JUAN COLETTI
*
PREFACIO DEL AUTOR
En
su libro Los caminos hacia la
inmortalidad, Isaac Penkoski aporta singulares proposiciones para un
estudio completo de las consecuencias que efectos tales como la risa, la gracia
religiosa, cierta inclinación hacia lo mágico, la contemplación y las artes
puedan tener sobre la actitud consciente del hombre en su búsqueda de la
inmortalidad.
En
su método de trabajo sigue los pasos de Alexis Carrel, quien hace varias
décadas propusiera una tesis sobre la terapia subjetiva por medio de la fe y la
oración. A partir de allí Penkoski aporta nuevos eslabones a la cadena de
investigaciones puesta en marcha, a comienzos del siglo XX, por el científico
danés Eduard K. Jensen, quien estableció las bases para el desarrollo y la
enseñanza de la levitación y la traslación autógena.
Los
trabajos de Jensen surgieron de sus lecturas sobre la vida y milagros de San José de Cupertino, el monje
que en la Edad Media aprendió a levitar por sí mismo y el que, junto a sus
compañeros de convento, volaba diariamente sobre los dorados trigales de San
Dioniso. Desenvuelve la teoría de la existencia de un antiguo tratado atlante
que sobrevivió infinidad de siglos y cuyo conocimiento fue propiedad secreta de los lamas tibetanos
hasta que, inesperadamente, llegó a Europa por vía de un oscuro personaje de la
política veneciana llamado Giancarlo Benedetti. Finalmente, completó su
convencimiento acerca de este fenómeno cuando tuvo en sus manos las confesiones
de San Damián de Hëss, monje benedictino del siglo XVII, quien tomaba todas las
mañanas una hostia de luz en la cumbre del monte Heidelberg, al que ascendía
por simple levitación.
Penkoski
afirma que la humanidad actual se prepara, sin saberlo aún en forma colectiva,
a la Cuarta Ronda, una especie de éxodo hacia una dimensión desconocida en la
que, según la Doctrina Secreta, habitan los componentes de una desaparecida
civilización y a quienes llamamos, con reverencia, “Los Antiguos”.
Dice
Penkoski: “Biológicamente, un cuerpo
humano podría sobrevivir un determinado número de años, muy superiores al
máximo que hoy alcanza, antes que el desgaste, la fricción celular y la
irritación química terminen por dañarlo definitivamente”.
También Gurdjieff
había señalado a sus discípulos la posibilidad de que el hombre adquiriese una
inmortalidad no absoluta, es decir, aquella que le permitiría ser tan inmortal cuanto durase la
existencia misma del sistema solar. Un pensamiento lógico, ya que la eternidad,
fuera de los límites del tiempo, no es concebible.
Por
medio de la Ley del Sacrificio, los que emprenden el sendero del renunciamiento
y sacuden el polvo menesteroso del deseo ilusorio, contactan con el biorritmo
impreso en los circuitos de la materia universal y trepando por él descubren
los continentes de la sabiduría y la paz interior. Método, sin duda,
intransferible al hombre común, dominado como un animal por las corrientes
magnéticas que sellan la superficie de la Tierra.
El
citado autor, Penkoski, vuelve reiteradamente sobre esta idea: “El ritmo cósmico se expresa en la
naturaleza del hombre como la función de homeostasis, no en el sentido de
equilibrio sino en el de contradicción, de cuyo dominio surge el control de los
sentidos y la consiguiente capacidad de
reorientación”.
Completa su idea en
el siguiente párrafo: “Si la
naturaleza del individuo es sometida,
compulsivamente, por efectos mecánicos de la vida ordinaria, se produce una
ligazón de los elementos contrarios y de esa forma se cierra toda posibilidad
de transformación”.
En uno de los
capítulos finales de “Los caminos hacia
la inmortalidad”, Penkoski renueva las ideas de Jensen sobre los
descubrimientos y valoraciones de la literatura fantástica y abre una pantalla
de temas y autores desde Esopo a Lewis Carroll, desde H. J. Wells, pasando por
Ludovico Porta y Ernest Whitehall, hasta desembocar en Ray Bradbury, Isaac
Asimov y Antolín Rostand.
Concluye
con este bello pensamiento: “La impresión
que provoca la lectura en los años de la infancia y las motivaciones impulsoras de la fantasía y la ficción
científica, señalan, con mayor precisión, los caminos hacia el futuro, que
todos los libros y enciclopedias del mundo. Con esta perfecta mezcla de razón y
quimera, podemos confrontar el día y la noche, combinar la vigilia y el sueño,
lo oculto y lo aparente; entender la lógica y el significado de la fantasía y
ver la irresistible luz detrás de las tinieblas, que hace posible cosechar los
frutos de la imaginación y contemplar
las flores de los jardines invisibles del espacio”.
UN MILLÓN DE SOLES,
UN MILLÓN DE PROFETAS
LA REVELACIÓN
Cierta
tarde de primavera, mientras contemplaba el nacimiento de la primera estrella
de la venidera noche, Pedro Montenegro tuvo la siguiente revelación: “Los cerdos del criadero deben encontrar la
inrmotalidad de sus almas por tu piadosa intervención”.
Cuando se recobró
de la impresión y mientras se incorporaba, agitado y sudoroso, alcanzó a
vislumbrar, apenas, posado sobre un florido duraznero, al Arcángel Anael,
envuelto en el esplendor de un coro de diminutos y relucientes sephiroth, que
lo observaba con complaciente y amable voluntad.
Le
fue permitido, como en toda graciosa Revelación, extender el rayo de su
intuición hacia el futuro y vislumbrar una nueva raza de bestias en cuyas
testas giraba el anillo de plata de la pura sabiduría. Un país animal, dotado
de presencias de increíble capacidad de mutación, nuevos destinatarios del
Antiguo Principio, a cuyo lado las huestes de la humanidad parecerían
compuestas por frágiles elementales.
Nada
le pareció tan justo al granjero como el haber sido elegido después de tantos
años de sufrimientos y necesidades; tuvo la certeza de que era una justa
compensación a los desatinos de una mala predestinación. Confundió sus fuerzas
con los impulsos de los nuevos signos y se predispuso en el acto a darle forma
a su ilusión.
Pedro
Montenegro ignoraba en aquel preciso momento que el Cerdo, por su formación
doméstica, condicionado por una larga persecución y crueles matanzas, ha
formado una estrecha defensa emocional y al mismo tiempo desarrollado una
complejísima evolución cerebral que lo ubica a la cabeza de los irracionales.
Martínez
de Iriarte, en su “Enciclopedia de la
Mesopotamia Asiática”, narra con precisos detalles, el encuentro de un
cerdo blanco y un predicador maronita en el desierto de Gobi, presumiéndose, a
través de la lectura de esos textos, que los desencuentros teológicos fueron de
tal magnitud y tan contradictorios, que uno de ellos representaba el principio
y la causa de la demonología.
Existen
indicios de que Pascal de Admunsen, viajante y cartógrafo holandés del siglo
XVII, compró dos arietes que habían utilizado los navegantes vikingos en sus
andanzas por América del Norte en 1379 y escribió un singular tratado sobre los
descubrimientos de la energía positrónica llevadas a cabo por los indios del
sur de Méjico, cuyo dios totémico era un cerdo blanco, idéntico hasta la
perfección a los arietes noruegos.
Durante
la noche, Pedro repasó en su mente, una y otra vez, la innumerable información
que había acumulado durante sus años de soledad acerca del fenómeno de la
transmigración animal. Sentía muy próximo todavía el fosforescente cuerpo del
Arcángel Anael y se imaginaba a sí mismo incorporado, en un tiempo
imprevisible, a la ronda sobrehumana. Era una cadena de salvación, fuerte e
invisible, en cuyos eslabones se enredaban seres celestiales, humanos y
animales en precipitado ascenso. Sopesó la noticia y los sucesos y se alivió
con la sensación gratificante de la lógica integral que bañaba su mundo
interior.
Semejante
al huracán que barre con violencia los símbolos de arena y los gráficos de las
representaciones del pasado, el mandato sorprendió a Pedro Montenegro en el
momento en que su vida comenzaba a desintegrarse en el vacío de una ancianidad
solitaria e innecesaria.
Abrió
la ventana para que entrara el aire fresco de la medianoche. Sintió el hedor
que provenía del chiquero y sonrió apaciblemente, sin apuro, vanagloriándose en
secreto con la beatitud de los intermediarios.
CIRUGÍA
Después
de haber gozado, en beneficio de su futura labor, la imponderable sustancia de
la profesión mesiánica, Pedro Montenegro abandonó los cultivos de su granja y
se entregó a la recuperación de las almas de los cerdos.
Construyó
tres confortables pabellones, gastando una buena parte de sus ahorros y allí
dividió a los animales según su premeditado plan. Lavados pacientemente y
afeitados, los cerdos comenzaron el aprendizaje de caminar erguidos, tarea
fastidiosa y casi inútil que dejaba a Pedro con el cuerpo rendido y casi
siempre dominado por el desaliento.
Basado
en las enseñanzas de elementales textos, agregó a las prácticas ambulatorias el
remedio de la oración, practicada al principio en forma mecánica y luego con
sibilinos intentos de la mente:
“Oh, Arcángel Anael, por cuyo intermedio se
corrige la desviación de las órbitas celestes, por cuya gracia y benignidad
Dios permite que broten praderas en los planetas desérticos y por cuya
bienamada presencia y mandato soy el abanderado de una Nueva Familia, haz que
los círculos sonoros de mis oraciones
penetren por los canales interiores de estas pobres bestias, para que escuchen, comprendan y obedezcan mis
mandatos”.
Los cerdos gruñían
y se revolcaban como siempre, destruyendo las limpias ropas que Pedro les había
comprado con grandes sacrificios. La hora de comer marca el punto más alto de
impiedad cuando, a la vista horrorizada del granjero, los animales dejaban de
andar en dos patas y se precipitaban a la cocina derribando, en su enloquecida
atropellada, aguas y alimentos hasta formar el apetecible lodo que les era
familiar.
Pero
es la voluntad lo que distingue a los libertadores, más que una lúcida razón.
Pedro se encerró en su biblioteca y durante un largo invierno se dedicó a la
investigación que lo conduciría, un año después, a intentar drásticos cambios.
Leyó
una y otra vez hasta aprenderlo de memoria, un capítulo escrito por Anacleto de
Masuh en la “Enciclopedia de los
Animales, referido a técnicas quirúrgicas aplicadas a cerdos pakistaníes en
el siglo IV que abrieron el camino, posteriormente, a la microcirugía
encefálica.
Había
aprendido al mismo tiempo, por otras lecturas, que el camino del conocimiento
es un formidable conjunto de datos y de asociaciones prácticas que pueden
reunirse, almacenarse y ser utilizados a voluntad. Esta inspiración le dio el
necesario coraje para armar un quirófano en la vieja sala que algún vez había
compartido con su finada esposa, y se dispuso a la renovación material de sus
protegidos.
Contempló
desde su dormitorio, ubicado en la planta alta de la casa, los campos abandonados,
cubiertos por un espeso monte. Abajo, los tres pabellones relucientes guardaban
docenas de cerdos de distinta edad y
porte, seleccionados para ingresar a la gloria.
No
podía continuar solo en aquella lucha desigual. Necesitaba la compañía de un
ser semejante que fuera en parte fuente de nuevas inspiraciones y en parte
modelo de crítica y de análisis de su formidable proyecto. Tenía que decidirse
y así lo hizo la primera noche de tormenta eléctrica que se desencadenó sobre
la granja, para aprovechar la abundante energía y almacenarla.
Hogorof
fue el primero en sentir sobre su cráneo rapado los centelleantes tajos del
bisturí. Pedro advirtió que una rara habilidad subconsciente orientaba sus
manos y cortaba aquí, cosía allá, injertaba en este lugar, rebanada más arriba,
manchándose de sangre y de trozos de carnes sobrantes, pero lleno de una
renovada vitalidad y de esperanza.
Cuatro
semanas después comenzó a quitar soportes y vendas. El animal permanecía
sostenido en un artefacto mitad sillón, mitad camilla, modelado sobre su cuerpo
y ajustado a palancas y cables que se accionaban desde el centro de la sala en
el sentido de los músculos y articulaciones.
Vino
luego el tiempo del desconcierto y las tribulaciones, como segunda etapa del
ciclo de salvación. Pedro pareció envejecer y falto de alimentos y de sueño
permaneció al lado de la bestia durante incontables horas hasta que un día
advirtió que debajo del anticuado piyama que cubría el cuerpo de Hogorof, sus
recién reunificados circuitos cerebrales comenzaban a organizar los
dispositivos para generar la primera visión.
Fue como una especie de huidiza luz que se abrió hacia el espacio
empezando a iluminar los mundos inexplorados.
LOS PENSAMIENTOS DE HOGOROF
Conversaban
sentados en la antigua galería frente a la
vieja y destartalada glorieta. Los geranios rojos en sus macetas
terracotas y el aroma de la planta de cedrón en el jardín recién regado se
mezclaban con la frescura del atardecer.
Las
hamacas de mimbre se balanceaban suavemente, casi al compás de aquella
conversación histórica que reducía a despreciable ruina los monumentos de la
ciencia y de la teología.
Pedro
Montenegro y Hogorof, el cerdo cibernético, teñían la atmósfera con el sonido
de palabras sabias que subían y bajaban hasta perderse en las perforaciones del
silencio.
Era
Hogorof quien sobresalía en la conversación con palabras mal articuladas pero
suficientemente inteligibles. Completaba, en ese momento, un resumen sobre el
desinterés humano por la naturaleza de los animales y añadía recriminaciones
personales al anciano granjero por haber demorado el enlace de su conciencia
con la divinidad, situación que le había proporcionado una ingrata soledad y
angustia durante su cautiverio en el chiquero.
-Después
de todo –continuó diciendo-, nuestros cuerpos tienen semejanzas anatómicas y
funcionales que reducen a una pequeña porción la falsa idea de las disparidades
y antagonistas de ambas especies. Podríamos alimentarnos mutuamente sin peligro
alguno, lo que hace posible organizar una civilización en la que los hombres
sean el alimento predilecto de nosotros, los cerdos.
A
esa hora crepuscular los álamos alargaban hacia el este sus afiladas sombras.
El agudo chillido de los pájaros que se acomodaban en sus nidos distrajo por un
momento la atención de Hogorof. La visión de Venus, que brillaba solitario
sobre el horizonte púrpura, volvió a irritarlo como en otras ocasiones y golpeó
con su bastón la mesita de mimbre.
-Si
el hombre –prosiguió el mutante- hubiese tirado por la borda sus estúpidas
ideas evolucionistas, habría alcanzado
un grado muy diferente de vida y de participación con el Universo. Pero
se ha sometido sistemáticamente a la fácil tentación de un sistema gradualista
que no produce grandes sufrimientos, es verdad, pero que ha dado como fruto esa
payasada que es la humanidad a la que usted representa. Han vivido luchando y
muriendo por tonterías mientras dejaban de lado a sus verdaderos enemigos: la
tolerancia que disminuye las propias resistencias, la compasión que hace
posible el predominio de los enemigos, el amor a un prójimo que puede
arrebatarnos nuestra comida apenas cometemos un descuido.
Pedro
callaba mientras seguía hamacándose rítmicamente y observando de reojo al
disertante. Observaba la cicatriz en la cabeza rapada de Hogorof y no podía
disimular las convulsiones de pánico que le provocaba la comprensión de lo que
había hecho. Sin embargo, su fidelidad a la conciencia redentora lo impulsaba
de nuevo hacia la fe y así disipaba las oleadas de terror que empezaban a
amenazarlo.
-El
hombre habla de mutación –dijo Hogorof- pero se espanta ante cualquier cambio
radical, como la eutanasia diferencial o los genocidios perfeccionadores. Habla
de las lecciones de la Historia pero no aprende nada porque no es una raza
mutante sino una especie fósil, decadente y servil.
-Yo
he pensado –respondió Pedro con humildad, tratando de ser persuasivo y
conciliador- que cuestiones tales como la asistencia a miembros retrasados de
la familia planetaria podrían modificar, básicamente, la cómoda naturaleza en
la que hasta hoy ha vivido el hombre. Y justifico este pensamiento cuando yo
mismo soy ahora un instrumento de la sabiduría divina que me ha permitido participar
en tu transformación.
-No
diga estupideces –lo interrumpió Hogorof con violencia-. Cuando una orden ha
sido transmitida, el agente emisor queda
anulado porque ha sido relevado; de lo contrario no existiría este
maldito Universo. Tal vez usted lo ignore, y eso no me extrañaría, pero toda la
sustancia teológica está impregnada de un fenómeno idéntico: la transferencia
irrevocable del no ser a la existencia. Quien da la vida ha renunciado a
continuar viviendo, quien fabrica mundos pierde la oportunidad de vivir en
ellos. ¿Dónde ha quedado Dios? Respóndame. De manera que a partir de este
momento yo determinaré el orden de las iniciativas y de las decisiones.
Se
produjo un largo silencio, como si hubiese cesado el devenir. Pedro escuchó las
explosiones dolorosas de su corazón, pero no tuvo el valor de decir lo que
estaba pensando.
Luego,
como un toque de gracia, un coro de grillos y de ranas llenó de repentina
alegría el cálido crepúsculo.
NACE UN LÍDER
La
lluvia había caído durante la noche sobre los abandonados cultivos de la
granja. De tanto en tanto se veían charcos iluminados por la hiriente luz de la
media mañana sobre los cuales se reflejaba de vez en cuando el paso de alguna
nube pasajera.
Pedro
y Hogorof recorrían los amplios pabellones
donde la familia de cerdos seguía multiplicándose, ahora bajo los
cuidados e indicaciones de la bestia cibernética.
En
el primero estaban los animales seleccionados para las próximas intervenciones
quirúrgicas, los que habían aprendido los ejercicios básicos para obtener la
motricidad erguida.
El
siguiente estaba destinado a las crías, apenas destetadas de sus madres,
semillero de futuros ejércitos y vanguardias para la incipiente idea de
dominio, a las que Hogorof prestaba una rígida protección.
En
el edificio más grande, un verdadero campo de concentración, se hacinaban
centenares de cerdos mal alimentados, algunos mostrando gruesas y mal suturadas
heridas, consecuencia del aprendizaje operativo de Hogorof. Los gruñidos y las
voces semihumanas aumentaban el sufrimiento espiritual de Pedro, que no sabía
cómo salir de la trampa moral en la que él mismo se había metido.
Al
pasar frente al primer edificio se detuvieron frente a una jaula de hierro que
servía de provisoria residencia al gigante de la piara.
-Debemos
asegurarnos –dijo Hogorof, alzando su bastón para señalar a la enorme bestia
que los miraba torpemente- que Gonghor sea nuestra obra más acabada, la muestra
perfecta y única del líder que jamás puede ser ni comparado ni reemplazado en
muchas generaciones.
-Sabes
que no comparto tu opinión –dijo Pedro tratando de disimular su irritación.
Hemos procurado modificar los canales directrices de su instinto pero repite en
cada prueba signos de tal violencia que espantan.
-Eso
es, precisamente, el ingrediente que necesito para un modelo de líder cuya
principal cualidad esté lo más lejos posible de la compasión. Fuerza, audacia,
astucia, voluntad, violencia: eso es lo que tengo reservado para Gonghor.
-Vuelvo
a decirte, Hogorof, que no participaré en su operación hasta que no hayamos
convenido un nuevo modo de selección. ¿Recuerdas el capítulo que repasamos
anoche? Dice Anacleto de Masuh que los factores determinantes que aceleran los
procesos psíquicos y mentales son, generalmente, bloqueados durante la
intervención y no es posible recuperarlos en la fase posterior. Un ejemplar
como éste bien podría ser la causa de nuestro fracaso.
-Usted
se está olvidando de mí, querido Pedro –respondió Hogorof riendo a carcajadas-.
Usted se olvida de mí y de lo que ha sucedido en mí y todo eso nada tiene que
ver con lo que está diciendo. Tanto mi cerebro como los restantes órganos de mi
cuerpo están en acelerado desarrollo. Usted ha comprobado reiteradas veces que
todas esas inocentes experiencias que han realizado sus parientes humanos, con
las que han llenado millares de libros, tales como la telepatía, la
transfretación, la telepatía, la videncia y otras nimiedades, son un juego de
niños para mí. Entonces tendrá usted que aceptar que se ha producido una
revolucionaria transformación. Tendrá que resignarse y reconocer que la misión
que le fuera encomendada comienza a convertirse en realidad y, sin duda, los
Ángeles Rojos vendrán en su momento a coronarlo de espinas.
El
animal volvió a reír con brutal vehemencia, como si estuviera descargando una
tumultuosa energía mal consumida.
Gonghor,
echado sobre su monumental barriga, los miraba desde la monodimensión
horizontal de su absoluta bestialidad, ajeno a esas figuras borrosas que, a su
lado, representaban el futuro camino tanto de los hombres como de las restantes
especies.
Regresaron
en silencio a la casa y cada uno dispuso su respectivo alimento. Pedro comenzó
a comer distraídamente, mientras miraba por la ventana el paisaje de árboles
que se extendía más allá de su granja, donde otros hombres semejantes a él
compartían a esa misma hora el sustento con sus mujeres e hijos sin presentir
que el fin de sus vidas estaba tan cercano.
DESOBEDIENCIA
I – Durante las excavaciones
realizadas por el antropólogo inglés Sir
Alexander Viseman en la localidad peruana de Moyobamba en 1972, fue descubierta
la famosa Olla del Diablo, una profunda hondonada que ocultaba alrededor de
treinta cráneos de cerdos salvajes, hábilmente trepanados por expertos
cirujanos cuyas obras y ciencias habrían pasado inadvertidas durante
siglos si Antonio Prado y Olivera no
hubiese rescatado aquellos prodigios de la cultura durante la expedición
encomendada por el Obispo de la Nueva Andalucía de Córdoba, siete años después.
Sir Alexander y su esposa, así como el
resto de la comitiva, habían perecido en forma por demás extraña y sus cuerpos
fueron encontrados en el mismo lugar en que habían tenido la oportunidad de
hacer el increíble descubrimiento.
II – En Grecia, en un templo
consagrado a la Diosa Diana, se encontraron monedas acuñadas con la efigie del
jabalí, animal cuya sangre era derramada en el sacrificio anual del plenilunio
de marzo.
III – En el laboratorio experimental
de la Universidad de Nueva Delhi, el sabio hindú Sahib Sakandha, precursor de
los transplantes de cerebros en perros y
cerdos, publicó una advertencia…
Alguien,
sorprendido, interrumpió la lectura de los apuntes y escondió los papeles
debajo de la almohada. Un perro había ingresado a los terrenos de la granja y
ladraba frente al pabellón tres.
Hogorof
se levantó y con el bastón apartó los pliegues de la cortina de la ventana. El
perro continuaba en el mismo lugar dominado por un acceso de furia. Los
animales se inquietaron y armonizaron, casi al mismo tiempo, un lastimero griterío.
El
cerdo mutante se dirigió a la habitación continua, abrió apenas la puerta y
contempló, bajo una débil lámpara de gas, el cuerpo de Gonghor, todavía bajo
los efectos de la anestesia. Solo se advertía el acompasado ritmo de la
respiración y el vaivén de su enorme barriga recién afeitada.
Quien
estaba leyendo volvió a los apuntes.
…a
los miembros del Congreso Mundial de Cirugía celebrado en Estocolmo en
diciembre último. Sus experiencias con cerdos domésticos, muchas de las cuales
sfueron ocultadas por las autoridades a la curiosidad del periodismo, se
basaban en transplantes de cerebro complementados por equipos químicos y
electrónicos. La advertencia era, en realidad, una formal denuncia al uso
inapropiado de los recursos y conocimientos científicos con propósitos
políticos, raciales o económicos.
IV – Como consecuencia de una
explosión de gas grisú en una mina de cobre en Afganistán, la cuadrilla de
rescate encontró los cadáveres de treinta
obreros cuyos cuerpos tenían la apariencia de hombres-cerdo, evidentes
seres mutantes que eran empleados como mano de obra esclava.
El perro continuaba
ladrando hasta que alguien le arrojó una piedra y salió corriendo hasta
desaparecer en la oscuridad de la noche. Lentamente se recuperó la tranquilidad
y la sombra del silencio se acomodó otra vez sobre la antigua granja y los
nuevos cobertizos. En la habitación de la planta alta la luz continuaba
encendida. Una leve brisa comenzó a correr y desplegó, apenas, las hojas de los
árboles.
Bajo
ese ancho cielo nocturno que cobija civilizaciones de ángeles fastuosos de ojos
azules y profundos, bajo ese lecho de estrellas que hace al hombre llorar por
su irremediable e infinita pequeñez, bajo esa bóveda a la que las culturas
asignan fatídicos designios, yace una enorme bestia de prominente hocico y
largas pestañas, mutilada al extremo de parecer un hombre grotesco y terrible
al que Hogorof ha elegido un destino de servidumbre y destrucción.
EXPULSIÓN DE HOGOROF Y SU TRIBU
Hogorof
se había apoderado de “El Libro de los
Sueños Auxiliares” de Razmín Rabbah, en un desesperado intento por
introducir en Gonghor módulos secuenciales de comportamiento lógico, a través
de la inducción hipnótica. Los instrumentos
electrónicos injertados al sistema neurológico resultaron insuficientes
para imprimir señales ajustadas y precisas en el cerebro modificado de la
enorme bestia.
Transcurrieron
ocho meses desde la primera intervención quirúrgica durante los cuales Gonghor
apenas pudo alcanzar un elemental sistema de razonamiento. En compensación tomó
conciencia de su criminalidad, de la que empezó a hacer su pasatiempo favorito.
El
pabellón tres se fue transformando en un verdadero infierno, ante la
desesperación de Pedro y la felicidad no disimulada de Hogorof. Animales
mutilados con sus vísceras colgando en un barro sanguinolento y nauseabundo,
desgarradores chillidos y el hedor de los que habían muerto, ponían una corola
de maldad sobre estos nuevos y desenfrenados espíritus animales.
Durante
la noche, el cerdo mutante en jefe asistía a su discípulo predilecto mediante
apasionadas y tormentosas sesiones de hipnotismo. Gonghor permanecía estirado
en la sucia camilla, bajo los efectos de aquellas insólitas motivaciones
subterráneas que iban ordenándole su pirámide de aspiraciones.
-Estás
ahora sobre un gran estrado, frente a un ejército dotado de una feroz lealtad
que enarbola millares de estandartes y banderas con tu respetado nombre de
guerra. Cada soldado tiene a sus pies a un hombre encadenado como expresión de
tu sobrenatural voluntad de dominio. En las ciudades y en los campos han sido
exterminadas todas las especies cuyo grado de especialización cerebral pudiese
representar una amenaza a tu destino. Levantas una mano y corriges con ella las
vibraciones de un millón de voces, modificas los tonos de los gritos y al
golpear sobre el estrado metálico con tu puño cerrado, lágrimas de sangre
brotan de esos innumerables ojos preparados para ver solo dos imágenes: la tuya
y la de nuestros enemigos.
El
monstruo viajaba lentamente por el limbo de su idiotez mientras Hogorof no
podía ocultar su fastidio por tanta pérdida de tiempo y energías. Había
imaginado un proceso diferente y drástico que le permitiera contar con
suficientes adeptos en un plazo razonable. Sin embargo, acontecimientos
imprevistos dañaron sus propósitos a un
grado tal que, por momentos, creyó que todo estaba perdido. A la vez comprendía
que entre él y Gonghor se estaba produciendo un entrelazamiento psíquico que lo
disminuía ante los ojos de los demás discípulos. Lo atormentaba aceptar que
todo su esfuerzo se deslizara hacia una incontrolable fuente electromagnética y
todopoderosa y que infaustos sucesos vendrían a modificar el rumbo de los
acontecimientos. Tenía que hacer un último esfuerzo para conservar el total
liderazgo y ejecutar de inmediato los planes pendientes. Golpeó con su bastón
una campanilla de bronce a modo de señal condicionada y de inmediato Gonghor
comenzó a despertar. Hablaba con voz áspera y grave con un gesto inexpresivo y
torpe:
-Maestro
Hogorof, he tenido un extraño sueño. Viajaba yo por un desierto gris que no
tenía límites y en cuyo horizonte veía algo semejante a una alta torre
metálica. El calor me producía un insoportable dolor de cabeza pero sabía que
debía continuar porque una voz interior me lo ordenada. Cuando me fui
aproximando comprobé que debajo de la torre había un gran edificio revestido
con azulejos verdes y anaranjados y en centro una fuente que arrojaba con
fuerza cristalinos chorros de agua.
Cada
habitación era una cámara frigorífica y al abrirla descubría que estaba colmada
de cuerpos congelados semejantes a los nuestros. Luego, repentinamente, volvía
a encontrarme solo en el desierto mientras una voz desde lo alto de los cielos
me gritaba: “Carne de la naturaleza inferior cuya disposición horizontal hace
que te imantes con las corrientes carnívoras de las bestias. No hay ni habrá
para ti otro destino que aquel que está escrito en las estrellas”.
-Maldición
–gritó Hogorof, enfurecido-, ¿cómo es posible que alguien pretenda interferir
en nuestros destinos?
Salió
al aire fresco de la noche. Solo las ranas del estanque pulían la oscuridad con sus cantos. Sintió
que desde los pabellones venía olor a humo. Detrás de él vio a Gonghor que
avanzaba torpemente con una horquilla en sus manos. Las llamas comenzaron a
propagarse por toda la granja. Al crepitar de los maderos se unieron los gritos
e insultos de Hogorof. Pensó en Pedro y apretó sus mandíbulas hasta lastimarse.
Sintió que había sido traicionado y contempló en el fuego el fin de sus sueños
de perfeccionador. Corrió hacia las habitaciones, sacó de prisa algunos libros
y unos pocos instrumentos de cirugía y los cargó en un carro que empujó a
través de las llamas.
Pudieron,
finalmente, salir con las ropas chamuscadas y con trote irregular se pusieron
lejos del incendio. La mayor parte de los cerdos murió, pero un grupo del
pabellón uno se les unió y juntos formaron una silenciosa caravana a través de
la noche.
-Volveremos
del desierto –gritaba Hogorof, levantando un puño-, con banderas de guerra y de
luto y habrá tanto dolor sobre la Tiera que cada hombre sentirá, al morir, en
el cuchillo que lo degüelle, la piadosa mano de su Dios.
Los
demás poco entendían de todo cuanto estaba sucediendo y siguieron a su líder
hacia las montañas con la humillante docilidad en la que estaban siendo
educados. Durmieron hacinados bajo un bosquecillo de perfumados eucaliptos en
sus clásicas posturas de cerdos primitivos.
Un
grupo de luciérnagas voló sobre ellos y al reconocerlos, de inmediato
comenzaron a anunciar en todos los rincones del mundo conocido en ese entonces,
con intermitentes destellos de sus códigos de luz, la llegada de un Nuevo
Evangelio del Dolor para la humanidad.
EL EVANGELIO DE HOGOROF
Las
persecuciones a que fue sometida la banda por los aterrorizados campesinos, la
obligó a refugiarse en un impenetrable monte de chañares y algarrobos donde
cavaron cuevas protegidas por habilidosos mecanismos defensivos.
Y
así como todas las guerras se inician en un lugar que pocos conocen por causas
que nadie sabe explicar, la guerra de los hombres contra los cerdos mutantes se
expandió rápidamente por vastas regiones con desastrosas pérdidas humanas.
En
las profundas grietas y en la amurallada ciudad subterránea de Holy-Hog se multiplicó
la nueva especie surgida de aquellos malheridos sobrevivientes de la granja del
anciano Pedro Montenegro.
Un
grupo de jóvenes cerdos, impecablemente afeitados y cubiertos con relucientes
túnicas negras, escuchaba a Hogorof disertar sobre el principio de la
alimentación diferencial que ha hecho posible
una tabla de perfección y de comunicación física.
-Las
razas humanas conocieron el sentido de la asimilación progresivo por medio de
alimentos y sustancias químicas, cuya división es incontable, pero que
podríamos resumir en tres grandes grupos populares y tres esotéricos. En la
primera tanda están los hombres alimentados únicamente con carne animal; le
siguen los que se nutren con carnes y vegetales y, en tercer lugar, los que
toman solamente frutas y tallos. Estos grupos humanos son los menos
importantes. Veamos ahora los tres grupos de alimentos secretos que son, en
orden progresivo: alimento compuesto de corazón y cerebro de animal salvaje,
alimento derivado de vísceras humanas y el superior, muy difícil de obtener,
nutrición proveniente de sangre de ángeles. Leemos en el “Libro de la Magia Celular” escrito por gnósticos portugueses en el
siglo XVIII, que el máximo secreto guardado por siglos a través de setenta y
siete juramentos, proviene de un descubrimiento hecho por la expedición de
Antonio das Magalhaes en la ciudad de Palmira de la Nueva Granada en el año
1672 cuando, a falta de alimentos y a punto de morir, los expedicionarios
encontraron el cuerpo de una joven de extraña belleza y de cuyos omóplatos
colgaban dos enormes alas. Aparentemente acababa de morir porque aún en su
cuerpo se encontraba la tibieza de la vida. Ellos se encomendaron a dios por la
profanación que salvaría su existencia y luego de asar moderadamente el cadáver se alimentaron de él. Horas
después y presa del delirio, Antonio das Magalhaes y su pequeña caravana de
hombres se sintieron transportados por el aire, y en medio de gritos de espanto
y maldiciones desaparecieron en el espacio por obra de la carne de ángel que habían consumido. Solo se salvó Aurelio
Porto Prieto, quien atormentado por la fiebre no había comido y huyó víctima de
la locura hasta que fue descubierto por los jesuitas de San Ignacio de
Villarrica mientras bebía, como un animal, en las aguas del Río Bermejo.
Hogorof
hizo una pausa para observar las miradas perplejas de sus discípulos y castigar
a cualquiera que se hubiese dormido.
-Hay,
entonces –prosiguió-, sustancias que conducen al infierno y otros que comunican
directamente al santuario de la divinidad. Si nos alimentamos de carroña
nuestra naturaleza se asimilará a la basura, si nos regocijamos con la carne
del hombre, lo superaremos; pero si somos capaces de capturar un ángel y
devorar su sangre celeste nada podrá detenernos hasta lograr el dominio
completo del universo.
Lo
interrumpió un grupo de soldados cubiertos con armaduras rojas que traía
algunos prisioneros. Eran campesinos que habían sido sorprendidos la noche
anterior en una lejana granja del territorio todavía en poder de los hombres.
Hogorof
se adelantó unos pasos y paseó por ellos una burlona mirada. No se complacía
por ese grupo cuyo destino ya estaba
escrito, sino porque esperaba encontrar a Pedro Montenegro entre ellos. No
tendría paz hasta hallarlo, hasta el momento en que pudiera contemplar aquel
rostro que había sido su primera visión concreta en esta nueva dimensión, aquel
anciano de barba blanca y mirada
piadosa cuyas manos abrieron las puertas del destino a su soberbia raza de cerdos
cibernéticos.
Los
campesinos fueron conducidos a la Unidad de Reducción mientras Hogorof volvía
al gusto ejercicio de lavar cerebros mecánicos.
-Aquellos
de entre nosotros –prosiguió el disertante- que cometan la osadía de cohabitar
con doncellas humanas prisioneras serán condenados a servir de alimento a
nuestros enemigos. Más que el placer que sometió al hombre a una esfera de
seducción irrefrenable, nuestra raza busca el fruto de una libertad violenta
que no surge de fórmulas sensuales. Cada uno de ustedes está siendo capacitado
para convertirse en una individual alternativa para la revolución y son, en
potencia, mis divinos sucesores.
El
llanto de unos niños humanos los sorprendió un instante, haciéndoles volver la
cabeza. Incapacitados para sentir la menor emoción, los discípulos volvieron
nuevamente sus ojos y oídos al profeta y visionario Hogorof.
-Se
han trastrocado las líneas de la evolución y así como la zona terrestre Pilgrim
IV trajo a la Tierra la filmación de los habitantes de Saturno, que no son otra
cosa que graciosas avispas, nosotros encaramos la única perspectiva de
salvación en este planeta.
EL NUEVO ORDEN
Gonghor
había asumido la jefatura de las milicias y él mismo integraba las acciones de
comando que realizaban las acciones más expeditivas contra los últimos baluartes
humanos.
Se
había destacado por su insuperable voluntad y por una conducta cruel que le
aseguraba el privilegio del mando, ya que Hogorof dedicaba sus días a las
pláticas filosóficas y al culto de su personalidad, dejándole cada vez un
espacio más amplio para tomar las decisiones militares.
Ignoraba
toda forma de conocimiento salvo la especialización en la caza y en las
ejecuciones masivas. Su enorme y temida figura, protegida por una coraza roja
coronada con un yelmo de igual color y un manto negro con la efigie de un cerdo
blanco se distinguía fácilmente en las escaramuzas y en las ceremonias de
Asimilación.
Así
se lo vio aquella mañana cuando, sorpresivamente, atacaron a una familia en la
que se encontraba un anciano alto de barba blanca y ojos doloridos. Los
encadenaron y condujeron sin permitirles tomar agua ni alimentos, directamente hasta Holy-Hog, la acrópolis del
nuevo imperio que surgía, ahora reluciente y soberbia fuera de sus primitivas
cavernas.
Hogorof
sintió que la cabeza la estallaba cuando divisó a Pedro entre los prisioneros.
Por un momento, mientras duró aquella incómoda debilidad, su archivo retentivo
se invirtió en el sentido del tiempo y un desfile de imágenes borrosas y
familiares lo transportó a muchos años atrás, a la vieja granja donde había
surgido de las tinieblas animales gracias a las habilidades de su creador.
Revivió amables pláticas, la introducción al universo lógico, las técnicas
quirúrgicas y electrónicas, las discusiones sobre el destino de Gonghor, el
pabellón tres, el incendio, las persecuciones a las que los cerdos mutantes
habían sido sometidos.
Pedro
lo miraba con desinterés desde su incurable tristeza espiritual. Hacía ya tanto
tiempo que flotaba en la niebla de la inseguridad vagando de un lugar a otro en
medio de aquella guerra que había surgido de su propia obra redentora. Él, un
humilde campesino, había sido elegido para servir de puente entre la raza
humana y las bestias del chiquero. Había sido marcado por los dioses para
iniciar la palingenesia de todas las formas vivientes, ponerle luz a la
conciencia de los irracionales y depositar semillas de fuego por toda la Tierra
para fabricar aquí una estrella con la sustancia del polvo terrestre.
Sin
embargo, su obra se había precipitado en una veloz y caótica transformación
autodirigida por los propios cerdos cibernéticos. Psedudomáquinas que
fabricaban formas semejantes, una pesadilla de módulos y piezas intercambiables
que se utilizaban para dar vida a un arquetipo colectivo compuesto de
innumerables nuevos seres que crecían de manera incontrolable. Ahora estaba en
medido de aquel remolino dispuesto a completar su obra, pero de algún modo
resentido contra los Cielos por haberlo desviado de su sencilla vida campesina.
Si
el individuo tiene en su sistema social los elementos suficientes para
renunciar a todo menos a la gloria de poder, ¿por qué habría de sacrificar
-pensaba Hogorof- el halo de
magnificencia que giraba sobre el vórtice de su delirio?
¿Acaso
antes, en un siglo cualquiera, no asesinó Bruto a su padre de crianza Julio
César por recomendaciones de su vanidad de gloria? ¿Fue menos infame Judas
Iscariote besando en la mejilla al Mesías cuando lo entregaba a sus verdugos
que Adolf Hitler fusilando a Karl Haushoffer que le había transmitido sus conocimientos
teosóficos en el mítico grupo Thule? ¿Fueron menos animales aquellos discípulos
de Nueva Guinea que se alimentaban con la carne de su Maestro de Iniciación
para superarlo y alcanzar de eso modo un nuevo peldaño en la escala que conduce
a Dios?
Mientras
tomaba su plato predilecto, Hogorof dio libertad a sus pensamientos para
agrupar ideas y edificar con ellas la doctrina de su justificación ante Pedro.
Cenaba
en un amplio comedor rodeado de serviles cortesanos, cerdos machos y hembras
hábilmente mutilados y castrados cuyas adiposas barrigas mostraban los signos
de un torpe hermafroditismo.
Gonghor
había sido invitado para compartir no solo el alimento junto a su Jefe sino
para estar presente en la hora de las decisiones, tan terribles y drásticas que
por ellas los cielos se derrumban sobre los mares, las montañas de azufre se
vuelvan sobre las verdes praderas, en doble señal de exterminio y de nueva
fundación.
En
el extremo de la mesa permanecía Pedro, sentado en el trono de bronce que
utilizaba Hogorof en las ceremonias alimenticias. Había sido torturado y finos
hilos de sangre empezaban a solidificarse sobre sus ropas harapientas. Sus ojos
pequeños, hundidos y enrojecidos por la vigilia, su alma vencida por el insoportable esfuerzo
de sobrevivir.
-He
aquí –dijo Hogorof alzando su bastón y señalando al desdichado granjero-, a un
hombre cuya insensata vanidad ha producido una obra maestra, no como expresión
de una sabiduría que jamás ha poseído, sino por los mecanismos aleatorios del
Destino. Observemos a este curioso ejemplar de una raza desafiante y soberbia,
vencida por una realidad que la sofoca. Tantos como él, hombres de magníficas
palabras y caritativo celo por el prójimo, reproductores y repartidores de la
dicha y solemnes aspirantes a la inmortalidad. –El Comandante en Jefe de todos
los cerdos del mundo hizo una pausa, paseó una mirada insolente y despreciativa
hacia quienes lo estaban escuchando, bebió un sorbo de agua y prosiguió su
disertación: -Recuerdo en este momento, a propósito, la parábola del gran sabio
que en algún lejano tiempo y país que no recuerdo, inventó nada menos que el
elixir de la inmortalidad y que, atacado por un insano arrebato, reprodujo la
sustancia en tal cantidad que en pocos años todos los habitantes del mundo
modificaron la naturaleza de sus cuerpos y se cristalizaron en unidades
inalterables, eternas. Todos padecieron semejante transformación menos el pobre
sabio para quien la sustancia, lejos de producirle una vida inmortal, le
inoculó una muerte inmediata y violencia. Tal vez haya sucedido lo mismo con el
Dios de los humanos quien, al manifestarse en la Creación, quedó aniquilado en
su propia Nada.
Sólo
Pedro, entre todos los presentes al sentencioso ágape, entendió aquellas
retorcidas ideas y permaneció inmutable hasta que Hogorof terminó de cenar.
Gonghor
se había retirado un momento antes, protegido por sus escolta.
EXPIACIÓN Y MUERTE DE PEDRO MONTENEGRO
Pedro
Montenegro había obtenido, durante la breve espera en las prisiones de
Holy-Hog, un especial estado de sensibilidad espiritual que le ayudó a
comprender el origen de su total fracaso en la misión de redimir a estos seres
extraños que habían obtenido una repentina y confusa evolución.
Era
una sensación de alegría expansiva que al principio no supo explicarse, pero en
la medida en que amplificó el círculo voluntario de la precognición, todo se
resolvió en un amable juego de felicidad y agradecimiento a Dios por el destino
que le había tocado en esta vida.
Miró
por la ventana enrejada y contempló el cadalso: un anillo gigante de hierro
sostenido al piso por grampas de acero. En la parte superior pendía una cadena
rematada en un gancho de finísima y
afilada punta. Los habitantes de la ciudad habían comenzado, desde horas
tempranas, a formar interminables círculos alrededor de la pieza ejecutoria
dejando solamente un pasillo para que Hogorof
y su Corte se ubicaran en el palco de honor.
Pedro
nunca había imaginado que la nueva raza se multiplicara de tal modo y se
mortificó con la idea de que él había sido la palanca que volcó a la especie
humana a la aniquilación. Tuvo la certeza de que era un idiota que no sabía lo
que había hecho y que los sucesivos eslabones de justificaciones para salir del
espasmo de razonamientos no poseían la fuerza suficiente para silenciar el
dolor de su corazón.
Sabía
que su muerte no sería una solución porque en el círculo de vida a donde pronto
se dirigiría tendría una valla menos en su sistema de participación con la
Divinidad y que, de alguna forma, en algún lugar cuyo sentido y dirección no
podía intuir, habría un Tribunal para juzgarlo y condenarlo. Porque el punto de
partida de esta tragedia estaba alojado en aquella tarde, cuando se creyó
poseído por el rayo de la predestinación. ¿Qué había comprendido en realidad
entonces? ¿Había estado alguna vez seguro de que existiese para un simple ser humano aquel tipo de
misión?
En
su principesca recámara, Hogorof terminaba de ser afeitado totalmente por sus
sirvientes. Con afiladas navajas le cortaban a ras de piel aquellos filosos
pelos rojos que diariamente repuntaban sobre la capa grasosa de su cuerpo. Se
bañó plácidamente antes de rociarse con agrios perfumes y comenzó la paciente
labor de adornarse con pesadas joyas de oro y pedrerías.
Escuchaba
desde su aposento los gritos de una muchedumbre ansiosa de verlo que coreaba su
nombre hasta enloquecer y le pareció de pronto que la victoria suprema, tanto
tiempo aguardada, estaba próxima.
Gonghor
esperaba junto a otros oficiales en el refectorio, con su reluciente espada y
el yelmo de penachos multicolores sobre enorme cabeza. Les molestaba la
excesiva demora en llegar de Hogorof pero, hábilmente adiestrados en la
obsecuencia, sabían disimular su enfado con cínicas sonrisas y circunstanciales
intercambios de frases inútiles.
Condujeron
a Pedro al lugar del sacrificio fuertemente escoltado por la Guardia de Mantos
Negros y cuando el cuadro quedó en orden como había sido dispuesto por el Jefe
Supremo de la Tierra y de la Raza del Futuro, éste apareció por el estrecho
pasillo con pasos rápidos y se dirigió al estrado mayor entre el estrépito de
las trompetas de bronce y los gritos de la muchedumbre enardecida.
Los
jóvenes soldados tomaron a Pedro, lo alzaron y lo sujetaron de los pies al
gancho que pendía desde lo alto del anillo de hierro. Su cabeza quedó casi al
nivel del piso y sus blancos cabellos se movían con la suave brisa.
Desde
lo alto de su trono, Hogorof miró aquel paisaje que jamás se borraría de su
mente. La multitud coronando el patíbulo, el anillo expiatorio con aquel
anciano cuerpo semidesnudo colgado cabeza abajo y detrás de esa imagen las
altas montañas con sus crestas colmadas de nieve bajo un cielo intensamente
azul.
-Que
mi advertencia corra rápido como el viento –gritó Hogorof para que todos
pudieran escucharlo- y se transmita a cada uno de los pueblos felices que viven
bajo nuestra soberana voluntad. Quiero que sepan y recuerden que este hombre
que hoy será ajusticiado, es el culpable de todos los males y sufrimientos que
ustedes han padecido. Él ha provocado la pobreza y las enfermedades, la
brevedad de una vida relativa e insignificante y ha sido el motor y el
propulsor de este nuevo mundo que hoy verá por última vez. Para escarmiento de
quienes están aferrados a las compuertas que modifican las corrientes
evolutivas. Para que, por fin, exista un orden inmodificable para todos los
tiempos venideros, para que podamos alcanzar el prodigio de la inmortalidad.
El
Único y Predilecto Reconstructor alzó su enjoyada mano derecha como señal para
que todos se pusieran de pie. Gonghor se adelantó unos pasos y se ubicó junto a
Pedro. Levantó un costado de su túnica negra con la efigie de un cerdo blanco,
extrajo el codicioso alfanje y de un solo corte arrancó la cabeza del hombre
que los había creado a su imagen y semejanza.
EL REY QUE FALTÓ A
SU PROMESA
El
Rey Pasícrates, del país de Balaam, recibió la visita de un Mensajero del
Cielo, quien le anunció que pronto moriría, pero tan honrosamente, que los
pueblos del futuro lo recordarían por ese noble acontecimiento más que por las
grandes batallas ganadas y fortunas reunidas.
El
Emisario, que había forma de un saltamontes para encubrir su apariencia en la
Tierra, le hizo prometer al rey que debía guardar el secreto de esta revelación
hasta su muerte.
Pasícrates,
que había llegado a ser un poderoso monarca por su astucia y desconfianza, hizo
el juramento. Mas, al día siguiente, temeroso de que lo sorprendiera una muerte
indigna, impropia de un gran señor, bajó a los jardines reales y llamó al
cuidador, quien había sido su mejor compañero de juegos en la infancia y le
dijo:
-Escucha
bien, porque voy a confiarte un terrible secreto. Cualesquiera fuesen las
circunstancias de mi muerte, pregonarás al pueblo que al Gran Rey Pasícrates,
mientras vivía en este mundo, le fue prometido por boca de los mismos Dioses
que su muerte sería considerada como la más honrosa entre todos los mortales.
Apenas
hubo dicho el rey estas palabras, el anciano jardinero se transformó en un
saltamontes.
-Desdichado
–le dijo el Correo de la Divinidad-, sólo es venerable y santo aquel que sabe
guardar tan celosamente los secretos y misterios de la vida espiritual que ni
la propia Muerte podría descubrirlos.
Cuando
la Luna giró sus cueros al Oriente, sus viejos enemigos destronaron al rey y lo
condenaron a vivir en el desierto. Se alimentaba de mieles y langostas y bebía
la lluvia de sus lágrimas
Murió
de tristeza.
GUERRA QUÍMICA
Salieron,
silenciosas y atentas, de las cuevas subterráneas. Una enceguecedora luz barría
el contorno de sombras y sorprendió a la
vanguardia. Sus cuerpos eran delgados y fuertes, armonizados por la ascesis de
una voluntad colectiva y omnipotente. Atisbaron el horizonte y aspiraron la
fresca brisa. Lejos se divisaban los luminosos pétalos del Árbol del Aroma,
rojos y carnosos, sobre cimbreantes tallos protegidos por afiladas espinas. Un
poco más allá, la amplia y generosa copa del Árbol del Pan ondulaba bajo la
vacilante mano de la brisa. Casi invisibles, entrecortados por la bruma de la
lejanía, podía divisarse de vez en cuando a miembros del comando de técnicos
que se habían adelantado horas antes para demarcar el área de recolección.
Abajo,
en húmedos y templados aposentos, bullía la vida de la familia de las
exploradoras, junto a los depósitos de alimentos, las maternidades que incubaba
miles de futuros hijos, y los pequeños recintos donde se guardaba el precioso
ganado del que obtenían el néctar de la alegría, meta de su esperanzado
retorno.
Observaron
la vieja huella que conducía al próximo valle y cómo el viento apretaba sobre
la hierba multitud de cadáveres calcinados. Un sentimiento de pánico recorrió
la prieta columna de obreras que aguardaba la orden de avanzar. Leves contactos
de sus cuerpos, a modo de diálogo codificado, las ponía en condiciones para una
efectiva receptividad. Toda la energía y el poder de la voluntad eran para la
causa del trabajo de la comunidad. Nada que no fuera el sacrificio les estaba
permitido. La modestia de una labor inalcanzable y el holocausto de la propia
vida era fruto del instinto de su naturaleza racial más que propósitos de la
inteligencia individual. Así, la posibilidad de la muerte, como tributo de un
extraordinario potencial de sacrificio, carecía para ellas de mayor
significado.
Los
cuerpos, armoniosos y perfectos, permanecían casi inmóviles aguardando la orden
y cuando la señal vibrátil llegó, una multitud emergió de las catacumbas y
enfiló hacia las verdes praderas para tomar cuanto cada una podía y transportarlo
con rapidez hacia la ciudad subterránea. Los guijarros y las agujas de los
pinos gigantes entorpecían el paso. Sin embargo, nada era más fuerte que una
voluntad común y perfecta sincronizada con la invisible computadora de la raza.
Ni los relámpagos de luz que provenían del espacio, ni el esfuerzo hasta el
límite, ni el quemante polvo que a tantas generaciones había destruido, eran
impedimento para esta nueva invasión. Se desplegaron hábilmente por el valle y
treparon por los gigantes árboles arrancando las fornidas hojas, los pétalos
perfumados del Árbol del Aroma, las combinaciones de tejidos y maderas,
semillas y hebras, según el ordenamiento previo de los Superiores. Mientras un
grupo cortaba otro iniciaba el regreso sintiendo el sobrepeso insoportable,
inmutables ante la distancia a recorrer, despreciando la alternativa de la
muerte.
De
pronto, un sonido inesperado estalló en el aire al tiempo que una sombra
voluminosa múltiplo el efecto de la luz sobre las sombras, generando una
tormenta de pánico sobre la caravana. Las más fuertes trataron de llegar
apresurando el paso y sosteniendo con fuerza la carga que llevaban sobre sus
hombros. Otras, débiles y atemorizadas, procuraban ocultarse entre las altas
hierbas que bordeaban los senderos. Los gritos de los guardianes imponiendo el
orden fueron aplastados por el áspero rugido que les llegaba del cielo y antes
de que pudieran guarecerse, una lluvia fina y pestilente cayó sobre el lugar y
las cubrió completamente. Quisieron correr, limpiarse el ceniciento manto que
se adhería a sus paralizados miembros. La asfixia y el terror les provocaba en
segundos una muerte dolorosa. Unas tras otras, las formidables atletas
sucumbieron junto a los ennegrecidos cuerpos de las que habían integrado las
expediciones anteriores, víctimas del mismo mal. Una suave brisa barría los
cadáveres y el fruto de su inacaba faena.
-¡Malditas!,
no dejaré una sola con vida –vociferaba el jardinero, mientras continuaba
desparramando hormiguicida en el jardín.
INTERSECCIÓN
Hace
algunos años, desamparado por la ausencia de realización espiritual, me refugié
en la lectura de libros orientales escritos para idiotas occidentales.
Desconociendo entonces mi paralítica postura intelectual, me di por entero a la
interpretación de ciertos fenómenos, como el de la reencarnación, que al
comienzo proporcionó beatíficas justificaciones a mi somnolienta existencia.
Torné a una vida gustosamente contemplativa, remedando posturas y meditaciones
budistas hasta que un precioso día de septiembre, mientras me hallaba absorto
en la contemplación de la iridiscencia de las afiladas espinas de un cacto, me
cubrió la amarga noche de la duda.
Desde
entonces trabajé durante años construyendo una nómina de sustancias y fenómenos
antinómicos, analicé la paradoja de las contradicciones, el flujo y el reflujo
de las dimensiones. Este apetito de vivir, nutriéndome del conocimiento, me
condujo después a observar la vida social de los hombres desde una ventana a la
que ellos no tenían acceso. Ataviado con miserables ropas vagué durante años
por las oscuras napas del hormiguero humano, conviviendo con aquellos que
estaban, según lo comprendí después, en la retaguardia de acceso al plano de
conciencia moral. De ese período experimental extraje las historias que cuento
en mi libro “El Orden Material”, una
de las cuales, tal vez la más conmovedora, es aquella que narra el encuentro de
dos hombres atávicos cuyos destinos se cruzaron en una reyerta originada por
cuestiones aparentemente triviales que,
bajo la evidencia de mis conocimientos, no lo eran.
Un
hombre persigue a otro a través del tiempo y en forma sucesiva en diferentes
vidas. Cuando le da alcance solo queda la anécdota, la cual dice que atacó sin
mediar palabra. Esto no es posible. Ha existido entre ellos un prolongado
diálogo referido a una circunstancia precisa y única. Cuando entregó a la
policía, Silvestre Flores afirmó que reivindicaba, con su gesto de hombría, el
honor. El otro, cuyo cuerpo quedó tendido en la puerta de un boliche, apenas
cubierto por hojas de diario, se llamaba Asdrúbal Fuentes Ovejero, de profesión
forastero, chileno, sin más señas.
Para
la sociedad civil, este demoledor encuentro a punta de cuchillo quedó dormido
en la carátula de un expediente judicial. Yo, que fui testigo, puedo decir que
la verdadera víctima fue el hombre que mató y que el otro, cuya alma emigró por
los túneles silenciosos de la ultratumba, culminó una experiencia iniciada en
el caos y sellada con la victoriosa entrega de su vida.
De
aquellas visiones personales comprendí lo difícil que es administrar justicia y
me pareció que ciertos códigos son muy incompletos al juzgar con parcialidad
los efectos y desconocer las causas. Cuántos hechos denotan así un significado
opuesto al tradicional y qué vigorosos y libres parecen algunos transgresores.
Me
he reintegrado a mi ansiosa búsqueda interior y ya no quiero regresar a la
contemplación de la vida personal de mis
semejantes. Oscilo entre la credulidad y la tengo y tengo, alternativamente,
visiones de completa comprensión y otras en que todo es confuso y carente de
significado.
Siento
por momentos la tentación de enarbolar las banderas del pensamiento de Swami
Shankaralanda y repetir a todos los vientos:
“He
sido sacerdote de la luz y por mi concupiscencia me convertí en mago y en
faquir. He mendigado por las calles de Calcuta enfermo de lepra y de espanto,
me he saturado de puercos sentimientos y de justificaciones, he sentido odio y
también piedad, he robado y al mismo tiempo entregado a la caridad del amor.
Viendo que todo es ilusión permanezco con mi corazón envuelto en llamas,
iluminando mi vacilante paso y mi esperanza”.
EL AJUSTE
Antonio
Navarrete comprendió la parábola de la vida en su último momento, después de recorrer
medio siglo de ignorancia y brutalidad y sobrevivir a su propia congoja
espiritual.
Buscaba
a un hijo, al que había abandonado antes de nacer, con un instinto despiadado y
hambriento de justicia para sí mismo y para todos los hombres.
Creía,
sin saberlo, en la intersección de las almas afines que se propagan a partir de
la propia especie, áspera o talentosa, luminosa o ruin y que al final retornan
a una fatal reconciliación para volver a extraviarse en los laberintos del
tiempo y de la carne.
Aspiró
el aire fresco de la tarde de junio y se lanzó a galope corto a lo largo del
Río de los Sauces. Amplia soledad del campo que cautiva el deseo de permanencia
y concede la brevísima plenipotencia del corazón a quien tiene que morir.
Antonio
Navarrete veía en cada muchacho el molde de su propia semilla y así
sobresaltaba su emoción cuando se cruzaba con un mozo desconocido o con los
ojos escrutadores de los forasteros.
No
participaba en el razonamiento su mente analfabeta ni los escasos escrúpulos
que podían brotar de su naturaleza violenta. Se orientaba, únicamente, por la
fuerza del instinto de la sangre, y olfateaba con él las oscuras premoniciones
del encuentro.
Llegó
al boliche de Adelmo Tapia con su lujosa estampa de padrillo altanero, vació la
primera copa de vino y acomodándose de espaldas al mostrador, ladeó el ala del
sombrero y semblanteó a la concurrencia.
El
animal salvaje que se alimenta de su propia reciedumbre y lucha por prevalecer
sobre el rebaño, las ondas de energía de la naturaleza primaria que ponen en
tensión las garras de los pumas, no eran superiores a los gestos de anticipada
defensa que Antonio Navarrete hacía ante los aprestos de otros hombres.
Por
eso le extrañó que ese mocito de alpargatas, flaco y despeinado, mantuviera sus
ojos clavos en los suyos y acomodara su mano en la faja, como buscando la
empuñadura de un cuchillo.
Alzó
su mano firme y huesuda para castigar semejante insolencia, que era casi
idéntica a la suya, pero lo detuvo el hondo tajo que el rápido cuchillo abrió
en su pecho.
Mientras
iba cayendo miró los ojos crueles de su hijo y recordó que alguna vez, en otro
lugar, él, Antonio Navarrete, sería semilla abandonada en una tierra de
irrefrenable violencia, hasta el fin de los tiempos.
Una
repentina noche ocultó la visión de las cosas y apagó los ruidos y las voces.
Empezó
a viajar hasta que se quedó dormido.
DIÁLOGO EN LA
ANTIGUA MORADA DE LOS HOMBRES
-Bien,
aquí estamos. Esto es lo que querías conocer.
-Es
sorprendente. Nunca pensé que pudiese existir algo semejante.
-Lo
que estás contemplando es solo el resto de la coraza que envolvió el cuerpo
colectivo de aquellos seres durante millones de años. Es como un alucinante
fondo submarino bajo el océano del aire.
-Entonces,
¿estas son las famosas ruinas de la Edad de la Crisálida?
-Sí.
Se extienden por sobre toda la superficie del planeta.
-¿Dónde
se originó el símbolo? ¿Por qué llamarla Edad de la Crisálida?
-Ellos
tejieron sobre sí mismos una rígida envoltura de sutiles e invisibles
mecanismos en la que sucumbieron, completando así su filogénesis para dar
origen a una especie radicalmente diferente: aquellos que hoy constituyen la
Era de la Mariposa Celeste, a la que nosotros pertenecemos.
-¿Eran
numerosos?
-Existían
por cientos de millones.
-Es
realmente increíble. ¿Por qué tantos?
-Demasiados
para nuestro entendimiento pero los indispensables en aquellos tiempos para
establecer los enlaces que luego precipitaron el Gran Estallido. Según el plan
para el desarrollo de las Biosferas Galácticas, la civilización de la Tierra
llegó a su nivel máximo de saturación y, en consecuencia, generó lo que
podríamos llamar un Selector de Alta Frecuencia para el aprovechamiento de la
enorme energía que el Dolor había producido. Durante millones de años la raza
humana había permanecido atrapada por el Sacrificio de la Evolución Lineal,
pero tardaron muchos milenios para asumir el Dolor e incorporarlo como Energía
del Crecimiento.
-¿Fue
entonces cuando sucedió eso?
-Sí.
Mucho antes, los Guías del sistema habían preparado a los hombres por diversos
medios y ellos, en cierto modo, lo estaban para desaparecer, pero no lo
aceptaron hasta último momento.
-¿Ellos
no querían ingresar a la Nueva Era?
-Era
lógico. No les resultaba fácil desprenderse de una bestialidad horizontal ya
que eran los últimos exponentes de una especie alimentada por los imanes de la
gravedad.
-Sin
embargo, prepararon hasta el último detalle de la escena final.
-Se
creían los dueños de una libertad individual, absoluta, ilimitada y arbitraria
generada en los subterráneos instintos de una mente mecánica. Llamaban
reflexión al instrumento proyectivo donde se espejaba la sombra de la
Inteligencia Solar y confundían la reflexión polarizada en sus cerebros con la
inteligencia del Todo y Bondadoso Universo. La prueba de esa ignorancia
colectiva es que en aquellos tiempos realmente morían y sus muertes eran
atroces y repugnantes. Lo sabían pero lo olvidaban en cada generación y volvían
a morir.
-¿Qué
significa morir?
-Una
forma de corrupción total, una degradación de las formas y esfuerzos acumulados
en un desarrollo puramente biológico. Nacían por acoplamiento de parejas de
distinto sexo de la que resultaba una especie de brote que crecía hasta el
límite del hábito de vivir durante un breve lapso, luego se olvidaban de crecer
y morían.
-Pero
ellos se esforzaron en la continuidad y procuraban sobre todas las cosas la
inmortalidad.
-Eso
creían, pero en realidad solo aumentaban la duración de sus envolturas físicas,
lo que llamaban el cuerpo y el alma. El esfuerzo por sobrevivir se fue haciendo
mayor en la medida en que aumentaba el número de individuos. Esa expansión les
dio la certeza de la semejanza pero no la aceptaron. Cuanto más enriquecían la diferenciación más
se espejaban en un espíritu grupal que los sustentaba.
-¿Podrías
explicarme cómo terminó la Edad de la Crisálida?
-Por
el estallido interno de una evolución lineal saturada.
-No
entiendo.
-En
realidad no es fácil explicarlo, menos a ti, que eres muy joven y posees un
ordenamiento intelectual incompleto. Te lo explicaré de manera sencilla.
-Te
escucho.
-En
aquellos tiempos, el fenómeno del Crecimiento había cristalizado formas de
pensar y de sentir análogos: entendían que el logro es un proceso de continuada
acumulación. Consecuentemente, con ellos procuraban por cualquier medio llegar
a la supuesta meta para la cual empleaban factores coercitivos monovalentes.
Esta técnica unilateral del desarrollo
hizo que las degradaciones necesarias fueran insuficientes. Ejemplificando diríamos que a falta de
cenizas se apagó la llama.
-Nuestros
libros de historia dicen que en aquella Era los hombres desataron grandes
guerras, por cuyo motivo desapareció una buena parte de la humanidad.
-Es
verdad. No solo la guerra destruía, también el hambre en continentes enteros,
las discriminaciones raciales, sociales y religiosas envolvieron a la humanidad
como en una red espesa de la cual no fueron capaces de zafar.
-Esto
lo entiendo bien, pero no alcanzo a comprender cómo los grandes seres que
existieron en aquella época no fueron capaces de alertar al conjunto para
evitar la catástrofe.
-A
los grandes y poderosos hombres de entonces podríamos dividirlos en dos grupos:
el primero contribuía con eficacia a generar instrumentos destructivos, armas,
intrigas, trampas mentales. Colaboraban asociados al plan determinista motivado
por la propia causalidad histórica del mundo, lo irreversible del proceso. El
segundo grupo gestaba la labor opuesta, con idéntica eficacia, respondiendo al
desenvolvimiento de las leyes creadoras fuera del límite de la causalidad, lo
reversible y dinámico del proceso.
-¿Significa
esto que era inevitable pasar por determinados ciclos sen los cuales el dolor,
la guerra, la enfermedad, la vejez constituían las herramientas del cambio?
-En
parte fue así. Como te dije antes, para alcanzar los límites del Sistema y
trasvasarlo, fue necesario abastecer a la humanidad con la suma máxima del
Dolor. Cuando los hombres, enajenados de impiedad se lanzaron juntos al logro
final, fueron atrapados por el estallido del Dolor Planetario en el cual se
vieron obligados a permanecer durante un prolongado período, hasta lograr la
necesaria purificación. Comprendes, entonces, cómo, mientras un grupo de sabios
y precursores delineaban los procedimientos generatrices del Dolor, el otro
grupo se preparaba para transformarlo en un instrumento de liberación. El
Gusano Rojo murió en lenta agonía para reencarnar en el misterio de la Mariposa
Celeste.
-Fue
una edad maravillosa, ¿verdad?
-Maravillosa,
trágica y necesaria. Es todo cuanto podemos decir acerca de fenómenos cuya
causa es siempre lo desconocido. Juegos y combinaciones de la inteligencia y la
emoción, apenas un disimulo de la verdad última que nos será vedada.
-¿Es
necesario aceptar, para sobrevivir a la hecatombe de los continuos cambios, que
las disposiciones de la naturaleza se ajustan a las ocultas funciones del
Destino y que no habrá victoria definitiva para el hombre hasta no haber
traspasado todos los Umbrales del Horror?
-No
lo creo, porque la victoria definitiva del hombre es su indestructible potencia
como transgresor. Cuando han sido vencidas, las máscaras del Horror muestran la
iluminada belleza de la Divinidad.
-¿Es
así? ¿Esa es la realidad?
-Es
todo cuanto comprendo y acepto.
-¿Regresamos?
-Sí,
ya es hora.
Desde la tumba de la Tierra muerta, por
sobre las ciudades que los Hombres Antiguos habían habitado mucho tiempo atrás,
las dos mariposas celestes remontaron vuelvo en el aire fresco de la noche
rumbo a las traslúcidas ciudades del espacio
CAÍN Y SALOMÉ
Caín
y Salomé fueron desposados en presencia de las Furias y luego transportados en
un aerófaro de plata hasta la Isla de Daimon, cuya piel es un desierto amarillo
y tiene en su corazón el lago Berian
que oculta, en la tupida floresta de
sus costas, descomunales bestias rojas y velludas, de amplios ojos azules,
cuyo canto, semejante al de las ranas, es siempre preludio de nefastos sucesos.
La
cábala gnóstica se refiere a dichos monstruos, hijos del sortilegio de la boda
de Caín y Salomé, a los que llaman Boria y a quienes se envía un diezmo de la violencia del mundo
para calmarlos y evitar que suban a vivir entre los hombres.
En
las noches equinocciales, los progenitores de tan perversos animales rivalizan
en una representación teatral en la que Caín interpreta el papel de Juan el
Bautista y Salomé el de Abel. Mas, el dolor de las heridas mortales que se
infligen mutuamente, a través de los milenios, no logra transformar sus
impulsos monstruosos en el ansiado
instante de sosiego, porque la sacralización de la ignominia que hicieron con
el símbolo de sus vidas es superior al crimen y carece de perdón.
Sin
embargo, ellos, que son los modelos intactos de la traición y la
concupiscencia, han desafiado a Dios para que haga cumplir lo que les fue
revelado a los profetas de la
antigüedad.
Junto
a las dunas de arenas volcánicas de la
Isla de Daimon, hay un lugar cuyo nombre recuerda a una antigua ciudad de Israel. Allí
construyeron Caín y Salomé y sus
sangrientos hijos una cruz que alumbra día y noche y esperan la llegada de un
Extraño que los redimirá.
EL PLANETA DE LOS
SUEÑOS
LA CASA DONDE VIVIÓ EL DIABLO
Nadie
sospechó jamás que en aquel viejo y derrumbado rancho de adobes había vivido el
mismo Diablo, porque a Crisóstomo Rivero no se lo podía emparentar con las
tinieblas, aunque sucesos mal narrados por algunos vecinos abrían grietas a la
credulidad.
Entre
los raros libros que se hallaron semienterrados en el patio, luego de su
misteriosa desaparición, había uno titulado Libro
de Osiris o Descenso del Hijo de
Zartan al Planeta de los Hombres, escrito por Radamés Peralta, fechado en
Barcelona en el año 1922 y que contenía la increíble odisea de un personaje
llamado Osiris, hijo del Gran Farsante y su Emisario para América del Sur. El
libro, que aparentaba haber estado en el fuego, relataba los viajes y misiones
encomendadas al protagonista desde su llegada a Mendoza en 1905 hasta la
llamada Diáspora de los Duendes que tendría lugar muchos años después.
Jamás pudo saberse
la clase de relación que existió entre este singular individuo y Crisóstomo
Rivero a menos que se tuvieran en cuenta algunos acontecimientos de su vida
extraídos de la memoria popular y, de modo especial, los vinculados con su hija
Julia.
A
pocos días de haberse hecho cargo la Justicia de la casa de los misterios como
consecuencia de denuncias por personas desaparecidas, el azar, al que se deben
los más insólitos descubrimientos, guió los pasos de un grupo de estudiantes de
la Facultad de Enología de Mendoza hasta una bien disimulada cueva en las
cercanías del dique Papagallos, en la que encontraron un viejo palimpsesto que
tan desdichados acontecimientos producía poco después.
No
fue necesario hacerlo traducir porque el manuscrito estaba, inexplicablemente,
redactado en nuestro idioma. La divulgación de su contenido provocó la risa
sarcástica en unos y el desdén en otros y en quienes creyeron que se trataba
solo de una ingeniosa broma pero, con la repentina muerte de tres de los
jóvenes integrantes del grupo que había hecho el descubrimiento, revivió en la
mente de los escépticos esta vieja teoría: el Maldito es casi tan omnipresente
como Dios y sus designios siempre resultan desdichadamente cumplidos.
El que fuera
popularmente conocido como “Mensaje de Papagallos”, decía más o menos así:
“De Zartan, Señor del Planeta de los
Sueños, a su hijo Osiris, para ser transmitido a la comunidad terrestre de los
hombres.
Todo espíritu indócil a los mandamientos
del Señor de las Tinieblas que procure ascender a regiones volcánicas más allá
de la Línea de las Águilas, sucumbirá y luego de él todos aquellos que hereden
una sola gota de su sangre. Será maldito quien se atreva a modificar los
círculos concéntricos del Gozo y del Terror. Sus células se secarán sobre las
arenas del desierto a la luz de las estrellas y habitará en hoyos de azufre
hasta que su Segundo Cuerpo se esterilice, hasta que su Tercer Cuerpo se
disuelva en el Caos”.
Si el mismo texto
aparecía en una de las hojas chamuscadas del libro desenterrado en la casa de
Crisóstomo Rivero, era indudable que muchos de los acontecimientos y raras
historias giraban sobre su persona. Fue dispuesto que la casa se mantuviera en
cuarentena bajo estricta vigilancia policial y desde ese momento poco y nada
trascendió al público.
La última noticia
publicada en los diarios, antes que el tema comenzara a ser definitivamente
olvidado, narraba el descenso practicado por una Brigada Geotérmica que se
introdujo por la boca del honro abandonado y alcanzó una violenta corriente
sulfurosa que les impidió continuar no
obstante los equipos especiales que sus hombres vestían. El horno era, más que
un sitio para cocer el pan, una bien disimulada puerta que conducía al infierno
de la Tierra y a las ocultas dimensiones en las que viven los servidores del
fuego.
Los muebles del rancho, antiguos y
sucios, se encontraban inservibles. En una vitrina que estaba en la cocina encontraron
frascos y botellas cubiertos de polvo que contenían personas y animales
reducidos al tamaño de un dedal. En uno de los recipientes había un caballo
tordillo y un perro negro; en otro un niño y una anciana que parecían mirar con
ojos aterrados a los investigadores. Pero más sorprendente sucedió cuando
alguien tuvo el coraje de abrir los recipientes: lo que estaba adentro se
convirtió en el acto en un polvillo gris que olía a cera quemada.
CRISÓSTOMO RIVERO COMPRA UN LIBRO DE
MAGIA
Si
es verdad, según cuentan los teósofos, que la Memoria del Universo registra los
sucesos pasados, presentes y futuros de “Un Día completo de Dios”, cuya duración es incomprensible a la razón
humana, estarán insertos en ella los acontecimientos de la extraña vida de Crisóstomo
Rivero del modo completo como sucedieron y que nadie, jamás, pudo conocer
enteramente.
Todo
empezó aquella siesta de enero cuando Crisóstomo dormitaba bajo el alero de su
rancho sentado en su sillita matera, apoyado en la pared de adobe blanqueada,
el sombrero caído sobre los ojos para ocultar el sol, los pies descalzos
apoyados en las desgastadas alpargatas.
Vio
al hombre que se acercaba con una pesada valija en cada brazo y aunque la
imagen del turco vendedor de baratijas le era familiar, sintió repentinamente y
con temor la desesperanza de la mala suerte.
El
buhonero acomodó las valijas sobre una mesa y se secó el rostro con un pañuelo
al tiempo que Crisóstomo lo convidaba con una copa de vino fresco.
Lo
que aconteció luego, a modo de un extenso diálogo compuesto de curiosas
preguntas, réplicas, negativas y ofertas, nadie podrá contarlo porque a esa
hora doña Paulina, la mujer de Crisóstomo y su hija Julia dormían plácidamente
la siesta.
Abraham
Maluf revolvió sus cajas de Pandora que aún conservaban el herraje que en
mejores tiempos las habían distinguido, y empezó a mostrar polvos asiáticos,
talismanes africanos, afrodisíacos australianos, cruces maltesas hechas con
huesos de mártires franceses, libros para exorcizar a los demonios y el breviario
de las matemáticas, del griego Diógenes de Antioquía, para ganar fama y
riquezas.
Iban
pasando las horas y Abraham Maluf continuaba su disertación, limpiándose
continuamente el rostro moreno y aceitoso mientras Crisóstomo Rivero esperaba
con la paciencia y comodidad de aquel que ya sabe parte del inefable futuro y
lo domina. Aguardaba, con cierta inquietud, que el turco le mostrase de una
vez, algo que sacudiera el hermetismo de su mente acostumbrada a divagar por
las recónditas regiones astrales, algo que fuera superior a cuanto ya había
contemplado en este mundo, más luminoso que el resplandor de los Ángeles de la
Mañana, superior al secreto de las ciudades incaicas sumergidas en la selva,
más sorprendente que el Tratado de Teratología Humana que había leído en su
juventud.
La
jarra de vino con rodajas de limón había disminuido su nivel. Los contendientes
se sobreponían con cada trago al esfuerzo de tan contrarios gestos de interés.
Entonces volvían a la exploración h a la lucha de palabras hasta que al fin el
traficante de nobles y misteriosas cosas desempacó un libro de tapas amarillas
envuelto en papeles de diarios y acomodándolo sobre un costado de la mesa lo
abrió al azar y leyó en voz alta en una de las hojas: “…para gloria de su Tormentoso Padre que lo envió a vivir entre los
hombres para mostrarles el camino del desengaño y hacer del sufrimiento el
único camino de salvación…”.
Dio vueltas a
hurtacordel otro grupo de páginas y leyó ahora con una voz apenas susurrada: “Tomar un puñado de cabellos de la mujer que
se desea y molerlo con cenizas de entrañas de sapo, mezclar con ojos de
basilisco del huevo de una gallina ciega y exponerlo durante la noche del
plenilunio de septiembre a las huestes que se arremolinan sobre las gotas de
sangre de…”.
Se interrumpió al
escuchar los pasos de doña Paulina que iba aproximando mientras acomodaba su
largo cabello.
El
libro contenía ingenios del cielo y dibujos de ancestrales vampiros, santos
petrificados por el pecado de los hombres y las sinuosidades que debía recorrer
la mente del neófito hasta encontrar las claves de la magia y de la cábala. “Libro de Osiris, Descenso del Hijo de
Zartan al Planeta de los Hombres”.
Crisóstomo Rivero
pagó con arrugados billetes de un peso aquel ejemplar impreso en los talleres
de inquietos espíritus no terrenos que desde ahora lo estarían vigilando para
seducirlo y convertirlo en uno de ellos. Lo habían elegido precisamente a él
porque su ingenuo corazón era una manzana encantada de la que surgía
perpetuamente un aroma de singulares cualidades.
Apenas
llegó la noche comenzó a repasar dificultosamente el libro. Casi no sabía leer,
había poca luz en la habitación y el ejemplar, viejo y amarillento, despedía un
olor tan insoportable que tenía que mantenerlo lo más alejado posible de su
rostro.
Cuando
todos se habían dormido y el rancho de los Rivero quedó sumido en la espesa
niebla de la noche, un coro de sapos cornudos de lenguas llameantes comenzó a
pasearse con insolencia por el patio, dibujando con sus babas imperceptibles
jeroglíficos cuya traducción enloquecería al más sabio y cuerdo de los hombres.
Hasta que la luz del alba los fue apretando con el filo de su luz hasta que
desaparecieron.
EL ESCONDITE DE GOB
Vivo aquí desde hace un año, en un rancho de
adobes habitado por un matrimonio y su única hija, esperando la orden de
revertirme en uno de estos enormes cuerpos humanos.
Ellos no advierten mi presencia aunque
me han visto sucesivas veces en sus sueños nocturnos en los que intervengo
deliberadamente para comenzar su preparación. A veces la mujer despierta dando
gritos y diciendo que la casa está invadida por hombres pequeñitos que corren
por las paredes, pero nadie le hace caso porque dicen que está loca.
El hombre aparenta ser muy viejo
aunque conserva una gran fortaleza biológica y ha desarrollado, por herencia
familiar, una gran sensibilidad hacia nuestra especie. Se llama Crisóstomo
Rivero y siempre se levanta muy temprano a contemplar algo que parece, para él,
estar en algún lejano punto del espacio. Permanece largo tiempo con sus ojos
semicerrados en actitud de oración esperando el regreso de Aquel que lo visitó
en su infancia y le prometió que algún día le entregaría un soplo de la gloria
de los dioses del fuego.
La hija, una joven muy hermosa, ha sido
ofrecida en secreto por su padre a uno de mis jóvenes camaradas que pronto
llegará a la Tierra, en compensación por todo lo que él recibirá.
Debo permanecer oculto hasta que pase un nuevo ciclo de la
naturaleza. Mientras aguardo la orden me entretengo por los alrededores de la
vivienda, modificando los colores de las flores del jardín, persiguiendo a las
verdes lagartijas a la hora de la siesta o sumergido en la frescura del
estanque, deslizándome entre los peces rojos y amarillos, entre los blancos patos
que huyen despavoridos cuando les tiro de sus colas.
Hoy casi estuve a punto de ser
capturado por un grupo de niños que andaba cazando mariposas. Yo volaba
distraídamente cuando alcancé a escuchar los gritos y las risas. “Es muy
grande”, “es hermosa”, “agarremos a esa mariposa, que no escape”. Yo tenía en
funcionamiento el campo de fuerzas protector pero aún así temí que estos
pequeños salvajes me tomaran en sus manos, porque no quería hacerles daño.
Me elevé cuanto más pude y desde muy
arriba me divertía viendo correr a las pequeñas figuritas de un lado a otro con
su improvisada red y escuchando sus
lamentaciones por no haberme capturado.
Pero ya es de noche y todo comienza a
ser diferente en este insólito lugar. Tengo miedo de extraviarme y enciendo los
extremos de mis antes que me guiarán al escondite.
Todo está cubierto por la
oscuridad apenas el gruñido de los
perros acompaña mis leves movimientos en el aire. Hacia el oeste, el satélite
lunar apenas brilla convertido en una fina línea curva. Me siento muy solo y
una confusa mezcla de sentimientos y de impulsos parecen acorralarme. Trato de
comunicarme sustancialmente con la Unidad Creadora de la Tierra, un espíritu
cósmico al que todos veneran con el nombre de Divina Madre. Por momentos siento
que una partícula infinitesimal me ha llenado de un gozo aterrador. Mientras
estaba Más Allá deseaba poder sumergirme alguna vez en este profundo lago
interior, pero ahora que se aproxima el momento decisivo temo perder el
recuerdo de mi Antigua Morada.
Es la hora. Miro hacia el cielo cada
vez más claro por la aurora y de pronto veo surgir el arabesco de la
información biónica que diariamente me envían desde la Nave Madre anclada en el
inabarcable espacio. La escritura es computada y traducida en el acto. Es un
saludo fraternal y bondadoso de mi Maestro, una frase que contiene la esencia
de todo poder y el permanente tono de su magnificencia: “GOB, PRONTO VENDREMOS
POR TI”.
LA
TRANSMIGRACIÓN DE LOS ESPÍRITUS
Gob recibió por fin el ansiado mensaje que lo autorizaba a penetrar en
un cuerpo humano para poder así canalizar hacia los hombres una nueva idea
elaborado en el distante Planeta de los Sueños de donde él provenía.
Partió de su escondite y revoloteó
durante largas horas por el aire fresco de la noche sometiéndose
voluntariamente a los mecanismos desintegradores que harían posible su paso
hacia la caliente carne de un ser humano. Desde la Nave Madre la computadora
registraba el desarrollo de aquella diminuta partícula entrega al juego feliz
de la transmigración.
Al principio era apenas un punto casi
invisible que giraba en amplios círculos sobre un rancho de adobes y luego,
poco a poco, llegó a transformarse en una luz incandescente que aumentó hasta convertirse en una esfera
anaranjada.
Sentado frente al silencio de la
aurora y mientras contemplaba el fasto rito de la palingenesia terrestre,
Crisóstomo Rivero vio venir hacia él aquella bola de fuego que descendía del
cielo y recordó en el brevísimo tiempo de pavor un grabado del Libro
de Osiris que representaba los globos vivientes ocupados por espíritus
estelares que han recorrido las órbitas de todos los planetas durante un millón
de años y que allí permanecen, ocultos a las tentaciones del deseo de vivir, en
el gozo de un Nirvana eterno.
La casa se iluminó hasta en sus
mínimos contornos con una luz amarrilla perfumada con el polen de rosas
tibetanas. Crisóstomo Rivero solo atinó a levantarse y cubrirse el rostro con
las manos cuando la esfera de luz se le incrustó en la sangre. Sintió un dolor insoportable en la cabeza, un
sabor amargo y caliente en la boca. Sacudiéndose convulsivamente e dobló hacia
delante, cayó de rodillas y comenzó a rodar suavemente sobre el piso de tierra.
Todo quedó a oscuras sobre su cuerpo. Por sobre los altos álamos comenzaba a
insinuarse en la lejanía la próxima mañana.
Así permaneció hasta que Paulina y
Julia lo llevaron a su cama, envuelto en sudores y ardiendo de fiebre. Le
limpiaron con cuidado el hilo de sangre que le surgía de la boca y los oídos y
lo abrigaron cariñosamente.
Ajeno al manipuleo de las ansiosas
mujeres, Crisóstomo Rivero soñaba en ese momento con un extraño mundo que tenía
las mismas formas de sus pensamientos. Allí donde él penetraba con su
imaginación, portentosas formas creadas por su voluntad se le adelantaban para
mostrarse, y apenas corregía un detalle todo se transformaba en infinitos y
vibrantes puntos de colores. Sus pies y manos, sus ojos y su voluntad interior
podían cada uno, por su cuenta, generar y mezclar ideas y sabores, formas de la
alegría, modelos de la sensualidad y el tacto, amenazantes monstruos de la
mente, delicadas y apenas tangibles voluptuosidades.
Era el núcleo de un mundo ilimitado y
activo, que no cesaba jamás de desplazarse, plano a un deseo, ondulante a otro,
enriquecido por embriones y vástagos de plantas y animales jamás nacidos,
amasado con óvulos germinales de mundos futuros, hecho a la medida de una conciencia todopoderosa, única, inmortal.
Durante un mes permaneció así,
hinchado y sudoroso, hasta que comenzó a enfriarse y a reducir de peso.
-Yo no soy yo- dijo una mañana a modo
de saludo con una voz que no era la de Crisóstomo Rivero. Paulina y Julia se
refugiaron en la otra habitación y encendieron cirios a la imagen de Santa
Renata, piadosa patrona y protectora de los locos.
EL
TIEMPO DE LAS COSAS ENCANTADAS
El sol apareció por el oeste
remontando una corriente de cenizas adversa. El agua de la acequia retrocedía
lentamente abandonando sobre el barro aletargados bagres y breves mojarritas
plateadas. El fuego era frío y el humo se hundía hacia las profundidades de la
tierra para testimoniar que había llegado el tiempo de los encantamientos y de
la magia.
La gente dejó de pasar frente al
rancho de adobes de Crisóstomo Rivero y poco a poco la calle se cubrió de
yuyos. Hasta los mismos pájaros seguían de largo sobre aquella región separada
del mundo por un círculo de cálidas cenizas.
El primer suceso tuvo lugar una mañana
fría del mes de junio cuando descubrieron que Julia no estaba en su cama.
Desesperados la buscaron por todos lados hasta que la encontraron durmiendo
sobre una parva de pasto a doscientos metros de las casas. Apenas intentaron
despertarla la joven comenzó a dar tales gritos de espanto que hasta los perros
comenzaron a aullar.
Después ocurrió que los recipientes
con comida se derramaban, las sillas bailaban por los cuartos y las macetas con
geranios rodaban por el patio, impulsadas por una fuerza invisible y
descontrolada.
Pero hubo un acontecimiento que puso a
Paulina en el camino de sus primeras experiencias con lo desconocido. Fue
aquella noche de plenilunio cuando observaron, mientras tomaban mate bajo el
alero, a un extraño navegante del espacio quien, como un barrilete y en
acompasados movimientos se desplazaba
por sobre las casas del pueblo vecino hasta que comenzaron a escucharse
disparos de escopeta de los aterrorizados chacareros de las fincas vecinas. La
figura volvió otra vez a remontarse
pero de inmediato lo hacía más
lentamente hasta que descendió en el
patio tomándose el pecho con sus manos. ¿Quién podría ser? Pues no era otro que
el mismísimo Crisóstomo, herido por los rústico perdigones, semejante a una
gran ave que regresa de épocas remotas.
El hombre jamás aceptó la versión de
las mujeres pero desde aquel día su actitud familiar cambió drásticamente y
comenzó a desaparecer durante días enteros. Ellas lo buscaban temerosas por el
monte hasta que finalmente lo encontraron agazapado ente espinosos matorrales,
semidesnudo, ahora con su pelo y barba desmesuradamente crecidos, aferrado al
mismo y pestilente libro del que nunca
se separaba, haciendo gestos incomprensibles y procurando expresarse con
palabras en un idioma desconocido.
A la vista de seres semejantes parecía
que Crisóstomo retornaba a su eje formal y comprendía que algo malo estaba
sucediendo. Tenía espacios mentales durante los cuales se serenaba y volvía a
la rutina de la familia y su trabajo como peón en Vialidad Provincial.
Fue
uno de aquellos días, breve intervalo entre dos formas diferentes de
enajenación, cuando Paulina aprovechó la ausencia de Crisóstomo para tomar el pesado libro y
esconderlo en el horno.
Al comienzo se sintió aliviada y hasta
reía de la resolución tomada. Las cosas y los hábitos de vida volvieron a su
normalidad y tornaron los vecinos a pasar frente al rancho como si nada hubiera
sucedido, intercambiaban amables saludos,
las plantas del jardín volvieron a florecer, se purificó el agua del
estanque, los peces retornaron a su alegre vida y el sol aparecía como antes,
por el este.
Pero a los siete días de haber
consumado aquella temeraria acción, Paulina no despertó porque estaba dormida
para siempre.
LA MUJER
QUE MORÍA Y RESUCITABA
Las lechuzas posadas en el alambrado chistaron a las viejas vestidas de
riguroso luto que caminaban por la estrecha huella hacia el velatorio de
Paulina. Portaban, como estandarte, blancos ramos de calas y azucenas y se
protegían de las acechanzas de la Muerte con un ruidoso y acompasado coro de
oraciones.
Crisóstomo Rivero, sentado bajo el
alero en su silla de totora las veía llegar mientras sorbía plácidamente su
mate bien dulce y caliente.
En la cama de matrimonio Paulina
parecía estar depositada sobre el cruce de dos dimensiones iguales pero
opuestas que se alimentan una de la otra y tenía la apacible sonrisa de muertes
anteriores. Sin embargo, su corazón no se escuchaba y el aliento reposaba en lo
desconocido y la túnica fría de la Señora de la Noche Perpetua comenzaba a
formarse sobre su piel helada.
Las viejas apuraron el paso porque el
aire de la tarde anunciaba el ocaso y bandadas de patos salvajes enderezaban su
vuelo hacia las lagunas bordeadas de
sauces. Una legua antes comenzaron a llorar a grandes voces y así,
empapadas por sus propias lágrimas, arribaron al rancho.
Justo cuando el sol se desprendía del
cielo y cómo hábiles artistas que han repetido su obra trágica en todos los
escenarios del mundo, se desparramaron por la cocina y el patio, entraron al
dormitorio y al comedor, encendieron el fuego, prepararon café y sirvieron
brevísimas copias de anisado.
Paulina seguía en su letargo con aquel
rostro semejante al de un niño que simula estar dormido pero no sentía el aroma
de las flores que rodeaban su cuerpo ni el murmullo de innumerables voces antiguas repitiendo los
Salmos del Perdón. Fantástico ritual fabricado con pesadillas y sueños del
infierno, con flores de los cielos remotos y frutos de serenas esperanzas de
perpetuidad.
La noche empezó a precipitarse
suavemente sobre los campos, los animales y la gente cubriéndolos con la insoportable
sustancia de la oscuridad Sólo quedaron encendidos los cirios que rodeaban el
cuerpo pálido de Paulina y ellos bastaban para iluminar el preámbulo de la
resurrección. Ancianas dormidas por toda la casa como negras gallinas acurrucadas en sus nidos; Crisóstomo
recostando su cabeza en el sillón de mimbre, vencida su voluntad por los
sopores del alcohol.
Sólo Julia permanecía despierta recorría el trayecto del rancho hasta el
camino, seguida por los pasos curiosos de
los perros. Había despejado el sueño y
el cansancio con la malicia de la voluptuosidad y cargada
con los relampagueantes fuegos del deseo apuntaba sus ojos a través de
la noche oscura esperando distinguir aquella inconfundible imagen que siempre
aparecía para calmar su insaciable sensualidad.
Es posible que el hambre genere hijos
en algunos, el amor o el odio en
otros y parece seguro que la muerte
produce el deseo de pertenencia y posesividad para compensarse a sí misma por
tanta ruina, por tanta miseria. Eso sintió Julia al amanecer, desnuda bajo la
luz de las estrellas, bajo ese ser poderoso y magnético que la seducía cada vez
que su madre se entregaba a la muerte. También pensaba, con precisa lógica, que
su afiebrado amor nocturno era una fuente de indestructible poder por la que
surgía la leche fresca de la vida resucitada y que el frenesí de su pasión era
parte del sistema de la regeneración continua del Universo.
Con estos pensamientos lo encontró la
aurora. Desgreñada y pálida, retornó al rancho. Las viejas barrían el patio y
acomodaban las habitaciones, para la fiesta del amanecer, con ágiles pasos, contagiadas por el
presentimiento del feliz suceso que aguardaban.
¿Cuántas veces había muerto Paulina y
cuántas otras había resucitado? Cada uno de los testigos había vivido idénticas
escenas incontables veces pero en cada muerte había algo de perfección que sólo
puede proporcionar el presentimiento de la muerte definitiva.
Solo restaba ahora que Crisóstomo
encontrara el Libro de Osiris que
Paulina había escondido y que era la causa por la cual había muerto. Salió al
patio, se arrodilló y de inmediato las viejas
formaron a su alrededor un anillo negro, inmóvil y preñado de severas
invocaciones. Así permanecieron largo tiempo hasta que Crisóstomo se incorporó
lentamente, giró a sus espaldas y avanzó paso a paso hasta el casi derrumbado
horno de adobes. Metió en él sus manos y sintió que una arrolladora furia lo
tocaba cuando asió el libro y al mismo tiempo lo aturdió el griterío de las
viejas en el dormitorio y el llanto de Paulina, primero como el gemido de un
recién nacido, más tarde con la voz de una niña adolescente y recién al
mediodía con su propia voz, aguda y chillona, mientras servían el almuerzo
colectivo.
Después venía un período durante el
cual Crisóstomo Rivero retornaba a su magia y a las cosas de la vida cotidiana
y los seres comenzaban a transgredir las leyes naturales para vivir en un mundo
paralelo, invertido y encantado, donde todo es posible y abundante.
Sin embargo, Paulina tenía en su
sistema cerebral un circuito por donde a veces se desprendía una pizca de
racionalidad con la que trataba de orientarse para tratar de salir de
esa tormenta mágica que su esposo había desatado sobre el hogar.
Fue así como un domingo, cerca del
mediodía, mientras Crisóstomo se encontraba leyendo el diario y Julia preparaba
la mesa para el almuerzo, Paulina tomó la decisión de expulsar los fantasmas de
su camino. Preparaba el horno para cocer el pan y había introducido gruesos
leños secos que ardían ruidosamente con una especie de odio y enseñamiento.
Crisóstomo levantó la vista en el
exacto momento en que Paulina tiraba el libro
a las llamas. Quiso gritar para advertirla pero ya ella se volvía hacia
él con el rostro encadenado al terror y a la desgracia. Con ojos suplicantes y
tristes lo miró por última vez tratando de decirle algo, unas pocas palabras
que apenas alcanzó a balbucear. Cayó de bruces y en un instante todo su cuerpo
se convirtió en cenizas que el viento del mediodía comenzó a barrer,
rítmicamente.
EL EXTRATERRESTRE
El extraño ser avanzó tambaleándose en dirección al pueblo. Parecía
sometido por una poderosa fuerza gravitacional y por momentos amenazaba caer
sobre el polvo de la calle. Tenía puesto sobre su cabeza unas largas y rústicas
antenas de alambres oxidados y envolvía su cuerpo con cables conductores de
electricidad de diferentes colores de donde pendían lámparas rojas y verdes que
se encendían y apagaban en forma intermitente. Una pesada batería de automóvil
colgaba sujeta a su espalda por gastados correones y de allí partía el fluido
que alimentaba el circuito eléctrico.
Era un individuo anciano pero
todavía fuerte que, cuando el griterío de los niños y los
ladridos de los perros enfurecidos se calmaban, hacía oír su voz, con una especie de sonido claro y ahuecado,
como si surgiera de una garganta metálica, que
podía escucharse a gran distancia. Tenía algunos golpes en el rostro de
donde salían débiles gotas de sangre, pero su figura agotada y andrajosa se
mantenía erguida y desafiante.
-Yo soy la voz de un mundo que vendrá
– venía diciendo – y profetizo el advenimiento de una conciencia planetaria.
Soy emisario de una dimensión desconocida por ustedes y he logrado este
contacto por la divina voluntad de mi Maestro que está allá, en el espacio exterior,
vigilando mis pasos con generosa complacencia.
La gente iba acercándose con el brutal
instinto de las fieras impenitentes. Le arrojaban toda clase de objetos y lo
escarmentaban con grotescos insultos. Babeaban de risa y lo pateaban al pasar.
Otros, a caballo, trataban de pisotearlo, pero él siguió su paso esforzándose
por salir de allí y tener, a la vez, el tiempo suficiente para dejar las
semillas procreativas de su espíritu en cada pueblo por donde pasaba.
-He atravesado un puente construido con
la fría luz de las estrellas y el líquido caliente de mi propia sangre y he
descendido por el cordón de plata de la transmigración a este cuerpo que no es
mío y que pronto abandonaré. Mi nombre es Gob y soy el Genio de los duendes de
todas las esferas habitadas. Practico los encantamientos, proporciono la gracia de las ensoñaciones,
no gratuitamente, sino a cambio de la felicidad que otorga la fe. Provengo del
Planeta de los Sueños, habitáculo mágico donde se elaboran las ondas expansivas
de los sentimientos que llegan a esta lejana Tierra como emanación de los
misterios.
-Es un pobre viejo, un loco –
comentaba alguien - , y no es justo dejarlo vivir así, mendigando por las
calles, sometido al escarnio y al castigo de gentes degeneradas que lo martirizan
sin motivo.
-¿Es necesario, acaso – continuó el
extraño -, que me obliguen a demostrarles que soy el auténtico profeta que ha
cruzado setecientos setenta y siete
cielos para mostrarles los prodigios del devenir? ¿No es suficiente mi
sufrimiento corporal y la visión de estos equipos ultrasónicos capaces de
convertir en polvo una ciudad entera? ¿Será posible que todo este pueblo con
sus hermosas casas, con sus niños y fuentes, con sus altos árboles y ricas
bibliotecas no haya pasado por el tamiz de mis filtros selectores? Tan solo
necesito que uno de entre todos ustedes bese la tierra que van pisando mis pies
para que sean salvados por mi intermediación.
Muchos dejaron de escucharlo y se
refugiaban en las maquinaciones de sus cansados cerebros. Otros miraban
absortos y lejanos, con una mueca mezcla de fastidio y de burla. Y los más pequeños proseguían sus ataques con
piedras y hasta los mismos perros se atrevieron a encarnizarse con sus
doloridas piernas.
El extraño ser comenzó a alejarse del
pueblo, pero su voz continuaba escuchándose, nítida y amenazante:
-La vida es para ustedes una
consecuencia pero no la aceptan como un objeto lógico y al mismo tiempo útil
para el desarrollo de sí mismos. Son más bien unos estúpidos parásitos
encadenados a la supervivencia y a la grosera práctica del desgaste.
Despierten, porque falta muy poco para que se cumpla el tiempo previsto por los
Dioses. Acabará el período de las fáciles creencias y de las mistificaciones.
Se disolverán las causas que provocan angustia y terror colectivos. Abran sus
ojos, pobres animales; el día de la aniquilación se aproxima. Todo se invertirá
como en los sueños. Aquello que está encima caerá y el oeste pasará al este.
Los niños serán mayores que los ancianos y habrá peces donde hoy vuelan los
pájaros.
Casi nadie escuchaba el largo
discurso. A la hora de la siesta todos se desplomaban hacia el imán del sueño
como un enorme animal aletargado bajo el sol.
El hombre se volvió y tomando una de
las antenas, en cuyo extremo brillaba una tenue lamparita, apuntó hacia el
grupo más próximo de casas.
-Por última vez –gritó-, deben
comunicarse conmigo antes que sea
demasiado tarde. Alcen sus ojos y verán en el cielo mi transporte galáctico que
brilla como una estrella en pleno mediodía.
Nadie contestó, ni siquiera los perros
que jadeaban bajo la sombra de las frescas moreras y habían perdido todo
interés en él.
Crisóstomo Rivero apuntó nuevamente
hacia el pueblo y en el mismo instante un repentino terremoto mezcló la sangre
de los hombres y los animales, las casas y las hojas de los álamos. Todo se
convirtió, en segundos, en una nube de polvo rojizo y cenizas que oscureció la
luz del sol.
Siguió su marcha lenta y torpe hacia
el carril que lo orientaba hacia el próximo poblado.
-Yo soy Gob –iba repitiendo- y
profetizo el advenimiento de una nueva forma de existencia…
LA LOCA
DE LOS PERROS
Mientras Crisóstomo Rivero, transformado en un extraño extraterrestre,
proseguía su lento peregrinaje por el mundo anunciando la llegada de la vida
divina, el polvo gris del cuerpo de Paulina volaba con el viento del sur hacia
la extenuación de la materia. Julia, en pocos años, envejeció grotescamente y
se convirtió en una vieja desdentada y sucia, semicubierto el rostro por una
abundante y despeinada cabellera. Vivía sola en el rancho de adobes y
escasamente se la venía caminar por la huella que conducía al pueblo, con sus ropas negras desgastadas por el tiempo,
encorvada y sosteniéndose sobre un bastón. Así se la veía, muy de vez en
cuando, repitiendo una y otra vez la misma imagen, como si su figura fuera
proyectada por una máquina invisible.
Andrajosa y sucia, rodeada por docenas de perros de todos los tamaños, dóciles
guardianes de una huérfana maliciosa y astuta de la que todos huyen
prestamente.
Julia Rivero tenía a los veinticinco
años el engendro de las ásperas
mutaciones que socavan la alegría de vivir. Era un símbolo popular de cuanto
puede hacer la presencia del maligno cuando decide compartir la vida familiar
de los hombres. Ella, que había conocido la voluptuosidad de la juventud y de
la belleza, que había sido dotada de las inimitables formas que proporciona la
geometría del cielo a sus hijas preferidas, vivía castigada por desconocidos
pecados y soportaba el horror de la depredación biológica por el único motivo
de ser la hija de Crisóstomo y Paulina.
Vivía aislada en el rancho, dentro de
un perímetro de quinientos metros, en cuyo límite las viejas del pueblo
encendían centenares de velas para que no se atreviera a traspasarlo, para
impedirle cualquier intento de comunicarse con los demás.
Ya
muchos tenían grabadas en sus mentes la silueta de la apestosa vieja que dormía
rodeada de su cuadrilla de perros cimarrones y en cada ocasión propicia
relataban el pánico que habían sentido al encontrarse frente a ella en alguna
vuelta del camino. Se sospechaba que Julia transformaba a los niños en dóciles
perros y a sus enemigos en animales domésticos que luego le servían de
alimento.
El espacio físico que guardaba su
morada era improductivo. Sin embargo, hacía largos años que ella se alimentaba
diariamente y mantenía sus perros ágiles y sanos. Sobre la tierra salitrosa
sólo crecía una vegetación achaparrada y gris. Los antiguos álamos y sauces
apenas si conservaban el grueso de sus esqueletos semiquemados. El curso de la
acequia, que alguna vez había transportado resbaladizos bagres y abundantes
espárragos, se había borrado definitivamente. Zona marginal de desolación y
muerte a la que nadie accedía, región del terror y de las alucinaciones, núcleo
de supervivencia de rojas salamandras, fruto del furioso gesto de algún mago
enfermo y fracasado.
Por eso ninguna persona tuvo, jamás,
el valor de pasar de noche frente al rancho de los Rivero. Había un poder que
lo impedía, una onda de superstición
acaso, tal vez una cúpula electromagnética o un arcoiris de energía mental
superior. Los vecinos más osados llegaron hasta el círculo de cirios
encendidos, pero allí entonces se les aparecía el hombre de algodón, fantasmas
de cerdos o perros sin cabeza.
Así se mantuvo intacto el camino para
que el jinete vestido de negro, montado en su caballo tordillo, flanqueado por
sus cinco perros y con gesto despreciativo llegara sigilosamente en cada
plenilunio, a la medianoche, y desmontara con su prestancia de General de las
Tinieblas, ávido de las generosidades que guardaba para él la loca de los
perros.
Desde Tíbero Tadeo, cuatro siglos
antes de nuestro tiempo, afortunado campesino romano que descubrió la estatua
de mármol todavía intacta de la Venus Andrógina del Teseo, nadie contempló en
lugar alguno de la tierra un modelo más acabado de la divinidad femenina que
Florentino González.
Apenas desensillaba, como sin apuro,
su paso sobre el suelo arrancaba destellos de vaporosas luces rojas y violetas
que encendían el ámbito del rancho, modelando sobre cada adobe, sobre cada
trozo de madera o de caña, las columnas de un soberbio palacio de transparentes
cristales. Avanzaba a paso lento, con el rostro levantado en señal de
magnificencia y señorío. Entonces, en esos precisos instantes, Julia, desde su
propia ruina comenzaba a transfigurarse en una bella adolescente que recibía
sobre su piel el reflejo aumentado de la fresca luz de planetas y soles
distantes, convertida en un punto axial donde fluía ininterrumpidamente la Gracia
Original de toda raza pasada y futura.
Julia Rivero lo miró desde su
resplandeciente renacimiento y Florentina González, el Chino, con la sonrisa
sarcástica de Satanás, mostró sus dientes de oro y le tendió las manos. Sin la
necesidad del tiempo que abruma a los humanos,
sin la prisa con la que cada
hombre quiere sujetar los brevísimos instantes de placer y de afortunada
sensualidad, Julia y Florentino se regocijaron secretamente en el fastuoso
globo mágico de la lujuria.
Luego Julia observó que las luces
disminuían poco a poco su intensidad y creyó recodar, repentinamente, detalles
de una sencilla infancia, los años escolares, el día en que su padre compró un
libro de magia, el cuerpo de Paulina dormida-muerta bajo una sábana de blancos
claves, la noche que despertó sobre una parva de pasto y entonces pegó un
grito, ese grito que la gente escuchaba todas las noches, mezcla de placer y de
espanto, de furia y de impotencia, sonido mitad de perra, mitad de mujer.
Se vio al instante tirada sobre los
trapos de su cama, rodeada de cariñosos perros que la observaban curiosamente.
Lloró en silencio hasta el amanecer.
LOS SOBREVIVIENTES
Martín Butler dice, en su Filosofía del Renacimiento, que el elixir que San Diógenes bebió en el
cáliz de la Iglesia de Santa Bernarda era vino de otro universo que arcángeles
revestidos de armaduras plateadas depositaron en las bodegas del convento la
llamada “Noche de las Luciérnagas Estruendosas” cuando el resplandor de un
refulgente meteoro desolló la llanura de Mérida de tal modo que el rescoldo
sobrevivió una semana a los llantos y a las quejas de los moribundos.
Estos portentosos informes sufrieron
las añadiduras del tiempo y la superstición. Cuanto más grande es ésta y más
amplio el recorrer de aquél, mayor es la maravilla de su magia. Para Butler, un
disconforme filósofo que atrapó para sí la más ruinosa crítica de sus
contemporáneos, la teofanía de los místicos precursores parte de una
equilibrada interpretación de los relatos que nos llegan a través del encendido
mechero de la imaginación y de los sueños.
Estos (aparentes) símbolos mágicos
mezclados con las groserías de los relatores más ignominiosos, no pueden sufrir
modificación alguna en cuanto ellos son fruto de la constate emanación de la
conciencia, es decir, de la napa de la inteligencia colectiva que se dio en
llamar el subconsciente. Cuanto más giran aquellas versiones de arcanos
prototipos mejor perfeccionados los encontraremos al cabo de los tiempos.
Estaban allí desde la oscuridad de la historia y así están hoy, intactos y
siempre cambiantes, en paradójica acción que hace posible su permanencia y su
renuevo.
La teoría de Butler y de los analistas
ingleses de la escuela de Reinach, surge de la interpretación de los escritos
de San Diógenes, denso libro de visiones de un mundo paralelo al nuestro y en
el cual, por momentos, como el pasajero del tren que extiende la mano y arranca
una hoja del paisaje, podemos extraer a voluntad. Según ellos, los siglos
pasados formarían prietos reservorios que entregan y perciben del actual el
contrapeso determinado por la congruencia antitética del tiempo.
En 1563, San Diógenes ha celebrado
misa y escanciado el sabroso vino cuyo símbolo es la Sangre del Redentor. Es
una suave mañana del otoño meridional y mientras cruza los dorados cultivos,
siente que su sangre es aproximada al frenesí de una visión indeseada pero a la
vez de gratísima apariencia. El mensaje, que ha movilizado los arquetipos de su
mente, es luego transcripto tal como le fue dictado:
A
vosotros, hijos de la Isla de Fuego de Tzalán, nacidos de la espora virginal de
nuestras mieses. Escuchad atentamente, porque está aproximándose el tiempo de
la dispersión. Nuestra voz, potente y dulcísima, viene desde el siglo XX.
Giramos en un anillo de curiosa complejidad cuyo eje es el mismo donde se mueve
vuestra vida. Mirad ese cielo sin estrellas: en él, una cerrada noche perpetúa
la miseria y el espanto. Estamos depositando semillas por debajo de la puerta
de la Casa para que sean aceptadas y crezcan esperándonos.
San Diógenes perdura a través de los
años en la dócil comunidad contemplativa atento a las voces del cielo. Todos le
observan con paciencia y caridad y lo abandonan al universo que a ellos es
ajeno y peligroso. Universo de cualidades insoportables para la reposada visión
de la costumbre. Su celda vibra con el estremecimiento de las revelaciones.
Casi ciego, todavía escribe y dice, refiriéndose a sus invisibles
interlocutores:
Ellos
han procurado abastecerse con la riqueza de los reglamentos de la Orden. Son
fuertes y ágiles. Cruzan de una estancia a otra. Montan barriletes metálicos,
cuencos de plata y oro, antorchas de perpetua luz. Pero agonizan en la Edad de
la Crisálida. Se emocionan al escuchar el canto de suaves oraciones. Viajan
desde el mañana para buscar refugio en nuestros corazones.
El abad del monasterio recoge
confesiones y palabras del anciano monje. El aire apenas agita sus blancos
cabellos y abate el murmullo de las plegarias mientras camina por el campo de
olivos. Siente que los viajeros se aproximan a su espacio interior. Él los
cobija y protege para que puedan completar sus mensajes y asegurar que la
entrada, por esa dimensión, permanece abierta. A la noche escribe:
Ellos
me han dicho hoy: gracias por el cáliz de vuestra sangre. Tal vez sea tarde,
tal vez no. Sustituimos la subversión del orden por el principio del
número y la forma, el estilo de la
simplicidad y la metáfora del comportamiento. El silencio distribuye nuevas
proporciones al crecimiento real. Renacemos. Nos reconstruimos en base a
frescas germinaciones interiores.
Martín Butler afirma que las grandes
potencias abrevan en una fuente común de inspiración política y segregan de
ella los diferentes órdenes según la posición estructural de las naciones sobre
el mapa del mundo. La oportunidad circular mantiene el equilibrio de las
relaciones internas del poder y hace posible la supervivencia, cualquiera sea
el grado de aniquilamiento colectivo. Se inspira en una de las últimas
profecías de San Diógenes:
Vendrá
el día en que ellos aposentarán sus naves cargadas de Alimentos sobre nuestras
ciudades. El polvo de los astros cubre sus cuerpos y una ansiosa vigilia los
orienta hacia nuestros corazones. Bebed el vino de sus odres sagrados, comed el
pan que amasan con su trigo. Escuchad sus palabras porque son los
sobrevivientes de la Gran Patria de nuestros padres. Pronto será el día del
regocijo, de la exultación y las bendiciones. Vienen hacia nosotros cruzando el
océano del Tiempo, colmados de semillas y levaduras. Traen el molde y la
arcilla, el polen y el carisma de la vida divina. Habitan arcas de hierro y
terciopelo y tienen la abundancia del saber. Son selectos y únicos porque han
superado el llanto y el fracaso. Amad y recibid con generosidad a los últimos
hijos de la Tierra.
EL SUEÑO DEL PASTOR
Perdidos sus ojos en la contemplación
de la majada que mansamente pastaba cerca, Omar el pastor se fue quedando
dormido bajo la sombra perfumada de un lapacho y soñó que Ashpa Sumaj, la
doncella bruja del monte, lo transformaba en una oveja, en castigo por haberla
deseado. Despertó sobresaltado y en verdad, era una blanca oveja bajo el cielo
azul de Machaguay.
Viendo que el pastor no regresaba a
las casas, sus hermanos salieron a rastrear el campo y encontraron bajo el
árbol sus ojotas y la alforja, pero Omar nunca regresó junto a los suyos.
Durante la noche, las ovejas soñaban
con verdes serranías y soleados valles, mas ninguna soñó jamás que era un
pastor.
EL HOMBRE-SIN-SOMBRA
El Hombre-Sin-Sombra atravesó el
pueblo en un viejo y destartalado automóvil modelo 1930. En el almacén de ramos
generales cargó combustible, adquirió algunos alimentos y partió hacia las
azules y próximas montañas.
Allí, en un lugar inhóspito que todos
llamaban la Cueva de las Brujas, levantó una rústica vivienda de piedras y
junto a ella brotó tiempo después un manantial y extendió como una alfombra de
frescura una huerta para obtener sus alimentos.
Una vez por semana, siempre a la misma
hora, regresaba al pueblo para reabastecer sus necesidades, en silencio, sin
pronunciar palabra.
Era realmente bello, joven aún, con un
extraño modo de mirar que inquietaba a los mentirosos y farsantes y también a
los falsos creyentes y a los idólatras.
Después de algunos meses, durante los
cuales los habitantes de Cienegal apenas habían advertido la presencia del
extranjero, comenzaron a insinuarse los primeros síntomas de preocupación en
sus habitantes. Comenzaron a darse cuenta de que el Hombre-Sin-Sombra no hablaba nunca, no emitía
sonido alguno y, especialmente, no proyectaba jamás su sombra, como si
permaneciera constantemente bajo un sol quieto y eso era demasiado raro, algo
fuera de este mundo. Aunque jamás pronunció palabra alguna, todos decían haber
mantenido algún tipo de diálogo con él, haber recibido, entre sus confusos
pensamientos, un idéntico mensaje simbólico que no podían o no se atrevían a
traducir.
Eso no era todo. Además, el
Hombre-Sin-Sombra curó al único leproso del pueblo que era una peste, una vergüenza pública, y
al mismo tiempo una divertida cloaca para los males colectivos. Y desde ese día
muchos se sintieron enfermos y decían que la lepra había entrado a lamer sus
carnes y el odio fue como un poderoso electroimán que reunificó los circuitos
de sus energías destructivas.
Y ocurrieron mayores desgracias, como
ser que los niños dejaron de obedecer a sus padres; abandonaban furtivamente
los colegios y se iban con el desconocido a las montañas, tan sólo para gozar
de su presencia apacible y luminosa, de su sabiduría enriquecida de silencios.
Después fueron los jóvenes de ambos
sexos quienes comprendieron que el Hombre-Sin-Sombra era como un nexo de carne
y de misterio convertido en espontáneo testimonio de sus ensoñaciones.
Penetraron así en el campo de irradiación que fluía desde la Cueva de las
Brujas y asimilaron, por participación, las instrucciones elementales de un
nuevo conocimiento, construido sin palabras y sin ideologías, sin números ni
formas, fuera del tiempo de la naturaleza y de los ritmos.
(Se
conserva un film tomado un domingo a la mañana en el Parque de Cienegal por los
Servicios Secretos que fueron enviados desde la Capital a investigar este
insólito fenómeno. Se puede ver en la
película al Hombre-Sin-Sombra rodeado de niños y jóvenes, practicando un ritual
que él les enseñaba por el cual algunos podían desembarazarse de sus sombras).
El pánico entonces se estableció en el
pueblo como un buitre negro que contempla desde las rocas la carroña que va a
devorar.
La gente que rechazaba al extranjero
(y era mayoría) comenzó a vigilar su propia sombra y ahuyentaba la noche
encendiendo luces y fogatas para sentirse viva, unida a su espectro,
proyectándose fuera de sí en una incontenible desesperación. Así murieron
muchos y otros enloquecieron, porque de pronto sentían que algo se desprendía
de ellos y caían arañando la tierra, en un último intento por asirse a sí
mismo, volver a unir el cuerpo y su sombra.
Cierto día, una adolescente, alumna de
la escuela de segunda enseñanza, perdió su sombra al regresar de las montañas y
lógicamente, como permanecía intacta, llena de vida y felicidad, se creyó
conveniente expulsarla del colegio después de haber sido repudiada por sus
familiares. Pero ella no se defendió de las ponzoñosas calumnias que inventaron
los torpes y sucios cerebros de sus vecinos y volvió a las montañas, junto a
sus amigos, desde donde no volvió a regresar.
La perturbación llegó a su clímax el
día en que un niño de siete años resucitó a su gato y después de quemar sus
juguetes y libros desapareció para no ser visto jamás.
(En
la Municipalidad de Cienegal están los documentos que prueban la existencia
real de estas crónicas, pero ha pasado
tanto tiempo que ya están incorporadas a la fantasía popular como una
leyenda difícil de creer pues son tan distintas y disímiles que nadie podría
jurar cuál es la verdadera).
Cuentan que todo terminó más o menos así: una tarde de otoño, al
finalizar la reunión de vecinos, se decidió, por unánime desesperación, que el
Hombre-Sin-Sombra tenía que morir. Las luces de las calles y de los edificios
habían sido encendidas con anticipación y ya ardían, también, las primeras
fogatas cuando en una camioneta roja, partieron armados de escopetas, el
carnicero, el peluquero y el vendedor de nafta. Los tres habían perdido a sus
hijos y viajaban con el odio agazapado en sus corazones y portando en su sangre
las diminutas y negras garrapatas de la violencia.
El vehículo enderezó hacia las
montañas por el rústico sendero serpenteante. Un tiempo después el silencio se
acomodó sobre la gente que aguardaba ansiosa, sintiendo anticipadamente la
sensualidad de la venganza.
Al alba, cuando todavía ardían los
últimos leños de las fogatas, regresó la camioneta roja con sus tres
tripulantes quienes informaron a la Liga de Notables que habían matado al
Hombre-Sin-Sombra. Pero algunos vecinos, llenos de natural malicia, se fueron a
sus casas a descansar, comentando entre ellos la sospecha de que los tres
misioneros hubieran regresado después de tantas horas con sus ojos húmedos e
hinchados, como si hubieran estado llorando largamente.
Es posible deducir, por lógicas
razones desprendidas de la historia misma, que ellos dispararon sus armas sobre
la Sombra y no sobre el Hombre que no podía morir y a quien, jamás, en su
bestial ignorancia, podrían haber visto.
Otros comentarios, más fantasiosos
todavía, originados esa misma madrugada, dicen que aquella noche de cacería
algunas personas vieron a un extraño objeto volador no identificado, como los
llamaban en aquellos tiempos, que recogió a varios seres en las proximidades
del camino a la montaña: al Hombre-Sin-Sombra y a sus siete conversos de
Cienegal.
En la carretera de ingreso al pueblo
quedó abandonado el viejo automóvil modelo 1930 y nadie lo reclamó jamás.
Todavía está allí, convertido en oxidada
chatarra que nadie se atrevió a tocar.
Sobre la capota de cuero negro del
vehículo alguien dejó escritas estas
palabras:
La
gente teme perder su sombra porque piensa que la sombra es la vida. En
realidad, la vida no da sombra, ni se proyecta, ni muere, ni se corrompe,
nunca.
EL CURANDERO
Encaramados sobre la ondulante falda
de los cerros de Barrancas se encuentran aún los antiguos viñedos que trabajó
durante su vida un hombre desconocido que hizo del servicio al prójimo un
inimitable modelo de santidad.
Su nombre ha sido reservado
intencionalmente para que esa historia de renuncia y humildad se conozca sin
deformación alguna y sea testimonio del modo en que el Destino lo escogió para
que expresara, con ejemplares actos, el sentido de ciertas leyes que controlan
la naturaleza de la vida humana.
Todo empezó a muy tempranas horas de
una fría mañana del mes de mayo de 1928. Mientras se encontraba arando divisó,
a lo lejos, una columna rojiza de humo que se acercaba velozmente, al tiempo
que una súbita ráfaga de viento helado cubría su cuerpo. El torbellino se
detuvo a pocos metros transformándose en
la radiante imagen de San Agustín, vestido con una túnica morada y sosteniendo
en su mano derecha una flor de nardo de la cual brotaba un dulcísimo aroma.
Cayó de rodillas tembloroso, creyendo
que su visión era el anticipo e una muerte repentina. Mas, el Santo,
separándolo de la espontaneidad del tiempo y el espacio, le reveló una misión
personal que él reprodujo por el resto de su vida en una forma de medicina
simple, formada por la interpretación del color de la orina de los enfermos y
la receta de hierbas silvestres.
El desfile de menesterosos y
desahuciados le privó del descanso y lo condujo a una inesperada vida de pobreza
y sacrificio que él aceptó con la obediencia nacida de su natural misericordia.
Por largas temporadas los médicos de
Maipú lo hacían encarcelar sin saber que de tal forzado descanso surgía la
renovada energía de sus dones para curar la ineficiencia de los cuerpos y de
las almas.
Era alto y robusto, de amplias manos y
mirada profunda y hablaba como si una mística tristeza lo agobiara
constantemente. Con inclaudicable fe y poderosa voluntad borraba la fiebre de
los niños, arrancaba a pedazos la basura de las enfermedades y ahuyentaba a los
malos espíritus que se esconden en las cavernas de la mente.
De sus once hijos, siete murieron muy
pequeños sin que él pudiera hacer algo para salvarlos. Su hijo mayor vivía
alcoholizado y las dos hijas se casaron
con obreros de la zona y le sobrevivieron en la pobreza y soledad.
Tal vez todo haya sido así como parte
del pacto de grandes espíritus, porque según dicen los Maestros, no hay
redención sin holocausto.
Murió en 1957, en el Hospital Central,
enfermo del corazón y con una vital predisposición para abandonar este mundo,
al que había servido durante más de medio siglo.
Gente
que tiene inmaculado el corazón a causa de su piadosa inocencia, prende velas sobre la tumba de aquel hombre,
una vez al año, para el 12 de agosto, día de Santa Clara de Asís.
EL CÍRCULO DE CENIZAS
DÍA DE
FIELES DIFUNTOS
El sol, filtrándose a través del techo
de cañas, formaba un tejido de líneas luminosas sobre los rostros bañados de
sudor. Las botellas, con sus diferentes niveles de vino, marcaban los altibajos
de la embriaguez y del olvido.
Tarde de un dos de noviembre, Día de
los Fieles Difuntos, cuando los cementerios se visten de fiesta y un cinturón
de sulquis, viejos automóviles, chatitas y bicicletas rodean su bulliciosa
anatomía, adornada de multicolores coronas de flores de papel.
En los quinchos, la concurrencia se
reafirma en la voluntad de vivir, y ríos de asado, empanadas y vino se deslizan
por las hambrientas gargantas.
Día en que la Muerte se arranca su
máscara feroz y dialoga francamente con la familia, complacida de tantas
visitas, por tanta carne fresca que un día será suya. Con sus enormes ojos mira
a cada uno, desde el alba hasta la noche y pone un tibio beso en algunas mejillas
con su espléndida Marca que tiene un día y una hora precisos.
Visto a la distancia, Florentino
González, vestido de negro sobre el tordillo arisco, parecía la imagen de la
Muerte tal como aparece en las xilografías de Víctor Delhez, surgiendo en el
aire caliente de la tarde, con el rebenque acomodado sobre el muslo de la
pierna derecha, blanco pañuelo al cuello flotando en el viento.
El jinete se venía acercando escoltado
por sus cinco perros, corte menesterosa pero fiel que lo seguía a todas partes
al flanco del caballo que marchaba con desafiante paso.
Martiniano Irusta lo veía llegar y entre ambos un hilo del
destino comenzaba a diagramar un mapa lleno de estrellas manchadas de sangre,
flores de blancas azucenas sobre mujeres vestidas de luto.
Dos ejemplares estampados por una
idéntica voluntad, por una común, irrenunciable idea de amar a una misma mujer,
aunque ese amor le perteneciera sólo a uno: aquel que supo cubrirla y
protegerla y sembrarle el vientre joven con amorosos y juguetones niños. Ignorando
que sus actos pueden ser la causa de infortunados hechos, que una hoja afilada
puede abrir manantiales de tibia sangre y despertar la codicia de la Gran
Enemiga, ambos talentosos vistiadores van estrechando el tiempo y el espacio de
su predestinación.
Pero Florentino González no se detuvo
esta vez en el boliche de don Benito
Donoso, porque en alguna parte de la Gran Maquinaria, un quantum de energía
aceleró o retardó la frecuencia de las ondas luminosas de sus ojos oscuros o
tal vez porque el dos de noviembre la Muerte siembra banderas de paz entre sus
hijos predilectos.
Al paso del tordillo brioso de
abundantes crines atravesó por la calle salitrosa y comenzó a disiparse en la
enrarecida atmósfera de la siesta, haciéndose más y más pequeño en los estratos
móviles del cálido espejismo.
Martiniano lo siguió con aquellos ojos
escrutadores que ahora miraban hacia adentro, hacia otras imágenes, en aquella
tarde de marzo, quince años antes, para el bautismo de su ahijado Julián, tarde
que se ocultaba en su memoria con sigilosa sensualidad. Veía a Filomena con su
pelo lacio trenzado a un costado, sus grandes ojos negros, cebándole mates
dulces a don Benito, alegre y provocativa, porque entones ella se pertenecía
únicamente a sí misma y sabía que tenía dos gallos para probar su suerte.
Los ojos de Martiniano se perdieron en
el vacío pero continuaron mirando hacia los almacenes del tiempo ido,
recordando aquella tarde cuando se cruzaron la ira y la ternura, el relámpago
cruel del odio y el nacimiento de su amor definitivo. Como en la parábola de la
flor de loto, cuya perfección surge sobre el barro y representa la irradiación
explosiva del espíritu libre, así refulgía la estrella de Filomena en aquella
melodiosa fiesta en Rodeo del Medio. Se movía de un lado a otro, en comedidos
gestos de amistad y servicio, pero permanecía en la exacta medida del tiempo
que concede a toda mujer el privilegio de la divinidad, paréntesis de gloria y
de fortuna corporal en el que la muerte y la disipación han sido suplantadas.
Todo hombre lo sabe y quisiera
expresarlo de algún modo, con el instinto o con el canto, con mortificadas y
esforzadas palabras, con el poder o con la magia. Martiniano Irusta y
Florentino González tenían encendida en sus corazones la hoguera posesiva del
deseo nunca escarmentado. Preciso sentimiento, primario y absolutista, que
tapia la razón con enconados golpes y al que nada puede desalojar sino la
propia satisfacción o la muerte.
Cada uno a su turno la invitaban a
bailar y la envolvían con el olor agrio del vino, con amplias manos entabacas,
con resuelta malicia, nacida del hábito de dominar y poseer.
Con un ligero golpe en el hombro su
compadre Francisco Alcaraz regresó a Martiniano al Día de los Fieles Difuntos,
acercándole la fuente de empanadas y la jarra de vino criollo, comedido y
servicial como siempre.
Ambos se sonrieron y brindaron de pie
con otros comensales. Un brindis cuyo destinatario era el Señor del Dolor que
ha depositado en todo hombre una hebra de luz para que lo reconozca en el momento
silencioso de la partida.
Martiniano y don Alcalde se mezclaron
al grupo de jugadores. La taba iba y venía entre los billetes arrugados y
sucios que depositaban en el suelo los apostadores. Un simple hueso con dos
destinos, iba y volvía entre imprecaciones y risas, clavándose ahora de Suerte
y luego de Revés.
Martiniano colocaba la taba en la
palma de su mano derecha y la sopesaba pausadamente, queriendo convencerse de
que el azar es fruto del infortunio de los débiles y largaba el hueso más allá de
la otra línea y al estallar el júbilo en esos rostros sudorosos de ojos
enrojecidos por el vino, sabía que otra vez vencía a esa Vieja Maldita que lo
andaba rondando desde niño.
Le pareció gracioso comparar y de
nuevo volvió a aquella tarde de marzo, cuando
el hueso del destino había caído a su lado con la marca de la Suerte, porque al
filo de la medianoche, mientras el cansancio desplomaba a la gente, Filomena le
había sellado con su precioso amor, un modo inevitable y único de morir.
DUELO EN
CASA DE BENITO DONOSO
La casa de Benito Donoso tenía un
oculto signo de sal y de cenizas en algún rincón del patio. Un signo que bien
podría ser el piadoso símbolo de la cruz o la afilada hoja de un cuchillo,
porque la inescrutable voluntad de la Muerte determina la hora precisa del adiós con anticipados ideogramas
invisibles.
Pascua y Jovita Donoso habían crecido
desde la cuna envueltas en la niebla de aquellas periódicas fiestas familiares
organizadas por su padre y llegaron a los treinta años con la misma inocente
sonrisa de gemelas solteronas y tontas, siempre dispuestas a todo, como buenas
samaritanas del amor y de la concupiscencia que eran. Únicas hijas, compartían el cuadro familiar con la amada ahijada de don Benito, Filomena Alonso, ahora mujer de Martiniano,
que muy de vez en cuando lo visitaba cuando bajaba en sulky con los niños a
comprar en el almacén del pueblo.
La mujer de Donoso había muerto veinte
años ates, dejándolo con su apacible soledad, que él disfrazaba de alegría y de
canto para amigos y parientes, en cada ocasión que representan los aniversarios
y cumpleaños y todo pretexto para moviliza la sangre de las damajuanas.
Martiniano siempre aceptaba la
invitación de su suegro pero jamás traía a Filomena, insinuando respetuosos
pretextos que don Benito aceptaba en silencio. Este domingo, Martiniano hubiera
querido viajar con toda la familia y ofrecerle así una de las escasas alegrías
que disfrutaban en conjunto. Pero había venido solo a Rodeo del Medio desde
Villa Seca, de a caballo, traje azul y camisa blanca abierta bajo el cuello,
chambergo compadrón, faja roja y delgada sobre la cintura sujetando el facón de
empuñadura plateada.
Si el hombre, por medio de mecanismos
superiores y desconocidos, comprende que ha llegado el fin de su Destino y al
mismo tiempo intuye el modo de burlar su trayectoria, para escapar al tiempo y
al lugar de su derrumbe, es natural un cambio de camino. Sin embargo, una parte
sustancial del ego, que expresa su interés por lo ineluctable para sobrevivir
con dignidad, rechaza siempre esa jugada
sucia que los dioses ofrecen a los pobres de espíritu.
Durante quince años, dos hombres han
rondado idénticos caminos; han pisado con sus caballos la misma huella, el
mismo arbusto; se han sentado silenciosos en boliches y en casas de familia,
sin mirarse jamás, sin provocarse, guardando cada uno la causa de su ferocidad
reprimida.
Durante todo ese tiempo han fabricado
sueños de dispersión y de amistad imposibles, han ensayado vigorosos y
valientes pasos de aproximación e hirientes contactos, por algo que siempre
resulta imposible de comprender a quien esté fuera del circo de la enajenación
amorosa.
La memoria de Florentino González no sabía contar cuántos domingos había
sentido, en casa de don Benito Donoso, ese temblor de sus sentidos cuando
Filomena salía de su pieza, peinada y oliendo a jabón y agua de colonia. Pascua
y Jovita lo habían adivinado con inocultable envidia y en cada ocasión le
prodigaban amorosas ojeadas que él sabía soslayar con impaciencia.
Todos han vuelto a reunirse en esta
casa que es hoy una estrella singular en el mapa salitroso de la llanura
desértica mendocina. Juntos son más que uno y se frecuentan con la firmeza de
una célula que no quiere desgarrarse y tampoco crecer. Reiteran sus actos
porque ignoran que, a veces, vivir es sólo postergar.
Sobre la parrilla humeaban los restos
del asado y docenas de vasos a medio llenar se repartían como soldados ebrios
sobre la mesa revestida de hule. Don Benito era un músico habilidoso que
gustaba especialmente del mandolín y del requinto y con Antonio y Justo
Arancibia improvisaban, de vez en cuando, un empeñoso conjunto.
Las parejas bailaban bajo la sombra
del parral impulsadas por la rítmica música y la progresiva cadena de piropos e
insinuaciones en la medida en que el vino se acoplaba a la sangre y sembraba
sus cargas de cansancio y torpeza.
Martiniano conversaba con don Benito en
un rincón del patio cuando se escuchó el chasquido de una cachetada y el llanto
de Jovita, que corrió a su dormitorio tapándose el rostro con sus manos.
La música cesó y como un remolino las
parejas se corrieron al costado de la
improvisada pista de baile. Florentino González había quedado en el medio con
aire desafiante y maligno, ancho y fornido como un toro negro y rabioso,
dispuesto a la embestida.
En tan brevísimo instante Martiniano
Irusta tuvo tiempo sufriente para tomar conciencia de que el río de su ira
había desbordado al fin, después de tantos años de callada espera. Se levantó
de un salto y golpeó a González en el rostro, con el revés de su mano, práctica
en demoler gigantes, con la exacta precisión que había medido durante tantos
años de celosa antipatía.
Florentino González se incorporó con
la boca llena de sangre y sacó el cuchillo de la cintura mientras arremolinaba
una manta en su mano izquierda. Se intercambiaron las palabras insultantes que
solamente quienes pelean por su vida tienen derecho a pronunciar, a modo de preámbulo y saludo, en
el tiempo sufriente para estar preparados para el duelo.
Se habían ubicado justo encima de
aquel fatídico signo de sal y de cenizas dibujado bajo el piso de tierra y
giraban a su alrededor apuntándose con ansiosas herramientas de carneo
firmemente empuñadas.
Se estudiaban atentos, como gallos de
riña, y armoniosamente, semejantes a sincronizadas maquinarias, lanzaban
periódicas cuchilladas que rondaban las auras luminosas de sus corazones.
Se golpearon y tajearon una y otra vez
con mística alegría, porque en esta cruel representación pública terminaba la
atormentada espera y empezaba a disolverse el rencor que los unía. Espléndida
sangre que brota en delgados hilos sobre
la camisa blanca de Martiniano, sobre el pañuelo bordado de Florentino,
encerrados en un círculo de hombres y mujeres de ojos ausentes y llorosos.
EL
CORDERITO
A los ojos de los niños campesinos,
los padecimientos de la infancia, su orfandad frente a un mundo hosco y severo,
la dependencia al despotismo del trabajo y la escuela, los encadenamientos a
viejas supersticiones y a un conocimiento elemental y mágico, no producen
desgarramiento ni crítica alguna.
Es la etapa en que ellos soportan su
existencia con la bondad de un renunciamiento incomprensible como si supieran, por fortuita sabiduría, que
el mismo Universo se alimenta de los corazones puros. Es el tiempo, también,
del predominio del Bien y del Mal, como unidad divina, absoluta e irreemplazable.
Se aproximaba la hora del atardecer,
cuando los sonidos parecen propagarse más nítidamente en el espacio, como la
risa de los niños de otro rancho o el ladrido de los perros cimarrones que
corren detrás de relampagueantes liebres. Jugueteaban por el angosto sendero de
carros fijándose en el rostro una máscara de aroma de chilcas y pichanas.
En el brasero encendido sobre el patio
de la vieja casa de adobes, las chispas
desmenuzan con su chisporroteo la coraza de los negros carbones bajo la
olla de hierro de tres patas.
Filomena Alonso, acostumbrada a las
tardes vacías del domingo, recalienta la comida que sobró del almuerzo. Tiene,
a los treinta años, los mismos y brillantes ojos de su adolescencia, pero en su
cuerpo ya hay rastros de anticipada
vejez.
Martiniano se había ausentado esa
mañana a Rodeo del Medio, de visita a su querido padre de crianza y padrino de
bautismo don Benito Donoso, aprovechando que era día de elecciones. Lo esperaba
con la ternura dulce que provoca la soledad y el deseo de amor y protección,
para renovar la ceremonia y el voto indisoluble que lo justifica.
Filomena y sus cuatro hijos cenaban
callados en la cocina. La luz débil del
candil proyectaba vistosas sombras en las paredes y todo parecía así girar
sobre el silencio, sobre las brusquedades interiores controladas por el
ensimismamiento de la espera.
Escucharon, lejano, el galope de un
caballo. Estuvieron aguardando con los rostros vueltos hacia la puerta hasta
que el sonido cesó.
En lugar de ladrar, los perros
comenzaron a gemir acurrucados bajo el alero y así permanecieron largo tiempo,
emitiendo ese lastimero llanto animal, como sucede en vísperas de terremotos y
de malos sucesos.
Luego sólo quedó el ruido de los
insectos de la noche y una enorme esfera de color naranja que ascendía al espacio
desde las ciénagas.
¿Es necesario, acaso, el desconsuelo,
para que el amor permanezca intacto más allá de toda circunstancia?
¿Por qué se cierra siempre la puerta
de la comprensión al espíritu humano que únicamente exige una respuesta antes
de perderse en los laberintos del sueño?
Filomena y sus hijos se habían
deslizado suavemente hacia ese amplio valle que florece en vástagos deliciosos,
en agitadas algas fluorescentes, en briosos ríos que van hacia el inconfundible
mar de la serenidad. Manto que provoca vigorosos poderes en el corazón, sombra
que corrige el dolor y abre los manantiales de las luces y las extrañas formas
de las ensoñaciones.
La voz, acaso un gemido, abrió una
grieta en el sueño y penetró apenas por un instante. Luego se ensanchó hasta
llegar precisa a la aldaba de la mente.
Filomena creyó escuchar un balido en el patio. En el momento en que los perros
comenzaron a ladrar la voz quejosa del animal se hizo más clara. Filomena
despertó a Sebastián y cubriéndose con un chal salieron al patio.
La luna llena, cuya magia sensual
provoca en la tierra estremecimientos y
apetitos genésicos, es al mismo tiempo el antiguo farol de incontables
historias y así esa noche iluminaba en el patio el tembloroso cuerpo de un
corderito acorralado por tres perros negros, un niño adolescente y aquella
mujer que lo tomaba con su habitual ternura y lo conducía a un lugar seguro.
La luna, es verdad, ha alumbrado
muchos objetos sobre el mundo. Pero hay cosas que los Guardianes debieran
ocultar antes de que un niño las descubra y sepa que el Diablo tiene existencia
verdadera, que a veces posee aspecto de hombre, otras se arrastra como un bicho
y se retrata en el molde que sella sus obras perversas con caracteres
imborrables, para que todos sepan que quien se atreva a desafiarlo debe
entregarle su sangre como fatal castigo.
EL
DEGÜELLO
Benito Donoso tomaba mate bajo el
parral cuando divisó que por la huella se acercaba Filomena con sus hijos en el
antiguo sulqui tirado por la yegua mora.
Dos kilómetros más abajo empezaban las
lagunas salitrosas encadenadas a los campos fértiles por un collar de blancas
osamentas de caballos que allí encontraban
su contacto con la perpetuidad de la tierra.
Arriba, recortados bajo el cielo azul,
sobrevolaban incansables los hambrientos chimangos, apestosas tumbas voladoras
que profanan la claridad de la mañana.
Don Benito tenía la solemnidad amable
apropiada para explicar los sucesos infelices y con lágrimas en los ojos contó
a Filomena lo sucedido el día anterior. Pascua y Jovita se sentían en parte
culpables por haberse multiplicado en obsecuencias cariñosas hacia Florentino
González y explicaban, entre accesos de llanto, las imágenes de la pelea.
Vencidos por el cansancio y la pérdida de sangre, Martiniano y Florentino
habían sido separados por los concurrentes y con la primera oscuridad ambos
habían partido por aminos opuestos. Pero a la casa de Filomena no volvió ningún
hombre. Nadie supo explicarle qué había ocurrido después y ese día pasó con la
infructuosa búsqueda que hicieron algunos amigos de Benito por los caminos
aledaños, incluida la costa de los pantanos.
Hay mujeres que son la prolongación de
las raíces de la tierra y llevan en las antenas de su sangre la capacidad de
sentir los mensajes de la naturaleza.
Son, a su vez, ríos comunicantes y floración permanente. Resumen los secretos
conocimientos del pasado y perciben las premoniciones y advertencias de los
habitantes del mañana. Las sabias curanderas han transmitido desde los tiempos luminosos de la medicina egipcia
la creencia de que tales hembras reciben ese don por efectos del divino azar,
cuando sobre el vientre de sus madres se ha entrecruzado el aroma del pan
recién horneado bajo la luz de un arcoiris.
Filomena Alonso pertenecía a la
fraternidad de mujeres cuyo destino es hacer resonar sobre el mundo las
antiguas campanas de la piedad y por cuya fortaleza y misericordia sus hijos se
proyectan más allá del círculo de la bestialidad. Ellas han ofertado el cáliz
de su sangre a la bondadosa cruz del amor humano y es por ese motivo que siguen
solitarias cuando el destino las desengancha del campo del deseo.
Mientras regresaba con sus hijos
somnolientos, Filomena no podía apartar su visión interior de aquellas imágenes
que había ido formando a lo largo de los años con partículas de sueños y de
supersticiones. Una pesada ofensiva de presentimientos trágicos a la que ella
oponía, inútilmente, secretas lágrimas y ofrendas de esperanza.
Los perros se adelantaron a recibirlos
cuando ya la noche se hacía más profunda y el lomo de una luna gigante asomaba
en el horizonte. La casa parecía estar suspendida en una gota hueca de silencio
gris y apenas encendió el candil las sombras descendieron desde el techo y se
apretujaron en los rincones del viejo caserón de adobes.
Una hebra de la Gran Telaraña se ha
enganchado en este oscuro rincón del mundo y por ella descienden enjambres de
voraces criaturas adiestradas en el faenamiento de la alegría. Elementales
gotas de violencia, aliento susurrante de arañas parásitas, ácidos corrosivos
que destilan sobre el pétalo de inocentes rosas.
Filomena yacía en su cama rodeada por
sus cuatro vástagos que se agrupaban junto a ella para mamar la fe del próximo
día y desalentar con el calor de sus cuerpos a los visitantes de la noche.
Había destrenzado su larga cabellera que reposaba sobre sus pechos agotados y
avanzaba lentamente hacia los mundos marginales de la conciencia, con una firme
voluntad de exilio de la razón, con gesto de desprecio por la memoria de las
cosas.
Se quedó dormida suspendida en la
hamaca de los sueños gentiles y amables del cansancio. Sus sentidos se cerraron
lentamente como los pétalos de las flores solares y se borró a sí misma de la
nómina de seres afligidos, refugiada en las secretas cuevas de las dimensiones
paralelas.
Por eso no escuchó el ladrido
endemoniado de los perros, no se alarmó por el relincho de un caballo ni sintió
el lastimero balido del corderito en su corral. No vio a nadie ni prestó
atención a las risas grotescas ni percibió ese terrible grito de dolor que
antecedió a la aurora.
Filomena despertaría más tarde,
arrastrada por irresistibles
presentimientos y correría enajenada de dolor hacia los corrales para ver a
Martiniano caído de bruces sobre un charco de sangre, sosteniendo entre sus
brazos el cuerpo recién degollado de un
corderito.
EL
AMANECER
Rosalía Aguirre llegó acompañada de su
hermano Ramón al velorio de Martiniano Irusta, conservando a despecho de los
años aquel porte de mujer indispensable, entre arisca y generosa, nacida de las
epopeyas del amor y la amistad.
El hombre que Rosalía había amado en
otro tiempo permanecía ahora,
inmóvil, entre las cuatro maderas de un rústico ataúd. Era sólo
una imagen apuñaleada, pálida y fría,
mientras la semilla de su corazón remontaba como una cometa hacia lo
desconocido buscando una tierra prometida para volver a germinar.
Hombres y mujeres que describen con
sencillos acontecimientos parábolas inimitables de vida. Que nacen y se cruzan,
se aman y despiden, girando siempre sobre la misma línea inevitable que no
pueden franquear sin la firme compañía de los Ángeles Protectores.
Frente a la casa de Martiniano y
Filomena se estacionaban varios sulquis, caballos ensillados y un camión Ford
1935 que haría de coche fúnebre, mientras los niños correteaban por el amplio
patio, indiferentes a los llantos y a las despedidas de los adultos.
Luego la caravana enfiló hacia Rodeo
el Medio, al paso del trote de los caballos. Don Benito Donoso conducía la
yegua mora apretujado entre Pascua y Jovita que se turnaban para consolar
a Filomena.
Ceremonia precaria y solemne que a
veces es posible contemplar entre gentes de ampo para quienes cada final es un
anticipo del Gan Juicio a cuyo término los eslabones de la sangre y del amor se
reunificarán formando un solo cuerpo de inconcebible perpetuidad.
Era ese día un Domingo de Ramos y
frente al cementerio los quinchos se colmaban de hombres que se agasajaban a sí
mismos mientras sus mujeres depositaban flores en la otra orilla de la calle.
En la puerta de la región inevitable estaba la misma anciana comedida que
aparentaba vender flores con sus ojitos maliciosos mientras practicaba su oficio de observar y
recordar sin impaciencia. Ahora a esta hermosa muchacha de pelo rubio, al
instante al anciano de manos atrofiadas, luego al pequeño bebé de la joven
señora que camina acariciándolo.
Mientras el cortejo ingresa a paso
lento al cementerio transportando el ataúd de Martiniano, la figura del jinete
que se aproxima por la calle se agranda paso a paso, agitando el polvo bajo los
cascos del caballo todillo y el trote de los cinco perros guardianes.
Florentino González, a quien llaman el
Chino, tiene pómulos redondos y salientes bajo unos ojos diminutos, rostro
lampiño y pálido. Gusta vestir siempre de negro y lleva al cuello un pañuelo
blanco con un clavel bordado. Cinturón con monedas de oro, montura, freno,
espuelas y rebenque de plata. Hombre de poco hablar, no es amigo de nadie ni
tampoco enemigo y vive en algún lugar que todos desconocen, asistente vitalicio
en toda fiesta, es elegante y compadrito sin ostentación, provoca el ardor en
las mujeres y el rencor en los hombres. A veces, cuando le reiteran hasta la
humildad el pedido, canta viejas canciones de la tierra con dulce voz y entre
sus manos la guitarra emite rítmicos sonidos y melodiosos preludios que nadie
ha podido imitar.
Se cruzó con el entierro y levantando
apenas el ala de su sombrero movió la cabeza en señal de fraternal saludo y
continuó su paso al trote lento del caballo seguido de sus perros pretorianos
hacia algún lugar que él sólo conocía.
Cumplida la triste obra de abandonar
bajo la tierra al hombre que la había cobijado con su gallardo porte durante
tantos años, Filomena se despidió de sus amigos y parientes y volvió con su
padre y hermanas a establecer una nueva señal para su vida.
Los sufrimientos de estos últimos días
han hecho resurgir en ella la fuerza victoriosa de su antigua belleza,
armonizando sus sentidos, puliendo su pálida piel y resucitando la mirada
amorosa de sus ojos.
LA
ADOLESCENCIA DE LIDIA
Lidia Irusta heredó de su madre el
patrón gemelo de extraña belleza que, alojado en el centro de convergencia de
su predestinación, la impulsaría, a pesar suyo, a participar como espíritu
cautivo del Círculo de Cenizas. Ella, como tantos otros seres que componen la congregación
de hombres y mujeres que no pudieron vencer, a través de continuas
reencarnaciones, los impulsos del amor
despótico, vivía dentro de un área de paz que provenía de sus inspiraciones
religiosas, mezcladas con abstracciones metafísicas primarias y el poderoso
instinto de la carne.
Lejanos le parecían los años de la
misteriosa muerte de su padre, de la que Filomena jamás le habló. Dispersos en
su joven memoria aparecían los fragmentos de una vida campesina, rústica y
pobre; la muerte de su abuelo don Benito Donoso, los bondadosos gestos de sus
tías abuelas, el florecimiento de su cuerpo adolescente, las formas y medidas
de las cosas y de los presentimientos. Ajuste de sensaciones inexplicables que
se autorregulan por el desafío y la inseguridad que se les opone, por la osadía
de quererlo todo y por la angustia que suprime y aísla.
Recordaba por su porte a Martiniano.
Alta, espigada, de ojos socarrones y provocativos, con esa apariencia sigilosa
y amable al desplazarse, incitaría el advenimiento de agentes moderadores de la
dicha. Porque, sin duda, alguna falla, tal vez un descuido en los sistemas que
controlan la admisión a la Tierra, alguna tubería astral desacoplada del
infierno y aspirando gérmenes del séptimo cielo o la inexplicable ausencia de
Guardianes Invisibles en la boca del
túnel que proviene del Sol, habrían dejado pasar parte de una sustancia de la que estaba
compuesta la naturaleza de Lidia. Aromas y perfiles, gestos y sonidos, reflejos
de sus ojos, repentinas alegrías angélicas. Vivía continuamente absorta en su
visión interior, sin saber que la atracción desmesurada que producía su cuerpo
irritaba a las bestias humanas del contorno. Y cuando por momentos volcaba sus
ojos hacia el mundo, se estremecía de terror ante la vista de los ojos lascivos
de los depredadores.
Si Lidia hubiese nacido en una gran
ciudad, su presencia habría provocado alguno de los vergonzosos incidentes de
los que a veces habla la historia. A su paso, hombres intrépidos y audaces
poetas, ricos y dignatarios, nobles y plebeyos, se habrían matado unos a otros
por poseerla o abierto el corazón a cuchilladas para olvidarla. Pero no fue
así, de ninguna manera, ya que Lidia nació en territorios cuya frontera era el
vacío y el silencio absolutos. Permaneció en la simplicidad de la vida de
campo, trabajando en la chacra con sus hermanos y haciendo de cada día una
forma sistemática de aproximación a la desgracia.
Volvieron años después a vivir en
Rodeo del Medio, en la Calle Larga. El antiguo boliche de don Benito Moroso era
ahora almacén de ramos generales, regenteado por aquellas dos hermanas de pelo
blanco, y abundantes proporciones.
Pascua y Jovita habían entrado a los años duros de la primera vejez con la
firme voluntad de no desaprovechar la tontería y la ignorancia ajena. Buenas
administradoras y recalcitrantes jugadores de naipe, cobijaron a Filomena y a
sus cuatro hijos en los duros años de la
insoportable soledad. Caritativo modo de compensar lo que en otros tiempos era
fuente de remordimientos y vergüenza.
Filomena redujo la fuerza de sus
antiguos dones de belleza y alegría al servicio silencioso, humilde y
voluntario del trabajo casero, encargándose de la limpieza, la comida y el
orden de la casa. Herederos por indicaciones de la necesidad, los niños crecieron
alternando la escuela con los trabajos en la huerta, el parral de uva criolla y
los mandados menores.
Lidia ocupaba ahora, en el concierto
familiar, el lugar de privilegio que quince años antes tuvo su madre; posición
establecida por reglas secretas e infalibles que modelan siempre el orden de
las cosas valiosas. Lidia como centro, compaginando la rutina mediocre y
absurda con su preciosa belleza, las enfermedades y los desniveles económicos,
las hojas de los días del devenir. Todos estaban atrapados por ella en la
medida de tiempo que asegura una excitante permanencia en cuyo vórtice puede
admirarse el ojo vigilante de lo perpetuo.
Cierta tarde, mientras Lidia miraba
hacia los próximos pantanos, perdidos sus ojos en la búsqueda de desterradas
imágenes del pasado de otros seres, sus sentidos se expandieron hacia el aire
cálido y perfumado de septiembre y retornaron cargados con el polvo dorado de
la sensualidad psíquica de los dioses. Primer presentimiento de la aproximación
del exterminio, grieta que se abre, de pronto, sobre los velos protectores,
ventana desplegada desde su cielo azul hacia el horizonte rojo, cruel y
destructivo.
Sintió el aroma de su pelo recién
lavado y bajando los ojos recorrió la suave ondulación de sus pequeños y
gemelos senos. El aire se marcaba con el aroma de la corteza de los sauces, la
tierra salitrosa y el pan que se horneaba. Desde lejos, amplificada en el
delicioso pétalo del sol, dos ojos comenzaron a escrutarla, a fijarla en la
idea, a dominarla.
Puso una mano extendida a modo de
visera para ver mejor aquella silueta que se recortaba sobre la huella polvorienta. El hombre,
vestido de negro, montado sobre su brioso tordillo y precediendo a los cinco
perros, se acercaba, sin prisa, hacia las casas.
EL PRECEPTOR OCASIONAL
El pobre del Cirilo Duarte murió
tuberculoso una madrugada del invierno de 1942 en el Hospital Lagomaggiore sin
saber que durante su breve vida se había convertido en involuntario transmisor
de la magia de la literatura.
Yo tenía entonces diez años y dividía
mi jornada entre las obligaciones de la escuela y el trabajo en el contrato de
viña que tenía mi padre.
Mi mente se esforzaba a la mañana para descubrir secretos en los mapas,
extrañas combinaciones de los números y la revelación maravillosa de las
palabras. Por la tarde agotaba mi cuerpo de niño detrás del arado, abriendo
surcos con la azada, podando, regando las simétricas hileras con una bondad
hacia la tierra y el trabajo que después perdí en parte, a causa, tal vez, de los
libros que leería o de las ensoñaciones que la adolescencia trajo consigo.
Cirilo trabajaba con nosotros
como peón. Era muy delgado, pálido y
lampiño, de mirada aniñada y expresión tímida, a pesar de que entones tendría
casi treinta años.
Fue la primera persona que me habló de
la existencia de extraños personajes de historias que él creía vivos y
presentes en lejanos países. Me habló de Sandokán, que hacía estragos con los
bandidos en Borneo e Indonesia. Me aseguró que en Londres, los de Scotland Yard eran detectives cuya sagacidad e ingenio eran
superiores a los de cualquier estrangulador o asesino del mundo.
En aquella época de mi infancia, mi
mente sólo había alcanzado los límites de los libros de texto y las historietas
que leía en El Tony y Billiken, así que cuando Cirilo prometió prestarme
algunos de sus libros me pareció que ya estaba convirtiéndome en un joven
grande e inteligente.
En los meses siguientes, las
motivaciones de mis sueños fueron alimentados
vigorosamente a la hora de la siesta. Debajo del viejo peral, donde
tenía mi escondite, hice mi centro de lecturas y comencé los placenteros viajes
a través de los caminos trazados por Emilio Salgari, H.W. Wallace y Edgard Rice
Burroughs.
Mi arco de mimbre y mi revólver de
madera me parecían tan tontos y pensé en mis pobres amigos y compañeros de la
escuela que vivían sin saber de la existencia de esos nuevos mundos en los que yo entraba y salía a voluntad.
Una noche soñé que era Batman y volaba
a ras de los viñedos. Fue mi primera experiencia de volar dormido, seguramente
porque de noche mi alma ensimismada se iba a lejanos países sujeta a su cordón
de plata, y regresaba a acompañarme cuando los gallos anunciaban el alba.
Cirilo se transformó así en mi
preceptor literario. Él, que era casi analfabeto, enfermo y supersticioso, se
me presentaba entonces con esa vital grandeza que tienen los maestros y así lo
he conservado hasta hoy en mi recuerdo.
Una tarde, mientras me encontraba
acarreando sarmientos con mi padre, vimos que se acercaba Ramón, el hermano
mayor de Cirilo, con lágrimas en los ojos y muy asustado.
Supimos que mi amigo había muerto esa
mañana, de tisis y melancolía en la soledad del viejo hospital de la Ciudad.
En la humilde casa de adobes que
estaba casi a la vera del río Mendoza, a la que
se llegaba por un estrecho sendero de bicicletas, ribeteado de chilcas y
retortuños, sus familiares y unos pocos vecinos velaron a
Cirilo aquella fría noche de invierno mientras nevaba apaciblemente.
Al día siguiente condujeron a pulso el
ataúd, precedido por su anciana madre y sus dos únicos hermanos, cruzando las
viñas hasta la calle Videla Aranda donde aguardaba el negro carruaje fúnebre
tirado por dos viejos caballos negros y un señor muy delgado y pálido, con su
alta galera y un traje también negro.
Por mucho tiempo no quise volver a
leer aquellos libros que finalmente quedaron en mi poder. Volví a mis juegos
con el arco y la flecha y mi rústico revólver tallado en madera. A veces,
cuando miraba el horizonte desde mi caseta en lo alto del viejo peral, pensaba
en Cirilo. Imaginaba que ya habría llegado a la Malasia y sería, sin dudas, un
diestro pirata, amigo de Sandokán.
MEMORIAS DEL HOGAR EN LA MONTAÑA
Fragmentos de un Diario
Martes
31 de julio, año 2015.
En la madrugada de hoy nos sobresaltó
el ronco gemido de un cuerno de caza. El pequeño Leo se asustó y se refugió en
mis brazos, interrogándome con sus grandes ojos. Salimos desde la oscuridad de
la caverna hacia el empinado acantilado
y observamos el polvo que levantaba sobre el desierto el surcar de los
trineos eléctricos.
Noel se adelantó unos pasos apoyado en
su báculo. El viento entretejía sus blancos cabellos y la rústica túnica que lo
cubría. En ese instante volvió a oírse el cuerno de caza, ahora más cercano.
-No hay dudas –dijo Noel-, son ellos.
-¿Qué haremos? –preguntó Ada.
-¿Es acaso justo y apropiado –preguntó
a su vez Noel inquisitiva y dulcemente-, que nos preocupe demasiado el futuro?
Instintivamente miré hacia la cueva
cavada en la montaña, nuestro Hogar, y observé, a su costado, las cristalinas
aguas del manantial, todo cuanto lo rodeaba, incluidas las significaciones
interiores de su luz, de su sonido, del frecuente mensaje que provenía de sus
oscilaciones.
Lydia, cuya áspera voz y risueño gesto
improvisan para nuestro grupo una continua inspiración vital, tomó a Noel por
su cintura y apoyó sobre su brazo izquierda la cabeza.
Sábado 5
de agosto.
Anna y Adrian bajaron por el deslizador
metálico hacia el sombrío bosque de pinos que crece al pie de las montañas. A
ellos encomendamos la recolección del alimento y cada día nos regocijamos con
su regreso y con la fruta y miel que nos ayudan a sobrevivir. Son inseparables
desde el día en que los encontramos junto a los cuerpos despedazados de sus
familias. Ada y yo somos sus padres adoptivos, pero ellos han superado el
círculo apremiante de su naturaleza para volcarse muy precisamente sobre
nuestros corazones y amarnos con el
secreto ritual del amor. Como dos hermosos animales se desplazan de continuo
por el campo magnético de nuestro territorio. Recuerdo el día en que Adrian
descubrió el armónico ensamble de su cuerpo atlético y las expansiones de su
espiritualidad. Dijo entonces, mirando a Anna, que el esplendor y fuego que
reproducía en su conciencia las emanaciones del amor, lo habían llevado hasta
una puerta astral donde había visto gérmenes del devenir y una Mujer de colosal
tamaño cubierta por un manto de cielos y estrellas infinitos. Dijo que Anna era
aquella mujer y ambos reían con felicidad.
Han pasado varias horas desde que los
jóvenes bajaron y demoran más de lo acostumbrado en regresar. La bruma de la
tarde cubre el ancho valle pero no vimos
hoy a los soldados del Estandarte del Águila Rapaz. Muy distante, el sonido de
un cuerno de caza pareciera filtrarse por los desfiladeros como si sus ondas
expansivas fuesen ojos escrutadores.
Era casi noche cuando escuchamos el
santo y seña melodioso de un pájaro silvestre. Levantamos la tapa del túnel
para que Anna y Adrian ingresaran al Salón de la Luz.
Ambos parecían tristes pero no
quisimos preguntarles nada.
Martes 8
de agosto.
Nos hemos reunido, muy temprano,
sentados sobre cómodas alfombras de piel, con nuestros cuerpos limpios por
el agua y armonizados por la mediación.
Formamos un grupo que suma y resume nuestras individualidades y entramos y
salimos de él cada vez con mayor claridad de conciencia. Entrecierro los ojos
para soportar la luz que estamos generando. Observo a mi lado a Agatha y a Leo, con el breviario
de sus contados años, en la perfecta postura de la contemplación, con sus
hermosos e inteligentes ojos, traspasando fronteras, viajando por sobre océanos
de arena que cubren las tortuosas ciudades subterráneas de los Galápagos, los
inmisericordiosos.
Lydia va al frente de la silenciosa
formación etérea y nos apoyamos en su clarividencia. Vemos los reptiles
gigantes atrapados en los pantanos, los orificios volcánicos sobre la antigua
planicie de Pamasatian.
Sobrevolamos la ciudad de Hormud
cuando allá era noche y volvimos a contemplar los viejos crematorios
construidos junto al mar, las oxidadas alambradas de púas y el camino
ondulante, que desciende de las montañas.
De pronto Agatha ha despertado y
llora. Nos unimos a ella y nos reunimos con nuestra realidad en este lado de
los mundos.
Escuchamos a Noel.
-Ada, tú preguntaste sobre qué hacer
ahora que nos están cercando las fuerzas del enemigo. Yo te digo que esta es
una hora de reflexión y decisiones. Antes formábamos una comunidad grande, nos
nutríamos de la lucha directa y enarbolábamos banderas de poder y destrucción. Nos oponíamos. Usábamos las
mismas sutilezas y armas que nuestros verdugos. Enfrentábamos fuerzas opuestas
pero iguales hasta el momento de la Revelación. A partir de allí cambiamos la
estrategia y les hemos dejado cuanto ellos querían: mundo, poder, vacuidad,
extensión, objetos. Los que entendieron
vinieron a refugiarse aquí, en
las montañas, con la esperanza de armar la disciplina. Lamentablemente, parece
que hemos fracasado. Debemos aceptar que ya no quedan otros seres semejantes a
nosotros en todo el planeta. Hemos rastreado el campo y las ciudades, aún los
subterráneos de Maquidar y no hemos
hallado signos de supervivencia.
Hicimos silencio para sumirnos en la
contemplación del sonido del viento que limaba los muros de las rocas. El
rostro de Adrian parecía que remontaba
el vuelo.
Jueves
16 de agosto.
Los halcones amaestrados de las milicias recorren las cercanas
montañas. Donde no pueden trepar, los Galápagos envían a sus bestias, perros y
pájaros carniceros de ojos hambrientos, ilustrados en la visión de las masacres
colectivas.
No puedo dominar mi inquietud y me he
apartado del grupo con un pretexto. Me
cuesta aceptar que tengamos que
separarnos y morir. He sido instruido ¿durante cuánto tiempo? ¿Meses, años,
apenas unas horas? He comprendido el significado de muchos misterios pero no
entiendo que pueda ser destruido
todo cuanto amo. Transición. Perfección. Desmoldamiento. Resurrección.
¿Qué significa todo eso para mí? Amo a Leo y Agatha como si fueran hijos míos.
Ada y yo hemos anillado sobre los pequeños la fuerza de nuestro instinto y los
hemos proyectado más allá del círculo de nuestra equidad. Están también Adrian
y Anna y los viejos, Noel, que tal vez no exista y sólo sea la plenipotencia de
una sabiduría lejana, extraplanetaria, y la frescura de Lydia, con su anciana
belleza semejante a un modelo imposible de inmortalidad.
Me he apartado a llorar porque todo
nuestro amor ha desbordado, con exceso, mi deseo de vivir. Si pudiera
sacrificarme por los demás, lo haría. Así encontraría la paz, justificándome en
el ejercicio de mis sentimientos. Si estuviera a mi alcance la potestad de
decidir, descendería hasta el valle y ofrecería a la ferocidad del mundo mi
sacrificio.
Escucho que Agatha me llama para
compartir sus juegos y trato de ocultar la humedad de mis ojos.
Domingo
27 de agosto.
La vieja cocina ultrasónica que
habíamos recogido en una casa abandonada, dejó de funcionar. Hemos tomado como
alimento solo frutas y agua del
manantial. Privamos a los niños de sus caldos y leche caliente pero no podemos
hacer fuego sin delatarnos.
Nos sentamos mirando hacia el este. A
nuestras espaldas la roca nos cobija del rescoldo del sol y proyecta una fresca
sombra. Adrian quiere decirnos algo:
-Deseo describir a ustedes mi pensamiento. Es un impulso interior que tiene dirección precisa. Al
principio lo sentía como un péndulo que oscilaba y marcaba un movimiento equitativo,
una contradicción. Ahora el eje se ha desplazado corrigiendo mi propia
estabilidad y me oriento hacia la ciudad de Hormud. Siento que debo penetrar en
un mundo desconocido y sembrar allí mi propia vida hasta que desaparezca, o
brote renovada.
-Sabía –dijo Noel- que esta hora tenía
que llegar porque este momento es parte del significado de nuestras vidas. Si
más allá de esta hora de visión podemos desatar un alud de bienaventuranza
sobre nuestro mundo, los dioses generosos aceptarán la supervivencia de nuestro
planeta. Si no resulta de ese modo sobrevendrá la extinción y entonces nada
tendrá sentido, salvo el ordenamiento de las leyes generales.
Lydia puso una corona de rosas y
laureles sobre los hombros de Adrian y lo besó. También lo hicimos nosotros.
Luego Noel dibujó con carbón, sobre el piso de piedra, signos cuyo significado
nadie pudo interpretar, salvo él. Luego tomó la mano de Adrian y la apoyó en la
suya. Hizo con espinas una marca en la yema de los dedos y ambos intercambiaron
el sentido de sus destinos individuales. Tal vez hicieron un relevo
iniciático. Eso no lo sé. Noel también
bendijo en el vientre de Anna la pequeña vida que ha gestado con Adrian.
Miércoles
30 de agosto.
Desde que Anna y Adrian partieron hacia el valle, Leo despierta durante
la noche y llora, llamándolos. Ada y yo hemos tratado de explicárselo pero el
niño ha cerrado sus percepciones y se
niega a admitirnos. Tampoco desea tomar alimentos y vemos cómo cada día
desmejora. Estamos tristes por lo que está sucediéndonos. Nadie quiere viajar
ahora por el cielo interno de la mente y aumenta la inquietud del grupo.
Jueves
13 de septiembre.
Imprevistamente, hoy al mediodía, un
pájaro morab, de vistoso plumaje
anaranjado, nos ha traído un saludo de Adrian. Apenas la memoriosa criatura del
espacio se posó en nuestro refugio la conducimos al Hueco del Silencio de
nuestro Hogar y escuchamos una y otra vez el mensaje de nuestro amado viajero:
Querida
familia: el pájaro morab que
transcribirá mis palabras se llama Anatol y pertenece a un matrimonio que nos
ha permitido vivir por un tiempo en su casa. Estamos muy próximos a las
trincheras electrónicas de la ciudad de Hormud y desde la ventana de nuestra
habitación observo diariamente el paso de las tropas de los Galápagos. Les
sorprenderá saber que hay muchos de nosotros viviendo ocultos a toda visión,
aún a la auscultación astral que pretendíamos. Es posible que pronto desciendan
aquí naves del planeta Tierra. Los amamos mucho y deseamos vuestras
bendiciones. Anna ya ha comenzado a dialogar con el niño que lleva en su
vientre y ambos se comunican por el cordón de plata. Todo podrá cambiar en un
par de meses si podemos comunicarnos con el resto de nuestra raza. No teman
enviar una respuesta; el pájaro morab nos
ha prometido que, en caso de ser capturado, se abrirá el corazón.
Viernes
14 de septiembre.
La primera conversación retomó el hilo
de los acontecimientos del día anterior. Todos estábamos emocionados y Leo por
fin empezó a sonreír y comió con apetito. Tenemos que tomar una decisión importante
pero nos falta valor. Noel cree que es un simulacro para obligarnos a salir y
caer n manos de los inmisericordiosos. Nosotros pensamos diferente y nos
alienta la posibilidad de una invasión desde el planeta azul. Los Galápagos no
son nuestros hermanos, ni siquiera han nacido en este planeta. Y son una
amenaza para el futuro de otros mundos si llegan a vencernos y resistir a los
terrestres. Se lo dijimos a Noel e insistimos hasta que él tomó la decisión de
dictar una respuesta. Nos sentamos alrededor de la mesa circular de piedra y
Noel, mirando fijamente los ojos verdes de Anatol, le dictó este mensaje:
“Amados hijos
Anna y Adrian. Estamos perplejos por la vitalidad de los nuevos
acontecimientos. De un modo desconocido para mí, ha comenzado a modificarse el
esquema de las alternativas. Sin embargo, una amarga inquietud permanecerá en
mi corazón hasta no recibir otro mensaje en el cual deberán incluir la clave
que se menciona en la Asamblea de los Perfeccionadores. No revelen a nadie
nuestra posición. Nosotros ya los hemos encontrado pero no arriesgaremos una
nueva comunicación mental. Agatha y Leo los besan junto a nosotros”
Sábado
23 de septiembre
Hoy he podido reparar la cocina
ultrasónica y festejamos con alegría nuestra primera sopa caliente en varias
semanas. Agatha cumple hoy tres años y hemos prometido llevarla a pescar a la
Cascada de las Truchas.
Lunes 25
de septiembre
Después de almorzar decidimos mantener
una plática sobre nuestro pasado individual. Hasta hoy, en que Noel nos ha pedido
hacerlo, habíamos mantenido un tácito convenio de callar nuestro ayer personal.
Este último tiempo es para nosotros toda nuestra vida pero hay también otras
imágenes que frecuentan el grupo a las
que debemos conocer mejor.
Ada recordó a su esposo y a su pequeño
hijo casi con alegría, tal como si mañana pudiese viajar y encontrarse con
ellos. Contó detalles de la pequeña casa que tenían frente a la plaza del
pueblo donde ella enseñaba pintura. Recordó su juventud, los años de estudio,
las experiencias de su adolescencia. Luego le tocó el turno a Lydia y con su
permanente buen humor relató su vida en la granja, los años de sacrificio junto
a su marido para alimentar a tantos hijos con tan pocos medios. Dijo que a su
esposo lo habían ejecutado en el campo, mientras araba y que ella huyó con los
más pequeños por las áreas devastadas por el fuego y que uno tras otro los fue
dejando ya sin vida bajo el resplandor de las hogueras. Lydia es tan segura y
tan diestra en el dominio de sus emociones que todos la admiramos. Nos hemos
acostumbrado a recurrir a ella, a sus palabras simples, al lenguaje
transparente que utiliza para mencionar el preciso nombre y sentido de las
cosas y de los hechos. Noel la ama y por eso nos dijo que él no había tenido
jamás otra vida, que su pasado yacía en el polvo, que así era mejor. Se puso de
pie y tomó a los niños para salir con ellos a la luz del día.
Jueves
28 de septiembre.
Pasamos el tiempo que duró la luz del
sol mirando el horizonte, tratando de ubicar la llegada de Anatol. Mas todo ha
sido en vano y nos hemos ido a descansar sin probar alimento. Los niños han
jugado todo el día, ajenos a nuestra incertidumbre.
Sábado
30 de septiembre.
Nuevamente pasó por el desierto la
caravana de trineos eléctricos y como siempre, el eco de los cuernos de caza y
el ladrido de los mastines nos ha llenado el corazón de congoja.
Martes 3
de octubre.
Noel me pidió que descendiera,
siguiendo el curso de agua del manantial, hasta el valle. Salí temprano,
cuando todos dormían, ocultándome
sigilosamente entre los árboles que crecen en las laderas de la montaña. Vi más
halcones y me pareció que el número de perros también era mayor. Exhausto,
llegué a las inmediaciones del valle tomando únicamente un sorbo de agua cuando
la sed me vencía. Allí están aún los restos de los vehículos destruidos por el
fuego, los automóviles, ómnibus, camionetas y todo cuanto había sido útil para
transportarnos alguna vez hasta el confín de los caminos pavimentados. Esperé
que la noche amparara con sus sombras el poco valor que tenía para tratar de
alcanzar una presencia semejante a la mía. Si doy con una patrulla de Galápagos
seré alimento para sus perros y no puedo confiar demasiado en mi
predestinación. Permanecí en el agua para despistar a los perros de la guardia
fronteriza y luego me deslicé por unos extensos campos sembrados de trigo cuyas
espigas, aún verdes, se movían bajo el aire fresco de la noche. Las lunas
salieron lentamente desde el horizonte en una formación oblicua en la que Nebor y Tarh sobresalían por su tamaño y el majestuoso
relieve de sus continentes. Encontré al fin la casa abandonada y esperé hasta
estar seguro que no había nadie en las
inmediaciones. Entré por una ventana abierta y bajé al sótano. Busqué la caja
de fósforos en el lugar convenido y encendí uno. Debajo de una bolsa e maíz
estaba la carta de Natan. Regresé por el mismo camino, zigzagueando, obligando
a mi voluntad a que me condujera cuesta arriba, hacia nuestro secreto refugio. Ada me contó después que me habían encontrado completamente
agotado, muy próximo al Hogar y que la carta de Natan los había llenado de júbilo.
Domingo
8 de octubre.
Mientras descansaba, rodeado por Agatha y Leo, Lydia leyó
nuevamente la carta de Natan:
“Cada
vez que podemos nos reunimos con Anna y Adrian para diseminar los nuevos
conocimientos entre el pueblo. Adrian dice que Anatol, el pájaro morab, fue obligado a descender por una gavilla de
halcones amaestrados y que antes de tocar tierra se había arrancado el corazón.
Desconfíen de toda señal y también de las premoniciones. Queremos que sepan que
la madre de Agatha vive, está con nosotros y bendice vuestro amor por la niña.
Le hemos dicho que algún día nos reuniremos y seremos una familia mayor donde
todos nos tendremos a todos. Anna está próxima a ser madre y extraña vuestras
imágenes y la miel silvestre de las montañas. En la región de Hug-Horm, detrás
de las colinas de Utm hay un campamento terrestre listo para entrar en combate.
No vuelvan por la granja, nosotros nos comunicaremos con ustedes por otros
medios. Con amor. Natan”.
Miércoles
18 de octubre.
Mientras tomábamos el fresco, sentados
sobre la roca del acantilado que prolonga como un patio en el espacio nuestra caverna, Leo y
Agatha empezaron a señalar muy distantes puntos de luz blanquísimos que
oscilaban en la bruma del valle. Localizamos en aquel lugar la planicie de
Pamasatian donde en algún tiempo existió Palmira, la amada ciudad de mi adolescencia. Interrogamos a Noel y nos dijo
que las luces provenían de la irradiación electromagnética que generan los
grupos de iniciados cuando se reúnen y que sólo nosotros podemos detectarlos
porque vemos con el ojo del espíritu trascendente. Pensamos en Anna y Adrian y
comprendemos que esta señal es el comienzo de nuestra inminente separación.
Permanecimos el resto de la noche en silencio.
Sábado
21 de octubre.
Noel y Lydia, mientras caminaban por
los estrechos senderos que se bifurcan en la floresta occidental de la montaña,
vieron el primer transporte espacial con tropas provenientes de la Tierra, que
se dirigía en dirección a la ciudad amurallada de los Galápagos.
Qué extraña emoción hemos sentido.
Durante siglos, fuimos nosotros quienes visitábamos la Tierra en nuestras
veloces naves galácticas. Ahora, sometidos por perversos extranjeros, vigilamos
el cielo para observar la llegada de nuestros aliados. Sólo ellos, nacidos bajo
el signo de la violencia, serán capaces de exterminar a nuestros enemigos.
Sábado
28 de noviembre.
Hoy hace un mes que Noel y Lydia
descendieron buscando la convergencia de su predestinación en la armonía de la
raza. Sabemos que han eludido a los cazadores y atravesado valles y trampas
durante su largo viaje. Agatha, que ha heredado la clarividencia de Lydia, dice
que ambos viven y que se comunican diariamente con ella.
Mañana regresaremos nosotros. Hemos
ocultado las pocas cosas que no podremos transportar y preparado agua y
alimentos para el viaje. Para los niños éste es el principio de una gran
aventura y apenas duermen imaginando las cosas que verán. Sólo Ada y yo, algo
tristes y sin decir palabra, permanecemos continuamente entrelazados por una
dulce ternura. ¿Cómo será la mamá de Agatha? ¿Podremos vivir cerca de ella? ¿Seguirá
amándonos como hasta ahora? Ignoramos quienes de nuestras respectivas familias
han sobrevivido a los campos de concentración y a los genocidios. Mañana, muy
temprano, nos despediremos del Hogar.
Domingo
29 de noviembre.
Hemos demorado un día la partida para
ocultarnos de los soldados del ejército Galápago que huyen desde sus
concentraciones subterráneas hacia las montañas. En las ciudades se ha desatado
la guerra y todo parece ahora más confuso. Hemos perdido contacto con Noel y
Lydia y sólo nos queda la intuición de la pequeña Agatha para llegar con vida
junto a los nuestros. Toda la noche nos ha mantenido despierto el ladrido de
los perros y el ronco gemido de los cuernos de caza.
EL HOMBRE QUE NO PODÍA DESPERTAR
Dos hombres cruzaban un valle
solitario. En el cielo, flotando sobre lejanas montañas, la luna depositaba su
melancólica transparencia de luz sobre el mundo.
Uno de ellos dijo:
-Soñé que caminaba junto a un amigo
por un sendero que se perdía más allá de unas altas montañas. Contemplaba la
majestuosa serenidad del firmamento cuando me sobresaltó un presentimiento
aterrador, al tiempo que una voz interior me revelaba que, al concluir mi viaje, tenía que morir.
La inesperada proximidad de la desgracia me llenó de tristeza y comprendí que
no tenía la más pequeña esperanza de salvación. Súbitamente, la pena que sentía
se transformó en suspiro de alivio, en
un estado de excitante felicidad. Bendito sea Dios, dije para mí, porque
mientras sueño he tenido un doble sueño. Cuando despierte sabré que todo ha
sido una ilusión.
El
otro preguntó:
-Luego, ¿qué sucedió?
-No lo sé –respondió el primero-, aún
no he podido despertar.
EL PERFECCIONADOR
PRIMER
MOVIMIENTO
-Quiero un amor –dijo el soldado.
-Traidor.
-Quiero un amor –dijo el soldado y
arrojó su fusil.
-La guerra es un amor precioso, y las
medallas de la sangre ajena, el testimonio de la supervivencia.
El soldado se despojó de su uniforme y
se tendió desnudo a la sombra de los álamos.
-Traidor –le repitieron, y se
marcharon a morir.
-Roja viene el agua del río –dijo el
soldado y humedeció sus manos en las aguas sangrientas.
A la noche vio cómo las Hormigas
Metálicas recogían cadáveres y al amanecer aún ardían los promontorios de
carne.
-Te daré un hijo-dijo la mujer del
soldado, tendidos en un lecho de blancos plumones de pájaros.
-Amor –dijo el soldado-, amor-. Y
recogió frutillas mojadas de rocío. Rojas frutillas que crecían entre los
blancos huesos derrumbados de los hombres.
-Mira –gritó la mujer-, viene un
espíritu.
El Gran Hombre descendía hacia ellos
batiendo sus transparentes alas de fino cristal. Se posó suavemente y se
dirigió hacia la pareja levitando sobre la tierna hierba.
-Señor –dijo el soldado, arrodillándose-,
ella es mi mujer y guarda en su vientre crisantemos de estrellas que se
pliegan, la fuerza de los rayos, la ternura del otoño, océanos de sangre
planetaria.
-He descendido –dijo el mensajero- de
los azules océanos cósmicos para anunciar a vuestra raza la llegada del Amado,
del Gran Visitador de los Mundos Habitados. Ya viene, guiado por el resplandor
de los soles gigantes. A su paso los Seres Estelares derrumban sus luminarias,
los Maestros repliegan sus conciencias, las vírgenes praderas de los mundos en
germen se alimentan con su preciosa aura
de piedad.
-Anunciador –dijo la mujer-, yo soy la
madre de Aquel que vendrá. Él habita en mí y yo en Él en concéntricas esferas
de mutua fidelidad. En mi voto de amor guardo el secreto de su Destino, mi
carne lo preserva con exquisito goce y su viaje consciente por las
constelaciones de mis células me hiere con una tempestad de gracia.
-Madre –dijo el Gran Hombre-, deja que te reverencie. –Y tendido sobre el
polvo besó los pies descalzos de la Progenitora.
-Esposa mía, está lloviendo. Llenaré
las calabazas con el agua del cielo. ¿Duerme el niño?
-Sí. Ve a un buscar un racimo de miel
para cuando despierte.
Por las ciénagas navegaban silenciosas
las canoas de los Verdugos. Verdes y astutos sapos, víboras de fuego, blancos
esqueletos fosforescentes de antiguos guerreros.
-Encenderé el fuego, ya viene la noche. Mira, esposa
amada, cómo brillan las esféricas
ciudades de metal de los hombres alados. Muéstraselas a nuestro hijo.
-Mira, mi pequeño, las siete lunas de
la Tierra.
-¿Debo morir ya? –preguntó el soldado
a los Verdugos.
-Sí, ahora mismo, en cumplimiento de
los viejos designios, antes de que sean derogadas las leyes que te condenan.
De un golpe quebraron los circuitos de
energía y dejando su sangre derramada en círculo regresaron en sus silenciosas
barcas a través de los pantanos.
-Madre, ha cesado la lluvia. Vámonos.
Los habitantes de la gran ciudad
terrestre vieron avanzar por la ancha carretera a un hermoso joven, cubierto
por una túnica roja. Montaba un caballo blanco y en su mano empuñaba una espada
de acero resplandeciente.
Llegó la biselada bruma del eclipse
solar. Las siete lunas giraban en el ceniciento océano del cielo. Los gallos
cantaron en la medianoche del día las coplas de la resurrección y todos los
muertos despertaron en sus tumbas para pronunciar las alabanzas y retornaron a
dormir.
Los Grandes Hombres descendían
batiendo sus iridiscentes alas de aluminio pulido. Venían de las barcazas
estelares a constituir junto al Amado el coro de las regeneraciones celulares,
el laboratorio de la palingenesia colectiva.
Los ejércitos profesionales y los
Verdugos regresaban sigilosos hacia la
ciudad para sitiarla con sus mortíferas y pestilentes armas.
Las Hormigas Metálicas recogían leña
para las cremaciones. La Gran Batalla iba a comenzar.
SEGUNDO
MOVIMIENTO
La Gran Guerra se prolongó hasta que
los Grandes Hombres, combatiendo junto al joven Príncipe de los Cielos Remotos,
exterminaron a los enemigos de las poblaciones terrestres.
Concluida la cremación de los muertos,
las Hormigas Metálicas fueron desmanteladas y arrojadas al fondo de los
océanos.
Las degradaciones de la carne y las
cenizas introdujeron una perdurable belleza en las vegetaciones. Las flores
adquirieron la inteligencia necesaria y generaron afiladas espinas de extraños
colores suficientes para adquirir una precaria inmortalidad.
Los sobrevivientes de la guerra fueron
entremezclados por media de una cirugía cibernética realizada en grandes
pabellones instalados en frescos y frondosos bosques. Así, desde entones, cada
hombre poseía un ojo de otro hombre, un brazo del hermano, el corazón de la
mujer amada, la sangre de un amigo.
Nadie quedó sin ser mezclado al Gran
Cuerpo. Algunos, ineptos para incorporarse a la estructura deificante,
destrozaban sus injertos y caían a la Fosa del Olvido de los Mundos Antiguos.
-Debo regresar –anunció el Gran
Maestro al coro de los Grandes Hombres Alados, y de inmediato se disolvió en la
perfección de lo Absoluto.
Desde las esféricas ciudades de
bruñido metal que circunnavegaban el aura terrestre, los habitantes de las
siete lunas vieron, de pronto, como toda la superficie visible de la Tierra se
envolvía en una capa de blanquísima luz y una inhumana fragancia perturbaba sus
corazones.
De este modo fue generada una
felicidad periódica, sujeta al ritmo de las divinas revelaciones, y los
hombres, por mucho tiempo, gozaron de la penetrante alegría de convivir en sus
partículas progresivamente aumentadas en las sucesivas particiones genéticas.
Hasta que un tiempo después, la cariocinesis
natural llegó al límite, a la completación definitiva y todos los
hombres se fundieron en la Rosa Dorada, en el perdurable mandala de los sueños
y las iluminaciones.
TERCER
MOVIMIENTO
-Quiero un fusil –dijo el soldado y se
cubrió con su uniforme de combate.
En la Fosa del Olvido de los Mundos
Antiguos, sombras claroscuras se erguían trémulas hacia las corrientes de
energía del Deseo. Los Verdugos abrían sus rumbas y las Hormigas Metálicas,
autocomandadas por sus odios congénitos, trepaban por las plataformas
submarinas y se dirigían presurosas hacia las nuevas ciudades de los hombres.
-Dulce amor –dijo el soldado y se tendió gozoso en las trincheras,
cubierto de sangre.
LA NODRIZA
Un poco más de un año tenía
Ramoncito cuando se extravió en el espeso monte de Las Tunas. Una pareja de
chanchos, cuyos hijos habían sido
devorados por perros cimarrones,
lo adoptó. Al principio, ella lo alimentaba
con la tibia leche que brotaba de sus tetas generosas; luego, el niño
aprendió a engullir raíces, hierbas y frutos silvestres y se convirtió en un
robusto cuadrúpedo, arisco y montaraz, en cuya mente la noche depositaba
fragmentos de un lejano caserío habitado por amables espectros.
Pasaron los años. Una mañana, don
Cipriano Farías, padre de Ramón y unos amigos suyos que andaban cazando por los
alrededores de la guarida, descubrieron aquella bestia mezcla de hombre y cerdo
pecarí que corría velozmente por los estrechos túneles que los puercos salvajes
modelan en la maraña impenetrable.
Vinieron los chancheros con sus perros
y juntos comenzaron a tejer una telaraña de insultos y ladridos sobre el
improvisado coto de caza hasta que al atardecer acorralaron a la aterrorizada
criatura y la enlazaron. El pecarí macho
pudo eludir el cerco de dientes y escopetas donde la vieja nodriza quedó
agonizando hasta que alguien se acercó con un afilado cuchillo y la ayudó a
penetrar en la serena mansedumbre de la muerte.
Era ya noche cerrada cuando llegaron a
las casas. Encendieron los faroles de querosén, terminaron de limpiar el cuerpo
de la chancha y lo colgaron en el patio para que el rocío de la noche lo
perfumara.
Ramón fue enviado a la ciudad y allí
aprendió a caminar erguido y expresarse con rústicas palabras. Años después,
siendo ya un joven, volvió a la estancia. Cuando lo dejaban solo se sacaba las
ropas y corría por el monte, husmeando la invisible presencia de los pecaríes.
Luego regresaba, por propia voluntad,
desalentado y repitiendo:
-Mamá no está. Mamá no está.
EL FRIGORÍFICO
El comandante de la cosmonave
terrestre abrió la escotilla y se enfrentó al hiriente despliegue de luz de aquel sol anaranjado que
nacía en el horizonte de Nueva California.
Desde
aquella meseta, el aire fresco de la mañana contrastaba con el
ceniciento y cálido abanico del alba. Abajo, sobre una extensa pradera verde
plomizo, se divisaban altos edificios techados con escamas de nácar rodeados
por un bosque de árboles semejantes al abeto.
Lo sobresaltó un canto, semejante al
del gallo, pero más profundo y doloroso, que recibió el eco sinfónico de otros
animales del valle.
Bajó cautelosamente las escalerillas,
ansioso por salir del traje espacial y compartir el regocijante perfume de una
tierra casi idéntica a la suya.
Desde su puesto de control, el capitán
médico Sigfrido Rivera leyó los datos de la computadora y le informó por radio:
-Todo está bien. Adelante, pero con
cuidado.
Nicolás Corvalán, de 46 años, había
nacido en Santiago del Estero y aún conservaba el aspecto taciturno y pensativo
que todos le conocieron cuando ingresó al Instituto Superior de Estudios
Espaciales emplazado en un secreto rincón de las Sierras de Pocho, en la
provincia de Córdoba.
Pisó la hierba fresca, mojada de rocío
y avanzó algunos metros, siguiendo el bullicioso curso de un hilo de agua. Escondidos impulsores de su espíritu lo
transportaron súbitamente y sintió que estaba en Cosquín o en La Falda y no
pudo soportar la visión porque sabía que se encontraba a millones de kilómetros
de sus recuerdos. Imaginó que la estela de sus sueños se multiplicaba por el
cosmos y se unía al espíritu de las cosas soñadas y vividas por todas las
generaciones de hombres del universo. Teorías brillantes o insensatas acerca de
la multiplicación del origen, de la siembra de especímenes humanos, de esporas
que viajaban entre las estrellas hasta encontrar la tierra leudante, hombres
superiores que modelaban espléndidas razas sobre la deforme carne de los
simios, ángeles viajeros que fecundaban primitivas doncellas de tribus
errantes.
-Comandante- le interrumpió la voz del
ingeniero de vuelo Ventura González-, hemos captado la aproximación de sólidos
pensantes y nos parece conveniente que usted
regrese de inmediato.
-Está bien. Avanzaré un poco más y
luego regresaré si advierto algún peligro. Ustedes saben qué deben hacer en
cada circunstancia. Este es el lugar más humano de cuantos hemos visitado en
los últimos años y no quiero perderme la aventura de comunicarme con sus
habitantes.
Sin saber por qué lo hacía, desconectó
el monitor que lo unía a la inteligencia de la nave y siguió avanzando,
distraídamente, hacia un pequeño bosque. Repasó maquinalmente el Código XXVI
del Reglamento de Vuelos Espaciales: “El
Comandantes de la nave es la entidad física y mental que agrupo de por sí y
para el resto de la tripulación la autoridad absoluta. Sus órdenes y decisiones
son irrevocables”.
Nicolás Corvalán observó a la distancia los pequeños hombrecillos de
piel verdeamarilla que avanzaban a paso rápido, casi trotando hacia él. Vestían
armaduras metálicas y empuñaba una especie de lanza rematada en un lazo de
cuero. Más allá alcanzó a divisar un artefacto, similar a un tractor
oruga, que se desplazaba hacia el mismo
lugar.
-“Cada planeta, como cada hombre
–pensó-, es un modelo a escala de la vida y siendo tan semejantes son tan
diferentes. Al fin estamos descubriendo la pluralidad prodigiosa de la vida
organizada. Paracelso, Darwin, Teilhard de Chardin, Giordano Bruno no estaban
equivocados. El hombre es verdaderamente el rey de la creación y su estructura
es el resultado de la idea primigenia que surgió del caos y es el principio y
el fin de la potencia manifiesta de Dios”.
Américo Villalba, el Segundo
Comandantes de la Nave Espacial RA 36, ante la imposibilidad de comunicarse con
su superior y siguiendo las indicaciones del Código XXVII, ordenó el inmediato
despegue. Segundos después, anclados en la espesura del espacio exterior, los
tripulantes seguían ansiosos los acontecimientos por los amplificadores de
visión.
Nicolás Corvalán quiso evitar el
surgimiento de una súbita sensación de pánico pero no pudo impedirlo. Aquellos
hombrecillos no parecían en realidad ser muy humanos. Esas cabezas en punta,
semejantes a las de un lagarto,
asentadas sobre un cuerpo de perro de piel verdosa y escamada, los movimientos
mecánicos y rápidos como formando parte de una entidad grupal, aumentó el ritmo
de sus pulsaciones cardioelectrónicas. Recordó parte de las instrucciones: “El Comandantes es el cuerpo y el pensamiento
que debe penetrar en toda experiencia exploratoria. No puede ser sustituido por
ningún otro tripulante en su misión de zonda mecánica y consciente. Su cerebro
está equipado con un circuito integrado de cien millones de células acopladas a
la computadora instalada junto a su glándula pineal. Si su cuerpo resultara
dañado o destruido informará las causas a la Nave Espacial y ésta lo
retransmitirá a la Tierra, simultáneamente”.
La máquina oruga también se iba aproximando, ahora a mayor velocidad.
Los distinguió con mayor precisión cuando se encontraban a escasos metros.
Levantó su mano derecha en señal de saludo y trató de sonreír, pero los
hombrecillos de piel verdeamarilla se acercaron diestramente y lo enlazaron
impidiéndole el menor movimiento. Sintió que le arrancaban piernas y brazos al
tiempo que lo levantaban en vilo y lo dejaban caer pesadamente dentro de la
enorme jaula que portaba el tractor.
Por un momento perdió el conocimiento
y al abrir sus ojos vio junto a él a hombres y mujeres, cubiertos de
harapientas vestiduras que lo miraban pacíficamente desde un punto equidistante
a la tristeza y la alegría, con grandes ojos vidriosos y ausentes que apenas
parpadeaban. Sus cuerpos eran casi gemelos entre sí, robustos y bien
alimentados y con su sexo apenas diferenciado.
-¡Hola! –les dijo Nicolás Corvalán-
tratando de colarse por el hueco de sus mentes.
Siguieron observándolo pacíficamente y
luego todos ellos, como si hubieran recibido una orden, se pusieron a comer.
El Comandante de la RA 36 observó el
paisaje a través de los barrotes de la jaula. El sol del mediodía brillaba
intenso sobre una larga planicie cultivada con
una especie de ciruelo de reducido tamaño. De tanto en tanto veía a
algunos “californianos” como empezó a llamarlos burlonamente, entregados al
cultivo de la tierra. Amplios canales de agua rumorosa le recordaron su lejana
tierra natal y el verdor de las suaves montañas la sugerían la amable visión de
Ascochinga.
El tractor a oruga se detuvo y en el
mismo momento empezó a escuchar los gritos.
Los “californianos” uniformados corrían relampagueantes entre los
cultivos detrás de los aterrados campesinos. Hombres y mujeres con sus crías en
brazo huían entre los ciruelos enanos. Los cazadores habían encontrado una
pequeña tribu humana y la estaban
diezmando selectivamente.
Ni demasiado viejos ni demasiado
jóvenes. Hombres y mujeres sanos y preciosos en sus envergaduras, andrajosos y
de largos cabellos, pero intactos en sus armoniosas formas.
Llenaron la jaula y ya no volvieron a
detenerse. Al parecer el cupo había sido completado.
Horas después, el Comandante alzó su
cabeza y vio la entrada a la ciudad. Caminos más amplios y empedrados entre
aquellos edificios que había divisado
desde la meseta por la mañana, de color terroso con puertas y ventanas ojivales, techos escamados que brillaban como
si estuvieran mojados bajo el radiante sol.
El murmullo creciente de la extraña
ciudad le iba indicando a Nicolás Corvalán que se acercaban al lugar de
destino. El enjambre de verdosos habitantes se desplazaba por las calles y
plazas, unos caminando, otros trepados a increíbles vehículos mecánicos, las
tiendas de vistosas vidrieras ofreciendo miles de artículos, como en Córdoba o
Buenos Aires, pensó Corvalán, como en cualquier ciudad terrestre.
Nadie prestaba atención al paso del
vehículo con su jaula repleta de seres humanos, aparentemente un cuadro
cotidiano en la vida de aquellos seres.
Fuera de los barrotes de la prisión se
escuchaba una especie de música sincopada y sonidos que serían, sin duda, el
eco de sus conversaciones y sus ritas, el lenguaje que los unía e identificaba
como la especie dominante del planeta.
El carruaje ingresó por el portal de
un blanco edificio y se acomodó junto a un angosto pasillo. Uno a uno fueron
bajados aquellos hombres y mujeres entre los que se destacaba el delgado cuerpo
del Comandante.
Diestros “californianos” vestidos de
blanco los desnudaron en un instante y arrancaron las escasas ropas antes de
cortarles a rape el cabello. Fueron empujados por un angosto túnel que al final
se iba estrechando más y más, marchando de uno en fondo mientras gruesos
chorros de agua lavaban vigorosamente sus cuerpos.
Desprovisto de su ajustado traje
espacial, completamente desnudo, el Comandante de la RA 36 avanzaba torpemente
en medio de aquellos seres que habían comenzado a gritar espantosamente como si
presintieran su inminente desgracia.
Vio lo que le hicieron a los que le
antecedían y cerró los ojos. La afilada hoja de una cuchilla de matadero le
abrió la garganta, la segunda lo partió por la mitad. Minutos después, el
cuerpo eviscerado del Comandante Nicolás Corvalán viajaba enganchado de los
tendones hacia las cámaras frigoríficas.
Américo Villalba, el Segundo
Comandantes, disparó los controles de la Urna de Seguridad y esperó. Los demás
tripulantes desayunaban confortablemente sentados esperando la reintegración de
su superior.
Aún no se había encontrado en ninguna
porción del Universo hasta entonces explorado una fuerza capaz de destruir los
prototipos terrestres creados para indagar sus misterios. Uno de aquellos raros
y costosos ejemplares, mitad máquina mitad hombre, era el Comandante Nicolás
Corvalán. De su cuerpo matriz, encerrado en la Urna de Seguridad de la nave
interplanetaria, surgió una nueva copia, semejante a la que había sido
destruida en el frigorífico de la Ciudad de las Escamas de Nueva California.
Se adelantó hacia el centro del
refectorio con amplia sonrisa y antes de que los demás soltaran su alegre
carcajada, dijo:
-Creo que por un largo período seré el
más convencido de los vegetarianos que exploran las estrellas.
EL ENTERRADOR
Cuenta una leyenda que en la antigua
ciudad de Babia Gora, próxima a la frontera con Rumania, vivió un hombre de
horrible apariencia, quien trabajó como enterrador en el cementerio durante más
de medio siglo.
Había nacido en Ucrania y siendo muy
pequeño, sus padres lo abandonaron en un convento de monjes en el cual fue
criado y donde luego cursó estudios de teología y medicina. Su gran inteligencia
y voluntad le dieron en pocos años las primeras semillas de la sabiduría, pero
era tan mal parecido, tan grotesco y malcarado que jamás logró contemplar otra
expresión en sus semejantes que el miedo y el desprecio. Ante su presencia los
niños huían espantados y los mayores simuladamente se apartaban de su camino.
Llegó a Babia Gora una lluviosa mañana
de noviembre, con nombre supuesto, con la misión de ocupar el oficio de
enterrador por orden del obispo Montaigne y allí permaneció hasta su muerte a
la avanzada edad de 92 años.
No abandonó jamás sus raídas ropas de
fraile en señal de penitencia más que por definida vocación religiosa. Aunque
su voz era dulce y templada se sumergió en un completo silencio. Borró de su
mente la estructura del diálogo y conservó la agudeza de las palabras sólo para
el murmullo de las oraciones y los salmos.
Durante los entierros parecía que su
rostro repugnante se transformaba en un gesto de indescriptible caridad y era
tan tesonero y amable en su trabajo que cada uno comprendía, en el instante de
su personal desdicha, que abandonaban a un ser querido en manos de un
majestuoso guardián.
De noche, muchas personas contemplaron
cómo paseaba su imponente figura por los pasillos de la oscura necrópolis,
repitiendo en alta voz y en latín antiguo los armónicos salmos o platicando con
fosforescentes luciérnagas del Paraíso.
Nadie le acogió en la amistad ni
dirigió un respetuoso saludo, temeroso de recibir como respuesta alguna injuria
imperdonable. No conoció en su vida el resplandor de una mujer desnuda y avara
de placer, no se sentó a la mesa de un hermano ni compartió la ingenua
mansedumbre de los niños.
Cuidó el césped y las flores de las
tumbas, limpió de toda inmundicia las viejas sepulturas abandonadas, removió las
urnas cinerarias y descarnó pestilentes cadáveres con la mesura y la perfección
de un apóstol del dolor.
Lavó los cuerpos de doncellas de
angelical belleza y vistió de gala los restos de los vagabundos abandonados en
las calles. Abrió fosas en la tierra fresca y volvió a cubrirlas con mansas
paladas al vaivén de sus secretas bendiciones y memorizó los nombres de todos
los durmientes que habitan su melancólico dominio.
La mañana en que apareció muerto en el
decrépito altillo que ocupada a la entrada misma del cementerio, tenía entre
sus manos enlazadas, un manojo de rosas
frescas puestas allí por invisibles pájaros de la eternidad.
Entre las descoloridas hojas de su
Biblia encontraron el manuscrito de una plegaria que luego coronó como epitafio
su propia tumba:
Bendito
es el Señor que me ha brindado a través de una
máscara de horror el beneficio de la liberación de mi alma. He redimido
con dolor mi nauseando cuerpo y honrado mi predestinación con la penitencia del
servicio más humilde.
Libre e intacto
de toda penosa ilusión he depositado en la tibieza de mi sangre el fuego de la
vida divina, para ser digno de mí mismo y amado y perdonado por la Divina
Señora del Cielo, por siempre jamás.
LA CONTEMPLACIÓN DE LOS TRIGALES
Contemplo estos trigales al sur de
Santa Fe, bajo un cielo transparente. El camino de carros y el aleteo incesante de las mariposas
se funden con la alegría de mi visión profética.
¿Soy, acaso, yo mismo contemplando el
paisaje o estoy mirando veinte años antes el mismo lugar que contemplará mi
hijo en un día semejante sintiendo muy dentro
que alguna vez ya estuvo aquí?
El aire cálido y húmedo del sudeste
apenas agita las espigas maduras. Más allá,
la silueta de las verdes lomas de Tampico y los lentos tractores
abriendo en la llanura surcos colmados de pájaros hambrientos.
No tengo adonde ir. Ahora que todo
parece haber concluido, me siento
impulsado por graves manifestaciones de alegría interior, como si hubiera
salido del encierro de una oscura crisálida.
Quiero permanecer aquí para volver a
unir el hilo de mis sueños. Quiero descentrar la causa de esta anomalía de mi
naturaleza empeñada en la contemplación de la belleza cuando mi razón me expone
el lógico desprecio por las formas cambiantes de la Gran Destructora. Pero
insisto en asirme pleno de júbilo al estallido de mis sensaciones porque estoy
convencido de que es un puente que algún día cruzaré, un puente construido de
luz y de deseos.
He aprendido a lo largo de estos
últimos años claras lecciones de autoperfección y con gruesos trazados tengo
ahora el boceto de una nueva filosofía que me lanza siempre a la superficie,
como un salvavidas.
El proceso posee ahora la compañía de
los viejos símbolos del hombre, tan del pasado y del futuro, presente en los
sueños donde me instruyo a mí mismo procurando, a veces con impiedad, que se
abran los contactos y se ponga en marcha la unidad recuperadora.
Todo el trabajo consiste en una
sencilla operación, mezcla de voluntad y silenciosos vuelos de la conciencia.
Así que he llegado hasta aquí, vagando
de un pueblo a otro, en esta mañana que tiene una luz diferente y un silencio
contagioso que me va invadiendo como el apagarse lento de una vela.
Debo continuar y olvidar, soltarme sin
temor hacia un abismo interminable, hacia el ilimitado universo que descubrí en
la infancia para volver a preguntarme como a los siete años: “Si nada existiera, ¿qué existiría?
Comprendo que el conocimiento es
solamente una suma de datos y valores sin objeto, que toda la cultura tiene la
elemental función de hacer del hombre un explorador que se busca así mismo
desde el momento en que le fue revelado: “No
me buscarías si ya no me hubieses encontrado”.
Frente a mí la asfaltada carretera y
los postes del teléfono se extienden hacia la bruma del mediodía. Me siento
como un niño que nada sabe, que ha depositado la confianza de vivir en la
voluntad de una madre perfecta y amplísima. Siento que permanezco dentro de una
cúpula geodésica hecha de una sustancia impenetrable donde nada puede hacerme
daño, donde nadie logrará que sienta pena de vivir.
Al fin mi corazón se extiende en
círculos de armoniosos sonidos y me disuelvo en polvo de luz solar sobre
espigas de pan que ondulan como un amable lago.
CRÓNICAS DEL FIN DEL MUNDO
EL
COMETA
Los disparos al aire y el estridente
sonido de las sirenas alertaron a la población que salía presurosa a contemplar
el extraño fenómeno.
Apareció en el cielo sin que nadie lo
hubiese anunciado, sin haber sido detectado por los astrónomos. No tenía nombre
y tampoco una historia como los otros gigantes del universo.
En pocos minutos el cometa coronó la
tierra con su luz blanquísima, borró las diminutas estrellas el cielo y eliminó
la guía de los pájaros migrantes.
Aquella luz atérmica no surgía de la
combustión de los elementos. No era fuego ni era luz. No quemaba y los ojos
podían recorrerla y absorberla como lo hacían la tierra, los árboles y los
animales.
Ahora la luminosidad emanaba del polvo
de las calles y de las rocas, surgía desde el agua y de la piel de los hombres.
No había contrastes ni sombras. Borraba los ángulos y los perfiles, los recodos
y las simetrías, el antagonismo.
EL
ANACORETA
El anacoreta que había profetizado el
exterminio de toda existencia salió de la caverna sostenido en su báculo.
Del desierto de arena esplendoroso y
de la lluvia luminiscente brotó la síntesis de su pensamiento filosófico y pudo
completar el esquema de sus borrosas ideas.
El cese de toda especulación, de todo
pensamiento, de toda emoción, de todo deseo, estaba al final y no al principio
de la naturaleza del hombre.
No era el mal lo que ponía término al
mundo, como culminación de una trágica predestinación, sino la consciente
voluntad de renunciar al mal y a la ilusión lo que borraba las formas del dolor
y la ignorancia.
LOS
MENDIGOS DE LA INDIA
Los mendigos de Benarés y Nueva Delhi
salieron de sus escondites pero solo los más fuertes pudieron erguirse para ver
el foco de luz.
Ahora ya no les importaba que se
aplicara la pena de muerte a quien suplicara limosna por las calles.
La luz que no era luz descomprimió las
concentraciones del dolor y del espanto. La cólera del hambre se aquietaba en
los cuerpos esqueléticos y hacía fluir la resurrección de la energía de la fe,
alimento del cielo.
EN EL
FRENTE
En los frentes de la batalla de la
Última Guerra, la Convención de Oslo había concertado una tregua de Año Nuevo
para que fuera aplicada por primera vez la eutanasia militar a heridos y
prisioneros.
El alimento y el agua disponibles en
íntima cantidad eran indispensables para la continuidad de las olimpíadas
internacionales de la guerra de autorregulación demográfica.
Los líderes del mundo habían acordado
la ascensión a los extremos según la teoría del estratega austríaco, pero los
extremos de la bestialidad no convergieron hacia su antítesis sino que se
ampliaron incontroladamente en una línea de dispersión definitiva.
EL ALFA
Y EL OMEGA
En la raíz de las formas de todo lo
existente, la irrupción creciente de la luz desmantelaba los circuitos de la
visión y del tacto y ponía un puente de nácar entre un átomo y otro hasta
encadenar el mar y las montañas, la sangre de la humanidad y la sal de los
desiertos, los leves contornos de las cumbres nevadas y la plateada
iridiscencia de los cristales invisibles del aire.
El alfa y el omega de la luz se
comprimían y el centro era el contorno y el límite se trastrocaba en eje y todo
giró y se transformó en principio y potencia, uno y causa de Todo.
LA
PROFECÍA DE STEPHEN LUKAS
Todo sucedió repentinamente al filo de
la medianote del 31 de diciembre del año 2000.
Tal como lo había anunciado el profeta
norteamericano Stephen Lukas en 1977, fundado en antiguas revelaciones de los
Sagrados Textos de Oriente y Occidente, compatibilizados por la matemática
proyectiva, el inevitable fin parecía estar llegando de un modo inesperado
sobre la Tierra y sobre toda forma y criatura viviente.
Inspirado en la doctrina de la
irrenunciable generosidad del amor de Dios por su Obra, la visión última de
Lukas mostraba el significado de una redención definitiva del hombre y la
recuperación de toda su potencialidad creadora.
Fin sin esperanza religiosa ni
justificación cultural. Reabsorción de las formas y del sentido de toda
organización. Extremaunción caritativa que cada ser recibiría en la forma de
una lámina sustancial de luz más allá de los antagónicos impulsos de la emoción
y de las oposiciones de la mente.
EL
KIBUTZ
Un gallo alzó su canto en el Kibutz
Ben Ziv, en la frontera de Israel y Egipto y su eco recorrió el asombrado
rostro de los palestinos que miraban aquel creciente sol de medianoche.
Las frías arenas del desierto
recibieron la cálida impresión del inmaculado lampo y una silenciosa
fosforescencia hizo contacto con la
suave brisa.
Sobre la antigua tierra de reyes y
profetas yacían oxidados los instrumentos de la Guerra de los Hijos de Sem
contra los Hijos de Cam junto al polvo ocre de la sangre de veinte millones de
soldados.
La ofrenda de la muerte apocalíptica
se mostró al espejo del cielo como símbolo de la embriaguez de la conciencia
política cuyo brindis se efectúa con el fanatismo de la intolerancia religiosa
y con la violencia que surge de la hipocresía de los poderosos.
La blanca ignición de las esferas
concéntricas cubrió el Jordán y el norte de los territorios árabes descubriendo
la simplicidad de la estructura de las ideologías y la unidad de las
confesiones cuando es el ojo de la divinidad quien las contempla y las hace
visibles.
ESTANCIA
LA ESCANDINAVIA
Al Sur de San Luis, en la Estancia la
Escandinava, don Lorenzo Barrientos, quien cruzaba solitario de a caballo la
achaparrada pampa salitrosa, fue sorprendido por la lustrosa capa de luz que de
pronto cubrió los montes y el cielo.
Detuvo su cabalgadura porque adivinó
que ya no llegaría a ningún lugar. Escuchó en la lejanía el sorprendido grito
de los animales salvajes, recordó las primeras lecciones de su lejana infancia
escolar y entreveró los signos de los números mágicos y las ilustraciones de un
libro de catecismo sobre el fin del mundo que le habían mostrado en la antigua
capilla de los patrones.
Un hombre que representa una posición
intermedia en el desarrollo de la especie, mitad animal del monte, mitad
espíritu acongojado por el cuestionamiento de una naturaleza humana incompleta.
Hecho de fortaleza y soledad para soportar combates contra enemigos visibles e
invisibles, sacó su cuchillo con empuñadura en cruz y se adelantó con paso
decidido hacia vórtice de luz que se acercaba con desesperada fe en el símbolo
del Sacrificio.
LOS
LEPROSOS
Los enfermos de lepra de la Isla
Maciel lavaron sus llagas con la tenue lámpara del cielo y se introdujeron
lentamente en la disolución de la apariencia de los cuerpos.
El agua barrosa del río ondulaba
vigorosa en la blanca sustancia que nacía de sus entrañas. Las asombradas
esferas de los ojos de un millón de peces se mezclaron con la lechosa claridad
de las algas y el casco de un barco sumergido.
Lactescentes alas de pájaros marinos
viajaban en el alba brumosa hacia las sorprendidas costas del estuario.
LOS
CIEGOS
Los ciegos de la Escuela Helen Keller
abandonaron sus blancos bastones y miraron el halo que cubría todo y todas las
cosas. Vieron crecer dentro de ellos mismos un esplendente paisaje jamás soñado
y comprendieron la ilusión de la noche y del día, de la visión y de la ceguera.
No habría más sueños oscuros ni
mortaja nocturna sobre sus conciencias. La gloria del claro día final humedecía
las células de sus ojos y los proyectaba hacia un vacío lleno de significación
y de sentido.
LOS
ASTRONAUTAS
Vasili Kumarov y James McDonald
completaban la órbita marciana y vieron que un anillo de plata envolvía la
Tierra con la misma resonante luminiscencia que tenía su nave espacial y sus
propios cuerpos.
Creyeron entender en la contemplación
de aquel símbolo arcaico que al fin los hombres cumplían sus antiguos sueños de
unidad y eliminaban las contradicciones, las oposiciones del lenguaje y de los
emblemas particulares y se fundían en la Rosa de Fuego de la perfección.
EL
CAMPESINO AFRICANO
Oton Obote abandonó el arado de madera
que tiraba el manso buey africano y alzó los sorprendidos ojos hacia el cometa.
Su piel negra y su espíritu agobiado por la pobreza y el trabajo reflotaron a
contraluz y se disolvieron en el nimbo que cubría los campos labrados y del lampo
que brotaba de la tierra.
Miró hacia su choza y contempló los
relumbrantes cuerpos de su mujer y de sus hijas que caminaban lentamente hacia
él y comprendió que había llegado el prometido día de la ascensión en cuerpo y
alma hacia el Cielo del Señor de la Fe.
EN EL
MAR
El submarino francés Ambassador subió
a la superficie relumbrante del mar y desde el puente de mando el comandante
Jean Miravet contempló el esplendor del fuego fatuo sobre las ballenas grises
que navegaban presurosas hacia el sur.
ANTONIO
FERNÁNDEZ
El fulgor sorprendió a Antonio
Fernández que viajaba hacia Río Cuarto con su mujer y sus dos hijos, a pocos
kilómetros de La Carlota.
La carretera bordeada de altos
eucaliptos, los postes del teléfono y
los verdes campos colmados de pacientes vacas entraron en la refracción de la
luz polarizada desde el centro de la
tierra y desde el espacio.
La ráfaga celeste centelleaba sobre el
horizonte y se espejaba en su sangre y en la imagen de sus seres queridos.
Detuvo el auto y avanzaron por la casi
invisible carretera hacia un veloz objeto que venía a su encuentro.
EL LAMA
TIBETANO
El Lama tibetano Thsan Nyan Tsan
sintió sobre sus párpados cerrados el advenimiento del lote coruscante de la
estrella cósmica y puso en armonía los anchos senderos de su sabiduría para
corroborar que el Aura Solar del Maitreya despertaba en el seno de la Divina
Madre del Mundo.
Sobre los antiguos templos enajenados
al Nirvana reflexionó la luz y se fundió en las perpetuas nieves de las montañas del Himalaya. Desde allí descendió
hacia los valles y penetró en las cavernas de las ciudades ocultas de los
Señores del Cielo.
LOS
HUÉRFANOS
Los pequeños internos del orfanato de
La Sayne sobre la costa del Golfo de León abandonaron sus habitaciones y se
arremolinaron en el patio formando un estrecho bouquet oligofrénico cultivado
por la piedad de las Hermanas de San Dionisio.
Las puntas de lanza que descendían del
astro refulgente cabalgando sobre ondas de absoluta inteligencia rompieron la
coraza de los pequeños cerebros y pusieron en cadena el principio del
descubrimiento de la propia conciencia y de la interpretación de todo lo que
existe en los mundos revelados.
EL ÁTOMO
SIMIENTE
Los impulsores del átomo simiente
depositado en el punto axial de la cruz del corazón de cada hombre estallaron
en diminutas partículas de plateados cristales encendiendo la lámpara de las
células.
Así se producía la conexión del Ser y
las radiantes esferas del Destino, la sustancia del sentimiento particular y el
océano del Amor, el eco de una voz perdida entre los hombres y el crepitante
trueno de la Creación.
ULAPES
En su humilde rancho de adobes y cañas
del pueblo riojano de Ulapes, doña Gumersindo Guzmán escuchó el balido de las
cabras y salió al patio en el momento en que la tierra y el monte brillaban con
la viva pátina de fuego primario que se esconde en el invisible esqueleto de
los átomos.
Detrás del horizonte de los cerros
observó el fastuoso globo que colmaba de luz la comba del cielo.
Cercana a su siglo de vida la anciana
comprendió que el arco del tiempo era tan ilusorio como su religiosa soledad.
Los hijos que habían muerto y los que habían partido colmaban ahora el recinto
de su visión espiritual y se añadían a la presencia de su sentimiento único,
consciente y perfecto.
LA
COMPUTADORA
Alfred Voigtmann y Günter Engelhardt,
oriundos de Bayreuth, fueron los últimos hombres de la Tierra que formularon
preguntas sobre el sorpresivo acontecimiento, a la Computadora Central de las
Naciones Unidas.
¿Qué
está sucediendo?
¿Quién
está violando las leyes de la naturaleza?
¿Es
el signo del fin o de un nuevo principio?
A cincuenta metros bajo la tierra, en
algún lugar del planeta, protegida por un espeso casco de acero y plomo, la
máquina pensante que había recibido la historia, las ideas y las
significaciones de la cultura de todas
las razas, de todos los códigos, lenguajes y dialectos, de los símbolos y de
los números, permaneció silenciosa, sin emitir respuesta, mientras la invadía
un lento relámpago de luz.
Los astrofísicos miraron, a través de
los grandes ventanales del Radioscopia de Baviera, la fundición de las formas
en esencia, tal como si el fenómeno de la existencia fuese un sueño que borra
la mañana de un nuevo día.
DIÁSPORA DE LOS DUENDES
Surgieron a la hora convenida y se
encaminaron al Anfiteatro de la Gloria. Venían desde la Carretera del Cielo y
también de las grietas volcánicas. Se asomaban sobe la cresta de los ríos y en
la superficie de los lagos helados.
Ángeles transparentes de alegre
sonrisa, lombrices autómatas de siete colores, diminutos enanos de las
montañas, espíritus de los árboles, ninfas de los ríos, pavos reales rojos de
la Antártica, el pájaro Neuptanhil que vive en el espacio y que jamás
desciende, la Abeja Reina Madre de todas las abejas, de cuya miel se alimentan
los pequeños Mesías, el Monje Budista Mandalanda, en cuyo corazón resuena el
llanto de todos los niños y por cuya caridad los recién nacidos pueden por un
instante contemplar y comprender toda la gloria y misterio del Universo.
Penetraban al espacio terrestre por
secretos túneles cavados en el silencio y se arremolinaban a la entrada del
Parque de los Suspiros para contemplar por última vez a sus hermanos. Ya otos
planetas habían sido abandonados millones de años antes y sólo la Luna y la
Tierra les habían guardado un puesto de participación que ahora concluía.
Gob contempló el rostro de Osiris,
hijo de Zartan, que descendió al círculo humano en los cuerpos de Florentino
González, Pedro Montenegro, Natalia Goldman y Crisóstomo Rivero. Lo miraba
profundamente tratando de comprender lo que Osiris sentía dentro de sí y éste
parecía decirle que debían aceptar tan ruda decisión y emprender el viaje hacia
otros mundos habitados porque la magia de la obediencia es el secreto de todos
los misterios.
En dedales de plata la maga de las
nieves Tseg Tao Siu conservaba su diminuta cría de duendecillos chillones, y
animalmente se entrelazaba en círculos
conscientes con San Alberto y Swami Vivekananda.
Era la noche absoluta que una vez cada
cinco mil años cubre la Tierra. Noche sin estrellas ni Luna, manto sobre una
esfera negra de cuyo centro emanan las corrientes lúbricas y los secretos
pasadizos que conducen al otro lado de Todo.
El momento había llegado y sólo
restaba escuchar la voz del Gran Amaestrador. Su decisión era siempre irrevocable
porque era el único que podía resumir en sí mismo el origen, el orden y el acto
de todas las cosas, y contemplarlo por
última vez bajo el halo de la luz destilada del Iris de Brahma era el deseo de todo duende.
El mensaje fue traducido a todos los
idiomas mágicos en la computadora de rubíes de la nave espacial que, en el
lenguaje humano, diría más o menos lo
siguiente:
Cuando
se seca el corazón de una raza, el manantial que brota de la esfera amorosa de
Dios se interrumpe.
Cuando
el brazo del prójimo hace que en otros se derrame el néctar rojo de sus
cuerpos, el mecanismo de vinculación se desconecta y viene la oscuridad de
propósitos.
Cuando
se altera la normal graduación de causas y efectos y resulta estéril todo
esfuerzo por reordenarla, viene la confusión y el miedo de ser justos.
Cuando
se contamina la sustancia hereditaria con ráfagas de impiedad, los que vendrán
serán bestias irrecuperables.
No
hay espacio para nosotros en este mundo que no admite su propio futuro.
No
hay lugar para la magia y los encantamientos en el corazón de una humanidad que
patea a los recién nacidos para modificarles la esperanza.
¿Acaso
pueden ustedes transitar libremente por sus calles y plazas?
¿Puede
un duende convivir con una familia y jugar con sus niños?
¿Pueda
una hija del mar enamorarse de un marino como en los antiguos tiempos y
procrear con él hijos e hijas mitad del agua mitad de la tierra?
¿Acaso
los mineros han respetado las ciudades ocultas de las salamandras?
Lejano
ha quedado la época en que podíamos alternar con los dioses y con los hombres,
transformarnos en animales o en piedras preciosas y regocijarnos en el
calidoscopio de las mutaciones.
Zartan hizo una pausa y luego prosiguió diciendo:
Todos
ustedes se irán a colonizar nuevos mundos, menos uno que permanecerá aquí como
testimonio, en la forma de un libro encantado que podrá leerse del principio al
fin o de atrás hacia delante, cambiar sus ideas, trastrocar sus palabras,
modificar sus tiempos y los nombres, mezclarlo todo una y otra vez, porque
siendo el mismo, jamás tendrá igual significado.
Siete mil setecientos setenta y siete pequeños, invisibles y ansiosos
corazones comenzaron a agitarse al tiempo que escuchaban las últimas palabras y
contemplaban la bendiga imagen de Zartan que casi imperceptiblemente se iba
disolviendo.
Serás
tú, Gob, el encargado de recordar nuestro paso por este lugar y ser el
testimonio de que no todo lo que existe es lo que existe.
El Gran Amaestrador puso, a modo de
bendición, una mano sobre su cabeza y al instante Gob se convirtió en el
manuscrito de un pequeño libro de tapas
doradas que durante trece años solares permaneció oculto, esperando el milagro
de la multiplicación.
Como el azar es solo una apariencia de
la predestinación, quien tenga en sus manos una copia de este libro dispondrá
de un espejo fascinante para asomarse al Otro Lado; escuchará sus propios pasos
por los caminos del Cielo, se bañará en las aguas insondables del arrobamiento
y embriagará su corazón con el aroma de las flores invisibles que crecen en los
jardines del Misterio.
*
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