de la fantasía y la ficción científica, señalan, con mayor precisión, los caminos hacia el futuro, que todos los libros y enciclopedias del mundo. Con esta perfecta mezcla de razón y quimera, podemos confrontar el día y la noche, combinar la vigilia y el sueño, lo oculto y lo aparente; entender la lógica y el significado de la fantasía y ver la irresistible luz detrás de las tinieblas, que hace posible cosechar los frutos de la imaginación  y contemplar las flores de los jardines invisibles del espacio”.





UN MILLÓN DE SOLES, UN MILLÓN DE PROFETAS

LA REVELACIÓN

          Cierta tarde de primavera, mientras contemplaba el nacimiento de la primera estrella de la venidera noche, Pedro Montenegro tuvo la siguiente revelación: “Los cerdos del criadero deben encontrar la inrmotalidad de sus almas por tu piadosa intervención”.
          Cuando se recobró de la impresión y mientras se incorporaba, agitado y sudoroso, alcanzó a vislumbrar, apenas, posado sobre un florido duraznero, al Arcángel Anael, envuelto en el esplendor de un coro de diminutos y relucientes sephiroth, que lo observaba con complaciente y amable voluntad.
          Le fue permitido, como en toda graciosa Revelación, extender el rayo de su intuición hacia el futuro y vislumbrar una nueva raza de bestias en cuyas testas giraba el anillo de plata de la pura sabiduría. Un país animal, dotado de presencias de increíble capacidad de mutación, nuevos destinatarios del Antiguo Principio, a cuyo lado las huestes de la humanidad parecerían compuestas por frágiles elementales.
          Nada le pareció tan justo al granjero como el haber sido elegido después de tantos años de sufrimientos y necesidades; tuvo la certeza de que era una justa compensación a los desatinos de una mala predestinación. Confundió sus fuerzas con los impulsos de los nuevos signos y se predispuso en el acto a darle forma a su ilusión.
          Pedro Montenegro ignoraba en aquel preciso momento que el Cerdo, por su formación doméstica, condicionado por una larga persecución y crueles matanzas, ha formado una estrecha defensa emocional y al mismo tiempo desarrollado una complejísima evolución cerebral que lo ubica a la cabeza de los irracionales.
          Martínez de Iriarte, en su “Enciclopedia de la Mesopotamia Asiática”, narra con precisos detalles, el encuentro de un cerdo blanco y un predicador maronita en el desierto de Gobi, presumiéndose, a través de la lectura de esos textos, que los desencuentros teológicos fueron de tal magnitud y tan contradictorios, que uno de ellos representaba el principio y la causa de la demonología. 
          Existen indicios de que Pascal de Admunsen, viajante y cartógrafo holandés del siglo XVII, compró dos arietes que habían utilizado los navegantes vikingos en sus andanzas por América del Norte en 1379 y escribió un singular tratado sobre los descubrimientos de la energía positrónica llevadas a cabo por los indios del sur de Méjico, cuyo dios totémico era un cerdo blanco, idéntico hasta la perfección a los arietes noruegos.
          Durante la noche, Pedro repasó en su mente, una y otra vez, la innumerable información que había acumulado durante sus años de soledad acerca del fenómeno de la transmigración animal. Sentía muy próximo todavía el fosforescente cuerpo del Arcángel Anael y se imaginaba a sí mismo incorporado, en un tiempo imprevisible, a la ronda sobrehumana. Era una cadena de salvación, fuerte e invisible, en cuyos eslabones se enredaban seres celestiales, humanos y animales en precipitado ascenso. Sopesó la noticia y los sucesos y se alivió con la sensación gratificante de la lógica integral que bañaba su mundo interior.
          Semejante al huracán que barre con violencia los símbolos de arena y los gráficos de las representaciones del pasado, el mandato sorprendió a Pedro Montenegro en el momento en que su vida comenzaba a desintegrarse en el vacío de una ancianidad solitaria e innecesaria.
          Abrió la ventana para que entrara el aire fresco de la medianoche. Sintió el hedor que provenía del chiquero y sonrió apaciblemente, sin apuro, vanagloriándose en secreto con la beatitud de los intermediarios.

CIRUGÍA

          Después de haber gozado, en beneficio de su futura labor, la imponderable sustancia de la profesión mesiánica, Pedro Montenegro abandonó los cultivos de su granja y se entregó a la recuperación de las almas de los cerdos.
          Construyó tres confortables pabellones, gastando una buena parte de sus ahorros y allí dividió a los animales según su premeditado plan. Lavados pacientemente y afeitados, los cerdos comenzaron el aprendizaje de caminar erguidos, tarea fastidiosa y casi inútil que dejaba a Pedro con el cuerpo rendido y casi siempre dominado por el desaliento.
          Basado en las enseñanzas de elementales textos, agregó a las prácticas ambulatorias el remedio de la oración, practicada al principio en forma mecánica y luego con sibilinos intentos de la mente:
          “Oh, Arcángel Anael, por cuyo intermedio se corrige la desviación de las órbitas celestes, por cuya gracia y benignidad Dios permite que broten praderas en los planetas desérticos y por cuya bienamada presencia y mandato soy el abanderado de una Nueva Familia, haz que los círculos sonoros de mis oraciones  penetren por los canales interiores de estas pobres bestias, para  que escuchen, comprendan y obedezcan mis mandatos”.
          Los cerdos gruñían y se revolcaban como siempre, destruyendo las limpias ropas que Pedro les había comprado con grandes sacrificios. La hora de comer marca el punto más alto de impiedad cuando, a la vista horrorizada del granjero, los animales dejaban de andar en dos patas y se precipitaban a la cocina derribando, en su enloquecida atropellada, aguas y alimentos hasta formar el apetecible lodo que les era familiar.
          Pero es la voluntad lo que distingue a los libertadores, más que una lúcida razón. Pedro se encerró en su biblioteca y durante un largo invierno se dedicó a la investigación que lo conduciría, un año después, a intentar drásticos cambios.
          Leyó una y otra vez hasta aprenderlo de memoria, un capítulo escrito por Anacleto de Masuh en la “Enciclopedia de los Animales, referido a técnicas quirúrgicas aplicadas a cerdos pakistaníes en el siglo IV que abrieron el camino, posteriormente, a la microcirugía encefálica.
          Había aprendido al mismo tiempo, por otras lecturas, que el camino del conocimiento es un formidable conjunto de datos y de asociaciones prácticas que pueden reunirse, almacenarse y ser utilizados a voluntad. Esta inspiración le dio el necesario coraje para armar un quirófano en la vieja sala que algún vez había compartido con su finada esposa, y se dispuso a la renovación material de sus protegidos.
          Contempló desde su dormitorio, ubicado en la planta alta de la casa, los campos abandonados, cubiertos por un espeso monte. Abajo, los tres pabellones relucientes guardaban docenas de cerdos  de distinta edad y porte, seleccionados para ingresar a la gloria.
          No podía continuar solo en aquella lucha desigual. Necesitaba la compañía de un ser semejante que fuera en parte fuente de nuevas inspiraciones y en parte modelo de crítica y de análisis de su formidable proyecto. Tenía que decidirse y así lo hizo la primera noche de tormenta eléctrica que se desencadenó sobre la granja, para aprovechar la abundante energía y almacenarla.
          Hogorof fue el primero en sentir sobre su cráneo rapado los centelleantes tajos del bisturí. Pedro advirtió que una rara habilidad subconsciente orientaba sus manos y cortaba aquí, cosía allá, injertaba en este lugar, rebanada más arriba, manchándose de sangre y de trozos de carnes sobrantes, pero lleno de una renovada vitalidad y de esperanza.
          Cuatro semanas después comenzó a quitar soportes y vendas. El animal permanecía sostenido en un artefacto mitad sillón, mitad camilla, modelado sobre su cuerpo y ajustado a palancas y cables que se accionaban desde el centro de la sala en el sentido de los músculos y articulaciones.
          Vino luego el tiempo del desconcierto y las tribulaciones, como segunda etapa del ciclo de salvación. Pedro pareció envejecer y falto de alimentos y de sueño permaneció al lado de la bestia durante incontables horas hasta que un día advirtió que debajo del anticuado piyama que cubría el cuerpo de Hogorof, sus recién reunificados circuitos cerebrales comenzaban a organizar los dispositivos para generar la primera visión.  Fue como una especie de huidiza luz que se abrió hacia el espacio empezando a iluminar los mundos inexplorados.

LOS PENSAMIENTOS DE HOGOROF

          Conversaban sentados en la antigua galería frente a la  vieja y destartalada glorieta. Los geranios rojos en sus macetas terracotas y el aroma de la planta de cedrón en el jardín recién regado se mezclaban con la frescura del atardecer.
          Las hamacas de mimbre se balanceaban suavemente, casi al compás de aquella conversación histórica que reducía a despreciable ruina los monumentos de la ciencia y de la teología.
          Pedro Montenegro y Hogorof, el cerdo cibernético, teñían la atmósfera con el sonido de palabras sabias que subían y bajaban hasta perderse en las perforaciones del silencio.
          Era Hogorof quien sobresalía en la conversación con palabras mal articuladas pero suficientemente inteligibles. Completaba, en ese momento, un resumen sobre el desinterés humano por la naturaleza de los animales y añadía recriminaciones personales al anciano granjero por haber demorado el enlace de su conciencia con la divinidad, situación que le había proporcionado una ingrata soledad y angustia durante su cautiverio en el chiquero.
          -Después de todo –continuó diciendo-, nuestros cuerpos tienen semejanzas anatómicas y funcionales que reducen a una pequeña porción la falsa idea de las disparidades y antagonistas de ambas especies. Podríamos alimentarnos mutuamente sin peligro alguno, lo que hace posible organizar una civilización en la que los hombres sean el alimento predilecto de nosotros, los cerdos.
          A esa hora crepuscular los álamos alargaban hacia el este sus afiladas sombras. El agudo chillido de los pájaros que se acomodaban en sus nidos distrajo por un momento la atención de Hogorof. La visión de Venus, que brillaba solitario sobre el horizonte púrpura, volvió a irritarlo como en otras ocasiones y golpeó con su bastón la mesita de mimbre.
          -Si el hombre –prosiguió el mutante- hubiese tirado por la borda sus estúpidas ideas evolucionistas, habría alcanzado  un grado muy diferente de vida y de participación con el Universo. Pero se ha sometido sistemáticamente a la fácil tentación de un sistema gradualista que no produce grandes sufrimientos, es verdad, pero que ha dado como fruto esa payasada que es la humanidad a la que usted representa. Han vivido luchando y muriendo por tonterías mientras dejaban de lado a sus verdaderos enemigos: la tolerancia que disminuye las propias resistencias, la compasión que hace posible el predominio de los enemigos, el amor a un prójimo que puede arrebatarnos nuestra comida apenas cometemos un descuido.
          Pedro callaba mientras seguía hamacándose rítmicamente y observando de reojo al disertante. Observaba la cicatriz en la cabeza rapada de Hogorof y no podía disimular las convulsiones de pánico que le provocaba la comprensión de lo que había hecho. Sin embargo, su fidelidad a la conciencia redentora lo impulsaba de nuevo hacia la fe y así disipaba las oleadas de terror que empezaban a amenazarlo.
          -El hombre habla de mutación –dijo Hogorof- pero se espanta ante cualquier cambio radical, como la eutanasia diferencial o los genocidios perfeccionadores. Habla de las lecciones de la Historia pero no aprende nada porque no es una raza mutante sino una especie fósil, decadente y servil.
          -Yo he pensado –respondió Pedro con humildad, tratando de ser persuasivo y conciliador- que cuestiones tales como la asistencia a miembros retrasados de la familia planetaria podrían modificar, básicamente, la cómoda naturaleza en la que hasta hoy ha vivido el hombre. Y justifico este pensamiento cuando yo mismo soy ahora un instrumento de la sabiduría divina que me ha permitido participar en tu transformación.
          -No diga estupideces –lo interrumpió Hogorof con violencia-. Cuando una orden ha sido transmitida, el agente emisor queda  anulado porque ha sido relevado; de lo contrario no existiría este maldito Universo. Tal vez usted lo ignore, y eso no me extrañaría, pero toda la sustancia teológica está impregnada de un fenómeno idéntico: la transferencia irrevocable del no ser a la existencia. Quien da la vida ha renunciado a continuar viviendo, quien fabrica mundos pierde la oportunidad de vivir en ellos. ¿Dónde ha quedado Dios? Respóndame. De manera que a partir de este momento yo determinaré el orden de las iniciativas y de las decisiones.
          Se produjo un largo silencio, como si hubiese cesado el devenir. Pedro escuchó las explosiones dolorosas de su corazón, pero no tuvo el valor de decir lo que estaba pensando.
          Luego, como un toque de gracia, un coro de grillos y de ranas llenó de repentina alegría el cálido crepúsculo.

NACE UN LÍDER

          La lluvia había caído durante la noche sobre los abandonados cultivos de la granja. De tanto en tanto se veían charcos iluminados por la hiriente luz de la media mañana sobre los cuales se reflejaba de vez en cuando el paso de alguna nube pasajera.
          Pedro y Hogorof recorrían los amplios pabellones  donde la familia de cerdos seguía multiplicándose, ahora bajo los cuidados e indicaciones de la bestia cibernética.
          En el primero estaban los animales seleccionados para las próximas intervenciones quirúrgicas, los que habían aprendido los ejercicios básicos para obtener la motricidad erguida.
          El siguiente estaba destinado a las crías, apenas destetadas de sus madres, semillero de futuros ejércitos y vanguardias para la incipiente idea de dominio, a las que Hogorof prestaba una rígida protección.
          En el edificio más grande, un verdadero campo de concentración, se hacinaban centenares de cerdos mal alimentados, algunos mostrando gruesas y mal suturadas heridas, consecuencia del aprendizaje operativo de Hogorof. Los gruñidos y las voces semihumanas aumentaban el sufrimiento espiritual de Pedro, que no sabía cómo salir de la trampa moral en la que él mismo se había metido.
          Al pasar frente al primer edificio se detuvieron frente a una jaula de hierro que servía de provisoria residencia al gigante de la piara.
          -Debemos asegurarnos –dijo Hogorof, alzando su bastón para señalar a la enorme bestia que los miraba torpemente- que Gonghor sea nuestra obra más acabada, la muestra perfecta y única del líder que jamás puede ser ni comparado ni reemplazado en muchas generaciones.
          -Sabes que no comparto tu opinión –dijo Pedro tratando de disimular su irritación. Hemos procurado modificar los canales directrices de su instinto pero repite en cada prueba signos de tal violencia que espantan.
          -Eso es, precisamente, el ingrediente que necesito para un modelo de líder cuya principal cualidad esté lo más lejos posible de la compasión. Fuerza, audacia, astucia, voluntad, violencia: eso es lo que tengo reservado para Gonghor.
          -Vuelvo a decirte, Hogorof, que no participaré en su operación hasta que no hayamos convenido un nuevo modo de selección. ¿Recuerdas el capítulo que repasamos anoche? Dice Anacleto de Masuh que los factores determinantes que aceleran los procesos psíquicos y mentales son, generalmente, bloqueados durante la intervención y no es posible recuperarlos en la fase posterior. Un ejemplar como éste bien podría ser la causa de nuestro fracaso.
          -Usted se está olvidando de mí, querido Pedro –respondió Hogorof riendo a carcajadas-. Usted se olvida de mí y de lo que ha sucedido en mí y todo eso nada tiene que ver con lo que está diciendo. Tanto mi cerebro como los restantes órganos de mi cuerpo están en acelerado desarrollo. Usted ha comprobado reiteradas veces que todas esas inocentes experiencias que han realizado sus parientes humanos, con las que han llenado millares de libros, tales como la telepatía, la transfretación, la telepatía, la videncia y otras nimiedades, son un juego de niños para mí. Entonces tendrá usted que aceptar que se ha producido una revolucionaria transformación. Tendrá que resignarse y reconocer que la misión que le fuera encomendada comienza a convertirse en realidad y, sin duda, los Ángeles Rojos vendrán en su momento a coronarlo de espinas.
          El animal volvió a reír con brutal vehemencia, como si estuviera descargando una tumultuosa energía mal consumida.
          Gonghor, echado sobre su monumental barriga, los miraba desde la monodimensión horizontal de su absoluta bestialidad, ajeno a esas figuras borrosas que, a su lado, representaban el futuro camino tanto de los hombres como de las restantes especies.
          Regresaron en silencio a la casa y cada uno dispuso su respectivo alimento. Pedro comenzó a comer distraídamente, mientras miraba por la ventana el paisaje de árboles que se extendía más allá de su granja, donde otros hombres semejantes a él compartían a esa misma hora el sustento con sus mujeres e hijos sin presentir que el fin de sus vidas estaba tan cercano.

DESOBEDIENCIA

          I – Durante las excavaciones realizadas por el antropólogo  inglés Sir Alexander Viseman en la localidad peruana de Moyobamba en 1972, fue descubierta la famosa Olla del Diablo, una profunda hondonada que ocultaba alrededor de treinta cráneos de cerdos salvajes, hábilmente trepanados por expertos cirujanos cuyas obras y ciencias habrían pasado inadvertidas durante siglos  si Antonio Prado y Olivera no hubiese rescatado aquellos prodigios de la cultura durante la expedición encomendada por el Obispo de la Nueva Andalucía de Córdoba, siete años después.
          Sir Alexander y su esposa, así como el resto de la comitiva, habían perecido en forma por demás extraña y sus cuerpos fueron encontrados en el mismo lugar en que habían tenido la oportunidad de hacer el increíble descubrimiento.
          II – En Grecia, en un templo consagrado a la Diosa Diana, se encontraron monedas acuñadas con la efigie del jabalí, animal cuya sangre era derramada en el sacrificio anual del plenilunio de marzo.
          III – En el laboratorio experimental de la Universidad de Nueva Delhi, el sabio hindú Sahib Sakandha, precursor de los transplantes  de cerebros en perros y cerdos, publicó una advertencia…
          Alguien, sorprendido, interrumpió la lectura de los apuntes y escondió los papeles debajo de la almohada. Un perro había ingresado a los terrenos de la granja y ladraba frente al pabellón tres.
          Hogorof se levantó y con el bastón apartó los pliegues de la cortina de la ventana. El perro continuaba en el mismo lugar dominado por un acceso de furia. Los animales se inquietaron y armonizaron, casi al mismo tiempo, un lastimero griterío.
          El cerdo mutante se dirigió a la habitación continua, abrió apenas la puerta y contempló, bajo una débil lámpara de gas, el cuerpo de Gonghor, todavía bajo los efectos de la anestesia. Solo se advertía el acompasado ritmo de la respiración y el vaivén de su enorme barriga recién afeitada.
          Quien estaba leyendo volvió a los apuntes.
…a los miembros del Congreso Mundial de Cirugía celebrado en Estocolmo en diciembre último. Sus experiencias con cerdos domésticos, muchas de las cuales sfueron ocultadas por las autoridades a la curiosidad del periodismo, se basaban en transplantes de cerebro complementados por equipos químicos y electrónicos. La advertencia era, en realidad, una formal denuncia al uso inapropiado de los recursos y conocimientos científicos con propósitos políticos, raciales o económicos.
          IV – Como consecuencia de una explosión de gas grisú en una mina de cobre en Afganistán, la cuadrilla de rescate encontró los cadáveres de treinta  obreros cuyos cuerpos tenían la apariencia de hombres-cerdo, evidentes seres mutantes que eran empleados como mano de obra esclava.
          El perro continuaba ladrando hasta que alguien le arrojó una piedra y salió corriendo hasta desaparecer en la oscuridad de la noche. Lentamente se recuperó la tranquilidad y la sombra del silencio se acomodó otra vez sobre la antigua granja y los nuevos cobertizos. En la habitación de la planta alta la luz continuaba encendida. Una leve brisa comenzó a correr y desplegó, apenas, las hojas de los árboles.
          Bajo ese ancho cielo nocturno que cobija civilizaciones de ángeles fastuosos de ojos azules y profundos, bajo ese lecho de estrellas que hace al hombre llorar por su irremediable e infinita pequeñez, bajo esa bóveda a la que las culturas asignan fatídicos designios, yace una enorme bestia de prominente hocico y largas pestañas, mutilada al extremo de parecer un hombre grotesco y terrible al que Hogorof ha elegido un destino de servidumbre y destrucción.


EXPULSIÓN DE HOGOROF Y SU TRIBU

          Hogorof se había apoderado de “El Libro de los Sueños Auxiliares” de Razmín Rabbah, en un desesperado intento por introducir en Gonghor módulos secuenciales de comportamiento lógico, a través de la inducción hipnótica. Los instrumentos   electrónicos injertados al sistema neurológico resultaron insuficientes para imprimir señales ajustadas y precisas en el cerebro modificado de la enorme bestia.
          Transcurrieron ocho meses desde la primera intervención quirúrgica durante los cuales Gonghor apenas pudo alcanzar un elemental sistema de razonamiento. En compensación tomó conciencia de su criminalidad, de la que empezó a hacer su pasatiempo favorito.
          El pabellón tres se fue transformando en un verdadero infierno, ante la desesperación de Pedro y la felicidad no disimulada de Hogorof. Animales mutilados con sus vísceras colgando en un barro sanguinolento y nauseabundo, desgarradores chillidos y el hedor de los que habían muerto, ponían una corola de maldad sobre estos nuevos y desenfrenados espíritus animales.
          Durante la noche, el cerdo mutante en jefe asistía a su discípulo predilecto mediante apasionadas y tormentosas sesiones de hipnotismo. Gonghor permanecía estirado en la sucia camilla, bajo los efectos de aquellas insólitas motivaciones subterráneas que iban ordenándole su pirámide de aspiraciones.
          -Estás ahora sobre un gran estrado, frente a un ejército dotado de una feroz lealtad que enarbola millares de estandartes y banderas con tu respetado nombre de guerra. Cada soldado tiene a sus pies a un hombre encadenado como expresión de tu sobrenatural voluntad de dominio. En las ciudades y en los campos han sido exterminadas todas las especies cuyo grado de especialización cerebral pudiese representar una amenaza a tu destino. Levantas una mano y corriges con ella las vibraciones de un millón de voces, modificas los tonos de los gritos y al golpear sobre el estrado metálico con tu puño cerrado, lágrimas de sangre brotan de esos innumerables ojos preparados para ver solo dos imágenes: la tuya y la de nuestros enemigos.
          El monstruo viajaba lentamente por el limbo de su idiotez mientras Hogorof no podía ocultar su fastidio por tanta pérdida de tiempo y energías. Había imaginado un proceso diferente y drástico que le permitiera contar con suficientes adeptos en un plazo razonable. Sin embargo, acontecimientos imprevistos dañaron  sus propósitos a un grado tal que, por momentos, creyó que todo estaba perdido. A la vez comprendía que entre él y Gonghor se estaba produciendo un entrelazamiento psíquico que lo disminuía ante los ojos de los demás discípulos. Lo atormentaba aceptar que todo su esfuerzo se deslizara hacia una incontrolable fuente electromagnética y todopoderosa y que infaustos sucesos vendrían a modificar el rumbo de los acontecimientos. Tenía que hacer un último esfuerzo para conservar el total liderazgo y ejecutar de inmediato los planes pendientes. Golpeó con su bastón una campanilla de bronce a modo de señal condicionada y de inmediato Gonghor comenzó a despertar. Hablaba con voz áspera y grave con un gesto inexpresivo y torpe:
          -Maestro Hogorof, he tenido un extraño sueño. Viajaba yo por un desierto gris que no tenía límites y en cuyo horizonte veía algo semejante a una alta torre metálica. El calor me producía un insoportable dolor de cabeza pero sabía que debía continuar porque una voz interior me lo ordenada. Cuando me fui aproximando comprobé que debajo de la torre había un gran edificio revestido con azulejos verdes y anaranjados y en centro una fuente que arrojaba con fuerza cristalinos chorros de agua.
          Cada habitación era una cámara frigorífica y al abrirla descubría que estaba colmada de cuerpos congelados semejantes a los nuestros. Luego, repentinamente, volvía a encontrarme solo en el desierto mientras una voz desde lo alto de los cielos me gritaba: “Carne de la naturaleza inferior cuya disposición horizontal hace que te imantes con las corrientes carnívoras de las bestias. No hay ni habrá para ti otro destino que aquel que está escrito en las estrellas”.
          -Maldición –gritó Hogorof, enfurecido-, ¿cómo es posible que alguien pretenda interferir en nuestros destinos?
          Salió al aire fresco de la noche. Solo las ranas del estanque  pulían la oscuridad con sus cantos. Sintió que desde los pabellones venía olor a humo. Detrás de él vio a Gonghor que avanzaba torpemente con una horquilla en sus manos. Las llamas comenzaron a propagarse por toda la granja. Al crepitar de los maderos se unieron los gritos e insultos de Hogorof. Pensó en Pedro y apretó sus mandíbulas hasta lastimarse. Sintió que había sido traicionado y contempló en el fuego el fin de sus sueños de perfeccionador. Corrió hacia las habitaciones, sacó de prisa algunos libros y unos pocos instrumentos de cirugía y los cargó en un carro que empujó a través de las llamas.
          Pudieron, finalmente, salir con las ropas chamuscadas y con trote irregular se pusieron lejos del incendio. La mayor parte de los cerdos murió, pero un grupo del pabellón uno se les unió y juntos formaron una silenciosa caravana a través de la noche.
          -Volveremos del desierto –gritaba Hogorof, levantando un puño-, con banderas de guerra y de luto y habrá tanto dolor sobre la Tiera que cada hombre sentirá, al morir, en el cuchillo que lo degüelle, la piadosa mano de su Dios.
          Los demás poco entendían de todo cuanto estaba sucediendo y siguieron a su líder hacia las montañas con la humillante docilidad en la que estaban siendo educados. Durmieron hacinados bajo un bosquecillo de perfumados eucaliptos en sus clásicas posturas de cerdos primitivos.
          Un grupo de luciérnagas voló sobre ellos y al reconocerlos, de inmediato comenzaron a anunciar en todos los rincones del mundo conocido en ese entonces, con intermitentes destellos de sus códigos de luz, la llegada de un Nuevo Evangelio del Dolor para la humanidad.

EL EVANGELIO DE HOGOROF

          Las persecuciones a que fue sometida la banda por los aterrorizados campesinos, la obligó a refugiarse en un impenetrable monte de chañares y algarrobos donde cavaron cuevas protegidas por habilidosos mecanismos defensivos.
          Y así como todas las guerras se inician en un lugar que pocos conocen por causas que nadie sabe explicar, la guerra de los hombres contra los cerdos mutantes se expandió rápidamente por vastas regiones con desastrosas pérdidas humanas.
          En las profundas grietas y en la amurallada ciudad subterránea de Holy-Hog se multiplicó la nueva especie surgida de aquellos malheridos sobrevivientes de la granja del anciano Pedro Montenegro.
          Un grupo de jóvenes cerdos, impecablemente afeitados y cubiertos con relucientes túnicas negras, escuchaba a Hogorof disertar sobre el principio de la alimentación diferencial que ha hecho posible  una tabla de perfección y de comunicación física.
          -Las razas humanas conocieron el sentido de la asimilación progresivo por medio de alimentos y sustancias químicas, cuya división es incontable, pero que podríamos resumir en tres grandes grupos populares y tres esotéricos. En la primera tanda están los hombres alimentados únicamente con carne animal; le siguen los que se nutren con carnes y vegetales y, en tercer lugar, los que toman solamente frutas y tallos. Estos grupos humanos son los menos importantes. Veamos ahora los tres grupos de alimentos secretos que son, en orden progresivo: alimento compuesto de corazón y cerebro de animal salvaje, alimento derivado de vísceras humanas y el superior, muy difícil de obtener, nutrición proveniente de sangre de ángeles. Leemos en el “Libro de la Magia Celular” escrito por gnósticos portugueses en el siglo XVIII, que el máximo secreto guardado por siglos a través de setenta y siete juramentos, proviene de un descubrimiento hecho por la expedición de Antonio das Magalhaes en la ciudad de Palmira de la Nueva Granada en el año 1672 cuando, a falta de alimentos y a punto de morir, los expedicionarios encontraron el cuerpo de una joven de extraña belleza y de cuyos omóplatos colgaban dos enormes alas. Aparentemente acababa de morir porque aún en su cuerpo se encontraba la tibieza de la vida. Ellos se encomendaron a dios por la profanación que salvaría su existencia y luego de asar moderadamente  el cadáver se alimentaron de él. Horas después y presa del delirio, Antonio das Magalhaes y su pequeña caravana de hombres se sintieron transportados por el aire, y en medio de gritos de espanto y maldiciones desaparecieron en el espacio por obra de la carne de ángel  que habían consumido. Solo se salvó Aurelio Porto Prieto, quien atormentado por la fiebre no había comido y huyó víctima de la locura hasta que fue descubierto por los jesuitas de San Ignacio de Villarrica mientras bebía, como un animal, en las aguas del Río Bermejo.
          Hogorof hizo una pausa para observar las miradas perplejas de sus discípulos y castigar a cualquiera que se hubiese dormido.
          -Hay, entonces –prosiguió-, sustancias que conducen al infierno y otros que comunican directamente al santuario de la divinidad. Si nos alimentamos de carroña nuestra naturaleza se asimilará a la basura, si nos regocijamos con la carne del hombre, lo superaremos; pero si somos capaces de capturar un ángel y devorar su sangre celeste nada podrá detenernos hasta lograr el dominio completo del universo.
          Lo interrumpió un grupo de soldados cubiertos con armaduras rojas que traía algunos prisioneros. Eran campesinos que habían sido sorprendidos la noche anterior en una lejana granja del territorio todavía en poder de los hombres.
          Hogorof se adelantó unos pasos y paseó por ellos una burlona mirada. No se complacía por  ese grupo cuyo destino ya estaba escrito, sino porque esperaba encontrar a Pedro Montenegro entre ellos. No tendría paz hasta hallarlo, hasta el momento en que pudiera contemplar aquel rostro que había sido su primera visión concreta en esta nueva dimensión, aquel anciano   de barba blanca y mirada piadosa cuyas manos abrieron las puertas del destino a su soberbia raza de cerdos cibernéticos.
          Los campesinos fueron conducidos a la Unidad de Reducción mientras Hogorof volvía al gusto ejercicio de lavar cerebros mecánicos.
          -Aquellos de entre nosotros –prosiguió el disertante- que cometan la osadía de cohabitar con doncellas humanas prisioneras serán condenados a servir de alimento a nuestros enemigos. Más que el placer que sometió al hombre a una esfera de seducción irrefrenable, nuestra raza busca el fruto de una libertad violenta que no surge de fórmulas sensuales. Cada uno de ustedes está siendo capacitado para convertirse en una individual alternativa para la revolución y son, en potencia, mis divinos sucesores.
          El llanto de unos niños humanos los sorprendió un instante, haciéndoles volver la cabeza. Incapacitados para sentir la menor emoción, los discípulos volvieron nuevamente sus ojos y oídos al profeta y visionario Hogorof.
          -Se han trastrocado las líneas de la evolución y así como la zona terrestre Pilgrim IV trajo a la Tierra la filmación de los habitantes de Saturno, que no son otra cosa que graciosas avispas, nosotros encaramos la única perspectiva de salvación en este planeta.

EL NUEVO ORDEN

          Gonghor había asumido la jefatura de las milicias y él mismo integraba las acciones de comando que realizaban las acciones más expeditivas contra los últimos baluartes humanos.
          Se había destacado por su insuperable voluntad y por una conducta cruel que le aseguraba el privilegio del mando, ya que Hogorof dedicaba sus días a las pláticas filosóficas y al culto de su personalidad, dejándole cada vez un espacio más amplio para tomar las decisiones militares.
          Ignoraba toda forma de conocimiento salvo la especialización en la caza y en las ejecuciones masivas. Su enorme y temida figura, protegida por una coraza roja coronada con un yelmo de igual color y un manto negro con la efigie de un cerdo blanco se distinguía fácilmente en las escaramuzas y en las ceremonias de Asimilación.
          Así se lo vio aquella mañana cuando, sorpresivamente, atacaron a una familia en la que se encontraba un anciano alto de barba blanca y ojos doloridos. Los encadenaron y condujeron sin permitirles tomar agua ni alimentos,  directamente hasta Holy-Hog, la acrópolis del nuevo imperio que surgía, ahora reluciente y soberbia fuera de sus primitivas cavernas.
          Hogorof sintió que la cabeza la estallaba cuando divisó a Pedro entre los prisioneros. Por un momento, mientras duró aquella incómoda debilidad, su archivo retentivo se invirtió en el sentido del tiempo y un desfile de imágenes borrosas y familiares lo transportó a muchos años atrás, a la vieja granja donde había surgido de las tinieblas animales gracias a las habilidades de su creador. Revivió amables pláticas, la introducción al universo lógico, las técnicas quirúrgicas y electrónicas, las discusiones sobre el destino de Gonghor, el pabellón tres, el incendio, las persecuciones a las que los cerdos mutantes habían sido sometidos.
          Pedro lo miraba con desinterés desde su incurable tristeza espiritual. Hacía ya tanto tiempo que flotaba en la niebla de la inseguridad vagando de un lugar a otro en medio de aquella guerra que había surgido de su propia obra redentora. Él, un humilde campesino, había sido elegido para servir de puente entre la raza humana y las bestias del chiquero. Había sido marcado por los dioses para iniciar la palingenesia de todas las formas vivientes, ponerle luz a la conciencia de los irracionales y depositar semillas de fuego por toda la Tierra para fabricar aquí una estrella con la sustancia del polvo terrestre.
          Sin embargo, su obra se había precipitado en una veloz y caótica transformación autodirigida por los propios cerdos cibernéticos. Psedudomáquinas que fabricaban formas semejantes, una pesadilla de módulos y piezas intercambiables que se utilizaban para dar vida a un arquetipo colectivo compuesto de innumerables nuevos seres que crecían de manera incontrolable. Ahora estaba en medido de aquel remolino dispuesto a completar su obra, pero de algún modo resentido contra los Cielos por haberlo desviado de su sencilla vida campesina.
          Si el individuo tiene en su sistema social los elementos suficientes para renunciar a todo menos a la gloria de poder, ¿por qué habría de sacrificar -pensaba Hogorof-  el halo de magnificencia que giraba sobre el vórtice de su delirio?
          ¿Acaso antes, en un siglo cualquiera, no asesinó Bruto a su padre de crianza Julio César por recomendaciones de su vanidad de gloria? ¿Fue menos infame Judas Iscariote besando en la mejilla al Mesías cuando lo entregaba a sus verdugos que Adolf Hitler fusilando a Karl Haushoffer que le había transmitido sus conocimientos teosóficos en el mítico grupo Thule? ¿Fueron menos animales aquellos discípulos de Nueva Guinea que se alimentaban con la carne de su Maestro de Iniciación para superarlo y alcanzar de eso modo un nuevo peldaño en la escala que conduce a Dios?
          Mientras tomaba su plato predilecto, Hogorof dio libertad a sus pensamientos para agrupar ideas y edificar con ellas la doctrina de su justificación ante Pedro.
          Cenaba en un amplio comedor rodeado de serviles cortesanos, cerdos machos y hembras hábilmente mutilados y castrados cuyas adiposas barrigas mostraban los signos de un torpe hermafroditismo.
          Gonghor había sido invitado para compartir no solo el alimento junto a su Jefe sino para estar presente en la hora de las decisiones, tan terribles y drásticas que por ellas los cielos se derrumban sobre los mares, las montañas de azufre se vuelvan sobre las verdes praderas, en doble señal de exterminio y de nueva fundación.
          En el extremo de la mesa permanecía Pedro, sentado en el trono de bronce que utilizaba Hogorof en las ceremonias alimenticias. Había sido torturado y finos hilos de sangre empezaban a solidificarse sobre sus ropas harapientas. Sus ojos pequeños, hundidos y enrojecidos por la vigilia,  su alma vencida por el insoportable esfuerzo de sobrevivir.
          -He aquí –dijo Hogorof alzando su bastón y señalando al desdichado granjero-, a un hombre cuya insensata vanidad ha producido una obra maestra, no como expresión de una sabiduría que jamás ha poseído, sino por los mecanismos aleatorios del Destino. Observemos a este curioso ejemplar de una raza desafiante y soberbia, vencida por una realidad que la sofoca. Tantos como él, hombres de magníficas palabras y caritativo celo por el prójimo, reproductores y repartidores de la dicha y solemnes aspirantes a la inmortalidad. –El Comandante en Jefe de todos los cerdos del mundo hizo una pausa, paseó una mirada insolente y despreciativa hacia quienes lo estaban escuchando, bebió un sorbo de agua y prosiguió su disertación: -Recuerdo en este momento, a propósito, la parábola del gran sabio que en algún lejano tiempo y país que no recuerdo, inventó nada menos que el elixir de la inmortalidad y que, atacado por un insano arrebato, reprodujo la sustancia en tal cantidad que en pocos años todos los habitantes del mundo modificaron la naturaleza de sus cuerpos y se cristalizaron en unidades inalterables, eternas. Todos padecieron semejante transformación menos el pobre sabio para quien la sustancia, lejos de producirle una vida inmortal, le inoculó una muerte inmediata y violencia. Tal vez haya sucedido lo mismo con el Dios de los humanos quien, al manifestarse en la Creación, quedó aniquilado en su propia Nada.
          Sólo Pedro, entre todos los presentes al sentencioso ágape, entendió aquellas retorcidas ideas y permaneció inmutable hasta que Hogorof terminó de cenar.
          Gonghor se había retirado un momento antes, protegido por sus escolta.

EXPIACIÓN  Y MUERTE DE PEDRO MONTENEGRO

          Pedro Montenegro había obtenido, durante la breve espera en las prisiones de Holy-Hog, un especial estado de sensibilidad espiritual que le ayudó a comprender el origen de su total fracaso en la misión de redimir a estos seres extraños que habían obtenido una repentina y confusa evolución.
          Era una sensación de alegría expansiva que al principio no supo explicarse, pero en la medida en que amplificó el círculo voluntario de la precognición, todo se resolvió en un amable juego de felicidad y agradecimiento a Dios por el destino que le había tocado en esta vida.
          Miró por la ventana enrejada y contempló el cadalso: un anillo gigante de hierro sostenido al piso por grampas de acero. En la parte superior pendía una cadena rematada en un gancho de  finísima y afilada punta. Los habitantes de la ciudad habían comenzado, desde horas tempranas, a formar interminables círculos alrededor de la pieza ejecutoria dejando solamente un pasillo para que Hogorof  y su Corte se ubicaran en el palco de honor.
          Pedro nunca había imaginado que la nueva raza se multiplicara de tal modo y se mortificó con la idea de que él había sido la palanca que volcó a la especie humana a la aniquilación. Tuvo la certeza de que era un idiota que no sabía lo que había hecho y que los sucesivos eslabones de justificaciones para salir del espasmo de razonamientos no poseían la fuerza suficiente para silenciar el dolor de su corazón.
          Sabía que su muerte no sería una solución porque en el círculo de vida a donde pronto se dirigiría tendría una valla menos en su sistema de participación con la Divinidad y que, de alguna forma, en algún lugar cuyo sentido y dirección no podía intuir, habría un Tribunal para juzgarlo y condenarlo. Porque el punto de partida de esta tragedia estaba alojado en aquella tarde, cuando se creyó poseído por el rayo de la predestinación. ¿Qué había comprendido en realidad entonces? ¿Había estado alguna vez seguro de que existiese  para un simple ser humano aquel tipo de misión?
          En su principesca recámara, Hogorof terminaba de ser afeitado totalmente por sus sirvientes. Con afiladas navajas le cortaban a ras de piel aquellos filosos pelos rojos que diariamente repuntaban sobre la capa grasosa de su cuerpo. Se bañó plácidamente antes de rociarse con agrios perfumes y comenzó la paciente labor de adornarse con pesadas joyas de oro y pedrerías.
          Escuchaba desde su aposento los gritos de una muchedumbre ansiosa de verlo que coreaba su nombre hasta enloquecer y le pareció de pronto que la victoria suprema, tanto tiempo aguardada,  estaba próxima.
          Gonghor esperaba junto a otros oficiales en el refectorio, con su reluciente espada y el yelmo de penachos multicolores sobre enorme cabeza. Les molestaba la excesiva demora en llegar de Hogorof pero, hábilmente adiestrados en la obsecuencia, sabían disimular su enfado con cínicas sonrisas y circunstanciales intercambios de frases inútiles.
          Condujeron a Pedro al lugar del sacrificio fuertemente escoltado por la Guardia de Mantos Negros y cuando el cuadro quedó en orden como había sido dispuesto por el Jefe Supremo de la Tierra y de la Raza del Futuro, éste apareció por el estrecho pasillo con pasos rápidos y se dirigió al estrado mayor entre el estrépito de las trompetas de bronce y los gritos de la muchedumbre enardecida.
          Los jóvenes soldados tomaron a Pedro, lo alzaron y lo sujetaron de los pies al gancho que pendía desde lo alto del anillo de hierro. Su cabeza quedó casi al nivel del piso y sus blancos cabellos se movían con la suave brisa.
          Desde lo alto de su trono, Hogorof miró aquel paisaje que jamás se borraría de su mente. La multitud coronando el patíbulo, el anillo expiatorio con aquel anciano cuerpo semidesnudo colgado cabeza abajo y detrás de esa imagen las altas montañas con sus crestas colmadas de nieve bajo un cielo intensamente azul.
          -Que mi advertencia corra rápido como el viento –gritó Hogorof para que todos pudieran escucharlo- y se transmita a cada uno de los pueblos felices que viven bajo nuestra soberana voluntad. Quiero que sepan y recuerden que este hombre que hoy será ajusticiado, es el culpable de todos los males y sufrimientos que ustedes han padecido. Él ha provocado la pobreza y las enfermedades, la brevedad de una vida relativa e insignificante y ha sido el motor y el propulsor de este nuevo mundo que hoy verá por última vez. Para escarmiento de quienes están aferrados a las compuertas que modifican las corrientes evolutivas. Para que, por fin, exista un orden inmodificable para todos los tiempos venideros, para que podamos alcanzar el prodigio de la inmortalidad.
          El Único y Predilecto Reconstructor alzó su enjoyada mano derecha como señal para que todos se pusieran de pie. Gonghor se adelantó unos pasos y se ubicó junto a Pedro. Levantó un costado de su túnica negra con la efigie de un cerdo blanco, extrajo el codicioso alfanje y de un solo corte arrancó la cabeza del hombre que los había creado a su imagen y semejanza.
         




EL REY QUE FALTÓ A SU PROMESA

          El Rey Pasícrates, del país de Balaam, recibió la visita de un Mensajero del Cielo, quien le anunció que pronto moriría, pero tan honrosamente, que los pueblos del futuro lo recordarían por ese noble acontecimiento más que por las grandes batallas ganadas y fortunas reunidas.
          El Emisario, que había forma de un saltamontes para encubrir su apariencia en la Tierra, le hizo prometer al rey que debía guardar el secreto de esta revelación hasta su muerte.
          Pasícrates, que había llegado a ser un poderoso monarca por su astucia y desconfianza, hizo el juramento. Mas, al día siguiente, temeroso de que lo sorprendiera una muerte indigna, impropia de un gran señor, bajó a los jardines reales y llamó al cuidador, quien había sido su mejor compañero de juegos en la infancia y le dijo:
          -Escucha bien, porque voy a confiarte un terrible secreto. Cualesquiera fuesen las circunstancias de mi muerte, pregonarás al pueblo que al Gran Rey Pasícrates, mientras vivía en este mundo, le fue prometido por boca de los mismos Dioses que su muerte sería considerada como la más honrosa entre todos los mortales.
          Apenas hubo dicho el rey estas palabras, el anciano jardinero se transformó en un saltamontes.
          -Desdichado –le dijo el Correo de la Divinidad-, sólo es venerable y santo aquel que sabe guardar tan celosamente los secretos y misterios de la vida espiritual que ni la propia Muerte podría descubrirlos.
          Cuando la Luna giró sus cueros al Oriente, sus viejos enemigos destronaron al rey y lo condenaron a vivir en el desierto. Se alimentaba de mieles y langostas y bebía la lluvia de sus lágrimas
          Murió de tristeza.




GUERRA QUÍMICA

          Salieron, silenciosas y atentas, de las cuevas subterráneas. Una enceguecedora luz barría el contorno de sombras y sorprendió  a la vanguardia. Sus cuerpos eran delgados y fuertes, armonizados por la ascesis de una voluntad colectiva y omnipotente. Atisbaron el horizonte y aspiraron la fresca brisa. Lejos se divisaban los luminosos pétalos del Árbol del Aroma, rojos y carnosos, sobre cimbreantes tallos protegidos por afiladas espinas. Un poco más allá, la amplia y generosa copa del Árbol del Pan ondulaba bajo la vacilante mano de la brisa. Casi invisibles, entrecortados por la bruma de la lejanía, podía divisarse de vez en cuando a miembros del comando de técnicos que se habían adelantado horas antes para demarcar el área de recolección.
          Abajo, en húmedos y templados aposentos, bullía la vida de la familia de las exploradoras, junto a los depósitos de alimentos, las maternidades que incubaba miles de futuros hijos, y los pequeños recintos donde se guardaba el precioso ganado del que obtenían el néctar de la alegría, meta de su esperanzado retorno.
          Observaron la vieja huella que conducía al próximo valle y cómo el viento apretaba sobre la hierba multitud de cadáveres calcinados. Un sentimiento de pánico recorrió la prieta columna de obreras que aguardaba la orden de avanzar. Leves contactos de sus cuerpos, a modo de diálogo codificado, las ponía en condiciones para una efectiva receptividad. Toda la energía y el poder de la voluntad eran para la causa del trabajo de la comunidad. Nada que no fuera el sacrificio les estaba permitido. La modestia de una labor inalcanzable y el holocausto de la propia vida era fruto del instinto de su naturaleza racial más que propósitos de la inteligencia individual. Así, la posibilidad de la muerte, como tributo de un extraordinario potencial de sacrificio, carecía para ellas de mayor significado.
          Los cuerpos, armoniosos y perfectos, permanecían casi inmóviles aguardando la orden y cuando la señal vibrátil llegó, una multitud emergió de las catacumbas y enfiló hacia las verdes praderas para tomar cuanto cada una podía y transportarlo con rapidez hacia la ciudad subterránea. Los guijarros y las agujas de los pinos gigantes entorpecían el paso. Sin embargo, nada era más fuerte que una voluntad común y perfecta sincronizada con la invisible computadora de la raza. Ni los relámpagos de luz que provenían del espacio, ni el esfuerzo hasta el límite, ni el quemante polvo que a tantas generaciones había destruido, eran impedimento para esta nueva invasión. Se desplegaron hábilmente por el valle y treparon por los gigantes árboles arrancando las fornidas hojas, los pétalos perfumados del Árbol del Aroma, las combinaciones de tejidos y maderas, semillas y hebras, según el ordenamiento previo de los Superiores. Mientras un grupo cortaba otro iniciaba el regreso sintiendo el sobrepeso insoportable, inmutables ante la distancia a recorrer, despreciando la alternativa de la muerte.
          De pronto, un sonido inesperado estalló en el aire al tiempo que una sombra voluminosa múltiplo el efecto de la luz sobre las sombras, generando una tormenta de pánico sobre la caravana. Las más fuertes trataron de llegar apresurando el paso y sosteniendo con fuerza la carga que llevaban sobre sus hombros. Otras, débiles y atemorizadas, procuraban ocultarse entre las altas hierbas que bordeaban los senderos. Los gritos de los guardianes imponiendo el orden fueron aplastados por el áspero rugido que les llegaba del cielo y antes de que pudieran guarecerse, una lluvia fina y pestilente cayó sobre el lugar y las cubrió completamente. Quisieron correr, limpiarse el ceniciento manto que se adhería a sus paralizados miembros. La asfixia y el terror les provocaba en segundos una muerte dolorosa. Unas tras otras, las formidables atletas sucumbieron junto a los ennegrecidos cuerpos de las que habían integrado las expediciones anteriores, víctimas del mismo mal. Una suave brisa barría los cadáveres y el fruto de su inacaba faena.
          -¡Malditas!, no dejaré una sola con vida –vociferaba el jardinero, mientras continuaba desparramando hormiguicida en el jardín.





INTERSECCIÓN

          Hace algunos años, desamparado por la ausencia de realización espiritual, me refugié en la lectura de libros orientales escritos para idiotas occidentales. Desconociendo entonces mi paralítica postura intelectual, me di por entero a la interpretación de ciertos fenómenos, como el de la reencarnación, que al comienzo proporcionó beatíficas justificaciones a mi somnolienta existencia. Torné a una vida gustosamente contemplativa, remedando posturas y meditaciones budistas hasta que un precioso día de septiembre, mientras me hallaba absorto en la contemplación de la iridiscencia de las afiladas espinas de un cacto, me cubrió la amarga noche de la duda.
          Desde entonces trabajé durante años construyendo una nómina de sustancias y fenómenos antinómicos, analicé la paradoja de las contradicciones, el flujo y el reflujo de las dimensiones. Este apetito de vivir, nutriéndome del conocimiento, me condujo después a observar la vida social de los hombres desde una ventana a la que ellos no tenían acceso. Ataviado con miserables ropas vagué durante años por las oscuras napas del hormiguero humano, conviviendo con aquellos que estaban, según lo comprendí después, en la retaguardia de acceso al plano de conciencia moral. De ese período experimental extraje las historias que cuento en mi libro “El Orden Material”, una de las cuales, tal vez la más conmovedora, es aquella que narra el encuentro de dos hombres atávicos cuyos destinos se cruzaron en una reyerta originada por cuestiones aparentemente triviales  que, bajo la evidencia de mis conocimientos, no lo eran.
          Un hombre persigue a otro a través del tiempo y en forma sucesiva en diferentes vidas. Cuando le da alcance solo queda la anécdota, la cual dice que atacó sin mediar palabra. Esto no es posible. Ha existido entre ellos un prolongado diálogo referido a una circunstancia precisa y única. Cuando entregó a la policía, Silvestre Flores afirmó que reivindicaba, con su gesto de hombría, el honor. El otro, cuyo cuerpo quedó tendido en la puerta de un boliche, apenas cubierto por hojas de diario, se llamaba Asdrúbal Fuentes Ovejero, de profesión forastero, chileno, sin más señas.
          Para la sociedad civil, este demoledor encuentro a punta de cuchillo quedó dormido en la carátula de un expediente judicial. Yo, que fui testigo, puedo decir que la verdadera víctima fue el hombre que mató y que el otro, cuya alma emigró por los túneles silenciosos de la ultratumba, culminó una experiencia iniciada en el caos y sellada con la victoriosa entrega de su vida.
          De aquellas visiones personales comprendí lo difícil que es administrar justicia y me pareció que ciertos códigos son muy incompletos al juzgar con parcialidad los efectos y desconocer las causas. Cuántos hechos denotan así un significado opuesto al tradicional y qué vigorosos y libres parecen algunos transgresores.
          Me he reintegrado a mi ansiosa búsqueda interior y ya no quiero regresar a la contemplación  de la vida personal de mis semejantes. Oscilo entre la credulidad y la tengo y tengo, alternativamente, visiones de completa comprensión y otras en que todo es confuso y carente de significado.
          Siento por momentos la tentación de enarbolar las banderas del pensamiento de Swami Shankaralanda y repetir a todos los vientos:

        “He sido sacerdote de la luz y por mi concupiscencia me convertí en mago y en faquir. He mendigado por las calles de Calcuta enfermo de lepra y de espanto, me he saturado de puercos sentimientos y de justificaciones, he sentido odio y también piedad, he robado y al mismo tiempo entregado a la caridad del amor. Viendo que todo es ilusión permanezco con mi corazón envuelto en llamas, iluminando mi vacilante paso y mi esperanza”.






EL AJUSTE

          Antonio Navarrete comprendió la parábola de la vida en su último momento, después de recorrer medio siglo de ignorancia y brutalidad y sobrevivir a su propia congoja espiritual.
          Buscaba a un hijo, al que había abandonado antes de nacer, con un instinto despiadado y hambriento de justicia para sí mismo y para todos los hombres.
          Creía, sin saberlo, en la intersección de las almas afines que se propagan a partir de la propia especie, áspera o talentosa, luminosa o ruin y que al final retornan a una fatal reconciliación para volver a extraviarse en los laberintos del tiempo y de la carne.
          Aspiró el aire fresco de la tarde de junio y se lanzó a galope corto a lo largo del Río de los Sauces. Amplia soledad del campo que cautiva el deseo de permanencia y concede la brevísima plenipotencia del corazón a quien tiene que morir.
          Antonio Navarrete veía en cada muchacho el molde de su propia semilla y así sobresaltaba su emoción cuando se cruzaba con un mozo desconocido o con los ojos escrutadores de los forasteros.
          No participaba en el razonamiento su mente analfabeta ni los escasos escrúpulos que podían brotar de su naturaleza violenta. Se orientaba, únicamente, por la fuerza del instinto de la sangre, y olfateaba con él las oscuras premoniciones del encuentro.
          Llegó al boliche de Adelmo Tapia con su lujosa estampa de padrillo altanero, vació la primera copa de vino y acomodándose de espaldas al mostrador, ladeó el ala del sombrero y semblanteó a la concurrencia.
          El animal salvaje que se alimenta de su propia reciedumbre y lucha por prevalecer sobre el rebaño, las ondas de energía de la naturaleza primaria que ponen en tensión las garras de los pumas, no eran superiores a los gestos de anticipada defensa que Antonio Navarrete hacía ante los aprestos de otros hombres.
          Por eso le extrañó que ese mocito de alpargatas, flaco y despeinado, mantuviera sus ojos clavos en los suyos y acomodara su mano en la faja, como buscando la empuñadura de un cuchillo.
          Alzó su mano firme y huesuda para castigar semejante insolencia, que era casi idéntica a la suya, pero lo detuvo el hondo tajo que el rápido cuchillo abrió en su pecho.
          Mientras iba cayendo miró los ojos crueles de su hijo y recordó que alguna vez, en otro lugar, él, Antonio Navarrete, sería semilla abandonada en una tierra de irrefrenable violencia, hasta el fin de los tiempos.
          Una repentina noche ocultó la visión de las cosas y apagó los ruidos y las voces.
          Empezó a viajar hasta que se quedó dormido.





DIÁLOGO EN LA ANTIGUA MORADA DE LOS HOMBRES

          -Bien, aquí estamos. Esto es lo que querías conocer.
          -Es sorprendente. Nunca pensé que pudiese existir algo semejante.
          -Lo que estás contemplando es solo el resto de la coraza que envolvió el cuerpo colectivo de aquellos seres durante millones de años. Es como un alucinante fondo submarino bajo el océano del aire.
          -Entonces, ¿estas son las famosas ruinas de la Edad de la Crisálida?
          -Sí. Se extienden por sobre toda la superficie del planeta.
          -¿Dónde se originó el símbolo? ¿Por qué llamarla Edad de la Crisálida?
          -Ellos tejieron sobre sí mismos una rígida envoltura de sutiles e invisibles mecanismos en la que sucumbieron, completando así su filogénesis para dar origen a una especie radicalmente diferente: aquellos que hoy constituyen la Era de la Mariposa Celeste, a la que nosotros pertenecemos.
          -¿Eran numerosos?
          -Existían por cientos de millones.
          -Es realmente increíble. ¿Por qué tantos?
          -Demasiados para nuestro entendimiento pero los indispensables en aquellos tiempos para establecer los enlaces que luego precipitaron el Gran Estallido. Según el plan para el desarrollo de las Biosferas Galácticas, la civilización de la Tierra llegó a su nivel máximo de saturación y, en consecuencia, generó lo que podríamos llamar un Selector de Alta Frecuencia para el aprovechamiento de la enorme energía que el Dolor había producido. Durante millones de años la raza humana había permanecido atrapada por el Sacrificio de la Evolución Lineal, pero tardaron muchos milenios para asumir el Dolor e incorporarlo como Energía del Crecimiento.
          -¿Fue entonces cuando sucedió eso?
          -Sí. Mucho antes, los Guías del sistema habían preparado a los hombres por diversos medios y ellos, en cierto modo, lo estaban para desaparecer, pero no lo aceptaron hasta último momento.
          -¿Ellos no querían ingresar a la Nueva Era?
          -Era lógico. No les resultaba fácil desprenderse de una bestialidad horizontal ya que eran los últimos exponentes de una especie alimentada por los imanes de la gravedad.
          -Sin embargo, prepararon hasta el último detalle de la escena final.
          -Se creían los dueños de una libertad individual, absoluta, ilimitada y arbitraria generada en los subterráneos instintos de una mente mecánica. Llamaban reflexión al instrumento proyectivo donde se espejaba la sombra de la Inteligencia Solar y confundían la reflexión polarizada en sus cerebros con la inteligencia del Todo y Bondadoso Universo. La prueba de esa ignorancia colectiva es que en aquellos tiempos realmente morían y sus muertes eran atroces y repugnantes. Lo sabían pero lo olvidaban en cada generación y volvían a morir.
          -¿Qué significa morir?
          -Una forma de corrupción total, una degradación de las formas y esfuerzos acumulados en un desarrollo puramente biológico. Nacían por acoplamiento de parejas de distinto sexo de la que resultaba una especie de brote que crecía hasta el límite del hábito de vivir durante un breve lapso, luego se olvidaban de crecer y morían.
          -Pero ellos se esforzaron en la continuidad y procuraban sobre todas las cosas la inmortalidad.
          -Eso creían, pero en realidad solo aumentaban la duración de sus envolturas físicas, lo que llamaban el cuerpo y el alma. El esfuerzo por sobrevivir se fue haciendo mayor en la medida en que aumentaba el número de individuos. Esa expansión les dio la certeza de la semejanza pero no la aceptaron.  Cuanto más enriquecían la diferenciación más se espejaban en un espíritu grupal que los sustentaba.
          -¿Podrías explicarme cómo terminó la Edad de la Crisálida?
          -Por el estallido interno de una evolución lineal saturada.
          -No entiendo.
          -En realidad no es fácil explicarlo, menos a ti, que eres muy joven y posees un ordenamiento intelectual incompleto. Te lo explicaré de manera sencilla.
          -Te escucho.
          -En aquellos tiempos, el fenómeno del Crecimiento había cristalizado formas de pensar y de sentir análogos: entendían que el logro es un proceso de continuada acumulación. Consecuentemente, con ellos procuraban por cualquier medio llegar a la supuesta meta para la cual empleaban factores coercitivos monovalentes. Esta técnica  unilateral del desarrollo hizo que las degradaciones necesarias fueran insuficientes.  Ejemplificando diríamos que a falta de cenizas se apagó la llama.
          -Nuestros libros de historia dicen que en aquella Era los hombres desataron grandes guerras, por cuyo motivo desapareció una buena parte de la humanidad.
          -Es verdad. No solo la guerra destruía, también el hambre en continentes enteros, las discriminaciones raciales, sociales y religiosas envolvieron a la humanidad como en una red espesa de la cual no fueron capaces de zafar.
          -Esto lo entiendo bien, pero no alcanzo a comprender cómo los grandes seres que existieron en aquella época no fueron capaces de alertar al conjunto para evitar la catástrofe.
          -A los grandes y poderosos hombres de entonces podríamos dividirlos en dos grupos: el primero contribuía con eficacia a generar instrumentos destructivos, armas, intrigas, trampas mentales. Colaboraban asociados al plan determinista motivado por la propia causalidad histórica del mundo, lo irreversible del proceso. El segundo grupo gestaba la labor opuesta, con idéntica eficacia, respondiendo al desenvolvimiento de las leyes creadoras fuera del límite de la causalidad, lo reversible y dinámico del proceso.
          -¿Significa esto que era inevitable pasar por determinados ciclos sen los cuales el dolor, la guerra, la enfermedad, la vejez constituían las herramientas del cambio?
          -En parte fue así. Como te dije antes, para alcanzar los límites del Sistema y trasvasarlo, fue necesario abastecer a la humanidad con la suma máxima del Dolor. Cuando los hombres, enajenados de impiedad se lanzaron juntos al logro final, fueron atrapados por el estallido del Dolor Planetario en el cual se vieron obligados a permanecer durante un prolongado período, hasta lograr la necesaria purificación. Comprendes, entonces, cómo, mientras un grupo de sabios y precursores delineaban los procedimientos generatrices del Dolor, el otro grupo se preparaba para transformarlo en un instrumento de liberación. El Gusano Rojo murió en lenta agonía para reencarnar en el misterio de la Mariposa Celeste.
          -Fue una edad maravillosa, ¿verdad?
          -Maravillosa, trágica y necesaria. Es todo cuanto podemos decir acerca de fenómenos cuya causa es siempre lo desconocido. Juegos y combinaciones de la inteligencia y la emoción, apenas un disimulo de la verdad última que nos será vedada.
          -¿Es necesario aceptar, para sobrevivir a la hecatombe de los continuos cambios, que las disposiciones de la naturaleza se ajustan a las ocultas funciones del Destino y que no habrá victoria definitiva para el hombre hasta no haber traspasado todos los Umbrales del Horror?
          -No lo creo, porque la victoria definitiva del hombre es su indestructible potencia como transgresor. Cuando han sido vencidas, las máscaras del Horror muestran la iluminada belleza de la Divinidad.
          -¿Es así? ¿Esa es la realidad?
          -Es todo cuanto comprendo y acepto.
          -¿Regresamos?
          -Sí, ya es hora.

          Desde la tumba de la Tierra muerta, por sobre las ciudades que los Hombres Antiguos habían habitado mucho tiempo atrás, las dos mariposas celestes remontaron vuelvo en el aire fresco de la noche rumbo a las traslúcidas ciudades del espacio




CAÍN Y SALOMÉ
         
          Caín y Salomé fueron desposados en presencia de las Furias y luego transportados en un aerófaro de plata hasta la Isla de Daimon, cuya piel es un desierto amarillo y tiene en su corazón el lago Berian
que oculta, en la tupida floresta de sus costas,  descomunales bestias  rojas y velludas, de amplios ojos azules, cuyo canto, semejante al de las ranas, es siempre preludio de nefastos sucesos.
          La cábala gnóstica se refiere a dichos monstruos, hijos del sortilegio de la boda de Caín y Salomé, a los que llaman Boria y a quienes  se envía un diezmo de la violencia del mundo para calmarlos y evitar que suban a vivir entre los hombres.
          En las noches equinocciales, los progenitores de tan perversos animales rivalizan en una representación teatral en la que Caín interpreta el papel de Juan el Bautista y Salomé el de Abel. Mas, el dolor de las heridas mortales que se infligen mutuamente, a través de los milenios, no logra transformar sus impulsos monstruosos  en el ansiado instante de sosiego, porque la sacralización de la ignominia que hicieron con el símbolo de sus vidas es superior al crimen y carece de perdón.
          Sin embargo, ellos, que son los modelos intactos de la traición y la concupiscencia, han desafiado a Dios para que haga cumplir lo que les fue revelado a  los profetas de la antigüedad.
          Junto a las dunas de arenas volcánicas  de la Isla de Daimon, hay un lugar cuyo nombre recuerda  a una antigua ciudad de Israel. Allí construyeron Caín y Salomé  y sus sangrientos hijos una cruz que alumbra día y noche y esperan la llegada de un Extraño  que los redimirá.




EL PLANETA DE LOS SUEÑOS

LA CASA DONDE VIVIÓ EL DIABLO

          Nadie sospechó jamás que en aquel viejo y derrumbado rancho de adobes había vivido el mismo Diablo, porque a Crisóstomo Rivero no se lo podía emparentar con las tinieblas, aunque sucesos mal narrados por algunos vecinos abrían grietas a la credulidad.
          Entre los raros libros que se hallaron semienterrados en el patio, luego de su misteriosa desaparición, había uno titulado Libro de Osiris o Descenso del Hijo de Zartan al Planeta de los Hombres, escrito por Radamés Peralta, fechado en Barcelona en el año 1922 y que contenía la increíble odisea de un personaje llamado Osiris, hijo del Gran Farsante y su Emisario para América del Sur. El libro, que aparentaba haber estado en el fuego, relataba los viajes y misiones encomendadas al protagonista desde su llegada a Mendoza en 1905 hasta la llamada Diáspora de los Duendes que tendría lugar muchos años después.
Jamás pudo saberse la clase de relación que existió entre este singular individuo y Crisóstomo Rivero a menos que se tuvieran en cuenta algunos acontecimientos de su vida extraídos de la memoria popular y, de modo especial, los vinculados con su hija Julia.
          A pocos días de haberse hecho cargo la Justicia de la casa de los misterios como consecuencia de denuncias por personas desaparecidas, el azar, al que se deben los más insólitos descubrimientos, guió los pasos de un grupo de estudiantes de la Facultad de Enología de Mendoza hasta una bien disimulada cueva en las cercanías del dique Papagallos, en la que encontraron un viejo palimpsesto que tan desdichados acontecimientos producía poco después. 
          No fue necesario hacerlo traducir porque el manuscrito estaba, inexplicablemente, redactado en nuestro idioma. La divulgación de su contenido provocó la risa sarcástica en unos y el desdén en otros y en quienes creyeron que se trataba solo de una ingeniosa broma pero, con la repentina muerte de tres de los jóvenes integrantes del grupo que había hecho el descubrimiento, revivió en la mente de los escépticos esta vieja teoría: el Maldito es casi tan omnipresente como Dios y sus designios siempre resultan desdichadamente cumplidos.
El que fuera popularmente conocido como “Mensaje de Papagallos”, decía más o menos así:
“De Zartan, Señor del Planeta de los Sueños, a su hijo Osiris, para ser transmitido a la comunidad terrestre de los hombres.
Todo espíritu indócil a los mandamientos del Señor de las Tinieblas que procure ascender a regiones volcánicas más allá de la Línea de las Águilas, sucumbirá y luego de él todos aquellos que hereden una sola gota de su sangre. Será maldito quien se atreva a modificar los círculos concéntricos del Gozo y del Terror. Sus células se secarán sobre las arenas del desierto a la luz de las estrellas y habitará en hoyos de azufre hasta que su Segundo Cuerpo se esterilice, hasta que su Tercer Cuerpo se disuelva en el Caos”.
Si el mismo texto aparecía en una de las hojas chamuscadas del libro desenterrado en la casa de Crisóstomo Rivero, era indudable que muchos de los acontecimientos y raras historias giraban sobre su persona. Fue dispuesto que la casa se mantuviera en cuarentena bajo estricta vigilancia policial y desde ese momento poco y nada trascendió al público.
La última noticia publicada en los diarios, antes que el tema comenzara a ser definitivamente olvidado, narraba el descenso practicado por una Brigada Geotérmica que se introdujo por la boca del honro abandonado y alcanzó una violenta corriente sulfurosa que les impidió continuar no obstante los equipos especiales que sus hombres vestían. El horno era, más que un sitio para cocer el pan, una bien disimulada puerta que conducía al infierno de la Tierra y a las ocultas dimensiones en las que viven los servidores del fuego.
          Los muebles del rancho, antiguos y sucios, se encontraban inservibles. En una vitrina que estaba en la cocina encontraron frascos y botellas cubiertos de polvo que contenían personas y animales reducidos al tamaño de un dedal. En uno de los recipientes había un caballo tordillo y un perro negro; en otro un niño y una anciana que parecían mirar con ojos aterrados a los investigadores. Pero más sorprendente sucedió cuando alguien tuvo el coraje de abrir los recipientes: lo que estaba adentro se convirtió en el acto en un polvillo gris que olía a cera quemada.
         
CRISÓSTOMO RIVERO COMPRA UN LIBRO DE MAGIA
          Si es verdad, según cuentan los teósofos, que la Memoria del Universo registra los sucesos pasados, presentes y futuros de “Un Día completo de Dios”,  cuya duración es incomprensible a la razón humana, estarán insertos en ella los acontecimientos de la extraña vida de Crisóstomo Rivero del modo completo como sucedieron y que nadie, jamás, pudo conocer enteramente.
          Todo empezó aquella siesta de enero cuando Crisóstomo dormitaba bajo el alero de su rancho sentado en su sillita matera, apoyado en la pared de adobe blanqueada, el sombrero caído sobre los ojos para ocultar el sol, los pies descalzos apoyados en las desgastadas alpargatas.
          Vio al hombre que se acercaba con una pesada valija en cada brazo y aunque la imagen del turco vendedor de baratijas le era familiar, sintió repentinamente y con temor la desesperanza de la mala suerte.
          El buhonero acomodó las valijas sobre una mesa y se secó el rostro con un pañuelo al tiempo que Crisóstomo lo convidaba con una copa de vino fresco.
          Lo que aconteció luego, a modo de un extenso diálogo compuesto de curiosas preguntas, réplicas, negativas y ofertas, nadie podrá contarlo porque a esa hora doña Paulina, la mujer de Crisóstomo y su hija Julia dormían plácidamente la siesta.
          Abraham Maluf revolvió sus cajas de Pandora que aún conservaban el herraje que en mejores tiempos las habían distinguido, y empezó a mostrar polvos asiáticos, talismanes africanos, afrodisíacos australianos, cruces maltesas hechas con huesos de mártires franceses, libros para exorcizar a los demonios y el breviario de las matemáticas, del griego Diógenes de Antioquía, para ganar fama y riquezas.
          Iban pasando las horas y Abraham Maluf continuaba su disertación, limpiándose continuamente el rostro moreno y aceitoso mientras Crisóstomo Rivero esperaba con la paciencia y comodidad de aquel que ya sabe parte del inefable futuro y lo domina. Aguardaba, con cierta inquietud, que el turco le mostrase de una vez, algo que sacudiera el hermetismo de su mente acostumbrada a divagar por las recónditas regiones astrales, algo que fuera superior a cuanto ya había contemplado en este mundo, más luminoso que el resplandor de los Ángeles de la Mañana, superior al secreto de las ciudades incaicas sumergidas en la selva, más sorprendente que el Tratado de Teratología Humana que había leído en su juventud.
          La jarra de vino con rodajas de limón había disminuido su nivel. Los contendientes se sobreponían con cada trago al esfuerzo de tan contrarios gestos de interés. Entonces volvían a la exploración h a la lucha de palabras hasta que al fin el traficante de nobles y misteriosas cosas desempacó un libro de tapas amarillas envuelto en papeles de diarios y acomodándolo sobre un costado de la mesa lo abrió al azar y leyó en voz alta en una de las hojas: “…para gloria de su Tormentoso Padre que lo envió a vivir entre los hombres para mostrarles el camino del desengaño y hacer del sufrimiento el único camino de salvación…”.
          Dio vueltas a hurtacordel otro grupo de páginas y leyó ahora con una voz apenas susurrada: “Tomar un puñado de cabellos de la mujer que se desea y molerlo con cenizas de entrañas de sapo, mezclar con ojos de basilisco del huevo de una gallina ciega y exponerlo durante la noche del plenilunio de septiembre a las huestes que se arremolinan sobre las gotas de sangre de…”.
          Se interrumpió al escuchar los pasos de doña Paulina que iba aproximando mientras acomodaba su largo cabello.
          El libro contenía ingenios del cielo y dibujos de ancestrales vampiros, santos petrificados por el pecado de los hombres y las sinuosidades que debía recorrer la mente del neófito hasta encontrar las claves de la magia y de la cábala. “Libro de Osiris, Descenso del Hijo de Zartan al Planeta de los Hombres”.
          Crisóstomo Rivero pagó con arrugados billetes de un peso aquel ejemplar impreso en los talleres de inquietos espíritus no terrenos que desde ahora lo estarían vigilando para seducirlo y convertirlo en uno de ellos. Lo habían elegido precisamente a él porque su ingenuo corazón era una manzana encantada de la que surgía perpetuamente un aroma de singulares cualidades.
          Apenas llegó la noche comenzó a repasar dificultosamente el libro. Casi no sabía leer, había poca luz en la habitación y el ejemplar, viejo y amarillento, despedía un olor tan insoportable que tenía que mantenerlo lo más alejado posible de su rostro.
          Cuando todos se habían dormido y el rancho de los Rivero quedó sumido en la espesa niebla de la noche, un coro de sapos cornudos de lenguas llameantes comenzó a pasearse con insolencia por el patio, dibujando con sus babas imperceptibles jeroglíficos cuya traducción enloquecería al más sabio y cuerdo de los hombres. Hasta que la luz del alba los fue apretando con el filo de su luz hasta que desaparecieron.

EL ESCONDITE DE GOB

          Vivo aquí desde hace un año, en un rancho de adobes habitado por un matrimonio y su única hija, esperando la orden de revertirme en uno de estos enormes cuerpos humanos.
          Ellos no advierten mi presencia aunque me han visto sucesivas veces en sus sueños nocturnos en los que intervengo deliberadamente para comenzar su preparación. A veces la mujer despierta dando gritos y diciendo que la casa está invadida por hombres pequeñitos que corren por las paredes, pero nadie le hace caso porque dicen que está loca.
          El hombre aparenta ser muy viejo aunque conserva una gran fortaleza biológica y ha desarrollado, por herencia familiar, una gran sensibilidad hacia nuestra especie. Se llama Crisóstomo Rivero y siempre se levanta muy temprano a contemplar algo que parece, para él, estar en algún lejano punto del espacio. Permanece largo tiempo con sus ojos semicerrados en actitud de oración esperando el regreso de Aquel que lo visitó en su infancia y le prometió que algún día le entregaría un soplo de la gloria de los dioses del fuego.
          La hija, una joven muy hermosa, ha sido ofrecida en secreto por su padre a uno de mis jóvenes camaradas que pronto llegará a la Tierra, en compensación por todo lo que él recibirá.
          Debo permanecer  oculto hasta que pase un nuevo ciclo de la naturaleza. Mientras aguardo la orden me entretengo por los alrededores de la vivienda, modificando los colores de las flores del jardín, persiguiendo a las verdes lagartijas a la hora de la siesta o sumergido en la frescura del estanque, deslizándome entre los peces rojos y amarillos, entre los blancos patos que huyen despavoridos cuando les tiro de sus colas.
          Hoy casi estuve a punto de ser capturado por un grupo de niños que andaba cazando mariposas. Yo volaba distraídamente cuando alcancé a escuchar los gritos y las risas. “Es muy grande”, “es hermosa”, “agarremos a esa mariposa, que no escape”. Yo tenía en funcionamiento el campo de fuerzas protector pero aún así temí que estos pequeños salvajes me tomaran en sus manos, porque no quería hacerles daño.
          Me elevé cuanto más pude y desde muy arriba me divertía viendo correr a las pequeñas figuritas de un lado a otro con su improvisada  red y escuchando sus lamentaciones por no haberme capturado.
          Pero ya es de noche y todo comienza a ser diferente en este insólito lugar. Tengo miedo de extraviarme y enciendo los extremos de mis antes que me guiarán al escondite.
          Todo está cubierto por la oscuridad  apenas el gruñido de los perros acompaña mis leves movimientos en el aire. Hacia el oeste, el satélite lunar apenas brilla convertido en una fina línea curva. Me siento muy solo y una confusa mezcla de sentimientos y de impulsos parecen acorralarme. Trato de comunicarme sustancialmente con la Unidad Creadora de la Tierra, un espíritu cósmico al que todos veneran con el nombre de Divina Madre. Por momentos siento que una partícula infinitesimal me ha llenado de un gozo aterrador. Mientras estaba Más Allá deseaba poder sumergirme alguna vez en este profundo lago interior, pero ahora que se aproxima el momento decisivo temo perder el recuerdo de mi Antigua Morada.
          Es la hora. Miro hacia el cielo cada vez más claro por la aurora y de pronto veo surgir el arabesco de la información biónica que diariamente me envían desde la Nave Madre anclada en el inabarcable espacio. La escritura es computada y traducida en el acto. Es un saludo fraternal y bondadoso de mi Maestro, una frase que contiene la esencia de todo poder y el permanente tono de su magnificencia: “GOB, PRONTO VENDREMOS POR TI”.

         
LA TRANSMIGRACIÓN DE LOS ESPÍRITUS

Gob recibió por fin el ansiado mensaje que lo autorizaba a penetrar en un cuerpo humano para poder así canalizar hacia los hombres una nueva idea elaborado en el distante Planeta de los Sueños de donde él provenía.
          Partió de su escondite y revoloteó durante largas horas por el aire fresco de la noche sometiéndose voluntariamente a los mecanismos desintegradores que harían posible su paso hacia la caliente carne de un ser humano. Desde la Nave Madre la computadora registraba el desarrollo de aquella diminuta partícula entrega al juego feliz de la transmigración.
          Al principio era apenas un punto casi invisible que giraba en amplios círculos sobre un rancho de adobes y luego, poco a poco, llegó a transformarse en una luz incandescente  que aumentó hasta convertirse en una esfera anaranjada.
          Sentado frente al silencio de la aurora y mientras contemplaba el fasto rito de la palingenesia terrestre, Crisóstomo Rivero vio venir hacia él aquella bola de fuego que descendía del cielo y recordó en el brevísimo tiempo de pavor un grabado del  Libro de Osiris que representaba los globos vivientes ocupados por espíritus estelares que han recorrido las órbitas de todos los planetas durante un millón de años y que allí permanecen, ocultos a las tentaciones del deseo de vivir, en el gozo de un Nirvana eterno.
          La casa se iluminó hasta en sus mínimos contornos con una luz amarrilla perfumada con el polen de rosas tibetanas. Crisóstomo Rivero solo atinó a levantarse y cubrirse el rostro con las manos cuando la esfera de luz se le incrustó en la sangre.  Sintió un dolor insoportable en la cabeza, un sabor amargo y caliente en la boca. Sacudiéndose convulsivamente e dobló hacia delante, cayó de rodillas y comenzó a rodar suavemente sobre el piso de tierra. Todo quedó a oscuras sobre su cuerpo. Por sobre los altos álamos comenzaba a insinuarse en la lejanía la próxima mañana.
          Así permaneció hasta que Paulina y Julia lo llevaron a su cama, envuelto en sudores y ardiendo de fiebre. Le limpiaron con cuidado el hilo de sangre que le surgía de la boca y los oídos y lo abrigaron cariñosamente.
          Ajeno al manipuleo de las ansiosas mujeres, Crisóstomo Rivero soñaba en ese momento con un extraño mundo que tenía las mismas formas de sus pensamientos. Allí donde él penetraba con su imaginación, portentosas formas creadas por su voluntad se le adelantaban para mostrarse, y apenas corregía un detalle todo se transformaba en infinitos y vibrantes puntos de colores. Sus pies y manos, sus ojos y su voluntad interior podían cada uno, por su cuenta, generar y mezclar ideas y sabores, formas de la alegría, modelos de la sensualidad y el tacto, amenazantes monstruos de la mente, delicadas y apenas tangibles voluptuosidades.
          Era el núcleo de un mundo ilimitado y activo, que no cesaba jamás de desplazarse, plano a un deseo, ondulante a otro, enriquecido por embriones y vástagos de plantas y animales jamás nacidos, amasado con óvulos germinales de mundos futuros, hecho a la medida de una  conciencia todopoderosa, única, inmortal.
          Durante un mes permaneció así, hinchado y sudoroso, hasta que comenzó a enfriarse y a reducir de peso. 
          -Yo no soy yo- dijo una mañana a modo de saludo con una voz que no era la de Crisóstomo Rivero. Paulina y Julia se refugiaron en la otra habitación y encendieron cirios a la imagen de Santa Renata, piadosa patrona y protectora de los locos.



EL TIEMPO DE LAS COSAS ENCANTADAS

El sol apareció por  el oeste remontando una corriente de cenizas adversa. El agua de la acequia retrocedía lentamente abandonando sobre el barro aletargados bagres y breves mojarritas plateadas. El fuego era frío y el humo se hundía hacia las profundidades de la tierra para testimoniar que había llegado el tiempo de los encantamientos y de la magia.
          La gente dejó de pasar frente al rancho de adobes de Crisóstomo Rivero y poco a poco la calle se cubrió de yuyos. Hasta los mismos pájaros seguían de largo sobre aquella región separada del mundo por un círculo de cálidas cenizas.
          El primer suceso tuvo lugar una mañana fría del mes de junio cuando descubrieron que Julia no estaba en su cama. Desesperados la buscaron por todos lados hasta que la encontraron durmiendo sobre una parva de pasto a doscientos metros de las casas. Apenas intentaron despertarla la joven comenzó a dar tales gritos de espanto que hasta los perros comenzaron a aullar.
          Después ocurrió que los recipientes con comida se derramaban, las sillas bailaban por los cuartos y las macetas con geranios rodaban por el patio, impulsadas por una fuerza invisible y descontrolada.
          Pero hubo un acontecimiento que puso a Paulina en el camino de sus primeras experiencias con lo desconocido. Fue aquella noche de plenilunio cuando observaron, mientras tomaban mate bajo el alero, a un extraño navegante del espacio quien, como un barrilete y en acompasados movimientos se desplazaba  por sobre las casas del pueblo vecino hasta que comenzaron a escucharse disparos de escopeta de los aterrorizados chacareros de las fincas vecinas. La figura volvió otra vez a remontarse   pero de inmediato  lo hacía más lentamente hasta que  descendió en el patio tomándose el pecho con sus manos. ¿Quién podría ser? Pues no era otro que el mismísimo Crisóstomo, herido por los rústico perdigones, semejante a una gran ave que  regresa de épocas remotas.
          El hombre jamás aceptó la versión de las mujeres pero desde aquel día su actitud familiar cambió drásticamente y comenzó a desaparecer durante días enteros. Ellas lo buscaban temerosas por el monte hasta que finalmente lo encontraron agazapado ente espinosos matorrales, semidesnudo, ahora con su pelo y barba desmesuradamente crecidos, aferrado al mismo  y pestilente libro del que nunca se separaba, haciendo gestos incomprensibles y procurando expresarse con palabras en un idioma desconocido.
          A la vista de seres semejantes parecía que Crisóstomo retornaba a su eje formal y comprendía que algo malo estaba sucediendo. Tenía espacios mentales durante los cuales se serenaba y volvía a la rutina de la familia y su trabajo como peón en Vialidad  Provincial.
          Fue  uno de aquellos días, breve intervalo entre dos formas diferentes de enajenación, cuando Paulina aprovechó la ausencia  de Crisóstomo para tomar el pesado libro y esconderlo en el horno.
          Al comienzo se sintió aliviada y hasta reía de la resolución tomada. Las cosas y los hábitos de vida volvieron a su normalidad y tornaron los vecinos a pasar frente al rancho como si nada hubiera sucedido, intercambiaban amables saludos,  las plantas del jardín volvieron a florecer, se purificó el agua del estanque, los peces retornaron a su alegre vida y el sol aparecía como antes, por el este.
          Pero a los siete días de haber consumado aquella temeraria acción, Paulina no despertó porque estaba dormida para siempre.

LA MUJER QUE MORÍA Y RESUCITABA

Las lechuzas posadas en el alambrado chistaron a las viejas vestidas de riguroso luto que caminaban por la estrecha huella hacia el velatorio de Paulina. Portaban, como estandarte, blancos ramos de calas y azucenas y se protegían de las acechanzas de la Muerte con un ruidoso y acompasado coro de oraciones.
          Crisóstomo Rivero, sentado bajo el alero en su silla de totora las veía llegar mientras sorbía plácidamente su mate bien dulce y caliente.
          En la cama de matrimonio Paulina parecía estar depositada sobre el cruce de dos dimensiones iguales pero opuestas que se alimentan una de la otra y tenía la apacible sonrisa de muertes anteriores. Sin embargo, su corazón no se escuchaba y el aliento reposaba en lo desconocido y la túnica fría de la Señora de la Noche Perpetua comenzaba a formarse sobre su piel helada.
          Las viejas apuraron el paso porque el aire de la tarde anunciaba el ocaso y bandadas de patos salvajes enderezaban su vuelo hacia las lagunas bordeadas de  sauces. Una legua antes comenzaron a llorar a grandes voces y así, empapadas por sus propias lágrimas, arribaron al rancho.
          Justo cuando el sol se desprendía del cielo y cómo hábiles artistas que han repetido su obra trágica en todos los escenarios del mundo, se desparramaron por la cocina y el patio, entraron al dormitorio y al comedor, encendieron el fuego, prepararon café y sirvieron brevísimas copias de anisado.
          Paulina seguía en su letargo con aquel rostro semejante al de un niño que simula estar dormido pero no sentía el aroma de las flores que rodeaban su cuerpo ni el murmullo  de innumerables voces antiguas repitiendo los Salmos del Perdón. Fantástico ritual fabricado con pesadillas y sueños del infierno, con flores de los cielos remotos y frutos de serenas esperanzas de perpetuidad.
          La noche empezó a precipitarse suavemente sobre los campos, los animales y la gente cubriéndolos con la insoportable sustancia de la oscuridad Sólo quedaron encendidos los cirios que rodeaban el cuerpo pálido de Paulina y ellos bastaban para iluminar el preámbulo de la resurrección. Ancianas dormidas por toda la casa como negras  gallinas acurrucadas en sus nidos; Crisóstomo recostando su cabeza en el sillón de mimbre, vencida su voluntad por los sopores del alcohol.
          Sólo Julia permanecía despierta  recorría el trayecto del rancho hasta el camino, seguida por los pasos curiosos de  los perros. Había despejado el sueño y  el cansancio con la malicia de la voluptuosidad   y cargada  con los relampagueantes fuegos del deseo apuntaba sus ojos a través de la noche oscura esperando distinguir aquella inconfundible imagen que siempre aparecía para calmar su insaciable sensualidad.
          Es posible que el hambre genere hijos en algunos,   el amor o el odio en otros   y parece seguro que la muerte produce el deseo de pertenencia y posesividad para compensarse a sí misma por tanta ruina, por tanta miseria. Eso sintió Julia al amanecer, desnuda bajo la luz de las estrellas, bajo ese ser poderoso y magnético que la seducía cada vez que su madre se entregaba a la muerte. También pensaba, con precisa lógica, que su afiebrado amor nocturno era una fuente de indestructible poder por la que surgía la leche fresca de la vida resucitada y que el frenesí de su pasión era parte del sistema de la regeneración continua del Universo.
          Con estos pensamientos lo encontró la aurora. Desgreñada y pálida, retornó al rancho. Las viejas barrían el patio y acomodaban las habitaciones, para la fiesta del amanecer,  con ágiles pasos, contagiadas por el presentimiento del feliz suceso que aguardaban.
          ¿Cuántas veces había muerto Paulina y cuántas otras había resucitado? Cada uno de los testigos había vivido idénticas escenas incontables veces pero en cada muerte había algo de perfección que sólo puede proporcionar el presentimiento de la muerte definitiva.
          Solo restaba ahora que Crisóstomo encontrara el Libro de Osiris que Paulina había escondido y que era la causa por la cual había muerto. Salió al patio, se arrodilló y de inmediato las viejas  formaron a su alrededor un anillo negro, inmóvil y preñado de severas invocaciones. Así permanecieron largo tiempo hasta que Crisóstomo se incorporó lentamente, giró a sus espaldas y avanzó paso a paso hasta el casi derrumbado horno de adobes. Metió en él sus manos y sintió que una arrolladora furia lo tocaba cuando asió el libro y al mismo tiempo lo aturdió el griterío de las viejas en el dormitorio y el llanto de Paulina, primero como el gemido de un recién nacido, más tarde con la voz de una niña adolescente y recién al mediodía con su propia voz, aguda y chillona, mientras servían el almuerzo colectivo.
          Después venía un período durante el cual Crisóstomo Rivero retornaba a su magia y a las cosas de la vida cotidiana y los seres comenzaban a transgredir las leyes naturales para vivir en un mundo paralelo, invertido y encantado, donde todo es posible y abundante.
          Sin embargo, Paulina tenía en su sistema cerebral un circuito por donde a veces se desprendía una pizca de racionalidad  con la que  trataba de orientarse para tratar de salir de esa tormenta mágica que su esposo había desatado sobre el hogar.
          Fue así como un domingo, cerca del mediodía, mientras Crisóstomo se encontraba leyendo el diario y Julia preparaba la mesa para el almuerzo, Paulina tomó la decisión de expulsar los fantasmas de su camino. Preparaba el horno para cocer el pan y había introducido gruesos leños secos que ardían ruidosamente con una especie de odio y enseñamiento.
          Crisóstomo levantó la vista en el exacto momento en que Paulina tiraba el libro  a las llamas. Quiso gritar para advertirla pero ya ella se volvía hacia él con el rostro encadenado al terror y a la desgracia. Con ojos suplicantes y tristes lo miró por última vez tratando de decirle algo, unas pocas palabras que apenas alcanzó a balbucear. Cayó de bruces y en un instante todo su cuerpo se convirtió en cenizas que el viento del mediodía comenzó a barrer, rítmicamente.

EL EXTRATERRESTRE

El extraño ser avanzó tambaleándose en dirección al pueblo. Parecía sometido por una poderosa fuerza gravitacional y por momentos amenazaba caer sobre el polvo de la calle. Tenía puesto sobre su cabeza unas largas y rústicas antenas de alambres oxidados y envolvía su cuerpo con cables conductores de electricidad de diferentes colores de donde pendían lámparas rojas y verdes que se encendían y apagaban en forma intermitente. Una pesada batería de automóvil colgaba sujeta a su espalda por gastados correones y de allí partía el fluido que alimentaba el circuito eléctrico.
          Era un individuo anciano pero todavía  fuerte que,  cuando el griterío de los niños y los ladridos de los perros enfurecidos se calmaban, hacía oír su voz,  con una especie de sonido claro y ahuecado, como si surgiera de una garganta metálica, que  podía escucharse a gran distancia. Tenía algunos golpes en el rostro de donde salían débiles gotas de sangre, pero su figura agotada y andrajosa se mantenía erguida y desafiante.
          -Yo soy la voz de un mundo que vendrá – venía diciendo – y profetizo el advenimiento de una conciencia planetaria. Soy emisario de una dimensión desconocida por ustedes y he logrado este contacto por la divina voluntad de mi Maestro que está allá, en el espacio exterior, vigilando mis pasos con generosa complacencia.
          La gente iba acercándose con el brutal instinto de las fieras impenitentes. Le arrojaban toda clase de objetos y lo escarmentaban con grotescos insultos. Babeaban de risa y lo pateaban al pasar. Otros, a caballo, trataban de pisotearlo, pero él siguió su paso esforzándose por salir de allí y tener, a la vez, el tiempo suficiente para dejar las semillas procreativas de su espíritu en cada pueblo por donde pasaba.
          -He atravesado un puente construido con la fría luz de las estrellas y el líquido caliente de mi propia sangre y he descendido por el cordón de plata de la transmigración a este cuerpo que no es mío y que pronto abandonaré. Mi nombre es Gob y soy el Genio de los duendes de todas las esferas habitadas. Practico los encantamientos,   proporciono la gracia de las ensoñaciones, no gratuitamente, sino a cambio de la felicidad que otorga la fe. Provengo del Planeta de los Sueños, habitáculo mágico donde se elaboran las ondas expansivas de los sentimientos que llegan a esta lejana Tierra como emanación de los misterios.
          -Es un pobre viejo, un loco – comentaba alguien - , y no es justo dejarlo vivir así, mendigando por las calles, sometido al escarnio y al castigo de gentes degeneradas que lo martirizan sin motivo.
          -¿Es necesario, acaso – continuó el extraño -, que me obliguen a demostrarles que soy el auténtico profeta que ha cruzado setecientos setenta y siete  cielos para mostrarles los prodigios del devenir? ¿No es suficiente mi sufrimiento corporal y la visión de estos equipos ultrasónicos capaces de convertir en polvo una ciudad entera? ¿Será posible que todo este pueblo con sus hermosas casas, con sus niños y fuentes, con sus altos árboles y ricas bibliotecas no haya pasado por el tamiz de mis filtros selectores? Tan solo necesito que uno de entre todos ustedes bese la tierra que van pisando mis pies para que sean salvados por mi intermediación.
          Muchos dejaron de escucharlo y se refugiaban en las maquinaciones de sus cansados cerebros. Otros miraban absortos y lejanos, con una mueca mezcla de fastidio y de burla.  Y los más pequeños proseguían sus ataques con piedras y hasta los mismos perros se atrevieron a encarnizarse con sus doloridas piernas.
          El extraño ser comenzó a alejarse del pueblo, pero su voz continuaba escuchándose, nítida y amenazante:
          -La vida es para ustedes una consecuencia pero no la aceptan como un objeto lógico y al mismo tiempo útil para el desarrollo de sí mismos. Son más bien unos estúpidos parásitos encadenados a la supervivencia y a la grosera práctica del desgaste. Despierten, porque falta muy poco para que se cumpla el tiempo previsto por los Dioses. Acabará el período de las fáciles creencias y de las mistificaciones. Se disolverán las causas que provocan angustia y terror colectivos. Abran sus ojos, pobres animales; el día de la aniquilación se aproxima. Todo se invertirá como en los sueños. Aquello que está encima caerá y el oeste pasará al este. Los niños serán mayores que los ancianos y habrá peces donde hoy vuelan los pájaros.
          Casi nadie escuchaba el largo discurso. A la hora de la siesta todos se desplomaban hacia el imán del sueño como un enorme animal aletargado bajo el sol.
          El hombre se volvió y tomando una de las antenas, en cuyo extremo brillaba una tenue lamparita, apuntó hacia el grupo más próximo de casas.
          -Por última vez –gritó-, deben comunicarse conmigo antes  que sea demasiado tarde. Alcen sus ojos y verán en el cielo mi transporte galáctico que brilla como una estrella en pleno mediodía.
          Nadie contestó, ni siquiera los perros que jadeaban bajo la sombra de las frescas moreras y habían perdido todo interés en él.
          Crisóstomo Rivero apuntó nuevamente hacia el pueblo y en el mismo instante un repentino terremoto mezcló la sangre de los hombres y los animales, las casas y las hojas de los álamos. Todo se convirtió, en segundos, en una nube de polvo rojizo y cenizas que oscureció la luz del sol.
          Siguió su marcha lenta y torpe hacia el carril que lo orientaba hacia el próximo poblado.
          -Yo soy Gob –iba repitiendo- y profetizo el advenimiento de una nueva forma de existencia…

LA LOCA DE LOS PERROS

Mientras Crisóstomo Rivero, transformado en un extraño extraterrestre, proseguía su lento peregrinaje por el mundo anunciando la llegada de la vida divina, el polvo gris del cuerpo de Paulina volaba con el viento del sur hacia la extenuación de la materia. Julia, en pocos años, envejeció grotescamente y se convirtió en una vieja desdentada y sucia, semicubierto el rostro por una abundante y despeinada cabellera. Vivía sola en el rancho de adobes y escasamente se la venía caminar por la huella que conducía al pueblo, con  sus ropas negras desgastadas por el tiempo, encorvada y sosteniéndose sobre un bastón. Así se la veía, muy de vez en cuando, repitiendo una y otra vez la misma imagen, como si su figura fuera proyectada  por una máquina invisible. Andrajosa y sucia, rodeada por docenas de perros de todos los tamaños, dóciles guardianes de una huérfana maliciosa y astuta de la que todos huyen prestamente.
          Julia Rivero tenía a los veinticinco años  el engendro de las ásperas mutaciones que socavan la alegría de vivir. Era un símbolo popular de cuanto puede hacer la presencia del maligno cuando decide compartir la vida familiar de los hombres. Ella, que había conocido la voluptuosidad de la juventud y de la belleza, que había sido dotada de las inimitables formas que proporciona la geometría del cielo a sus hijas preferidas, vivía castigada por desconocidos pecados y soportaba el horror de la depredación biológica por el único motivo de ser la hija de Crisóstomo y Paulina.
          Vivía aislada en el rancho, dentro de un perímetro de quinientos metros, en cuyo límite las viejas del pueblo encendían centenares de velas para que no se atreviera a traspasarlo, para impedirle cualquier intento de comunicarse con los demás.
          Ya muchos tenían grabadas en sus mentes la silueta de la apestosa vieja que dormía rodeada de su cuadrilla de perros cimarrones y en cada ocasión propicia relataban el pánico que habían sentido al encontrarse frente a ella en alguna vuelta del camino. Se sospechaba que Julia transformaba a los niños en dóciles perros y a sus enemigos en animales domésticos que luego le servían de alimento.
          El espacio físico que guardaba su morada era improductivo. Sin embargo, hacía largos años que ella se alimentaba diariamente y mantenía sus perros ágiles y sanos. Sobre la tierra salitrosa sólo crecía una vegetación achaparrada y gris. Los antiguos álamos y sauces apenas si conservaban el grueso de sus esqueletos semiquemados. El curso de la acequia, que alguna vez había transportado resbaladizos bagres y abundantes espárragos, se había borrado definitivamente. Zona marginal de desolación y muerte a la que nadie accedía, región del terror y de las alucinaciones, núcleo de supervivencia de rojas salamandras, fruto del furioso gesto de algún mago enfermo y fracasado.
          Por eso ninguna persona tuvo, jamás, el valor de pasar de noche frente al rancho de los Rivero. Había un poder que lo impedía, una onda de  superstición acaso, tal vez una cúpula electromagnética o un arcoiris de energía mental superior. Los vecinos más osados llegaron hasta el círculo de cirios encendidos, pero allí entonces se les aparecía el hombre de algodón, fantasmas de cerdos o perros sin cabeza.
          Así se mantuvo intacto el camino para que el jinete vestido de negro, montado en su caballo tordillo, flanqueado por sus cinco perros y con gesto despreciativo llegara sigilosamente en cada plenilunio, a la medianoche, y desmontara con su prestancia de General de las Tinieblas, ávido de las generosidades que guardaba para él la loca de los perros.
          Desde Tíbero Tadeo, cuatro siglos antes de nuestro tiempo, afortunado campesino romano que descubrió la estatua de mármol todavía intacta de la Venus Andrógina del Teseo, nadie contempló en lugar alguno de la tierra un modelo más acabado de la divinidad femenina que Florentino González.
          Apenas desensillaba, como sin apuro, su paso sobre el suelo arrancaba destellos de vaporosas luces rojas y violetas que encendían el ámbito del rancho, modelando sobre cada adobe, sobre cada trozo de madera o de caña, las columnas de un soberbio palacio de transparentes cristales. Avanzaba a paso lento, con el rostro levantado en señal de magnificencia y señorío. Entonces, en esos precisos instantes, Julia, desde su propia ruina comenzaba a transfigurarse en una bella adolescente que recibía sobre su piel el reflejo aumentado de la fresca luz de planetas y soles distantes, convertida en un punto axial donde fluía ininterrumpidamente la Gracia Original de toda raza pasada y futura.
          Julia Rivero lo miró desde su resplandeciente renacimiento y Florentina González, el Chino, con la sonrisa sarcástica de Satanás, mostró sus dientes de oro y le tendió las manos. Sin la necesidad del tiempo que abruma a los humanos,  sin la prisa  con la que cada hombre quiere sujetar los brevísimos instantes de placer y de afortunada sensualidad, Julia y Florentino se regocijaron secretamente en el fastuoso globo mágico de la lujuria.
          Luego Julia observó que las luces disminuían poco a poco su intensidad y creyó recodar, repentinamente, detalles de una sencilla infancia, los años escolares, el día en que su padre compró un libro de magia, el cuerpo de Paulina dormida-muerta bajo una sábana de blancos claves, la noche que despertó sobre una parva de pasto y entonces pegó un grito, ese grito que la gente escuchaba todas las noches, mezcla de placer y de espanto, de furia y de impotencia, sonido mitad de perra, mitad de mujer.
          Se vio al instante tirada sobre los trapos de su cama, rodeada de cariñosos perros que la observaban curiosamente. Lloró en silencio hasta el amanecer.
         



LOS SOBREVIVIENTES

          Martín Butler dice, en su Filosofía del Renacimiento,  que el elixir que San Diógenes bebió en el cáliz de la Iglesia de Santa Bernarda era vino de otro universo que arcángeles revestidos de armaduras plateadas depositaron en las bodegas del convento la llamada “Noche de las Luciérnagas Estruendosas” cuando el resplandor de un refulgente meteoro desolló la llanura de Mérida de tal modo que el rescoldo sobrevivió una semana a los llantos y a las quejas de los moribundos.
          Estos portentosos informes sufrieron las añadiduras del tiempo y la superstición. Cuanto más grande es ésta y más amplio el recorrer de aquél, mayor es la maravilla de su magia. Para Butler, un disconforme filósofo que atrapó para sí la más ruinosa crítica de sus contemporáneos, la teofanía de los místicos precursores parte de una equilibrada interpretación de los relatos que nos llegan a través del encendido mechero de la imaginación y de los sueños.
          Estos (aparentes) símbolos mágicos mezclados con las groserías de los relatores más ignominiosos, no pueden sufrir modificación alguna en cuanto ellos son fruto de la constate emanación de la conciencia, es decir, de la napa de la inteligencia colectiva que se dio en llamar el subconsciente. Cuanto más giran aquellas versiones de arcanos prototipos mejor perfeccionados los encontraremos al cabo de los tiempos. Estaban allí desde la oscuridad de la historia y así están hoy, intactos y siempre cambiantes, en paradójica acción que hace posible su permanencia y su renuevo.
          La teoría de Butler y de los analistas ingleses de la escuela de Reinach, surge de la interpretación de los escritos de San Diógenes, denso libro de visiones de un mundo paralelo al nuestro y en el cual, por momentos, como el pasajero del tren que extiende la mano y arranca una hoja del paisaje, podemos extraer a voluntad. Según ellos, los siglos pasados formarían prietos reservorios que entregan y perciben del actual el contrapeso determinado por la congruencia antitética del tiempo.
          En 1563, San Diógenes ha celebrado misa y escanciado el sabroso vino cuyo símbolo es la Sangre del Redentor. Es una suave mañana del otoño meridional y mientras cruza los dorados cultivos, siente que su sangre es aproximada al frenesí de una visión indeseada pero a la vez de gratísima apariencia. El mensaje, que ha movilizado los arquetipos de su mente, es luego transcripto tal como le fue dictado:
          A vosotros, hijos de la Isla de Fuego de Tzalán, nacidos de la espora virginal de nuestras mieses. Escuchad atentamente, porque está aproximándose el tiempo de la dispersión. Nuestra voz, potente y dulcísima, viene desde el siglo XX. Giramos en un anillo de curiosa complejidad cuyo eje es el mismo donde se mueve vuestra vida. Mirad ese cielo sin estrellas: en él, una cerrada noche perpetúa la miseria y el espanto. Estamos depositando semillas por debajo de la puerta de la Casa para que sean aceptadas y crezcan esperándonos.   
          San Diógenes perdura a través de los años en la dócil comunidad contemplativa atento a las voces del cielo. Todos le observan con paciencia y caridad y lo abandonan al universo que a ellos es ajeno y peligroso. Universo de cualidades insoportables para la reposada visión de la costumbre. Su celda vibra con el estremecimiento de las revelaciones. Casi ciego, todavía escribe y dice, refiriéndose a sus invisibles interlocutores:
          Ellos han procurado abastecerse con la riqueza de los reglamentos de la Orden. Son fuertes y ágiles. Cruzan de una estancia a otra. Montan barriletes metálicos, cuencos de plata y oro, antorchas de perpetua luz. Pero agonizan en la Edad de la Crisálida. Se emocionan al escuchar el canto de suaves oraciones. Viajan desde el mañana para buscar refugio en nuestros corazones.
          El abad del monasterio recoge confesiones y palabras del anciano monje. El aire apenas agita sus blancos cabellos y abate el murmullo de las plegarias mientras camina por el campo de olivos. Siente que los viajeros se aproximan a su espacio interior. Él los cobija y protege para que puedan completar sus mensajes y asegurar que la entrada, por esa dimensión, permanece abierta. A la noche escribe:
          Ellos me han dicho hoy: gracias por el cáliz de vuestra sangre. Tal vez sea tarde, tal vez no. Sustituimos la subversión del orden por el principio del número  y la forma, el estilo de la simplicidad y la metáfora del comportamiento. El silencio distribuye nuevas proporciones al crecimiento real. Renacemos. Nos reconstruimos en base a frescas germinaciones interiores.
          Martín Butler afirma que las grandes potencias abrevan en una fuente común de inspiración política y segregan de ella los diferentes órdenes según la posición estructural de las naciones sobre el mapa del mundo. La oportunidad circular mantiene el equilibrio de las relaciones internas del poder y hace posible la supervivencia, cualquiera sea el grado de aniquilamiento colectivo. Se inspira en una de las últimas profecías de San Diógenes:
          Vendrá el día en que ellos aposentarán sus naves cargadas de Alimentos sobre nuestras ciudades. El polvo de los astros cubre sus cuerpos y una ansiosa vigilia los orienta hacia nuestros corazones. Bebed el vino de sus odres sagrados, comed el pan que amasan con su trigo. Escuchad sus palabras porque son los sobrevivientes de la Gran Patria de nuestros padres. Pronto será el día del regocijo, de la exultación y las bendiciones. Vienen hacia nosotros cruzando el océano del Tiempo, colmados de semillas y levaduras. Traen el molde y la arcilla, el polen y el carisma de la vida divina. Habitan arcas de hierro y terciopelo y tienen la abundancia del saber. Son selectos y únicos porque han superado el llanto y el fracaso. Amad y recibid con generosidad a los últimos hijos de la Tierra.





EL SUEÑO DEL PASTOR

          Perdidos sus ojos en la contemplación de la majada que mansamente pastaba cerca, Omar el pastor se fue quedando dormido bajo la sombra perfumada de un lapacho y soñó que Ashpa Sumaj, la doncella bruja del monte, lo transformaba en una oveja, en castigo por haberla deseado. Despertó sobresaltado y en verdad, era una blanca oveja bajo el cielo azul de Machaguay.
          Viendo que el pastor no regresaba a las casas, sus hermanos salieron a rastrear el campo y encontraron bajo el árbol sus ojotas y la alforja, pero Omar nunca regresó junto a los suyos.
          Durante la noche, las ovejas soñaban con verdes serranías y soleados valles, mas ninguna soñó jamás que era un pastor.





EL HOMBRE-SIN-SOMBRA

          El Hombre-Sin-Sombra atravesó el pueblo en un viejo y destartalado automóvil modelo 1930. En el almacén de ramos generales cargó combustible, adquirió algunos alimentos y partió hacia las azules y próximas montañas.
          Allí, en un lugar inhóspito que todos llamaban la Cueva de las Brujas, levantó una rústica vivienda de piedras y junto a ella brotó tiempo después un manantial y extendió como una alfombra de frescura una huerta para obtener sus alimentos.
          Una vez por semana, siempre a la misma hora, regresaba al pueblo para reabastecer sus necesidades, en silencio, sin pronunciar palabra.
          Era realmente bello, joven aún, con un extraño modo de mirar que inquietaba a los mentirosos y farsantes y también a los falsos creyentes  y a los idólatras.
          Después de algunos meses, durante los cuales los habitantes de Cienegal apenas habían advertido la presencia del extranjero, comenzaron a insinuarse los primeros síntomas de preocupación en sus habitantes. Comenzaron a darse cuenta de que el  Hombre-Sin-Sombra no hablaba nunca, no emitía sonido alguno y, especialmente, no proyectaba jamás su sombra, como si permaneciera constantemente bajo un sol quieto y eso era demasiado raro, algo fuera de este mundo. Aunque jamás pronunció palabra alguna, todos decían haber mantenido algún tipo de diálogo con él, haber recibido, entre sus confusos pensamientos, un idéntico mensaje simbólico que no podían o no se atrevían a traducir.
          Eso no era todo. Además, el Hombre-Sin-Sombra curó al único leproso del pueblo  que era una peste, una vergüenza pública, y al mismo tiempo una divertida cloaca para los males colectivos. Y desde ese día muchos se sintieron enfermos y decían que la lepra había entrado a lamer sus carnes y el odio fue como un poderoso electroimán que reunificó los circuitos de sus energías destructivas.
          Y ocurrieron mayores desgracias, como ser que los niños dejaron de obedecer a sus padres; abandonaban furtivamente los colegios y se iban con el desconocido a las montañas, tan sólo para gozar de su presencia apacible y luminosa, de su sabiduría enriquecida de silencios.
          Después fueron los jóvenes de ambos sexos quienes comprendieron que el Hombre-Sin-Sombra era como un nexo de carne y de misterio convertido en espontáneo testimonio de sus ensoñaciones. Penetraron así en el campo de irradiación que fluía desde la Cueva de las Brujas y asimilaron, por participación, las instrucciones elementales de un nuevo conocimiento, construido sin palabras y sin ideologías, sin números ni formas, fuera del tiempo de la naturaleza y de los ritmos.
          (Se conserva un film tomado un domingo a la mañana en el Parque de Cienegal por los Servicios Secretos que fueron enviados desde la Capital a investigar este insólito  fenómeno. Se puede ver en la película al Hombre-Sin-Sombra rodeado de niños y jóvenes, practicando un ritual que él les enseñaba por el cual algunos podían desembarazarse de sus sombras).
          El pánico entonces se estableció en el pueblo como un buitre negro que contempla desde las rocas la carroña que va a devorar.
          La gente que rechazaba al extranjero (y era mayoría) comenzó a vigilar su propia sombra y ahuyentaba la noche encendiendo luces y fogatas para sentirse viva, unida a su espectro, proyectándose fuera de sí en una incontenible desesperación. Así murieron muchos y otros enloquecieron, porque de pronto sentían que algo se desprendía de ellos y caían arañando la tierra, en un último intento por asirse a sí mismo, volver a unir el cuerpo y su sombra.
          Cierto día, una adolescente, alumna de la escuela de segunda enseñanza, perdió su sombra al regresar de las montañas y lógicamente, como permanecía intacta, llena de vida y felicidad, se creyó conveniente expulsarla del colegio después de haber sido repudiada por sus familiares. Pero ella no se defendió de las ponzoñosas calumnias que inventaron los torpes y sucios cerebros de sus vecinos y volvió a las montañas, junto a sus amigos, desde donde no volvió a regresar.
          La perturbación llegó a su clímax el día en que un niño de siete años resucitó a su gato y después de quemar sus juguetes y libros desapareció para no ser visto jamás.
          (En la Municipalidad de Cienegal están los documentos que prueban la existencia real de estas crónicas, pero ha pasado  tanto tiempo que ya están incorporadas a la fantasía popular como una leyenda difícil de creer pues son tan distintas y disímiles que nadie podría jurar cuál es la verdadera).
          Cuentan que todo terminó más o menos así: una tarde de otoño, al finalizar la reunión de vecinos, se decidió, por unánime desesperación, que el Hombre-Sin-Sombra tenía que morir. Las luces de las calles y de los edificios habían sido encendidas con anticipación y ya ardían, también, las primeras fogatas cuando en una camioneta roja, partieron armados de escopetas, el carnicero, el peluquero y el vendedor de nafta. Los tres habían perdido a sus hijos y viajaban con el odio agazapado en sus corazones y portando en su sangre las diminutas y negras garrapatas de la violencia.
          El vehículo enderezó hacia las montañas por el rústico sendero serpenteante. Un tiempo después el silencio se acomodó sobre la gente que aguardaba ansiosa, sintiendo anticipadamente la sensualidad de la venganza.
          Al alba, cuando todavía ardían los últimos leños de las fogatas, regresó la camioneta roja con sus tres tripulantes quienes informaron a la Liga de Notables que habían matado al Hombre-Sin-Sombra. Pero algunos vecinos, llenos de natural malicia, se fueron a sus casas a descansar, comentando entre ellos la sospecha de que los tres misioneros hubieran regresado después de tantas horas con sus ojos húmedos e hinchados, como si hubieran estado llorando largamente.
          Es posible deducir, por lógicas razones desprendidas de la historia misma, que ellos dispararon sus armas sobre la Sombra y no sobre el Hombre que no podía morir y a quien, jamás, en su bestial ignorancia, podrían haber visto.
          Otros comentarios, más fantasiosos todavía, originados esa misma madrugada, dicen que aquella noche de cacería algunas personas vieron a un extraño objeto volador no identificado, como los llamaban en aquellos tiempos, que recogió a varios seres en las proximidades del camino a la montaña: al Hombre-Sin-Sombra y a sus siete conversos de Cienegal.
          En la carretera de ingreso al pueblo quedó abandonado el viejo automóvil modelo 1930 y nadie lo reclamó jamás. Todavía está allí, convertido en  oxidada chatarra que nadie se atrevió a tocar.
          Sobre la capota de cuero negro del vehículo  alguien dejó escritas estas palabras:
          La gente teme perder su sombra porque piensa que la sombra es la vida. En realidad, la vida no da sombra, ni se proyecta, ni muere, ni se corrompe, nunca.




EL CURANDERO

          Encaramados sobre la ondulante falda de los cerros de Barrancas se encuentran aún los antiguos viñedos que trabajó durante su vida un hombre desconocido que hizo del servicio al prójimo un inimitable modelo de santidad.
          Su nombre ha sido reservado intencionalmente para que esa historia de renuncia y humildad se conozca sin deformación alguna y sea testimonio del modo en que el Destino lo escogió para que expresara, con ejemplares actos, el sentido de ciertas leyes que controlan la naturaleza de la vida humana.
          Todo empezó a muy tempranas horas de una fría mañana del mes de mayo de 1928. Mientras se encontraba arando divisó, a lo lejos, una columna rojiza de humo que se acercaba velozmente, al tiempo que una súbita ráfaga de viento helado cubría su cuerpo. El torbellino se detuvo a pocos metros  transformándose en la radiante imagen de San Agustín, vestido con una túnica morada y sosteniendo en su mano derecha una flor de nardo de la cual brotaba un dulcísimo aroma.
          Cayó de rodillas tembloroso, creyendo que su visión era el anticipo e una muerte repentina. Mas, el Santo, separándolo de la espontaneidad del tiempo y el espacio, le reveló una misión personal que él reprodujo por el resto de su vida en una forma de medicina simple, formada por la interpretación del color de la orina de los enfermos y la receta de hierbas silvestres.
          El desfile de menesterosos y desahuciados le privó del descanso y lo condujo a una inesperada vida de pobreza y sacrificio que él aceptó con la obediencia nacida de su natural misericordia.
          Por largas temporadas los médicos de Maipú lo hacían encarcelar sin saber que de tal forzado descanso surgía la renovada energía de sus dones para curar la ineficiencia de los cuerpos y de las almas.
          Era alto y robusto, de amplias manos y mirada profunda y hablaba como si una mística tristeza lo agobiara constantemente. Con inclaudicable fe y poderosa voluntad borraba la fiebre de los niños, arrancaba a pedazos la basura de las enfermedades y ahuyentaba a los malos espíritus que se esconden en las cavernas de la mente.
          De sus once hijos, siete murieron muy pequeños sin que él pudiera hacer algo para salvarlos. Su hijo mayor vivía alcoholizado y  las dos hijas se casaron con obreros de la zona y le sobrevivieron en la pobreza y soledad.
          Tal vez todo haya sido así como parte del pacto de grandes espíritus, porque según dicen los Maestros, no hay redención sin holocausto.
          Murió en 1957, en el Hospital Central, enfermo del corazón y con una vital predisposición para abandonar este mundo, al que había servido durante más de medio siglo.
          Gente  que tiene inmaculado el corazón a causa de su piadosa inocencia,  prende velas sobre la tumba de aquel hombre, una vez al año, para el 12 de agosto, día de Santa Clara de Asís.





EL CÍRCULO DE CENIZAS

DÍA DE FIELES DIFUNTOS

          El sol, filtrándose a través del techo de cañas, formaba un tejido de líneas luminosas sobre los rostros bañados de sudor. Las botellas, con sus diferentes niveles de vino, marcaban los altibajos de la embriaguez y del olvido.
          Tarde de un dos de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, cuando los cementerios se visten de fiesta y un cinturón de sulquis, viejos automóviles, chatitas y bicicletas rodean su bulliciosa anatomía, adornada de multicolores coronas de flores de papel.
          En los quinchos, la concurrencia se reafirma en la voluntad de vivir, y ríos de asado, empanadas y vino se deslizan por las hambrientas gargantas.
          Día en que la Muerte se arranca su máscara feroz y dialoga francamente con la familia, complacida de tantas visitas, por tanta carne fresca que un día será suya. Con sus enormes ojos mira a cada uno, desde el alba hasta la noche y pone un tibio beso en algunas mejillas con su espléndida Marca que tiene un día y una hora precisos.
          Visto a la distancia, Florentino González, vestido de negro sobre el tordillo arisco, parecía la imagen de la Muerte tal como aparece en las xilografías de Víctor Delhez, surgiendo en el aire caliente de la tarde, con el rebenque acomodado sobre el muslo de la pierna derecha, blanco pañuelo al cuello flotando en el viento.
          El jinete se venía acercando escoltado por sus cinco perros, corte menesterosa pero fiel que lo seguía a todas partes al flanco del caballo que marchaba con desafiante paso.
          Martiniano Irusta  lo veía llegar y entre ambos un hilo del destino comenzaba a diagramar un mapa lleno de estrellas manchadas de sangre, flores de blancas azucenas sobre mujeres vestidas de luto.
          Dos ejemplares estampados por una idéntica voluntad, por una común, irrenunciable idea de amar a una misma mujer, aunque ese amor le perteneciera sólo a uno: aquel que supo cubrirla y protegerla y sembrarle el vientre joven con amorosos y juguetones niños. Ignorando que sus actos pueden ser la causa de infortunados hechos, que una hoja afilada puede abrir manantiales de tibia sangre y despertar la codicia de la Gran Enemiga, ambos talentosos vistiadores van estrechando el tiempo y el espacio de su predestinación.
          Pero Florentino González no se detuvo esta vez en el boliche de  don Benito Donoso, porque en alguna parte de la Gran Maquinaria, un quantum de energía aceleró o retardó la frecuencia de las ondas luminosas de sus ojos oscuros o tal vez porque el dos de noviembre la Muerte siembra banderas de paz entre sus hijos predilectos.
          Al paso del tordillo brioso de abundantes crines atravesó por la calle salitrosa y comenzó a disiparse en la enrarecida atmósfera de la siesta, haciéndose más y más pequeño en los estratos móviles del cálido espejismo.
          Martiniano lo siguió con aquellos ojos escrutadores que ahora miraban hacia adentro, hacia otras imágenes, en aquella tarde de marzo, quince años antes, para el bautismo de su ahijado Julián, tarde que se ocultaba en su memoria con sigilosa sensualidad. Veía a Filomena con su pelo lacio trenzado a un costado, sus grandes ojos negros, cebándole mates dulces a don Benito, alegre y provocativa, porque entones ella se pertenecía únicamente a sí misma y sabía que tenía dos gallos para probar su suerte.
          Los ojos de Martiniano se perdieron en el vacío pero continuaron mirando hacia los almacenes del tiempo ido, recordando aquella tarde cuando se cruzaron la ira y la ternura, el relámpago cruel del odio y el nacimiento de su amor definitivo. Como en la parábola de la flor de loto, cuya perfección surge sobre el barro y representa la irradiación explosiva del espíritu libre, así refulgía la estrella de Filomena en aquella melodiosa fiesta en Rodeo del Medio. Se movía de un lado a otro, en comedidos gestos de amistad y servicio, pero permanecía en la exacta medida del tiempo que concede a toda mujer el privilegio de la divinidad, paréntesis de gloria y de fortuna corporal en el que la muerte y la disipación han sido suplantadas.
          Todo hombre lo sabe y quisiera expresarlo de algún modo, con el instinto o con el canto, con mortificadas y esforzadas palabras, con el poder o con la magia. Martiniano Irusta y Florentino González tenían encendida en sus corazones la hoguera posesiva del deseo nunca escarmentado. Preciso sentimiento, primario y absolutista, que tapia la razón con enconados golpes y al que nada puede desalojar sino la propia satisfacción o la muerte.
          Cada uno a su turno la invitaban a bailar y la envolvían con el olor agrio del vino, con amplias manos entabacas, con resuelta malicia, nacida del hábito de dominar y poseer.
          Con un ligero golpe en el hombro su compadre Francisco Alcaraz regresó a Martiniano al Día de los Fieles Difuntos, acercándole la fuente de empanadas y la jarra de vino criollo, comedido y servicial como siempre.
          Ambos se sonrieron y brindaron de pie con otros comensales. Un brindis cuyo destinatario era el Señor del Dolor que ha depositado en todo hombre una hebra de luz para que lo reconozca en el momento silencioso de la partida.
          Martiniano y don Alcalde se mezclaron al grupo de jugadores. La taba iba y venía entre los billetes arrugados y sucios que depositaban en el suelo los apostadores. Un simple hueso con dos destinos, iba y volvía entre imprecaciones y risas, clavándose ahora de Suerte y luego de Revés.
          Martiniano colocaba la taba en la palma de su mano derecha y la sopesaba pausadamente, queriendo convencerse de que el azar es fruto del infortunio de los débiles y largaba el hueso más allá de la otra línea y al estallar el júbilo en esos rostros sudorosos de ojos enrojecidos por el vino, sabía que otra vez vencía a esa Vieja Maldita que lo andaba rondando desde niño.
          Le pareció gracioso comparar y de nuevo volvió a  aquella tarde de marzo, cuando el hueso del destino había caído a su lado con la marca de la Suerte, porque al filo de la medianoche, mientras el cansancio desplomaba a la gente, Filomena le había sellado con su precioso amor, un modo inevitable y único de morir.

DUELO EN CASA DE BENITO DONOSO

          La casa de Benito Donoso tenía un oculto signo de sal y de cenizas en algún rincón del patio. Un signo que bien podría ser el piadoso símbolo de la cruz o la afilada hoja de un cuchillo, porque la inescrutable voluntad de la Muerte determina la hora  precisa del adiós con anticipados ideogramas invisibles.
          Pascua y Jovita Donoso habían crecido desde la cuna envueltas en la niebla de aquellas periódicas fiestas familiares organizadas por su padre y llegaron a los treinta años con la misma inocente sonrisa de gemelas solteronas y tontas, siempre dispuestas a todo, como buenas samaritanas del amor y de la concupiscencia que eran. Únicas hijas,  compartían el cuadro familiar con la  amada ahijada de don Benito,  Filomena Alonso, ahora mujer de Martiniano, que muy de vez en cuando lo visitaba cuando bajaba en sulky con los niños a comprar en el almacén del pueblo.
          La mujer de Donoso había muerto veinte años ates, dejándolo con su apacible soledad, que él disfrazaba de alegría y de canto para amigos y parientes, en cada ocasión que representan los aniversarios y cumpleaños y todo pretexto para moviliza la sangre de las damajuanas.
          Martiniano siempre aceptaba la invitación de su suegro pero jamás traía a Filomena, insinuando respetuosos pretextos que don Benito aceptaba en silencio. Este domingo, Martiniano hubiera querido viajar con toda la familia y ofrecerle así una de las escasas alegrías que disfrutaban en conjunto. Pero había venido solo a Rodeo del Medio desde Villa Seca, de a caballo, traje azul y camisa blanca abierta bajo el cuello, chambergo compadrón, faja roja y delgada sobre la cintura sujetando el facón de empuñadura  plateada.
          Si el hombre, por medio de mecanismos superiores y desconocidos, comprende que ha llegado el fin de su Destino y al mismo tiempo intuye el modo de burlar su trayectoria, para escapar al tiempo y al lugar de su derrumbe, es natural un cambio de camino. Sin embargo, una parte sustancial del ego, que expresa su interés por lo ineluctable para sobrevivir con dignidad, rechaza siempre  esa jugada sucia que los dioses ofrecen a los pobres de espíritu.
          Durante quince años, dos hombres han rondado idénticos caminos; han pisado con sus caballos la misma huella, el mismo arbusto; se han sentado silenciosos en boliches y en casas de familia, sin mirarse jamás, sin provocarse, guardando cada uno la causa de su ferocidad reprimida.
          Durante todo ese tiempo han fabricado sueños de dispersión y de amistad imposibles, han ensayado vigorosos y valientes pasos de aproximación e hirientes contactos, por algo que siempre resulta imposible de comprender a quien esté fuera del circo de la enajenación amorosa.
          La memoria de Florentino González  no sabía contar cuántos domingos había sentido, en casa de don Benito Donoso, ese temblor de sus sentidos cuando Filomena salía de su pieza, peinada y oliendo a jabón y agua de colonia. Pascua y Jovita lo habían adivinado con inocultable envidia y en cada ocasión le prodigaban amorosas ojeadas que él sabía soslayar con impaciencia.
          Todos han vuelto a reunirse en esta casa que es hoy una estrella singular en el mapa salitroso de la llanura desértica mendocina. Juntos son más que uno y se frecuentan con la firmeza de una célula que no quiere desgarrarse y tampoco crecer. Reiteran sus actos porque ignoran que, a veces, vivir es sólo postergar.
          Sobre la parrilla humeaban los restos del asado y docenas de vasos a medio llenar se repartían como soldados ebrios sobre la mesa revestida de hule. Don Benito era un músico habilidoso que gustaba especialmente del mandolín y del requinto y con Antonio y Justo Arancibia improvisaban, de vez en cuando, un empeñoso conjunto.
          Las parejas bailaban bajo la sombra del parral impulsadas por la rítmica música y la progresiva cadena de piropos e insinuaciones en la medida en que el vino se acoplaba a la sangre y sembraba sus cargas de cansancio y torpeza.
          Martiniano conversaba con don Benito en un rincón del patio cuando se escuchó el chasquido de una cachetada y el llanto de Jovita, que corrió a su dormitorio tapándose el rostro con sus manos.
          La música cesó y como un remolino las parejas  se corrieron al costado de la improvisada pista de baile. Florentino González había quedado en el medio con aire desafiante y maligno, ancho y fornido como un toro negro y rabioso, dispuesto a la embestida.
          En tan brevísimo instante Martiniano Irusta tuvo tiempo sufriente para tomar conciencia de que el río de su ira había desbordado al fin, después de tantos años de callada espera. Se levantó de un salto y golpeó a González en el rostro, con el revés de su mano, práctica en demoler gigantes, con la exacta precisión que había medido durante tantos años de celosa antipatía.
          Florentino González se incorporó con la boca llena de sangre y sacó el cuchillo de la cintura mientras arremolinaba una manta en su mano izquierda. Se intercambiaron las palabras insultantes que solamente quienes pelean por su vida tienen derecho a  pronunciar, a modo de preámbulo y saludo, en el tiempo sufriente para estar preparados para el duelo.
          Se habían ubicado justo encima de aquel fatídico signo de sal y de cenizas dibujado bajo el piso de tierra y giraban a su alrededor apuntándose con ansiosas herramientas de carneo firmemente empuñadas.
          Se estudiaban atentos, como gallos de riña, y armoniosamente, semejantes a sincronizadas maquinarias, lanzaban periódicas cuchilladas que rondaban las auras luminosas de sus corazones.
          Se golpearon y tajearon una y otra vez con mística alegría, porque en esta cruel representación pública terminaba la atormentada espera y empezaba a disolverse el rencor que los unía. Espléndida sangre que brota  en delgados hilos sobre la camisa blanca de Martiniano, sobre el pañuelo bordado de Florentino, encerrados en un círculo de hombres y mujeres de ojos ausentes y llorosos.



EL CORDERITO

          A los ojos de los niños campesinos, los padecimientos de la infancia, su orfandad frente a un mundo hosco y severo, la dependencia al despotismo del trabajo y la escuela, los encadenamientos a viejas supersticiones y a un conocimiento elemental y mágico, no producen desgarramiento ni crítica alguna.
          Es la etapa en que ellos soportan su existencia con la bondad de un renunciamiento incomprensible  como si supieran, por fortuita sabiduría, que el mismo Universo se alimenta de los corazones puros. Es el tiempo, también, del predominio del Bien y del Mal, como unidad divina, absoluta e irreemplazable.
          Se aproximaba la hora del atardecer, cuando los sonidos parecen propagarse más nítidamente en el espacio, como la risa de los niños de otro rancho o el ladrido de los perros cimarrones que corren detrás de relampagueantes liebres. Jugueteaban por el angosto sendero de carros fijándose en el rostro una máscara de aroma de chilcas y pichanas.
          En el brasero encendido sobre el patio de la vieja casa de adobes, las chispas  desmenuzan con su chisporroteo la coraza de los negros carbones bajo la olla de hierro de tres patas.
          Filomena Alonso, acostumbrada a las tardes vacías del domingo, recalienta la comida que sobró del almuerzo. Tiene, a los treinta años, los mismos y brillantes ojos de su adolescencia, pero en su cuerpo ya hay  rastros de anticipada vejez.
          Martiniano se había ausentado esa mañana a Rodeo del Medio, de visita a su querido padre de crianza y padrino de bautismo don Benito Donoso, aprovechando que era día de elecciones. Lo esperaba con la ternura dulce que provoca la soledad y el deseo de amor y protección, para renovar la ceremonia y el voto indisoluble que lo justifica.
          Filomena y sus cuatro hijos cenaban callados  en la cocina. La luz débil del candil proyectaba vistosas sombras en las paredes y todo parecía así girar sobre el silencio, sobre las brusquedades interiores controladas por el ensimismamiento de la espera.
          Escucharon, lejano, el galope de un caballo. Estuvieron aguardando con los rostros vueltos hacia la puerta hasta que el sonido cesó.
          En lugar de ladrar, los perros comenzaron a gemir acurrucados bajo el alero y así permanecieron largo tiempo, emitiendo ese lastimero llanto animal, como sucede en vísperas de terremotos y de malos sucesos.
          Luego sólo quedó el ruido de los insectos de la noche y una enorme esfera de color naranja que ascendía al espacio desde las ciénagas.
          ¿Es necesario, acaso, el desconsuelo, para que el amor permanezca intacto más allá de toda circunstancia?
          ¿Por qué se cierra siempre la puerta de la comprensión al espíritu humano que únicamente exige una respuesta antes de perderse  en los laberintos del sueño?
          Filomena y sus hijos se habían deslizado suavemente hacia ese amplio valle que florece en vástagos deliciosos, en agitadas algas fluorescentes, en briosos ríos que van hacia el inconfundible mar de la serenidad. Manto que provoca vigorosos poderes en el corazón, sombra que corrige el dolor y abre los manantiales de las luces y las extrañas formas de las ensoñaciones.
          La voz, acaso un gemido, abrió una grieta en el sueño y penetró apenas por un instante. Luego se ensanchó hasta llegar precisa a la aldaba  de la mente. Filomena creyó escuchar un balido en el patio. En el momento en que los perros comenzaron a ladrar la voz quejosa del animal se hizo más clara. Filomena despertó a Sebastián y cubriéndose con un chal salieron al patio.
          La luna llena, cuya magia sensual provoca en la tierra estremecimientos  y apetitos genésicos, es al mismo tiempo el antiguo farol de incontables historias y así esa noche iluminaba en el patio el tembloroso cuerpo de un corderito acorralado por tres perros negros, un niño adolescente y aquella mujer que lo tomaba con su habitual ternura y lo conducía a un lugar seguro.
          La luna, es verdad, ha alumbrado muchos objetos sobre el mundo. Pero hay cosas que los Guardianes debieran ocultar antes de que un niño las descubra y sepa que el Diablo tiene existencia verdadera, que a veces posee aspecto de hombre, otras se arrastra como un bicho y se retrata en el molde que sella sus obras perversas con caracteres imborrables, para que todos sepan que quien se atreva a desafiarlo debe entregarle su sangre como fatal castigo.





EL DEGÜELLO

          Benito Donoso tomaba mate bajo el parral cuando divisó que por la huella se acercaba Filomena con sus hijos en el antiguo sulqui tirado por la yegua mora.
          Dos kilómetros más abajo empezaban las lagunas salitrosas encadenadas a los campos fértiles por un collar de blancas osamentas de caballos que allí encontraban  su contacto con la perpetuidad de la tierra.
          Arriba, recortados bajo el cielo azul, sobrevolaban incansables los hambrientos chimangos, apestosas tumbas voladoras que profanan la claridad de la mañana.
          Don Benito tenía la solemnidad amable apropiada para explicar los sucesos infelices y con lágrimas en los ojos contó a Filomena lo sucedido el día anterior. Pascua y Jovita se sentían en parte culpables por haberse multiplicado en obsecuencias cariñosas hacia Florentino González y explicaban, entre accesos de llanto, las imágenes de la pelea. Vencidos por el cansancio y la pérdida de sangre, Martiniano y Florentino habían sido separados por los concurrentes y con la primera oscuridad ambos habían partido por aminos opuestos. Pero a la casa de Filomena no volvió ningún hombre. Nadie supo explicarle qué había ocurrido después y ese día pasó con la infructuosa búsqueda que hicieron algunos amigos de Benito por los caminos aledaños, incluida la costa de los pantanos.
          Hay mujeres que son la prolongación de las raíces de la tierra y llevan en las antenas de su sangre la capacidad de sentir los mensajes  de la naturaleza. Son, a su vez, ríos comunicantes y floración permanente. Resumen los secretos conocimientos del pasado y perciben las premoniciones y advertencias de los habitantes del mañana. Las sabias curanderas han transmitido desde  los tiempos luminosos de la medicina egipcia la creencia de que tales hembras reciben ese don por efectos del divino azar, cuando sobre el vientre de sus madres se ha entrecruzado el aroma del pan recién horneado bajo la luz de un arcoiris.
          Filomena Alonso pertenecía a la fraternidad de mujeres cuyo destino es hacer resonar sobre el mundo las antiguas campanas de la piedad y por cuya fortaleza y misericordia sus hijos se proyectan más allá del círculo de la bestialidad. Ellas han ofertado el cáliz de su sangre a la bondadosa cruz del amor humano y es por ese motivo que siguen solitarias cuando el destino las desengancha del campo del deseo.
          Mientras regresaba con sus hijos somnolientos, Filomena no podía apartar su visión interior de aquellas imágenes que había ido formando a lo largo de los años con partículas de sueños y de supersticiones. Una pesada ofensiva de presentimientos trágicos a la que ella oponía, inútilmente, secretas lágrimas y ofrendas de esperanza.
          Los perros se adelantaron a recibirlos cuando ya la noche se hacía más profunda y el lomo de una luna gigante asomaba en el horizonte. La casa parecía estar suspendida en una gota hueca de silencio gris y apenas encendió el candil las sombras descendieron desde el techo y se apretujaron en los rincones del viejo caserón de adobes.
          Una hebra de la Gran Telaraña se ha enganchado en este oscuro rincón del mundo y por ella descienden enjambres de voraces criaturas adiestradas en el faenamiento de la alegría. Elementales gotas de violencia, aliento susurrante de arañas parásitas, ácidos corrosivos que destilan sobre el pétalo de inocentes rosas.
          Filomena yacía en su cama rodeada por sus cuatro vástagos que se agrupaban junto a ella para mamar la fe del próximo día y desalentar con el calor de sus cuerpos a los visitantes de la noche. Había destrenzado su larga cabellera que reposaba sobre sus pechos agotados y avanzaba lentamente hacia los mundos marginales de la conciencia, con una firme voluntad de exilio de la razón, con gesto de desprecio por la memoria de las cosas.
          Se quedó dormida suspendida en la hamaca de los sueños gentiles y amables del cansancio. Sus sentidos se cerraron lentamente como los pétalos de las flores solares y se borró a sí misma de la nómina de seres afligidos, refugiada en las secretas cuevas de las dimensiones paralelas.
          Por eso no escuchó el ladrido endemoniado de los perros, no se alarmó por el relincho de un caballo ni sintió el lastimero balido del corderito en su corral. No vio a nadie ni prestó atención a las risas grotescas ni percibió ese terrible grito de dolor que antecedió a  la aurora.
          Filomena despertaría más tarde, arrastrada por  irresistibles presentimientos y correría enajenada de dolor hacia los corrales para ver a Martiniano caído de bruces sobre un charco de sangre, sosteniendo entre sus brazos el cuerpo recién degollado de un  corderito.

EL AMANECER

          Rosalía Aguirre llegó acompañada de su hermano Ramón al velorio de Martiniano Irusta, conservando a despecho de los años aquel porte de mujer indispensable, entre arisca y generosa, nacida de las epopeyas del amor y la amistad.
          El hombre que Rosalía había amado en otro tiempo permanecía  ahora, inmóvil,  entre las  cuatro maderas de un rústico ataúd. Era sólo una imagen  apuñaleada, pálida y fría, mientras la semilla de su corazón remontaba como una cometa hacia lo desconocido buscando una tierra prometida para volver a germinar.
          Hombres y mujeres que describen con sencillos acontecimientos parábolas inimitables de vida. Que nacen y se cruzan, se aman y despiden, girando siempre sobre la misma línea inevitable que no pueden franquear sin la firme compañía de los Ángeles Protectores.
          Frente a la casa de Martiniano y Filomena se estacionaban varios sulquis, caballos ensillados y un camión Ford 1935 que haría de coche fúnebre, mientras los niños correteaban por el amplio patio, indiferentes a los llantos y a las despedidas de los adultos.
          Luego la caravana enfiló hacia Rodeo el Medio, al paso del trote de los caballos. Don Benito Donoso conducía la yegua mora apretujado entre Pascua y Jovita que se turnaban para consolar a  Filomena.
          Ceremonia precaria y solemne que a veces es posible contemplar entre gentes de ampo para quienes cada final es un anticipo del Gan Juicio a cuyo término los eslabones de la sangre y del amor se reunificarán formando un solo cuerpo de inconcebible perpetuidad.
          Era ese día un Domingo de Ramos y frente al cementerio los quinchos se colmaban de hombres que se agasajaban a sí mismos mientras sus mujeres depositaban flores en la otra orilla de la calle. En la puerta de la región inevitable estaba la misma anciana comedida que aparentaba vender flores con sus ojitos maliciosos  mientras practicaba su oficio de observar y recordar sin impaciencia. Ahora a esta hermosa muchacha de pelo rubio, al instante al anciano de manos atrofiadas, luego al pequeño bebé de la joven señora que camina acariciándolo.
          Mientras el cortejo ingresa a paso lento al cementerio transportando el ataúd de Martiniano, la figura del jinete que se aproxima por la calle se agranda paso a paso, agitando el polvo bajo los cascos del caballo todillo y el trote de los cinco perros  guardianes.
          Florentino González, a quien llaman el Chino, tiene pómulos redondos y salientes bajo unos ojos diminutos, rostro lampiño y pálido. Gusta vestir siempre de negro y lleva al cuello un pañuelo blanco con un clavel bordado. Cinturón con monedas de oro, montura, freno, espuelas y rebenque de plata. Hombre de poco hablar, no es amigo de nadie ni tampoco enemigo y vive en algún lugar que todos desconocen, asistente vitalicio en toda fiesta, es elegante y compadrito sin ostentación, provoca el ardor en las mujeres y el rencor en los hombres. A veces, cuando le reiteran hasta la humildad el pedido, canta viejas canciones de la tierra con dulce voz y entre sus manos la guitarra emite rítmicos sonidos y melodiosos preludios que nadie ha podido imitar.
          Se cruzó con el entierro y levantando apenas el ala de su sombrero movió la cabeza en señal de fraternal saludo y continuó su paso al trote lento del caballo seguido de sus perros pretorianos hacia algún lugar que él sólo conocía.
          Cumplida la triste obra de abandonar bajo la tierra al hombre que la había cobijado con su gallardo porte durante tantos años, Filomena se despidió de sus amigos y parientes y volvió con su padre y hermanas a establecer una nueva señal para su vida.
          Los sufrimientos de estos últimos días han hecho resurgir en ella la fuerza victoriosa de su antigua belleza, armonizando sus sentidos, puliendo su pálida piel y resucitando la mirada amorosa de sus ojos.
         
LA ADOLESCENCIA DE LIDIA

          Lidia Irusta heredó de su madre el patrón gemelo de extraña belleza que, alojado en el centro de convergencia de su predestinación, la impulsaría, a pesar suyo, a participar como espíritu cautivo del Círculo de Cenizas. Ella, como tantos otros seres que componen la congregación de hombres y mujeres que no pudieron vencer, a través de continuas reencarnaciones, los impulsos  del amor despótico, vivía dentro de un área de paz que provenía de sus inspiraciones religiosas, mezcladas con abstracciones metafísicas primarias y el poderoso instinto de la carne.
          Lejanos le parecían los años de la misteriosa muerte de su padre, de la que Filomena jamás le habló. Dispersos en su joven memoria aparecían los fragmentos de una vida campesina, rústica y pobre; la muerte de su abuelo don Benito Donoso, los bondadosos gestos de sus tías abuelas, el florecimiento de su cuerpo adolescente, las formas y medidas de las cosas y de los presentimientos. Ajuste de sensaciones inexplicables que se autorregulan por el desafío y la inseguridad que se les opone, por la osadía de quererlo todo y por la angustia que suprime y aísla.
          Recordaba por su porte a Martiniano. Alta, espigada, de ojos socarrones y provocativos, con esa apariencia sigilosa y amable al desplazarse, incitaría el advenimiento de agentes moderadores de la dicha. Porque, sin duda, alguna falla, tal vez un descuido en los sistemas que controlan la admisión a la Tierra, alguna tubería astral desacoplada del infierno y aspirando gérmenes del séptimo cielo o la inexplicable ausencia de Guardianes Invisibles  en la boca del túnel que proviene del Sol, habrían dejado pasar  parte de una sustancia de la que estaba compuesta la naturaleza de Lidia. Aromas y perfiles, gestos y sonidos, reflejos de sus ojos, repentinas alegrías angélicas. Vivía continuamente absorta en su visión interior, sin saber que la atracción desmesurada que producía su cuerpo irritaba a las bestias humanas del contorno. Y cuando por momentos volcaba sus ojos hacia el mundo, se estremecía de terror ante la vista de los ojos lascivos de los depredadores.
          Si Lidia hubiese nacido en una gran ciudad, su presencia habría provocado alguno de los vergonzosos incidentes de los que a veces habla la historia. A su paso, hombres intrépidos y audaces poetas, ricos y dignatarios, nobles y plebeyos, se habrían matado unos a otros por poseerla o abierto el corazón a cuchilladas para olvidarla. Pero no fue así, de ninguna manera, ya que Lidia nació en territorios cuya frontera era el vacío y el silencio absolutos. Permaneció en la simplicidad de la vida de campo, trabajando en la chacra con sus hermanos y haciendo de cada día una forma sistemática de aproximación a la desgracia.
          Volvieron años después a vivir en Rodeo del Medio, en la Calle Larga. El antiguo boliche de don Benito Moroso era ahora almacén de ramos generales, regenteado por aquellas dos hermanas de pelo blanco,  y abundantes proporciones. Pascua y Jovita habían entrado a los años duros de la primera vejez con la firme voluntad de no desaprovechar la tontería y la ignorancia ajena. Buenas administradoras y recalcitrantes jugadores de naipe, cobijaron a Filomena y a sus cuatro  hijos en los duros años de la insoportable soledad. Caritativo modo de compensar lo que en otros tiempos era fuente de remordimientos y vergüenza.
          Filomena redujo la fuerza de sus antiguos dones de belleza y alegría al servicio silencioso, humilde y voluntario del trabajo casero, encargándose de la limpieza, la comida y el orden de la casa. Herederos por indicaciones de la necesidad, los niños crecieron alternando la escuela con los trabajos en la huerta, el parral de uva criolla y los mandados menores.
          Lidia ocupaba ahora, en el concierto familiar, el lugar de privilegio que quince años antes tuvo su madre; posición establecida por reglas secretas e infalibles que modelan siempre el orden de las cosas valiosas. Lidia como centro, compaginando la rutina mediocre y absurda con su preciosa belleza, las enfermedades y los desniveles económicos, las hojas de los días del devenir. Todos estaban atrapados por ella en la medida de tiempo que asegura una excitante permanencia en cuyo vórtice puede admirarse el ojo vigilante de lo perpetuo. 
          Cierta tarde, mientras Lidia miraba hacia los próximos pantanos, perdidos sus ojos en la búsqueda de desterradas imágenes del pasado de otros seres, sus sentidos se expandieron hacia el aire cálido y perfumado de septiembre y retornaron cargados con el polvo dorado de la sensualidad psíquica de los dioses. Primer presentimiento de la aproximación del exterminio, grieta que se abre, de pronto, sobre los velos protectores, ventana desplegada desde su cielo azul hacia el horizonte rojo, cruel y destructivo.
          Sintió el aroma de su pelo recién lavado y bajando los ojos recorrió la suave ondulación de sus pequeños y gemelos senos. El aire se marcaba con el aroma de la corteza de los sauces, la tierra salitrosa y el pan que se horneaba. Desde lejos, amplificada en el delicioso pétalo del sol, dos ojos comenzaron a escrutarla, a fijarla en la idea, a dominarla.
          Puso una mano extendida a modo de visera para ver mejor aquella silueta que se recortaba  sobre la huella polvorienta. El hombre, vestido de negro, montado sobre su brioso tordillo y precediendo a los cinco perros, se acercaba, sin prisa, hacia las casas.





EL PRECEPTOR OCASIONAL

          El pobre del Cirilo Duarte murió tuberculoso una madrugada del invierno de 1942 en el Hospital Lagomaggiore sin saber que durante su breve vida se había convertido en involuntario transmisor de la magia de la literatura.
          Yo tenía entonces diez años y dividía mi jornada entre las obligaciones de la escuela y el trabajo en el contrato de viña que tenía mi padre.
          Mi mente se esforzaba a la  mañana para descubrir secretos en los mapas, extrañas combinaciones de los números y la revelación maravillosa de las palabras. Por la tarde agotaba mi cuerpo de niño detrás del arado, abriendo surcos con la azada, podando, regando las simétricas hileras con una bondad hacia la tierra  y el trabajo que después  perdí en parte, a causa, tal vez, de los libros que leería o de las ensoñaciones que la adolescencia trajo consigo.
          Cirilo trabajaba con nosotros como  peón. Era muy delgado, pálido y lampiño, de mirada aniñada y expresión tímida, a pesar de que entones tendría casi treinta años.
          Fue la primera persona que me habló de la existencia de extraños personajes de historias que él creía vivos y presentes en lejanos países. Me habló de Sandokán, que hacía estragos con los bandidos en Borneo e Indonesia. Me aseguró que en Londres, los de  Scotland Yard eran  detectives cuya sagacidad e ingenio eran superiores a los de cualquier estrangulador o asesino del mundo.
          En aquella época de mi infancia, mi mente sólo había alcanzado los límites de los libros de texto y las historietas que leía en El Tony y Billiken, así que cuando Cirilo prometió prestarme algunos de sus libros me pareció que ya estaba convirtiéndome en un joven grande e inteligente.
          En los meses siguientes, las motivaciones de mis sueños fueron alimentados  vigorosamente a la hora de la siesta. Debajo del viejo peral, donde tenía mi escondite, hice mi centro de lecturas y comencé los placenteros viajes a través de los caminos trazados por Emilio Salgari, H.W. Wallace y Edgard Rice Burroughs.
          Mi arco de mimbre y mi revólver de madera me parecían tan tontos y pensé en mis pobres amigos y compañeros de la escuela que vivían sin saber de la existencia de esos nuevos mundos en  los que yo entraba y salía a voluntad.
          Una noche soñé que era Batman y volaba a ras de los viñedos. Fue mi primera experiencia de volar dormido, seguramente porque de noche mi alma ensimismada se iba a lejanos países sujeta a su cordón de plata, y regresaba a acompañarme cuando los gallos anunciaban el alba.
          Cirilo se transformó así en mi preceptor literario. Él, que era casi analfabeto, enfermo y supersticioso, se me presentaba entonces con esa vital grandeza que tienen los maestros y así lo he conservado hasta hoy en mi recuerdo.
          Una tarde, mientras me encontraba acarreando sarmientos con mi padre, vimos que se acercaba Ramón, el hermano mayor de Cirilo, con lágrimas en los ojos y muy asustado.
          Supimos que mi amigo había muerto esa mañana, de tisis y melancolía en la soledad del viejo hospital de la Ciudad.
          En la humilde casa de adobes que estaba casi a la vera del río Mendoza, a la que  se llegaba por un estrecho sendero de bicicletas, ribeteado de chilcas y retortuños,  sus  familiares y unos pocos vecinos velaron a Cirilo aquella fría noche de invierno mientras nevaba apaciblemente. 
          Al día siguiente condujeron a pulso el ataúd, precedido por su anciana madre y sus dos únicos hermanos, cruzando las viñas hasta la calle Videla Aranda donde aguardaba el negro carruaje fúnebre tirado por dos viejos caballos negros y un señor muy delgado y pálido, con su alta galera y un  traje también negro.
          Por mucho tiempo no quise volver a leer aquellos libros que finalmente quedaron en mi poder. Volví a mis juegos con el arco y la flecha y mi rústico revólver tallado en madera. A veces, cuando miraba el horizonte desde mi caseta en lo alto del viejo peral, pensaba en Cirilo. Imaginaba que ya habría llegado a la Malasia y sería, sin dudas, un diestro pirata, amigo de Sandokán. 




MEMORIAS DEL HOGAR EN LA MONTAÑA
        Fragmentos de un Diario

Martes 31 de julio, año 2015.
          En la madrugada de hoy nos sobresaltó el ronco gemido de un cuerno de caza. El pequeño Leo se asustó y se refugió en mis brazos, interrogándome con sus grandes ojos. Salimos desde la oscuridad de la caverna hacia el empinado acantilado  y observamos el polvo que levantaba sobre el desierto el surcar de los trineos eléctricos.
          Noel se adelantó unos pasos apoyado en su báculo. El viento entretejía sus blancos cabellos y la rústica túnica que lo cubría. En ese instante volvió a oírse el cuerno de caza, ahora más cercano.
          -No hay dudas –dijo Noel-, son ellos.
          -¿Qué haremos? –preguntó Ada.
          -¿Es acaso justo y apropiado –preguntó a su vez Noel inquisitiva y dulcemente-, que nos preocupe demasiado el futuro?
          Instintivamente miré hacia la cueva cavada en la montaña, nuestro Hogar, y observé, a su costado, las cristalinas aguas del manantial, todo cuanto lo rodeaba, incluidas las significaciones interiores de su luz, de su sonido, del frecuente mensaje que provenía de sus oscilaciones.
          Lydia, cuya áspera voz y risueño gesto improvisan para nuestro grupo una continua inspiración vital, tomó a Noel por su cintura y apoyó sobre su brazo izquierda la cabeza.

Sábado 5 de agosto.
          Anna y Adrian bajaron por el deslizador metálico hacia el sombrío bosque de pinos que crece al pie de las montañas. A ellos encomendamos la recolección del alimento y cada día nos regocijamos con su regreso y con la fruta y miel que nos ayudan a sobrevivir. Son inseparables desde el día en que los encontramos junto a los cuerpos despedazados de sus familias. Ada y yo somos sus padres adoptivos, pero ellos han superado el círculo apremiante de su naturaleza para volcarse muy precisamente sobre nuestros corazones  y amarnos con el secreto ritual del amor. Como dos hermosos animales se desplazan de continuo por el campo magnético de nuestro territorio. Recuerdo el día en que Adrian descubrió el armónico ensamble de su cuerpo atlético y las expansiones de su espiritualidad. Dijo entonces, mirando a Anna, que el esplendor y fuego que reproducía en su conciencia las emanaciones del amor, lo habían llevado hasta una puerta astral donde había visto gérmenes del devenir y una Mujer de colosal tamaño cubierta por un manto de cielos y estrellas infinitos. Dijo que Anna era aquella mujer y ambos reían con felicidad.
          Han pasado varias horas desde que los jóvenes bajaron y demoran más de lo acostumbrado en regresar. La bruma de la tarde  cubre el ancho valle pero no vimos hoy a los soldados del Estandarte del Águila Rapaz. Muy distante, el sonido de un cuerno de caza pareciera filtrarse por los desfiladeros como si sus ondas expansivas fuesen ojos escrutadores.
          Era casi noche cuando escuchamos el santo y seña melodioso de un pájaro silvestre. Levantamos la tapa del túnel para que Anna y Adrian ingresaran al Salón de la Luz.
          Ambos parecían tristes pero no quisimos preguntarles nada.

Martes 8 de agosto.
          Nos hemos reunido, muy temprano, sentados sobre cómodas alfombras de piel, con nuestros cuerpos limpios por el  agua y armonizados por la mediación. Formamos un grupo que suma y resume nuestras individualidades y entramos y salimos de él cada vez con mayor claridad de conciencia. Entrecierro los ojos para soportar la luz que estamos generando. Observo  a mi lado a Agatha y a Leo, con el breviario de sus contados años, en la perfecta postura de la contemplación, con sus hermosos e inteligentes ojos, traspasando fronteras, viajando por sobre océanos de arena que cubren las tortuosas ciudades subterráneas de los Galápagos, los inmisericordiosos.
          Lydia va al frente de la silenciosa formación etérea y nos apoyamos en su clarividencia. Vemos los reptiles gigantes atrapados en los pantanos, los orificios volcánicos sobre la antigua planicie de Pamasatian.
          Sobrevolamos la ciudad de Hormud cuando allá era noche y volvimos a contemplar los viejos crematorios construidos junto al mar, las oxidadas alambradas de púas y el camino ondulante, que desciende de las montañas.
          De pronto Agatha ha despertado y llora. Nos unimos a ella y nos reunimos con nuestra realidad en este lado de los mundos.
          Escuchamos a Noel.
          -Ada, tú preguntaste sobre qué hacer ahora que nos están cercando las fuerzas del enemigo. Yo te digo que esta es una hora de reflexión y decisiones. Antes formábamos una comunidad grande, nos nutríamos de la lucha directa y enarbolábamos banderas de poder y  destrucción. Nos oponíamos. Usábamos las mismas sutilezas y armas que nuestros verdugos. Enfrentábamos fuerzas opuestas pero iguales hasta el momento de la Revelación. A partir de allí cambiamos la estrategia y les hemos dejado cuanto ellos querían: mundo, poder, vacuidad, extensión, objetos. Los que entendieron  vinieron a refugiarse  aquí, en las montañas, con la esperanza de armar la disciplina. Lamentablemente, parece que hemos fracasado. Debemos aceptar que ya no quedan otros seres semejantes a nosotros en todo el planeta. Hemos rastreado el campo y las ciudades, aún los subterráneos de Maquidar y  no hemos hallado signos de supervivencia.
          Hicimos silencio para sumirnos en la contemplación del sonido del viento que limaba los muros de las rocas. El rostro  de Adrian parecía que remontaba el vuelo.

Jueves 16 de agosto.
Los halcones amaestrados de las milicias recorren las cercanas montañas. Donde no pueden trepar, los Galápagos envían a sus bestias, perros y pájaros carniceros de ojos hambrientos, ilustrados en la visión de las masacres colectivas.
          No puedo dominar mi inquietud y me he apartado del grupo con un pretexto. Me  cuesta  aceptar que tengamos que separarnos y morir. He sido instruido ¿durante cuánto tiempo? ¿Meses, años, apenas unas horas? He comprendido el significado de muchos misterios pero no entiendo que  pueda ser  destruido  todo cuanto amo. Transición. Perfección. Desmoldamiento. Resurrección. ¿Qué significa todo eso para mí? Amo a Leo y Agatha como si fueran hijos míos. Ada y yo hemos anillado sobre los pequeños la fuerza de nuestro instinto y los hemos proyectado más allá del círculo de nuestra equidad. Están también Adrian y Anna y los viejos, Noel, que tal vez no exista y sólo sea la plenipotencia de una sabiduría lejana, extraplanetaria, y la frescura de Lydia, con su anciana belleza semejante a un modelo imposible de inmortalidad.
          Me he apartado a llorar porque todo nuestro amor ha desbordado, con exceso, mi deseo de vivir. Si pudiera sacrificarme por los demás, lo haría. Así encontraría la paz, justificándome en el ejercicio de mis sentimientos. Si estuviera a mi alcance la potestad de decidir, descendería hasta el valle y ofrecería a la ferocidad del mundo mi sacrificio.
          Escucho que Agatha me llama para compartir sus juegos y trato de ocultar la humedad de mis ojos.

Domingo 27 de agosto.
          La vieja cocina ultrasónica que habíamos recogido en una casa abandonada, dejó de funcionar. Hemos tomado como alimento solo  frutas y agua del manantial. Privamos a los niños de sus caldos y leche caliente pero no podemos hacer fuego sin delatarnos.
          Nos sentamos mirando hacia el este. A nuestras espaldas la roca nos cobija del rescoldo del sol y proyecta una fresca sombra. Adrian quiere decirnos algo:
          -Deseo describir a  ustedes mi pensamiento. Es un impulso  interior que tiene dirección precisa. Al principio lo sentía como un péndulo que oscilaba y marcaba un movimiento equitativo, una contradicción. Ahora el eje se ha desplazado corrigiendo mi propia estabilidad y me oriento hacia la ciudad de Hormud. Siento que debo penetrar en un mundo desconocido y sembrar allí mi propia vida hasta que desaparezca, o brote renovada.
          -Sabía –dijo Noel- que esta hora tenía que llegar porque este momento es parte del significado de nuestras vidas. Si más allá de esta hora de visión podemos desatar un alud de bienaventuranza sobre nuestro mundo, los dioses generosos aceptarán la supervivencia de nuestro planeta. Si no resulta de ese modo sobrevendrá la extinción y entonces nada tendrá sentido, salvo el ordenamiento de las leyes generales.
          Lydia puso una corona de rosas y laureles sobre los hombros de Adrian y lo besó. También lo hicimos nosotros. Luego Noel dibujó con carbón, sobre el piso de piedra, signos cuyo significado nadie pudo interpretar, salvo él. Luego tomó la mano de Adrian y la apoyó en la suya. Hizo con espinas una marca en la yema de los dedos y ambos intercambiaron el sentido de sus destinos individuales. Tal vez hicieron un relevo iniciático.  Eso no lo sé. Noel también bendijo en el vientre de Anna la pequeña vida que ha gestado con Adrian.

Miércoles 30 de agosto.
Desde que Anna y Adrian partieron hacia el valle, Leo despierta durante la noche y llora, llamándolos. Ada y yo hemos tratado de explicárselo pero el niño ha cerrado sus percepciones  y se niega a admitirnos. Tampoco desea tomar alimentos y vemos cómo cada día desmejora. Estamos tristes por lo que está sucediéndonos. Nadie quiere viajar ahora por el cielo interno de la mente y aumenta la inquietud del grupo.

Jueves 13 de septiembre.
          Imprevistamente, hoy al mediodía, un pájaro morab, de vistoso plumaje anaranjado, nos ha traído un saludo de Adrian. Apenas la memoriosa criatura del espacio se posó en nuestro refugio la conducimos al Hueco del Silencio de nuestro Hogar y escuchamos una y otra vez el mensaje de nuestro amado viajero:

          Querida familia: el pájaro morab que transcribirá mis palabras se llama Anatol y pertenece a un matrimonio que nos ha permitido vivir por un tiempo en su casa. Estamos muy próximos a las trincheras electrónicas de la ciudad de Hormud y desde la ventana de nuestra habitación observo diariamente el paso de las tropas de los Galápagos. Les sorprenderá saber que hay muchos de nosotros viviendo ocultos a toda visión, aún a la auscultación astral que pretendíamos. Es posible que pronto desciendan aquí naves del planeta Tierra. Los amamos mucho y deseamos vuestras bendiciones. Anna ya ha comenzado a dialogar con el niño que lleva en su vientre y ambos se comunican por el cordón de plata. Todo podrá cambiar en un par de meses si podemos comunicarnos con el resto de nuestra raza. No teman enviar una respuesta; el pájaro morab nos ha prometido que, en caso de ser capturado, se abrirá el corazón.  

Viernes 14 de septiembre.
          La primera conversación retomó el hilo de los acontecimientos del día anterior. Todos estábamos emocionados y Leo por fin empezó a sonreír y comió con apetito. Tenemos que tomar una decisión importante pero nos falta valor. Noel cree que es un simulacro para obligarnos a salir y caer n manos de los inmisericordiosos. Nosotros pensamos diferente y nos alienta la posibilidad de una invasión desde el planeta azul. Los Galápagos no son nuestros hermanos, ni siquiera han nacido en este planeta. Y son una amenaza para el futuro de otros mundos si llegan a vencernos y resistir a los terrestres. Se lo dijimos a Noel e insistimos hasta que él tomó la decisión de dictar una respuesta. Nos sentamos alrededor de la mesa circular de piedra y Noel, mirando fijamente los ojos verdes de Anatol, le dictó este mensaje:
“Amados hijos Anna y Adrian. Estamos perplejos por la vitalidad de los nuevos acontecimientos. De un modo desconocido para mí, ha comenzado a modificarse el esquema de las alternativas. Sin embargo, una amarga inquietud permanecerá en mi corazón hasta no recibir otro mensaje en el cual deberán incluir la clave que se menciona en la Asamblea de los Perfeccionadores. No revelen a nadie nuestra posición. Nosotros ya los hemos encontrado pero no arriesgaremos una nueva comunicación mental. Agatha y Leo los besan junto a nosotros”

Sábado 23 de septiembre
          Hoy he podido reparar la cocina ultrasónica y festejamos con alegría nuestra primera sopa caliente en varias semanas. Agatha cumple hoy tres años y hemos prometido llevarla a pescar a la Cascada de las Truchas.

Lunes 25 de septiembre
          Después de almorzar decidimos mantener una plática sobre nuestro pasado individual. Hasta hoy, en que Noel nos ha pedido hacerlo, habíamos mantenido un tácito convenio de callar nuestro ayer personal. Este último tiempo es para nosotros toda nuestra vida pero hay también otras imágenes que frecuentan el grupo  a las que debemos conocer mejor.
          Ada recordó a su esposo y a su pequeño hijo casi con alegría, tal como si mañana pudiese viajar y encontrarse con ellos. Contó detalles de la pequeña casa que tenían frente a la plaza del pueblo donde ella enseñaba pintura. Recordó su juventud, los años de estudio, las experiencias de su adolescencia. Luego le tocó el turno a Lydia y con su permanente buen humor relató su vida en la granja, los años de sacrificio junto a su marido para alimentar a tantos hijos con tan pocos medios. Dijo que a su esposo lo habían ejecutado en el campo, mientras araba y que ella huyó con los más pequeños por las áreas devastadas por el fuego y que uno tras otro los fue dejando ya sin vida bajo el resplandor de las hogueras. Lydia es tan segura y tan diestra en el dominio de sus emociones que todos la admiramos. Nos hemos acostumbrado a recurrir a ella, a sus palabras simples, al lenguaje transparente que utiliza para mencionar el preciso nombre y sentido de las cosas y de los hechos. Noel la ama y por eso nos dijo que él no había tenido jamás otra vida, que su pasado yacía en el polvo, que así era mejor. Se puso de pie y tomó a los niños para salir con ellos a la luz del día.

Jueves 28 de septiembre.
          Pasamos el tiempo que duró la luz del sol mirando el horizonte, tratando de ubicar la llegada de Anatol. Mas todo ha sido en vano y nos hemos ido a descansar sin probar alimento. Los niños han jugado todo el día, ajenos a nuestra incertidumbre.

Sábado 30 de septiembre.
          Nuevamente pasó por el desierto la caravana de trineos eléctricos y como siempre, el eco de los cuernos de caza y el ladrido de los mastines nos ha llenado el corazón de congoja.

Martes 3 de octubre.
          Noel me pidió que descendiera, siguiendo el curso de agua del manantial, hasta el valle. Salí temprano, cuando  todos dormían, ocultándome sigilosamente entre los árboles que crecen en las laderas de la montaña. Vi más halcones y me pareció que el número de perros también era mayor. Exhausto, llegué a las inmediaciones del valle tomando únicamente un sorbo de agua cuando la sed me vencía. Allí están aún los restos de los vehículos destruidos por el fuego, los automóviles, ómnibus, camionetas y todo cuanto había sido útil para transportarnos alguna vez hasta el confín de los caminos pavimentados. Esperé que la noche amparara con sus sombras el poco valor que tenía para tratar de alcanzar una presencia semejante a la mía. Si doy con una patrulla de Galápagos seré alimento para sus perros y no puedo confiar demasiado en mi predestinación. Permanecí en el agua para despistar a los perros de la guardia fronteriza y luego me deslicé por unos extensos campos sembrados de trigo cuyas espigas, aún verdes, se movían bajo el aire fresco de la noche. Las lunas salieron lentamente desde el horizonte en una formación  oblicua en la que Nebor y Tarh  sobresalían por su tamaño y el majestuoso relieve de sus continentes. Encontré al fin la casa abandonada y esperé hasta estar seguro  que no había nadie en las inmediaciones. Entré por una ventana abierta y bajé al sótano. Busqué la caja de fósforos en el lugar convenido y encendí uno. Debajo de una bolsa e maíz estaba la carta de Natan. Regresé por el mismo camino, zigzagueando, obligando a mi voluntad a que me condujera cuesta arriba, hacia nuestro secreto  refugio. Ada me contó después  que me habían encontrado completamente agotado, muy próximo al Hogar y que la carta de Natan los había llenado de júbilo.

Domingo 8 de octubre.
          Mientras descansaba,  rodeado por Agatha y Leo, Lydia leyó nuevamente la carta de Natan:

          “Cada vez que podemos nos reunimos con Anna y Adrian para diseminar los nuevos conocimientos entre el pueblo. Adrian dice que Anatol, el pájaro morab, fue obligado a descender por una gavilla de halcones amaestrados y que antes de tocar tierra se había arrancado el corazón. Desconfíen de toda señal y también de las premoniciones. Queremos que sepan que la madre de Agatha vive, está con nosotros y bendice vuestro amor por la niña. Le hemos dicho que algún día nos reuniremos y seremos una familia mayor donde todos nos tendremos a todos. Anna está próxima a ser madre y extraña vuestras imágenes y la miel silvestre de las montañas. En la región de Hug-Horm, detrás de las colinas de Utm hay un campamento terrestre listo para entrar en combate. No vuelvan por la granja, nosotros nos comunicaremos con ustedes por otros medios. Con amor. Natan”.

Miércoles 18 de octubre.
          Mientras tomábamos el fresco, sentados sobre la roca del acantilado que prolonga como un  patio en el espacio nuestra caverna, Leo y Agatha empezaron a señalar muy distantes puntos de luz blanquísimos que oscilaban en la bruma del valle. Localizamos en aquel lugar la planicie de Pamasatian donde en algún tiempo existió Palmira, la amada ciudad de mi  adolescencia. Interrogamos a Noel y nos dijo que las luces provenían de la irradiación electromagnética que generan los grupos de iniciados cuando se reúnen y que sólo nosotros podemos detectarlos porque vemos con el ojo del espíritu trascendente. Pensamos en Anna y Adrian y comprendemos que esta señal es el comienzo de nuestra inminente separación. Permanecimos el resto de la noche en silencio.

Sábado 21 de octubre.
          Noel y Lydia, mientras caminaban por los estrechos senderos que se bifurcan en la floresta occidental de la montaña, vieron el primer transporte espacial con tropas provenientes de la Tierra, que se dirigía en dirección a la ciudad amurallada de los Galápagos.
          Qué extraña emoción hemos sentido. Durante siglos, fuimos nosotros quienes visitábamos la Tierra en nuestras veloces naves galácticas. Ahora, sometidos por perversos extranjeros, vigilamos el cielo para observar la llegada de nuestros aliados. Sólo ellos, nacidos bajo el signo de la violencia, serán capaces de exterminar a nuestros enemigos.

Sábado 28 de noviembre.
          Hoy hace un mes que Noel y Lydia descendieron buscando la convergencia de su predestinación en la armonía de la raza. Sabemos que han eludido a los cazadores y atravesado valles y trampas durante su largo viaje. Agatha, que ha heredado la clarividencia de Lydia, dice que ambos viven y que se comunican diariamente con ella.
          Mañana regresaremos nosotros. Hemos ocultado las pocas cosas que no podremos transportar y preparado agua y alimentos para el viaje. Para los niños éste es el principio de una gran aventura y apenas duermen imaginando las cosas que verán. Sólo Ada y yo, algo tristes y sin decir palabra, permanecemos continuamente entrelazados por una dulce ternura. ¿Cómo será la mamá de Agatha? ¿Podremos vivir cerca de ella? ¿Seguirá amándonos como hasta ahora? Ignoramos quienes de nuestras respectivas familias han sobrevivido a los campos de concentración y a los genocidios. Mañana, muy temprano, nos despediremos del Hogar.

Domingo 29 de noviembre.
          Hemos demorado un día la partida para ocultarnos de los soldados del ejército Galápago que huyen desde sus concentraciones subterráneas hacia las montañas. En las ciudades se ha desatado la guerra y todo parece ahora más confuso. Hemos perdido contacto con Noel y Lydia y sólo nos queda la intuición de la pequeña Agatha para llegar con vida junto a los nuestros. Toda la noche nos ha mantenido despierto el ladrido de los perros y el ronco gemido de los cuernos de caza.





EL HOMBRE QUE NO PODÍA DESPERTAR

          Dos hombres cruzaban un valle solitario. En el cielo, flotando sobre lejanas montañas, la luna depositaba su melancólica transparencia de luz sobre el mundo.
          Uno de ellos dijo:
          -Soñé que caminaba junto a un amigo por un sendero que se perdía más allá de unas altas montañas. Contemplaba la majestuosa serenidad del firmamento cuando me sobresaltó un presentimiento aterrador, al tiempo que una voz interior me revelaba  que, al concluir mi viaje, tenía que morir. La inesperada proximidad de la desgracia me llenó de tristeza y comprendí que no tenía la más pequeña esperanza de salvación. Súbitamente, la pena que sentía se transformó en  suspiro de alivio, en un estado de excitante felicidad. Bendito sea Dios, dije para mí, porque mientras sueño he tenido un doble sueño. Cuando despierte sabré que todo ha sido una ilusión.
          El  otro preguntó:
          -Luego, ¿qué sucedió?
          -No lo sé –respondió el primero-, aún no he podido despertar.




EL PERFECCIONADOR

PRIMER MOVIMIENTO

          -Quiero un amor –dijo el soldado.
          -Traidor.
          -Quiero un amor –dijo el soldado y arrojó su fusil.
          -La guerra es un amor precioso, y las medallas de la sangre ajena, el testimonio de la supervivencia.
          El soldado se despojó de su uniforme y se tendió desnudo a la sombra de los álamos.
          -Traidor –le repitieron, y se marcharon a morir.
          -Roja viene el agua del río –dijo el soldado y humedeció sus manos en las aguas sangrientas.
          A la noche vio cómo las Hormigas Metálicas recogían cadáveres y al amanecer aún ardían los promontorios de carne.
          -Te daré un hijo-dijo la mujer del soldado, tendidos en un lecho de blancos plumones de pájaros.
          -Amor –dijo el soldado-, amor-. Y recogió frutillas mojadas de rocío. Rojas frutillas que crecían entre los blancos huesos derrumbados de los hombres.
          -Mira –gritó la mujer-, viene un espíritu.
          El Gran Hombre descendía hacia ellos batiendo sus transparentes alas de fino cristal. Se posó suavemente y se dirigió hacia la pareja levitando sobre la tierna hierba.
          -Señor –dijo el soldado, arrodillándose-, ella es mi mujer y guarda en su vientre crisantemos de estrellas que se pliegan, la fuerza de los rayos, la ternura del otoño, océanos de sangre planetaria.
          -He descendido –dijo el mensajero- de los azules océanos cósmicos para anunciar a vuestra raza la llegada del Amado, del Gran Visitador de los Mundos Habitados. Ya viene, guiado por el resplandor de los soles gigantes. A su paso los Seres Estelares derrumban sus luminarias, los Maestros repliegan sus conciencias, las vírgenes praderas de los mundos en germen se alimentan con su preciosa aura  de piedad.
          -Anunciador –dijo la mujer-, yo soy la madre de Aquel que vendrá. Él habita en mí y yo en Él en concéntricas esferas de mutua fidelidad. En mi voto de amor guardo el secreto de su Destino, mi carne lo preserva con exquisito goce y su viaje consciente por las constelaciones de mis células me hiere con una tempestad de gracia. 
          -Madre –dijo el Gran Hombre-,  deja que te reverencie. –Y tendido sobre el polvo besó los pies descalzos de la Progenitora.
          -Esposa mía, está lloviendo. Llenaré las calabazas con el agua del cielo. ¿Duerme el niño?
          -Sí. Ve a un buscar un racimo de miel para cuando despierte.
          Por las ciénagas navegaban silenciosas las canoas de los Verdugos. Verdes y astutos sapos, víboras de fuego, blancos esqueletos fosforescentes de antiguos guerreros.
          -Encenderé  el fuego, ya viene la noche. Mira, esposa amada,  cómo brillan las esféricas ciudades de metal de los hombres alados. Muéstraselas a nuestro hijo.
          -Mira, mi pequeño, las siete lunas de la Tierra.
          -¿Debo morir ya? –preguntó el soldado a los Verdugos.
          -Sí, ahora mismo, en cumplimiento de los viejos designios, antes de que sean derogadas las leyes que te condenan.   
          De un golpe quebraron los circuitos de energía y dejando su sangre derramada en círculo regresaron en sus silenciosas barcas a través de los pantanos.
          -Madre, ha cesado la lluvia. Vámonos.
          Los habitantes de la gran ciudad terrestre vieron avanzar por la ancha carretera a un hermoso joven, cubierto por una túnica roja. Montaba un caballo blanco y en su mano empuñaba una espada de acero resplandeciente.
          Llegó la biselada bruma del eclipse solar. Las siete lunas giraban en el ceniciento océano del cielo. Los gallos cantaron en la medianoche del día las coplas de la resurrección y todos los muertos despertaron en sus tumbas para pronunciar las alabanzas y retornaron a dormir.
          Los Grandes Hombres descendían batiendo sus iridiscentes alas de aluminio pulido. Venían de las barcazas estelares a constituir junto al Amado el coro de las regeneraciones celulares, el laboratorio de la palingenesia colectiva.
          Los ejércitos profesionales y los Verdugos regresaban sigilosos  hacia la ciudad para sitiarla con sus mortíferas y pestilentes armas.
          Las Hormigas Metálicas recogían leña para las cremaciones. La Gran Batalla iba a comenzar.

SEGUNDO MOVIMIENTO
          La Gran Guerra se prolongó hasta que los Grandes Hombres, combatiendo junto al joven Príncipe de los Cielos Remotos, exterminaron a los enemigos de las poblaciones terrestres.
          Concluida la cremación de los muertos, las Hormigas Metálicas fueron desmanteladas y arrojadas al fondo de los océanos.
          Las degradaciones de la carne y las cenizas introdujeron una perdurable belleza en las vegetaciones. Las flores adquirieron la inteligencia necesaria y generaron afiladas espinas de extraños colores suficientes para adquirir una precaria inmortalidad.
          Los sobrevivientes de la guerra fueron entremezclados por media de una cirugía cibernética realizada en grandes pabellones instalados en frescos y frondosos bosques. Así, desde entones, cada hombre poseía un ojo de otro hombre, un brazo del hermano, el corazón de la mujer amada, la sangre de un amigo.
          Nadie quedó sin ser mezclado al Gran Cuerpo. Algunos, ineptos para incorporarse a la estructura deificante, destrozaban sus injertos y caían a la Fosa del Olvido de los Mundos Antiguos.
          -Debo regresar –anunció el Gran Maestro al coro de los Grandes Hombres Alados, y de inmediato se disolvió en la perfección de lo Absoluto.
          Desde las esféricas ciudades de bruñido metal que circunnavegaban el aura terrestre, los habitantes de las siete lunas vieron, de pronto, como toda la superficie visible de la Tierra se envolvía en una capa de blanquísima luz y una inhumana fragancia perturbaba sus corazones.
          De este modo fue generada una felicidad periódica, sujeta al ritmo de las divinas revelaciones, y los hombres, por mucho tiempo, gozaron de la penetrante alegría de convivir en sus partículas progresivamente aumentadas en las sucesivas particiones genéticas. Hasta que un tiempo después, la cariocinesis  natural llegó al límite, a la completación definitiva y todos los hombres se fundieron en la Rosa Dorada, en el perdurable mandala de los sueños y las iluminaciones.


TERCER MOVIMIENTO      

          -Quiero un fusil –dijo el soldado y se cubrió con su uniforme de combate.
          En la Fosa del Olvido de los Mundos Antiguos, sombras claroscuras se erguían trémulas hacia las corrientes de energía del Deseo. Los Verdugos abrían sus rumbas y las Hormigas Metálicas, autocomandadas por sus odios congénitos, trepaban por las plataformas submarinas y se dirigían presurosas hacia las nuevas ciudades de los hombres.
          -Dulce amor –dijo el soldado  y se tendió gozoso en las trincheras, cubierto de sangre. 




LA NODRIZA

  Un poco más de un año tenía Ramoncito cuando se extravió en el espeso monte de Las Tunas. Una pareja de chanchos, cuyos hijos habían sido  devorados por  perros cimarrones, lo adoptó.  Al principio, ella  lo alimentaba  con la tibia leche que brotaba de sus tetas generosas; luego, el niño aprendió a engullir raíces, hierbas y frutos silvestres y se convirtió en un robusto cuadrúpedo, arisco y montaraz, en cuya mente la noche depositaba fragmentos de un lejano caserío habitado por amables espectros.
          Pasaron los años. Una mañana, don Cipriano Farías, padre de Ramón y unos amigos suyos que andaban cazando por los alrededores de la guarida, descubrieron aquella bestia mezcla de hombre y cerdo pecarí que corría velozmente por los estrechos túneles que los puercos salvajes modelan en la maraña impenetrable.
          Vinieron los chancheros con sus perros y juntos comenzaron a tejer una telaraña de insultos y ladridos sobre el improvisado coto de caza hasta que al atardecer acorralaron a la aterrorizada criatura  y la enlazaron. El pecarí macho pudo eludir el cerco de dientes y escopetas donde la vieja nodriza quedó agonizando hasta que alguien se acercó con un afilado cuchillo y la ayudó a penetrar en la serena mansedumbre de la muerte.
          Era ya noche cerrada cuando llegaron a las casas. Encendieron los faroles de querosén, terminaron de limpiar el cuerpo de la chancha y lo colgaron en el patio para que el rocío de la noche lo perfumara.
          Ramón fue enviado a la ciudad y allí aprendió a caminar erguido y expresarse con rústicas palabras. Años después, siendo ya un joven, volvió a la estancia. Cuando lo dejaban solo se sacaba las ropas y corría por el monte, husmeando la invisible presencia de los pecaríes. Luego regresaba,  por propia voluntad, desalentado y repitiendo:
          -Mamá no está. Mamá no está.





EL FRIGORÍFICO

          El comandante de la cosmonave terrestre abrió la escotilla y se enfrentó al hiriente  despliegue de luz de aquel sol anaranjado que nacía en el horizonte de Nueva California.
          Desde  aquella meseta, el aire fresco de la mañana contrastaba con el ceniciento y cálido abanico del alba. Abajo, sobre una extensa pradera verde plomizo, se divisaban altos edificios techados con escamas de nácar rodeados por un bosque de árboles semejantes al abeto.
          Lo sobresaltó un canto, semejante al del gallo, pero más profundo y doloroso, que recibió el eco sinfónico de otros animales del valle.
          Bajó cautelosamente las escalerillas, ansioso por salir del traje espacial y compartir el regocijante perfume de una tierra casi idéntica a la suya.
          Desde su puesto de control, el capitán médico Sigfrido Rivera leyó los datos de la computadora y le informó por radio:
          -Todo está bien. Adelante, pero con cuidado.
          Nicolás Corvalán, de 46 años, había nacido en Santiago del Estero y aún conservaba el aspecto taciturno y pensativo que todos le conocieron cuando ingresó al Instituto Superior de Estudios Espaciales emplazado en un secreto rincón de las Sierras de Pocho, en la provincia de Córdoba.
          Pisó la hierba fresca, mojada de rocío y avanzó algunos metros, siguiendo el bullicioso curso de un hilo de  agua. Escondidos impulsores de su espíritu lo transportaron súbitamente y sintió que estaba en Cosquín o en La Falda y no pudo soportar la visión porque sabía que se encontraba a millones de kilómetros de sus recuerdos. Imaginó que la estela de sus sueños se multiplicaba por el cosmos y se unía al espíritu de las cosas soñadas y vividas por todas las generaciones de hombres del universo. Teorías brillantes o insensatas acerca de la multiplicación del origen, de la siembra de especímenes humanos, de esporas que viajaban entre las estrellas hasta encontrar la tierra leudante, hombres superiores que modelaban espléndidas razas sobre la deforme carne de los simios, ángeles viajeros que fecundaban primitivas doncellas de tribus errantes.
          -Comandante- le interrumpió la voz del ingeniero de vuelo Ventura González-, hemos captado la aproximación de sólidos pensantes y nos parece conveniente que usted  regrese de inmediato.
          -Está bien. Avanzaré un poco más y luego regresaré si advierto algún peligro. Ustedes saben qué deben hacer en cada circunstancia. Este es el lugar más humano de cuantos hemos visitado en los últimos años y no quiero perderme la aventura de comunicarme con sus habitantes.
          Sin saber por qué lo hacía, desconectó el monitor que lo unía a la inteligencia de la nave y siguió avanzando, distraídamente, hacia un pequeño bosque. Repasó maquinalmente el Código XXVI del Reglamento de Vuelos Espaciales: “El Comandantes de la nave es la entidad física y mental que agrupo de por sí y para el resto de la tripulación la autoridad absoluta. Sus órdenes y decisiones son irrevocables”.
          Nicolás Corvalán observó a la distancia los pequeños hombrecillos de piel verdeamarilla que avanzaban a paso rápido, casi trotando hacia él. Vestían armaduras metálicas y empuñaba una especie de lanza rematada en un lazo de cuero. Más allá alcanzó a divisar un artefacto, similar a un tractor oruga,  que se desplazaba hacia el mismo lugar.
          -“Cada planeta, como cada hombre –pensó-, es un modelo a escala de la vida y siendo tan semejantes son tan diferentes. Al fin estamos descubriendo la pluralidad prodigiosa de la vida organizada. Paracelso, Darwin, Teilhard de Chardin, Giordano Bruno no estaban equivocados. El hombre es verdaderamente el rey de la creación y su estructura es el resultado de la idea primigenia que surgió del caos y es el principio y el fin de la potencia manifiesta de Dios”.
          Américo Villalba, el Segundo Comandantes de la Nave Espacial RA 36, ante la imposibilidad de comunicarse con su superior y siguiendo las indicaciones del Código XXVII, ordenó el inmediato despegue. Segundos después, anclados en la espesura del espacio exterior, los tripulantes seguían ansiosos los acontecimientos por los amplificadores de visión.
          Nicolás Corvalán quiso evitar el surgimiento de una súbita sensación de pánico pero no pudo impedirlo. Aquellos hombrecillos no parecían en realidad ser muy humanos. Esas cabezas en punta, semejantes a las de un  lagarto, asentadas sobre un cuerpo de perro de piel verdosa y escamada, los movimientos mecánicos y rápidos como formando parte de una entidad grupal, aumentó el ritmo de sus pulsaciones cardioelectrónicas. Recordó parte de las instrucciones: “El Comandantes es el cuerpo y el pensamiento que debe penetrar en toda experiencia exploratoria. No puede ser sustituido por ningún otro tripulante en su misión de zonda mecánica y consciente. Su cerebro está equipado con un circuito integrado de cien millones de células acopladas a la computadora instalada junto a su glándula pineal. Si su cuerpo resultara dañado o destruido informará las causas a la Nave Espacial y ésta lo retransmitirá a la Tierra, simultáneamente”.
          La máquina oruga también se iba aproximando, ahora a mayor velocidad. Los distinguió con mayor precisión cuando se encontraban a escasos metros. Levantó su mano derecha en señal de saludo y trató de sonreír, pero los hombrecillos de piel verdeamarilla se acercaron diestramente y lo enlazaron impidiéndole el menor movimiento. Sintió que le arrancaban piernas y brazos al tiempo que lo levantaban en vilo y lo dejaban caer pesadamente dentro de la enorme jaula que portaba el tractor.
          Por un momento perdió el conocimiento y al abrir sus ojos vio junto a él a hombres y mujeres, cubiertos de harapientas vestiduras que lo miraban pacíficamente desde un punto equidistante a la tristeza y la alegría, con grandes ojos vidriosos y ausentes que apenas parpadeaban. Sus cuerpos eran casi gemelos entre sí, robustos y bien alimentados y con su sexo apenas diferenciado.
          -¡Hola! –les dijo Nicolás Corvalán- tratando de colarse por el hueco de sus mentes.
          Siguieron observándolo pacíficamente y luego todos ellos, como si hubieran recibido una orden, se pusieron a comer.
          El Comandante de la RA 36 observó el paisaje a través de los barrotes de la jaula. El sol del mediodía brillaba intenso sobre una larga planicie cultivada con  una especie de ciruelo de reducido tamaño. De tanto en tanto veía a algunos “californianos” como empezó a llamarlos burlonamente, entregados al cultivo de la tierra. Amplios canales de agua rumorosa le recordaron su lejana tierra natal y el verdor de las suaves montañas la sugerían la amable visión de Ascochinga.
          El tractor a oruga se detuvo y en el mismo momento empezó a escuchar los gritos.  Los “californianos” uniformados corrían relampagueantes entre los cultivos detrás de los aterrados campesinos. Hombres y mujeres con sus crías en brazo huían entre los ciruelos enanos. Los cazadores habían encontrado una pequeña tribu humana  y la estaban diezmando selectivamente.
          Ni demasiado viejos ni demasiado jóvenes. Hombres y mujeres sanos y preciosos en sus envergaduras, andrajosos y de largos cabellos, pero intactos en sus armoniosas formas.
          Llenaron la jaula y ya no volvieron a detenerse. Al parecer el cupo había sido completado.
          Horas después, el Comandante alzó su cabeza y vio la entrada a la ciudad. Caminos más amplios y empedrados entre aquellos edificios  que había divisado desde la meseta por la mañana, de color terroso con puertas y ventanas  ojivales, techos escamados que brillaban como si estuvieran mojados bajo el radiante sol.
          El murmullo creciente de la extraña ciudad le iba indicando a Nicolás Corvalán que se acercaban al lugar de destino. El enjambre de verdosos habitantes se desplazaba por las calles y plazas, unos caminando, otros trepados a increíbles vehículos mecánicos, las tiendas de vistosas vidrieras ofreciendo miles de artículos, como en Córdoba o Buenos Aires, pensó Corvalán, como en cualquier ciudad terrestre.
          Nadie prestaba atención al paso del vehículo con su jaula repleta de seres humanos, aparentemente un cuadro cotidiano en la vida de aquellos seres.
          Fuera de los barrotes de la prisión se escuchaba una especie de música sincopada y sonidos que serían, sin duda, el eco de sus conversaciones y sus ritas, el lenguaje que los unía e identificaba como la especie dominante del planeta.
          El carruaje ingresó por el portal de un blanco edificio y se acomodó junto a un angosto pasillo. Uno a uno fueron bajados aquellos hombres y mujeres entre los que se destacaba el delgado cuerpo del Comandante.
          Diestros “californianos” vestidos de blanco los desnudaron en un instante y arrancaron las escasas ropas antes de cortarles a rape el cabello. Fueron empujados por un angosto túnel que al final se iba estrechando más y más, marchando de uno en fondo mientras gruesos chorros de agua lavaban vigorosamente sus cuerpos.
          Desprovisto de su ajustado traje espacial, completamente desnudo, el Comandante de la RA 36 avanzaba torpemente en medio de aquellos seres que habían comenzado a gritar espantosamente como si presintieran su inminente desgracia.
          Vio lo que le hicieron a los que le antecedían y cerró los ojos. La afilada hoja de una cuchilla de matadero le abrió la garganta, la segunda lo partió por la mitad. Minutos después, el cuerpo eviscerado del Comandante Nicolás Corvalán viajaba enganchado de los tendones hacia las cámaras frigoríficas.
          Américo Villalba, el Segundo Comandantes, disparó los controles de la Urna de Seguridad y esperó. Los demás tripulantes desayunaban confortablemente sentados esperando la reintegración de su superior.
          Aún no se había encontrado en ninguna porción del Universo hasta entonces explorado una fuerza capaz de destruir los prototipos terrestres creados para indagar sus misterios. Uno de aquellos raros y costosos ejemplares, mitad máquina mitad hombre, era el Comandante Nicolás Corvalán. De su cuerpo matriz, encerrado en la Urna de Seguridad de la nave interplanetaria, surgió una nueva copia, semejante a la que había sido destruida en el frigorífico de la Ciudad de las Escamas de Nueva California.
          Se adelantó hacia el centro del refectorio con amplia sonrisa y antes de que los demás soltaran su alegre carcajada, dijo:
          -Creo que por un largo período seré el más convencido de los vegetarianos que exploran las estrellas.




EL ENTERRADOR

          Cuenta una leyenda que en la antigua ciudad de Babia Gora, próxima a la frontera con Rumania, vivió un hombre de horrible apariencia, quien trabajó como enterrador en el cementerio durante más de medio siglo.
          Había nacido en Ucrania y siendo muy pequeño, sus padres lo abandonaron en un convento de monjes en el cual fue criado y donde luego cursó estudios de teología y medicina. Su gran inteligencia y voluntad le dieron en pocos años las primeras semillas de la sabiduría, pero era tan mal parecido, tan grotesco y malcarado que jamás logró contemplar otra expresión en sus semejantes que el miedo y el desprecio. Ante su presencia los niños huían espantados y los mayores simuladamente se apartaban de su camino.
          Llegó a Babia Gora una lluviosa mañana de noviembre, con nombre supuesto, con la misión de ocupar el oficio de enterrador por orden del obispo Montaigne y allí permaneció hasta su muerte a la avanzada edad de 92 años.
          No abandonó jamás sus raídas ropas de fraile en señal de penitencia más que por definida vocación religiosa. Aunque su voz era dulce y templada se sumergió en un completo silencio. Borró de su mente la estructura del diálogo y conservó la agudeza de las palabras sólo para el murmullo de las oraciones y los salmos.
          Durante los entierros parecía que su rostro repugnante se transformaba en un gesto de indescriptible caridad y era tan tesonero y amable en su trabajo que cada uno comprendía, en el instante de su personal desdicha, que abandonaban a un ser querido en manos de un majestuoso guardián.
          De noche, muchas personas contemplaron cómo paseaba su imponente figura por los pasillos de la oscura necrópolis, repitiendo en alta voz y en latín antiguo los armónicos salmos o platicando con fosforescentes luciérnagas del Paraíso.
          Nadie le acogió en la amistad ni dirigió un respetuoso saludo, temeroso de recibir como respuesta alguna injuria imperdonable. No conoció en su vida el resplandor de una mujer desnuda y avara de placer, no se sentó a la mesa de un hermano ni compartió la ingenua mansedumbre de los niños.
          Cuidó el césped y las flores de las tumbas, limpió de toda inmundicia las viejas sepulturas abandonadas, removió las urnas cinerarias y descarnó pestilentes cadáveres con la mesura y la perfección de un apóstol del dolor.
          Lavó los cuerpos de doncellas de angelical belleza y vistió de gala los restos de los vagabundos abandonados en las calles. Abrió fosas en la tierra fresca y volvió a cubrirlas con mansas paladas al vaivén de sus secretas bendiciones y memorizó los nombres de todos los durmientes que habitan su melancólico dominio.
          La mañana en que apareció muerto en el decrépito altillo que ocupada a la entrada misma del cementerio, tenía entre sus manos enlazadas, un manojo  de rosas frescas puestas allí por invisibles pájaros de la eternidad.
          Entre las descoloridas hojas de su Biblia encontraron el manuscrito de una plegaria que luego coronó como epitafio su propia tumba:

          Bendito es el Señor que me ha brindado a través de una  máscara de horror el beneficio de la liberación de mi alma. He redimido con dolor mi nauseando cuerpo y honrado mi predestinación con la penitencia del servicio más humilde.
Libre e intacto de toda penosa ilusión he depositado en la tibieza de mi sangre el fuego de la vida divina, para ser digno de mí mismo y amado y perdonado por la Divina Señora del Cielo, por siempre jamás.



LA CONTEMPLACIÓN DE LOS TRIGALES


          Contemplo estos trigales al sur de Santa Fe, bajo un cielo transparente. El camino de  carros y el aleteo incesante de las mariposas se funden con la alegría de mi visión profética.
          ¿Soy, acaso, yo mismo contemplando el paisaje o estoy mirando veinte años antes el mismo lugar que contemplará mi hijo en un día semejante sintiendo muy dentro  que alguna vez ya estuvo aquí?
          El aire cálido y húmedo del sudeste apenas agita las espigas maduras. Más allá,  la silueta de las verdes lomas de Tampico y los lentos tractores abriendo en la llanura surcos colmados de pájaros hambrientos.
          No tengo adonde ir. Ahora que todo parece  haber concluido, me siento impulsado por graves manifestaciones de alegría interior, como si hubiera salido del encierro de una oscura crisálida.
          Quiero permanecer aquí para volver a unir el hilo de mis sueños. Quiero descentrar la causa de esta anomalía de mi naturaleza empeñada en la contemplación de la belleza cuando mi razón me expone el lógico desprecio por las formas cambiantes de la Gran Destructora. Pero insisto en asirme pleno de júbilo al estallido de mis sensaciones porque estoy convencido de que es un puente que algún día cruzaré, un puente construido de luz y de deseos.
          He aprendido a lo largo de estos últimos años claras lecciones de autoperfección y con gruesos trazados tengo ahora el boceto de una nueva filosofía que me lanza siempre a la superficie, como un salvavidas.
          El proceso posee ahora la compañía de los viejos símbolos del hombre, tan del pasado y del futuro, presente en los sueños donde me instruyo a mí mismo procurando, a veces con impiedad, que se abran los contactos y se ponga en marcha la unidad recuperadora.
          Todo el trabajo consiste en una sencilla operación, mezcla de voluntad y silenciosos vuelos de la conciencia.
          Así que he llegado hasta aquí, vagando de un pueblo a otro, en esta mañana que tiene una luz diferente y un silencio contagioso que me va invadiendo como el apagarse lento de una vela.
          Debo continuar y olvidar, soltarme sin temor hacia un abismo interminable, hacia el ilimitado universo que descubrí en la infancia para volver a preguntarme como a los siete años: “Si nada existiera, ¿qué existiría?
          Comprendo que el conocimiento es solamente una suma de datos y valores sin objeto, que toda la cultura tiene la elemental función de hacer del hombre un explorador que se busca así mismo desde el momento en que le fue revelado: “No me buscarías si ya no me hubieses encontrado”.
          Frente a mí la asfaltada carretera y los postes del teléfono se extienden hacia la bruma del mediodía. Me siento como un niño que nada sabe, que ha depositado la confianza de vivir en la voluntad de una madre perfecta y amplísima. Siento que permanezco dentro de una cúpula geodésica hecha de una sustancia impenetrable donde nada puede hacerme daño, donde nadie logrará que sienta pena de vivir.
          Al fin mi corazón se extiende en círculos de armoniosos sonidos y me disuelvo en polvo de luz solar sobre espigas de pan que ondulan como un amable lago.





CRÓNICAS  DEL FIN DEL MUNDO

EL COMETA

          Los disparos al aire y el estridente sonido de las sirenas alertaron a la población que salía presurosa a contemplar el extraño fenómeno.
          Apareció en el cielo sin que nadie lo hubiese anunciado, sin haber sido detectado por los astrónomos. No tenía nombre y tampoco una historia como los otros gigantes del universo.
          En pocos minutos el cometa coronó la tierra con su luz blanquísima, borró las diminutas estrellas el cielo y eliminó la guía de los pájaros migrantes.
          Aquella luz atérmica no surgía de la combustión de los elementos. No era fuego ni era luz. No quemaba y los ojos podían recorrerla y absorberla como lo hacían la tierra, los árboles y los animales.
          Ahora la luminosidad emanaba del polvo de las calles y de las rocas, surgía desde el agua y de la piel de los hombres. No había contrastes ni sombras. Borraba los ángulos y los perfiles, los recodos y las simetrías, el antagonismo.

EL ANACORETA

          El anacoreta que había profetizado el exterminio de toda existencia salió de la caverna sostenido en su báculo.
          Del desierto de arena esplendoroso y de la lluvia luminiscente brotó la síntesis de su pensamiento filosófico y pudo completar el esquema de sus borrosas ideas.
          El cese de toda especulación, de todo pensamiento, de toda emoción, de todo deseo, estaba al final y no al principio de la naturaleza del hombre.
          No era el mal lo que ponía término al mundo, como culminación de una trágica predestinación, sino la consciente voluntad de renunciar al mal y a la ilusión lo que borraba las formas del dolor y la ignorancia.
         
LOS MENDIGOS DE LA INDIA

          Los mendigos de Benarés y Nueva Delhi salieron de sus escondites pero solo los más fuertes pudieron erguirse para ver el foco de luz.
          Ahora ya no les importaba que se aplicara la pena de muerte a quien suplicara limosna por las calles.
          La luz que no era luz descomprimió las concentraciones del dolor y del espanto. La cólera del hambre se aquietaba en los cuerpos esqueléticos y hacía fluir la resurrección de la energía de la fe, alimento del cielo.

EN EL FRENTE

          En los frentes de la batalla de la Última Guerra, la Convención de Oslo había concertado una tregua de Año Nuevo para que fuera aplicada por primera vez la eutanasia militar a heridos y prisioneros.
          El alimento y el agua disponibles en íntima cantidad eran indispensables para la continuidad de las olimpíadas internacionales de la guerra de autorregulación demográfica.
          Los líderes del mundo habían acordado la ascensión a los extremos según la teoría del estratega austríaco, pero los extremos de la bestialidad no convergieron hacia su antítesis sino que se ampliaron incontroladamente en una línea de dispersión definitiva.




EL ALFA Y EL OMEGA

          En la raíz de las formas de todo lo existente, la irrupción creciente de la luz desmantelaba los circuitos de la visión y del tacto y ponía un puente de nácar entre un átomo y otro hasta encadenar el mar y las montañas, la sangre de la humanidad y la sal de los desiertos, los leves contornos de las cumbres nevadas y la plateada iridiscencia de los cristales invisibles del aire.
          El alfa y el omega de la luz se comprimían y el centro era el contorno y el límite se trastrocaba en eje y todo giró y se transformó en principio y potencia, uno y causa de Todo.

LA PROFECÍA DE STEPHEN LUKAS

          Todo sucedió repentinamente al filo de la medianote del 31 de diciembre del año 2000.
          Tal como lo había anunciado el profeta norteamericano Stephen Lukas en 1977, fundado en antiguas revelaciones de los Sagrados Textos de Oriente y Occidente, compatibilizados por la matemática proyectiva, el inevitable fin parecía estar llegando de un modo inesperado sobre la Tierra y sobre toda forma y criatura viviente.
          Inspirado en la doctrina de la irrenunciable generosidad del amor de Dios por su Obra, la visión última de Lukas mostraba el significado de una redención definitiva del hombre y la recuperación de toda su potencialidad creadora.
          Fin sin esperanza religiosa ni justificación cultural. Reabsorción de las formas y del sentido de toda organización. Extremaunción caritativa que cada ser recibiría en la forma de una lámina sustancial de luz más allá de los antagónicos impulsos de la emoción y de las oposiciones de la mente.

EL KIBUTZ

          Un gallo alzó su canto en el Kibutz Ben Ziv, en la frontera de Israel y Egipto y su eco recorrió el asombrado rostro de los palestinos que miraban aquel creciente sol de medianoche.
          Las frías arenas del desierto recibieron la cálida impresión del inmaculado lampo y una silenciosa fosforescencia hizo contacto con  la suave brisa.
          Sobre la antigua tierra de reyes y profetas yacían oxidados los instrumentos de la Guerra de los Hijos de Sem contra los Hijos de Cam junto al polvo ocre de la sangre de veinte millones de soldados.
          La ofrenda de la muerte apocalíptica se mostró al espejo del cielo como símbolo de la embriaguez de la conciencia política cuyo brindis se efectúa con el fanatismo de la intolerancia religiosa y con la violencia que surge de la hipocresía de los poderosos.
          La blanca ignición de las esferas concéntricas cubrió el Jordán y el norte de los territorios árabes descubriendo la simplicidad de la estructura de las ideologías y la unidad de las confesiones cuando es el ojo de la divinidad quien las contempla y las hace visibles.

ESTANCIA LA ESCANDINAVIA

          Al Sur de San Luis, en la Estancia la Escandinava, don Lorenzo Barrientos, quien cruzaba solitario de a caballo la achaparrada pampa salitrosa, fue sorprendido por la lustrosa capa de luz que de pronto cubrió los montes y el cielo.
          Detuvo su cabalgadura porque adivinó que ya no llegaría a ningún lugar. Escuchó en la lejanía el sorprendido grito de los animales salvajes, recordó las primeras lecciones de su lejana infancia escolar y entreveró los signos de los números mágicos y las ilustraciones de un libro de catecismo sobre el fin del mundo que le habían mostrado en la antigua capilla de los patrones.
          Un hombre que representa una posición intermedia en el desarrollo de la especie, mitad animal del monte, mitad espíritu acongojado por el cuestionamiento de una naturaleza humana incompleta. Hecho de fortaleza y soledad para soportar combates contra enemigos visibles e invisibles, sacó su cuchillo con empuñadura en cruz y se adelantó con paso decidido hacia vórtice de luz que se acercaba con desesperada fe en el símbolo del Sacrificio.

LOS LEPROSOS

          Los enfermos de lepra de la Isla Maciel lavaron sus llagas con la tenue lámpara del cielo y se introdujeron lentamente en la disolución de la apariencia de los cuerpos.
          El agua barrosa del río ondulaba vigorosa en la blanca sustancia que nacía de sus entrañas. Las asombradas esferas de los ojos de un millón de peces se mezclaron con la lechosa claridad de las algas y el casco de un barco sumergido.
          Lactescentes alas de pájaros marinos viajaban en el alba brumosa hacia las sorprendidas costas del estuario.

LOS CIEGOS

          Los ciegos de la Escuela Helen Keller abandonaron sus blancos bastones y miraron el halo que cubría todo y todas las cosas. Vieron crecer dentro de ellos mismos un esplendente paisaje jamás soñado y comprendieron la ilusión de la noche y del día, de la visión y de la ceguera.
          No habría más sueños oscuros ni mortaja nocturna sobre sus conciencias. La gloria del claro día final humedecía las células de sus ojos y los proyectaba hacia un vacío lleno de significación y de sentido. 

LOS ASTRONAUTAS

          Vasili Kumarov y James McDonald completaban la órbita marciana y vieron que un anillo de plata envolvía la Tierra con la misma resonante luminiscencia que tenía su nave espacial y sus propios cuerpos.
          Creyeron entender en la contemplación de aquel símbolo arcaico que al fin los hombres cumplían sus antiguos sueños de unidad y eliminaban las contradicciones, las oposiciones del lenguaje y de los emblemas particulares y se fundían en la Rosa de Fuego de la perfección.

EL CAMPESINO AFRICANO

          Oton Obote abandonó el arado de madera que tiraba el manso buey africano y alzó los sorprendidos ojos hacia el cometa. Su piel negra y su espíritu agobiado por la pobreza y el trabajo reflotaron a contraluz y se disolvieron en el nimbo que cubría los campos labrados y del lampo que brotaba de la tierra.
          Miró hacia su choza y contempló los relumbrantes cuerpos de su mujer y de sus hijas que caminaban lentamente hacia él y comprendió que había llegado el prometido día de la ascensión en cuerpo y alma hacia el Cielo del Señor de la Fe.

EN EL MAR

          El submarino francés Ambassador subió a la superficie relumbrante del mar y desde el puente de mando el comandante Jean Miravet contempló el esplendor del fuego fatuo sobre las ballenas grises que navegaban presurosas  hacia el sur.

ANTONIO FERNÁNDEZ

          El fulgor sorprendió a Antonio Fernández que viajaba hacia Río Cuarto con su mujer y sus dos hijos, a pocos kilómetros de La Carlota.
          La carretera bordeada de altos eucaliptos, los postes del  teléfono y los verdes campos colmados de pacientes vacas entraron en la refracción de la luz polarizada desde el centro de la  tierra y desde el espacio.
          La ráfaga celeste centelleaba sobre el horizonte y se espejaba en su sangre y en la imagen de sus seres queridos.
          Detuvo el auto y avanzaron por la casi invisible carretera hacia un veloz objeto que venía a su encuentro.


EL LAMA TIBETANO

          El Lama tibetano Thsan Nyan Tsan sintió sobre sus párpados cerrados el advenimiento del lote coruscante de la estrella cósmica y puso en armonía los anchos senderos de su sabiduría para corroborar que el Aura Solar del Maitreya despertaba en el seno de la Divina Madre del Mundo.
          Sobre los antiguos templos enajenados al Nirvana reflexionó la luz y se fundió en las perpetuas nieves de las  montañas del Himalaya. Desde allí descendió hacia los valles y penetró en las cavernas de las ciudades ocultas de los Señores del Cielo.

LOS HUÉRFANOS

          Los pequeños internos del orfanato de La Sayne sobre la costa del Golfo de León abandonaron sus habitaciones y se arremolinaron en el patio formando un estrecho bouquet oligofrénico cultivado por la piedad de las Hermanas de San Dionisio.
          Las puntas de lanza que descendían del astro refulgente cabalgando sobre ondas de absoluta inteligencia rompieron la coraza de los pequeños cerebros y pusieron en cadena el principio del descubrimiento de la propia conciencia y de la interpretación de todo lo que existe en los mundos revelados.

EL ÁTOMO SIMIENTE

          Los impulsores del átomo simiente depositado en el punto axial de la cruz del corazón de cada hombre estallaron en diminutas partículas de plateados cristales encendiendo la lámpara de las células.
          Así se producía la conexión del Ser y las radiantes esferas del Destino, la sustancia del sentimiento particular y el océano del Amor, el eco de una voz perdida entre los hombres y el crepitante trueno de la Creación.

ULAPES

          En su humilde rancho de adobes y cañas del pueblo riojano de Ulapes, doña Gumersindo Guzmán escuchó el balido de las cabras y salió al patio en el momento en que la tierra y el monte brillaban con la viva pátina de fuego primario que se esconde en el invisible esqueleto de los átomos.
          Detrás del horizonte de los cerros observó el fastuoso globo que colmaba de luz la comba del cielo.
          Cercana a su siglo de vida la anciana comprendió que el arco del tiempo era tan ilusorio como su religiosa soledad. Los hijos que habían muerto y los que habían partido colmaban ahora el recinto de su visión espiritual y se añadían a la presencia de su sentimiento único, consciente y perfecto.

LA COMPUTADORA 

          Alfred Voigtmann y Günter Engelhardt, oriundos de Bayreuth, fueron los últimos hombres de la Tierra que formularon preguntas sobre el sorpresivo acontecimiento, a la Computadora Central de las Naciones Unidas.
          ¿Qué está sucediendo?
          ¿Quién está violando las leyes de la naturaleza?
          ¿Es el signo del fin o de un nuevo principio?
          A cincuenta metros bajo la tierra, en algún lugar del planeta, protegida por un espeso casco de acero y plomo, la máquina pensante que había recibido la historia, las ideas y las significaciones de la cultura  de todas las razas, de todos los códigos, lenguajes y dialectos, de los símbolos y de los números, permaneció silenciosa, sin emitir respuesta, mientras la invadía un lento relámpago de luz.
          Los astrofísicos miraron, a través de los grandes ventanales del Radioscopia de Baviera, la fundición de las formas en esencia, tal como si el fenómeno de la existencia fuese un sueño que borra la mañana de un nuevo día.



DIÁSPORA DE LOS DUENDES

          Surgieron a la hora convenida y se encaminaron al Anfiteatro de la Gloria. Venían desde la Carretera del Cielo y también de las grietas volcánicas. Se asomaban sobe la cresta de los ríos y en la superficie de los lagos helados.
          Ángeles transparentes de alegre sonrisa, lombrices autómatas de siete colores, diminutos enanos de las montañas, espíritus de los árboles, ninfas de los ríos, pavos reales rojos de la Antártica, el pájaro Neuptanhil que vive en el espacio y que jamás desciende, la Abeja Reina Madre de todas las abejas, de cuya miel se alimentan los pequeños Mesías, el Monje Budista Mandalanda, en cuyo corazón resuena el llanto de todos los niños y por cuya caridad los recién nacidos pueden por un instante contemplar y comprender toda la gloria y misterio del Universo.
          Penetraban al espacio terrestre por secretos túneles cavados en el silencio y se arremolinaban a la entrada del Parque de los Suspiros para contemplar por última vez a sus hermanos. Ya otos planetas habían sido abandonados millones de años antes y sólo la Luna y la Tierra les habían guardado un puesto de participación que ahora concluía.
          Gob contempló el rostro de Osiris, hijo de Zartan, que descendió al círculo humano en los cuerpos de Florentino González, Pedro Montenegro, Natalia Goldman y Crisóstomo Rivero. Lo miraba profundamente tratando de comprender lo que Osiris sentía dentro de sí y éste parecía decirle que debían aceptar tan ruda decisión y emprender el viaje hacia otros mundos habitados porque la magia de la obediencia es el secreto de todos los misterios.
          En dedales de plata la maga de las nieves Tseg Tao Siu conservaba su diminuta cría de duendecillos chillones, y animalmente  se entrelazaba en círculos conscientes con San Alberto y Swami Vivekananda.
          Era la noche absoluta que una vez cada cinco mil años cubre la Tierra. Noche sin estrellas ni Luna, manto sobre una esfera negra de cuyo centro emanan las corrientes lúbricas y los secretos pasadizos que conducen al otro lado de Todo.
          El momento había llegado y sólo restaba escuchar la voz del Gran Amaestrador. Su decisión era siempre irrevocable porque era el único que podía resumir en sí mismo el origen, el orden y el acto de todas las cosas,  y contemplarlo por última vez bajo el halo de la luz destilada del Iris de Brahma  era el deseo de todo duende.
          El mensaje fue traducido a todos los idiomas mágicos en la computadora de rubíes de la nave espacial que, en el lenguaje humano,  diría más o menos lo siguiente:

          Cuando se seca el corazón de una raza, el manantial que brota de la esfera amorosa de Dios se interrumpe.
          Cuando el brazo del prójimo hace que en otros se derrame el néctar rojo de sus cuerpos, el mecanismo de vinculación se desconecta y viene la oscuridad de propósitos.
          Cuando se altera la normal graduación de causas y efectos y resulta estéril todo esfuerzo por reordenarla, viene la confusión y el miedo de ser justos.
          Cuando se contamina la sustancia hereditaria con ráfagas de impiedad, los que vendrán serán bestias irrecuperables.
          No hay espacio para nosotros en este mundo que no admite su propio futuro.
          No hay lugar para la magia y los encantamientos en el corazón de una humanidad que patea a los recién nacidos para modificarles la esperanza.
          ¿Acaso pueden ustedes transitar libremente por sus calles y plazas?
          ¿Puede un duende convivir con una familia y jugar con sus niños?
          ¿Pueda una hija del mar enamorarse de un marino como en los antiguos tiempos y procrear con él hijos e hijas mitad del agua mitad de la tierra?
          ¿Acaso los mineros han respetado las ciudades ocultas de las salamandras?
          Lejano ha quedado la época en que podíamos alternar con los dioses y con los hombres, transformarnos en animales o en piedras preciosas y regocijarnos en el calidoscopio de las mutaciones.

          Zartan hizo una pausa y luego prosiguió diciendo:

          Todos ustedes se irán a colonizar nuevos mundos, menos uno que permanecerá aquí como testimonio, en la forma de un libro encantado que podrá leerse del principio al fin o de atrás hacia delante, cambiar sus ideas, trastrocar sus palabras, modificar sus tiempos y los nombres, mezclarlo todo una y otra vez, porque siendo el mismo, jamás tendrá igual significado.

          Siete mil setecientos setenta y siete pequeños, invisibles y ansiosos corazones comenzaron a agitarse al tiempo que escuchaban las últimas palabras y contemplaban la bendiga imagen de Zartan que casi imperceptiblemente se iba disolviendo.

          Serás tú, Gob, el encargado de recordar nuestro paso por este lugar y ser el testimonio  de que no  todo lo que existe es lo que existe.

          El Gran Amaestrador puso, a modo de bendición, una mano sobre su cabeza y al instante Gob se convirtió en el manuscrito de un pequeño libro  de tapas doradas que durante trece años solares permaneció oculto, esperando el milagro de la multiplicación.
          Como el azar es solo una apariencia de la predestinación, quien tenga en sus manos una copia de este libro dispondrá de un espejo fascinante para asomarse al Otro Lado; escuchará sus propios pasos por los caminos del Cielo, se bañará en las aguas insondables del arrobamiento y embriagará su corazón con el aroma de las flores invisibles que crecen en los jardines del Misterio.



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