Y OTROS CUENTOS
JUAN COLETTI
La vida contemplada objetivamente y sin ilusión,
es una historia sin sentido contada por un matemático
idiota. Violar la lógica es poseerla.
LEWIS CARROLL
LA MISIÓN DE SIMÓN WAINSTEIN
-Tengo la misión de viajar por el
mundo hasta encontrar al niño y ejecutarlo, dijo Simón Wainstein, y me sonrió.
Sus ojos azul claro me miraron
fijamente y sentí que su mente estaba grabando la conversación. ¿Quién era ese
hombre alto y desgarbado, cuyo rostro me recordaba al de León Trostky? Me había
sido presentado aquella misma noche por Sonia Rabinovich, al finalizar el acto
en que yo había presentado su libro “Poemas para conjurar el miedo”, en una de
las salas del Centro Cultural la Casona.
Estábamos sentados en mi departamento
uno frente al otro en la mesa de la cocina. El agua hirvió y me dispuse a
preparar café con el presentimiento inexplicable de que el poeta judío había
buscado el pretexto de llegar hasta mí porque sospechaba que yo había reunido
cierta información que él necesitaba poseer.
Al concluir el acto habíamos salido
hacia la avenida General Paz en el momento en que un automóvil del
Consulado de Israel se estacionaba
frente a nosotros. El conductor, un hombre joven de porte marcial, se dirigió a
Simón Wainstein y le dijo algo al oído. Escuché un intercambio de frases en
hebreo que por supuesto no pude
entender, pero leí los gestos, el ademán imperativo y de inmediato el
disimulado gesto de obediencia del joven.
Con un amable ademán, Simón Wainstein
me ofreció subir al automóvil.
-Acepto tomar un café con vos –me dijo
en un español con acento germano-, pero
si no te molesta prefiero que vayamos a tu casa.
Acepté y partimos hacia la dirección
que le indiqué al conductor. Tuve la sensación de que empezaba a involucrarme
en una aventura inesperada. Todo coincidía con el cuento que yo había empezado
a escribir en aquellos días fríos de julio. La magia de la literatura me había
permitido en otras ocasiones conocer a los personajes de mis obras siempre
después de la escritura, nunca antes, como ahora.
Apenas llegamos a mi departamento,
mientras yo preparaba el café, mi invitado miraba atentamente los libros de la
biblioteca. Cada tanto entresacaba un ejemplar, buscaba una determinada página
y volvía a ubicarlo en el mismo lugar.
“Estoy sospechando que estos tipos son
de los servicios de inteligencia”, pensé entre sobresaltado y divertido. “¿Qué
tengo en mi poder que pueda resultarles de utilidad? Mi única fortuna es la
imaginación y ahora lo que haré con mi imaginación será indagar en la mente de
mi huésped hasta donde me sea posible”. Recordé que don Juan Mathus le había
revelado a Carlos Castaneda que el mundo está compuesto por infinitas
dimensiones, como capas de una cebolla, y que nada de lo que acontece deja de
ser, que todo lo que fue y lo que será fluyen hacia el ahora, el aleph de la
eternidad, el punto indivisible por donde podemos penetrar en la totalidad
manifestada.
-¿Tomás el café con azúcar? –pregunté.
-Lo tomo amargo, gracias-. Me ofreció
un cigarrillo y nos quedamos en silencio, alertas, dejando que el ondular
apacible del tiempo borrara las dificultades y revelara las escondidas
intenciones del encuentro.
-¿Es verdad que estuviste casado con una
mujer judía? – me sorprendió la pregunta.
-Sí, con Fanny. ¿Cómo lo supiste?
-Es parte de mi oficio, te habrás dado
cuenta.
-Nos divorciamos hace muchos años.
Ahora ella vive en Los Ángeles. Nunca volvimos a comunicarnos, aunque de vez en
cuando recibo noticias por medio de amigos comunes. El amor, cuando es
espléndido, tiene un reverso de dolor y oscuridad del que nadie puede
sustraerse. ¿Estás de acuerdo?
No me contestó. Esbozó apenas una
sonrisa y terminó de tomar su café. Sobre mi mesa de trabajo, junto a la
máquina de escribir, un fascículo de la colección de Biografías del Centro
Editor mostraba un círculo rojo en el que sobresalía una enorme cruz esvástica.
-¿Estás leyendo algo interesante? –
preguntó con ironía.
-Estoy
tomando apuntes para escribir un cuento. La esvástica que utilizaron los
nazis –se me ocurrió explicar- tiene las aspas girando hacia la izquierda. Es
el símbolo de la Destrucción-. Tomé un papel y dibujé una esvástica invertida,
con las aspas girando hacia la derecha: Este es el signo opuesto, el emblema de
la Creación -, afirmé mientras recordaba que no era yo quien había llegado a
semejante conclusión sino Piotr Demianovich Ouspensky, basado en antiquísimos
textos tibetanos.
Simón
Wainstein me pidió que le indicara donde quedaba el baño. Aproveché la pausa
para calentar más café y servirlo.
-¿Qué hacés en Córdoba? – le pregunté
mientras encendíamos otro cigarrillo.
-Viajo por el mundo leyendo mis poemas
al mismo tiempo que busco a un niño a quien debo ejecutar – me contestó como si
hablara de un juego inocente. Me estremecí y lo miré esperando que me dijera
que era una broma macabra.
-Para quien, como vos, escribe libros
para niños debe resultar una monstruosidad lo que acabo de decir. No voy a
meterme con tu visión del mundo pero te aseguro que he leído tantas
imbecilidades dirigidas a los niños que no las puedo soportar.
-¿Por ejemplo “El Niño de las Estrellas”? – pregunté.
-Eso no lo dije yo – me respondió-.
Sin embargo, un monstruo como el que yo ando buscando no bebe leche sino sangre
desde el momento de nacer. ¿Acaso estás de acuerdo con esa idiotez de que todo
hombre nace bueno y que la sociedad lo corrompe?
Nos interrumpió el timbre del
teléfono.
-¿“El señor Wainstein se encuentra
allí? ¿Puede comunicarme con él, por favor”?
Supuse que sería el joven conductor
del automóvil del Consulado. ¿Cómo sabía mi número telefónico? La conversación,
ahora en alemán, fue breve, de frases cortas, como si respondiera a una clave.
Simón Wainstein volvió a sentarse,
sacó una libreta de apuntes de cuero negro e hizo algunas anotaciones. Limpió
sus anteojos con un pañuelo y encendió otro cigarrillo. Por mi parte había
fumado lo suficiente y tampoco deseaba distraerme más de lo que lo estaba
haciendo.
-Lo que dije hace un momento no fue
una broma. Soy un Ejecutor cuya tarea supone la máxima crueldad de la que es
capaz el hombre: matar a un niño. No me interesa ni me preocupa si estoy
perturbándote, si estoy o no contribuyendo a que escribas tu famoso cuento.
Además, todo lo que pueda decirte no deberá salir de esta habitación (¿era una
amenaza?) Matar al zorro después de que ha destruido el gallinero es solo una
venganza. Matar al cachorro de zorro es evitar una matanza colectiva.
-Eso – repliqué – ya fue dicho y
ejecutado por algunos generales de mi país que no militan, precisamente, en tu
bando. Era también el pensamiento de Herodes cuando ordenó asesinar a cientos
de niños buscando entre ellos a un pequeño judío.
Simón Wainstein soltó una carcajada.
El hombre circunspecto de un momento
antes parecía burlarse de lo que yo acababa de decir.
-Querido amigo –dijo-, de las redes de
la predestinación no solo escapan los futuros Mesías, también lo hacen las
precoces bestias. Voy a contarte una historia. En l889, más precisamente en
abril de ese año, en la antigua localidad de Braunau, ubicada junto al río Inn,
en la frontera de Austria y Baviera, nació un niño que en principio no fue
reconocido por su padre. Llevaba por entonces el apellido de su madre,
Schicklgruber, y estaba predestinado a ser…
Simón Wainstein hizo una pausa
deliberada y esperó a que yo dijera algo. Me pareció que sonreía
maliciosamente, como si supiera que yo ya conocía la continuidad de lo que él
estaba narrando.
-Parece como que hubieras estado
leyendo mis apuntes –dije-. Lo que estás diciendo está escrito aquí, en esta
biografía. Todos los que han leído esta colección lo saben. La vida de esa persona está
profusamente registrada en la historia del siglo XX. (¿A dónde nos conduce esta
conversación?)
-Hay una historia para cada una de las
dimensiones del universo y de donde yo vengo la crónica es diferente –dijo el
viajero-. ¿No has pensado alguna vez que tu vida, por ejemplo, sucede al mismo
tiempo en diferentes campos de la conciencia y que éste podría ser uno de
ellos? ¿Existe la muerte absoluta? ¿No seguirás viviendo con Fanny en otra de
tus vidas posibles? No hay un mundo, sino infinitos mundos cuya suma es la
Totalidad. ¿Acaso no lo dijo don Juan, el personaje que pensaste, hace un
momento?
-Recuerdo –dije al borde de la
completa desorientación- que el Corán afirma que “todo lo que tiene un nombre
existe”. He pensado en esto miles de veces pero no alcanzo a comprenderlo
cabalmente. En la literatura fantástica todo es posible y parece tan real como
la simple percepción de la realidad en
la que hemos sido amaestrados. Creo que Borges fue quien dijo que hacemos
literatura fantástica porque éste es un mundo fantástico.
Cada tanto preparo un licor con
hierbas aromáticas, al que llamo Trinkim
de Sandunga, que ofrezco en ocasiones especiales. Saqué una botella de la
heladera y serví para ambos. Lo paladeamos sin hacer comentarios. Por la calle
9 de Julio pasó una ambulancia de un servicio de emergencias haciendo sonar su
sirena.
-En el mundo en que yo habito la historia del siglo veinte
es diferente a la que vos has conocido. Si es verdad que hay tantas galaxias
como granos de arena en este planeta, ¿por qué la vida debería limitarse a una
realidad dura e inalterable como una roca y no a otra tan evanescente como los
sueños? El mundo que cada uno habita es el que cada uno ha creado con su
voluntad, con su discernimiento. El conductor de un ómnibus que por no
atropellar a un perro vuelca y mata a todos sus pasajeros, lo hace impulsado
por una conducta moral. ¿Es la tuya?
No supe qué contestar. Mi imaginación
y mis sueños pertenecen a una esfera que difícilmente puedo controlar. El
cuento que yo había comenzado a escribir se refería, con extrema precisión, a
lo que estaba conversando con ese extraño personaje que acababa de conocer. ¿Un
poeta israelí, un oficial del MOSSAD, un
Ejecutor proveniente de otro mundo? (¿Qué estoy escribiendo?)
-En los libros de historia de mi mundo
–prosiguió Simón Wainstein-, se cuenta la proeza de mi antepasado Karl von
Stauffenberg…
-El mismo apellido del general alemán
que participó en el complot contra…-lo interrumpí.
-El mismo apellido con la diferencia
de que mi antepasado no falló en su propósito. En un atardecer de un día de
mayo de l889, el joven Karl ingresó a la habitación donde dormía plácidamente
el niño nacido a las orillas del río Inn y sencillamente lo ejecutó en nombre
de la humanidad futura. ¿Te parece terrible?
Me quedé en silencio, procurando
ocultar mi sorpresa, porque esta era la parte que me faltaba para completar mi
cuento.
Habían pasado unos minutos de la
medianoche y mi invitado pidió utilizar el teléfono. Esta vez habló en perfecto
español solicitando a alguien, a quien llamó Rubén (¿el chofer?), que pasara a
buscarlo en diez minutos.
Le pregunté si él creía que el futuro
previsible sería tan terrible que justificara continuar buscando a la víctima
predestinada y matarla. Se quedó un momento
en silencio y luego me respondió:
-Las democracias del mundo están
socavando su propia tumba. No han podido resolver los mecanismos de la
contradicción que predijera Mao Tsé
Tung. Si no podemos modificar a tiempo la conciencia colectiva, el mundo continuará sumergiéndose en océanos
de sangre y la raza humana, necesariamente, desaparecerá.
-¿Acaso ustedes –pregunté- podrían
cambiar el rumbo de la historia con el asesinato de un niño?
Simón Wainstein tomó un pequeño
portafolio que llevaba consigo y extrajo un libro.
-No sé si al mostrarte esta fotografía
tu concepto sobre mí cambiará, pero no puedo dejar de hacerlo.
Abrió el libro en una página que
estaba previamente señalada con un marcador y me la mostró mientras decía:
-El niño de quien te hablé recibió al
nacer el apellido de su madre. Poco después, su padre, un alcohólico violento,
lo reconoció y le dio el suyo.
En la página abierta observé una lápida
con la siguiente inscripción: Adolf
Hitler. Nació el 20 de abril de l889. Murió el 13 de mayo de l889.
Una repentina mezcla de estupor, miedo
y exaltación ante el prodigio o ardid de aquella terrible imagen hizo que la
noción del tiempo pareciera haberse suspendido y no supe entonces si era yo el afortunado destinatario de una
revelación o la víctima de una burla atroz. ¿Quién podría explicármelo?
Sonó el portero eléctrico. Acompañé a
mi visitante hasta la puerta de entrada del edificio de departamentos donde
vivo. En la calle lo esperaba una camioneta negra con patente del Paraguay. Nos
despedimos con afecto, prometiendo volver a vernos. (¿Para qué?)
Como me había quedado sin cigarrillos
caminé dos cuadras hasta un quiosco en Colón y La Cañada y regresé, sin apuro,
meditando sobre la poca creíble conversación que había mantenido un rato antes
con el supuesto Simón Wainstein y mi propósito de completar aquella misma noche
mi postergado cuento sobre la reversibilidad de los mundos.
Hay tantas galaxias como granos de
arena e infinitos mundos como tantos sueños e invenciones seamos capaces de
generar, iba yo pensando mientras subía el ascensor. En los archivos akáshicos del Universo una gema
compacta registra el paso de una hormiga, la explosión de una estrella, el
llanto de un recién nacido, el sonido de la máquina de escribir, las
divagaciones de un demente, todo lo pensable, imaginable, discernible.
Apenas abrí la puerta de mi
departamento, unos libros en el suelo y las carpetas desordenadas mostraban que
alguien había estado allí en el breve momento en que me había ausentado.
Maldita sea, los apuntes que con tanto esfuerzo había acumulado durante meses
habían desaparecido.
Me senté frente a la máquina de
escribir lleno de un profundo desprecio por las ideologías que tantos
sufrimientos nos han causado, y completé mi trabajo. Todavía no comprendo el
exacto valor de lo que he escrito. Sólo estoy seguro de que en estas páginas se
entrecruzan numerosas dimensiones que pueden ser exploradas, desacopladas o
interpretadas según el sano o enfermo juicio de cada lector.
No me interesan las amenazas ni los
gestos de solidaridad de nadie. Si no hubiera sido capaz de llegar hasta el
final me sentiría avergonzado de mi propia cobardía, del falso escrúpulo que me obliga a aparecer siempre ante los
demás como una inofensiva y buena
persona.
Hago mías las palabras que pronunció
George Ivanovich Gurdjieff en su lecho de muerte:
Entre
buenas sábanas los dejo.
EL ÁRBOL DE LA VIDA
El mundo había sido devastado. Sólo
quedaban una mujer y un hombre sobre las ruinas de la Tierra.
Esta es, dijo el Ángel Perfeccionador,
la semilla del Árbol de la Vida. Cultívenlo, mas cuando crezca no coman de sus
frutos.
De inmediato el hombre y la mujer
cayeron en un profundo sosiego y durmieron abrazados sobre un mar de arenas
rojizas a la luz de una Luna prodigiosa.
Al amanecer, el hombre dijo: soñé que
una lluvia tibia y salada descendía de un cielo sin nubes y bañaba la vastedad
del Universo.
No era lluvia, respondió la mujer,
sino lágrimas de dolor de los infinitos seres que padecerán a causa de nuestra
obediencia. Si plantamos esta semilla nacerá el Árbol del Bien y del Mal y
caeremos en la tentación.
Es verdad, dijo el hombre, no
sucumbiremos a la ilusión del pecado y de la muerte a la que fueron condenados
nuestros padres Adán y Eva.
El Ángel Perfeccionador se hizo
visible y los amonestó:
Para alcanzar la
liberación es indispensable someterse a la Ley, porque sin Ley no hay
posibilidad de transgresión, sin transgresión no hay culpa, sin culpa no hay
perdón, sin perdón no hay liberación.
FALSAS APARIENCIAS
Nicandro Pereyra caminaba por una
huella arenosa en Campo Toledo cuando vio a un perro al que golpeó duramente
con su rebenque sin que el pobre can ni siquiera lo hubiera mirado.
El perro, aullando de dolor, corrió
rumbo al rancho donde se encontraba, trenzando un lazo de siete cuerdas, el
capataz de la estancia, don Nicanor Sanjulián. Postrándose a sus pies y
mostrando su cuerpo herido le pidió que hiciera justicia con el peón que lo
había maltratado tan cruelmente.
En ese momento se apersonó el
Nicandro, mostrando como era habitual en él una grosera altanería, aunque era
rengo. El capataz llamó a ambos. Al peón le dijo:
-Estúpido, ¿cómo es posible que hayas
tratado así a un pobre animal? ¡Mirá lo que has hecho, bribón!
El peón respondió, mientras
respetuosamente se sacaba el sombrero:
-Lejos de haber sido mía la culpa, es
del perro. No lo he golpeado por mero capricho, sino porque ha ensuciado mi
poncho.
Pero el perro, parado en dos patas,
persistía en su reclamo de justicia. Entonces Sanjulián, con el tono severo y a
la vez indulgente que tienen los Maestros, le dijo al animal:
-En vez de exigir la Recompensa final
permitime darte una compensación por tu dolor.
Habló entonces el perro y dijo:
-Cuando vi a este hombre ataviado como
un auténtico gaucho, pude concluir que no me haría daño. En cambio, si yo
hubiese visto a un hombre llevando vestimentas comunes, naturalmente que me
habría apartado de él. Mi verdadero error ha sido suponer que la apariencia
externa de un hombre, consagrado a la verdad y al trabajo, me aseguraba que
nada debía yo temer. Te ruego que este hombre sea castigado, arrancándole la
vestimenta de los Elegidos.
El perro hablaba de ese modo para
probar que estaba en un cierto rango en el Camino de la realización. Es erróneo
pensar que un hombre debe ser mejor
que él.
El condicionamiento que es representado en esta Enseñanza por el
Poncho del Gaucho es frecuentemente mal interpretado por esotéricos y
religiosos como algo conectado con la real experiencia o mérito. El incidente, registrado en una de las páginas
de El Libro Divino de Laguna Larga, es
repetido a menudo por los derviches gauchos que recorren las inmensas soledades
de la pampa rioplatense, quienes atribuyen su autoría a Pedro Urdimán, el
Blanqueador, maestro sufí del siglo IX.
Después de que el sabio capataz
Nicanor Sanjulián se hubo retirado a meditar al interior de su rancho, Nicandro
Pereyra y Blakie, el perro cimarrón, se
quedaron solos y pensativos. Ninguno quería ser el primero en expresar un
pensamiento que pudiera modificar lo que había sucedido entre ambos y que de un
modo peculiar los uniría para siempre.
-Te has cagado sobre mi poncho, carajo
– empezó Pereyra-, y encima te venís a quejar a la autoridad. ¿Cómo no te
reventé a guascazos?
-No soy tan pelotudo -respondió el
perro, dando un paso atrás-, porque entre ser gaucho y peón hay una insalvable
diferencia. No me cagué sobre la ropa de un peón de estancia sino sobre el
disfraz de gaucho de un guampudo como vos.
-¿Qué dijiste, sotreta?
-Andá a cantarle a Gardel, flor de
boludo –, gritó Blakie echando a correr- que de giles como vos este país está
empachado.
Esta breve historia es una recompensa
emocional para todos aquellos discípulos que hacen del Camino laico su
esperanza. El perro es aquí la metáfora de la impaciencia, y el iracundo peón el símbolo de la terca
intemperancia. Alabado sea quien logre superar tanto al perro como al hombre
disfrazado de gaucho en sus estúpidas insignificancias.
EL NIÑO EN EL ESPEJO
No siempre los perversos escapan al
castigo. A la antigua presunción que habita en la conciencia popular de que no
todos los crímenes son descubiertos y sus responsables castigados, le cabe la
excepción que justifica la regla.
Es difícil saber si al contar esta historia nos impulsa un sentido de la
justicia natural, el odio o la justificación de la revancha para desear el peor
de los males a los culpables, hijos de Caín. Lo cierto es que estos hechos no
han surgido de la imaginación de un escritor sino de una simple noticia
policial.
Por mandatos del azar o de una ley que todavía no conocemos, en pleno centro
de Buenos Aires, Carlos Romera reconoce al oficial de Prefectura Alcides
Antonio Nazar, el mismo que lo había
torturado cuando estuvo detenido en la Escuela de Mecánica de la Armada, en los
años de plomo.
Alarmado por el encuentro pero sin dudar un minuto, Romera hace la denuncia
a la policía y de inmediato, ante el Fiscal del fuero penal cuenta que en 1977, él y su esposa Martha
Mercado y el pequeño Rubén, hijo de ambos y de apenas pocos meses de vida,
fueron detenidos y remitidos a la ESMA. Romera dice: “A mi mujer no volví a
verla nunca más y esa misma noche, esa bestia, el oficial Nazar, empezó a
torturarme. Ese era el procedimiento para tratar de ubicar a los supuestos
cómplices antes de que tuvieran tiempo para huir. Me ató a una cama metálica y
comenzó a meterme la picana mientras me insultaba. Como no obtuvo información
alguna, el animal tomó a mi bebé y lo puso sobre mi cuerpo desnudo, diciéndome:
Hablá, hijo de puta, si no lo hacés, te
juro que le destrozaré la cara a tu hijo contra el piso. No sé si a mi
Rubencito le pasó corriente eléctrica. Si recuerdo que llegaron otros oficiales
y le ordenaron al degenerado que parara, que yo no tenía nada que ver. A pesar
de que yo era realmente inocente, estuve detenido durante casi dos años”.
El mismo día de la presentación de la víctima, advertido por sus superiores de que sería detenido,
Alcides Antonio Nazar, en uno de los baños de su unidad militar intentó
suicidarse disparándose en la boca con una pistola de 9 milímetros. No murió
pero su rostro quedó irreversiblemente desfigurado.
Según el parte médico oficial, el diagnóstico del frustrado suicida es el
siguiente: fractura del maxilar inferior, pérdidas dentarias, graves heridas en
la lengua y en el piso de la boca, sección del labio superior, pérdida del ala
derecha de la nariz y lesiones profundas en el paladar.
Aunque no aceptemos la creencia
popular de que no siempre los malos pierden, leer una noticia como ésta en el
diario de la mañana mientras tomamos el desayuno, nos confirma que una parte
muy íntima y escondida de nuestra conciencia, también sabe del odio y del
resentimiento. Por un momento, la venganza ejecutada en sí mismo por el propio
represor, nos trae un hálito de inexpresable bienestar, como si por este solo y
único hecho, el orden del mundo se hubiera restablecido.
Podríamos agregar, entrando ya en los
dominios de la literatura fantástica, que cuando el torturador contempló lo que
quedaba de su rostro en un espejo, le pareció ver, fugazmente a sus espaldas,
el rostro de un niño que le sonreía.
EL NIÑO CARPINTERO
El niño corre, ágil y feliz, por el
patio de tierra. Salta y trepa a los árboles con fuerza y destreza. Dialoga y
ríe con invisibles ángeles del cielo.
Su padre José, el carpintero, callado
y laborioso, construye rústicos muebles bajo la sombra de la parra. Un poco más allá, a la penumbra de la tortuosa
higuera, la burrita gris espanta las
moscas con su cola. Sobre el horizonte, bajo el ardiente sol del mediodía, se
recortan las milenarias montañas y el místico desierto de Nazareth.
De pronto el chico se detiene y
piensa. Va hacia el taller, pide una herramienta, dos trozos de madera y
clavos. En un instante, a golpes de martillo, ha construido algo que él
considera hermoso y perfecto, un juguete mágico y divino.
Camina presuroso a los brazos de su
madre y se lo ofrece. María, sorprendida, ahoga los sollozos de su corazón y lo
aprieta fuertemente en su regazo.
Sin comprender cuál es la oculta causa
del dolor que ha provocado con su juego, el niño queda absorto contemplando la
pequeña cruz que ha fabricado con sus manos.
Después, muy lentamente, con una
anticipada tristeza de sabiduría en sus ojos, se vuelve, llorando, hacia su
madre.
LA LEYENDA DEL FALSO CREADOR
Cansado de la feroz desobediencia y de
los constantes actos subversivos de Lucifer, el Creador dispuso que el Hijo de
la Luz fuera confinado a una distante galaxia, en un sistema solar donde
brillaba, como una gema azul, la floreciente Tierra.
Apenas fue abandonado por una nave
espacial en aquel espléndido Paraíso de esporas y deseos, el Diablo sintió
celos enfermizos por su Padre y envuelto en un relámpago de odio se dijo a sí
mismo, haré un mundo similar al de Dios,
porque yo también soy Dios.
Se puso de inmediato a trabajar y
quiso hacer una paloma y le salió un buitre, quiso hacer un cangrejo y le salió
un alacrán, quiso hacer un perro y le salió un lobo, quiso hacer una abeja y le
salió una avispa, quiso hacer una rana y le salió un escuerzo, quiso hacer un
ángel y le salió un hombre.
EL MARCAPASOS
A Víctor Retamoza
“No
haya paz en la tumba del verdugo”
Antonio
Requeni
Apenas despertó de la anestesia, el
torturador recordó que la joven doctora, antes de operarlo, le había
preguntado: ¿No me recuerda? Por supuesto que entonces no la recordaba pero
ahora, que regresaba convaleciente a su casa de campo en Ascochinga, una imagen
repentina lo trasladó, veinte años atrás, al Centro de Detención de La Perla. En
ese momento sonó el teléfono celular. ¿Sí? Una pausa. ¿Quién habla? Del otro
lado de la línea la voz de la mujer lo hundió en el pánico. Detuvo el automóvil
a la orilla de la solitaria ruta. Iba a decir algo cuando escuchó: ¿Cómo se
encuentra? No me diga que todavía no me recuerda. Otra pausa. ¿Qué hora es?
Preguntó la cirujana. Las once y veinte, respondió tartamudeando mientras abría
la puerta del coche y trataba de huir.
Ahora sabés quién soy, ¿verdad?, maldito violador, asesino. No te coloqué un
marcapasos. ¿Qué esperabas? Lo que está latiendo en tu pecho es una bomba. Te
quedan diez minutos de vida. Última
pausa. Que Dios me perdone.
EL PREMIO
A
las ocho de la mañana del primero de diciembre de l978, inusitadas
llamadas telefónicas sorprendieron mi habitual lectura de La Voz del Interior.
Mi libro de cuentos, El Jardín de las Flores Invisibles, había
sido galardonado con el Premio EMECÉ de
Literatura.
Una hora después llegó un telegrama
que borraba las dudas y acentuaba mi estupor: Juan Coletti. Córdoba. Comunicamos Jurado Emecé ha premiado su obra Jardín Flores invisibles.
Rogamos comunicarse telefónicamente. Felicitaciones. Emecé Editores.
Si hay algo que considero una
constante de mi naturaleza, es el don del asombro, una disposición desconfiada,
pero esencialmente ingenua, hacia el fenómeno del continuo acontecer, capacidad
para observar y descubrir, para sobresaltarme ante minúsculas emociones o
frente al despliegue de las grandes ideas. Ignoraba, hasta ese momento, que la
concesión de tan importante lauro iba a proporcionarme la más grande y
definitiva de todas las sorpresas.
Llamé a Buenos Aires y hablé con la
señorita Julia, secretaria del señor Carlos Frías, director a cargo del Fondo Editorial, quien
se mostró sumamente complacida por la comunicación y volvió a transmitirme las
felicitaciones en nombre de la empresa y
el deseo de que viajara pronto. Convinimos en que, por razones de trabajo, lo
haría recién el miércoles seis.
-Tendremos mucho gusto en conocerlo
personalmente.
-Gracias, estaré allá aproximadamente
a las once de la mañana.
Salí de Pajas Blancas en un avión de Aerolíneas Argentinas, y una hora y
media más tarde dejaba mi equipaje en el Hotel Crillón. Rato después subía
hasta el noveno piso en Carlos Pellegrini al 1069 donde Emecé tenía sus
oficinas.
Apenas mencioné mi nombre la señorita
Julia se adelantó a saludarme y me pidió
que tomara asiento.
-Póngase cómodo, por favor. El señor
Frías lo atenderá dentro de un momento.
Mientras aguardaba repasé una vez más
el largo trayecto de mi vocación por la literatura, los primeros intentos en
los años de la infancia, los premios en la escuela, mi revista “Mediodía”, mi
amado “Canto Labriego”, los libros inéditos que jamás habían salido del cajón
de mi escritorio, las ideas que habían desaparecido en el tiempo de la noche
oscura.
La voz de la señorita Julia borró de
golpe las imágenes de mis ensoñaciones:
-Señor Coletti, acompáñeme, por favor.
Cruzamos un corto pasillo y entramos a
la amplia oficina del señor Frías.
Fue entonces, en ese infinitesimal
instante en que nuestra mente capta, mediante la intuición, el verdadero
significado de ciertos acontecimientos, cuando vi al Otro.
No tengo otra expresión para describir
al hombre que estaba allí, cómodamente sentado, idéntico a mí, vestido con el
mismo color de traje, la misma camisa y corbata, como si mi propia imagen se
hubiera desprendido de un espejo y hubiese tomado vida independiente.
-Señor Coletti –dijo el señor Frías,
con amabilidad, mientras estrechaba mi mano-, en realidad comprendo que ésta es
para usted una situación embarazosa, como lo es para mí y para la Editorial, y
supongo que también para el señor.
El Otro asintió con un gesto de
cabeza, pero no dijo nada.
-Es
la primera vez –continuó el seño r Frías, dirigiéndose a mí-, que nos
sucede una cosa semejante. El señor ha llegado hace un momento, se llama Juan
Coletti como usted, y tiene un documento de identidad igual al suyo. Legalmente
eso nos prueba que él es, también, autor
del libro premiado.
-Pero eso es imposible –dije yo,
poniéndome pálido-, no pueden existir dos individuos en el mundo que alcancen
tal perfección de identidad que…
-Sin embargo –intervino el Otro con un
tono de voz igual al mío-, parece que lo fantástico se está volviendo realidad.
¿O será al revés? Si usted es, realmente, el autor de El Jardín de las Flores
Invisibles, no puede sentirse conmocionado por una cosa tan sencilla y a la vez
divertida.
-Bueno –dije yo, algo turbado-,
confieso que no estaba preparado para enfrentarme a una circunstancia tan
increíble. Más de una vez me he jactado de mi facultad de asombro, pero
ahora…no sé qué decir.
-¿Acaso usted no sabe –preguntó el
Otro, sonriendo- que un momento antes de morir Cervantes recibió la visita de
Don Quijote, quien lo despidió de este mundo arrodillado junto a su lecho, con
lágrimas en los ojos? ¿Ignora, también, que Hamlet en persona deposita flores
sobre la tumba de Shakespeare, en la iglesia de Stratford-on-Avon, en cada uno
de los aniversarios de la muerte del gran dramaturgo?
-No tengo información de que eso haya
ocurrido alguna vez –respondí, molesto por el tono de superioridad que el Otro
utilizaba al dirigirse a mí-. Además, y al menos que esto sea un sueño
demasiado real, no creo ser personaje de
la obra de nadie. ¿Acaso usted es el principal intérprete de mis sueños?
-Yo me he preguntado lo mismo y puedo
afirmar que no tengo una respuesta clara. Aun así, esto no es una broma. Sólo
quería medir su capacidad de reacción frente a lo insólito.
-Está bien, señores –dijo el señor
Frías, poniéndose de pie-, el problema es ahora de ustedes y les pido que lo
solucionen en privado. Aquí tengo el contrato para la edición del libro pero,
naturalmente, no pueden firmarlo dos veces dos autores iguales. Espero que
encuentren un arreglo justo y amistoso.
-Así lo haremos –dije yo-. Será,
entonces, hasta pronto.
-Lo mismo digo –aseguró el Otro, con
amabilidad, tomando un portafolio de cuero, idéntico al mío, y un bolso de
plástico que había depositado sobre la alfombra junto al sillón donde se había
sentado.
-Los acompaño hasta la puerta –dijo el
señor Frías, evidentemente satisfecho de que ambos saliéramos de su oficina.
Bajamos en silencio por el ascensor y
buscamos un taxi. Era casi el mediodía.
-¿Qué le parece si vamos a comer algo?
– propuso el Otro.
-Buena idea –contesté-. ¿Vamos a la
Costanera? Allí hay varios lugares donde se come bien.
Durante el trayecto nos mantuvimos
callados, creo porque de ese modo evitábamos distraer al conductor del taxi que
nos miraba boquiabierto por el espejo retrovisor, y al mismo tiempo demorábamos
el diálogo que no sabíamos como reanudar.
-Por favor, déjenos allí, en el
restaurante Los Años Locos.
-Está bien. Son dos mil doscientos
pesos.
Cada vez que voy a Buenos Aires no
puedo dejar de contemplar, aunque sea por un momento, el ancho Río de la Plata,
cuyo margen se pierde en el horizonte
amarronado. Aquel día, como otras veces, me deleité observando los apacibles
veleros y la lenta marcha de los barcos que enfilaban sus proas hacia los canales del Delta.
-¡Es maravilloso! – exclamó el Otro, y
me pareció que su voz había resonado como un eco dentro de mí.
-Es cierto – respondí -. Es
impresionante la masa de agua que desciende sin cesar desde las selvas de los
trópicos para hundirse en el mar. No hay otra imagen más perfecta para explicar
la eterna recurrencia de la vida. Siempre idéntica a sí misma y sin embargo qué
distinta a cada instante.
Nos quedamos observando los
centelleantes reflejos del sol sobre las aguas por un largo instante.
-¿Piensa igual? – pregunté.
-Sí – contestó el Otro, mientras
cruzábamos la calle en dirección al restaurante-. Es un movimiento inexorable
que nadie puede detener. Cuando una gota del río entra en el mar, otra gota del
mar cae como lluvia en el nacimiento del
río para compensar tanta grandeza.
Nos sentamos en uno de los rincones
más tranquilos y frescos del comedor y recién entonces, al acomodarnos en
nuestras respectivas sillas, nos miramos con mayor simpatía. Era el inicio de
una futura y grave decisión. Ninguno tenía
razón para decirle al otro: oiga, salga del espejo y vuelva a la nada. Ambos
poseíamos el mismo derecho a disfrutar ese rico y nuevo mundo que había
aparecido con el premio literario.
-¿Qué vamos a comer? – pregunté.
-Lo que usted elija – dijo el Otro-.
Se supone que tenemos los mismos gustos.
-Es posible, aunque no estoy muy
seguro.
Llamamos al mozo y anotó nuestro
pedido: una botella de vino Saint Felicien, cosecha 1968, ensalada Virginia,
bifes de chorizo y papas fritas. Postre de cerezas frescas, y café.
Mientras degustábamos la primera copa
del delicioso cabernet mendocino, nos entretuvimos con un trozo de queso roquefort y aceitunas.
-Bueno – dijo el Otro-, aquí estamos,
en un hermoso lugar, junto a un río inmenso, en un mediodía de diciembre de
1978, conversando por primera y última vez. Por lo menos, el símbolo de una
mesa abundante acentuará el significado de las decisiones que vamos a tomar.
-Es verdad – afirmé -. Aun en el momento más terrible de su vida
el condenado a muerte suele pedir, como última gracia, un plato de comida.
-Nosotros lo hacemos por un motivo
diferente, pero, de todas formas, este almuerzo será un homenaje a nuestro extraño encuentro y a la
inevitable despedida.
-Cuando presenté los originales para
participar en el concurso – dije -,
jamás pensé que podría crearse una situación de este tipo. ¿Qué pasa? ¿Somos en
verdad dos hombres iguales que tienen el mismo nombre, idéntica fisonomía y un
documento de identidad común o se trata de un sueño del que en algún momento
despertaremos?
-Si fuera un sueño, despertaría el que
estuviera soñando y el otro desaparecería. Por mi parte no creo que se trate de
un sueño ni de una ilusión.
-Entonces, ¿quién es cada uno de
nosotros?
-Creo –dijo el Otro, mirándome muy
serio-, más bien estoy seguro de que uno de nosotros es el Hombre y el otro es
el Autor. El problema que tenemos que resolver es el del rol que cada uno
asumirá de hoy en adelante.
-¿Deberemos decidirlo o apostaremos? –
pregunté, impaciente.
-Deberemos decidirlo de común acuerdo -
dijo el Otro, sirviendo vino en ambas copas-. Uno deberá elegir el mundo
cotidiano, la vida en familia, el trabajo, la fatiga de escribir y luchar sin
descanso. Esa será, obviamente, la vida
del Hombre. En cambio, el Autor quedará libre y existirá en miles de lugares a
la vez, en cada una de las copias del libro, en cada artículo que aparezca en
un diario o revista, en la imagen repetida al infinito de un reportaje por televisión
y, más que nada, en la memoria de los que lean nuestros libros. Es fácil
comprender que la vida del primero será más efímera y que el segundo
sobrevivirá, por lo menos, algunos años.
-Para mí es difícil hacer una elección
– dije, empezando a comer-. El Premio Emecé, si bien resulta un hecho
sorpresivo, no es por eso menos gratificante. Personalmente, y lo digo como
reproche, estuve muchos años dejando pasar una oportunidad tras otra. A veces
me resignaban las dificultades para publicar, y cuando tuve la ocasión me detuvo un complejo de incertidumbre que
hacía vano todo intento de escribir. Ahora, que las puertas comienzan a
abrirse, no voy a cerrarlas con un acto de imprudencia.
-A mí, en cambio – dijo el Otro-, la
fama me tiene sin cuidado y me río de las creencias contemporáneas. El lustre del hombre famoso que está por encima
de los otros es un ilusorio sitial de privilegio, es el nombre de una rara
enfermedad de la era de consumo. Es torpe negocio sacrificar una vida verdadera
cambiándola por una simple fantasía.
-¿Eso significa que usted ya está formulando una decisión? – pregunté.
-No. No todavía. Estoy expresando tan
solo una de las alternativas.
-Con respecto a lo que yo mencionaba
hace un momento – continué diciendo -, creo que el verdadero ser está compuesto
por numerosas capas: el cuerpo y las realizaciones de la persona, sus obras y
los méritos de la acción, su talento, la aureola que lo cubre y lo identifica
cuando triunfa, las expansiones inconmensurables del pensamiento, es algo que
no puede dividirse tan fácilmente y repartir como si se tratara de un lote de
monedas. Triunfar es superarse y sobreponerse a las limitaciones de una vida
gris y reducida. Por el éxito suplantamos el ámbito enfermizo de lo cotidiano
por un nuevo mundo, abrimos una ventana por la que vemos otro universo. Dejamos
atrás al animal sin rostro para pisar otro peldaño de la escala infinita.
-Cuando yo gestaba el libro que acaban
de premiar – dijo el Otro, no lo hacía pensando en esas vanidades. Lo que usted
dice es una soberbia abstracción, un desarrollo sensual de la imaginación
acerca del destino improbable de una obra y del hombre que la hace. Yo no niego
las expansiones interiores que nos comunican en forma invisible, pero directa,
con los demás, y no soy tan ingenuo para negar el grado de felicidad y
gratificación personal que el hombre recibe cuando hace algo importante para
él.
-Esto se está complicando demasiado –
dije con evidente desaliento-. Si lo hubiera sabido jamás me habría presentado
a un concurso literario semejante. Durante años escribí cuando tenía ganas y
era, a la vez, el único lector y crítico de mis trabajos. Me bastaba a mí mismo
como escritor y como público. Ahora las cosas han cambiado en un sentido
absoluto, y no puedo ni quiero volver atrás.
-Tampoco yo puedo hacerlo – dijo el
Otro, terminando su porción de postre-, por eso es necesario que tomemos una
decisión en la cual, cada uno, como en el teatro, asumirá su papel. Ninguno de
los dos puede cargar con todo el trabajo y las responsabilidades siendo Hombre
y Autor al mismo tiempo.
Tomamos café y salimos al aire
caluroso de la tarde. Serían
aproximadamente las quince y treinta y decidimos continuar nuestra
conversación caminando por la Costanera.
-Tengo un pasaje de regreso a Córdoba
–dije -. El avión partirá a las diecinueve, de modo que nos queda poco tiempo
para decidir cuál de nosotros volverá a casa y quién se quedará de este lado.
-¿Siente temor? – preguntó el Otro,
sonriendo amablemente.
-Me siento intranquilo – respondí -,
porque me cuesta comprender y aceptar esta separación. Quisiera conservar ambas
entidades en una sola persona: ser el Hombre y el Autor y gozar de las prerrogativas de ambos mundos, sin traba
alguna.
-Pero eso no podrá ser, ¿está de
acuerdo?, a menos que nuestro destino sea escribir estupideces.
-Mi intención – respondí – es realizar
una obra que tenga significado, en primer término para mí y, si es posible, que
trascienda a los demás, que algo quede en el alma de los lectores.
-Entonces convengamos en encarar un futuro diferente y aceptar las
asimetrías del destino. La decisión que tomemos nadie la podrá modificar,
incluidos nosotros mismos. Tenemos una sola alternativa.
Permanecimos en silencio, caminando
con el saco en la mano, mientras la brisa que venía del ancho estuario nos
despeinaba. Empezamos a dirigirnos hacia el Aeroparque, ahora con la visible
sombra de la tristeza en nuestros rostros.
Habíamos, en pocas horas, aprendido a
conocernos y a comprender nuestras diferencias, que no eran pocas. Jamás
sabrán aquellos que ese día volvieron
sus miradas sorprendidos por nuestra perfecta semejanza física, que cada uno de
nosotros escondía un destino tan diferente, tan prodigioso.
Faltaba menos de una hora para la
salida del avión. Fuimos al bar y pedimos café.
-Aquí tiene el pasaje – dije,
repentinamente, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.
-Entonces, ¿ha tomado una decisión?
¿Está seguro?
-Completamente.
-¿Puedo preguntarle qué lo impulsó a
entregarme el boleto de avión? – preguntó
el Otro, tratando de ocultar una extraña alegría detrás de su mirada
inquisitiva.
-¿Qué lleva ahí? ¿Regalos? – pregunté
a mi vez, señalando el bolso que tenía la publicidad de una conocida juguetería
de la calle Florida.
-Los compré apenas llegué esta mañana.
Una muñeca para María Soledad y un auto a pilas para León. Usted sabe que cada
vez que viajo ellos esperan un regalo. Hoy no tenía por qué ser la excepción.
-Es cierto – dije, y noté que mi voz
se quebraba.
-Creo – dijo el Otro, que también tenía
sus ojos húmedos-, que este era el final previsible. Yo soy el Hombre y usted
es el Autor. De un modo que únicamente ambos podríamos explicar, donde esté uno
estará el otro. Sin embargo, deberemos
permanecer en mundos diferentes, hasta la muerte de cada uno.
-Es verdad – agregué – con un poco de
esfuerzo y de talento joderemos a la muerte. No le será fácil eliminarnos a los
dos al mismo tiempo.
-Ese es uno de los raros privilegios
de los creadores – afirmó el Otro, haciéndome un guiño de complicidad.
Lentamente, las aguas del reloj iban
marcando la hora de la despedida. Ya estábamos en la zona de embargue, haciendo
fila.
-En estos momentos los chicos estarán
viajando con Adriana hacia el aeropuerto de Córdoba. Apenas los vea y los bese
no olvide que yo también los amo. De un modo similar a los libros me siento el
“autor” de sus vidas.
-No lo olvidaré - respondió el Otro-, jamás olvidaré este
día.
Al abrazarnos, un súbito
estremecimiento me invadió. Jamás, ni siquiera en mis salvajes exploraciones por
el mundo de la imaginación había sospechado que alguna vez podría abrazarme a
mí mismo. Sentí, como nunca, un auténtico amor propio al tiempo que descubría
el sentido de la nostalgia y la separatividad, que es la muerte.
El Boing elevó su orgulloso cuello de
metal y en un momento se perdió de vista rumbo al ocaso, llevando en sus
entrañas al hombre del cual brota la sustancia de mis sueños.
Sobre los altos rascacielos, que
asomaban detrás de los bosques de Palermo, se cernía una tormenta de verano.
Algunos rayos cruzaban, fugaces, sobre el horizonte ceniciento, mientras las
primeras gotas de la lluvia comenzaban a caer, pausadamente.
CAÍN Y SALOMÉ
Caín y Salomé fueron desposados en
presencia de las Furias y luego transportados en un aerófano de plata hasta la Isla de Daimon, cuya piel es un
desierto amarillo y tiene en su corazón el Lago Berian, que oculta en la tupida
floresta de sus costas descomunales bestias rojas y velludas, de amplios ojos
azules, cuyo canto, semejante al de las ranas, es siempre preludio de nefastos
sucesos.
La cábala gnóstica se refiere a dichos
monstruos, hijos del sortilegio de la boda de Caín y Salomé, a los que llama
Boria y a quienes se envía un diezmo de la violencia del mundo para calmarlos y
evitar que suban a vivir entre los hombres.
En las noches equinocciales, los
progenitores de tan perversos animales rivalizan en una representación teatral
en la que Caín representa el papel de
Juan el Bautista y Salomé el de Abel. Sin embargo, el dolor de las heridas mortales que se
infligen mutuamente, a través de los
milenios, no logra transformar sus impulsos monstruosos en el ansiado instante
de sosiego, porque la sacralización de la ignominia que hicieron con el símbolo
de sus vidas es superior al crimen y carece de perdón.
No obstante, ellos, que son los
modelos intactos de la traición y la concupiscencia, han desafiado a Dios para
que haga cumplir lo que les fue revelado a los profetas de la antigüedad.
Junto a las dunas de arenas volcánicas
de la Isla de Daimon, hay un lugar cuyo nombre recuerda a una antigua ciudad de
Israel. Allí construyeron Caín y Salomé y sus sangrientos hijos una cruz que
alumbra día y noche y esperan la llegada de un Extraño que los redimirá.
EL
MISTERIO DE LA FOSA DE LOS LEONES
1
Hace algunos años me sentí acosado por la idea de
escribir una historia ambientada en la Córdoba de la Nueva Andalucía del siglo
XVII, movido por la sospecha de que en esta ahora inmensa ciudad, alguna vez,
en otro tiempo, hombres y mujeres semejantes a nosotros habían padecido el
escarnio y el brutal ensañamiento de la Inquisición.
He sido, como la
mayoría de los que viven aquí, contemporáneos del tiempo del horror, de
los años de servidumbre al despotismo, del ciclo de provocaciones y violencias que, sin duda, han abierto
profundos canales hacia la memoria ancestral por los cuales yo intentaba
deslizarme.
No podía apartar la imagen de don Jerónimo Luis de
Cabrera, agarrotado en su propia cama matrimonial, en presencia de su familia, ajusticiado por sus propios
camaradas de armas con un enseñamiento
desmesurado que ni los más feroces animales serían capaces de practicar.
Esa imagen patética, a la cual sólo Rembrandt
podría haber eternizado, se me antojaba
el símbolo de un proceso iniciado en aquel fatídico l7 de agosto de l574 y que
culminaría cuatro siglos después en un huracán de sangre y lágrimas que borró hasta el más mínimo signo de
piedad.
En ese núcleo estaba puesta mi intención literaria
para poder rescatar, con el auxilio de la filosofía de la historia, parte de la memoria cubierta por el
polvo de la indiferencia.
Creo en la providencia, como disposición
anticipada para el logro de un fin, como dicen los diccionarios. A veces
nuestra mente funciona sincrónicamente y tras los propósitos iniciales aparecen
alternativas imprevistas y las decisiones de una voluntad que no siempre es
personal.
Así eran mis pensamientos aquella tarde cuando,
revolviendo libros usados en una librería de la calle Santa Rosa, encontré un
destartalado ejemplar de un texto que
aumentó el interés por mi obsesiva idea: BRUJAS
Y DUENDES CORDOBESES. Historia de la pena de muerte por hechicería durante el
período colonial, escrito, justamente, por don Efraín U. Bischoff, con
quien yo había estado tomando café el
día anterior en la Confitería La Tasca, conversado sobre ciertas crónicas que
eran de mi interés.
Una semana después volví a reunirme con Bischoff.
Con ese aire picaresco y burlón con el
que suele responder a las preguntas
imprecisas de los neófitos, me dijo que sabía que a Carlos Alonso y a
otros grandes de la pintura suele falsificárseles sus cuadros, pero que jamás
hubiera imaginado la posibilidad de que alguien hubiera escrito un libro usando
su nombre. Al principio el asunto le pareció divertido y rió a carcajadas, pero
cuando nos despedimos observé en él una sombra de preocupación. No obstante,
con su habitual gentileza, me proporcionó una serie de datos, por demás
interesantes, relacionados a los supuestos procesos inquisitoriales durante la Colonia, y me
recomendó que buscara en las
bibliotecas y viejas librerías
algunos libros vinculados al tema, en especial la Biblioteca Judaica, de Cecil Cohen y La Inquisición en América, de Ladislaw Litwin.
Concluida la amistosa charla en el Café El Ruedo
salimos caminando en dirección a la Plaza San Martín. Una fina y persistente
llovizna caía lentamente en la tarde de
agosto y mientras cruzábamos la callejuela que separa el Cabildo de la
Catedral, me colmé de un oscuro presentimiento, esa llamada del inconsciente
que nos alerta para que no confundamos
la realidad con la ficción.
Tuve, de súbito, la certeza de que el cuento que
quería escribir ya estaba escrito y que sólo tenía que recordarlo poniendo en
contacto mi mente con la de otros
que habitan el espacio-tiempo de la única realidad.
Despedí a don Efraín en una de las paradas de
taxis y regresé apresuradamente pues se me hacía tarde para una cita.
Guareciéndose de la lluvia, bajo las
Recovas del Cabildo, una anciana vestida con ropas oscuras y raídas me estaba
observando con inocultable interés.
Caminé varios metros y volví
el rostro. La mujer, apoyándose en un bastón, había comenzado a seguirme pero, en un
momento, mis pasos rápidos y nerviosos la dejaron atrás.
Recordé las palabras que Bischoff acababa de
decirme al despedirnos: Déjese de macanas y escriba cualquier otra cosa. Usted
tiene una excelente imaginación. No se meta, ni por bromas, con la Inquisición.
I
Omnis qui se
exaltat humiliabitur, et qui se humiliat exaltabitur.
Aquel que se ensalza será humillado y el que
se humilla será ensalzado.
Una hora antes de laudes –
matutini solemnitas-, precioso instante en el que la divina luz cubre
victoriosa el manto de tinieblas de la noche, sublime momento de la cotidiana
resurrección de Cristo triunfando sobre la muerte, voces celestiales descienden
sobre los edificios del Noviciado apenas alumbrado por un hilo de Luna que se
desploma hacia el oriente.
El perfume del alba en la luminosa primavera de l676, despierta en la
quietud del claustro. Leandro Castañeda y Zárate, nacido veinte años antes en
Traslasierra, es semilla de Dios, un
devoto seminarista que busca el sentido de estar en el mundo sin ser del mundo,
como suprema vocación.
Mientras el resto de la Comunidad aún permanece en el profundo sueño y
en la entrega obediente al completo silencio, el Hermano Leandro se incorpora
en su rústico lecho y sale al amplio patio persiguiendo aquellas como voces de
niños envueltas en un raro aroma de membrillos y jazmines.
Lo está esperando un coro de pequeños ángeles, criaturas celestes que
corren y se apretujan entre sí sosteniendo sobre un almohadón de terciopelo
granate una corona de oro y perlas preciosas que alumbra más que el Sol más
luminoso de todos los soles de los mundos infinitos.
Una tronante voz que proviene del cielo expresa su mandato: En el nombre de Jesús Cristo, quien
sentado a la diestra de Dios Padre regla con su mansedumbre y sacrificio las
tareas de ángeles y hombres, te entregamos
la Corona de Nuestra Señora, Madre de Dios y Madre del Hombre, para que
la custodies y protejas con tu propia sangre de ladrones, sacrílegos y
saqueadores de templos. Oculta este Tesoro que te entregan los Ángeles de la
Mañana. Yo, el Arcángel Miguel, he dispuesto que el río del tiempo fluya desde
el siglo XX hasta este instante, transportando la Joya Divina para que manos
impías no osen mancillarla jamás. Cuando se haya cumplido nuestro mandamiento se
ha dispuesto que tu alma ascienda, desde el holocausto, hasta el Altar Mayor
del Universo, para gloria de Dios, por los siglos de los siglos.
Las campanas que llamaban a laudes
trajeron de vuelta a la tierra la conciencia del joven seminarista. Corrió, sin
ser visto, y ocultó el cofre con la Joya en un lugar seguro.
El Noviciado ha quedado envuelto en una esfera de relámpagos dorados y
sus habitantes transportados por todos los ahora
del tiempo, que es la eternidad.
2
Sonó el
teléfono. Del otro lado de la línea una voz débil, pero que revelaba una firme decisión, terminó por
alertarme en lo que había comenzado como un simple juego literario:
-Señor, usted no me conoce. Los otros días lo he visto acompañado del
historiador Bischoff, pero no tuve el valor de aproximarme. No piense que deseo
molestarlo, sólo le pido que me escuche un par de minutos. Mi nombre es Sandra
Adelina Salgado y no quisiera dejar pasar esta oportunidad, tal vez la única que me queda en esta vida.
No me tome por una vieja loca, se lo suplico, pero hay cosas que no resultan
fáciles de comunicar a cualquiera. He leído algunos de sus cuentos y me dije a
mí misma: este es el hombre que ayudará a mis propósitos. Sí, señor, Dios
establece las variaciones del destino y nada escapa, según yo lo entiendo, a su
voluntad. Voy a darle mi dirección y, por favor, prométame que me visitará.
Me temblaba la mano al hacer las anotaciones. Pensé que no era posible
que los personajes de mi cuento estuvieran vivos, ocupando cada uno en puntos
diferentes de la geografía y de los años, un lugar preciso, y que mi trabajo
consistiría en agrupar la información
que estaba recibiendo y descubrir en ella un mensaje críptico que solamente la
literatura es capaz de traducir y comunicar.
II
Leandro ha preferido, por vocación y tradición familiar, ocuparse del
taller de orfebrería para cumplir con el trabajo manual que la rígida
disciplina del Noviciado le ha impuesto desde el momento en que ingresó en
búsqueda de lo que siente como un destino superior al del medio social en el
que ha desenvuelto su adolescencia.
De sus hábiles manos salen reclinatorios y copones, ventanales y
crucifijos, rejas y portones. Ninguna tarea es ajena a su destreza y cuenta ya
con la secreta admiración de sus superiores que callan sus alabanzas para que
no brote en él la fértil levadura de la soberbia.
Parte de los tesoros en metales y piedras preciosas, que posee la Orden
a la que pertenece, están a su virtual cuidado, tal es el crédito que van
recibiendo sus virtudes.
Otositas inimica est animae, et ideo certis temporibus
occupari debet fratres in labore manuum, certis iterum horis in lectione
divina.
La ociosidad
es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los hermanos unas horas en el
trabajo manual, y otras en la lectura divina.
Leandro siente que la poderosa energía de la transformación de la
materia sube por sus manos a su mente y a su corazón. Percibe la intensa
plenitud que provoca la fatiga del trabajo, don que en otros falta, como a sus
compañeros de camino Lorenzo Esquivel de los Ríos y Felipe Aguirre Zalazar
quienes a la torpeza de sus corazones unen la indisciplina y la mentira, la
simulación y el robo de alimentos, y alteran las horas de silencio de la
disciplina monacal con ruidos censurables y pecaminosos.
Leandro ha sufrido, más de una vez, sus torvas miradas y el agravio con
palabras que sólo pueden manar como estiércol de la boca de locos y enfermos,
pero guarda para sí las injustas ofensas y las incorpora como componentes de la
ascética. Agrega, a la fuerza de la templanza, otras virtudes de la vida de
renuncia tales como la incapacidad de quejarse y la imposibilidad de delatar a
nadie por motivo alguno.
Desde la ventana de su taller busca hacia el sur un lugar entre las
barrancas que sea propicio para ocultar la Joya que huestes angélicas han
deslizado por el túnel del tiempo para que él la proteja de la avaricia de los
réprobos.
En aquel lugar, a los pies de un pequeño bosque de algarrobos, donde en
ese momento una bandada de loros se aposenta, hará la excavación. Será ese
mismo día, en una de las horas del asueto dominical.
Levanta un paño negro y verifica el contenido del cofre que ha
recibido: la Corona Divina cubierta por una esfera de oro, y protegida por
pesadas paredes de plomo.
Y como nada se mueve en el Cosmos sin que arrastre a su par de
opuestos, así como hay un Cielo hay una Tierra, está el arriba y el abajo, el
bien y el mal, la renunciación a todo gozo y en su extremo la concupiscencia
disociadora, quieren ahora las leyes ineluctables que en esta tarde de un
domingo apacible, en la aldea de barro y madera y calles polvorientas, sucedan
al mismo tiempo, a la misma hora, dos hechos cuya interpretación fastidia a la
inteligencia y hace penosa la meditación: Leandro Castañeda y Zárate, fiel al
misterioso mandato, sepulta el tesoro que le ha sido encomendado en el preciso
lugar en que varios siglos después estará la fosa de los leones de un jardín
zoológico; y a sólo centenares de metros de ese lugar, Lorenzo Esquivel de los
Ríos y Felipe Aguirre Zalazar, cometen el sacrilegio de robar la corona de la
Virgen que ilumina con su mirada mansa la Capilla del Oratorio, como prueba
irrefutable de que, a cada instante, la colisión de los mundos sostiene la
estructura de la vida y de la muerte de todo lo que existe.
Horas después sobrevendrá el momento
de la sorpresa y del enojo, de las recriminaciones y ofensas y el de la falsa
acusación.
3
Al día
siguiente me dirigí en automóvil al barrio Las Violetas y busqué la dirección
de la extraña anciana. Un grupo de adolescentes jugaba a la pelota en una plaza
frente a la cual encontré el número que buscaba.
La casa, de aspecto humilde, tenía al frente un pequeño jardín devorado
por los yuyos. Como no había timbre llamé a la puerta golpeando suavemente.
Esperé un momento y como nadie acudía, volví a llamar, ahora más fuerte.
Escuché unos pasos, como los de alguien que se aproximaba lentamente,
arrastrando los pies. Al abrirse la puerta aprecié el rostro, llamativamente
hermoso, de la anciana que había estado observándome en el Cabildo y que me
había llamado por teléfono.
Los muebles, antiguos y destartalados, ya no tenían el esplendor que en
otro tiempo y en otra vivienda, seguramente lujosa, habrían sido el orgullo de
sus dueños.
-Por favor, siéntese y póngase cómodo. He preparado un poco de té para
que lo disfrutemos mientras conversamos.
Me acomodé en un sillón que hasta ese momento había ocupado un enorme
gato negro de ojos amarillos que huyó, apenas me acerqué, hacia una de las
habitaciones que estaba a oscuras, con la puerta entreabierta.
-Señora Sandra, para empezar debo
confesarle que anoche casi no he podido dormir. Desde que usted me llamó por
teléfono no he dejado de pensar en numerosas cuestiones que dan vueltas en mi
cabeza.
-¿Qué le preocupa, si puedo
saberlo?
-Muchas cosas. Algunos temas sobre los cuales he estado investigando,
la incertidumbre que me provoca darme cuenta de que han empezado a ocurrir
hechos que me resultan difíciles de controlar, como si esos acontecimientos
estuvieran asumiendo el control, y no yo.
-No lo entiendo. ¡Usted es un escritor de cuentos fantásticos! Debiera
sentirse maravillado y no asustado por lo que le está aconteciendo.
-No estoy asustado, señora Sandra, sino intrigado y desconcertado al
mismo tiempo. No puedo ubicar las fichas en el lugar correcto y eso es lo que
más me inquieta. Creo que el profesor Bischoff tiene razón cuando me aconseja
no escribir una palabra sobre un relato cuya trama aún no he podido completar.
-Bueno, mi querido señor, yo tengo algunos años más que usted. No estoy
hablando de poseer experiencia literaria sino de un don muy especial, el
de tener cierta capacidad y talento para
contemplar con los ojos del alma lo que la razón humana es incapaz de
vislumbrar.
-¿Me está queriendo decir que es usted vidente o algo parecido?
La mujer soltó una carcajada. La
taza de té se estremecía en sus manos.
. -Soy
algo así como una especie de bruja. ¿Qué me dice? ¿Cree usted en la magia, en
la brujería y en todas esas cosas? ¿Lo
estoy sorprendiendo?
-Bueno, no sé qué decirle, aunque el panorama parece que se está
aclarando.
También reí,
aunque no me sentí muy sincero al hacerlo. Me parecía cómica, y por momentos
ridícula, la escena del buscador de
misterios y la anciana que le estaba tomando el pelo.
Hicimos una pausa para tomar el té. Las masitas, con sabor a naranja,
me sabían deliciosas. El gato había regresado y desde el sillón próximo parecía
escuchar la conversación. La señora Sandra retomó el diálogo:
-No, por favor, no soy una bruja, gracias a Dios. Perdóneme la broma.
Tengo, como le dije hace un momento, la capacidad de penetrar en los
escondrijos, tanto en mi mente como en la de otros. Por ejemplo, hace varios
meses que lo estoy siguiendo a usted, no físicamente como creyó advertirlo los
otros días, en las proximidades del viejo Cabildo. Lo rastreo con mi mente, lo
acompaño en sus viajes imaginarios, estoy a su lado cuando escribe. Es algo así
como una proyección de mi conciencia, algo que no sabría explicar cómo funciona.
Es un don de Dios, ya se lo dije, no sé si para bien o para mal. Pero ahora mi
interés en usted es otro. Ya se lo explicaré.
-Creo que a eso he venido aunque no tengo la menor idea de lo que se
trata.
-Gracias, nos vamos
entendiendo. Creo que no será necesario utilizar tantas palabras y eso es para
mí una buena señal.
Mi
anfitriona fue hasta la cocina y trajo un poco más de té. Observé que ahora no
usaba su bastón.
¿Recuerda – me dijo de pronto – que hace algunos años ciertos sujetos
inescrupulosos cambiaron muebles y joyas de la Catedral por copias falsas?
-Cómo olvidarlo, me pareció una maniobra espantosa de la que se enteró
media humanidad. Por suerte, la estafa fue descubierta y todos los responsables
fueron castigados.
-Me parece que es usted un hombre ingenuo. Ese tipo de delitos ha
venido siendo practicado desde tiempos inmemoriales. Los tesoros de la Iglesia
son una permanente tentación para los rateros y también para los ladrones de
guante blanco. Antiguamente, si los descubrían, los sometían a los más crueles
escarmientos. Ahora apenas pagan una mísera fianza y salen en libertad. Es
común encontrarlos por la calle o en misa o pontificando en los ámbitos
académicos. Pero creo que será mejor cambiar de tema, ¿o el asunto le interesa?
-Más o menos – respondí con ambigüedad.
-Es preciso que sea sincero conmigo. Usted tiene el propósito de
escribir un cuento y debe hacerlo, no importa lo que diga su amigo el
historiador. Es más, estoy dispuesta a colaborar con usted porque poseo datos
que no figuran en los libros de ninguna época. ¿Está de acuerdo?
-No del todo, señora Sandra, porque el argumento que pienso desarrollar
se vincula con aspectos de la religión que preferiría no tocar.
-Sin embargo, usted ha escrito numerosos cuentos, como El Niño Carpintero, Extraterrestres sobre
el Gólgota y El Manuscrito Adámico,
en los que aborda la figura de Jesús más que con simpatía, con un profundo
amor.
-Es que la figura de Cristo, para alguien como yo que no profesa el catolicismo, es algo que está
más allá de la literatura, es parte de su propia naturaleza religiosa, como diría Víctor
Frankl.
-Entonces, dígame cuál es su problema. ¿A quién teme molestar?
-Temo irritar al fascismo clerical que no está ausente en ninguna
religión. Siempre he encontrado, en cualquier movimiento confesional, un
aspecto sublime que me atrae y otro que rechazo, que aborrezco. Es un tema que
me apasiona pero sobre el cual no siempre tengo ganas de dialogar y mucho menos
de discutir.
-Pero usted no deberá atacar a clero alguno. La misión que yo creo que
le ha sido encomendada es, mediante la ficción literaria, aportar a los
habitantes de esta ciudad una sorprendente revelación.
-¿Por qué yo? ¿Quién me está encomendando algo? ¿Acaso no existen otros
escritores a los cuales proponerles lo mismo?
-Mi querido amigo, me parece que usted no entiende.
-¿No entiendo qué?
-Que no tiene posibilidad alguna de negarse.
-¿Por qué? Dígame por qué.
-Porque la historia ya ha comenzado a escribirse. Lo que estamos
conversando en este momento, mi llamada telefónica, los estudios previos y
consultas que usted ha estado realizando, lo que está a punto de suceder.
Nadie, ni siquiera usted mismo, podrá impedir que ese cuento se escriba.
-¿Sabe, señora Sandra, cuánto tiempo hace que estoy por escribir ese
famoso cuento?
-Cinco años.
-No, seis años. ¿Sabe usted cómo se titulará?
-El Misterio de la Fosa de los Leones.
-¿Cómo lo sabe?
-¿Todavía me lo
pregunta? ¿No se da por vencido?
Quedamos en volver a vernos algunas semanas después, para mediados de
septiembre. Cuando salí, detrás de mi automóvil, estacionado frente a la casa
del otro lado de la calle, un atardecer de otoño, rojizo y polvoriento, cubría
el oeste, más allá de las Sierras Grandes. Venus era un punto luminoso que
señalaba los portales del universo infinito. Recordé las palabras de Santo
Tomás de Aquino: Nada hay en el tiempo,
sino el ahora.
III
Francisco Pérez de Fuenteseca, Superior de la Orden y maestro en el
arte de la disciplina, reunió a sus ovejas casi en secreto, temeroso del
escándalo y de la pérdida de la reputación, rogando que las noticias no
llegaran a oídos del Señor Obispo y menos aún a los del Oidor de Audiencias.
Jamás antes supo de un sacrilegio semejante en esta región del Nuevo
Mundo, en la Córdoba de la Nueva Andalucía. Si por lo menos hubiera sucedido en
la España distante, donde en milenios de cultura los pueblos se habían
fortalecido con horrores y crueldades infinitos. Pero no, tuvo que suceder
aquí, en esta Casa, donde solo pueden ingresar los elegidos, los más perfectos,
los que deben gobernar el mundo de las almas.
Ni la intensa lluvia ni los formidables truenos que anunciaban el
verano pudieron distraer a la audiencia porque no fue necesario el
requerimiento de los mandatos, ni las exigencias que imponen los votos o la
vista de la vara penitencial.
-Yo – dijo el Hermano Felipe, mirando de soslayo a su compinche, el
Hermano Lorenzo -, puedo atestiguar en el nombre de Dios y decir, sin temor a
cometer pecado de imprudente malicia, quién es el ladrón.
Un suave murmullo, apenas tolerado por la disciplina, vibró por la sala. Todos se miraron entre sí,
impresionados por la emoción que venía aproximándose con la denuncia y por la
vergüenza de que, uno entre ellos, era el sucio profanador.
-Es verdad –
agregó en voz baja Lorenzo Esquivel de los Ríos-, el Hermano Felipe y yo habíamos negado las horas del recreo por
tiempo de oración y así fue cómo vimos al ladrón actuando en la penumbra de la
Capilla-. Hizo una deliberada pausa y después agregó: también sabemos dónde ha
ocultado el fruto de su vil profanación.
El Hermano Leandro palideció y le pareció que allí mismo moriría.
¿Acaso había fracasado en cumplir lo que para un hombre nacido de mujer era la
obra mayor que podía encomendársele en este abismo de maldad que es el mundo?
- En el taller de artesanías, debajo de la
fragua, el impío ha ocultado la corona de la Virgen. Nosotros lo hemos visto y
podemos jurar, por la Santísima Madre de Jesús, que lo que decimos es la pura
verdad.
Leandro Castañeda y Zárate observó que todos lo miraban, unos
perplejos, otros con repugnancia, pero él sintió que su alma retornaba a su
cuerpo húmedo por la transpiración, y dibujó una sonrisa, apenas una mueca que
era de alivio y resignación, y habría gritado de alegría si no hubiera sido
porque ya lo estaban empujando con violencia y lo conducían hacia algún lugar,
qué importaba dónde, porque en esos momentos volvía a aspirar el perfume a
membrillo y jazmines que sueltan los ángeles cuando se aproximan batiendo sus
invisibles alas.
-Ve al
Cabildo – se escuchó una voz dando la orden – y comunícate con don José Toribio
López. Dile que lo estoy aguardando.
4
Al regresar de un viaje a Mendoza, en el contestador automático había
una llamada que yo no podía haber dejado de recibir. Eso lo entendí con
claridad recién una semana después.
“Escuchame, grandote pelotudo. Tenemos noticias de que andás
investigado la presencia de la Santa Inquisición en Córdoba. ¿Sabés lo que te
va a pasar si seguís jodiendo con eso? Te vamos a meter dentro de un saco de
cemento en el Lago San Roque. ¿Pero qué mierda estás haciendo, pedazo de hijo
de puta? Los servicios te han visto charlando con ese macaneador de Bischoff y
hurgando como rata en librerías de viejo y en las bibliotecas. ¿Qué te hacés ahora?
¿De qué te la das? ¿De escritor de misterios medievales? Seguí escribiendo
cuentitos para niños, grandísimo infeliz. El Tribunal del Santo Oficio, gracias
a Dios, jamás ha dejado de funcionar. ¿Entendés, imbécil? ¿Así que querés
convertirte en redentor de indios, mulatos, judíos y putas del siglo XVII? Te
vamos a dar un último consejo: no te atrevas a comparar una época con otra
porque a nuestro lado Jerónimo Savonarola era un pendejo. Y otra cosa,
¡atenti!, esta advertencia vale para prologuistas, investigadores, editores y
cualquier idiota que se interese por lo que estás escribiendo. Te conocemos
mejor que tu vieja, así que ¡ojo!, andá guardando la maquinita de escribir
porque de lo contrario te vamos a reventar. Y para que no te hagas la víctima diciéndole
a tus amigos que has recibido una llamada anónima, te doy mi nombre y grado:
soy el Licenciado Felipe Martínez de Villacorta, Inquisidor General de Tucumán
y Córdoba”.
Antes de cortar, el supuesto inquisidor y sus amigos grabaron como
despedida una mezcla de insultos con grotescas carcajadas.
Al acostarme tomé la Imitación
de Cristo de Kempis y, al azar, leí este pensamiento: No hay cosa a Dios más aceptable, ni para ti en este mundo más
saludable, que padecer de buena voluntad por Cristo.
IV
Si quis
frater contumax aut inobediens aut superbus aut murmurans vel in aliquo
contrarius existens sactae regulae et praeceptis seniorum contemptor repertus
fuerit, hic secundum Domini nostri praeceptum admoneatur semel et secundo
secrete a senioribus suis. Si non emendaverit, obiurgetur publice coram omnibus. Si vero necque sic correxerit, si
intellegit qualis poena sit, excommunicationi subiaceat ; sin autem
improbus est, vindictae corporali subdatur.
Si algún
hermano recalcitrante o desobediente o soberbio, o murmurador, o infractor en
algo de la santa regla y de los preceptos de los Superiores demostrara con ello
una actitud despectiva, siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus
Superiores por primera y segunda vez. Y si no se corrigiere, se le reprenderá
públicamente. Pero, si ni aún así no se enmendare incurrirá en excomunión, en
el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. Pero si es un
obstinado, se le aplicarán castigos corporales.
No es fácil ocultar a los ojos de la justicia de los hombres lo que es
grave pecado, una irreverencia imperdonable hacia Dios.
El Comisario del Cabildo, José Toribio López apareció, por la mañana
muy temprano, acompañado por su Alguacil Mayor Don Rodrigo de Torres y Peñalba
y por Cristóbal Bruno, uno de sus auxiliares.
El diálogo con el Superior que lo recibió fue breve. Momentos después,
algunos vecinos creyeron ver al Hermano Leandro salir con sus manos atadas a la
espalda y el cuerpo entero cubierto de heridas, como si una mano impiadosa se
hubiera anticipado a las torturas que le estaban reservadas por su gentil
fidelidad y su amor a la Madre de Mundo.
5
Los elementos integradores de la historia (de la ficción histórica)
continuaron apareciendo por los caminos más inesperados. De mi casilla de
correo retiré una carta que me había enviado Susana Tichauer desde Alemania.
Ella había tenido, tiempo atrás, un sueño pavoroso que me había narrado
minuciosamente, pero jamás imaginé que mi amiga hubiera estado contribuyendo,
de manera inconsciente, al trabajo literario que yo estaba elaborando.
¿Será que los personajes, semejantes al niño increado que desde la
eternidad busca a sus padres para poder nacer, también se confabulan y eligen
al hombre que será el autor de sus días?
Mi querido don Juan:
Estoy profundamente
conmovida por la lectura de su último libro. En estos momentos y gracias a lo
que está detrás de la ventana siento
despiertos mis sentidos, mi conciencia, mis células, y una sensación como si algo se hubiera
abierto en mi pecho y una sustancia se derramara conmoviéndome. ¡Oh!, siento
tantas cosas, incluida la inutilidad de sentirme sola.
Hoy empiezo mi actividad
como becaria en el Kinderzentrum, aquí en Munich, y espero que tanto trabajo en
este formidable Aktion Sonnenshein me depare sueños profundos y reparadores.
Laura Tohay me escribe
desde Melbourne, Australia. Hace un mes empezó su residencia en el St. Paul
Hospital. Ojalá tenga la suerte que ella se merece.
Cuídese y no deje de escribirme. Lo quiero mucho. SISI
PD: Le envío los detalles del sueño que cierta
vez le contara y que a usted le pareció interesante. ¿Cómo anda la redacción
del cuento sobre la Inquisición tantas veces postergado?
Me encuentro en el campo, en un lugar verde y luminoso, parecido a San
Marcos Sierra. Inmersa en un silencio profundo veo detrás de mí una casa de
color amarillo, completamente abandonada. Parece que hubiera sido un convento o
algo parecido. De pronto aparece frente a mí un león enorme y a mis pies un
plato de lata pintado de blanco con el borde azul, lleno de agua. Presiento que
el león tiene sed y me sigue observando. Estoy con mi cabello suelto, blue
jeans, camisa blanca, pulóver oscuro y el saco y las sandalias de siempre. Me
aproximo al león y le ofrezco el plato con agua. El animal me mira con
expresión agradecida, pero sé que el agua no será suficiente. Presa de un
terrible pánico, con mucho cuidado, comienzo a alejarme. Mi corazón late con
fuerza y mientras huyo tengo la certeza de que el próximo alimento de la bestia
seré yo. Comprendo el derecho del león a tomarme como alimento pues no hay otra
cosa que comer y sólo he podido ofrecerle un plato con agua. Me detengo un
momento luego de tanto correr. Estoy sofocada y presa de un terror incontenible
pero no me siento agotada. Observo que el paisaje ha cambiado completamente.
Ahora me encuentro en la profunda hondonada de un desierto donde todo es gris,
la arena y el cielo son del mismo color. El Sol está a mis espaldas; percibo su
luz y su calor. Frente a mí distingo un círculo de fuego como el que proviene
de una hoguera que arde en la boca de una cueva. No camino ni corro, sin
embargo siento que me deslizo lentamente hacia mi visión. Me detengo y
descubro, a mi izquierda, al lado de las llamas, a dos monjes rapados y de una
gordura repugnante. Me doy cuenta de que la fogata proviene de un horno de
barro frente al cual los monjes sostienen una cruz y sobre ella el cuerpo vivo
de Cristo, golpeado y derramando sangre por sus heridas. Los monjes sostienen
la cruz por el lado donde están sujetados los brazos de Jesús y comprendo, con
verdadero horror, que lo están introduciendo en el horno para quemarlo vivo. Me
conmueve la expresión de sabiduría en el rostro del Crucificado pero sé que en
ese momento Él no comprende lo que está sucediendo, ¿o estará sumergido en un
profundo vacío, en una inmensa piedad por los hombres que a través de los
siglos continúan asesinándolo? Huyo con desesperación y me dirijo a otra cueva,
un poco más arriba. Allí hay dos monjes vestidos con sotanas amarillentas y
raídas que comen a un tercer monje al cual están asando en una inmensa hoguera.
Frente a mí, a paso lento, llega otro monje. Se aproxima a uno de los que está
comiendo, lo arroja al fuego y en compañía del otro empiezan a cocinarlo y
comerlo. Se acentúa mi sensación de pánico y los latidos de mi corazón me
duelen en el pecho. Doy vuelta mi rostro y contemplo una fila interminable de
monjes que se pierde en el horizonte. Avanzan, paso a paso, con sus manos
cruzadas sobre el estómago, las capuchas inclinadas mirando el suelo. Tengo la
impresión de que la distancia entre uno y otro es suficiente para que cada uno
crea que está solo, nadie adelante, nadie atrás. El tiempo que los separa es
suficiente para que dos cocinen y coman a un tercero, luego llega otro monje, vuelve
a repetirse la escena, empuja a uno de los que comían, lo asan, se lo
comen…luego llega otra víctima. La fila lenta, interminable, se pierde a lo
lejos. Despierto de mi larga pesadilla y por más de una hora no puedo conciliar
el sueño.
V
Hasta el mismo Virrey del Perú llegaron las malas noticias de aquella
lejana y siempre revoltosa Córdoba de la Nueva Andalucía de la Gobernación del
Tucumán.
Allá fueron los textos con las acusaciones ante el Tribunal del Santo
Oficio, a cargo entonces del Inquisidor General don Lorenzo Achával Molina,
quien de inmediato dispuso hacer lugar a la requisitoria de su subordinado don
Cayetano de Victoria para que proceda, bajo la tutela de los Tribunales de
Dios, a la indagatoria, consejos, advertencias y amonestaciones al infractor,
mas si insistiera en la siniestra maldad de sus mentiras y extravíos, procédase
al escarnio, a la afrenta de la carne, y si no hubiese signos de
arrepentimiento, suministrar al perverso la ocasión de morir purificado, en el
sagrado holocausto, como anticipo del fuego eterno que lo condenará por los
siglos de los siglos.
6
El día convenido volví al barrio Las Violetas. Un sábado por la mañana
de un resplandeciente día de septiembre. Estaba decidido a dar una respuesta
franca a la extraña anciana, antes de que los acontecimientos comenzaran a
desbordarme.
De todos modos, me decía, puedo ejercer la libertad de hacer lo que se
me dé la gana con las palabras. Bien puedo ambientar mi relato en la Córdoba
del virreinato, en la que está en Andalucía o en Colombia, como en cualquier
otra ciudad, en el planeta que se me antoje de la galaxia más remota. ¿Para qué
tiene el hombre su fantástica imaginación? Por lo menos, de esos mundos es más
improbable que vengan a buscarme los defensores de la Inquisición.
-Soy Amanda Zárate – dijo la bella
joven que me abrió la puerta de calle-. Adelante, lo estábamos esperando.
Abuela no se siente bien y le ruega quiera pasar a su habitación.
Los muebles del dormitorio eran una continuidad de la ruinosa
decoración que había observado la vez anterior en la salita de estar. La señora
Sandra parecía fatigada y ahora con ese extraño semblante, como máscara de cera
que tienen las personas muy enfermas.
-Gracias por no olvidar la promesa de volvernos
a ver.
-Para mí también es un gusto estar nuevamente con usted.
Amanda vino desde la cocina con una bandeja de plata antigua en la que
me traía un pocillo con café.
-Abuela, mientras usted conversa con el señor voy hasta la casa de
Vanesa. ¿No le molesta que la deje sola por un momento?
-Mi amor, estaré de lo más entretenida charlando con este querido
amigo. Vete tranquila y en media horas puedes regresar.
Apenas salió la joven un pesado silencio envolvió la habitación. El
gato negro de ojos amarillos nos miraba fijamente desde una silla vienesa de
esterillas gastadas.
-¿Y bien? ¿Está dispuesto a completar esa historia fantástica que,
según usted, ha rondado su cabeza durante años?
-Señora Sandra, me parece que estoy metido en un embrollo. Tal como
usted me pidió la vez pasada, trataré de ser sincero.
-Dígame, ¿en qué clase de líos cree estar metido? ¿Es un asunto
familiar, económico, filosófico? Hábleme con toda franqueza, por favor.
-Estoy metido en un problema literario. No puedo resolver la trama de
mi cuento y por más esfuerzos que hago cada día que pasa el argumento inicial
se va diluyendo, dejándome un desagradable sabor a nada. Creo que lo más
sensato será desistir y volver a la página cero. No encuentro otra salida.
-Ya le dije que no le resultará fácil. ¿Cree usted en el destino?
-Sí, señora Sandra, creo en el destino y al mismo tiempo en el
ejercicio de la voluntad y además en esa tercera ley que llamamos azar.
-Muy bien, me gusta lo que acaba de decir. Otra respuesta distinta me
hubiera decepcionado. El azar, el error, lo fortuito son palabras que designan
ciertas leyes cuyos mecanismos no podemos todavía comprender. ¿Comparte usted
ese pensamiento?
-Bastante parecido aunque le confieso que me sentiría mejor si pudiera
saber algo más sobre el tema.
-Entonces – dijo la anciana extrayendo de debajo del la almohada un
envoltorio de papel marrón, lacrado-, tome estos papeles como parte del
misterioso y divino azar, como si fuera una simple casualidad. Este sobre
contiene datos sobre un antepasado de mi familia quien vivió y murió en el
último cuarto del siglo XVII, en esta misma ciudad, cuando Córdoba era apenas
una aldea de piedra y barro. No lo abra hasta que concluya octubre.
-¿De este año? ¿Quiere decir que entonces nos veremos a fines del mes
próximo?
-Por supuesto, a fines del mes de octubre de l99l, un tiempo de gracia
plena para mí. Esos papeles, que ahora están en sus manos, es lo único que me
queda de un rico legado. Si yo muriera seguramente que nadie repararía en
ellos, por eso estoy dándoles un destino diferente. Guárdelos en secreto, no
deseo que mi nieta tenga la menor participación en esto. Ni ella ni nadie,
salvo usted.
Una súbita exaltación sacudió a la anciana que en ese instante me
pareció más joven, llena como de una plenitud conmovedora, como la de quien ha
terminado una tarea y deja su posta a otro.
La puerta de calle se abrió y con rápidos pasos entró Amanda Zárate. Me
pareció más alta y más hermosa que al momento de recibirme. Dejó unos libros de
medicina en el living y se sentó al costado de la cama. Su abuela le acarició
el cabello, largo y oscuro y ambas se entretuvieron en una prolongada expresión
de ternura.
Por un momento no supe qué hacer. Había guardado el sobre en un
bolsillo interior de mi saco y no veía el momento de partir. Me puse de pie:
-Señora Sandra. Voy a dejarla. Cuídese.
-Me gustaría que regrese pero no antes de un mes. Prométame que lo
hará.
-Aquí estaré si me promete que se cuidará. Cuando regrese espero verla
completamente restablecida.
-Gracias por su gentileza, pero eso no depende de mí. De todos modos
reciba el amoroso agradecimiento de esta pobre vieja.
Esa noche estaba comprometido a comer pollo al disco en casa de José
Aldo Guzmán. Dormí la siesta y por algunas horas me olvidé de los inquisidores,
de las llamadas telefónicas y de la literatura fantástica, pero no del rostro
de Amanda Zárate
VI
Era el momento en que la medianoche se precipitaba hacia el crepúsculo
del alba y los sonidos de la aldea se desvanecían en las callejuelas
polvorientas. Tañeron las campanas
de alguna iglesia
y las voces y risas de unos negros que pasaban por la calle despertaron a
Leandro.
Encerrado en las mazmorras de la Alcaidía, aguardaba el momento en el que sería
liberado del tormento de la carne. Sustituía el peso que impone el deseo de
vivir por la gracia de la oración que tonifica el alma y la eleva en búsqueda
del consuelo divino.
Su cuerpo era una piltrafa que sobrevivía con trozos de pan duro y agua
pestilente. Las manos crueles de Cristóbal Bruno se habían enseñoreado sobre
las llagas de sus llagas y apenas escuchaba, durante las noches, los pasos del
verdugo, huía con su imaginación hacia un arroyo fresco de Taninga que había
frecuentado en su adolescencia. Allí encontraba el poder restaurador del agua y
el renovado bautismo de su fe en la voluntad de Dios que lo ayudaban a soportar
las torturas.
Le pareció recordar que en una de las visitas había estado presente el
Inquisidor Apostólico don Cayetano de Victoria y unos metros detrás, ocultando
en la penumbra su rostro de Pilato, el Regidor del Cabildo don Álvaro López
Acevedo quien unía a su indiferencia moral un grotesco fanatismo religioso.
El joven seminarista había perdido la noción del tiempo solar. ¿Desde
cuándo permanecía en ese antro del infierno? ¿Meses? ¿Años? Apenas podía ver, a
través de los moretones y las lágrimas, el apretado grupo que acababa de
penetrar en la prisión para leerle la sentencia del Santo Tribunal.
Las manos temblorosas del Licenciado Sebastián de Oviedo, Auxiliar de
Justicia, acompañaron las muecas de su rostro macilento mientras leía:
En el nombre de Dios y de su Majestad el Rey de España, por su
irrevocable mandato y por nuestra sumisión y obediencia, este Tribunal del
Santo Oficio ha reunido en un grave documento las acusaciones de clérigos y
jueces, de compañeros de vocación y de ilustres vecinos de esta ciudad, y de
ello nada resulta favorable para el reo que ha sepultado en su lengua los
oscuros móviles de sus perversos actos.
Carraspeó y se limpió la boca
con un pañuelo. Hizo una breve pausa, miró a los ojos del reo y continuó la
lectura.
Leandro Castañeda y Zárate:
resultas probadamente culpable ante el juicio de Dios y de los hombres de los
delitos de robo, sacrilegio y traición a nuestra Santa Iglesia. Por todo lo
mencionado y lo que consta en autos, te has convertido en un enemigo de nuestra
sociedad, de la familia consagrada y de las venerables costumbres de la
tradición, por lo cual se te impone la
purificación de tu cuerpo por el fuego limpio y perfecto, para que por ese
camino tu alma sea liberada de la marca que Satanás ha puesto en ella. Para
constancia, ante testigos, firma el señor Inquisidor Apostólico don Cayetano de
Victoria, en Córdoba de la Nueva Andalucía, el día primero de octubre del Año
del Señor l677.
En un instante se escuchó un tropel de pasos que ascendían por las
escalinatas, como si huyeran de la estrecha celda en la que habían dejado su
sello de muerte. Leandro reinició las oraciones, con la avidez y la alegría de
quien sabe que pronto tendrá para sí el tiempo de la eternidad prometido.
De pronto advirtió que estaba nuevamente rodeado por aquellos diminutos
y juguetones ángeles que le hablaban, lo acariciaban, lavaban la sangre de sus
heridas con paños mojados en las pilas con agua bendita de todas las iglesias
del mundo y elevaban, con voces augustas, los villancicos que su madre le
cantaba para hacerlo dormir, cuando era un niño, en la mansa aldea que lo vio
nacer y a la que jamás podría regresar.
Leandro recordó el fragmento de un poema que Fray Luis de Granada había
traducido de la Imitación de Cristo.
Lo entonó una y otra vez, como en una letanía, como el canto de quien ya está
apartándose de este valle de sombras.
¡Qué maravilla si todo
yo estuviera hecho fuego por Ti y desfalleciese en mí, pues Tú eres fuego que
siempre arde y nunca cesa, amor que limpia los corazones y alumbra los
entendimientos!
7
Pasaban lentamente las semanas y mi curiosidad por abrir el sobre iba
en aumento. ¿Qué contendría? Se me ocurrieron docenas de posibilidades, algunas
verdaderamente disparatadas, otras patéticas, pero tuve la firmeza de no
contarle a nadie lo que me estaba ocurriendo.
Incluyendo a los supuestos espías del Santo Oficio que por entonces no
volvieron a molestarme, nada digno de contar ocurrió en la rutina de aquellos
días dedicados a un intenso deseo de leer y oír mi música predilecta.
¿De qué lejanos tiempos me llegaban los rumores y las voces de mis
personajes? Me inquietaba intuir sus
presencias y escuchar que pronunciaran mi nombre, con sonidos imprecisos, como
los que nos llegan a través de una cortina de lluvia en el verano. ¿Me estaban
convocando para materializarse en la escritura? ¿Estaba yo empezando a
alucinar?
Cierto anochecer, cuando regresaba de una exposición de pintura en la Galería de Giacomo Lo Bue,
al pasar frente a la Compañía de Jesús, por la calle Caseros, me creí
transportado, en una ráfaga de tiempo, hacia siglos atrás y creí ver por la
angosta vereda junto a las altas tapias de
piedra de la Capilla Doméstica,
las figuras de seres enrarecidos por una atmósfera familiar. Me pareció
oír el crepitar de antiguos fogones, el olor a comida española y los
preparativos para una cena.
Pensé en el Padre Osvaldo Pol, el poeta jesuita que en esos claustros
silenciosos gesta sus magníficos poemas, ámbitos que solamente han transitado
algunos pocos centenares de personas durante más de tres siglos. Pienso que en
ese lugar, como en algunos otros pocos de la ciudad, habita ese ahora del que habla Tomás de Aquino, pero ¿cuál de los ahora?
Finalmente llegó el día de la visita prometida a la señora Salgado.
Apenas llegué al barrio advertí que algo había ocurrido. La casa había sido
pintada, el jardín se mostraba con el césped recortado y al ingresar, muebles
nuevos y paredes impecables me estaban anticipando las noticias.
-Sí, abuela falleció a fines de
septiembre. Ella había dispuesto que no quería avisos funerarios, ni velatorios
en público, ni flores, ni visitas de extraños. La enterramos en el cementerio
del Parque La Floresta, en Alta Gracia. Ojalá que ahora descanse en paz.
-Me hubiera complacido ser útil en cualquier cosa. Su abuela y yo
nos estábamos convirtiendo en buenos
amigos.
-Así me pareció, pero ahora ya todo ha terminado. Mi abuela era una
mujer encantadora, pero tenía un pequeño…no sé si llamarlo defecto. Se dejaba
arrastrar por las fantasías y los proyectos más delirantes. Si hubiera dedicado
su vida a la literatura, estoy segura de que habría sido una magnífica
novelista.
En ese momento observé a un individuo que tomaba café en la cocina. Por
sus bigotes edípicos adiviné su profesión. Él sería, probablemente, el dueño de
la camioneta verde doble tracción estacionada frente a la puerta de calle.
-Cacho, venía que voy a presentarte al señor. Es la persona de quien te
hablé, el escritor que conversaba últimamente con abuela.
-Encantado. Creo que en alguna oportunidad nos hemos visto.
Quedé helado. La voz del novio de Amanda Zárate era la misma del tipo
que me había amenazado por teléfono: el Gran Inquisidor, don Felipe Martínez de
Villacorta. ¡Carajo!
No tenía nada más que hacer en ese lugar decepcionante así que decidí regresar lo más rápido posible pero, a
un par de cuadras, se pinchó una cubierta del automóvil.
Mientras hacía el incómodo trabajo, sucio y enfurecido, me consolé
pensando en que en pocos días más podría abrir el sobre y enterarme de su
contenido.
VII
Al tiempo que se aproxima, Leandro
descubre que el lugar del suplicio elegido por sus verdugos, es el mismo donde
él ha ocultado la corona de Nuestra Señora. Siente la repentina expansión de su destino victorioso que al
instante reemplaza por la mesura del desasimiento, un deseo simple de renunciar
a todo bien, a toda gloria que no sea la de desaparecer en el arrobamiento de la muerte.
Lo han atado al poste sobre un monte
de leña y desde allí divisa a funcionarios, vecinos, delatores y curiosos a los
que se les ha permitido presenciar la ceremonia.
Entre el público descubre a su hermano
mayor, Bartolomé, y a sus amigos Bernabé Pacheco y Rodrigo Zurita quienes
apenas pueden guardar su ira y sus sollozos, y también a Ana María Castro y
Gregoria Vilches Abreu. ¿Cómo es posible que Dios le haya permitido la alegría
póstuma de verlos, de despedirse con una última mirada de todos los que ama en
este abismo de infinita crueldad?
Regnum Dei intra nos est.
El reino de Dios está dentro de
nuestro corazón.
Cuando el
verdugo enciende el fuego, Leandro Castañeda y Zàrate no tiene ni pena ni
alegría porque su esfera íntima, su verdadero ser, ya es habitado por el fuego
de Cristo al que él adhiere como última esperanza de salvación.
Ni bien el escenario de la ejecución
se convirtió en una alfombra de ascuas de oro y cenizas, un estruendo fortísimo
sacudió las casas, el río y los árboles. A esa misma hora, 2 de octubre de
l677, se desplomaba el edificio de la Catedral. A la madrugada una plaga de
ratones invadió las casas y los conventos, las bodegas y los molinos de trigo,
taponó las acequias y devoró los depósitos de víveres. Después vinieron las
langostas y un halo de luto cubrió la Luna durante siete meses.
EPÍLOGO
La mañana del 3l de octubre me levanté
una hora antes de lo habitual. Dentro del sobre había uno más pequeño que contenía una carta con caligrafía de
mujer, prolija y diminuta, dirigida a mi
nombre:
Estimado amigo: lamento haberme retirado
de la escena pero usted comprenderá que mi participación terminó el mismo día
en el que le entregué esta carta.
Ahora va a entender, con mayor
claridad, que nadie es autor absoluto de obra literaria alguna. Todos somos
autores y lectores de un formidable Libro del que algunos arrancan páginas
donde se atreven a poner sus impresiones digitales, atribuyéndose la
paternidad. Perdóneme la franqueza.
Usted me confesó que durante seis años
hizo vanos esfuerzos por resolver la trama de un cuento y ahora, en pocas
semanas, numerosas personas –yo entre ellas-estamos colaborando generosamente
en su redacción definitiva.
Mi verdadero nombre es Sandra Adelina
Salgado Castañeda y Zárate. Desciendo de una noble familia cordobesa, cuya
sangre se remonta hasta don Bartolomé Castañeda y Zárate, hermano mayor de
quien es el protagonista de dos historias: la suya y la mía, y que ahora están
fundiéndose en una sola.
En un sobre, por separado, le adjunto
una humilde profecía que he redactado sobre documentos que la tradición
familiar mantuvo celosamente guardados durante siglos con el único propósito de
demandar justicia.
Creo que usted y yo nos debemos mutua
gratitud. Yo, porque tengo que agradecerle su paciencia y su esfuerzo
literario; y usted, porque sin mí jamás hubiera
podido llevar a cabo el trabajo que está a punto de concluir.
Lo bendigo desde el lugar que Dios me
haya reservado
. Su amiga en la aventura de soñar y de
escribir.
Al lado de la firma aparecía dibujado
un corazón coronado de espinas, envuelto en llamas.
Abrí el segundo sobre. Dentro, en papel color celeste y con
la misma y graciosa caligrafía, estaba escrito este mensaje sorprendente.
Yo,
Sandra Adelina Salgado Castañeda y
Zárate, hija y devota de Santa Catalina de Siena, en cuya iglesia he derramado
una vez por semana mis lágrimas, deseo humildemente revelar lo que yo misma he
titulado como El Misterio de la Fosa de los Leones.
El
día del espanto del 2 de octubre de l677, que los anales vergonzosos de la
historia han ocultado a la inteligencia de los hombres, mas no a la de Dios, mi
más amado antepasado, Leandro Castañeda y Zárate, fue ejecutado en la hoguera
por disposición del infame Tribunal del Santo Oficio, en el mismo lugar en que
hoy está la fosa de los leones en el Jardín Zoológico.
Quien
había sido en su breve vida, semilla piadosa de la sublime vocación sacerdotal,
fue injustamente acusado, agraviado, torturado y muerto por hombres taciturnos
y dogmáticos, verdaderos infieles cuyas almas rondarán, eternamente, los pestilentes pasillos del Infierno.
Lorenzo
Esquivel de los Ríos y Felipe Aguirre Zalazar, cuyos abominables nombres
también la historia parece haber borrado, murieron acuchillados en l679, por
oscuros traficantes a quienes pretendieron vender objetos sagrados que habían
hurtado de entre los escombros de la Catedral derrumbada.
Bajo
la tierra donde los feroces leones tienen su cautiva morada, permanece oculto
el Tesoro enterrado por nuestro amado Leandro en cumplimiento del mandato que
Miguel, el Arcángel del Fuego, le hiciera depositario por intermedio de sus
huestes angélicas.
En
octubre del que será recordado como AÑO DEL MILAGRO, un incidente conducirá al Cuerpo de Bomberos
a remover la fosa de los leones y allí, para sorpresa de toda la cristiandad y
para maravilla de esta Córdoba de la Nueva Andalucía, rescatarán el cofre que
contiene la Corona de Nuestra Señora, hecha de oro y piedras preciosas no por
artífices humanos sino por orfebres del Cielo que construyen sus joyas con
metales y perlas que se amasan con las oraciones y los sufrimientos de los
hombres.
Suplico
que el nombre de Leandro Castañeda y Zárate
sea purificado por la constricción de justos y pecadores, porque hay muchos
todavía que, creyendo hacer el bien, derraman el mal como lluvia de salitre sobre
los jardines de la Fe.
Demando
de Jesús su indulgencia, mas sin temor a
cometer pecado de vanidad les anuncio que la aparición de la Corona de la Madre
del Mundo será la señal del despuntar de un Segundo Renacimiento, signo de un
próximo esplendor de la vida espiritual, final revelación de que el dolor, la humillación y el
sufrimiento durante cinco siglos no fue en vano.
Con
la certeza de que cuando este texto sea publicado ya no estaré compartiendo lo
dulce y lo amargo de la vida, hago mías estas palabras de mi querida Santa Catalina de
Siena.
Soy la que no es; Tú eres el que es. Comunícate a mí a fin de que
pueda cantar
tus alabanzas. ¡Oh, Dios
Eterno! Eres la vida y yo la
muerte; eres la sabiduría y yo la ignorancia.
Eres la luz, yo las tinieblas.
Tú, el infinito. Yo, la limitada. Eres la misma rectitud, yo un
árbol
torcido.
¿Quién alcanzará tu suprema sabiduría?
¡Oh, Dios eterno!
*
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