JUAN COLETTI
*
Memento homo, quia pulvis eris
et in pulverem reverteris.
Sentencia
bíblica
De un polvo venimos
Y en el polvo nos hundimos.
Graffiti
Popular
CAPÍTULO 1
CUARENTA AÑOS DESPUÉS DE HABER
PARTIDO, JUAN SÁNCHEZ REGRESA DECIDIDO A LIBERAR A LOS FANTASMAS DE SU
ADOLESCENCIA CON EL ARTILUGIO DE LA PALABRA
PARA GUARDAR EN SU CORAZÓN LA MEMORIA DEL POLVO.
A
las cinco de la mañana en punto, sentado en el puente de cemento que cruza el
canal, contemplo hacia el oeste las altas montañas maternales cubiertas de
nieve perpetua y una pestaña de la luna en menguante.
Semejante
a la crisálida de la cuncuna que en un instante de su vida no sabe si es gusano
o mariposa, me sorprendo al pensar si en realidad estoy empezando a escribir un
libro o soy el personaje de un autor desconocido cuya identidad me será negada.
¿Será
posible que después de tantos años esté por cumplirse la profecía de doña Rosa
y que al fin logre convertirme en un mentiroso profesional, en un cuentacuentos
capaz de tomar un puñado de polvo de este lugar amado y producir el milagro de
resucitar la memoria que esconde?
Por
largo tiempo, mientras recorría el camino de mi propia búsqueda, he sido
acosado por las imágenes de este paisaje que apenas ha cambiado y por voces,
como murmullos del agua de la acequia, provocándome a emprender la aventura de
la reconciliación con los fantasmas del tiempo perdido.
He
regresado para pagar mi compromiso de fidelidad conmigo mismo, tantas veces
postergado, y comprobar si soy capaz de realizar el mandato de mi nono
Salvatore Santini, quien me dijo, unos días antes de morir: ricorda sempre, caro Giovanni, che la vita é
una continua guerra; l’importante é vincere l’ultima battaglia.
En la época en que
vivía en este pequeño lugar todo me resultaba sólido, el tiempo transcurría sin
prisa y los acontecimientos demoraban en
producirse; me refugiaba en la simplicidad de la vida familiar, envuelto en los
afectos de los mayores mientras empezaba a sentir, trabajando en las viñas, la
aproximación, como en sueños, de un mundo desconocido al cual el Tano Di Marco,
el vendedor de loterías, hubiera descripto como fórmulas que los números de la
predestinación nos van proponiendo para aprender la difícil tarea de elegir,
procurando equivocarnos lo menos posible.
Con
el sigilo de un espía y la laboriosidad de una abeja, empiezo a rastrillar en
el territorio de mi memoria más íntima para empezar a unirla a las que van
surgiendo y reclaman, con el tono caprichoso de un niño, acurrucarse en mi
regazo. Percibo que estoy aproximándome al lugar de reunión, el punto
indivisible, al alfa y omega de todo lo que fue, que es y que será, donde
oscilan, en brevísimas pulsaciones, la fe y la incertidumbre, la más pura
entrega que hace posible la contemplación y el don de la reversibilidad.
Matías
Sánchez, mi abuelo andaluz, me dijo cierto día en que yo lo acompañaba a vender
sus coliflores a la Feria
de Guaymallén, que una gitana le había echado una maldición a su madre
anunciándole que tendría un hijo poeta quien llevaría con él a la tumba los
versos que no lograría escribir, porque sería analfabeto. La pobre zíngara, con
todos sus trucos a cuestas, nunca pudo suponer que mi abuelo chacarero llegaría
a conocer el misterio que esconde la semilla que al ser sepultada bajo tierra
da nuevos brotes y nuevas semillas y así, tras una cosecha y otra, aparecen las
virtudes del canto, la renovación de la palabra que también es semilla, como el
semen caído deliciosamente sobre la sustancia del óvulo.
Siguiendo
esa secuencia ahora yo soy mi propio padre y de él salto impulsado por la
memoria de la sangre ancestral a mi abuelo, y evoco con su voz la copla gentil
del amador, la melodía de la tonada que me hace decir, mientras me río de todas
las gitanas y los falsos adivinos, maldita sea la puñeta, que este regocijo que
me viene con el rocío de la mañana me conduce de nuevo hacia ti, Encarnación, y
no cubras tus cachetes con los arreboles del geranio, que muertos están los que
no han nacido de verdad, coño, que el
merengue ése de la resurrección no está en la carne que se pudre, por la Virgen , sino en el brote
con que los hijos de nuestros hijos reverdecen la tierra, como esa pelusilla de
la cebada que luce semejante a una alfombra sobre los surcos apenas sale el
sol.
¿Quién
soy?, gimoteaba Félix Alcaraz cuando volvía en pedo del boliche, tambaleándose
entre las hileras, a descargar el peso de su delirio sobre la pobre Petrona.
¿Quién soy?, también yo me pregunto y solo me responde el susurro del aire
entre las hojas de los álamos. ¿Quién era Fausto Palacios en realidad? ¿Un
incestuoso? ¿Un alucinado? ¿Por qué a sus hijas, mis queridas amigas, les
decían “las cieguitas”? ¿Dónde están los testimoniantes, los promotores de este
concilio, sin cuya ayuda no podré seguir adelante?
Está
saliendo el sol, el momento anhelado se aproxima. Una luz suave empieza a
iluminar las casas, la calle de tierra, los antiguos viñedos, el escenario de
mi adolescencia. Un grupo de personas se aproxima, mi corazón se acelera. Me
pongo de pie para saludarlos y decirles para qué he venido.
Les
hablo en voz alta para que todos escuchen. Pasaré listo y todos aquellos que
deseen tomar parte deberán estar dispuestos, a partir de este mismo momento a
decir lo que se les cante, que no estoy aquí para que anden a las vueltas,
haciéndose los bien educados, porque deben saber que ya no soy un pendejo que
se chupa el dedo y tengo anotadas en este cuaderno las palabras verdaderas que
deben utilizar cuando cuenten sus vidas, pues de lo contrario van a quedar
retratados con esa cara de huevones que ponen cuando se confiesan ante el Padre
Luis, y lo que yo necesito es más que una confesión, exijo que comprendan que
si no hacemos juntos la tarea, yo me iré de aquí como vine, con la chalina roja
envolviéndome el cogote y el rebenque listo por si entran a recular después de
que se animen a pisar la raya que les estoy marcando, de modo que no aceptaré
reclamos ni estaré dispuesto a escuchar murmullos diciendo que al cajetilla del
Juan Sánchez a unos los vistió de santos y a otros de diablos, qué putas. Los
que no estén dispuestos a pisar la raya que vayan a buscarse a otro escritor y
que se metan en otro libro, si es que encuentran a otro pavote como yo que les
dé bolilla.
Repasen
bien su lenguaje porque no voy a aceptar que digan torta frita si hablan de la
sopaipilla; ni que saluden sacándose el sombrero de paja que en este lugar se
dice chupalla; y cuando se presente alguna muchacha bajita y gorda que diga de
entrada, soy potoca; y los que todavía padecen de bocio que no tengan vergüenza
de decir, somos cotudos, que mucho peor
es ser un sanjuanino pata a la rastra. No anden con agachas ni embromando la
paciencia que no es ninguna chacota machucarse los dedos en la máquina de
escribir para que después vengan a joder con que la foto salió ladeada.
Como
dice el refrán, al pan, pan, y al vino, vino, que no he regresado para hacer
sapo ni a calentarme el poto creyendo que ustedes querían y resulta que si se
niegan van a parecerse a la Coca Abdala
que quería pero no se dejaba. Pongan los manteles en el suelo y sirvan lo que
cada uno ha traído de su casa y coman sin apuro para que dure, ya que el asunto
se va a hacer lago. Para el final vamos a dejar la cueca y los cogollos y también los brindis, así que
no toquen el espiche de la bordalesa que tengo ojito para catear a cualquier
calandrada retobado, pues el vino patero será la yapa de esta fiesta.
Si
tienen la paciencia de continuar leyendo, van a descubrir que esa manera de
decir, tan mendocina, es el modo en que uno de los personajes hablaría si
estuviera en mi lugar, con la diferencia de que yo le sacaría las amenazas y la
prepotencia para disculparme si alguno de los invitados decidiera retirarse de
esta asamblea de vecinos por considerarse ofendido.
En
caso de que la cosa se pusiera demasiado solemne, le pediría a Pedro Grosso, el
herrero, que leyera el capítulo sexto del libro “Sermones del Cura Baltazar” que trata sobre los cuentos verdes que
se dicen en los velorios. Entonces todos
largarían la carcajada por aquello de que los vivos se ríen de la muerte
y que el humor es una de las cualidades de la persona inteligente.
Justo,
frente a mí, en la medida en que la claridad aumenta, observo la tapera de lo
que hace muchos años fue el boliche de Sebastián Donoso, padrino de mi hermana
María Elena. Él y doña Rosa me iniciaron en el hábito de escuchar y contar
cuentos con la diferencia de que la abuela de Narciso repetía historias que
había escuchado cuando era niña y el bolichero era un metedor de mulas, un
embustero que daba calambre por la gracia que ponía en sus invenciones, como
aquella en que el gaucho Martín Fierro se trababa en duelo criollo con alguien
a quien venía rastreando desde la provincia de Buenos Aires, un peón que había
cometido el delito de quemar un libro. O
la otra, en que involucraba al Diablo en el asesinato de un cuatrero chileno
con la complicidad de otro manyín.
Como
un albañil que construye un edificio ladrillo a ladrillo, así me dispongo a
tomar nota de todo cuanto me sea referido en calidad de cronista, con rigurosa
espontaneidad y transparencia, con el propósito de invitar a los lectores a
participar de este encadenamiento de palabras que intentan transportar ondas de
sensualidad montadas sobre una imaginación briosa y provocativa, con
indulgencia donde sea necesario, con el desafío de la irreverencia en el
momento exacto; en partes como un disciplinado guía de turismo y en otras como
un aprovechado descuidista que se las ingenia para volver con el arrebato de
una nueva sorpresa, así hasta el final, que para Juan Sánchez escribir es tan
placentero como sentarse a la mesa de su nona Costanza a mangiare una exquisita pastasciuta
mientras el nono Salvatore aguarda la llegada del rey Vittorio Emanuele; o
saborear un gazpacho sevillano en la galería de la casa de la abuela
Encarnación escuchando un curioso discurso sobre la absolución que se logra al
bendecir la mesa, por tanta muerte para que haya vida, mientras el abuelo
Matías la observa con el rabillo del ojo, con una sonrisa.
*
CAPÍTULO 2
DE CUANDO RITA ZAMORA INVITÓ A JUAN
SÁNCHEZ A PASAR A LA GALERÍA DE
SU CASA Y MIENTRAS ELLA CONTEMPLABA LAS ESTRELLAS DE LA
ALTA NOCHE , ÉL DESCUBRÍA EL MÁS EXQUISITO
PLACER DE LA TIERRA.
Ché,
Juan, ¿Qué hacés ahí parado en el patio? Con razón que la choca toreaba tanto.
Vení, pasa un rato, mis viejos ya están durmiendo. ¿Tenés calor? Son más de las
doce y ha refrescado un poco. Después de lavarme la cabeza, regué el patio y me
quedé sentada, aquí en la oscuridad, pensando, sintiendo los ruidos de la
noche, alguna risa en la casa de al lado o una bicicleta que pasaba por la
calle. ¿Y vos? Ya estás hecho un hombre. No lo puedo creer, si me parece que
hace poco nomás te tenía en brazos, porque yo soy mayor que vos, te has dado
cuenta, voy para los veintiocho, pero no se lo digás a nadie. Lo que pasa es
que soy una petisa con cara de pendeja, retacona, lindas piernas, divertida, un
poco loca digo yo, pero loca por hacer feliz a los demás. Vení, sentate a mi
lado.
¿Vos
creés, Juan, lo que dicen las malas lenguas, que soy una puta que trabaja por
la calle Montecaseros, en la ciudad? Lo que pasa es que a la gente de por aquí
no le gusta la forma que tengo de reírme, mis vestidos rojos y estas cintas
blancas que ato en mi pelo y los zapatos de taco alto. No comprendo qué tiene
de raro esta forma de vestir. Cuando chica yo era bastante potoca y retraída, medio
pajarota, según creo. De un momento a otro me hacía humo, desaparecía, me
gustaba esconderme para que mi mamá no pudiera encontrarme, para que se muriera
de rabia. Gozaba tomándola para el churrete.
A
los veinte años una tía que vive en Las Heras me hizo entrar al Hospital
Lencinas. Allá van los infectados con toda clase de pestes y la mayoría entrega
el rosquete apenas llega. Para esa pobre gente la vida es como un juego de la
gata parida, el más débil salta y lo agarra la Huesuda. En aquel tiempo ya me
habían pasado algunas cosas, como mujer, quiero decir, asuntos que me
empelotaron la vida, los toqueteos de algún choto que siempre se aprovecha de
una chambona como yo, y otras macanas.
En
el hospital trabajé menos de tres años hasta que una noche me encamé con un
médico recién recibido, un tipo churro, canchero para tratar a las mujeres y
bien armado como decimos nosotras. De esa noche todo cambió porque no sé si
sabés que los médicos rara vez se casan con una enfermera. Las seducen, se las
cogen y un tiempo después, como dice el refrán, si te he visto no me acuerdo, y
adiós. Naciste chancleta y si no tenés estudios o un marido que te mantenga,
agarrás lo que venga.
Pero
para vos, Juan, yo soy de un tiempo a esta parte, como un sueño extraño, una
mezcla de malicia y de ternura, un trozo de dulce de membrillo, una sensación
jodida, el tema de conversación con tus amigos, como el fuego que te calienta,
como una fuerza que te obligó a venir esta noche a buscar lo que tanto has
deseado. ¿Es tu primera vez? No me digás que hasta hoy nunca te habías acostado
con una mujer. Mirá, voy a sacarme la blusa para que veas mis hermosas tetas,
estos pechos que aún no han dado leche porque voy por el camino de las perras,
haciendo feliz a los machos y esperando un momento que nunca llega. Pero
estamos aquí, tendidos entre las macetas de malvones sobre la colcha floreada,
sacándonos la ropa, besándote la boca, enseñándote a hacer algo tan simple que
apenas mañana sentirás que has crecido, que la fuerza de un rayo se he ha
subido desde la verga a la cabeza, y unos años después te acordarás de Rita
pero te dará vergüenza contarle a un amigo que ésta fue tu primera vez, ahora
que tus manos aprenden a recorrer mi cuerpo, mi cintura, mis nalgas; tus muslos
que resbalan sobre los míos, con impaciencia, apurado, sofocado, los ojos
brillantes, sorprendido al besar mis pezones, venciendo tu timidez, alzado como
un pingo brioso, olvidado de todos, del mundo que te rodea, de los peligros de
que alguien nos pille en pelotas, como un niño atrevido que me amenaza con su
guasca, que me encima, me aturde con los besos de su boca, cateando mi alma, hurgándome en lo tibio de mi cuerpo, en mis
entrañas húmedas, rozando con sus palmas esta tierra de carne que solo arde por
amor, que se prende fuego por la alegría de hacerte hombre, mi pendejo de
mierda, soy para vos tu yegua, tu chiruza, la más loca de todas las mujeres, tu
vasija de carne, el hueco de tu espiche, la chiva salvaje que recibe tu
arrebato, el balde que recoge la leche de la vida, tu cansancio, el leve
temblor, la humedad de tu piel, la extraña sensación de estar vacío, de no
saber por qué lo has hecho, si está bien, si es pecado, si tenés que decirme
gracias o qué palabra usar para que yo sepa que estás satisfecho como un niño
al cual le han cambiado los pañales, como el que ha sido perdonado, y no sabe
por qué.
Lo
único que deseo pedirte es que te quedés un rato más, total es sábado y mañana
no tenés que ir a trabajar. Por estos días, cuando vuelvo a mi casa, cuando me
siento nuevamente la chica de otro tiempo, con ganas de vivir haciendo el amor
con vos, todo lo restante, mi vida en Mendoza, mis ausencias me parecen los de
alguien a quien apenas conozco, otra parte mía que no sabe bien lo que hace,
por qué lo hace. ¿Dónde trabajo? No quiero que me hagás preguntas porque voy a
decirte solo lo que yo quiera, lo que me parezca justo. Ya vendrán otros
tiempos para vos, la parte difícil, las putas pruebas de crecer o morirte, de
sacarte a pedazos la mierda del mundo, la guerra con los otros para conseguir
un lugar para vivir, un plato de comida, una sonrisa, un lugar en la cama para
no estar solo.
Te
dije que cuando chica era bastante gordita, parecía más grande en edad y a los
trece los tipos me decían piropos y guarangadas. Para mí entonces vivir era
como otro juego, como la payana, como jugar a las muñecas, a la guarapa, a
saltar en la soga, dormir junto a mi gato, tocarme de noche sin que nadie se
diera cuenta. Pero un día cualquiera, sin que nadie te avise, estás del otro
lado, sorprendida como cuando cantan los gallos a la medianoche, oís el
chistido de las lechuzas o cuando los perros ladran a la luna antes de un temblor.
Fue mi tío Ramón, hermano de mi mamá. Una mañana en que mis viejos habían ido
de compras a la ciudad, llegó el que te dije, con un regalo para la nena, con
besito aquí y otro allá, y yo que le decía, tío, por favor, no me gusta lo que
hace y él me manoseaba y me decía, ya te tengo , siempre te he deseado, carajo,
y no vas a decir nada porque te mato y esto es lo que vive a hacer, zorrita
hermosa, y me llevó a la cama grande y yo me quedé como tonta, mirando un
crucifijo y una estampita de la
Virgen de Lourdes que estaba sobre la cómoda mientras él me
lo hacía, me lastimaba, ponía su asquerosa boca sobre la mía, me quitaba la
inocencia, el deseo de vivir. Después, mientras mi tío fue al almacén de los
Abdala a comprar pan y mortadela, yo me limpié la suciedad y la sangre, y lloré
y maldije a los hombres y los mandé a la puta que los parió a todos los que
joden, los que toman las cosas sin permiso, los degenerados que miran por el
ojo de la cerradura.
Al
regreso de la mamá y el papá, comimos con mi tío y todos parecían tan
saludables, tan felices, mientras yo aguantaba el dolor entre las piernas y el
odio. Pasaron unos pocos años y un buen día, el tío Ramón, el soltero de la
familia, el que me seguía mirando con esos ojitos de pescado como burlándose, se
murió de pulmonía y estaba ahí, quietito en su cajón, con el pelo lacio peinado
al medio, la piel amarilla, y yo, su sobrina preferida, al lado del muerto
pensando que ahora ya verás como los gusanos van a comerte la poronga,
grandísimo chancho, mientras yo seguiré gozando de la vida, respirando, con la
sensación de haber ganado un premio solo porque me quedé en silencio, porque
aprendí a convertir el sufrimiento en poder ser yo misma, la mina que ahora
transforma el deseo de los hombres en pura ilusión y los deja vacíos, secos,
pensativos, ausentes. En cambio, cuando amo, estoy segura de ser una hembra de
verdad, la que tiene guardada con llave, como si fuera un tesoro, una “primera
vez” para un muchacho como vos. ¿Eh, Juan?
Mirame
a los ojos sin apuro. Sentí el olor de mi pelo, la forma de mi espalda, el
gusto que tengo en los labios, el sabor que viene de tu propio cuerpo hacia el
mío, parecido a la fuerza de un río en verano, el viento que atropella los
álamos, un hierro rojo de carne sabrosa que me busca nuevamente sin herirme,
que se desliza con alegría y se hunde en la profundidad de mi deseo, de
sentirte en esta segunda y última vez en nuestras vidas, tan confiadamente me
doy a vos, al amigo que serás en secreto de por vida, porque sos un buen muchacho,
alguien a quien puedo confiar mis más terrible secreto, el niño que he visto
crecer y esperar para esta fiesta única, mientras contemplo las estrellas
lejanas de un cielo que no entiendo y te
favorezco con este repetido gozo que es el más grande de la tierra, el que
puede dar alguien como yo, que se muere de placer en vos y se consume, y se
parte en pedazos para envolver tu cuerpo, cobijarte, recibirte otra vez y otra
vez las veces que quieras, mi macho perfecto, esperanza de sentirme joven,
bella, deseada, la fruta prohibida del paraíso, mi amor, pendejo hermoso, ésta
es y será tu noche perfecta, el principio y el fin del deseo más hondo y el
principio del surgimiento de otros deseos que nacerán del placer que ahora te
doy.
Juancito,
tenés que vestirte. Aquí tenés una palangana con agua y una toalla. Será mejor
que te lavés un poco; yo te ayudo, ponete la ropa, dame un simple beso de
despedida en la mejilla y cuando salgas tratá de que nadie te vea, no por mí
que estoy curada de espanto, sino por vos, para que nadie te sorprenda y
descubra que hoy has recuperado tu inocencia, que esta noche has vuelto a
nacer.
*
CAPÍTULO 3
DOÑA ROSA CASTILLO VIUDA DE GAUNA
CUENTA A LAS CIEGUITAS LA TRISTE HISTORIA
DE GENOVEVA DE BRABANTE, UN DÍA FRÍO DE JUNIO, A COMIENZOS DE UN LEJANO
INVIERNO.
Esta
historia que les voy a contar la supe por doña Severa Palma, quien fue mi
abuela por parte de padre, siendo yo niña cuando en El Paraíso estaban
plantando los primeros viñedos. Espero no olvidarme de nada porque es una
leyenda tan hermosa que cada vez que la recuerdo me dan ganas de llorar. Será
porque la vida de Genoveva fue muy parecida a la que hacemos nosotros, los
pobres, no porque ella hubiera nacido en la miseria sino porque a veces nos
jode la vida guacha y los cabrones que nunca faltan.
Escuchen
con atención y quédense quietitas, bien sentadas alrededor del brasero, y
cuiden de que no se les chamusquen las hilachas de las alpargatas. Después voy
a servirles una taza de yerbeado con tortilla, y si la historia se hace muy
larga la seguiremos otro día.
Resulta
que en un país cuyo nombre no me acuerdo, vivían los Duque de Brabante, gente
muy buena y generosa, quienes a los pocos años de casados, mientras cabalgaban
por el bosque, vieron una bandada de cigüeñas que iba hacia el sur, señal de
que al fin tendrían un hijo. Así fue y unos meses después vino al mundo la Genoveva que era una
pendejita hermosa, con unos ojitos azules como la flor de la alhucema.
Cierta
tarde pasó por el castillo de los Duque una vieja vestida de negro quien les
dijo que la niña llegaría a ser una santa, pero que le esperaba una vida de
mucho sufrimiento.
De
a poquito, la nenita fue creciendo y creciendo hasta convertirse en una muchacha alta, de pelo rubio
ensortijado, quien a pesar de que era hija de ricos estaba siempre entre los
pobres repartiendo el dinero que su papá le daba para que se comprara ropa,
ayudando y aconsejando a todos, porque ya era, desde joven, muy entendida.
Cada
tanto se presentaba algún muchachón pidiéndola a sus padres en matrimonio pero
ella apenas si sonreía diciéndoles que el momento del amor no había llegado a
su corazón.
En
una de las tantas partidas de caza que hacían los ricachones de aquel lugar, el
Duque fue herido por un chancho salvaje y salvado gracias al coraje del joven
Sigfrido quien lo traía en brazos chorreando sangre. Verse ambos, es decir la Genoveva y el conde
Sigfrido, y enamorarse perdidamente fue cuestión de segundos.
Unos
meses después armaron una farra en el castillo para el casamiento y allí
estaban los señores con sus mujeres y sirvientes meta bailar y comer y darle al
espiche de los barriles con vino, un día tras otro, mientras el pobre pueblo
recibía las sobras de la comilona a pesar de que la misma Genoveva había
ordenado que una parte de los alimentos fuera repartido entre los necesitados.
Llegó
el momento de partir y ya estaba lista Genoveva, abrazándose a sus padres y
amigos, entre el relincho de los caballos, los chocos que ladraban y el vocerío
de la gente despidiéndolos. El conde Sigfrido prometió a los Duques de Brabante
que cuidaría a su hija y que vendrían a verlos de vez en cuando. Era un domingo
por la mañana cuando partieron los recién casados seguidos por una guardia de
soldados que hacían brillar sus armas mientras galopaban hacia el lejano
castillo donde vivirían.
Varios
días después llegaron los viajeros y Genoveva se sorprendió al ver su nuevo
hogar, un altísimo castillo en lo alto de un cerro rodeado de impenetrables
bosques.
Pasó
así el primer año y todo parecía para los esposos iluminado por una luna no
solamente de miel sino por un sol de oro, tan felices eran sus días y mucho más
las largas noches de amor.
De
repente, una madrugada chistó una lechuza y empezaron a sonar las trompetas que
anunciaban el comienzo de la guerra. Los moros habían entrado a Francia y
venían degollando a la gente como a perros. Les decían musulmanes porque tenían
una religión distinta y una bandera con una medialuna y como medialuna eran sus
cimitarras con las que cortaban los cogotes.
Apenas
Sigfrido y Genoveva se levantaron llegó un ayudante del conde con una carta del
Rey. La joven trató de no demostrar su
pena mientras ayudaba a su esposo a preparar sus ropas de combate, entregándole
la lanza y la espada para que marchara a defender la cristiandad.
En
el momento de despedirse, Genoveva tuvo un presentimiento y se apretó al pecho
del conde Sigfrido. Éste le dijo que no temiera, que su fiel ayudante, el
caballero Golo, la cuidaría hasta que él regresara. Se despidieron con un beso
y se separaron sin imaginar que sería por mucho tiempo.
Quedaron
en el castillo solamente los sirvientes, los campesinos que trabajaban la
tierra y los obreros de los talleres. Genoveva, encerrada en su habitación, se
lo pasaba tejiendo, bordando y rezando por su esposo, rodeada por algunas
muchachas que la entretenían, sin sospechar lo que estaba pasando a su
alrededor.
El
tal Golo, que de caballero no tenía un pito, cada vez que estaba frente a la Genoveva se hacía el
huevón con una sonrisita falsa de alcahuete pero ante los demás se portaba como
un hijo de puta, insultándolos y pagándoles cada día menos.
Genoveva
empezó a sospechar pero, como Sigfrido le había dicho que el administrador era
un hombre de confianza, la pobre no se animaba a exigirle nada, hasta que un
día el mierda comenzó a hacerse el enamorado y ahí nomás, de sopetón, le pidió
que se acostara con él diciéndole toda clase de cochinadas. Genoveva abrió sus
ojos espantados y le dijo que ya vería cuando volviera su esposo. Golo comenzó
a reírse a carcajadas y trató de manosearla pero ella huyó y se encerró en su
pieza mientras el cabrón seguía buscándola con sus ojazos de sapo escuerzo y
echando baba por la boca.
La
pobre Genoveva decidió escribirle una carta su esposo, contándole lo que estaba
sucediendo en el castillo. Hizo llamar a Dracón, un fiel servidor, para que
partiera de inmediato hacia el frente, pero Golo, que estaba oculto detrás de
unos cortinados, en el momento en que Dracón
iba a recibir el mensaje, se abalanzó sobre el sorprendido paje
encajándole una puñalada en la espalda. Genoveva quedó helada por el miedo
mientras el asqueroso Golo empezaba a gritar mostrando el cuchillo lleno de
sangre diciendo a todos que había encontrado a la esposa del conde y al
sirviente en el dormitorio, y que de inmediato le avisaría a Sigfrido para que
supiera la clase de mujer que tenía.
El
maldito hizo encerrar a Genoveva en una celda oscura que no tenía ni siquiera
un catre, solo había paja en el piso y una abertura por donde le traían diariamente un poco de
agua y un trozo de pan.
Ya
está el yerbeado, así que mientras tomamos la mediatarde voy a seguir
contándoles. Soplen un poco que está caliente.
Y
bien, a la pobre Genoveva no se le permitían visitas y únicamente aparecía el
degenerado Golo siempre con la misma proposición, que si vos sos mía te sacaré
de esta pocilga, y le decía semejantes palabras que hasta yo misma no puedo
repetir porque me da asco. Ella le contestaba que sería mejor que la matara
antes de faltarle a su esposo y a Dios que es el único que lo ve todo. No me
caliento, decía Golo, porque voy a esperar el tiempo que sea necesario, y se
iba cerrando la puerta con una enorme llave.
Cierta
mañana, Genoveva vio posada en la ventanita de su celda a una paloma blanca,
señal de que estaba preñada y que pronto tendría un hijo. Cuando Golo se enteró
amenazó con matar al niño apenas naciera
pero, por suerte, por un tiempo dejó de aparecer por la celda.
El
día en que Genoveva comenzó a sentir los
dolores del parto, apareció la mujer del carcelero, una mujer piadosa que le
ayudó a parir un varoncito.
Apenas
la prisionera quedó a solas con su hijito prometió a Dios que sería una buena
madre y que lo protegería hasta la muerte. Como a la pobre no le salía leche de
sus pechos, agarraba un pedacito de pan mojado, lo masticaba y después le daba
de comer con su propia boca, como hacen los pájaros. Olvidé decirles,
muchachas, que por falta de un cura que bautizara al recién nacido, le puso por
nombre Inocente.
Cuando
todo parecía estar en paz volvió a aparecer el Golo con cara de bicho asqueroso
y le dijo que la veía preciosa, que la deseaba más que antes y que si volvía a
negarse la mataría a ella y a su niñito. Genoveva, cansada de escucharlo le
dijo que se fuera a la misma mierda y que sería mejor enfrentar la muerte a que
él le tocara un pelo. Golo se quedó un momento mirándola y después le dijo, ya
vas a saber quién soy yo, grandísima yegua. Genoveva se puso a llorar pues
nadie, en su vida, se había atrevido a insultarla de ese modo.
A
eso de la medianoche escuchó que alguien la llamaba por su nombre al tiempo que
se abría la puerta y entraba Berta, la hija del carcelero, quien en el acto,
envuelta en llanto, le dijo que el conde Sigfrido, enterado de las calumnias
del traidor Golo, había dispuesto que ella fuera ejecutada junto con su hijo al
cual no reconocía como suyo.
Piensen
ustedes en lo que habrá sufrido la pobre Genoveva cuando supo que su propio
esposo le había condenado a muerte, acusándola de haberle metido los cuernos.
Que me perdonen los que piensan diferente, yo creo que el conde Sigfrido se
portó como un pelotudo, haciéndose el macho y dejándose llevar por
alcahueterías, sin averiguar antes.
Desesperada,
la infeliz madre le pidió a Berta que le trajera una vela, un trozo de papel y una pluma y
escribió una carta dirigida a su esposo donde le contaba su verdad. Después de
que la hija del carcelero saliera llevándose la carta, oculta entre sus ropas,
Genoveva se quedó dormida abrazada a su hijito.
Se
despertó con las primeras luces de la mañana por el ruido que hizo la puerta al
abrirse. Eran los verdugos, acompañados de un enorme perro negro. Uno de ellos,
el que llevaba el hacha, le dijo que se levantara pero ella apenas podía
tenerse en pie por la debilidad y por temor a lo que estaba por suceder.
Salieron por un estrecho corredor, abrieron una gruesa puerta de hierro y apagaron la antorcha. Caminaron todo
el día sin detenerse, internándose cada vez en un oscuro bosque. En mitad del
camino los verdugos se detuvieron a comer. Llevaban salame, queso, pan y una
bota de cuero con vino. Genoveva solo aceptó un pedazo de pan y un poco de agua
para su niño.
Al
llegar la noche vieron subir sobre el horizonte una luna llena que iluminaba el
bosque. En un claro, Tancredo y Romelio, tales eran los nombres de los
verdugos, se detuvieron y le dijeron a la llorosa mujer que ése era el lugar
donde debían cumplir la sentencia del conde Sigfrido. Tancredo ordenó a Genoveva que se arrodillara
y que le entregara el crío pues ella moriría en primer lugar. Genoveva cayó de
rodillas pero no soltaba a su hijo y empezó a gritar pidiendo perdón y diciendo
que era inocente, que la mataran a ella pero que salvaran a su criatura. Dios
hará un milagro, ya verán, gritaba, suplicando que la abandonaran en el bosque,
que ella cuidaría de su niño y que jamás saldría de ese lugar para que Golo no
la castigara. Tancredo levantó el hacha para cumplir con su trabajo pero se
detuvo al ver que la luna se había puesto de un rojo sangre. De repente, el
viento comenzó a rugir y se escucharon voces y gritos que salían de lo profundo
del bosque. Es una señal de Dios, decía Genoveva sin soltar a su hijo, es un
milagro. Se hizo después un gran silencio y comenzaron a escucharse como voces
de ángeles que cantaban dulcemente. Tancredo y Romelio quedaron tiesos y
comenzaron a discutir entre ellos mientras el perro miraba atentamente a
Genoveva y a su hijo. ¿Qué haremos? Golo nos dijo que lleváramos los ojos de la
mujer como prueba de que hicimos bien nuestro trabajo, cuchicheaban entre
ellos. ¿Qué pasará con nosotros y nuestras familias si el maldito llegara a
enterarse?
Finalmente
se pusieron de acuerdo y le dijeron, te dejaremos libre si jurás por Dios que
jamás, por ningún motivo, saldrás de este bosque. ¿Has comprendido? Genoveva se
puso de rodillas y los bendijo y juró y quiso besar sus manos pero ellos le
dijeron que no eran dignos pues sus manos estaban manchadas con la sangre de
sus víctimas.
Ahí
mismo mataron al perro y le arrancaron los ojos, los envolvieron en el pañuelo
que Tancredo llevaba en el cuello y emprendieron el regreso.
Casi
al mediodía llegaron al castillo y se dirigieron de inmediato a la habitación
de Golo. El guacho apenas los vio entrar llevando el pañuelo ensangrentado se
dio cuenta de que la orden había sido cumplida. No quiso ver los ojos, sacó su
espada, la puso frente a Tancredo y Romelio y les dijo que los mataría si
alguna vez se atrevían a nombre a Genoveva en su presencia.
La
historia sigue pero se está haciendo la noche y tengo que prepararle la cena al
Narciso. Vayan con Dios y vuelvan la próxima semana que voy a contarles lo que
pasó después. Sí, ya sé lo que están pensando, pero se hace tarde.
*
CAPÍTULO 4
DESPUÉS DE UN REÑIDO PARTIDO DE
TRUCO EN EL BOLICHE DE SEBASTIÁN DONSO, EL HERRERO PEDRO GROSSO ENTRETIENE AL
DUEÑO DE CASA Y A OTROS AMIGOS CON LA LECTURA
DE UN LIBRO PICARESCO SOBRE OBRAS Y VIDAS DE ALGUNOS SANTOS.
¿Qué
hemos hecho todos los domingos a la tarde desde que el compadre Sebastián
Donoso abrió este boliche, precisamente aquí, en calle Videla Aranda esquina
Canal Chachingo? Solamente jugar a las cartas, mandarnos unos buenos potrillos
de tinto o unos sabrosos tragos de grapa o anisado hasta bien entrada la noche.
Hoy voy a sorprenderlos con algo que a vos, gringo Scaraffía, te va a divertir
y hacer cambiar un poco esa mirada dura de capataz que usás en el trabajo, ya
lo verás.
En
cuanto a vos, Feliciano Guzmán, si te portás bien después te diré cómo podrás
hacer para aumentar tu repertorio de bromas y cargar a tu cuñado, el Franco
Santini, ése que no come huevos por no tirar las cáscaras.
¿Qué
tengo para sorprenderlos de tal manera que justifique que aquí mismo se detenga
el juego a las cartas? Nada menos que un librito que le compré la semana pasada
a don Eduardo Riquelme, el diariero. Me dijo que esta clase de libros no se
venden ni por joda en los quioscos y mucho menos en la Librería Lampasona ,
de Maipú. Están completamente prohibidos en nuestro país pero no en Chile donde
los hacen y donde cualquiera puede comprarlos sin miedo. Vaya uno a saber por
qué será que aquí no y allá sí.
El
asunto es que yo, de pendejo, cuando iba a la escuela, leía lo que fuera y lo
que más me gustaba era escuchar al maestro Perotti, que en aquel tiempo no era
todavía director de la escuela, contar cuentos. Desde entonces, cada vez que
puedo, voy y me compro algo para leer.
Este
librito se titula “SERMONES DEL CURA BALTAZAR”
y fue escrito por un tal Juan Quesada un español anarquista a quien el
general Franco sacó a patadas de España, según se lee en la contratapa. Tiene
doce capítulos y como dicen que todo debe empezar por el principio, voy a
leerles el primero. Escuchen con atención, carajo, y espero que se caguen de
risa y piensen al mismo tiempo, porque parece que esto ha sido escrito no
solamente para divertirse. Esa es mi opinión, después ustedes dirán.
CAPÍTULO
1. PARÁBOLA DE LOS RECIÉN CASADOS.
Queridos hijos e hijas: hoy recordaré
para ustedes la parábola de los recién casados que, aunque está en las sagradas
escrituras, no es muy conocida, desafortunadamente. Se refiere a los que son
llamados a servir a Dios mediante la ofrenda del matrimonio.
Cuenta la historia, por intermedio de
nuestros evangelistas, que cierta noche venía Jesús por el camino de Belén a
Nazareth acompañado por algunos de sus discípulos. Iban conversando y riendo
alegremente ya que acababan de cenar en un bodegón un plato de pescado con
arroz cuando, de repente, una tormenta se abatió sobre el lugar. Un relámpago
iluminó frente a ellos una escena terrible que les puso los pelos de punta.
¿Qué mierda es eso?, gritó Lucas, quien era un joven médico recién recibido. Un
momento, dijo Jesús, ya saben que no me gusta que digan malas palabras en mi
presencia, ¿qué se han creído?, pelotudos. Todos callaron respetuosamente y
bajaron sus cabezas en señal de arrepentimiento. El Maestro se adelantó unos
pasos y vio, oculta entre unos olivos, a
una joven parejita que estaba haciendo el amor. Hola, dicen que dijo Jesús, con
gesto asombrado y a la vez dichoso por lo que estaba contemplando. ¿Están
ustedes bien?, Si, respondió el joven subiéndose los pantalones, por suerte
terminé a tiempo antes de que ustedes nos interrumpieran. En tal caso, dijo
Jesús, bendiciéndolo, buen provecho, a lo que la joven, que era muy hermosa,
contestó, Dios te bendiga, Maestro amado, por perdonar la ofensa que hemos
hecho ante ti. Ocurre que somos recién casados y vamos al puerto de Galilea
donde mi esposo trabajará como pescador. Eran tan hermoso el atardecer que no
pude resistirme y dejé que mi marido me gozara, como es su derecho.
Uno de los discípulos, el cual llevaba
siempre con él una bolsa con monedas de oro, llamado Judas Iscariote, se
adelantó hacia la pareja con el rostro inflamado por la ira, gritando: non
cojam ante Cristum, maladetus, a lo que Jesús respondió amablemente, con
fina ironía, tomando del brazo al susodicho y calmándolo al tiempo que le
decía: ¿Quién sos vos, grandísimo idiota, para juzgar de ese modo a estos
jóvenes? Dejémoslos en paz pues de la belleza de sus cuerpos jóvenes y de su
gozo nacerán los hijos y las hijas que poblarán la tierra. Dirigiéndose al
resto de los discípulos, les preguntó, ¿qué sería de la humanidad si todos
fueran tan perfectos como vuestro compañero, el tesorero de la comunidad? ¿De
dónde creen que han salido ustedes? ¿De la semilla de un repollo?
En ese mismo lugar se separaron, no sin
antes el Señor besar a los jóvenes esposos anunciándolos que serían padres de
una familia numerosa y que el mayor de sus hijos acababa de ser engendrado. Ustedes
sigan, dijo a sus atribulados discípulos,
deseo estar a solas y meditar.
¿Qué
le pareció, don Sebastián? Lo veo medio pensativo. Si gustan les leo el
capítulo siguiente. Escuchen y no se queden dormidos, carajo.
CAPÍTULO
II. PARÁBOLA DEL ORDEÑADOR
Queridos hijos e hijas: En la epístola
a los putañenses, San Pablo, el santo italiano, nos recuerda la parábola del
joven ordeñador. Cuenta que en un pequeño pueblo llamado Telechea, a orillas
del río Jordán, vivía una viuda que tenía gran reputación por ser dueña de
numerosas cabras con cuya leche hacía el más exquisito queso de la región, y
por tener tres hijas solteras llamadas Sara, Ruth y Nancy.
A la hora en que el sol alargaba la
sombra de los cedros de Israel hacia el naciente, llegó al puesto un joven
pidiendo trabajo y de inmediato la mujer, cuya nombre era Judith, lo tomó para
que ordeñara las cabras que eran todas de color marrón y manchas blancas, menos
el matucho que era completamente negro.
El cabrero, llamado David ben Boludí,
quien tenía unas manos enormes, tan
grandes que podía sacar leche de cualquier cosa que apretara, observó con
malicia que las chivas tenían unas ubres enormes pero, en cambio, las hijas de
la viuda no tenía nada, tal como si jamás hubieran sido ordeñadas.
Después de varios meses desde el
momento en que había tomado a su nuevo
empleado, la viuda Judith vio aumentada notablemente su riqueza ya que David ben Boludí era una
verdadero maestro en el arte de ordeñar y no dejaba en las tetas de las cabras
nada más que un porción justa para los cabritos.
Pero cierto día, oh misterio del cielo,
Judith descubrió que a sus hijas les iba creciendo, a cada una, un par de
pomelos descomunales y deliciosos, que Dios nos perdone. Sin pérdida de tiempo
se dirigió a David con ese tono de voz suave, dulce y melodioso que utilizan
las mujeres cada vez que van a hacer algún reproche y le dijo: grandísimo
cabrón, te di trabajo para que ordeñaras a mis cabras, no para que hicieras lo
mismo con mis hijas, a lo cual el ordeñador, mostrando sus manotas dijo con
lágrimas en los ojos, pero qué quiere, doña Judith, ordeñar es lo que único que
Jehová ha dispuesto que yo haga, tanto por profesión como por vocación. Mi
destino es exprimir tetas hasta que pierda la vida.
Lo que San Pablo quiso enseñar a los
putañenses, es lo siguiente: “Ordeñatum
tetam es bonum”, lo cual traducido muy rápidamente querría decir, “acariciar a
la novia es bueno”, pero luego agrega un pensamiento nervioso y categórico: “Si
non pincharum mundo cagarum”, que ustedes, hijos e hijas, habrán interpretado
fácilmente como “si no procreamos el mundo desaparecerá”.
La viuda llevó al ordeñador a la
cocina, lo invitó a sentarse en un banco de madera, y mientras por la ventana
veían jugar por el monte a las hermosas muchachas, compartieron unos trozos del
mejor queso con aceitunas bañadas en aceite de oliva y abundante ajo, pan
casero y un par de vasos de mistela.
Te ofrezco a Sara por esposa, dijo
Judith al sorprendido empleado, después de pensar un rato, escupió unos carozos
de aceituna y respondió, si me caso me caso con las tres , a lo que la viuda le
dijo sonriendo, los judíos somos monogámicos: una o ninguna. David contestó, está bien, entonces me caso con Nancy, la más chica,
que para entonces recién había cumplido trece años.
San Pablo tenía razón y hoy podemos
comprobarlo. Dos mil años después, los descendientes de David y Nancy ben
Boludí pueblan el mundo y son joyeros, médicos, banqueros, matemáticos,
filósofos, músicos y quién sabe cuánto más.
Por
tus manos me parece, Feliciano, que a vos no te hubiera sacado mucha ventaja el
David ése, el de la historia del cura Baltazar, pero por suerte estás casado
con una flor de gringa. En cuanto a mí, antes de decirles buenas noches, les
propongo que dejemos para el domingo que viene la lectura del capítulo tercero
de este sabio librito. Estoy cansado y mañana tengo que madrugar para afilarle
unas rejas al Abelardo Sánchez.
*
CAPÍTULO 5
EL CORRALONERO FELICIANO GUZMÁN
APRENDE DE SU PADRE A CURAR EL DAÑO QUE LOS GUSANOS HAN HECHO EN UN CABALLO,
MATÁNDOLOS CON LA MEDICINA DE
LA PALABRA Y
OTRAS ENSEÑANZAS OCULTAS.
Ahora
que te han nombrado corralonero de la finca tenés que aprender el arte de
curar, sea a una persona o a un animal, porque te aseguro, Feliciano, que no
hay mejor médico ni boticario que Dios, y así como en otro tiempo yo aprendí de
mi padre, así yo, en este Viernes Santo, te voy a enseñar lo que he aprendido a
lo largo de mi vida, y en esto sabés que voy a imponerte una sola condición,
que es guardar en secreto, hasta tu muerte, el modo de curar usando las
palabras; no cualquier palabra, sino aquellas que están dirigidas por tu alma y
que tienen poder, ya que el mundo está hecho de ellas.
Las
palabras, hijo, son las herramientas de nuestra mente, la escalera para llegar
a Dios, el sonido que nos protege del Demonio, el hogar de nuestra
inteligencia, de la que carecen los animales, según mi entender.
Cruzá
tus brazos sobre el pecho y repetí conmigo: Juro por esta Cruz, por la Virgen y Jesucristo, que
aliviaré el dolor de la gente, la enfermedad de los animales y la tristeza de
los corazones. Que Dios ilumine mi boca y las palabras que salgan de mi boca y
ponga en mis manos el poder de curar. Juro que reniego de Satanás y de todas
sus tentaciones y que, por siempre, mientras pueda sostener mi vida, haré
solamente el bien y nada más que el bien. Si falto a este juramento que se
abran los portones del Infierno y arda yo en él por la eternidad. Ahora recemos
un Padre Nuestro y un Ave María.
Antes
de hablarte sobre la culebrilla vamos a curar a este pobre caballo agusanado.
Escuchá atentamente porque no pienso
repetir una sola palabra; si hoy no aprendés jamás volveré a enseñarte a
sanar. Como dice el refrán, a la ocasión la pintan calva, si perdés tu ocasión,
te jodés. Este matungo tiene miles de gusanos pero, para curar su mal,
empezamos por el número trece, diciendo: caballo tordillo, malacara, ojos
marrones, tiene trece gusanos, si le quitamos uno quedan doce. Recemos en
silencio, pues nadie debe escuchar, y encomendemos nuestro pensamiento a San
Pantaleón, patrono de los que sanan, y sigamos. Caballo tordillo, malacara,
ojos marrones, tiene doce gusanos, si le quitamos uno, ¿cuántos le quedan?, le
quedan once. Recemos un Credo y después nuevamente: caballo tordillo, malacara,
ojos marrones, tiene once gusanos, si le quitamos uno, ¿cuántos le quedan?, le
quedan diez, y así hasta terminar y
cuando digás, no queda ninguno, vas a ver cómo esa mierda de bichos se
desprende del pobre matungo y ahí, persignándote, pronunciarás: en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
Si
se trata de un humano, tenés que saber bien el nombre de esa persona, todas sus
señas, por ejemplo, lo mirás atentamente y decís: Eloy Santolalla, 45 años,
pelo canoso, ojos verdes, piel blanca, tiene en su estómago un daño que le han
hecho las esclavas del Demonio y lo voy a sanar. Después metés un par de
oraciones mientras te vas reconcentrando muy dentro tuyo hasta poder ver el origen del mal que tu paciente
ha recibido.
La
fuerza de la vida, Feliciano, es una sola, uno es el poder de Dios, uno el
origen del mundo, uno el sentido de la vida. Esto se aprende sin leer libros,
por simple devoción a la verdad y por mera experiencia, por la fe en vos mismo
y en el amor a todo lo que existe. Manejar ese poder no es asunto para
cualquiera, de ahí viene la costumbre de elegir a un buen candidato para
iniciarlo en el misterio. Hay otros que usan ese mismo poder en sentido
contrario, de lo cual luego voy a hablarte, para sorprender y engañar, con malicia y astucia, el alma del
creyente. Recuerdo que mi Tata siempre decía que la continua guerra entre el
bien y el mal mantiene el equilibrio del mundo pero, para mi gusto, creo que a
veces uno de los platillos de la balanza está más caído que el otro. ¿Por qué
será?
Fijate
que en algunos casos el dañador envía señales a la víctima. No le hace el mal
de un sopetón, la prepara para recibirlo, porque cualquier cristiano, por más
fuerte que sea, se caga de susto si una mañana abre la puerta de su casa y ve
que le han puesto frascos con hormigas, velas de azúcar, cristos al revés, un
animal envuelto en sus ropas interiores o una foto suya dentro de una calavera.
Una
vecina de mi madre, doña Antonieta
Pérez, ya fallecida, empezó a sentir que la comida tenía un gusto raro y cuando
consultó a una médica parece que le habían mezclado polvo de muertos con la sal
y al revisar el frasco en la cocina encontró huesos de la mano de un finado.
¿Qué te parece? Hay gente de mierda que hace cualquier cosa con tal de
beneficiarse sabiendo que su suerte es el mal y la desgracia de otros.
Para
ejemplo de la maldad femenina recuerdo el caso de Eva Montenegro, una morocha
muy rara y buena moza que supo vivir en el Bajo Lunlunta. Había enloquecido a todos los hombres en edad
de merecer de los alrededores y nadie sabía ni el motivo ni cómo lo hacía hasta
que al fin, para disgusto y asco de los que lo supieron, esta Eva agarraba sangre de su regla, la dejaba secar,
hacía un polvillo con ella y se lo daba en las comidas o bebidas a los
pretendientes. Esto es peor que poner polvo de cantárida en un caramelo y
dárselo a una mujer. De un modo u otro, usando sangre de la menstruación o de
la mosca verde, el hombre o la mujer, según sea, se agarran tal calentura que
nadie puede evitar terminar locamente enmarado de quien le hizo el daño.
El
asunto terminó muy mal para aquella mujer que a tantos hombres había seducido
no solamente para meterlos en su cama sino más bien para apropiarse de sus
bienes. Con la medicina que ella les daba los enamorados se convertían en unos
simples babosos y eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de satisfacerla,
desde meterle su lengua donde ella lo exigiera hasta firmar la escritura de
donación de una casa, un camión, una finquita.
Un
tal Evaristo Luque, quien había sido flautista en la banda de música de la
policía, se tomó venganza y con mañas, al saber que la Eva Montenegro lo había
hechizado con sus polvos mágicos, le robó un trozo de algodón ensangrentado un
día en que ella tuvo la menstruación y lo enterró en un lugar que sólo él sabía
y que se llevó a la tumba, un año después, cuando murió como un chorlito de un
ataque al corazón. ¿Querés saber que pasó con la Eva ? Pues siguió enamorada del muerto,
completamente loca, buscando por todo Maipú el lugar donde su amante había
sepultado el daño y como nunca llegó a saberlo quedó engualichada de por vida y
se convirtió en un escracho con los ojos saltones y las crenchas al viento,
pidiendo limosna hasta el fin de sus días. Bien dicen, hijo, las antiguas
enseñanzas que la sangre es la casa del alma, si alguien se apodera de tu
sangre, estás cagado para toda la vida.
Para
curar la culebrilla hay distintas maneras de hacerlo. Una es con tinta y de eso
nada sé. El otro modo es, a mi juicio, algo terrible pero efectivo. En primer
lugar mirás la dirección en que la víbora de la enfermedad, por eso le dicen
culebrilla, ha tomado en el cuerpo porque si la serpiente se muerde a sí misma
no habrá nadie, ni Dios, que salve al enfermo. Si queda esperanza se agarra un
sapo vivo y se frota la barriga del bicho contra la culebrilla en sentido
contrario a su crecimiento, es decir de la cabeza a la cola. El sapo comienza a
ponerse rojo del veneno que proviene de la enfermedad y se muere. Es una vida
por otra pues así está hecho el mundo. Si fuéramos sapos frotaríamos a un
cristiano hasta que muriera, pero no somos sapos.
Se
está haciendo tarde y tenemos que ir a almorzar pero antes voy a contarte,
palabras más, palabras menos, la
Leyenda del Falso Creador, que escuché de boca de mi abuela
cuando yo era un niño allá en Tupungato, para que te sirva de lección por si
acaso alguna vez, ojalá que eso nunca ocurra, se te dé por hacer lo mismo.
Dice
la historia que Dios tenía dos hijos a quienes amaba por igual, se llamaban
Miguel y Lucifer, cual más fuerte y corajudo para lo que viniera, hasta el
momento en que el Padre descubrió, con gran preocupación, que el segundo de los
nombrados no era obediente y vivía en
continuas peleas con su hermano y haciendo toda clase de maldades. Enojado, el
Creador dispuso que el Ángel Rebelde, a quien nosotros conocemos como el
Diablo, fuera arrojado fuera del mundo divino. Entonces, el que te dije, vino a
parar nada menos que a la
Tierra que en aquel tiempo, hace millones de años, estaba en
plena construcción. Llegar el Diablo y
sentir una envidia enfermiza por la obra de su Padre, fue como un relámpago. Se
dijo con odio, haré un mundo similar al de Dios, porque yo también soy Dios. Se
puso de inmediato a trabajar y quiso hacer una paloma y le salió un buitre;
quiso hacer un cangrejo y le salió un alacrán; quiso hacer un perro y le salió
un lobo; quiso hacer una abeja y le salió una avista; quiso hacer una rana y le
salió un escuerzo; quiso hacer un ángel y le salió un hombre.
Aprenderás,
Feliciano, con la práctica y el buen corazón a mejorar la condición del mundo,
a disminuir la pena de las almas y el sufrimiento de los animales, a ser un
verdadero hijo del fuego, como si fueras un hermano del Arcángel Miguel.
¿Curar
la ojeadora? Esto te lo voy a enseñar el próximo 27 de Julio, día de San
Pantaleón. Si te animás voy a darte el secreto para borrar las verrugas, así
practicás con el Pedro Grosso, el herrero, que tiene las manos como cuerpo de
iguana.
*
CAPÍTULO 6
FÁBULAS Y OTROS MISTERIOS POPULARES
CONTADOS POR ROSARIO DI CESARE DE CORVALÁN A SUS ALUMNOS DE TERCER GRADO DE LA ESCUELA “SEVERA PALMA”, EL
DÍA DEL MAESTRO.
Cuando
me preguntan por qué a mis alumnos les cuento fábulas y leyendas populares,
algunas de las cuales ni siquiera están registradas en los libros, contesto
diciendo que la costumbre de narrar es tan antigua como el deseo de comer.
Parece que la humanidad va de un cambio a otro, continuamente, pero algunos
modos de vivir, de entender lo que somos y lo que quisiéramos ser parece que no
cambian demasiado de una época a otra.
Cuando
nos sentamos alrededor de un fuego para el día de San Juan o de San Pedro y
contemplamos los colores y formas de las llamas, el ruido que hace la leña
cuando arde o ese sonido como de música del agua de la acequia, el olor del pan
que sale del horno, lo que se oculta detrás de nuestros ojos cuando miramos con
tristeza, la sensación de caminar descalzos, de acariciar nuestro cuerpo cuando
nos bañamos, la idea de que a “esa persona” ya la hemos visto en otra ocasión o
el lugar que visitamos por primera vez nos parece que ya antes habíamos estado
allí, todo, todo eso es parte de un cuento maravilloso que se llama vivir.
En
el principio del mundo no había escuelas, ni libros, ni pizarrones y todo lo que debía enseñarse a
los niños y a los jóvenes lo hacían los más viejos, los que conservaban la
memoria del pasado contada de generación en generación. Estas historias
acompañaron a la gente durante miles de años y pasaron de un país a otro, de una
lengua a otra, de una persona a otra, como lo estoy haciendo en este momento,
como lo harán ustedes cuando sean grandes.
Por
los cuentos nos viene el gusto por la vida, el placer del conocimiento, como un
relámpago que, de pronto, ilumina el pensamiento. Ésa es la revelación, la que
nos ayuda a recordar lo que somos, lo que deseamos ser. Nunca lo olviden.
Por
esa razón se dice que las leyendas son lecciones morales, nada más que una
técnica para domar burros, como decía cariñosamente una de mis maestras, una
forma de aprender y enseñar que únicamente puede transmitirse de ese modo. ¿Por
qué? Porque una buena historia difícilmente podríamos olvidarla ya que es otra
experiencia, un nuevo saber. Así el que se quema con fuego no vuelve a meter la
mano en la llama; el que ensilla y deja la cincha floja se cae del caballo; si
podamos mal una cepa no dará uva; si se carnea en cuarto creciente los jamones
se descomponen; si faltamos el respeto a nuestros padres, cuando seamos viejos
nuestros hijos nos abandonarán. ¿Entienden?
Hoy
voy a contarles historias del Zorro y otros animales, historias más viejas que
la chipica pero que resultan maravillosas si sabemos relatarlas para
divertirnos y aprender lo que está oculto detrás de la fábula, para elegir el
personaje que quisiéramos ser: el zorro astuto, el burro tonto y trabajador o
el puma feroz que casi siempre termina muerto o apaleado.
Contaba
don Hilario Vázquez, un viejo que supo ser arriero de mulas en Costa de Araujo,
que su padre acostumbraba repetir la historia del burro, el puma y el zorro que
el mismo Sarmiento leyera a sus alumnos en San Francisco del Monte, en el siglo
pasado. El cuento comienza diciendo que en una estancia ubicada en San Luis, el
Puma se había cebado con los terneritos y cabras del lugar. Con el propósito de
cazarlo, los peones colocaron cepos alrededor de los corrales y en una de esas,
cierta madrugada llegó el Puma, muy orondo, haciéndose el distraído, con un
hambre que se lo llevaba el diablo cuando, de repente, metió una pata en la trampa.
El Puma maldecía y tironeaba pero como el cepo estaba bien agarrado al tronco
de un algarrobo con una cadena, no podía escapar, cuando pasó por allí el
Burro.
El
Puma le rogó al borrico que lo soltara, por amor de Dios, que tenía que ir a
buscar comida para sus hijitos y juraba que no le haría daño. El Burro no le
hizo caso y siguió caminando pero el Puma le dijo que él era un buen animal,
incapaz de hacer el mínimo daño a nadie. Regresó el Burro diciéndole que jurara
tres veces y el Puma ahí nomás juró tres veces. Se acercó el Burro, el cual era
muy flaquito y confiado y rompió el cepo usando las patas traseras. Apenas
liberó su garra del cepo el Puma le dijo al Burro, riéndose a carcajadas,
pedazo de estúpido, ahora te convertirás en mi exquisito desayuno. En eso llegó
el Zorro y le gritó al Puma tratándolo con las peores palabras, diciéndole que
era un sotreta, un bellaco que había faltado a lo más sagrado del mundo que es
el honor de la palabra, y no se haga el pesado porque soy el Juez de esta región,
dijo el Zorro, y aquí mismo se efectuará el juicio. ¿Están de acuerdo? Sí, dijeron el Burro y el Puma, aceptamos.
¿Cualquiera sea la sentencia que yo disponga? Sí, contestaron los otros,
aceptaremos lo que usted diga, señor Juez. En tal caso, dijo el Zorro,
comencemos por el principio. ¿Cómo empezó la cosa? Yo caminaba distraídamente
en busca de comida para mis hijos cuando caí en un cepo. Después vino mi gran
amigo el Burro y me liberó y ahí fue cuando usted llegó, señor Juez. Entonces
reconstruiremos el hecho. Vos, Burro, colocate detrás de los corrales hasta que
yo te haga una seña, mientras le coloco al Puma, así, con mucho cuidado para no
hacerle daño, una pata dentro del cepo. ¿Listos?, preguntó el Zorro. Estoy
preparado, dijo el Puma. ¿Y ahora qué hacemos?, preguntó el Burro,
aproximándose. Ahora rajemos que ahí vienen los peones, dijo el Zorro.
Efectivamente, un minuto después, el Puma estaba muerto, acuchillado por los
trabajadores de la estancia.
Hay
otra fábula muy graciosa que muestra cómo
el Zorro vuelve a burlarse del pobre Puma. Me lo contó el señor Perotti,
nuestro Director, y dice que por Rodeo del Medio, en un tambo que fue de
propiedad del general Rufino Ortega, había una fábrica de quesos. Enterados el
Zorro y el Puma, que a veces parecían buenos compinches, decidieron asaltar el
lugar. ¿Te gustaría darte una panzada con los mejores quesos mendocinos?,
preguntó el Zorro. Estás totalmente chiflado, amigo, contestó el Puma, ese
edificio está protegido por los perros más bravos que te podés imaginar; yo ni
borracho iré a ese lugar. Pero, compadre, insistía el Zorro, ¿dónde está su
coraje? Iremos a la medianoche, cuando los chocos estén durmiendo, con una sola
condición, no haremos ni el más pequeño, pequeñísimo ruido, apenas si podremos
respirar. De acuerdo, dijo el Puma, no muy convencido. Llegaron a la quesería y
efectivamente, había perros dormidos por todos lados.
Apenas
entraron y a la vista de tantos manjares, el Zorro se puso a dar tales gritos
que espantaba. Huyó el Puma como alma que lleva el diablo y detrás suyo iba el
perrerío enfurecido mientras el Zorro, que por algo dicen que es el más astuto
y mentiroso de los animales, se llenó la barriga con los quesos más sabrosos
que se recuerden en este departamento.
El
último cuento que voy a narrarles, porque falta poquito para que termine la
clase, dicen que ocurrió en Barrancas, hace una pila de años, en una de las
fincas de los Toso. Estaba un contratista de viña arando tranquilamente, una
mañana fría de agosto, cuando al terminar una hilera se le apreció el Puma, con
unos ojos enrojecidos y las babas que le resbalaban del hocico a causa del
hambre.
Escuchame
bien, bramó la bestia enfurecida, amenazando con sus garras al pobre
trabajador, si no me das la mula te voy a comer a vos, ¿has entendido, guanaco?
El campesino soltó las riendas y no sabía si empezar a correr o caerse muerto
del miedo, cuando el Zorro, que se había ocultado detrás de unas cepas, gritó
con voz gruesa y áspera, soy el comisario de Maipú y ando siguiendo al Puma con
una docena de perros y por lo visto las huellas llegan hasta aquí. Por
casualidad, ¿No lo ha visto? Decile que no me has visto porque si no te achuro
de un zarpazo, dijo el Puma en voz baja. No he visto a nadie, señor comisario,
contestó el contratista sacándose la chupalla y saludando con respeto mientras
le temblaban las patitas. Pero el Zorro no estaba conforme y volvió a
preguntar, ¿y ese bulto que está a su lado?, ¿podría decirme qué es? Decile que
son papas, o te arranco los ojos, ordenó el Puma. Son papas, dijo el hombre con
voz temblorosa, volviéndose a poner la chupalla. Entonces, mi querido amigo,
dijo quien se hacía pasar por el comisario, para evitar que se desparramen será mejor que las meta en esto. El Zorro
arrojó una bolsa de arpillera y apenas el Puma estuvo adentro, agarraron una
zapa y lo reventaron a golpes.
Gracias
por salvarme la vida, don Zorro, dijo el contratista de viña, inclinando su
cabeza en señal de respeto. ¿Cómo podré pagar lo que usted ha hecho por mí? Muy
fácil, contestó el Zorro, haciéndole una guiñada, con un par de gallinas me
daré por satisfecho.
Para
terminar voy a darles algunos consejos, queridos niños. Cuando de noche
escuchen que alguien golpea la puerta de entrada, no hay que abrir sin antes
decir en voz alta, Ave María purísima, pues del otro lado puede estar el
Demonio, para matarlos de un susto y llevarse sus almas al purgatorio. Si
encuentran en la calle un pañuelo con un nudo, no lo levanten porque puede ser
la curadora de verrugas, y si uno lo alza la enfermedad de otro se le pegará en
las manos. En caso de encontrar una caja tirada, envuelta como si fuera para
regalo, jamás la abran. ¿Por qué? Porque adentro puede haber algo horrible y
asqueroso que crecerá y crecerá hasta convertirse en un monstruo baboso que los
devorará. Aunque, pensándolo bien, no creo que eso suceda, más bien podría
tratarse de una broma en el Día de los Inocentes, y algunos vecinos que bien
conocemos son capaces de hacer más cochinadas que el propio Zorro.
*
CAPÍTULO 7
FANTASMAS Y MISTERIOS EN LA
NOCHE DE SAN JUAN, HOMENAJE A LOS DIOSES
DEL FUEGO EN LA MEMORIA DE
DOÑA ROSA GAUNA, EL CANTO DE LOS NIÑOS, LOS JUEGOS JUVENILES, LAS ADIVINACIONES
DE LA VIDA Y DE LA MUERTE.
Aserrín, aserrán,
aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan,
piden pan y no les
dan,
piden queso y les
dan hueso
y les cortan el
pescuezo.
Cuentan
por ahí que a una mujer, cuando todavía era una nenita, se le apareció Jesús
camino de la escuela. Ella vio como un remolino que se acercaba por la calle y
en un momento el cañaveral pareció estar envuelto en llamas. Así como yo salgo del fuego, le dijo
Jesús, muchos entrarán en él por culpa de
sus pecados. Y a vos te digo, criatura, que mientras tengás vida el mundo podrá
estar a salvo pero cuando mueras cosas terribles van a suceder.
Aquella niña se
hizo mujer, después abuela y ahora es muy vieja; nadie sabe cuántos años tiene
a causa de su deseo de permanecer viva
para evitar que, a causa de su muerte, vengan grandes males a la Tierra , como le fue anunciado.
Algunos
murmuran que esa vieja es quien les habla, pero ustedes no les crean porque yo digo que es todo al
revés: por culpa de que algunos desean vivir demasiado es que el mundo anda
como anda. Pero dejemos de hablar tonterías que he venido a contarles sucesos de la Noche de San Juan, a pedido
del Juancito Sánchez.
Ustedes
deben saber que mi abuela, doña Severa Palma, era una mujer muy instruida y por
eso la escuela de este lugar lleva su nombre. Cuando yo era una culillita, la
abuela Severa me contó que el día 24 de
junio todos los pueblos del mundo adoran el fuego, por eso se hacen fogatas, como esta a la que estamos
rodeando.
El
día de hoy es un tiempo mágico, sagrado, cuando cada uno puede preguntar o
responder lo que desee y si es bien cojudo hasta puede enfrentarse al mismo
Pata de Cabra, el chivo negro que llamamos Satanás.
Desde
la medianoche anterior, apenas comienzan a contarse las horas, el agua del
mundo se vuelve bendita. Uno puede beberla directamente de la acequia o del
surgente, lavarse la piel y el cabello, es decir que uno puede purificarse por
dentro y por fuera durante todo este día y, si guarda buenos pensamientos,
sería un ángel caminando en la tierra.
¿Han
visto la rueda de Santa Catalina? Después que uno se ha hecho puro con el agua
y unido a Dios, puede ver los aros de colores, miles de ruedas que salen y se
desparraman sobre el horizonte, como si el sol empezara a arder, como un
incendio en pleno amanecer. Los espíritus se liberan, andan por todos lados y
el que busca puede encontrar su Camino, una señal que viene del mañana. Cuando
yo era una muchacha, hicimos el juego de los papelitos del amor. Estábamos en
casa de unos primos y después de encender el fuego cada uno puso su nombre en
un papel y lo dobló. Luego los mezclamos en una bolsita para los muchachos y
otra para las chicas. Temblábamos de emoción porque habíamos jurado que
aceptaríamos lo que nos dijera el destino, así que cuando saqué un papel que
decía “Juan Gauna”, el favorecido sacó el que decía “Rosa Castillo”. Yo estaba
entonces enamorada de Víctor Altamirano pero, siguiendo el mensaje del fuego,
al poco tiempo me casé con Juan y después la vida hizo su parte de milagro que
es saber vivir y compartir en compañía.
Pero
esa misma noche ocurrió algo terrible. Una chica, Hilda Di Gregorio, amiga de
las bromas, en lugar de su nombre puso una fecha, pero no fue la fecha de su
casamiento sino la de su muerte. Y otro, medio estúpido, dibujó una calavera
para divertirse, y un año después lo atropelló un camión en Rodeo de la Cruz.
Si
uno juega en la Noche
de San Juan, debe comprender que lo hace con santos y diablos a la vez. Por
ejemplo, uno busca un espejo y en medido de la oscuridad siempre ve algo. Un
rostro de mujer y el hombre descubre, como en sueños, a su amada. Si se te
aparece el Cola de Tiento mejor será que vayas a confesarte. Si ves un cuchillo
es porque alguien quiere hacerte año. Si ves una flor pronto serás madre.
Allá,
por El Paraíso, donde crecí de niña, ocurrió que un vecino, cuyo nombre no
recuerdo, vio en el espejo a su mujer abrazada a un hombre al cual él no había
visto nunca. Llegó a su casa y le dijo a su esposa que la quería mucho y a la
mañana apareció ahorcado con alambre de fardo en un antiguo sauce.
A
veces es mejor saber de antemano que somos una mierdita, así sufrimos menos.
Aquel que es dueño de sí mismo no teme a nadie y puede caminar, si se lo
propone, sobre las brasas. Lo he visto hacer muchas veces pero a pocos como a
mi nieto Narciso. Él dice que, en sueños, la Virgen le reveló una palabra secreta que va
pronunciando mientras atraviesa el rescoldo. Pero a otros hay que llevarlos al
hospital con las patas chamuscadas para toda la vida. Esos tendrían que saber
que si no tienen lumbre por dentro mal les valdría caminar sobre las brasas.
Lo
que yo siempre hago, cada vez que tengo la ocasión, es mirar las llamas,
escuchar las voces del fuego, los mensajes que los espíritus de la tierra nos
están enviando. ¿Qué dicen las llamas? Una vez, cuando mi nieto era todavía un
niño, las voces del fuego me dijeron que Narciso no era un tonto, que podía ver
el mundo al derecho y al revés, hablar con los pájaros y esas cosas que
confunden y molestan a los otros que dicen que el Narciso es un loco, un pobre
chalado, un badulaque, un pobre huevón que lo único que sabe hacer bien es
trabajar para que otros se hagan ricos. Eso me lo dijo el fuego una noche igual
a ésta y yo nunca juego con San Juan y mucho menos con el Arcángel Miguel, ese
que anda a los sablazos con Lucifer para mantener entre los dos el orden del
mundo.
Hace
algunos años, cuando el Fausto Palacios, ese manyín, todavía no era el borracho
que conocemos, tenía la costumbre de desafiar a Satanás en la misma noche de
San Juan, pero nunca se encontraban
hasta que en cierta ocasión ensilló un mancarrón, un zaino más viejo que la
tristeza, y se fue para el lado del río Mendoza. A mí no me va a agarrar para
el churrete ningún mierda del otro mundo, así que cuando lo tenga a mano le voy
a hacer lamber mis berijas, decía mientras se acomodaba una chalina roja que
siempre llevaba enroscada en el cogote. Dijo, que nadie me acompañe porque no
es joda ni asunto para pendejos desafiar al Mandinga a jugar a la taba.
Se
fue el Fausto y nadie supo lo que realmente
pasó, pero el caballo llegó antes que él apareciera todo meado y con un
olor a azufre y tabaco que daban ganas de escupir. Creo que perdió hasta el
alma porque todos sabemos lo que ocurrió
años después.
Yo,
por si acaso, no dejo nunca de encomendarme a la Virgen del Pilar cada vez
que puedo toparme con el Mal. Como sucedió aquella noche de San Juan, unos años
después de casarme, mientras el Juan andaba festejando con unos vecinos. Agarré
un lavador con agua bien limpia y me metí debajo de una higuera que había en
los fondos de las casas. Allí me quedé acurrucada, meta rezar, hasta que de
pronto cayó en el agua la flor de la higuera. Apenas pude verla un momento,
tuve el tiempo justo para acariciarla; era como de seda, hecha de luz y de
muerte; yo no dejaba de orar pensando que era afortunada por el solo hecho de
haber visto la flor que nadie ve.
Jamás,
hasta hoy, conté a nadie ese extraño suceso; aquella misma noche quedé preñada
de la Filomena. Nunca ,
ni antes ni después, sentí un gozo semejante. Fue el regalo de la flor de la
higuera para ese solo día, eso lo supe mucho después.
En
cuanto al juego de los números jamás compré
ni un billete de lotería ni de rifa. No seré rica de dinero pero tengo
muchas cosas: lo que perdí y lo que he ganado, tengo mi imaginación.
Se me ha perdido
una niña,
Cataplín, cataplán,
cataplero,
Se me ha perdido
una niña
En el fondo del
jardín.
Bueno,
ya la gente se está yendo a dormir, así que las historias tendrán que seguir el
año que viene, si Dios quiere, pero antes les voy a contar algo cierto que
ocurrió en Vistalba, en el departamento de Luján de Cuyo, allá por 1920. Había
un hombre pobre que trabajaba de mensual y se llamaba, creo, Calixto Orihuela,
un español muy palangana y ambicioso. Salió camino de la casa de unos amigos,
uno noche de los milagros, como hoy, y en medio de las viñas se le apareció el
Diablo, alto como un olivo, con un esqueleto revestido de fuego, unos cachos
enormes y una lengua roja como la salamandra y ahí mismo el Cabrón del Infierno
le propuso hacerlo rico a cambio de que le entregara su alma. Durante treinta
años serás el hombre más rico de Mendoza, no voy a molestarte para nada pero
después serás todo mío, para hacer lo que yo quiera.
Orihuela
firmó con su sangre un papel con el juramento y de inmediato ganó la lotería, vació
el Casino, compró fincas y bodegas, influyó en los bancos, en la política, en
la exportación de vinos y en todo lo que se propuso. Tengo que joderlo al
cornudo porque de lo contrario voy a tener que vivir eternamente en el
infierno, le dijo el español a su administrador, y se puso a pensar en lo que
haría al cumplirse los treinta años del contrato que iba a ser, justamente,
otra Noche de San Juan.
Ordenó
comprar un ataúd lujoso y dispuso que lo velaran en un viñedo que tenía en
Pedriel. Se metió en el cajón y los parientes y amigos hicieron un círculo de
fogatas tratando de que el Gran Farsante no pudiera aproximarse estando ellos
junto al fuego sagrado de esa noche. Pero, de repente, como un refusilo, se
desató una tormenta de lluvia que apagó el fuego, todos los asistentes huyeron
despavoridos y recién regresaron, tímidamente, a la madrugada. Encontraron a
Calixto Orihuela con un extraño color morado en la piel como si se hubiera
ahogado o muerto de miedo.
Antón, Antón
Pirulero,
cada cual, cada cual,
que prenda su fuego.
*
CAPÍTULO 8
BREVE HISTORIA DE HUGO ALANIZ, EL
TORITO CUYANO, CONTADA POR ÉL MISMO FRENTE A UNA FOTOGRAFÍA DE KID CACHETADA Y
EL MODO EN QUE SE MEZCLAN LA VERDAD Y LA LOCURA.
Si
he llegado, a los 29 años, a ser el Torito Cuyano, no ha sido al pepe, como
creen algunos envidiosos, sino porque he guapeado de chico sin asco. Siempre
fue para adelante, moliendo a golpes las
cabezas de mis adversarios, abriendo chorros de sangre en sus narices y
viéndolos tendidos como patos desplumados sobre el ring para después bajar
entre silbidos, aplausos y burlas a los
camarines.
Un
periodista del diario Los Andes me preguntó de dónde había sacado la bravura y
no supe qué contestarle porque mi viejo es
un hombre manso, fue toda su vida empleado en puentes y caminos de
Vialidad Nacional y todavía es quien riega a balde la calle Videla Aranda, la
misma frente a la cual está la casa en que nací y donde me he criado. De mi
mamá apenas si guardo una foto envejecida en mi mesa de luz. Ella era de Kilómetro 8 y más no sé porque en casa
nunca la mencionamos y no me acuerdo de tener parientes de su parte. Tengo una
historia sencilla y solitaria de mi infancia y una juventud con pocos amigos.
De aquí apenas me queda la amistad de
Feliciano Guzmán, de quien soy compadre; de Pedro Grosso, que en un tiempo
éramos como chanchos y después se borró; y de Rita Zamora, que por un pelo no
fue hembra mía, pero de este tema mejor ni hablar.
De
mí se dijo que era un boxeador cajetilla por la pinta que lucía al iniciar los
combates: pelo negro, ondulado, la naricita aplastada como si la hubiera
agarrado una aplanadora, ojos oscuros de mirada maliciosa, categoría mosca,
oliendo a Glostora, saludando a los giles de la popular con una sonrisa de
persona educada, el caballero andante de los puños, el hombre al cual Mendoza
debe más que a muchos, casi como a usted, maestro, y tanto como a Pascualito Pérez, ese enano
que se salvó de que yo le diera una biaba cuando practicábamos juntos en el
Deportivo Maipú.
Me
acuerdo de Pascualito cuando venía por el carril Perito Moreno desde la casa
que los Pérez tenían en un contrato en la Finca Nerviani , allá por calle
Pueyrredón. Lo veo montado sobre su motocicleta piojosa, protegiéndose los ojos
con unas antiparras que daban risa. Apenas llegaba al gimnasio ya estaba listo,
siempre serio, medio con cara de culo, a los saltos de aquí para allá, meta
piñas a la bolsa, dele hacer sombra y saltos en la soga, y no te aceptaba un
cigarrillo ni para el día de la bandera.
En
una de esas programaron una pelea de aficionados en la cancha del club, Pascual
Pérez versus Hugo Alaniz. Para qué voy a
contar los litros de té de burro con hojas de cedrón que tomaba por los dolores
de panza que me daban cada vez que tenía que pelear.
El
viernes anterior anduve por la plaza de Maipú a compadrear un poco y mirar el
minaje en compañía del Franco Santini. Nos mandamos unos ricos sánguches de
mortadela y un par de cervezas en un bar que estaba a la vuelta del cine
Imperial y pegamos la vuelta en bicicleta hablando de la biyuya que se puede
ganar en este deporte, de los países que yo podría conocer si llegara a ser
campeón argentino y de salir en la tapa de la revista El Gráfico.
El
día de la pelea, un sábado, venían unos nubarrones del lado de la cordillera
anunciando temporal y ya por la tarde llovió y cayó granizo y cuando llegamos
en la camioneta de don Amado Abdala no había ni un perro y el encargado me dijo
que la función al aire libre se había suspendido. Me cache en dié, pensé, hoy
hubiera sido mi día de gloria si lo volteaba a Pascualito Pérez, y volví a mi
casa bastante empelotado sin decir una palabra.
Unos
meses después me hice profesional y en el debut lo bajé a Lucas Prieto en la
tercera vuelta. En San Rafael, un tal Bruno Coletta me quitó el invicto y en
Luján volví a pasar al frente, y de allí empecé a barrer muñecos con la
precisión de una máquina de matar boludos. Viví un tiempo en Las Heras, en una
pensión, en compañía de una bailarina que trabajaba en un cabaret y con ella
aprendí a mamarme hasta convertirme en vómito. Me fui adaptando al alcohol, a
curarme con grapa o ginebra, con vino o coñac y con los ojos enrojecidos rajaba
al gimnasio, con esa cara medio de loco que aparezco en algunas fotografías.
Tres derrotas seguidas me dejaron como un gusto a veneno y el disgusto de mi
entrenador don Paco Fernández, que descanse en paz, la cara desilusionada de mi
papá y las ganas de tirarme bajo un tren me hicieron pensar las cosas de otro
modo. Cambié de mujer, me mudé a una piecita en Villa Hipódromo, y en pocos
meses estaba próximo a lograr el primero de mis sueños, ser campeón de Mendoza.
De
mañana, despertando a mi paso a los pájaros del Parque San Martín, corría desde
la pensión hasta el Challao, volvía para almorzar un bife con ensalada, apenas
un vaso de agua mineral y una fruta. Vuelta al entrenamiento, a dormir
temprano, apenas un polvo por semana y meta juntar coraje, mis mejores
pensamientos, la fuerza de la salud, imaginar que el otro es un monicaco al que
voy a voltear de un solo sopapo, y entre el público la Rita bien empilchada que me
hace un saludo como diciéndome, terminá rápido la pelea que te espero para
celebrar.
La
miéchica que es dura la vida del
boxeador, pensaba yo mientras sudaba como un caballo, pero peor es ir a
surquear a la viña o trabajar de peón de albañil o como obrero en la Bodega Giol. Aquí tengo una
oportunidad en los puños y si fracaso me hago cafisho, voy un pongo un quilombo
por San José, le doy al alpiste y chau éxito, adiós mundo cruel, si te he visto
no me acuerdo. De yapa gano algunos pesitos extras, me compro una casa y hago
como dice el padre de Franco, don Salvatore Santini, “el vivo vive del tonto y
el tonto de sus trabajo”.
Salud,
maestro, don Kid Cachetada, tiene frente a usted, en ese espejo, la sombra de
Hugo Alaniz, aclamado por la popular como el “Torito Cuyano”, a quien
faltándose un round para ser campeón peso mosca de esta provincia cayó
fulminado por una piña al hígado dirigida por su oponente, el hijo predilecto
de San Martín, Polo Sepúlveda, apodado El Zonda, porque corría a todos con su
aliento a podrido.
Qué
quiere que le diga. Nunca fui un pillado porque jamás me la creí y tampoco un
pajero como me gritó un pelotudo de la popular, pues si me comí aquel piñón fue
porque el otro era mejor que yo. Después de todo, pensándolo bien, uno no sale
de su pequeño mundo con facilidad; apenas cruzamos el carril Ozamis hay otros
carriles que cruzar y si salimos de Mendoza hay otras ciudades que conquistar y
si cruzamos el mar dicen que hay otros pueblos donde se hablan otras lenguas, y
si me fuera de este mundo seguramente iría a otro distinto, pero no es fácil
hacerlo si uno apenas aprendió a dar trompadas.
Ahora
trabajo aporcando ajos y encañando tomates en una chacra de Lorenzo Vicentini
para que mi viejo no piense que lo he abandonado. Con estas manos, en las que
antes calzaba guantes de boxeo, ahora hago almácigos de cebollas, nivelo la
tierra, riego, prendo un cigarrillo, alzo una copa de vino, como un sabroso
tomaticán o un guiso de garbanzos y me sobo la guata a la hora de la siesta.
En
el hospital me dijeron que dejara de tomar bebidas con alcohol porque el asunto
de mi enfermedad a la cabeza va para el carajo. Eso dicen los que no quieren
verme feliz porque les cuento que saco a baldes los alacranes y matuastos y que
una lampalagua anda por la casa comiendo arañas y que de tantas chinches
voladoras queme pican tengo la piel como la de un sapo rojo. Me miran en
silencio y me vuelven a amenazar diciendo que el alcoholismo es una enfermedad
que lleva directamente al hospital de locos que está en El Sauce.
Cómo
me hubiera gustado conocer Buenos Aires, ir al Luna Park aunque no hubiera sido
para boxear, por lo menos para ver una pelea entre Gatica y Prada, conocer la
cancha de Boca, comer pizza en el puerto, montarme a una porteña y mostrar la
pinta que tenía, hace unos años, hecho un fifí, de traje blanco y corbata de moñito, zapatos marrones,
funyi al tono, con un clavel en el ojal,
cateando como decimos nosotros o bichando como piola según dicen allá. Me
hubiera gustado ir en coche-cama, con algún amigo, para compartir la cena en el
tren El Libertador, jugar unas partidas de truco y ver por la ventanilla el
cambio de paisaje, del desierto cuyano a
la pampa verde, el humo de las ciudades, el ruido de los autos, escuchar en una
boite un tanto de la orquesta de Alfredo De Angelis y el domingo a la tarde ver
correr a Fangio en el Autódromo; pasear mirando partir los barcos, comer un
buen estofado por El Bajo, dormir en un bango en la
Plaza San Martín, poder contar a los amigos
que uno salió un poco más allá del Arco del Desaguadero.
Lo
único que tengo ahora es una sed asquerosa, un deseo enfermizo de tomarme el
alcohol del botiquín y llorar porque empiezo a acordarme de mi mamá, de cuando
ella me alzaba al cruzar la acequia, de aquellos besos y apretones que nadie
volvió a darme, del temor de que vengan a colocarme una inyección y ver la gente del lugar mirándome con pena porque
no es bueno ser casi campeón y terminar atado como un matambre porque uno si
apenas le ha pegado a su padre con un martillo a la cabeza; eso no es nada comparado con el miedo que
tengo de que me lleven con vida a la casa de los muertos.
Lo
único que le pido a Dios es que la
Rita no me vea cuando me lleven. Dejo para otro tiempo las
magnolias y granados del jardín, la foto del maestro clavada en la pared, y los
saltitos de la pititorra que se oculta entre las chilcas mientras escucho el
motor de la ambulancia que se aproxima.
*
CAPÍTULO 9
COSTANZA MARIOTTI RECUERDA CON TRISTEZA
LA ÚLTIMA VISITA DE SU HIJO SALVADOR SANTINI, PRESUNTO MIEMBRO DE LA
MAFIA EN ROSARIO, SOBRE SUS ROPAS VISTOSAS
Y LOS REGALOS QUE EL NONO DESPRECIABA.
La
última vez que Salvador vino a visitarme fue hace tres años, en el verano de
1947, y todavía me parece verlo debajo del parral sentado al lado del viejo,
tratando de explicarle por qué se fue a vivir a Rosario. Mi Turi es diferente a
sus hermanos en todo, menos en el amor por la familia, en el cariño que
demuestra por mí con solo mirar a lo profundo de sus ojos y en la esperanza que
pone, en cada viaje, para que el Nono lo perdone.
Como
buenos italianos ellos necesitan poner en claro sus ideas y discuten y gritan y
procuran convencerse el uno al otro sobre quien posee la verdad y quién está
equivocado.
Me
parece que fue ayer cuando emprendimos el largo viaje desde Italia hasta Mendoza, en la panza de un barco
con otros pobres que dejaban la patria, comiendo y vomitando, durmiendo y
conversando, tratando de entender qué había ocurrido, cuál había sido la causa,
además de la guerra, que nos obligara a dejar lo más amado, nuestros padres y
hermanos, nuestros amigos, la antigua casa en Madonna di Campiglio, nuestro
pueblo.
Franco,
Turi y Valentina, pequeñitos, no se apartaban un momento de su padre mientras
yo, con Evangelina en mi vientre, no dejaba de rogar a la Virgen que nos protegiera.
Aquellos fueron los tiempos en que más unida se mantuvo la familia. Ahora
comprendo que no somos dueños de nuestros hijos, que cada uno tiene una tarea
diferente que hacer. Mis padres y abuelos fueron campesinos y también los
padres de mi esposo. Sin embargo, algunos descendientes no han seguido la
tradición y de tanto en tanto alguien deja la tierra para estudiar o trabajar
en una fábrica o vivir en una ciudad distante como Rosario, donde está mi hijo
mayor, según él dice.
Espero
a mi Turi como si todavía fuera un niño que regresa de la escuela. No me
consuelo pensando que es un hombre fuerte y de carácter porque tengo el temor de que lo maten. Él jura que tiene una
pequeña empresa de camiones; yo no le creo porque estoy seguro de que está metido en la mafia siciliana pues
una persona de mi confianza me lo ha dicho.
Para
el casamiento de su hermana Valentina con Abelardo Sánchez, Turi trajo dos
maletas llenas de regalos; en cambio, cuando se casó Isabel ni siquiera mandó
una carta porque él no estaba de acuerdo que se casara con Feliciano. No
debemos mezclar nuestra sangre con esos negros hediondos, anduvo diciendo,
porque los únicos que hemos hecho rico a este país somos los gringos. ¿De dónde
habrá sacado semejantes ideas? No de nosotros, ciertamente, quienes somos gente
honrada y trabajadora. Tampoco de su padre, que odia a Mussolini por haber
perdido la última guerra y haber llevado tanta muerte a Italia. Una madre no
puede culpar a sus hijos ni condenarlos; cualquiera de los míos que fuera a la
cárcel recibiría mis visitas cada vez que pudiera hacerlo.
Como
dije, mi esposo y mi hijo no piensan igual y cada vez que se juntan es para
reprocharse. Perdón, no estoy diciendo la verdad; Turi no es quien reprocha, es
Salvatore que lo desprecia y le dice que
se vaya, que no lo reconoce, que él no tiene un hijo que lleve su nombre.
La
última vez que lo vimos llegó con un automóvil recién comprado, vestido como
siempre de traje blanco, zapatos y sombrero marrón, una camisa negra y la
corbata de moño roja, haciendo juego con el pañuelo en el bolsillo superior del
saco. Se había dejado un bigotito fino y las patillas largas y lucía un diente
de oro, como los gitanos. Turi, Turi,
che faró
con te?
Descendió
de su auto cargando, como de costumbre, unas valijas llenas de ropas y regalos
para todos. El Nono estaba, como todas las mañanas, recostado en su silla de
inválido, mirando a cualquier parte y pensando en silencio. Hizo como que no se
había dado cuenta de que nuestro hijo había llegado saludando con esa voz
fuerte que tiene y sus manotas abrazando a todos. Eccomi qua di retorno, babbo. Buon giorno, sono felice di rivedere
tutti voi. Su padre seguía callado, sin volver el rostro; finalmente dijo: Sará bueno per te. Ma de quando ho le gambe
morte non ce n´é stato nemmeno uno che Fosse buono per me. Lasciami in pace. Turi
sacó una caja y la abrió. Sacó una pipa y dos paquetes de tabaco y papel para
armar cigarrillos. Le ho portato una
pipa, di quelle che lei aveva voluto sempre avere. Se preferisce le
fabricco una sigaretta o tiempo la pipa
con il tabacco. Mi dica cosa vuele. Mi viejo hizo un ademán despreciativo
con una mano como apartándolo y le dijo che
se nevada a prendersela in culo, che i regali dei mantenuti sono per le puttane
e no per un Vecchio decente che ha lavorato durante tutta la su avita come un
mulo.
Ema, mi hija menor,
la casada con Pedro Grosso, es la preferida de Turi y cuando ninguno de
nosotros sabía qué hacer apareció ella cruzando la calle y al ver a su hermano
se abrazaron y jugaron como niños, haciéndose bromas. ¿Cómo está tu Pedrito?
¿Siempre maldice cuando pierde al truco? Ricachón, la ropa que te has comprado,
y ese auto que parece salido de una película. ¿Qué te has hecho en la cara?
Miren el bigote que se ha dejado mi hermano.
Como
todos los domingos no podía faltar la pastasciutta
hecha con mis manos, pero en lugar de ser un almuerzo feliz aquel encuentro
compartiendo la mesa pareció un velorio. Para colmo tuve la tonta idea de
empezar un jamón y servir unas tajadas acompañadas de aceitunas antes de la
comida principal. Jamás, con Salvatore, habíamos discutido delante de nuestros
hijos, pero ese bendito día él no pudo contener su enojo; se fastidió tanto que
se puso a golpear con un puño sobre la mesa al tiempo que gritaba: Accidenti, Costanza. Questo prosciutto era
stato messo da parte per Natale. Chi é venuto a trovarsi, Gesú Cristo? Sono
stuffo di tutti voi.
Por la tarde,
Salvador llevó en el auto a sus hermanas a dar una vuelta por Maipú y al
regreso trajo una bandeja con masitas y merengues. Yo no estaba dispuesta a
pensar en nada malo, ni en el dinero, ni en la mafia siciliana, y me mostraba
amable ante ellos porque al fin era mi familia y no podía tomar parte a favor
de mi esposo y tampoco ponerme en contra de ninguno de mis hijos. Serví mate
cocido para acompañar las golosinas mientras cada uno tenía cosas que contar,
chismes sobre los conocidos, cuestiones sobre los trabajos en la viña, palabras
de mutua simpatía para que Turi no sintiera que el odio de su padre los había
ganado.
A
la noche cenamos en silencio lo que había sobrado del mediodía y nos sentamos a
escuchar un programa con Luis Sandrini, el cómico preferido del Nono. Luego, las
hijas casadas se fueron con sus respectivas familias. Evangelina tenía guardia
en la Sala de
Primeros Auxilios donde trabaja y Franco salió para la finca con un farol a
tomar el turno de riego. Ayudé a mi viejo a que se acostara y nos quedamos Turi
y yo, un largo rato sin decir palabras, mientras él me tomaba las manos y de
vez en cuando besaba mi frente. Teníamos la costumbre de hablar en italiano
cuando estábamos solos; debe ser porque usando nuestra lengua volvíamos al
tiempo en que estábamos unidos por las necesidades de una pobreza mayor.
Mamm, quando ero un bambino, usted
recuerda que yo trabajaba todo el día. Soy el mayor y fui el primero en
aprender a trabajar en la viña. Tenía veinticinco años cuando me fui pero hasta
ese día no hubo tarea que no hiciera bien. He podado y abierto surcos, he arado
y cosechado la uva. Nadie era más rápido que yo para envolver y cuando había
peronóspera cargaba la mochila con sulfato hasta convertir en llagas mis
espaldas. Si yo quisiera podría tomar un contrato y agachar el lomo de sol a
sol. Pero, ¿cuál sería el beneficio? Mírelo a Franco, se ha quedado soltero
para ayudarlos a ustedes y no puedo dejar de agradecérselo. No se lo voy a
decir a él pero no pasa un día sin que piense que jamás voy a poder pagarle a mi
hermano lo que está haciendo. Franco es menor que yo y parece un viejo antes de
serlo. Pasará el resto de su vida trabajando en la viña de otro por una paga
miserable. Yo pienso que la vida no está hecha solamente para trabajar. Hay que
vivir, conocer el mundo, aprender otros oficios. ¿Soy acaso, una mala persona?
¿Ha venido, alguna vez, la policía a preguntar por mí? No crea, mamá, lo que
dicen los envidiosos. Hago lo que considero que está bien. Me pagan, porque no
tengo miedo, para que proteja a los ricos. Ellos sí tienen miedo, mucho miedo,
y pagan para que alguien cuide sus ganancias. ¿Se acuerda cuando yo iba a la
escuela? Era el mejor del grado, el más listo, el que hacía respetar a sus
hermanas a trompada limpia. Si uno es débil los otros se lo comen, le quitan su
energía, lo utilizan como esclavo a cambio de un miserable salario. Piense en
la vida que hace Isabel. Está casa con Feliciano Guzmán, un buen criollo, como
dice usted. ¿Quién es Feliciano? Un pobre corralonero que se pasa el día
cuidando los caballos y mulas de la finca a cambio de una casita de adobe y un
sueldo de peón. Mis sobrinos van a andar en alpargatas el resto de sus vidas y
jamás visitarán una ciudad, ni viajarán a Córdoba o a Mar del Plata como hacen
los que tienen dinero. Poseo todo lo que un hombre necesita pero usted sabe,
mamá, que no voy a vivir en paz hasta que mi padre me sonría, porque no es
bueno sentirse abandonado y lejos del amor de la familia, porca miseria. Aquí todo es igual que antes y seguirá igual pues no
hay nada que cambiar. Ustedes no pueden darse cuenta, pero yo que regreso
siento la sensación de que el tiempo se ha detenido en este lugar. Los mismos
álamos, la misma viña, los olores de siempre. No lo puedo soportar.
Me
había hecho la ilusión de que Turi se quedaría con nosotros una semana más, por
lo menos, pero al día siguiente, apenas me levanté para encender el fuego y
preparar café, mi hijo estaba cargando las valijas en su auto, vestido con la
misma elegancia, recién afeitado y perfumado. Franco estaba arando en el
cuartel de arriba y mi viejo esperaba
que le sirviera el desayuno en la cama. Tuve que hacer un esfuerzo para no
parecerme a esas madres que lloran a los gritos cuando se separan de sus hijos.
Me puse fuerte por dentro para que mi Turi supiera que todo estaba bien, que
podía emprender su viaje de regreso sin tristeza.
Le
ofrecí una taza de café que él tomó mirando en silencio hacia donde su hermano
estaba arando. Después enjuagó la taza en la cocina y entró al dormitorio a
saludar a su padre. No pude dejar de escuchar aquellas palabras, las últimas
que se dirían en sus vidas.
A presto, babbo. Le ho lasciato il regalo,
magari per quando cambiará di opinione. Devo tornare al lavoro e ho un lungo viaggio da fare. Pero
el Nono es cabeza dura, caprichoso, y lo despidió del modo en que siempre lo
hacía. Un figlio che abbandona suo padre
invalido e sua madre anziana, che ha vergogna di lavorare nella vigna e si
veste come te, é un poco di bueno. Tutti i miei figli sono Onetti e amano il
loro lavoro. Si c´e qualcuno tra di essi che non sia cosí, allora io non sono
suo padre. Non perdere tempo facendo i saluti a un Vecchio triste. La parte tua
que avevo in cuore ormay é secca, é morta.
Mi esposo y mi hijo
mayor llevan el mismo nombre y apellido pero ¿en qué se parecen? Se parecen en
el amor que sienten hacia mí y en el amor que yo siento hacia ellos. Si yo
muriese, ¿qué quedaría entre los dos?
*
CAPÍTULO 10
COMO NIÑOS CURIOSOS, QUINTO
SCARAFFÍA, SEBASTIÁN DONOSO, PEDRO GROSSO Y FELICIANO GUZMÁN, COMPARTEN LA LECTURA DE OTROS CAPÍTULOS DEL
LIBRO “LOS SERMONES DEL CURA BALTAZAR”.
CAPÍTULO III. SOBRE LA FIDELIDAD
Queridos hijos e hijas: En este
capítulo repasaremos, con gentil atención, los mandamientos y reconvenciones
del matrimonio, los consejos que los santos que vivieron y predicaron en el
desierto, durante siglos, nos han transmitido para hacer bella y duradera la
unión de los esposos, santificada por la madre iglesia.
Qué maravillosas palabras, qué sabias
ideas, qué sublime inspiración surgida de esos santos varones quienes, al
rechazar y repudiar las tentaciones de la Serpiente , gozaron del íntimo, impoluto y
solitario celibato.
Uno de esos sublimes ayunadores, San
Otón, de quien se dice que jamás vio una mujer en su vida, ni siquiera a su
propia madre, la cual murió el mismo día en que la pobre lo parió, nos ha
dejado este bello aforismo, dedicado especialmente a las jóvenes esposas. “Cuernus
esposus meterum cum vacelinim mat non abusarum; prima volta tutti perdonatum,
ma in otra seconda o terza volta putatus eret yegua in seculorum”. Al escuchar este sublime pensamiento no
deben ustedes pensar, hijos míos, que se trata de una indulgencia previa ni de
una anticipada absolución del pecado de adulterio sino, más bien, de una
expresión caritativa hacia la naturaleza pecadora de la mujer. Veamos la
correcta traducción que hacemos del latín antiguo a nuestro idioma y meditemos.
“Si metes los cuernos a tu esposo, hazlo suavemente, con delicadeza. La
primera vez todos te perdonarán, pero la segunda o tercera vez que lo hagas te
prostituirás y serás una yegua para toda la vida”.
Inclinemos nuestros cuellos en señal de
admiración ante tan superiores enseñanzas que nos vienen de antaño. ¿Quién ha
dicho, con tanta ligereza, que nuestra santa religión es dogmática y limita la
felicidad del hombre y la mujer sobre la tierra? Vemos cuánta libertad, cuánta
prodigalidad nos ofrece Dios aún en las licencias del matrimonio. Por eso les
digo, no abusen de la mutua confianza, convivan con el amor, cualquiera sea la
forma que ese amor asuma.
El único pecado, queridos hijos, que el
hombre y la mujer pueden cometer, uno contra el otro, es el pecado del
ocultamiento. Detrás del silencio de la mentira está la presencia diabólica y
por su causa no habrá amor que perdure.
CAPÍTULO
IV. SOBRE LA SATISFACCIÓN DEL
DESEO.
Yo,
Pedro Grosso, herrero mayor de este lugar y lector voluntario de alfabetos y
analfabestias, interesados en conocer un poco más de lo que existe del otro
lado de sus jetas, digo a mi buen amigo y compadre Sebastián Donoso, dueño de
este elegante bar perfumado con olor a tabaco y alcohol licoroso, que nos sirva
una vuelta de caña bien dulce para suavizar el carguero y así poder continuar
la lectura de este libro interesante. Prolijito, ¿no? Vamos entonces con el
cuarto capítulo de los “Sermones del Cura Baltazar”.
Queridos hijos e hijas: Este sermón, que
refiere virtudes y glorias espirituales de nuestros santos, ha sido tomado de
las enseñanzas de San Zósimo, quien se convirtió primero en mártir y doscientos
años después en santo por su renuncia a casarse por la fuerza con Leah, la
bellísima hija del Rey Pelotis Cuarto, Cónsul de la Antigua Romania que ahora es
parte de Eslovaquia.
Zósimo era un joven noble, apuesto, de
gallarda presencia, héroe en el arte de la caza y los combates deportivos, por
cuya razón las damas del reino suspiraban por el sólo deseo de verlo pasar en
su brioso caballo.
No alcanzó Leah a contemplar al bello
Zósimo cuando ya le había exigido a su débil padre que la casara de inmediato
con el joven. Llamó el Rey al atleta y le dijo, si te casas con la princesa te
haré yerno y comandante en jefe de las fuerzas armadas de Policronio. El joven
Zósimo, que era muy tranquilo y algo soso por dentro, tal como lo sugiere su
nombre, se tomó algunos días para responder a la proposición de Pelotis Cuarto.
Si me caso, dicen los historiadores que
se dijo a sí mismo el candidato a marido y mariscal de campo, deberé esforzarme
hasta la muerte, combatir a los enemigos del reino, soportar a espías y
alcahuetes y encima de todo cumplir con mi bella mujer, por lo menos una vez
por noche. Esta intensa actividad me conducirá a un progresivo desgaste;
prefiero convertirme en santo, para lo cual deberé primero alcanzar la cualidad
de mártir. Escribiré un libro de “Máximas para futuros esposos”, y después moriré.
Decidido, se enfrentó al monarca y
sacudiendo la cabeza, dijo no. En consecuencia y fiel a la costumbre de aquella
época, pues agreguemos, queridos hijos, que el joven Zósimo era además de casto,
un ferviente cristiano, le cortaron la cabeza el mismo día en que terminó de
escribir sus aforismos.
Uno de esos apotegmas, (¿Qué carajo
querrá decir apotegma?), dice: “Esposa placentera minimus reqierem um
polvo diarium”, lo cual traducido
generosamente quiere decir: “El placer de una esposa decente es tener por
lo menos una relación al día”. Más
adelante, y con la gracia de su anticipada bienaventuranza, San Zósimo escribió
con cierta ironía y evidente disgusto: “Esposa non placentera permanente
calentarum verga elefantes non calmarum”, es
decir, queridos hermanos, y Dios aparte a cualquier hombre de semejante mujer, “La
esposa insatisfecha por una exigente calentura ni con la fuerza sexual de un
elefante se calmará”.
Queda
así demostrado, con el santo documento que acabo de leerles, que la empresa del
matrimonio no es cosa fácil, y que antes de emprenderla más le valdría a muchos
hacerse cortar la cabeza antes de atarse las bolas con el alambre de la
avaricia sexual de la mujer.
CAPÍTULO
V. SOBRE EL LECHO MATRIMONIAL.
Queridos hijos e hijas: No hay nada que
provoque más la indulgencia del Señor que ver a las jóvenes parejas
preparándose adecuadamente para el matrimonio. Es indispensable un tiempo
prolongado de noviazgo, de santa vigilia, a fin de que los candidatos no
improvisen su futuro vínculo.
El día de la boda separa dos momentos
de difícil comparación: el antes y el después. Atrás quedarán la inocencia de
una relación pura, las citas ansiosas, los preparativos para ir a cenar a casa
de los futuros suegros, los sábados bailables, los domingos aburridos, las
fiestas de bautismos, los días interminables de la espera. De la noche de
casamiento para adelante está la propuesta de una felicidad distinta que
consiste, principalmente, en compartir tres cosas: la mesa, el baño y la cama
matrimonial.
Comer es uno de los grandes placeres de
la bestialidad humana, acto que se realiza en compañía de la familia, de los
amigos y luego de los hijos que irán llegando. Un lechoncito al horno con
ensalada de berros, empanadas jugosas o unos tallarines caseros con salsa
boloñesa espesa y roja, colmada con queso rallado y vino patero, en justa
cantidad, por ejemplo.
Ir al baño, hijos míos, más que
necesario es la segunda función placentera, semejante a algo prohibido que
hacemos en secreto, tratando de no recordar lo que habíamos comido.
Finalmente llegamos al centro de
nuestro sermón, el significado que tiene la cama. Dormir es el colmo de las
satisfacciones y si la practicamos en compañía el gusto se hace doble. Allí,
sobre ese objeto enorme y tentador, que es la cama de matrimonio, se esconde la
cuestión más grave y solemne de toda relación amorosa.
El filósofo griego Hermes Frodita ,
quien según las murmuraciones que provienen de las malas lenguas y que, desgraciadamente,
no escapan a los registros de la historia, era
aun individuo de ida y vuelta, marchaba hacia atrás y hacia delante con
la misma facilidad de un cangrejo, espero que me entiendan, escribió un tratado
sobre la cámara nupcial, titulado, precisamente, “Lechus
matrimonie”, donde afirma
categóricamente: “Lechus matrimonie aparatos infernalis”, que quiere decir, “La cama de dos plazas
es un invento infernal”. ¿Por qué?, se
estarán preguntando mis devotos hijos e hijas, y yo respondo que un cura no duerme
en cama de matrimonio, al menos que se sepa, razón por la cual vuelvo a
remitirme a los textos del sabio griego. Hermes Frodita continúa diciendo: “In
lechus practicamos coitum, dormirum abundante y roncarem ad pedum”, lo que con cierta dificultad, pensando que
hay niños presentes en nuestra santa
iglesia, podríamos traducir libremente, diciendo, “en la cama practicamos
el amor, dormimos bastante y roncamos como bestias”.
¿Adónde quiero llegar”, pues lo diré
honestamente y sin dar más vueltas. Si un hombre y una mujer comparten, durante
toda una vida, la mesa con el pan y el vino, y además el baño, los sudores,
placeres, mal aliento y ronquidos de chancho que se ejecutan en la cama y a
pesar de todas las dificultades resisten, se aguantan, se toleran, se respetan
y siguen gustándose en mutua fidelidad, entonces esa pareja se ama de verdad.
Se
acabó la lectura por hoy. En cuanto a mí, queridos vecinos, me han dado ganas
de volver a las casas. La Ema
debe estar esperándome con la cama
tibiecita. Llego, le doy un beso a mi pequeña Costanza y me meto al
sobre a gozar en silencio.
El
amigo Quinto tiene que pedalear un buen rato hasta llegar a Cruz de Piedra a
buscar lo suyo, y en cuanto a usted, don Sebastián, y en vista de que la Palmira parece que lo tiene
olvidado, ya sabe lo que un hombre solo puede hacer cuando hierve la pava.
Buenas noches a todos.
*
CAPÍTULO 11
Recién
casados, la Marta
y yo nos vinimos a vivir a esta finquita, de poco más de cinco hectáreas, que
compramos con el dinero que nos dieron los padres de ella como regalo de
casamiento. Nunca voy a saber si ese montón de pesos fue el premio que le
dieron por haberse recibido de maestra o por haberse casado conmigo. El asunto
es que el casorio empezó bien porque de no haber sido así me hubiera tenido que
pasar el resto de mi vida trabajando como contratista de viña, como lo fue mi
padre, o de peón como mis abuelos.
Marta
empezó a trabajar ese mismo año en la escuela “Severa Palma” que está a unos
quinientos metros de nuestra viña y yo, convertido de un año a otro en patrón,
trabajaba de sol a sol ya que no era cuestión
de andar pagando mensuales si yo mismo podía hacerlo sin ayuda.
Con
mi señora somos un plato, y en lo único en que nos parecemos es que no le damos
bolilla a nadie; a mí me encocora la gente camandulera que se retoba porque son
pobres pero le tienen asco al trabajo y por aquí es muy común ver a muchos
manyar y chupar hasta quedar con la
guata con más tocino que chancho para el carneo.
Yo
soy morocho, bastante retacón, de pelo oscuro y bien ondulado, medio motoso,
pero no me dejo el bigote porque siento asco de tener pelos por donde meto la
comida. Soy un tipo simple que se agarró un metejón con una flaca alta, de
carácter insoportable, entrometida, que tiene cuetes en las patas y que no me
deja dormir con ella si antes no me baño y eso, para uno que transpira todo el
día, es saludable pero cansador. Con ella a mi lado jamás seré un linyera y si
me machuco las manos con el arado y las tijeras de podar y si me quemo las
espaldas con la mochila de sulfatar no es porque sea un choto del montón, qué
embromar. A mí nadie me va a atropellar
así por así, porque no soy de recular ante el más pintado y no tendría empacho
en meterle un chumbo a cualquier calandraca que me provoque.
Ya
en el servicio militar practiqué con algunos jetones porque, como dije, no soy
hombre de agachadas. Un abriboca se abata
apenas uno le dar un par de empujones o un chirlo para ponerlo en su
lugar. Unos coscachos y el gallo se va al mazo. Una mirada con cara de perro y
un simple ademán apuntándolo con el dedo índice, como si fuera la punta de un
cuchillo, y el más retobado comienza a sonreír como pidiéndote disculpas. Es
una forma que tengo de macanear y divertirme; pero un sargento me dijo un día
que la vida no es una chacota y que detrás de esos juegos de atropellar se
escondía el peor de los males, que es el deseo de matar.
Por
eso ahora prefiero ser un tipo casero y me cuido en los gestos y en las
palabras porque a la Marta ,
que para colmo es una maestra exigente y bien educada, le revienta la forma en
que hablo pues esas palabrotas, dice ella, solo las dicen los negros. No voy a
discutir que tengo boca de croto pero, como dice el refrán, al que nace
barrigón es al pedo que lo fajen. Aprendí que hacer la pata ancha no es
indecente ya que es más fulero hacer sapo. Al que nace parado la suerte le
sonríe pero un tipo que ha vivido pulseando con la pobreza sería un salame si
dejara que cualquiera lo tome para el churrete, lo basureara porque tiene la
piel oscura, porque es gordo por mal alimentado, o porque nunca agarró los
libros cuando chico.
Yo,
cuando me caliento, le paro el carro al que venga y desde el vamos estoy
dispuesto a lo que sea, me voy al humo como gato al bofe, si hay que dar leña
la doy, si hay que ligar, ligo, pero nunca salgo como alma en pena de ningún
entrevero. Yo nací en Coquimbito y allí de niño tenés que aprender a cuidar tu
lugar, defender a tus hermanas, castigar a cualquiera que te insulte la madre y
no ser como esos purapintas, sobacos ilustrados de la ciudad, que se cagan
apenas los zapateás.
Si
algo tengo a mi favor es que nunca, aunque mi aspecto lo desmienta, hice cebo
pues no hay nada que yo desprecie con más fuerza que ver a esos tipos que se
hacen los chanchos rengos, los que le rajan al esfuerzo y después viven muertos
de envidia por lo que otros tienen. Sin ir más lejos hay algunos vecinos, como
el infeliz del Fausto Palacios, padre de tres muchachas que ojalá fueran las
hijas que Marta y yo no hemos podido tener, que se pasa en pedo todo el día,
paseando por la orilla del río con ese pavo real que nadie sabe de donde carajo
lo ha sacado. Jamás lo han visto trabajar en los últimos años y se lo pasa
hablando huevadas sobre el gobierno, puteando a los curas y haciendo vaya a
saber qué, y que la Virgen
me perdone, con las pobres cieguitas.
El
otro sabandija es el Hugo Alaniz, el héroe de los jóvenes de Mendoza, un
pelotudo que se perdió la juventud boxeando por un pedazo de fiambre y una
botella de vino y ahora me dicen que se lo van a llegar al loquero.
Me
enteré por medio del gallego Zamora, el peluquero, que algunos andan murmurando
que soy un negro al que le gusta la guita. La verdad es que soy ahorrativo y no
paro de trabajar un solo día al año, no pienso ganar la lotería porque nunca
juego, y si quiero pescado tengo que mojarme el culo.
Aquí
hay buenos vecinos, almaceneros, herreros, policías, chacareros, contratistas
de viña, alguna puta barata como la Rita Zamora , el curita que viene desde Rodeo del
Medio los domingos para decir misa y toda esa sarta de pendejitos potos al aire
que revolotean por la calle, gritan en la escuela y roban fruta cada vez que
pueden. Yo no soy de hinchar a nadie por pelotudeces y en algo estoy cambiando
desde hace un tiempo, desde dos veranos atrás, para ser exactos. Muy pocos
saben lo que ocurrió aquella tarde pero ahora, que tengo la oportunidad de
decirlo, no me voy a echar en la retranca porque tengo la esperanza de que
alguna vez seré perdonado, si es que ya no lo he sido.
Era
uno de esos días de enero en que el calor parte la tierra. La Marta estaba gozando de sus
vacaciones de verano y había ido a Godoy Cruz a visitar a mi suegra. Desperté
de la siesta con los truenos y el olor a jarilla que traía el viento desde los
cerros, las nubes bajas, oscuras, preñadas de agua y meta relámpagos y rayos
como si se aproximara el fin del mundo.
Me
metí al galpón y en ese momento tuve el primer presentimiento, la sensación de
que esa tarde iba a morirme. Tuve un fuerte dolor en el pecho y un mareo pero
me repuse y ahí sucedió algo muy extraño, como si yo mismo me estuviera mirando
fuera de mí, en el espacio donde estaban las ristras de ajo, los arados, las
cuelgas de cebollas, lo que quedaba en las cañas del carneo pasado, la batea
con el pan y las tortitas con chicharrones que Marta había amasado el día
anterior, ele olor del querosén y el afrechillo para los chanchos, las granadas
colgadas junto a los jamones, el viejo sulky, las mazorcas de maíz
desparramadas junto a una bolsa de carbón, el ruido de la lluvia que empezaba a
caer, el odio de perder la cosecha, la poca fe que a veces tengo para
defenderme, cuando más lo necesito.
Pronuncié
varias veces la oración a la
Virgen protectora de las tormentas: “Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita en el signo de la
cruz, padre nuestro, amén, Jesús”. Cuando era niño había visto a mi mamá
conjurar las tormentas y sin pensarlo dos veces fui a la cocina, traje un
frasco de sal gruesa, busqué en la boca del horno un poco de cenizas en un
balde, hice una cruz en el patio y la bendije mientras iba rociándola con la
sal y las cenizas, clavé un pico en el medio y miré hacia arriba y allí estaba
ese animal salvaje arrojando granizos grandes como huevos de gallina,
despedazando el trabajo de un año, la poda, las araduras, el sacrificio de
abrir surcos, envolver y sulfatar; ver cómo de la nada brota la vid y todo se
vuelve verde y lleno de riqueza, y ahora en minutos las hojas mezcladas al
barro, las uvas madurando molidas por la conchuda locura del granizo.
Reconozco
que perdí las chavetas por el deseo incontrolado de vengarme. Pensé en el
Cristo que habíamos colocado con la
Marta en lo alto de un palo justo en mitad de la finca,
detrás del callejón de los duraznos, donde estaba la planta de cerezo que se
había secado, y me dieron como unas ganas brutas de matar a alguien, de culpar
a otro por lo que me estaban quitando y nada me pareció más justo, en ese
momento de desesperación, que hacerle una cabronada al mismo Jesucristo que se
había descuidado, que se había dormido igual que yo a la hora de la siesta.
Inútil como la cruz, hecha con poca fe, que el agua barría del patio dejando
solamente el pico pelotudo clavado al divino botón.
Cuando
quise acordarme ya estaba corriendo con la escopeta de dos caños por entre las hileras, empapado
de agua, golpeado por las piedras, mezclando mis lágrimas al viento, me cago en
Dios, y llegué y le apunté directamente al crucifijo y disparé no un cartucho
sino los dos y me quedé hecho una estaca porque de inmediato vi que del costado
del Señor salía sangre y ahí estaba yo, el gordito Miguel Ángel, el boludo, el
último en la escuela, el nuevo rico casado con una maestra de segundo grado, el
que no quería por nada del mundo volver a ser pobre como en su infancia, cegado
por la costumbre de irse a las manos, cogotear a cualquiera, palanganear
después del almuerzo con la panza llena, el negro gordito que había empezado a
fumar en la cachimba del abuelo para ver si podía convertirse en una persona
mejor, estaba de rodillas, tartamudeando un perdón a Alguien por quien nunca había
sentido verdadero respeto.
Los
escopetazos sonaron en la tarde tan fuertes como los cohetes antigranizo y
enseguida se hizo como un silencio de tumbas, apenas escuchaba el ruido del
agua que corría sin rumbo, fuera de los surcos, rompiendo los bordos, anegando
los callejones.
Volví
a la casa y encontré a la flaquita, la pobre Marta, rezando en el dormitorio,
velas encendidas por todos lados, el humo de un sahumerio, el olor de la
alhucema que jamás olvidaré, y esa fría mirada de mi mujer, aquellos ojos que
me estaban condenando a esperar muchos años para poder gozar nuevamente de la
felicidad que hasta entonces disfrutaba.
No
podía, por supuesto, colgar la escopeta donde siempre lo hacía, sobre la
cabecera de la cama, así que entré al galpón
y apenas traspuse el umbral lo vi. Es posible que en aquel momento yo
hubiera estado todavía bajo los efectos de mi
locura, pero ahora podría jurar por lo más sagrado, el nombre de mi
madre, que la visión que tuve fue tan real como la sensación de caminar descalzo
sobre la tierra arada.
Entraba
por la ventana del galpón la última luz del día y el joven alto, de barba
escasa, muy campante, estaba cortando un trozo de pan. Al verme entrar
sonrió y me hizo una seña con su mano
derecha como diciéndome que no tuviera miedo, que todo estaba bien. Iba
descalzo y tenía una mancha de sangre en un costado de la camisa.
*
CAPÍTULO 12
FAUSTO PALACIOS REVELA EN UN SUEÑO A
LA ENFERMERA EVANGELINA
SANTINI EL SECRETO DE LAS TRES CIEGUITAS Y DE SU MUJER YOLANDA CASTRO QUE ENGENDRABA
HIJOS CON LOS DUENDES QUE VIVEN EN EL HUECO DE LOS SAUCES.
Sí,
mi amiga, yo me las trinqué a las cieguitas, una por una, a medida que iban
floreciendo, pero le juro por la
Virgen de Luján que no siento remordimientos porque esas
brujitas no son hijas mías; son demasiado hermosas para que un poteado como yo
pudiera haberlas engendrado. No van a
convencerme de lo contrario, porque ni siquiera pudo hacerlo mi finada, esa
perdida de la Yolanda Castro ,
la cual ahora debe andar trabajando de puta en algún quilombo del infierno. Ni
el pelotudo del padre Luis, ese curita narigón que parece una berenjena con su
sotana abotonada, ni ese fofo del doctor Francisco Catania, quien porque es
médico, rico y de ojos azules, cree tener el derecho de andar diciéndole a
todos que un padre no debe montarse a sus hijas, porque voy a repetirlo hasta
que me muera: esas mujercitas que parecen caídas del cielo son hijas del
petisos barrigón, el que andaba revolcándose por las hileras con mi mujer a la
hora de la siesta.
Sí,
señorita Evangelina, usted que es enfermera habrá escuchado a muchas mujeres
parturientas decir el nombre del verdadero padre del hijo que va a tener porque
no hay secretos que puedan ocultarse mucho tiempo. Cuántos gorreados habrán
prestado a sus mujeres al mismo Diablo, unos porque ya nacen con cuernos y
otros como yo, que perdí a mi mujer a los pocos días de casado, en una jugada
de taba con el mismo Maligno.
Voy
a contárselo en detalle. Fue para una noche de San Juan, hace como diecisiete
años, si mal no me acuerdo. Supe, por mentas de don Aparicio Agüero, que si uno
era lo suficientemente cojonudo podía ir a desafiarlo y no por un simple puñado
de pesos mugrientos; había que ofrecer en la apuesta lo mejor que cada uno
tenía en su vida. Hacía unos meses que yo me había casado con la Yolanda a quien había
conocido en casa de una prima mía en Palmira. Desde ese día nos acollaramos,
aunque todavía sigo pensando que una mujer tan linda fue demasiado para mí, un
compadrón pendenciero bueno para la guitarra pero arisco para el arado.
Pero
así fue mi destino; primero con la yegua más hermosa con la que pude retozar,
durante los meses más preciosos de mi vida, antes de tener que entregársela a
los hijos del Pata de Cabra; después besándole el pico a las botellas y haciendo lo que se me canta,
con quien sea y como sea.
Como
le decía, salí montado en mi mejor caballo, un tobiano todavía arisco, con mis
mejores pilchas, un carneador de chanchos bajo la faja, pañuelo perfumado y mi
infaltable petaca con el mejor tabaco, y enderecé para lo oscuro. Entonces
trabajaba como corralonero en la Finca Los
Nogales, era bicho para domar y jinetear
y le aseguro que más de uno debe andar mostrando en su jeta la marca que le
hice con mi cuchillo.
Iba,
al paso del caballo, pensando en decirle al Burlador, si te gano me harás
propietario de una estancia en San Carlos que tenga no menos de mil animales,
un buen casco con casas y corrales y plata suficiente en el banco. Y si perdés,
escuché de repente una voz gangosa que hablaba en la oscuridad, me entregarás a
la Yolanda
para que mis hijos de la Tierra
jueguen con ella. Lo vi enorme, parado junto a unos chañares a la orilla del
río Mendoza, detrás de unos totorales inmensos y me pareció oír voces y risas y
como movimientos de gente o animales que se escondían apenas desmonté. Sentí
que se me agitaba el corazón pero un hombre macho no debe temblar ni ante Dios.
Por eso ni lo pensé y ahí estábamos,
entre el aroma de las jarillas y el murmullo del viento sobre las cortaderas,
el Gran Cabrón del Cielo y yo, un compadre con los huevos bien puestos, jugando
una partida de taba en la Noche
de los Milagros.
Estaba
Satanás vestido de negro con una chalina roja igual a la mía, con los cachos
iluminados, la barba y los bigotes acicalados, oliendo a agua florida,
mirándome como si se estuviera cagando de risa de un boludo y yo que empezaba a
sudar y bien, me dijo, ¿trajiste el hueso?, y saqué del bolsillo del saco una
taba pero él, tomándola de un manotón la arrojó lejos y dijo, esa taba era
culera, no intentés provocarme y no sé de dónde mierda sacó otra que relucía
como si estuviera revestida de nácar y en menos que canta un gallo el Otro hizo
un ademán y se formó una cancha de tierra apisonada y yo pensé que iba a pisar
el palito si me descontrolaba porque empecé a tener un miedo que antes no había
sentido ante nadie y después supe que hacer la pata ancha con otro igual que yo
hubiera sido prudente, pero en este caso el amor propio se me estaba yendo de a
chorritos entre las piernas.
Vos
primero, me dijo el Enemigo de Cristo, pasándome la taba iluminada y antes de
que yo hiciera el mi primer tiro, me dijo, el que haga trece aciertos ganará y
será dueño de lo que ha pedido, estás a tiempo de recular. Yo le contesté que
no era ningún calzonudo y que había muchas mujeres y muchas estancias que ganar
o perder y que no me hiciera perder tiempo ni si le ocurriera hacer trampas y
el que te dije se empezó a reír a las carcajadas, después escupió y se tiró
unos pedos que espantaron mi caballo, tal fue el ruido que el Cola de Tiento
hizo y yo largué probando suerte y gané y después perdí y suerte y culo, culo y
suerte, hasta que el julepe más grande de mi vida me hizo quedar paralizado,
como el infeliz que después he sido, mientras escuchaba decir con sorna, y
bueno, amigo, felices los aventurados que pueden triunfar o fracasar, y me puso
una mano en el hombro como falso consuelo mientras yo sentía como si me
metieran un lavativa de fuego en el culo y terminé de mearme y escuché más
risotadas y el Cafiso de los Creyentes
que decía, a la Yolanda
la haré cuidar como ella se merece, es una hembra de hermoso cuerpo y en su
vientre haré poner la semilla lechosa de tres mujeres tan bellas que a su lado
las gentes parecerán caricaturas hechas por un niño idiota y cuando quise
responder porque ya nada me importaba y era capaz de arrodillarme ante el Hijo
de Puta para que me devolviera a mi mujer, ya no había nadie y solo un fueguito
que antes no había visto ardía a un costado de los chañares. Aquella fue la última
vez que lloré.
Regresé
a patas a la madrugada y me pareció ver a algunos curiosos que tomaban mate con
grapa al rescoldo de las brasas de los
fuegos de la Noche
de San Juan. Procuré ocultar mis pantalones mojados y la pena que salía de mis
ojos y yo, que jamás había rezado, pedía a Dios que todo hubiera sido una
pesadilla, una cargada del destino, pero apenas abrí la puerta del dormitorio
me di cuenta de que todo era verdad, que había perdido la partida de taba,
porque mi Yolanda ya había sido visitada por los sirvientes del Demonio. Me
miraba con ojos burlones, la sonrisa de una puta y el olor a macho que cubría
su desnudez, tirada sobre las cobijas desordenadas, con apenas la luz de un
lamparín mostrando las luces y las sombras de lo que yo había perdido para
siempre, preñada por los duendes, vengándose de mi fracaso.
Ese
mismo día vino don Emilio Mastronardi y sin darme explicaciones me despidió y
parece que por lástima me dijo si quería vivir en la finca que lo hiciera en
este rancho donde ahora estoy con las cieguitas, y que no anduviera jodiendo a
nadie.
La
historia de lo que entonces comenzó a suceder en mi vida llenaría libros, pero
algo que todavía me llena de asco fue cuando me topé con uno de los duendes al
cual la Yolanda
llamaba “El Turquito”. Era parecido a un enano currutaco, cubierto con una
chupalla de ala ancha, una boca de labios rosados y húmedos, los ojos grandes y
saltones debajo de unas cejas velludas. Vestía una especie de calzones verdes y
una blusa roja, zapatillas puntiagudas de color melón y tenía una mano de
hierro y otra de algodón.
Salí,
después de la siesta, para ir a surquear en el contrato de los gringos Santini,
cuando detrás de un olivo se me apareció el guacho. Lo enfrenté y me dijo con
una sonrisita afeminada, ¿querés que te pegue con la mano de hierro o con la
mano de algodón? Andá a la puta madre que te parió, le contesté, y en el acto
sentí el coscacho con la mano de hierro y la risita del enano que se escondió
de un salto en el hueco de un sauce partido por el rayo que estaba junto al
horno. Salí, carajo, gritaba yo amenazándolo con la zapa cuando apareció la Yolanda , despeinada,
cubierta de tierra, caminando como si estuviera mareada, siempre con ese gesto
de satisfacción como si acabara de gozar y volví a quedarme tieso, sin saber
qué hacer, humillado como un perro reventado a patadas.
Escuchame,
no tenés que molestarlo porque “El Turquito” es celoso y tiene muy mal
carácter, ¿escuchaste, Fausto? No andés jodiendo porque la próxima vez no te lo
va a perdonar, decía la
Yolanda mientras se arreglaba la pollera.
No
se trata, señorita Evangelina, que me esté vengando de nadie pero cuando uno
enviuda y se queda con tres hijas para cuidar y alimentar no es cosa de
dejárselas a los duendes. Un año después de que murió mi mujer, quiero decir la
esposa de los diablos, me la llevé a la
Rosa , la mayorcita, la metí en la cama y la desfloré para que
nadie más que yo pudiera gozarla.
Como
le dije, ellas no son mis hijas y tampoco son ciegas. Dicen que no ven desde el
momento en que cada una perdió lo único valioso que una mujer tiene para
ofrecer en este basural. Ellas ven mejor que nadie, son más astutas y crueles
que su madre y tengo el presentimiento de que están esperando el momento para
matarme.
*
CAPÍTULO 13
NARCISO GAUNA CUENTA A SU ABUELA
DOÑA ROSA EL ENCUENTRO QUE TUVO CON EL ENMASCARADO SOLITARIO Y SOBRE EL LARGO
VIAJE QUE EL PERSONAJE DE “EL TONY” HABÍA EMPRENDIDO EN BUSCA DE SUS LECTORES.
Abuela
Rosa, ¿sabe con quién estuve conversando? Usted es la única persona que puede
creerme y si alguien no tiene fe en mí todo lo que tengo grabado en mi cabeza
se va a borrar.
¿Se
acuerda de la revista que usted me compraba los domingos, algunas veces? ¿Se
acuerda que cuando usted no tenía plata venía el Juan Sánchez y me la prestaba?
De algunos personajes recuerdo mucho y de otros, casi nada. Mandrake tenía una
novia que se llamaba Narda y un ayudante, un negro enorme y pelado, Lotario.
Acuérdese, abuela, que leíamos juntos las aventuras del detective Dick Tracy en
una ciudad que tenía mucha gente rara y mala. ¿Jenny? Jenny, la aviadora, se
llamaba la historieta y trataba de una chica rubia, hermosa, y de una gordita
que siempre la acompañaba. Del Agente Secreto X-9 no me acuerdo ni pito y de
Rip Kirby, ni medio, solo que fumaba en pipa.
El
pavote del Raúl Mastronardi, andaba riéndose de mí diciendo que el Enmascarado Solitario no existía, que era una
historieta y que todas las cosas que se leen en las revistas parecen verdad
pero son inventadas. Entonces, si es así, el Raúl y sus hermanos los mellizos,
han estado burlándose de mí con el cuento de los Reyes Magos. Un día de estos
se lo voy a contar, abuela Rosa, voy a decirle cada una de las mentiras con que
los hijos del administrador me han estado macaneando.
Ahora
estoy medio loco, acalorado, si apenas puedo tener quitas mis manos. Mire lo
que me han regalado, una moneda de plata que dice “Estado de Texas”. Imagínese,
abuela, ellos viajaban a caballo desde tan lejos, ni sé donde queda Estados
Unidos, pero supongo que debe quedar lejísimo. Voy a tranquilizarme y sentado
junto a usted, en mi sillita de totora, le contaré, palabra por palabra, todo
lo que me pasó y si usted me lo pide voy a jurar por la memoria de mi mamá
Filomena, que Dios la tenga en la gloria, que no estoy mintiendo. Para qué voy
a mentir si usted misma siempre dice que Genoveva de Brabante existió.
Entonces, si ella fue una persona de carne y hueso como nosotros, ¿por qué no
habría de serlo el Enmascarado Solitario?
Resulta
que yo andaba a la tardecita, después de cambiar las tapadas en el contrato de
Franco Santini. Tomé por la orilla del río cascoteando a una comadreja que
salió de detrás de los corrales de los caballos. Perdí el rastro del bicho y ni
me acuerdo por qué enderecé cruzando el olivar al trote como si alguien me
hubiera estado llamando por mi nombre. Algo raro está pasando por allá, pensé,
al ver a unos chimangos revoloteando y tuve un poco de miedo, no mucho, pero
caché un palo que parecía un bastón de viejo y me fui ocultando por si alguien
hubiera estado escondido para agarrarme.
Llegué
a la toma del canal Chachingo, pasé por las compuertas y escuché el bufido de un caballo y voces de
hombres. Me oculté en el cañaveral y desde allí aguaitaba tratando de no hacer
ruido, cuando en eso escuché una voz que decía: hola, Narciso, te estábamos
esperando, acercate sin miedo y tomá con nosotros un poco de café.
Casi
me orino del susto y salí de entre las cañas temblando, si parecía que me había
dado el Baile de San Vito. Si contara esto a otra persona que no fuera usted,
abuela, diría con razón que soy un tontón.
Había
dos caballos desensillados comiendo un montón de alfa recién cortada; uno era
blanco y el otro negro azabache. Recostado sobre una montura estaba el
Enmascarado Solitario comiendo una tortilla, parecida a las que hace usted. En
una rama del sauce, bajo el cual descansaban, colgaba un cinturón y en cada
cartuchera un revólver con culata de plata, limpiecitos, como si nunca hubieran
sido usados. Sobre el fuego hervía una tetera negra de la que salía vapor y
olor a café fino, de ese que sirven en su casa los patrones. Toro, el indio,
tenía una vincha con una pluma roja y el pelo largo, negro, recogido en la
nunca. Iba vestido con un traje de piel marrón, con flecos, y en la cintura
llevaba un cuchillo con cabo de hueso
metido en la vaina.
Tomaban
tranquilamente su café en unos jarros tiznados y se pusieron a reír apenas me
vieron. Pero no se reían burlándose como hacen otros, ellos me miraban con ojos
cariñosos, como diciéndome que se alegraban de verme. Vení, pibe, acercate, me
dijo el Enmascarado, ofreciéndome su propio jarro. Imagínese, abuela, el
Narciso Gauna, su nieto, tomando café en el mismo jarro que él, que se sentaba
con cuidado a la orilla del fuego para no levantar polvo mientras su héroe
favorito se sacaba el sombrero y lo colocaba
sobre una mochila que estaba a su lado, una mochila llena de revistas.
Sacó
una y me la mostró mientras me preguntaba si me acordaba de haberla leído
alguna vez. Por supuesto, señor, le dije, esa es la revista “El Tony” que yo leía cuando era
niño. Toro me ofreció un pedazo de tortita y otro de jamón con gusto a humo,
muy rico.
Durante
un rato nos quedamos en silencio. Solo se escuchaba el ruido que hacían los
caballos al masticar el pasto y un vientito suave que movía las ramas de los
álamos. Toro y yo hace muchos años que hemos iniciado un largo viaje alrededor
del mundo para conocer a nuestros lectores. Juan Sánchez acaba de irse y ahora
estamos con vos, no por mucho tiempo, lamentablemente. ¿Conocés Rodeo del
Medio? Allá tenemos un amigo a quien vamos a visitar, y después seguiremos
rumbo a San Luis y de allí a Córdoba. Quiero decirte, amigo Narciso, algo que
pocos conocen. Todo esto, el mundo en que vivimos, es una historieta, con toda clase de
personajes. Si nosotros no existiéramos tampoco existirías vos, ni tu abuela,
ni las cieguitas, ni el sol, ni el sabor del café, terminó de decir, poniéndose
muy serio.
Devolví
el jarro y Toro sirvió otro poco de café a su amigo. Yo tenía en ese momento
mil preguntas que hacerle pero ninguna me salía. El Enmascarado Solitario
pareció adivinar mis pensamientos. Hace muchos años, en un país que queda por
el norte de América, cuando ni Toro ni yo habíamos nacido, un joven dibujante
inventó nuestras vidas. De un día para el otro, sin saber de dónde veníamos y
tampoco cuál sería nuestro destino, nos encontramos galopando juntos en miles
de aventuras, cazando búfalos, peleando contra los ladrones de ganado, metiendo
en la cárcel a los asaltantes de bancos y todas esas cosas que vos conocés. Años
después, el dibujante se hizo viejo y murió y hoy muy pocos lo recuerdan. En
cambio nosotros estamos en todas partes, en tantas que ni en cientos de años
podríamos visitar. Así que, como vos mismo lo estás comprobando, estamos
recorriendo el mundo sin descanso para conocer a nuestros amigos.
Mientras
él me hablaba Toro empezó a ensillar los
caballos, después apagó el fuego cubriéndolo con tierra y al ver que se habían
quedado sin agua para el camino me mostró un par de vasijas que tenían una
especie de cacho de vaca en la punta. ¿Sabés dónde podremos comprar Coca Cola?
¿Cocacola?, dije yo muerto de risa por las palabras que decían. Es una bebida
americana, una gaseosa, ¿nunca la has tomado? ¿Sabés dónde podríamos comprar un
par de botellas? Les respondí, a unos quinientos metros de aquí está el boliche
de don Sebastián Donoso, pero ahí, que yo sepa, no venden esas cosas. Además,
agregué con orgullo, en este lugar nadie toma cocacola. En Maipú únicamente se
bebe vino, y del mejor, así que perdonen si no puedo ayudarlos.
El
Enmascarado se puso el sombrero de alas anchas, un sombrero que toda la vida he
querido tener, y se acomodó el cinturón con las cartucheras. Se sacudió el
pantalón y después metió una mano en el bolsillo derecho de su camisa y me
regaló esta moneda de plata. Tomó las riendas del caballo y antes de montar me
abrazó con fuerza diciéndome que estaba orgulloso de haber conocido al nieto de
doña Rosa Gauna, esa viejita hermosa y soñadora que tiene en su cabeza más
fantasías que el libro de las mil y una noches.
Apenas
montó, Silver caracoleó donde había
estado el fuego desparramando las cenizas con sus patas. Okey, pibe, hasta
siempre, me dijo la persona que yo más quiero en el mundo después de usted,
abuela Rosa.
Se
había hecho oscuro y un momento después escuché que galopaban en dirección a
Villa Seca. Yo estaba aturdido, todavía sentía el gusto a café en mi boca y
apretaba con fuerza la moneda de plata. A la única persona a la que podrás decirle
sobre nuestro encuentro será a tu abuela, a nadie más. En cuanto a Juan
Sánchez, quien me dijo ser amigo tuyo, cuando él sea mayor, después de muchos
años a partir de hoy, escribirá un libro que contará el encuentro de Narciso
Gauna con el Enmascarado Solitario y otras historias divertidas y maravillosas
que han ocurrido en este lugar, me había dicho, un rato antes de partir.
Abuela
Rosa, ¿por qué tiene usted lágrimas en los ojos? Lo que acabo de contarle no ha
sido un sueño, pero si lo fuera, qué lindo, ¿verdad? Voy a buscar un atado de
sarmientos para encender el fuego. ¿Le gustaría que comiéramos papas fritas con
ensalada de cerrajas?
*
CAPÍTULO 14
LAS CIEGUITAS PALACIOS Y JUAN
SÁNCHEZ ESCUCHAN LA ÚLTIMA PARTE DE LA VIDA
DE GENOVEVA DE BRABANTE EN CASA DE DOÑA ROSA MIENTRAS AFUERA LA
GARÚA Y LA ESCARCHILLA CAEN
LENTAMENTE SOBRE EL MARRÓN DE LOS VIÑEDOS.
Hoy
he preparado sopaipillas porque sé que a todos ustedes les gustan. En cuanto a
lo que falta que les cuente sobre la vida de Genoveva de Brabante, el Juan ya
lo conoce porque se lo he contado varias veces, no así a las muchachas, a las
“cieguitas” como les dicen por ahí. Nunca he podido comprender por qué dicen
que son ciegas; para mí no lo son, de ninguna manera. Mirá esos ojos, Juancito,
cuál de estas chinitas es más hermosa, si me parecen las nietas que nunca pude
tener, tan limpiecitas y hacendosas, tan bien educadas.
Pero
vayamos a la historia. Quedamos cuando los verdugos partían hacia el castillo,
llevando los ojos del perro. Genoveva y su hijo, abandonados en el bosque, se
quedaron profundamente dormidos el resto de la noche hasta que el sol los
despertó. Era una mañana gris y fría y en medio de los ruidos del bosque
llegaban los aullidos de los lobos.
Empezó
a caminar con su pequeño en brazos, hasta que detrás de
unas rocas encontraron una cueva. Al lado corría un pequeño arroyo junto a un
monte de manzanos silvestres, pero era invierno y los árboles mostraban sus
esqueletos. De repente, la mujer escuchó unos pasos y vio entrar a la cueva a
una cierva la cual había tenido cría recientemente pues sus ubres estaban
llenas de leche. Al no ver cervatillo alguno Genoveva supuso que los lobos se
lo habrían comido. Al comprobar que el animal era manso, cosa que le extrañó,
prendió al niño a una de las tetas para que mamara directamente. Después tomó
unas calabazas que colgaban de unas enredaderas y vaciándolas las llenó con una
leche que le pareció deliciosa.
Desde
entonces la cueva fue el hogar de los tres. Genoveva llevó hojas secas limpió el lugar cuando pudo con sus propias
manos. No era muy cómodo pero comparado con la cárcel o la muerte le pareció el
lugar más bonito del mundo.
Pasó
el invierno y con el calor descubrió por los alrededores perales, manzanos y
frutillas que les servían de alimento. Poco a poco algunos animales del bosque
comenzaron a vivir junto a ellos: pájaros, ardillas, conejos. Inocente aprendió
a caminar, luego dijo sus primeras palabras y andaba de un lado a otro
completamente en pelotitas. Genoveva fue enseñando a su hijo el nombre de las
plantas, el uso de algunas hierbas medicinales y la prohibición de tocar otras
que eran venenosas. Guardaba para el invierno ciruelas secas, avellanas y
nueces y miel que conservaba dentro de calabazas.
Durante
el verano se hartaban de comer manzanas, zarzamora y brevas, se bañaban en el arroyo y así disfrutaban,
como podían, de su soledad. A esta altura Genoveva llevaba su ropa hecha
harapos y no tenía con qué cubrirse hasta que cierto día vio que un lobo
arrastraba un cordero muerto. Tomando valor enfrentó a la bestia a la cual sacó
cagando y luego, con una piedra afilada, separó la piel, la estaqueó y con ella
cubrió sus desnudeces.
Los
años fueron pasando, lentamente, como si no tuvieran apuro. Ya habían
transcurrido siete inviernos y las fuerzas de la pobre madre iban disminuyendo.
Llamó a su hijo y le reveló que ella pronto moriría. El chiquito no entendió
qué era eso de la muerte y la enferma le explicó que era como un largo sueño
del cual no se vuelve. Le dijo, si en dos días no despierto irás en dirección a
la salida del sol, allí encontrarás, pasando el bosque, campesinos que te
cuidarán. Al escuchar estas palabras el chico se enculó y gritó que él no se
iría, que se acostaría a su lado y también moriría para siempre, pues no la
abandonaría.
Con
sus últimas fuerzas Genoveva confesó a su hijo que él, como los animalitos del
bosque, también tenía padre. El pendejito, que no era sonso, preguntó por qué entonces su papá no había venido a
buscarlos. Ella, que otras cosas no podía explicar, le dijo que casi seguro el
conde Sigfrido pensaría que ambos estarían muertos. Con voz que apenas se
escuchaba le dijo, tomá este anillo y cuando encontrés a tu papá decile que soy
inocente.
Ahora
vamos a retroceder para saber qué sucedió con el famoso conde. En pleno combate
un moro le había zampado un sablazo en una pierna que casi se la cortó. Estaba
en su tienda procurando sanarse cuando llegó la carta de Golo, el infiel caballero, contándole las
infamias que ya conocemos. El que te dije montó el picazo y parecía que había
comido una ensalada de víboras por las puteadas que decía. Con la sangre
envenenada escribió una orden para que su mujer y el niño fueran ejecutados de
inmediato.
Partió
el mensaje a caballo sacando chispas en el momento en que llegaba sus fiel
escudero Gonzalo, quien al enterarse de la decisión del conde se horrorizó le dijo, sin tapujos, que no lo tomara mal y
que debía pensar que había cometido un grave error. ¿Está usted convencido de
la lealtad de Golo? ¿Acaso no ha escuchado, más de una vez, decir a sus
caballeros que ese hombre es un traidor? ¿Cómo ha podido creer más en la
palabra de un funcionario que en la pureza de su esposa?
Sigfrido
no sabía qué diantres hacer; se paseaba de un lado a otro insultando y pateando
cosas con su pata vendada. La duda se le había metido en la sangre y en su
corazón tenía una comadreja royéndole el alma. Tomó papel y pluma y escribió
otra carta, ordenando que se detuviera la ejecución, que reventaran caballos
pero que alcanzaran al primer mensajero.
Desde
ese momento el conde no comió ni durmió esperando, pálido como un muerto, el
regreso del joven escudero al que había dado las últimas instrucciones. Apenas
observó, días después, la expresión del jinete comprendió que la orden primera
había sido cumplida y que ya no había nada que hacer. Sigfrido entró en la
desesperación y no había forma de calmarlo.
Un
año después terminó la guerra y el conde junto a los pocos que habían quedado
vivos, pudieron regresar al hogar. La gente, reunida a la orilla del camino,
vivaba el nombre de Genoveva y acusaba a Golo de ladrón y degenerado.
Sigfrido
llenó al anochecer a su castillo y se sorprendió al ver todas las ventanas
iluminadas. ¿Qué sucedía? Era Golo rodeado de borrachos y putas en medio de una
fiesta mientras el pueblo se moría de hambre. Golpeó el conde con su puño la
pesada puerta y de inmediato apareció Golo llevando un candelabro que iluminaba
su rostro asqueroso y saludaba inclinándose, el muy calandrada. El conde le
ordenó que le entregara las llaves del castillo y las puso en manos de Gonzalo,
disponiendo que nadie podría salir del edificio sin su permiso.
Después,
bañado en lágrimas, recorrió las habitaciones, el comedor, la biblioteca, el
dormitorio donde todo le hacía recordar los momentos felices pasados junto a su
Genoveva.
Lo
interrumpió la entrada de Berta, la hija del carcelero. Extrañado por esa
presencia, le ordenó que dijera de inmediato a qué venía. Berta extrajo el
sobre que contenía la carta que Genoveva le había confiado.
“Querido esposo: Cuando leas estas líneas
sabrás la verdad pero será tarde porque el cuerpo de tu esposa y de tu hijo ya
estarán convertidos en polvo. Juro por Dios que soy inocente. Te perdono y te
suplico que cuides a mis padres. También perdono a mis verdugos pues ellos solo
habrán cumplido la sentencia que tú dispusiste.
Auxilia a la viuda de Dracón y protege
a Berta. Moriré sin temor puesto que pronto estaré con Dios con nuestro pequeño
hijo en brazos. Tu fiel y amada esposa Genoveva”.
Entró Gonzalo al
escuchar voces en el momento en que Sigfrido tomaba una espada para tomar
venganza, pero el escudero lo detuvo pidiéndole que no cometiera otra
imprudencia, que por lo menos debía escuchar al acusado y conocer la verdad. De
inmediato Golo fue detenido y conducido al mismo lugar donde él había mantenido
prisionera a Genoveva.
Al
día siguiente, en presencia del conde y sus caballeros, el infiel no tuvo más
remedio que confesar sus delitos. El tribunal dispuso que muriera descuartizado
por cuatro caballos después de que
padeciera los tormentos de una larga prisión, hasta que su alma se purificara.
Sigfrido
ordenó a Gonzalo que revisara el bosque palmo a palmo hasta encontrar la
sepultura de su esposa y de su hijo pero, por más vueltas que dieron, no
encontraron ni rastros.
Comenzaron
a pasar los años y sucederse los inviernos y veranos. Ni los viajes ni las
invitaciones a comer en otros castillos ni las partidas de caza consolaba al
pobre conde quien, según yo creo, se lo tenía merecido pues buena parte de la
desgracia se debía a él.
¿Qué
pasó, mientras tanto con Tancredo y Romelio, los verdugos? Los pobres diablos,
a penas Golo los sacó a punta de espada del castillo, dejaron su empleo y se
fueron a vivir a un país lejano. Cuando Sigfrido preguntó por ellos, para saber
dónde estaban las tumbas de su esposo y de su hijo, nadie supo decirle dónde
cuernos se habían metido.
Cierta
mañana, mientras el conde estaba de pie mirando a través de una ventana hacia
el bosque, entró Gonzalo y le propuso que organizaran una cacería para recordar
los viejos tiempos. Sigfrido no quería saber nada pues todavía conservaba su
pena como una pelota de hierro en su corazón, pero los ruegos de otros
caballeros lo convencieron.
Una
semana después partieron hacia el bosque con armas, perros de ataque,
sirvientes y comida suficiente para varios días.
Habían
cazado numerosos jabalíes, liebres y faisanes y se disponían a descansar cuando
el conde observó a una hermosa cierva que trata de huir del acoso de los perros.
Montó a caballo y salió en su persecución, correteándola por entre los árboles
hasta que, en un santiamén, el animal desapareció. Busco y buscó y dio vueltas hasta que, por fin, descubrió
una cueva con extraños adornos, en la que le pareció ver a alguien recostado en
el suelo. ¿Qué era eso? ¡Dios santo, qué lugar más extraño!
Al
escuchar pasos Genoveva se puso de pie con gran esfuerzo y se mostró en toda su
miseria, el cabello como crenchas, el rostro pálido, los ojos hundidos y
ojerosos, descalza, cubierta apenas con la piel del cordero. Al principio
Sigfrido pensó que esa imagen era el alma en pena de su esposa, el ánima de
quien había muerto por su culpa.
¿Quién
eres? Te suplico me digas tu nombre, dijo el conde aproximándose. Soy la
condesa Genoveva de Brabante, respondió quien tenía el aspecto de una mendiga
andrajosa. Sigfrido entonces corrió, la abrazó y comenzó a besarla, a pedirle
que lo perdonara, jurando que la amara como el primer día.
El
conde cubrió a su esposa con su capa en el momento en que llegaba Inocente
acompañado por la cierva y al ver a su
madre abrazada a un desconocido corrió a defenderla pero ella le explicó que
ese hombre era su padre, que besara su anillo en señal de obediencia.
El
caballero sopló su cuerno de caza y de inmediato llegaron sus oficiales y los
otros cazadores impresionados como la gran siete al verlo abrazado a una mujer vestida con
piel de cordero y a su lado un pendejito en pelotas.
Gonzalo
dispuso en el acto que dos hombres fueran de inmediato al castillo a traer
ropas para la condesa y el niño, y una litera para llevarlos. Pusieron a
Genoveva en una tienda, prendieron
fogatas y prepararon alimentos y bebidas y era un andar de aquí para allá de gente feliz y sorprendida. Entre todos, el
más emocionado era Gonzalo, quien no pudo ocultar sus lágrimas al besar la mano
de su ama, tantos años desaparecida.
Después
de comer y ahora con un poco más de fuerzas, Genoveva contó a su esposo y a los caballeros la
aventura de su vida desde el momento en que el conde había partido a la guerra.
Reveló que Tancredo y Romelio habían perdonado sus vidas y que los ojos que
llevaron a Golo eran de un pobre perro.
Al
día siguiente, muy temprano, llegaron los servidores con vestidos y el carruaje
donde Genoveva cambió su vieja piel de cordero por finos vestidos, aunque no
pudo disimular en su rostro los
padecimientos sufridos.
Al
salir del bosque empezaron a sonar las campanas de las iglesias y un número
cada vez mayor de gente humilde y de nobles venía al encuentro de la caravana.
Vio a Tancredo y Romelio, arrodillados, con las manos unidas como suplicando su
perdón y luego a Berta, a quien de inmediato hizo su dama de compañía.
Mientras
Genoveva se reponía de sus padecimientos en el bosque, Gonzalo partió hacia
Brabante y a los pocos días regresó acompañado por los padres de la condesa,
que pudieron volver a ver a su única y amada hija y conocer al nieto, ahora
vestido las ropas de la época.
¿Quieren
saber qué pasó con Golo? Como les dije, esperaba en los sótanos del castillo el
momento de su ejecución. Al enterarse
Genoveva de la condena que el miserable había recibido pidió a Sigfrido
una forma de muerta más piadosa.
Atado
a una cadena Golo se había convertido en una bestia inmunda que maldecía a Dios
y a la Virgen.
¡Me cago en todos ustedes, hijos de puta, me cago en Dios y en el infierno, me
cago en la madre que me parió!, gritaba como un perro rabioso. Sus ojos eran
dos cuevas oscuras, la boca sin dientes, la barba le llegaba a la cintura, sus
manos largas de dedos huesudos, hacían estremecer al más pintado. Apenas supo
que Genoveva y el niño habían aparecido con vida terminó de enloquecer y se
golpeaba contra las paredes de piedra hasta que, por fin, una madrugada,
mientras los pájaros cantaban en el bosque, Tancredo y Romelio terminaron con
la agonía de aquel pobre huevón, cortándole la cabeza de un solo tajo.
Genoveva
no vivió muchos años más pues cansada de tantos sufrimientos y emociones murió
en el atardecer de un otoño silencioso en paz consigo misma y con Dios a quien
todos debemos las penas y alegrías de este mundo.
Han
sido muchos los que han llorado al escuchar esta triste historia. Lo hacía yo
cuando era una niña como lo hacen ustedes en este momento. En Brabante, un año
antes que ella, murieron sus ancianos padres. Al entierro de Genoveva vino
gente de todas partes y cuenta la leyenda que en ese momento tan triste la
cierva iba detrás del cortejo y que cuando todos se habían marchado el animal
se echó sobre la tumba y no fue posible levantarla. Se negó a comer y después
de varios días la encontraron muerta junta a la persona con la cual había
compartido años de su vida en el bosque.
Cuando
yo era una jovencita recuerdo haber visto en casa de mi tía Isabel Cantos, en
Fray Luis Beltrán, una especie de alfombra
colgada en la pared donde se podía ver a Genoveva con su niño en brazos
y la cierva echada a sus pies, en medio de un bosque misterioso.
*
CAPÍTULO 15
EN CARRETELA, LLEVANDO COLIFLORES
DESDE LA FINCA EL
ARROZ A LA FERIA DE
GUAYMALLÉN, EL ABUELO MATÍAS SÁNCHEZ CUENTA A SU NIETO JUAN, CON GRACIA ANDALUZA,
DIVERTIDAS HISTORIAS DE SU VIDA Y DE SU CHACRA.
Mira,
Juanillo, ese hermoso lucero de la mañana a tus espaldas. Si parece una joya
desprendida de la corona de la
Virgen , con que a gozar del día que se viene, con todas sus
delicias y sus sinsabores, porque en eso de llevar sobre las espaldas el madero
de Cristo, no tengo rivales. Y no es menester que empiece de nuevo con la cantilena de los desesperados y de los pobres de compasión porque quien en
este país no trabaja no será por culpa de la maldición bíblica, qué joder, sino
porque todos aquí pretenden ser doctores y vivir en las ciudades, envueltos en
perfumes y con las mejores ropas porque trabajar la tierra y amarla como si
fuera tu madre no es cosa de pitucos ni de curas. Ya sé que tú deseas estudiar,
pero no es contigo con quien me estoy metiendo, que por algo te gustarán los
libros y los diccionarios; bien enterado
estoy de que eres guapo con el azadón
recio para llevar la mancera del arado.
Pienso,
mientras te digo estas cosas, en los
mercachifles del mercado, los que compran al por mayor y luego venden
triplicando el precio sin otro esfuerzo que anotar malamente en un papel
algunos números. Mientras un puñado de malandrines te chupa la sangre, los chacareros
nos doblamos sobre el surco y en cuanto eso prosiga no habrá justicia, como no
la hubo para que España sea lo que es hoy, con un millón de muertos abonando la
tierra. Muchos, te lo puedo asegurar, cuando muerdan allá una fruta sentirán
que tiene el gusto de la sangre derramada entre hermanos, en honor del
Generalísimo, a quien ojalá lo parta un rayo, maldita sea.
Puesto
que has venido a visitar a tus abuelos por unos días, te necesitaremos mañana
para el carneo. Recuérdame que debo comprar especias en la feria, tripas
saladas y un buen hilo para atar los chorizos y morcillas, así cuando regreses
a tu casa llevarás un paquetillo porque bien sabes que tu abuelo, cuando se
sienta a la cabecera de la mesa, toma un pan y corta rebanadas con el cuchillo
para cada uno, y cuando mata un par de cerdos bien cebados reparte un poco para
cada hijo, para que ninguno olvide los sabores de la mesa de la vieja casa
donde nacieron.
En
cuanto al lugar en el que vives, qué nombre curioso tiene. ¿Chachingo? ¿Quién
habrá sido el chalado que le puso ese nombre?, porque figúrate que estudiar el
nombre de un lugar es divertido y a veces hasta te sorprende. Yo vivo desde que
llegamos de España con Encarnación en
Finca El Arroz. ¿Has visto por allí algún maldito arrozal? Eso es poco si te
digo que más allá de mi chacra, por una calle invadida por chilcas y
pájaro-bobos se llega a un sitio que se llama Mina de Oro. Cuando los parientes
de tu abuela, los Méndez, nos enviaran a Málaga una carta donde nos hablaban de
este paraje, tu abuela y yo dijimos, pues coño, con minas de oro y fincas con
arroz ése debe ser el paraíso de don salieron Adán y Eva. Años después, al
bajarnos del tren, en la
Estación de Fray Luis Beltrán, ya con los trastos a cuestas
en un carro solo veíamos tierra salitrosa, tamarindos y jumes, zampas y
pichanas, y un quincho por aquí, una casita de adobes por allá y en este lugar un estanque con
patos marruecos y en otro un tío con los pantalones arremangados lavando a mano
capa de sal para poder sembrar.
Ay,
Juanillo, si tu abuelo Matías te siguiera contando llegaríamos a la feria con
cara de tristeza y es no es bueno para vender coliflores pues los puesteros,
apenas te ven, por el aspecto que tienes te ponen los precios. Si yo apareciera
con un camión, y verás que pronto compraré uno, volvería a mi casa con unos
billetes más en el bolsillo. Tanto pareces tanto vales, dice el refrán, y si
encima de venir en carretela con dos mulas zaparrastrosas te presentas con cara
de pordiosero, entonces será mejor que tires las verduras y regreses.
Tú
me traerás suerte hoy, y como premio almorzaremos en la fonda de doña Luisa.
Los jueves sirven guiso de mondongo con papas y porotos y, si ese plato no te
gusta y eres bondadoso con tu barriga podrás pedir carne asada con ensaladas, o
empanadas jugosas o pollo al horno con papas fritas. De postre un trozo de
dulce de membrillo y otro de queso y para refrescarnos una botella chispeante
de naranjina. Con tu abuelo no pasarás hambre pero tampoco derrocharás una
moneda porque de a moneda tengo en la
Caja de Ahorros lo suficiente para dar una sorpresa a
parientes y vecinos. Y vaya si la daré porque no soy envidioso pero tampoco,
como buen español, sufro de la falsa humildad de los farsantes. Compraré un
camión para llevar mis verduras y de paso dar un servicio a quien guste, con
tal que paguen.
Con
tu tío Lucas, el hijo menor que vive en Colonia Bombal, hemos hecho un plan
para salir de pobres y ese camión, que se pagará con su propio trabajo, hará
más sabroso el gusto de comer un buen gazpacho. Te ríes porque a ti también te
he visto mandártelo al buche a cucharadas pero no me pidas la receta ya que eso
es asunto de tu abuela. A la vuelta si quieres le pedirás que te anote los
ingredientes y tu madre Valentina te lo preparará, aunque no estoy seguro de si
los gringos gustan de nuestras comidas.
¿Cómo
anda tu otro abuelo, don Salvatore? Hace casi dos años que no vamos a
visitarlo. No creas que es porque nuestras familias estén distanciadas. Todo lo
contrario pero, según veo, a ese viejo le falta un tornillo. Con doña Costanza
pasaría horas conversando, porque es una señora respetuosa, pero al viejo no lo
aguantan ni sus hijos. Uno se siente en su presencia como un intruso y le dices
algo y él se queda como papando moscas, le cuentas de tus ajos y cebollas y él
hace como que no entiende, te contesta
en italiano, como si no supiera hablar nuestro idioma, masca tabaco
horas y horas y después escupe en cualquier lado, se limpia la jeta con la
manga de la camisa y se echa a reír como si hubiera hecho una travesura. Por mí
que se vaya a la puñeta madre que lo parió que al fin tu padre, el bueno de
Abelardo, bien ha tenido que soportar los insultos de ese gringo fastidioso.
¿Y
qué me dices de su hijo el Turi Santini? Ese es un pillo de mala leche y mal te
valdrá si sigues sus consejos. Lo poco que he sabido sobre él me ha venido de
tu padre, y bien sabes que no es persona que murmure como las mujeres. Este
Turi terminará con una bala en los sesos ya que ése es el destino de los
chulos. ¿Sabes qué es un chulo? Es un tío que se alimenta de la zorra de las
mujeres, un rufián de esos que prefieren vivir en la cárcel antes de trabajar
la tierra.
A
un chiquillo como tú, que se está haciendo hombre, no le sobrará aprender algunas
cosas que no son tareas de tu abuelo. Yo aprendí a fuerza de ocultar mis
lágrimas y a puñetazos con la vida, como lo aprendió tu padre. Tal cual. ¿Sabes
tú cómo es el libro donde los campesinos aprendemos? ¿Cómo una bestia que no
pisó una escuela puede llegar a tener al menos una pizquita de sabiduría? Pues
mirando, escuchando y metiendo tus narices en las cosas. Si observas a un
padrillo montándose a una yegua sabrás para qué te sirve eso que llevas
colgando entre las piernas. Si plantas ajos harás las hileras tan perfectas y
parejas que desde un avión podría comprobarse que no se ha cometido un solo
error. Si plantas un viñedo, los postes de algarrobo y los alambres será una
obra de tus manos y de tus ojos tan exacta que asombraría a los ingenieros. Un
día aras y siembras cebada y en pocos días verás, con el rocío de la mañana,
una pelusa verde que brota de la tierra y en semanas las espigas se volverán
doradas.
No
olvides nunca lo que ahora ves para que, cuando seas grande, si te quedas a
trabajar la tierra lo hagas como si tú fueras el mismo dios que la ha creado, y
si te marchas detrás de tus libros conserva el orden de los surcos, la
habilidad del agua que avanza o retrocede hasta encontrar su nuevo camino. Si
eres torero mata al toro, pero si eres toro no dudes en cornear al torero. Mira
tú dónde he llegado con esta filosofía andaluza que me viene en la sangre, con
este deseo que tengo de cantar coplas al bendito sol, al bendito olor del sudor
de las mulas que se mezcla con el perfume de los coliflores, tu carita morena
de pecador sorprendido en misa, y este santo oficio de decir que cuando viajo,
si no tengo con quién, hablo solo y al escuchar mi voz me parece que otras
voces salen de mi boca. Será la maldición que una gitana le echó a mi madre,
allá en Coín, por negarse a escuchar la buenaventura, cuando yo era un
pequeñín. “Del linaje de tu sangre nacerá
un poeta que llevará a la tumba sus poemas pues nunca sabrá leer ni escribir”.
Como decía un
madrileño que vivía en Tunuyán, “me cago en la pampa del cebo y en la avestruz
parida”, que no sé, maldita sea, qué carajo eso significa, pero sí puedo decir
que no me considero un varón aspaventoso ni un quijote a caballo de su locura
pero puedo jurar, por la luz que me alumbra y que la Virgen de la Fuensanta me deje aquí
tirado, como un escarabajo bajo la rueda del carro, que no hubo en mi tierra,
ni lo habrá, un novio más galante que tu abuelo.
Si crees que
exagero pídele a tu abuela Encarnación que me desmienta que cuando la vi,
llevando yo mi burro cargado con dos alforjas de aceitunas, no tuve mejor
cumplido que ofrecerle un ramillete de flores que había ido arrancando en el
camino sin saber para qué. Ella, con los rubores de una doncella de la reina,
me sonrió con tal donaire, con tal gracejo, que me dejó turulato. Mas luego,
como si sonreírme de tal modo la hubiese sofocado, corrió en compañía de sus
primas, en medio de las risas, tirando al aire las florecillas que yo acababa
de ofrecerle.
Una
semana después, oliendo a jabón y regiamente requintado con las ropas que me
había planchado mi madre, pedí su mano y
desde entonces, cada sábado a la misma hora, durante dos años, cruzaba las dos
leguas a caballo para ir a repetirle la misma promesa cada vez, a la que ella pagó después con
otra, la de ser la novia que no cambia aunque hoy tengo su pelo del dolor de la
ceniza.
Mira
tú, Juanillo, si algunas mujeres no tienen más cojones que algunos hombres si
te digo que al venirnos para Argentina yo traje conmigo a mi madre viuda pero
Encarnación , quien nunca va a misa, dejó allá a su madre y a su padre, para el
cual ella era la maravillosa de sus ojos, y a sus hermanos y a sus primas y se
vino en silencio, trayendo consigo el sabor de la comida de su casa, las buenas
costumbres y el don de hacer feliz a los demás.
Tu
abuela guarda en su baúl, donde yo jamás he metido mis manos, una muñeca, un
libro de religión, su vestido de novia y un paquete de cartas. Si miras los
sobres verás que cada tanto uno de ellos aparece cruzado por una cinta de tinta
negra, señal de luto, alguien que murió y que ella nunca más volvió a ver.
Eh,
tú, no pongas esa cara, que no estoy contando mi vida para que te pongas
triste. Hablo de lo que aprende cuando eres labrador. Cada planta fue una
semilla que tuvo que morir para dar vida. Por eso decían mis mayores que cada
vez que coges a una mujer y tienes un hijo con ella, una parte tuya muere
porque también eres semilla.
Bueno,
ya es suficiente, así que ahora a manejar las riendas con cautela, que el
Carril Nacional está lleno de camiones y carros que van y vienen, como
nosotros, llevando a las ciudades los frutos del paraíso a cambio de una moneda
para ser perdonados.
Si
soy capaz de tener un nieto inteligente como tú, Juan Sánchez, entonces no
moriré del todo, coño. Cuando yo haya muerto, tú comerás gazpacho con tus hijos
y cada vez que pases por el cementerio de Rodeo del Medio dirás, ahí duerme un
poeta andaluz que no sabía leer ni escribir, tenía suficiente genio para
inventar una historia tras otra a causa de que vivió enamorado de su eterna
novia, Encarnación Méndez, malagueña de ojos negros, de alma salerosa y
vestidos que olían a manzanos en invierno.
Ahora
entremos a hacer nuestro negocio. Recuérdame que antes de almorzar debo comprar
las cosas para el carneo y todo ese jaleo.
*
CAPÍTULO 16
A LA
MISMA HORA EN QUE CAMILA Y NENÉ JALIL
VISITAN EL CALVARIO DE CARRODILLA, UN JUEVES SANTO, EL VIEJO ABDÓN SE AHORCA
CON UN ALAMBRE DE FARDO EN EL PERAL, AL FONDO DE SU CASA.
En
menos de dos años Nené y yo quedamos solas. De nuestra madre, muerta cuando
éramos niñas, apenas si nos queda un retrato al pastel con marco redondo que
está sobre la cómoda, adornado con flores de papel y el candelabro en el que,
cada viernes, encendemos una vela.
En
este lugar donde la mayoría de los vecinos son españoles o italianos o criollos
o mezcla de todo un poco, una familia de sirios como la nuestra debe hacerse
cargo de algún tipo de negocios; no recuerdo haber sabido de algún árabe que
trabaje como contratista de viña o lavando piletas en una bodega. Será porque
ya nos viene en la sangre, vaya a saber cuántos siglos antes de que Colón
descubriera América, nuestros antepasados
estaban recorriendo el mundo entero.
Con
los Abdala no tenemos ningún tipo de amistad; ignoro que alguna vez la haya habido. Ellos, don Amado y
su mujer María Nasar, son libaneses, pero sus hijos han nacido en este país,
igual que mis hermanos y yo. Nunca entendí por qué, todos los años, para la Fiesta de San Marón, se
reúnen en la plaza de Maipú los miembros de la colectividad sirio-libanesa,
como si fuéramos hijos de la misma nación. Sería como pedirles a mendocinos y
sanjuaninos que fijaran un día en el año para festejar juntos el Día del Vino,
por ejemplo. Por suerte no entiendo de política ni de historia pero en un lugar
chico algunas relaciones son fáciles de entender y otras, menos, como nos pasa
con ellos, los dueños del almacén.
Para
nuestra familia soy como la hermana mayor aunque Elías me lleva casi dos años.
Una parte de mi trabajo es atender la casa, cocina, lavar, planchar la ropa y
atender el negocio con mi papá, el Turco Abdón, como le llaman los vecinos. A
nosotros los árabes nos parece asqueroso que nos digan “turcos” pero es igual
que en todas partes y nos hemos acostumbrado.
También,
desde que tengo uso de la memoria, nuestra mercería y librería se llama
“Lourdes”, y aunque es un negocio pequeño hemos ido juntando todo lo que la
gente necesita: hilos, agujas, peines, perfumes, jabones, puntillas, alfileres,
medias, sábanas, cuadernos, lápices, tintas, gomas de borrar, papel para
forrar, reglas, compases, trompos, escarapelas, mapas, cigarrillos, tabacos,
fósforos, caramelos y pastillas, cintas para el pelo, peinetas, mochilas para
llevar los útiles al colegio, tiza, guardapolvos, zapatillas, bombachas para
mujer, calzoncillos para hombre, corpiños, cinturones, ligas, sombreros,
pasamontañas, naftalina y cientos de otras cosas.
Un
verdadero bochinche ya que no somos muy ordenados, sobre todo mi papá, quien
parece que viviera eternamente entre las nubes, siempre encerrado en su pieza,
rezando, hablando a solas o entreteniéndose con cálculos que hace en una
libreta negra de la que nunca se desprende, ni para dormir. En consecuencia yo
tengo que cargar con todo el trabajo pues Nené, que tuvo la suerte de terminar
la primaria en la Escuela Ozamis
en Maipú, se pasa el día durmiendo, arreglándose la figurita o escapándose para
encontrarse con el Emir Abdala, que es sus novio en secreto ya que si mi papá
se entera no la dejará salir más a la calle.
A
mis veinte años de edad solamente he afilado con Jorge Juri, el mismo que puso
una farmacia en Tres Esquinas, aunque ése es un flaquito roludo al que le gusta
más la plata que las mujeres, y me aburrí. Además, apenas nos veíamos algún
domingo por la tarde cuando mi papá nos daba permiso para ir al Cine Laur. Si
me visto bien y me planto frente a un espejo estoy segura de verme hermosa,
alta, bien formada, pero no entiendo como a las otras mujeres pueden gustarle
tanto los hombres.
La
mayoría son unos guarangos que te dicen cochinadas como si una fuera una Rita
cualquiera, aunque ésa es más que todas nosotras juntas. Yo estoy todavía
enterita y si algún día llego a casarme no lo haré con un cualquiera. Ya fregué
lo suficiente para aprender que si decido venderme lo haré a buen precio y si
no fuera así me quedaré soltera, gozando con los placeres de soñar despierta
como sucede todas las noches cuando al apagar la luz, envuelta en la suavidad
de las sábanas, completamente desnuda, me viene la sensación de que soy dos
mujeres a la vez, una que ofrece su cuerpo tembloroso y caliente y otra que la
recorre con sus manos y la hurga, deliciosamente, con sus dedos hábiles, hasta
encontrar la locura de un placer que nadie, ningún hombre, podría darme.
Trabajar
todo el día en los quehaceres de la casa, atender a los clientes y a los
viajantes, aguantar el silencio de mi padre, envidiar la desfachatez de Nené y
soportar alguna mirada idiota compone mi rutina que completo con la felicidad
de mis noches, sin remordimientos, sin tener compromisos con nadie, sin
necesidad de tener que aguantar los toqueteos de ningún tarado.
De
tener alguna vez un marido haré de cuentas que es otro trabajo, otra obligación, pero nadie me
sacará la costumbre de amarme a mí misma.
De
vez en cuando compro algún libro y aprendo leyéndolo una y otra vez hasta que
encuentro su significado. Ese modo de hurgar en las ideas de otro es también mi
manera de ser, aparentar que soy medio bruta, indiferente, fría, despreciativa,
pero en el fondo de mi secreto, estoy segura de ser inteligente y estar llena
de toda clase de ideas y deseos. Esa forma de vivir me ha llegado de mi
soledad, del aislamiento a que nuestro padre nos ha obligado con la rareza de
su carácter, con el capricho enfermizo de tenernos junto a él y no dejarnos
vivir como quisiéramos. Este es mi modo, pero mi hermana es todo lo contrario y
ríe y se divierte cuanto puede, embroma a Elías cada vez que nuestro hermano
regresa de algún viaje en el camión, lo pellizca, lo jode, lo acaricia y hasta
lo besa en la boca como si fuera su amante o yo qué sé. Esto realmente no lo
entiendo y me tiene preocupada.
Los
pocos permisos que tenemos para salir son para Semana Santa y no porque mi papá
sea católico; estoy segura de que él sigue siendo musulmán. Nos deja ir por
respeto a mi finada mamá, que sí era religiosa y nos hizo bautizar en su misma
fe.
Nos
vamos caminando desde aquí a Carrodilla con un grupito amigos que formamos mi
hermana y yo, Juan Sánchez y su hermana María Ema, Carolina Alcaraz, Emir Abdala
y Azucena de Vicentini que siempre va descalza, cumpliendo una promesa,
supongo.
Salimos
de madrugada llevando un termo con café, un poco de queso, ya que durante esos
días no se debe comer carne, algo de pan y galletas. Nené y Emir caminan
siempre un poco detrás de nosotros y se van besando y haciendo de las suyas
aunque mi hermana me ha jurado que en esas semanas jamás lo haría, porque es un
pecado muy grave, algo sucio por lo que podría recibir un castigo si no se
confiesa.
Este
año, que yo sepa, ninguno de nosotros hizo nada malo y sin embargo después
ocurrieron cosas terribles. Fuimos, como tantos devotos, después de una larga
caminata, a mezclarnos con miles de personas que andaban de rodillas, llevando
una cruz a cuesta con una corona de espinas, niños en brazos de sus madres,
rezando, suplicando un milagro, pidiendo por algún desahuciado y ofreciéndose
en prenda por las miserias y las enfermedades de los que aman en medio de
vendedores de estampitas, ramos con espigas de trigo, medallas y crucifijos.
Mientras, por las calles vecinas al Calvario, algunos se llenaban la panza con
empanadas y vino, los ojos vidriosos por el alcohol, pero todos por igual llenos de una fe extraña, tal como
si la idea de la muerte de Jesús los hiciera más mansos, con una humildad
misteriosa, algo que yo nunca he sentido. Será porque no entiendo el
mandamiento que ordena temer a Dios, como si Dios fuera un animal temible, una
especie de tirano que te condena a servirlo como esclavo.
Mientras
hacíamos una larga fila para contemplar la reliquia que se venera en aquel
lugar, un Cristo de madera muy antiguo, tuve un presentimiento doloroso, la
sensación de que una parte de mi corazón se había desgarrado y no supe en ese
momento si era un sentimiento religioso que nacía o la señal de que algo
horrible estaba sucediendo en mi casa.
Nunca
antes había pedido algo pues no me gusta hacerlo, pero aquella tarde me puse a
rezar por mi papá, para ayudarlo con mis oraciones a que mejorara de la
depresión que padecía. Los últimos meses él casi no salía de su pieza y nos
costaba trabajo hacerle entender que debía comer un poco, higienizarse,
ayudarnos en la mercería. Sentí el temor de convertirme con los años en alguien
parecido, en una mujer solitaria y enferma, en una vieja silenciosa que
acabaría su vida como una sombra ojerosa, muda, sin nada que pudiera darle
sentido a su vida.
El
regreso me pareció lento, cada uno caminaba metido en sus pensamientos,
cansados y con hambre, cambiando apenas algunas frases, algún comentario sobre
las rarezas que habíamos visto, en especial la de un muchacho que había venido
desde Luján llevando a cuestas una enorme y pesada cruz, descalzo y apenas
vestido con un pantalón, soportando el frío y el dolor de sus pies convertidos
en llagas, tan semejante al Cristo de la Pasión que la gente se persignaba al verlo pasar,
y él con sus ojos mirando el suelo, con el orgullo íntimo que seguramente
sentiría por haber llegado al Calvario cumpliendo, vaya uno a saber qué clase
de promesa a cambio de algo concedido, o por una penitencia por algo malo que
habría hecho. Solamente él lo sabría.
Nos
fuimos despidiendo a medida que cada uno llegaba a su casa y al final solo
quedamos nosotros tres. Mientras yo habría la puerta de calle, Nené y Emir
aprovechaban para darse los besos de despedida y a mí, por primera vez, me
pareció una escena hermosa que a Jesús habría complacido, si es verdad que el
amor es la verdadera religión.
Entramos
y encendimos una lámpara de tubo para ir al baño pero antes nos sorprendió que
nuestro padre no estuviera en su dormitorio. Empezamos a buscarlo por toda la
casa y no aparecía. La puerta que daba al fondo, donde mi hermana y su novia
hacían su nidito de amor casi todas las noches, estaba abierta. Pensé que mi
papá podría estar allí y alumbrándome
con la escasa luz de la lámpara a querosén lo encontramos colgado de un alambre
en una de las ramas del peral que estaba
casi seco de viejo.
Ni
siquiera se había sacado los gruesos anteojos para morir, justo ese día, cuando
no está permitido ofender a Dios, cualquiera sea el Dios que uno tenga,
cristiano o musulmán, maldita sea. Sentí un escalofrío en todo el cuerpo, una
mezcla de miedo y repugnancia, de odio y alivio, de tristeza y vergüenza. Una
muerte así es la manera de castigarse a uno mismo pero, sobre todo, es el modo
de destruir la esperanza de los otros, eso pensé.
Al
lado nuestro vivía, justamente, Abel Carbajal, el agente de policía. Golpeamos
a la puerta y salió Felisa, su mujer, con su bebito en brazos, extrañada de
nuestra presencia porque pocas veces, aún siendo vecinos, nos habíamos hablado.
Llamó al marido y el pobre milico, aunque me parece medio estúpido y era uno de
los que siempre me miraba con malicia haciéndome una guiñadita, se vistió en un
momento y salió en su bicicleta hacia Cruz de Piedra para llamar al comisario y
al doctor Catania.
Los
gritos de Nené despertaron a los vecinos y al rato nos acompañaban la señora
Salomé y su hija Violeta, las encargadas del cuidado de la Capilla y don Eliseo
Cuenca quienes se encargaron de sacar los muebles del comedor para preparar el
velatorio.
Después
llegó el turno de recibir los pésames, la mayoría por simple costumbre, el
servicio fúnebre de Timonieri y Calderón, el cajón y las velas, el olor de las
flores, el café y el anisado de rigor, las largas horas de la noche y del otro día
completo para esperar el Sábado de la Resurrección , la marcha lenta al cementerio, Nené
y yo vestidas de riguroso luto, un poco más calmadas, mirando por la ventanilla
del auto de la pompa fúnebre los álamos
amarillos, los viñedos con sus hojas volviéndose marrones y violetas, las ganas
de quedarme sola para empezar una nueva vida.
Tenés
que hacerte fuerte, Camila Jalil, me iba diciendo, para no hundirte demasiado
en tu amor propio, en tu estúpido orgullo, en tu desprecio para no compartir
con nadie las horas deliciosas que te das a vos misma.
Esa
misma tardé le pedí a Feliciano Guzmán que hachara el viejo peral donde todavía me parece ver colgando a mi
papá, con un zapato caído sobre el banquito rojo, vestido con su único traje,
gastado como la tristeza que fue más poderosa que su deseo de continuar
viviendo.
En
septiembre mi hermano Elías se mató en un accidente con el camión con el que
transportaba vino de la bodega Santa Rosa s Buenos Aires y desde ese mismo día,
Nené, quien era su hermana más querida, su compinche, ha cambiado su carácter y
sólo sale los domingos para ir a la misa que se hace en la Capilla cuando viene el
padre Tonelli. Parece que ha dejado de
verse con Emir y su única y loca idea es ahora confesar y comulgar cada semana,
como borracha por el deseo de que Dios le perdone vaya a saber qué oculto
pecado.
Entre
las pertenencias de mi padre encontramos su famosa libreta negra y una chequera
del Banco de Mendoza cuya existencia nos era desconocida hasta ese momento.
Hemos consultado a un abogado para hacer el juicio de sucesión, de manera que
estamos a la espera de noticias.
*
CAPÍTULO 17
SUSTANCIOSO DIÁLOGO ENTRE RITA
ZAMORA, LA SAMARITANA ,
Y EL CURA LUIS TONELLI, EN LA ESQUINA DEL
CARRIL URQUIZA Y LA CALLE VIDELA
ARANDA, UNA TARDE DE AGOSTO MIENTRAS
SOPLA EL ZONDA.
Para
usted, Padre Toneli, es un oficio muy cómodo el de andar amenazando a la gente
con el asunto del infierno, que el alma va a condenarse eternamente y que solo
los buenos van a volver a brotar de su carne podrida como brota el almácigo de
tomate bajo una capa de guano de cabra. A mí, desde que era muy nena, la vida
me ha parecido muy desigual, demasiado injusta para comprender lo que enseña la
religión católica, porque si yo hago una vida para el carajo y vivo volcando
maldades e inmundicias sobre los demás, me parece justo que al final me metan
en una pieza llena de brasas para que me cocine hasta volverme cenizas; pero si
veo que un recién nacido, quien todavía no ha tenido la oportunidad de hacer ni
el bien ni el mal a nadie, antes de hablar o caminar ya ha sido condenado a
vivir en la pobreza, en la ignorancia más humillante tanto que al crecer
servirá únicamente para peón o sirvienta de los ricos, para agachar la cabeza y
pasarse el resto de sus días esperando la ocasión de tener algunos pocos
momentos de felicidad, dígame, usted que habla directamente con Dios, ¿quién ha
condenado a ese recién nacido a padecer una vida miserable, morir en plena
juventud, ser asesinado por otro condenado, padecer las enfermedades más
crueles, convertirse en un diablo degenerado? ¿Acaso el Fausto Palacios no era
cuando nació un niño como cualquier otro, lleno de inocencia, incapaz de hacer
el menor daño a nadie? ¿Fue condenado al nacer para que hiciera la vida que ha
hecho, pactando con el Demonio, pegándole a su finada mujer, y terminar
pinchándose a sus propias hijas? ¿O será condenado, cuando muera, por todo lo
que hizo en su vida? Yo seré una perdida, como dice usted, pero no soy una
estúpida y si Dios me ha dado un cuerpo y una cabeza para pensar voy a seguir
haciendo la vida que a mí me parezca, no la vida que usted cree que debo hacer.
Si usted, cuando está solo en su iglesia, rezándole a la Virgen , no como un cura que
dice a los otros cosas que ni él mismo cree, sino el buen hombre, el bien
nacido que es usted, y en silencio piensa en el destino de esta pecadora, Rita
Zamora, va a comprender que a mí Dios jamás va a condenarme porque hace casi
dos mil años, usted lo sabe mejor que yo, Jesucristo dijo delante de sus
discípulos, mirando el hermoso cuerpo vestido de rojo de María Magdalena,
“mucho te será perdonado porque mucho has amado”. Y cuando ustedes, los curas, que han sido
educados con tanto desprecio por la concha de la mujer, leen lo que acabo de
decir, no saben donde meterse pues una buena samaritana como yo lo único que ha
dado desde los trece años hasta hoy es un momento de felicidad a cada hombre
que se acostó con ella. No nací condenada ni lo seré, porque un buen Dios, si
existe, no castigará a quien ha regalado a cambio de un simple dinero, que
apenas le alcanza para vivir, lo máximo que una hembra puede ofrecer en este
mundo puto, el más intenso placer que alguien puede sentir entre tantos
trabajos y enfermedades, la indiferencia de los cogotudos y las amenazas de la
religión.
No
es así como veo el mundo, querida Rita, y es posible que no vayamos a ponernos
de acuerdo aunque conversemos el resto del día. Yo, por más comprensivo que
intente ser, no puedo cambiar mi oficio de pastor por el de político, que todo lo justifica con tal de
conseguir sus propósitos. No solo gozando con el cuerpo, haciendo lo que a cada
uno se le da la gana, se encuentra el sentido de la vida; es también privándose
de ese goce que se puede hallar el significado más elevado, una comprensión que
esté más allá del puro instinto animal. Si todo se redujera a comer y copular
nos convertiríamos en bestias degeneradas, a las que Dios se vería obligado a
destruir con el fuego como alguna vez lo hizo con el agua del Diluvio, según se
cuenta en algunos libros que he leído. A vos te conozco desde hace muchos años
y alguna vez, me acuerdo bien, he
recibido tu confesión, y solo por ese sencillo sacramento conozco más de tu
alma que todos los hombres que te han gozado. Puede ser que hayas nacido para
repartir placer sobre el mundo, pero los dos sabemos que, en el fondo, el dar
placer de ese modo te nace de un profundo odio, de un resentimiento contra los
hombres que te será difícil superar. Vos y yo sabemos, Rita, que todo empezó
aquella triste mañana cuando tu tío Ramón abusó de vos. Eras apenas una niña
antes de ese día pero, una semana después, cuando tu mamá te llevó a Rodeo del
Medio a confesarte, me hablabas como una mujer que tenía en el tono de su voz
un profundo rencor. El mismo tono que se ha hecho más grave con los años y el
modo de expresarte que sigue siendo altanero, suficiente, como el de alguien
que mira el mundo desde arriba y eso, a mi juicio, no está bien. Yo, ¿quién soy?, apenas un humilde curita que
fue educado en la obediencia a su religión, en el mandato de servir a los
demás, hablarles, escucharlos. Es verdad que no tengo que realizar el esfuerzo
de abrir surcos, cosechar aceitunas o trabajar en una fábrica, pero tampoco me la
paso boludeando por los caminos fáciles. Vos tenés una opinión muy
despreciativa de la vida religiosa porque pensás que tu oficio es muy diferente
del mío y en eso estás completamente equivocada. Yo no estoy en contra del amor, estoy en
contra de todo lo que se hace pensando que es amor y en el fondo no es otra
cosa que un íntimo resentimiento. Conozco a más de uno, a causa de mi profesión
y por lo que he leído, que se pasa la vida predicando la venida de un mundo de
felicidad y en el fondo él mismo es un fracasado lleno de un hondo rencor hacia
la vida. No siempre lo que creemos que hacemos es lo que realmente quisiéramos
hacer. Si te hubieras casado habrías volcado toda la fuerza de tu amor en un
solo hombre y en tus hijos y en las tareas que se hacen cada día para servir
por amor a la familia. ¿Acaso nunca lo has pensado?
Como
toda mujer, más de una vez, desde cuando iba a la escuela, aguardaba el momento
en que encontraría a una persona para formar un hogar, pero tenía cerca de mí
el modelo de un padre que tiene los modelos y el carácter de un maricón, que no
por casualidad eligió el oficio de peluquero para hermosear a los hombres y contarles los chistes más pelotudos; y mi
mamá, tan distinta de mí, quien siendo una mujer como yo prefiere hacer felices
a otras mujeres y usted, Padre, sabe que la señora toda simpatía y vivacidad,
la amable María Luisa Morales a quien todos llaman graciosamente Malicha, ésa
de quien Pedro Grosso dice maliciosamente que es mezcla de tero y de tordo
porque tiene las patas flacas y el culo gordo, esa buena vecina que es mi
madre, cuando mi tío me violó se hizo la que no se había dado cuenta. Pues
bien, ella y la Yamila Abdala son como carne y uña, como culo y calzón, y
aprovechan cada oportunidad para disfrutar una de la otra y son tan hábiles en
darse placer que no hay un hombre en
este lugar que pudiera ser capaz de complacerlas. Usted lo sabe mejor que
nadie, Padre Luis, lo oculta en el secreto de la confesión eso me parece bien, ya que no hay solo dos
sexos, hay muchas formas de sentir el amor. Lo que digo de mi mamá y de Yamila
es para que usted piense que la familia con mami y papi y los nenes es una,
apenas una de las formas de la familia, pues hay miles de maneras de amar, como
dije hace un momento. Yo, volviendo al tema del resentimiento, no estoy segura
de ser una mina perfecta, y si doy sexo por dinero, a veces reconozco que a
algunas tipos los jodo bien, y con solo
apretar con rapidez algunos músculos de mis gambas los mando al mazo y a
cobrar. A los tipos les queda con la
boca gusto a nada, pero parece que eso los encajeta más, perdóneme la
expresión, y se quedan como con hambre porque si a esos ñatos yo los consolara,
como lo hago con los hombres que amo, se quedarían tan llenos, con tanta
plenitud que no volverían a buscarme por mucho tiempo. A veces, cuando tengo
tiempo y ganas, me divierto escuchando del mismo modo en que usted lo hace, las
confesiones de mis clientes, porque al final todos los que se confiesan son
clientes, ¿no le parece, Padre? Entonces me quedó allí, en pelotas sobre mi
cama al lado del tipo que fuma un cigarrillo después de haber acabado,
escuchando, como una santa, la filosofía barata de los boludos, hablándome de
la mujer que no los comprende; o el que nunca se casó porque tuvo que cuidar a
su viejita; o el viejo verde que es capaz de pagar el doble con tal de sentirse
veinte años más joven. Están también los intelectuales incomprendidos, los
poetas de la desolación, incapaces de seducir a una mujer, y vienen en secreto
a buscar a una como yo y después de un polvo ridículo y cortito ya están listos
para conversar ya que ellos lo que quieren es tener a alguien que los escuche,
y empiezan con el asunto de que el amor y la muerte están unidos y que el
cuerpo de la mujer es una puerta que los aproxima a la disolución definitiva, y
siguen con las tentaciones del suicidio, con que la vida es insoportable y
sucia, y etcétera, y después miran el reloj y se visten a las apuradas y cuando
salen se sienten como avergonzados ante
la forma comprensiva y despreciativa, a la vez, con que los miro, y los
huevones van y vienen, como los pecadores que van y vienen al confesionario de
su iglesia a contar pavadas con tal que alguien les diga que son almas buenas
de modo que puedan seguir, sin remordimientos, haciendo la misma y roñosa vida
de siempre. ¿Me va a decir que usted no sabe que el orgasmo sexual y la
plenitud que sigue a la absolución de los
pecados es el mismo éxtasis que los santos reciben ante la presencia de
Dios?
No
sé de dónde has sacado esas ideas, Rita. Son conclusiones muy personales que pocos compartirían.
Además, ¿cómo entender el sentido de la experiencia del otro? Por más que lo
intento no puedo imaginar el significado de tu vida, de ese trotar por las
calles durante años, aguantando el contacto con toda clase de hombres, jóvenes
y viejos, ricos y pobres, gordos y flacos, tipos enormes y enanos. ¿Acaso soy
mujer para saberlo? Soy sacerdote y tengo el compromiso de amar a las personas
y en cuanto a vos, siento el más puro
deseo de que tengas una vida diferente. Mirá, se está haciendo tarde y este
viento espantoso me está dejando los ojos a la miseria. Te invito a que vayás a
la Capilla un
domingo de estos, a escuchar misa, a compartir un momento el sacrificio de ofrecerle a Dios
aunque más no sea una hora de tu vida junto a otras personas que no son
demasiado diferentes de vos. Yo te estoy advirtiendo, te estoy llamando a la
iglesia, no estoy amenazándote. ¿Cómo podés ser tan injusta?
Escuche,
Padre, ya está por llegar el ómnibus y me gustaría seguir esta conversación
aunque no estoy segura de si aceptaré su invitación. Lo que quiero decirle es
que siempre he pensado en usted como la buena persona que todos dicen que es,
pero una mujer como yo, todavía joven y
hermosa, está un poco más allá del bien y del mal. Podría confesar y decirle
todo lo que he sacado en conclusión en los años que llevo ganándome la vida con
mi profesión de samaritana y, sin que usted ahora piense que lo estoy
amenazando, quiero que sepa algo que he guardado para el final. Desde que lo
conozco he sentido una atracción especial hacia usted, como mujer, no como
cliente, por el amor de Dios, eso sería rebajarnos a los dos. Lo he deseado con
lo mejor de mí que he compartido con pocas personas. Siempre, en mis fantasías
de mujer, he deseado voltearme a un hombre como usted, un cura alto,
inteligente, de manos fuertes, con esos ojos que miran con la dulzura de un
padre pero también con el brillo que tienen los ojos de los hombres que han
guardado por mucho tiempo su deseo. Me gustaría que probara alguna vez las
mieles y delicias de mi huerta para que cuando esté en medio del
estremecimiento de su gozo comprenda por qué he sido elegida, y por qué ya he
sido perdonada.
*
CAPÍTULO 18
CONVERSACIÓN SOBRE MUJERES, LA PRIMERA VEZ Y OTRAS YERBAS,
ENTRE EMIR ABDALA Y JUAN SÁNCHEZ, UN DOMINGO A LA TARDE , MIENTRAS REGRESAN
DESDE CACHEUTA EN BICICLETA.
Escuchame,
turquito pelotudo, no me sigás hinchando con el mismo tema porque te vengo
diciendo que no voy a contarte una palabra de lo que pasó entre la Rita y yo, las otras noches.
Si vos estabas aguaitando por la ventana de tu pieza, a las tres de la mañana,
mientras yo salía de la casa de ella, acomodándome los pantalones, no es
problema tuyo, por más que seamos amigos.
Si
tenés sangre en el ojo por algo o, si pensás que otros lo hacen creyéndose muy
machos, no voy a mostrarte lo que pasa detrás de mi bragueta, y punto. Si
querés que hablemos claro, hagamos la promesa de contarnos hasta el mínimo
detalle, como si estuviéramos frente a un cura y después cerramos el pico, ya
que después, cuando pase el tiempo, vendrán los problemas.
Te
pongo un ejemplo. Supongamos que por una de esas putas casualidades vos te
dejás con la Nené Jalil
y yo me engancho con ella y me caso. Por ahora yo hago de cuenta de que ella es
tan virgen como la Costanza ,
mi primita que tiene tres años. Me chupo el dedo sobre todo lo que imagino que
has estado haciendo con ella estos últimos años, y paro de contar. Nené me va a
jurar, como todas las mujeres, que vos eras un tipo limpio y decente, que no le
habías tocado una teta y que si querés que te lo jure por mi madre que está
muerta, o me voy de rodillas hasta el Challao y la mar en coche. Entonces yo me
ensarto, y una noche, después de muchos años, con hijos y con el pelo canoso
que peinan los tipos a los cuarenta años, ella me dice que tiene como un
cuchillo clavado en el corazón, que va a morirse de pena por todo lo que ha
estado ocultándome y me cuenta, de un porrazo, toda la verdad. ¿Qué me decís?
Mirá,
Juan, si mi viejo se entera del asunto con la Nené , me amasija, pero apenas que termine la
colimba, que me toca el año que viene, hablaré con el viejo Abdón y con mi
familia. Si lo aceptan bien y si no, también. Ya lo tenemos decidido con ella;
llenamos unas maletas con trapos y nos largamos para Buenos Aires. No creo que
resulte fácil pero es lo que pensamos hacer.
Después
de todo uno no es un pendejo que tenga que pasarse la vida dependiendo de un
padre que apenas te suelta un miserable peso. Fijate que el viejo Abdón, ahí
donde lo ves, con esa cara de fiambre con anteojos, vestido como un linyera,
tiene más dinero en el banco que mi papá. ¿Qué le da a los hijos? ¿Dinero?
¿Cariño? Tiene siempre una cara de culo que te voltea y guarda a las muchachas
con llave, apenas si les habla y se lo pasa rezando en árabe, encerrado en su
pieza todo el día.
Tu
viejo, Juan, me parece que te comprende y te lleva la corriente en eso de
comprarte libros sin temor de que un buen día decidas cambiar de trabajo,
buscar una mujer, hacer dinero propio, lo que se te dé la gana. Cuando te
tienen prisionero, ¿qué mierda podés hacer? Ocultar cosas, quedarte con un
vuelto, salir de noche a las escondidas, buscar la compañía de una pendeja que
te haga pata. Eso es, justamente, lo que
hicimos Nené y yo. Fijate que, no por casualidad, nos pasa algo parecido con
nuestras familias. Cuando ella cumplió quince años fue la primera vez que
estuvimos juntos, apenas si podíamos darnos unos besitos a las apuradas. Ese
día don Abdón ni siquiera le permitió que hiciera un chocolate para sus amigas,
como es la costumbre. El viejo gracias que le dio una palmadita en la cara
diciéndole que estaba bien, que el asunto no era tan importante y la mandó a
dormir. Que lo parió si será tacaño el guacho.
Mirá,
Emir, te propongo que cuando lleguemos a Luján, paremos frente a la confitería
que está frente a la plaza y comamos un sánduche y una bidú. Yo pagaré, así
quedamos a mano con lo que vos gastaste en Cacheuta. Como te iba diciendo hace
un momento, yo tengo dos años de edad menos que vos, así que recién pude
conocer, hace una semana, lo que era el asunto de acostarse con una mujer.
Antes me había invitado el Hugo Alaniz
visitar un quilombo en Las Heras, donde él se sacaba el apuro, pero no
me animé por temor a agarrarme una chinche. Te imaginás lo que pasa si te
contagiás, después tenés hijos idiotas que andan todo el día babeando por tu
culpa.
Pasé
por pelotudo pero el Torito lo supo entender y me dijo que él, a los quince
años, se había volteado a una vieja, pero me parece que ya tenía el coco rayado
de tantas trompadas que le habían dado cuando boxeaba. Empecé a hacerme la paja
después de que una noche me desperté todo mojado. Me dio tanto apuro que lavé
los calzoncillos a escondidas de mi mamá, pero el placer había sido tan grande
que desde aquella noche aprendí solo, como supongo lo habrás aprendido vos,
hasta que un domingo, estando en misa, el Padre Tonelli, con esa voz ronca que
tiene, dijo que con el placer solitario a los jóvenes se les va derritiendo el
cerebro y se convierten en impotentes; me pegué un cagazo tan grande que por un
tiempo dejé de manosearme en la cama. Para colmo mi tío Franco me dijo un día
que algunos pajeros, de tanto hacerse el favor a ellos mismos, se van
convirtiendo en unos marchatrás cualquiera. Más cagazo y menos trabajo de lavar
calzoncillos a escondidas.
Justamente,
tu tío Franco, el solterón, fue la persona con la cual hice mi primera visita a
una loca. Era para cuando yo andaba por los dieciséis, una noche en que tuve
que viajar a Guaymallén con la
Chevrolet a buscar unas bolsas de harina a un corralón
mayorista que nos provee. Tu tío iba caminando hacia Tres Esquinas a tomar el
ómnibus cuando me vio y me hizo señas para que lo llevara. Nos pusimos a
charlar muy campantes, me ofreció un cigarrillo y mientras lo encendía me dijo
si quería acompañarlo a un lugar que se llama Media Luna o algo parecido, en
San José. Fuimos hasta el corralón, cargué la mercadería y meta fierro con el
chucho que me helaba de solo pensar en lo que estaba por hacer.
Llegamos
a la calle Pedro Molina y doblamos por una callecita angosta, medio a oscuras.
Vos dejame a mí, me dijo tu tío Franco, y entramos a una casa vieja pero muy
limpia, y nos acomodamos en una salita apenas iluminada, en unos sillones
remendados. Una puerta daba el dormitorio donde estaba la mina, la Pirula , y otra a una cocina
donde una vieja tenía hamacándose mientras escuchaba a Hugo del Carril en una
radio.
Esperamos
un rato fumando otro cigarrillo y en eso salió el tipo que estaba adentro. Era
un soldadito de los que recién empiezan el servicio militar. Me di cuenta por
la pelada antes de que se pusiera el
birrete y saliera como alma que lleva el diablo.
Entró
tu tío como pancho por su casa mientras yo espiaba por detrás de una cortina
para ver si la camioneta estaba en su lugar. Me dieron ganas de salir rajando
porque el tiempo pasaba y lo único que se escuchaba era la música en la radio y
por ahí alguna risa, después unos quejidos como los de alguien a quien le están
apretando un huevo. Después otro silencio y la vieja ahora se estaba preparando
unos mates y la radio transmitía las noticias de las ocho de la noche.
En
eso salió tu tío con una cara de felicidad, tan distinta a la cara de perro que
tiene cuando trabaja en la viña, y me dijo, entrá, Emir, buena suerte. Apenas
abrí la puerta empecé a desvestirme, todo abatatado, mientras la mujer se
sacaba una especie de bata amarilla y quedaba completamente en bolas, apenas
con una cadenita sujeta al cuello que tenía una medalla, vaya a saber de qué
santo.
Me
le fui encima a la Pirula
y ya ni me acordaba de la camioneta ni de mi viejo ni de las pulgas esas que
después te pican hasta en el culo. La yegua era joven y con un par de tetitas
que daban risa. No me besés ni en la boca ni en los pechos, me dijo apenas la
monté, y casi se me vino abajo el instrumento. Entré como pude y me hundí como
por un tubo en algo caliente y húmedo creyendo y deseando que allí iba a
quedarme por el resto de mi vida, cuando la tipa hizo unos movimientos rápidos
con sus muslos y en menos de un minuto la aventura había terminado. Lavate en
esa palangana y secate con esta toalla limpia, me dijo mientras ella volvía a
cubrirse con la bata. Dale, rápido, que tengo que salir y dejá la guita sobre
la mesa de luz. Mientras me vestía me di cuenta de la ilusión que acababa de
vivir, de todo lo que aún me faltaba para hacerme hombre. ¿Quién era la vieja
que estaba tejiendo en la cocina? Nada menos que la madre, según me contó
Franco.
El
regreso lo hicimos cambiando apenas algunas palabras. Si me agarra la policía
caminera ni siquiera tengo carné de conductor y encima he derrochado mis pocos
ahorros, me iba diciendo mientras aceleraba la camioneta.
¿Estas
son horas de llegar, carajo? ¿Se puede saber dónde te habías metido?,
grandulón, me gritaba mi viejo, alumbrándome con un farol, mientras yo
descargaba las bolsas de harina. Me acosté sin cenar y te juro, Juan, y no me
avergüenza decírtelo, esa noche lloré y no pude dormir, pero apenas tomé el
desayuno que preparó Yamila, me pareció que la noche anterior estaba lejos,
perdida en mi infancia. ¿Estás satisfecho? Te lo dije todo; ahora te toca el
turno de contarme sobre tu relación con Rita.
No
te va a servir de mucho, Turco, porque estoy seguro de que nos han pasado cosas
diferentes que no tiene mucho que ver una con la otra. Es fácil darse cuenta de
que la Rita y la Pirula tuya son dos mujeres
con el mismo oficio, de eso no hay duda, pero la que te tocó a vos era una puta
de verdad, rápida como una comadreja para chupar los huevos de las gallinas.
Sobre esa clase de mujeres puede pasar un regimiento y sería como si culiaran
con una muerta. Lo siento por vos, que sos un turquito pelandrún, gordito y de
pelo ensortijado, bicho para los negocios, y buen amigo. Estoy seguro de que
con la Nené has
aprendido que la mujer no solamente sirve para pinchar. Con Rita Zamora, en la
galería de su casa, yo viví no una ilusión como la tuya, esa clase de
experiencia que te deja gusto a fósforo en la boca.
Para
mí no fue ir y dejar el dinero en la mesa de luz. Lo que sucedió las otras
noches entre ella y yo te va a suceder alguna vez o tal vez ya te sucedió con la Nené. Ahora estoy convencido de
que no seré como mi tío Franco, nunca me acostaré con una puta, porque la Rita , para mí, no lo es.
¿Sabés por qué, Emir? Porque ella se ha guardado, en secreto, una parte de su
inocencia, te das cuenta mirándola a sus ojos, y la comparte con quién se le da
la gana. Por eso la respeto, más aún cuando sé que nunca volveré a tocarla,
pues ella así me lo ha pedido.
Entonces
terminemos la charla, que estamos llegando a Luján. No me contés una palabra
sobre Nené porque yo no voy a nombrar a la Rita ni ante vos ni ante nadie, nunca más.
Te
juego un embalaje. El que pase primero por aquel letrero es el más macho de los
dos, y el que pierda es cañón.
*
CAPÍTULO 19
DOS GILES DE BUENOS AIRES CUENTAN AL
ENANO LILIPUT DEL “CIRCO MARAVILLA” DONDE TRABAJAN, LA BROMA CRUEL QUE LE HICIERON A
UN POBRE DISCAPACITADO MENTAL, EN UNO DE
SUS PASEOS A CABALLO.
Antes
de comenzar a trabajar en el circo conocí en Liniers a una parejita de recién
casados que se había alojado en el hotel
de mis viejos. Él era uno de esos gringos grandotes, rústico y de buen
corazón, y la señora una mina gordita que cuando reía parecía tener cascabeles
escondidos en la garganta. Habían viajado a Buenos Aires en luna de miel pero
no salían mucho y regresaron habiendo conocido solamente La Boca y parte del Puerto. No
se perdían comida y morfaban para qué te cuento. Se lo pasaban franeleando y
haciéndose bromas y salían y volvían a entrar al dormitorio a serruchar,
supongo, porque no compraban ni una miserable revista para entretenerse.
Como
buena gente de campo eran muy respetuosos y se ganaron la confianza de mis
viejos, nos pidieron que fuéramos alguna vez a visitarlos porque, para ellos,
sería un orgullo que gente importante llegara por su casa alguna vez. La verdad
es que el hotelucho apenas nos daba para
vivir y la guita era tan escasa que empecé a trabajar vendiendo golosinas en
los colectivos.
Quedamos
en escribirnos y cada tanto recibíamos alguna carta en la cual nos iban contando cada
acontecimiento importante, la compra de la chacrita donde ahora viven, el
nacimiento de su primer hijo, el bautismo, la muerte del padre de ella, el
nacimiento de la nena, y todas esas cosas. Nosotros, mejor dicho mi vieja,
también les escribía, pero el tiempo iba pasando y las cartas aparecían cada
tanto, hasta que nos enteramos que la chiquita había muerto y desde entonces no
supimos más. Nosotros fuimos una vez a Mendoza en una excursión hasta Puente
del Inca. Íbamos como maleta de loco, de un lado para el otro de manera que no
pudimos ir a visitarlos. El tipo se llama Lorenzo Vicentini y ella, Azucena. El
pibe, que pudo haber sido mi ahijado si no fuera porque soy un fallito, se
llama Ángel y la finadita, María Inés.
Al
morir mi viejo vendimos el hotel; mi vieja se quedó al cuidado de mi hermana
mayor y yo entré al “Circo Maravilla” de los hermanos Reynoso, y empecé a vivir
como un gitano, de pueblo en pueblo, haciendo de payaso, de amaestrador de
leones, de equilibrista y por fin el número sobre el Lejano oeste que hago
ahora con el Indio Sosa.
Apenas
supe sobre el lugar que visitaríamos en esta gira me prometí que iría a ver a
los Vicentini, en especial para pedirles que nos perdonaran por no haber
aceptado ser el padrino de su hijo. Te imaginás, enano, en aquel tiempo yo
andaba en otras cosas y no tenía ni la menor idea de la importancia que por
aquí le dan a esa clase de relación: ser compadres. Me quedé con una especie de
sentimiento de culpa, pero lo cierto es que el asunto sucedió en esa edad en
que uno tiene que elegir un camino: ser artista de circo o engancharme en la Marina.
Actuamos
en La Pampa ,
después seguimos por Villa Atuel, San Rafael, bajamos por Tunuyán y un mes
después estábamos instalando la carpa, aquí en Maipú. No te voy a hablar de
nuestro trabajo porque vos sos una de las estrellas de las boludeces que
hacemos, pero creo que al público lo que más le gusta es la obra de teatro que
se representa como número final.
Te
sigo contando. El lunes, que es nuestro día de descanso, le propuse a Sosa que
fuéramos a dar una vuelta a caballo para pasear un poco y de paso, si teníamos
tiempo, llegar hasta la chacra de los Vicentini. Saqué mi libreta con
direcciones y salimos muy temprano siguiendo una especie de mapa que el tano
nos había enviado en una de sus cartas. Parecía un plano para la búsqueda de un
tesoro por la cantidad inútil de datos que había puesto, siendo que resultó de
lo más sencillo llegar.
De
todos modos no pensés que es ahí nomás ya que el paseo, un rato al paso y otro
al galope, nos llevó algunas horas. Tomamos por calle Tropero Sosa hasta el
carril Urquiza, de ahí le metimos hacia el sur, hasta una calle de tierra que
llaman Videla Aranda, hacia el este. Al llegar al puente del canal doblamos
hacia el norte y a unos quinientos metros empezamos a preguntar y dimos, finalmente, con la casa de los
chacareros.
Lorenzo
estaba en la plantación de ajos y apenas escuchó que los perros ladraban se
puso el azadón al hombre y apareció con cara de pocos amigos. ¿Cómo podía
imaginar que era yo? Con esta vestimenta parecíamos salidos de una película de
vaqueros, así que lo llamé por su nombre
y le dije, saludándolo con el sombrero, soy Walter, Walter Giménez, su amigo de
Buenos Aires.
Azucena
estaba mucho más gorda y en pocos años se había avejentado, pero Lorenzo
parecía un tanque y me abrazó con sus manotas con olor a ajos, y como era la
hora del almuerzo nos invitaron a compartir su mesa. Nosotros, tratando de
disculparnos, que ése no era momento de llegar, así de sopetón, y meta
cumplidos mientras íbamos desensillando los caballos.
Nos
lavamos las manos en una palangana que había en el patio sobre unos adobes y ya
estábamos saboreando un guiso de lentejas y chorizos codeguín que estaba para
chuparse los dedos. Una jarra con vino casero, medio picadito para mi gusto, un
postre de duraznos en almíbar, y para que los dueños de casa comprobaran que yo
no era un desagradecido saqué de mi alforja los regalos. Un par de medias de
vestir para Azucena, una billetera de cuero para el gringo y una caja de
lápices de colores para el pibe.
Fijate,
enano, que en casa de los pobres se produce el milagro de la multiplicación de
los panes. Si vos llegás, suponete, a la casa de un amigo en la ciudad a la
hora de la comida, a los diez minutos te están despidiendo con una sonrisa,
pero en la casa de la gente de campo siempre hay un lugar para uno más en la
mesa. La diferencia consiste en que, una vez que llenaste el buche, tenés que
rajar porque los campesinos no tienen días libres para el ocio.
Antes
de despedirnos, por esas casualidades que nunca voy a entender, les pregunté si
conocían, entre los muchachos del lugar, a alguno a quien le gustara las
revistas de historietas. Aquí, el que más lee es el Juancito Sánchez, él vive
un poco más allá, en uno de los contratos de la
Finca Los Nogales; y el otro es un tontito
que se llama Narciso Gauna, un flaquito estrambótico que camina como si
estuviera pasando la guadaña con las patas, me dijo Lorenzo, entre risas.
Regresamos,
después de saludos y más abrazos, por el mismo camino que habíamos hecho pero,
en lugar de doblar por el puente sobre el canal, seguimos en dirección al río
Mendoza, y en un claro entre los cañaverales volvimos a desensillar y nos
dispusimos a hacer una merecida siesta. Como no nos habían invitado con café
prendimos un fueguito y calentamos agua en una pava tiznada que el Indio Sosa
lleva siempre con él; pero antes cortamos un poco de alfalfa en la finca que
está de este lado del canal, y nos quedamos echados, lo más piolas, apolillando
y haciendo la digestión.
En
medio del silencio escuchamos que alguien venía por el lado de las compuertas
donde naca el canal. Andá a ver, le dije a Sosa, mientras yo preparo el café.
¿Quién sería? Estaba oscureciendo, se nos estaba haciendo tarde para pegar la
vuelta y descansar con ganas para preparar la función del día siguiente.
Walter, es el patizambo, el Narciso Gauna de quien nos hablaron, susurró el
Indio, caminando agachado para que el otro no lo viera. Ponete la pluma en la
cabeza, pasame el antifaz, y empezá a hacer de cuentas de que estamos en el
teatro. Vamos a ver si el chueco ése es tonto de verdad o más vivo que
nosotros.
Escuchamos
que se acercaba pasando entre las cañas, tímidamente, y le pedimos que se
aproximara, llamándolo por su nombre. Si te cuento, Liliput, lo que pasó luego
entre nosotros y ese pobre tipo flacuchento, narigón, que no podía estar quieto
ni un momento, te juro que no sé si es para reír o llorar.
Le
ofecimos un poco de café y una tortita de grasa con un trozo de jamón ahumado,
de esos que vienen en lata, y le conté la historia de nuestras vidas, que
habíamos salido de los Estados Unidos para conocer a los lectores de la revista
“El Tony” antes de morir como ya había ocurrido con el dibujante que nos había
creado, y el pobre loquito, quien parecía haber visto al mismísimo Dios en
persona me dijo, con palabras entrecortadas, que yo era la persona que más
quería en el mundo después de su abuela Rosa y que él sabía que alguna vez iba
a conocer al Enmascarado Solitario y a Toro. El Indio Sosa se aguantaba la
risa, el pelotudo, haciéndose el mudo, el héroe silencioso que en cada capítulo
ofrecía su vida para que yo me salvara de toda clase de peligros, lo atendía
inclinando la cabeza cada vez que le servía algo.
No
sé si a vos, enano, alguna vez te habrá ocurrido que alguien, viéndote por la
calle, haya pensado que te habías escapado del cuento de Blancanieves. Aquel
atardecer lo voy a conservar como una
experiencia única, que no volverá a repetirse, lo sé bien. En el momento en que
le decía al ganso aquel, que todos éramos personajes de la gran historieta que
es el mundo, sentí que penetraba en una realidad que antes yo no había
experimentado. La obra de teatro que estaba improvisando, por el solo gusto de
hacer una broma, me dio el presentimiento de que lo que allí estaba sucediendo
ya había sido impreso en los dibujos de alguna revista y que yo y Sosa,
disfrazados con la ropa con que actuamos en el circo, fuimos por unos minutos
la encarnación perfecta de los personajes que Narciso creía estar viendo.
Un
momento antes era Walter Giménez, un artista de variedades empleado en el
“Circo Maravilla”, haciendo de porteño piola, jugando con la inocencia de un
disminuido mental, y fracción de segundos después, por arte y magia de la fe de
un ingenuo, me convertí en el verdadero Enmascarado Solitario, en carne y
hueso, el mismo que yo había deseado ser cuando niño, cuando también leía “El Tony”.
Le
regalé algunas ejemplares de la revista que llevaba conmigo y una moneda de
aluminio que lanzo por el aire y recojo con el látigo durante las funciones del
circo. Lo abracé y le pedí que guardara el secreto de nuestro encuentro y le
inventé un verso sobre que un tal Juan Sánchez, el otro lector de la zona,
escribiría un libro en el futuro, cosa que el pobre no entendió ni jota, me
parece.
Tenía
necesidad de contarle a alguien lo que me sucedió, desembuchar la pelotera que
me tenía sin dormir, pensando a veces
que me había portado como un hijo de puta ante un desequilibrado, y por
momentos con la certeza de que la mente de los niños y de los idiotas es un
mundo aparte. Decime, Liliput, si no fuera así, ¿dónde carajos irían a parar
los circos? Tenía razón el Enmascarado Solitario cuando dijo que este mundo es
una historieta que alguien dibuja para divertirse.
*
CAPÍTULO 20
MISTERIOS Y SUPERSTICIONES EN LA
NOCHE DEL VELORIO DE LA
NIÑA LUCÍA INÉS VICENTINI RELATADO POR
CAROLINA ALCARAZ A JUAN SÁNCHEZ A QUIEN NUNCA DIRÁ CUÁNTO LO AMA, AUNQUE LO
INTENTA.
Desde
este mismo lugar donde estamos sentados, sobre el puentecito hecho con palos de
álamo que cruza el canal, ayer por la mañana se cayó al agua la nenita de los
Vicentini, y se ahogó. Recién al mediodía, con la ayuda del tomero, pudieron
encontrarla, atascada en una compuerta, cerca de la
Finca El Zorzal.
Con
don Lorenzo y la señora Azucena nos conocemos desde hace unos dos años, más o menos, cuando empezamos
con la Flora ,
mi hermana menor, a trabajar en la chacra plantando cebollas. No entiendo cómo
a ellos, que son tan buenas personas, les ha venido a suceder esta desgracia.
El Padre Luis nos enseñaba en las clases de catecismo, que dio el verano pasado
en la Capilla ,
que Dios es nuestro padre verdadero, que
él ama a todas las criaturas y las hace vigilar por el Ángel de la Guarda. Decime , Juan, si vos
fueras padre, no un padre común sino uno que tuviera la capacidad de hacer
mundos, soles y estrellas, ¿permitirías que a un hijo tuyo le sucediera lo
mismo que a la finadita Lucía Inés? ¿Alguien se descuidó o así tiene que ser la
vida? No lo comprendo. Cada vez que muere un niño me siento más desamparada,
más sola que nunca, porque no tengo a nadie que responda mis preguntas. Con los
guachos que hay por todos lados disfrutando del dinero que le roban a los
pobres no hay justicia, al contrario, como dice el refrán, hierba mala nunca
muere.
Al
estar sentada junto a vos, en medio de este silencio como de tumba que envuelve
los velorios, me vienen de golpe, a la cabeza, todos los recuerdos de mi
infancia. ¿Alguna vez te dije que tanto
Flora como yo nacimos cerca de las lagunas de Guanacache, en ese
desierto del que nadie se acuerda?
Teníamos un puesto de cabras en El Retamo, allá por donde el diablo
perdió el poncho, en medio de bosques de algarrobos y grandes medanales donde
se forman esos remolinos, parecidos a fantasmas de polvo que en un santiamén te
hacen mejunje las polleras y el pelo. Para el tiempo en que las ánimas andan
penando suelen aparecer esas mangas de tierra tan fuertes que chupan a los
animales y a las personas como si fueran bocas de una enorme lampalagua, y
nunca más se los vuelve a ver. Así que si una se topa con uno de sus
tirabuzones tenés que persignarte y decir en voz alta, cruz diablo, cruz diablo
y quedarte quietita, rezándole a la
Virgen del Rosario para que te proteja.
Mi
mamá Petrona, decía que su papá, o sea mi tata Nicolás, era un indio pehunche
que se había escapado de los soldados que lo traían prisionero desde el sur a
Rodeo del Medio, por eso los chicos de la escuela se burlaban de mí y de la Flora llamándonos indias.
Félix, mi papá, vino de Costa de Araujo y se conocieron para las fiestas de San
Vicente durante la sequía más grande que se haya conocido, y al año siguiente
se casaron. Es una costumbre muy vieja la de encenderla velas al santo, para
que haga llover, así que en el año que te cuento parece que se les fue la mano
a los lugareños en la cantidad de velas que prendieron porque a los pocos días
llovió una barbaridad y debió haber ocurrido otro tanto en Mendoza y San Juan
porque vino una inundación de la gran siete que hasta peces sacaban de las
lagunas vecinas, con decirte que hasta llegaron bandadas de patos de tantas variedades
como nadie había visto en su revinagre vida.
Vivíamos
en un ranchito con paredes hechas de cañizo y
cortaderas y techo de totora
pegadito al corral para las cabras. De aquel tiempo me han quedado muy pocos
recuerdos, algunos divertidos como los cuentos que decían las viejas y otros
tristes, como la muerte de Miguelito, mi hermanito menor; y las picaduras de
las chinches voladoras que me metieron esta enfermedad que me jode el corazón.
¿Viste cómo tengo el ojo derecho, con el párpado caído? Eso es también a causa
de lo mismo.
Con
las frutas maduras de los algarrobos hacíamos añapa y pancitos de patay y
también una chicha mucho más fuerte que la que hacen por aquí con uva, que se
llama aloja, a la que algunos le agregan miel para hacerla más suave.
Pastoreábamos las cabras y mientras ellas comían lo que encontraban, nosotras,
las mujeres, recogíamos el junquillo, el que usan en la ciudad para fabricar
escobas. También supimos tener algunas colmenas, pero a falta de interesados,
mi papá las abandonó. Además, ¿quién se animaría a cruzar aquellos médanos para
ir a comprar miel?
Mientras
escucho a la gente que llora por la muertita, me estoy acordando de cuando al
Miguelito lo picó una víbora de la cruz. No había cumplido siquiera dos años,
creo que ni supo que había nacido. Un vecino, don Genaro Bustos, quien era,
precisamente, su padrino de bautismo, le construyó un cajoncito con tablas de
algarrobo y lo velamos envuelto en flores de retama, con la única ropita que
tenía, con un rosario hecho con teltecas entre sus manitas. Aquí, si esta noche
alguien se pusiera a tocar la guitarra lo mandarían a pasear pero, allá en
Lavalle, las costumbres eran otras. En el velorio del angelito se bailaban
cuecas y gatos toda la noche mientras servían mate, aloja y tortitas con
chicharrones. Así encontraban un consuelo, en la creencia de que el alma del
inocente iría derechito al cielo sin pasar por el purgatorio; y el tema de la
conversación era solo sobre muertos y aparecidos, para darse fuerzas y sentir
que todavía andaban de este lado, pobres y abandonados, pero meta zapatear y
revolver los pañuelos.
Cierta
noche la loca trepó a lo más alto de un médano y se acostó como Dios la había
echado al mundo bajo una luna llena que hería los ojos. Luego de cubrirse con
miel empezó a pegotearse plumas de pájaros en todito el cuerpo y se tumbó de
espaldas llamando al Mandinga con tales gritos que los perros comenzaron a
aullar y daba pena escucharlos. Después se puso de pie y comenzó a corretear
agitando los brazos, subiendo y bajando por las lomas de arena hasta que empezó
a revolotear como un pájaro y pasó por encima del bosque de algarrobos de donde
salieron otros bichos semejantes que se reían a carcajada mientras se alzaban
hacia lo alto, cada vez más arriba,
hasta que apenas quedaron unos puntitos que desaparecieron en la oscuridad. Al día
siguiente los puesteros encontraron, donde la bruja se había recostado, una
gran mancha de sangre junto a un crucifijo destrozado.
Desde
ese día empezaron a escucharse risotadas entre la espesura de los árboles y
verse unos bultos negros, como gallinetas, colgados cabeza abajo, llamando a
los varones con palabras que no podría repetir, por respeto al angelito.
Cierto
atardecer, un mocetón hijo de un hachero, al cruzar a caballo por el sitio de
donde venían los silbidos de las ánimas, escuchó como el llanto de unas
criaturas que lo llamaban por su nombre. Andrés, Andrés, repetían. Sorprendido, detuvo su
cabalgadura y enderezó para lo espeso, comedido, como buen criollo, para servir
sin temor, como le habían enseñado sus mayores. Buscó y buscó hasta que dio con
un árbol cubierto como por bostas de gallina, y casi vomitó del olor infame que
le llegaba. Al no encontrar nadie volvió al camino y en una de esas sintió que
alguien le rozaba las espaldas. Se dio vuelta y vio a una mujer desnuda sentada
en las ancas del caballo, la que solo llevaba puesta una corona de azahares de
novia en la cabeza. No alcanzó el jinete a decir una palabra cuando la bruja,
que no era otra que la mismísima Juana Santillán, le había clavado sus dientes
en la garganta y empezó a chuparle la vena hasta que lo desangró. En colonia
Los Sauces donde esperaban al joven Andrés solo llegó el caballo, bañado en
sudor y con la montura hecha jirones tal como si la hubiera arañado un león.
Con
las brasas convertidas en cenizas y algunos tumbados por el sueño y otros
comiendo una cazuela de gallina, nos encontramos con el sol que apuntaba
mientras se hacían los preparatorios
para llevar al Miguelito al cementerio. Me acuerdo de aquella mañana como si
fuera hoy pues aquel fue el momento más triste de mi niñez. Sobre el sulky
viejo tirado por dos mulas, estaba mi papá con las riendas en las manos y el
chicote sujeto en el pescante. A su lado, mi mamá sosteniendo sobre su falda el
cajoncito de madera con su niño adentro. Detrás, montando sus caballos, algunos
hombres y mujeres completando el cortejo hasta que se perdieron de vista,
dejando tras ellos el rancho silencioso y los balidos de alguna cabra en el
corral.
Esa
misma noche mi papá se emborrachó y nos dio una paliza que casi nos mata,
culpándonos por la muerte del Miguelito, diciéndonos que las mujeres éramos
peores que las víboras, tal era su odio. Por eso, Juan, estoy aprendiendo todo
lo que Doña Rosa sabe sobre partos, empachos, culebrilla y lo que sea, para
ayudar a que en este mundo de mierda se pueda vivir con un poco menos de tristeza y de locura. No soy del tipo de mujer que
subiría en pelotas sobre el anca de ningún caballo y tampoco me cosería plumas
para poder volar y desafiar a Dios. No soy bonita ni tampoco muy bicha en hacer
que los hombres se fijen en mí
Te
has quedado las horas mirándome, sin decir palabra, mientras yo te hablaba.
¿Será porque tanto te interesan esas historias raras o será porque te gusto?
Juan, dejá de sonreír y contestame.
*
CAPÍTULO 21
En
el mismo lugar donde estuvo eso circo de mala muerte, estamos instalando
nuestras carpas y nos quedaremos hasta después de que pase la vendimia y que tu
padre y tus hermanos puedan vender esos camiones viejos que encontramos
abandonados en Rivadavia.
Ponete,
María, la pollera nueva y los gruesos collares con medallones de oro que a
partir de hoy tendrás que empezar a ganarte la vida pues, como decía mi abuela,
gitana que no roba no come. Mientras vos
vas aprendiendo este oficio maravilloso, yo saldré con mis hermanas a vender
pailas por este pueblo y sus alrededores, que ahora es el tiempo cuando sus
gentes preparan esos dulces que a vos tanto te gustan, de membrillos con nueces
o arrope que hacen con las uvas bien maduras durante la melesca.
Vamos
a repasar el arte de la magia que se practica con las manos, siempre más
veloces que el pasmo que les acomete a los cristianos cuando están ante nuestra
presencia.
A
los hombres empezarás pidiéndole un cigarrillo y apenas te lo enciendan te
acomodás un poco el escote para que espíen, no mucho, tus hermosas tetas, que
de ahí a pensar que todo resultará fácil dura menos de lo que canta un gallo. No
te fijés ni en la cara ni en la edad ni en la ropa que lleven puestos esos
machos porque ellos, sin distinción, solamente quieren saber de dinero y de
mujeres. Si se someten a tu encanto dales a entender, con el simulacro del
brillo de tus ojos, que por un fajo de pesos ellos podrían retozar sobre tu
juventud como perros en celo para luego, leyendo las líneas de sus manos,
decirles tal buenaventura que se olvidarán de vos y se quedarán como atontados,
pensando en las fantasías que habrás depositado en sus cabezas.
Empezaré
por enseñarte el sortilegio del basilisco que espanta de tal modo a los
estúpidos que ninguno, ni el más frío y calculador, se resistirá a entregarte
unos billetes.
No
pensés, María, que este trabajo es fácil; apenas unas pocas mujeres de las
cientos que visitarás, te harán pasar a sus casas. En tales casos, con la
puerta abierta ya tendrás la mitad del trabajo realizado. Con una rápida mirada
observarás todo lo que podrás arrebatarles, mediante la habilidad de las manos
y el encantamiento de nuestro arte. Tenés que procurar llegar a lo más
profundo, al fondo donde se esconden los miedos y las supersticiones, los
buenos y los malos deseos, el gusto de resultar favorecidos por la suerte y el
mismo gusto en hacer que a sus enemistades les llegue una maldición.
Conocés,
ya que de niña me has visto trotar durante años por este bendito país, que en
la caricatura de las caras de esos pobres ignorantes, podrás leer lo que les
pasa, especialmente en la facha de las mujeres. Así, a esa gorda amarillenta le
dirás que sufre del hígado y ella quedará en el acto convencida de que sos
adivina, porque de eso se trata, pequeña, de las adivinaciones y las suertes. A
otra, flaca y del color de la cera, con el pelo seco y los ojos hundidos, le
advertirás que cuide su estómago, que no se haga mala sangre, que ella está
sufriendo el mal que una vecina que la odia le ha impuesto. Por la forma en que
camina, como si fuera pisando clavos, revelerás a otra pobre mujer que si no se
mejora de la columna se quedará paralítica, y que ni siquiera podrá ir por su
cuenta al excusado, que se cagará en su silla y no habrá uno que la quiera
ayudar a higienizarse. Si alguna otra transpira, tiembla y tartamudea, le
ofrecerás ayuda para su corazón, enfermo a causa de no ser correspondida por el
hombre que ella ama.
Quedamos
en que habías traspuesto el umbral de la casa. Hasta ahí todo irá bien, pero
tendrás que insistir ante quien te dé semejante hospitalidad, quedarte a solas
con ella, si es posible en un dormitorio, para convencerla con una seguidilla
de zalamerías y amenazas al mismo tiempo para que acepte ver, con sus propios
ojos, el demonio que tiene metido en su cuerpo, ese bicho inmundo que vive y se
alimenta de su sangre con la apariencia de una enfermedad. ¿Quién no odia a
alguien? ¿Quién no es odiado, a su vez?
Deberás
acorralar a la dueña de casa o a su hija mayor o al marido, siempre que te des
cuenta de que tienen guardado sus ahorros en algún rincón, y decirles que los
curarás sin que deban pagarte una moneda, que solo te guía el amor de Dios,
quien es el único que conoce las causas de todos los males.
Vamos
a practicar para estar seguras de que todo saldrá bien. Tenés pedir un vaso
lleno hasta la mitad de aceite, un huevo
de gallina y un pañuelo o servilleta, lo mismo da. Después te enseñaré a hacer
el truco del pañuelo para robar anillos, pero hoy no voy a complicarte, así que
sigamos con el ensayo.
La
persona que acepte hacer la prueba deberá estar sentada y vos en cuclillas,
concentrada como si fueras una diosa de Egipto ante el faraón, sirviéndolo. Eso
de ver a alguien en posición de servidumbre alienta a quien espera ver salir de
su cuerpo el bicho que causa su enfermedad. Preguntarás el nombre de la fulana
o del mengano y recitarás a continuación una cantilena en cualquier jeringonza
que esos analfabetos, ciegos de esperanzas por la fortuna, pensarás que están
usando el idioma de la magia. Pasarás tus manos sobre su cuerpo desde la cabeza
a los pies sin olvidar lo más importante que es un toquecito suave por las
berijas que es ahí donde todos sospechan que puede estar escondido el gusano.
Pondrás el vaso en el suelo cubierto por el pañuelo y el huevo dentro del vaso,
por supuesto, mientras te asegurarás que todo esté tranquilo y que, si hay
curiosos, no deben sospechar de tus movimientos.
No
hay tonto que no sepa que en algunos huevos de gallina el mismo demonio incuba
a uno de sus hijos más horripilantes, el basilisco, como este que saco de mi
bolsillo y pongo en tus manos. Miralo bien y decime si no es algo asqueroso,
que hasta yo misma, acostumbrada a utilizarlo miles de veces, siento
repugnancia al tocarlo. Está hecho de goma y es parecido a una araña pero en
lugar de patas tiene unos pelos largos
como tus dedos.
Ahora
viene lo mejor, que es cuando acariciando apenas el cuerpo de tu cliente
repetirás, quiero sacar de la sangre, pongo ejemplo, de María Luisa Morales, el
mal que le ha hecho por envidia alguien quien la conoce bien y que desea su
muerte. Destaparás el vaso, mostrarás el huevo entero y volverás a cubrirlo con
el pañuelo y lo pasarás de arriba a abajo, a los costados, entre las piernas,
si es mujer rozarás con el vaso su chucha, y si es varón el pito, mientras irás
introduciendo el basilisco, lo apretarás contra el huevo y formarás un mazacote
sin dejar de hablar un instante mirando fijamente a los ojos de la que te dije,
al cabo de lo cual, con la otra mano, levantarás el pañuelo y ahí aparecerá, el
más repugnante hijo de la brujería, moviendo sus pelos entre el aceite, la
clara, la yema y los pedazos de cáscara, como si estuviera vivo.
¿Querés
que lleve conmigo el mal que te ha sacado o preferís que vuelva a metértelo por aquí?, preguntarás
a la miseria sudorosa que tendrás ante vos al tiempo que harás un movimiento con
el vaso acercándolo a sus piernas. ¿Qué clase de estúpido desearía que
semejante asquerosidad vuelva a metérselo por el sexo? Te dirán, por supuesto,
que no, dándote lugar a preguntarle. ¿Creés que hay dinero suficiente en el
mundo para pagar el bien que acabo de hacerte?
La
elegida para esta práctica, la supuesta Malicha, de quien después te contaré,
te responderá que no lo sabe. Le dirás que te dé lo más valioso que tenga en su casa, el dinero guardado, un
reloj, o algo a lo que ya habías echado el ojo. Si lo que te ofrece te parece
poco, le pedirás un jamón o una docena de botellas con salsa de tomate, tres o
cuatro panes, lo que sea, que no podrás retirarte con las manos vacías pues la
magia nunca debe perder.
No
concederás a nadie el mínimo tiempo para pensar, tendrás que insistir, que si no me das algo
valioso te meteré el basilisco por la zorra, te volverás ciega, te saldrán
forúnculos en el trasero y dale y dale hasta que consigás lo máximo y llegués a
ser el orgullo de tu madre, la gitana Zulema, la más grande, que no hay nadie
que pueda con ella.
Apenas
cobrés tus honorarios de doctora del misterio que sana a los tontos de
espíritu, les dirás que devolvés el vaso pero que al bicho lo llevarás envuelto en el
pañuelo para que la gitana mayor, la única que sabe hacerlo, lo corte con un
cuchillo bien afilado y después lo queme ya que si un solo pelo quedara suelto
volvería a metérsele por alguno de sus agujeros, pues cada cual tiene su propio
demonio que lo sigue a todas partes como un perro que aunque lo abandones lejos
de tu casa, si no encuentra a alguien que sepa matarlo para siempre, volverá
como un gato, oliendo el tufillo hediondo que dejan los rastros de quien fue su
dueña o su dueño, según sea.
Mañana
mismo habrá llegado el momento de tu iniciación y no he pensado en un mejor
sitio que ese donde vive la gente más extraña
que he conocido. Tu hermana Magda sabe cómo llegar; ella estuvo allí
conmigo la semana pasada y te acompañará en este viaje. Voy a decirte a quiénes
visitarás y a quiénes no. Escuchame atentamente, muchacha. En primer lugar, ni
loca, llegarás a la casa de una vieja criolla a la que llaman doña Rosa, la que
tiene un nieto flacuchento y destartalado. Esa mujer es dueña del poder de las
palabras que curan de verdad tanto a personas como animales y se protege de
nuestra presencia con una planta de ruda macho con olor a meada de gato.
Tampoco
visitarás los negocios de los árabes que te sacarán a latigazos, y en casa de
la maestra procurarás entrar solo si está el barrigudo de su marido, el cual
tiene un mal que él mismo se ha hecho y que ni con su muerte se sanará. A ese
morocho podrás consolarlo con el sortilegio de la magia, que te pagará con
creces el cuchuflito.
En
casa del peluquero visitarás a su mujer, a la María Luisa de quien te hablé,
y le llevarás de mi parte este encantamiento
que he preparado con hojas de almizcle, guano de caballo y alcanfor,
para que lo entierre en el jardín de su vecina, la mujer que cuida la Capilla. A su vez, cuando
crucés la calle, en la casa que está junto al Salón Vecinal, hallarás a quien
María Luisa odia, una tal Salomé Bazán, y como si nada supieras le dirás que
una mujer gorda de patas flacas está preparando su muerte que le anticiparás
mostrándole el basilisco.
Mañana,
antes de que tu padre las deje a Magda y a vos en las proximidades, te haré
otra lista de los mejores candidatos que he seleccionado para tu primer día de
trabajo. Procurá que ellos no olviden el poder que conserva nuestra raza de
gitanos, poder que por desgracia va extinguiéndose por culpa de los libros y de
nuevos males que todavía no hemos aprendido a conjurar.
Caminá
por la calle con esa gallardía que Dios te ha concedido, despacio, sin apuro,
como su tu alma se alimentara con la mansedumbre de una paloma que trae los
mensajes de la revelación, y con la astucia de la serpiente que sabe huir del
peligro y morder por sorpresa a quien la ofendió.
Aprovechate
de cualquier hombre, dejá que huela tu pelo, que te desnude con su deseo, pero
no permitirás que nadie te toque, puesto que el próximo año serás la esposa del
más rico de los gitanos de Brasil, tu primo Luis. ¿Sabés cuál sería tu precio
si mojaras con tu sangre de virgen la pindonga de un extraño? ¿Has pensado en
el castigo que recibirías? Podés jugar con tus caderas y gozar con tus ojos y
calentarte en silencio, fumar en compañía de los machos, rozarlos con tus senos
y aún sobarles la paloma, pero deberás aguantar tus deseos para ofrecérselo
completos a tu marido, en tu noche de bodas.
Después,
María, cuando empecés a ser vieja como yo, te darás cuenta de que la dote que
compra a una gitana te convierte en la puta más cara, a la puta que sirve, por
dinero, a un solo hombre.
*
CAPÍTULO 22
TATITA, LA GALLINA AMESTRADA
DE DOÑA ROSA GAUNA, ESCUCHA LAS TRISTES CONFESIONES DE LA ANCIANA , ENTRE EL AROMA DE
PASTELES FRITOS EN GRASA Y LA NIEVE QUE
CAE, MANSAMENTE, SOBRE LOS OLIVARES.
De
un momento a otro van a llegar los hijos de
Abelardo Sánchez, el casado con la Valentina Santini ,
y les estoy preparando unos sabrosos
pastelitos fritos en grasa, y para que no les caigan pesados, como ellos no
deben tomar vino, les prepararé un té bien calentito con hojas de durazno secas
que guardo en un frasco.
A
esos niños, como a tantos otros de este lugar, los conozco desde que sus madres
los parieron. ¿Cómo te atrevés, gallinita ingrata, a cacarear de eso modo? Los
traje al mundo porque soy la médica más famosa de este lugar, desde que murió
doña Tomasa Culipí, de quien aprendí todo lo que sé. Además, soy la única en
este pueblo, qué joder.
Al
Juancito, al principio, me gustaba
cargarlo hasta verlo colorado como un tomate. Apenas lo veía llegar, muy
calladito y pensativo, por el callejón
de los ciruelos, yo empezaba a cantar, haciéndome la distraída. “Juancito de Juan Moreyra traeme una
escupideira que anoche comí una peira y tengo una cagadeira”. Hasta que un
día lo vi haciendo pucheros y me dio vergüenza de portarme como una vieja
cochina. En cambio, a la flaquita rubia
de patitas chuecas, la María Ema ,
y a la más chica, la María Elena ,
fuerte y robusta como una mula, les causaba gracia y se morían de risa cuando
al verlas jugar en la soga, yo acompañaba
el movimiento de los saltos y les decía, una y otra vez. “María panza fría botijón de la lejía saca
pollos y no los cría mancarrón de la policía”.
No pensés, Tatita,
que a todos los vecinos les gusta que sus hijos vengan a escuchar mis cuentos.
Como en todas partes hay gente amable y gente jetona. Cuando la
Rita Zamora y el Hugo Alaniz eran niños,
venían de vez en cuando y se quedaban calladitos mientras yo me llevaba sus
almas al país de las maravillas y los sueños que guardo en mi memoria. Años
después, al crecer, la Rita
y el Hugo dejaron de ser amigos al mismo tiempo que dejaban atrás su infancia;
era como si lo oscuro se les hubiera ido entrando de a poco taponándoles el
deseo de ser felices. Las que sí vienen seguido son las cieguitas, las
hijastras del guata de cebo del Fausto
Palacios. Digo hijastras porque un bicho feo como ése no pudo haber sido el
padre de criaturas tan hermosas, tan diferentes a todas las que he conocido. Y
encima, ese borrachín y angurriento, amenaza a las muchachas cada vez que se
entera de que ellas han estado en mi humilde rancho, porque donde él vive con
esas inocentes no es siquiera un rancho limpio como el mío, es un chiquero con
olor a bosta de perro. ¿Por qué lo hace?, seguramente porque lo tengo junado al
hijo de la gran siete y teme que algún día, cuando se llene el vaso de mi
paciencia, suelte yo un par de verdades que lo manden a la cárcel. Ese es el
pozo donde ese cotudo badulaque tiene que ir a parar para que pague todo el
daño que les hace a sus hijas, si no es que antes lo consume en vida el fuego
del mismo Satanás.
Otro
al que le tengo algo de tirria es al Miguel Ángel Toledo, el que está casado
con la señorita Marta, la maestra. Es un negro tilingo boca sucia, para más
señas gordinflón y cogotudo como si fuera hijo de bodeguero, el sabandija.
Gracias a su mujer, quien es una persona delicada y respetuosa, empezó a
aprender buenos modales pero, como el alacrán, no puede con su mal genio.
A
propósito de aquellos que no pueden vencer su mal carácter, te voy a contar,
Tatita, la historia que escuché de boca
de mi abuela Severa. Dicen que una tarde calurosa de diciembre, por la zona de
Colonia Bombal se encontraron un sapo y un alacrán, frente a una laguna
profunda llena de bagres y mojarritas, taguas, patos zambullidores y toda clase
de bichos. Buenas y santas, dicen que dijo el alacrán con voz de fayuto. No tan
buenas, respondió el sapo en el momento en que cazaba de un lengüetazo un par
de mosquitos. ¿Puedo pedirle un favor?, preguntó el de la voz falsa, y el
gordito ojos saltones preguntó a su vez. ¿A mí? Sí, por favor, le agradeceré
eternamente si me ayuda a cruzar la laguna, tengo que ir a visitar a unos
parientes y así acortaría el camino. Lo haría si estuviera loco, dijo el sapo,
y como no lo estoy, le digo que no. ¿Por qué dice eso? Porque apenas usted suba
a mi lomo me va a picar y moriré. Pero, ¿de dónde ha sacado esos malos
pensamientos?, querido vecino, si yo lo mato también moriré. La cosa es muy
simple, piense un momento y va a comprender que tengo razón. El sapo dudó un
momento, cazó otro par de mosquitos y dijo, está bien, creo en la honradez de
su palabra, al fin y al cabo nadie es tan choto para querer suicidarse. Suba,
que en un momento estaremos del otro lado de la laguna. Montó el alacrán como
si fuera sobre un caballo, en pelo, y cuando estaban a mitad del camino el sapo
sintió que el alacrán le había encajado una inyección de veneno. Pedazo de
boludo, usted prometió que no lo haría, ahora moriremos los dos. Es que no
puedo con mi carácter, decía el alacrán a las carcajadas. ¡No puedo con mi
carácter!
Eso
es lo que le pasó al negro Toledo, el lengua larga, aquella triste tarde de
verano cuando la piedra destruyó su cosecha. Que Dios lo perdone si es que Dios
también ha perdonado al alacrán.
En
cuanto a mí, no soy de las que piensan que han sido elegidas para ser perfectas. Tengo buenos motivos para
creer que he cometido muchos pecados y que otros han producido faltas muy
graves que han llenado de tristeza muchos años de mi vida. Al pensar en los
niños que están por llegar me acuerdo de la maldita noche y de la bendita
noche, todo al mismo tiempo, en que nació el Narciso y murió mi única hija. ¿Te
acordás de la Filomena ?
Cómo podrías acordarte, gallina del carajo, si todavía no habías salido del
huevo.
Lo
recuerdo patente como si hubiera sucedido ayer. Una noche de marzo del año 31,
tiempo después de que el general Uriburu derrocara a don Hipólito Irigoyen, ese
gran caudillo del partido en el cual
militaba mi esposo, Juan Gauna. ¿Qué mirás, gallina parlanchina? ¿Te estás
riendo? Por suerte entre ustedes, la gente del gallinero, no hay generales que
los defiendan de caer en la olla. No lo tomés a mal, era solo una broma.
Sucede
que cuando me visita la tristeza se me ocurren cosas graciosas. Será para
igualar, andás vos a saber.
Por
eso dije, Tatita, que aquella noche fue
maldita y bendita al mismo tiempo. Noche negra y hedionda que se robó a mi hija
y noche de bendición por la vida que dejaba en mis manos. Así me convertí en
abuela y madre y volví a limpiar potitos y cambiar pañales, a preparar mamaderas
y curar empachos, a tener más fuerza que nunca para hacerme cargo. Después que
lavé y envolví al niño, lo puse en la cuna y se quedó dormido. Salí al patio y
allí estaba mi viejo, el Juan Gauna, en completo silencio, mirando hacia la
oscuridad. Sólo el brillo del cigarrillo
cuanto pitaba alumbraba su cara curtida por el trabajo y los
sufrimientos. Puse una mano sobre su hombro y un momento después él se levantó
y se fue para Tres Esquinas, a buscar un comedido que fuera hasta Maipú a traer
un médico que hiciera el certificado de defunción.
Volví
al dormitorio, recogí las cobijas ensangrentadas y puse a mi Filomena sobre una
sábana limpia con sus manos frías cruzadas sobre el pecho, a esperar la mañana,
rezando.
Después
que no anden diciendo que el Narciso es tonto, porque es cierto que fue un mal
parto y que tal vez por eso ahora mi nieto parece un monicaco caminando, con
sus piernas torcidas, sus manos tembleques y su boca en donde las palabras
demoran en salir. Pero no es verdad que sea un alcornoque, como dicen los que
desprecian a los pobres. Mi nieto es más inteligente y más fuerte y más macho
que nadie. ¿Quién le gana en el trabajo? ¿Quién tiene como él sueños en
colores? Porque ande con una pata a la rastra nadie tiene derecho a joderlo. Si
agarro a alguno, burlándose, te juro, Tatita, que le voy a cruzar la jeta de un
guascazo.
Mire,
comadre, ya van llegando las visitas. Empiezo a echar los pastelitos en la
olla, pongo la tetera al fuego y me limpio los ojos, no vayan a pensar esos
pendejitos que estuve llorando.
*
CAPÍTULO 23
TAN BELLA COMO DESPRECIATIVA Y
RENCOROSA, COCA ABDALA CORTA EL LAZO DE AMOR QUE LA
UNÍA A JUAN SÁNCHEZ Y MUESTRA EL OTRO LADO
DE SU CORAZÓN, DONDE HABITA LA GATA MONTESA
DE LOS CELOS.
Algún
día tener que llegar, Juan, el momento de decirte, honestamente, lo que pienso
sobre vos, las cosas que van a amargarte la vida para siempre, a dejarte una
imagen diferente de lo que vos creías que yo era, porque hasta hoy me habías
tomado por una estúpida, por una amiguita cariñosa que te dejaba hacer, por una
ingenua que no sospechaba de la clase de hombre de la que estaba enamorada. Te
voy a dejar encerrado en una cueva de ratones, en un salón de espejos como ese
que está en el Hollywood Park, en Mendoza, y que tanta gracia te produjo aquel
domingo en que tuve la tarada idea de acompañarte.
No
estoy segura de si voy a decirte la verdadera causa de mi enojo pues gozaré metiéndote
dudas, dejándote plantado muerto de bronca, creyendo que me he vuelto loca de
remate. Tenemos la misma edad pero yo ya soy una mujer y vos todavía un pendejo
con la cabeza llena de fantasías. ¿Para qué te sirve leer tanto? ¿Pensás que
los libros van a transformar tu vida? Me dan ganas de reír a carcajadas viendo
la cara de estúpido que estás poniendo.
Cuando
teníamos doce años nos pasábamos papelitos por debajo de los bancos de la
escuela con cartitas de amor que yo escribía y versos pavotes que vos
seguramente copiabas de algún libro porque nunca creí que fueras capaz de
inventarlos. Jamás he dejado de pensar que sos un pobre diablo pero no te lo
había dicho hasta hoy para no lastimarte. Por suerte mi mamá siempre ha pensado
que somos apenas un par de amigos, porque si se enterara de que has estado
levantándome las polleras y manoseándome, te cortaría el pito.
De
todos modos, aunque yo misma sea quien abra las puertas para que me dejés en
paz, debo confesarte que te he querido mucho, con la inocencia que tenemos las
mujeres de creer que nunca seremos engañadas. Nos veíamos cuando podíamos, y
pocas veces hemos estado a solas, por suerte para mí, porque nunca dejaste de
ser un mano larga, un guarango toqueteador. ¿Por qué tanto apuro? Yo quería
esperar un tiempo más para darte lo que me pedías y hubiera seguido aguantando
mis deseos de mujer porque, te repito, nadie va a quererte tanto como yo te
quería.
Cada
vez que te veía llegar al almacén, a llevar pedidos para tu casa, yo era la
primera en atenderte, te hacía bromas, le hacía una guiñada a mi papá como si
él fuera mi cómplice, anotaba prolijamente en la libreta cada peso sin
engañarte nunca, te acompañaba hasta la calle y me quedaba charlando un rato
con vos, como los buenos amigos que éramos.
Si
salías a dar una vuelta en bicicleta con Emir aprovechaba para servirte un café
con bizcochos cuando regresabas, me ponía mi mejor vestido, me bañaba y
perfumaba para que te dieras cuenta de la hermosa mujer en la que me estaba
convirtiendo.
Poco
a poco fui dejándote pasar, no solamente al comedor de mi casa; permitía que
fueras tomando alguna parte de lo mucho que deseabas, en una entrega que
parecía no tener fin. La primera vez fue un beso, apenas rozándome los labios,
después un poco más y luego yo misma te respondía, con una boca húmeda sin
pintura para no mancharte la camisa, te tomaba del cuello y no te soltaba, para que te excitaras
y pusieras tu lengua a jugar con la mía, todo el tiempo que pudiéramos
aguantar, en la oscuridad de la vereda, olvidados de que alguien pudiera
vernos.
Hasta
he permitido que pasaras tus manos por debajo de mi corpiño, varias veces, pero
solamente una en que dejé que me besaras los pezones. Nunca podrás contarle a
ninguno de esos degenerados que tenés por amigos que lo hiciste dos veces. Una
sola vez me besaste los pechos y todavía no comprendo cómo dejé que lo hicieras
como nunca entenderé dónde tenía yo puesta mi cabeza para permitir que me
levantaras las faldas y acariciaras mis piernas, con tanta suavidad que
después, al quedar sola, me parecía seguir sintiendo tu calor.
Decime,
Juan, si yo te he querido tanto, si era casi tu novia, ¿cómo puede ser que te hayas convertido en un hijo
de puta? Las sensaciones de placer que antes sentía en tu presencia se han
transformado en odio, en un odio ciego
que me obliga a rechazarte, a sentir vergüenza de haberte conocido, de que me
hayas tocado. Me dan ganas de poner ácido en la boca que has besado, en arañar
mi cara y cortar mi pelo, en revolcarme en la basura por todo el asco que me
das. ¿Te gustaba mi cuerpo? ¿Qué sentías cuando bajabas lentamente mi bombacha
y empezabas a acariciar mi vello, a buscar debajo hasta sentir el pliegue de mi
sexo? Debo haber estado muy enferma porque a
mí también me gustaban tus caricias, tanto que después yo continuaba en
mi cama haciéndolo con mis propias manos, pensando que eran las tuyas, hasta
sentir que me hundía en un pozo de dicha, en la locura.
Pero
me queda el consuelo de haberte dado poco. Nunca, ni una sola vez te acaricié,
aunque me rogabas y ahora que lo recuerdo me parece cómico haberte dejado
tantas veces con la bragueta abierta, esperando que lo hiciera. Más orgullosa
todavía estoy de saber que nunca hicimos el amor. Me parece increíble haber
sido tan fuerte, de haber aguantado a un asqueroso que me trastornaba con sus
palabras y sus deseos. Vas a morirte sin haberme conocido, sin que hayás podido
darte ni una sola vez el gusto de montarme por más que lo intentabas.
¿Olés
mis perfumes? ¿Te has dado cuenta de que estoy estrenando un vestido nuevo?
Debajo estoy yo, limpia, con olor a jabón y a cremas, con deseos de sentirme
mujer, coqueta y caprichosa, haciéndote sentir la humillación que te produce mi
desprecio. Lo que más te asusta, lo veo en tus ojos, no son las palabras de
reproche, ni el rencor hacia vos por algo que todavía no sabés. Te da miedo, te
desespera darte cuenta de que ya no seré, no podré ser tuya, seré de otro. Si
lo hubieras pensado antes, si de verdad me querías, no habrías acabado
vaciándote en una yegua. Yo podría haber sido tu primera mujer, hubiera
terminado recostándome sobre una bolsa de maíz en el galpón y dejado que me
abrieras. ¿Pensás que nunca te he deseado tanto como vos a mí? ¿No pudiste
haberme dicho que era tan grande tu necesidad que si no lo hacías te morirías?
En
este lugar que apenas tiene veinte casas, todo se sabe. No me importa que te
hayás acostado con la Rita
porque estoy enterada, hace rato, de que todos los hombres son unos cabrones de
mierda. Estoy llena de odio contra vos,
porque no supiste esperar, no supiste hacer un buen trabajo, no aprendiste a
calentarme lo suficiente, algo te falló. Más fácil te resultó dejarle tu dinero
a una puta barata, eso lleva poco tiempo y no deja compromisos.
Si
yo hubiera sido tu primera mujer, no habrías tenido que pagarme. Yo te hubiera
pagado por hacerme dichosa al ver que terminaba lo que habíamos empezado juntos
desde niños, un juego de dos, un apartarnos de los otros, no sentir miedo de
dar, no creer que una mujer debe ser tan fácil que por unos pesos o a cambio de
un acta de matrimonio podés meterte dentro de ella. Vos hacías tu parte en
dirección a mí y yo mi trabajo hacia vos. El día que me besaste por primera vez
me hice un juramento en secreto: que te sería fiel, y cuando me besaste los
pechos sentí que quería ser tu mujer hasta la muerte. Hubiera matado para
defenderte, te hubiera seguido a cualquier parte, con tu pobreza y la
chifladura por los libros. ¿No aprendiste todavía a leer lo que dicen los ojos
de los otros? ¿Sos tan huevón para elegir?
En
este momento, ni aunque me obligaras, volvería a besarte. Lo único que te pido
es que dejemos de vernos y hagamos como se hace con la libreta del almacén: una
vez pagada se rompe para que nadie pueda hacer reclamos. Como dice el refrán,
si te he visto no me acuerdo. Haré de cuenta de que no te conozco porque ni
siquiera pienso despedirme. A toda persona que pregunte por vos voy a decirle
que sos un ladrón, alguien en quien no
se puede confiar, la peor persona que he
conocido, un tipo débil de carácter, el hijo de un contratista de viña, una
bazofia con pelos, un abriboca que no sabe terminar bien sus trabajos, un
apurado, un impaciente y mentiroso, un
falso. ¿Sabés por qué tengo, Juan, tanta amargura? Pienso que no es por celos,
porque yo nunca te he querido como algo que me perteneciera. No puede ser que
sienta celos, tampoco, por una mujer
vulgar como la Rita. Lo
que a mí me pasa con vos es otra cosa, es un resentimiento que nace de saber
que me has engañado, pero no con tu cuerpo, el cual podrías dárselo a los
leones del zoológico; te has burlado de mí con tu corazón, con tu alma, has
roto la confianza que sentía hacia vos, la seguridad que se ha deshecho con el
ocultamiento, con esa cara de imbécil con que respondías a mis preguntas, con
el modo de apartar los ojos cuando yo te buscaba con mi mirada.
No
pienso guardarte luto porque no merecés ni siquiera una lágrima mía. Me siento importante, muy por encima de tu
debilidad de animal fácil, protegida por la voluntad de no dar un solo paso
atrás. Al próximo hombre que se me acerque voy a hacerle lo mismo que te hice a
vos. Primero lo haré esperar un buen tiempo, después le iré entregando en
cuotas un beso acá y otro por allá. Una mano desabrochando los botones de mi
blusa por ese lado y la otra mano despacito, sin apuro, buscando un lugarcito
tibio entre mis piernas, exactamente como lo hacías cuando eras la persona que
yo más amaba.
¿Sentís
celos por lo que te estoy diciendo? ¿Qué es tener celos para vos? ¿Qué alguien
tome el cuerpo o el alma de tu mujer? ¿Qué te parece si ahora mismo voy a casa
de tu amiga la Rita
y le pido que me deje acompañarla por las calles de Mendoza, para empezar a
practicar? Si me encontraras, ¿cuánto pagarías después de que otros hubieran
gozado de lo que era solamente tuyo?
No
siento celos, Juan, lo único que deseo es que te mueras.
*
CAPÍTULO 24
TREPADO A SU MOTOCICLETA “GILERA”,
CON LA SOTANA RECOGIDA Y PROTEGIDO POR GRUESAS ANTIPARRAS, EL PADRE
LUIS TONELLI DIRIGE SUS ORACIONES A
MARÍA AUXILIADORA PIDIENDO POR SUS OVEJAS DESCARRIADAS Y POR SUS PROPIOS
PECADOS.
Aquí
voy otra vez, Amada Señora, en mi vieja motocicleta, dejando tras de sí
remolinos de polvo que el aire fresco de la mañana vuelve a depositar
amablemente sobre la huella, a presidir la santa misa del domingo en mi
Capilla, consagrada a la Virgen
de la Vid , a
escuchar los pecados y ruegos de las almas que tú me has encomendado y
reconfortar su hambre y su sed de salvación con el Pan y el Vino de la Eucaristía.
Sabes
que yo también me alimento con el Pan de los Ángeles y con las mismas oraciones
que desde niño señalaron el camino de mi vocación.
“Panis angelicus
fit panis hominum ad lucem quam inhabitas”.
Sin embargo, el
alma de tu humilde cura, el más imperfecto de todos, habita en el cuerpo de un
hombre, a veces exaltado por tu gracia y otras oprimido por el peso del mundo,
por las flaquezas y tentaciones de la carne.
¿De
dónde proviene, María Auxiliadora, mi codiciosa devoción por Dios, mi apetito
divino, el puro anhelo de servir a mi prójimo con la diligencia de un rústico
pastor que cuida su rebaño? ¿De dónde los bullicios de mi sangre que me
abandona como a un huérfano en un par de deseos ocultos? ¿Acaso has dispuesto
para mí que atraviese la misma noche oscura que recorrió San Juan de la Cruz con el socorro de la
imagen de tu sublime desnudez celestial sin que lo aterrara la sombra de la concupiscencia?
Esperaré
que me respondas después de que te haya resumido las súplicas que hoy te expondré por algunos de
mis fieles a fin de que intercedas ante
tu Hijo por ellos y les prodigues el consuelo de la misericordia. A los rigores
del trabajo y de la pobreza de unos, al abandono perezoso en la indignidad de
otros, al escándalo incestuoso de pocos y a la falta de esperanza por lo que
reciben, de la mayoría, solo tengo para ofrecerles una hebra de la compasión
que proviene del manto de luz con que tú nos cubres, a virtuosos y réprobos por
igual.
Prueba
el sabor, Divina Madre, como el de la amargura de la chilca, que tienen en la
saliva de sus bocas y después muéstrales el manantial que cada uno tiene en su
corazón de donde brota el agua bendita que rechazan, menos por necios que por
el desamparo espiritual en que viven.
Por
ejemplo, ¿con cuál de los fuegos purificadores rescatarás a Fausto Palacios?
¿Con el fuego de Micael o el de Lucifer? ¿Con la llama que arde en tu mano
derecha o en tu mano izquierda? Hace apenas una semana tuve tenido la firmeza
de ir al encuentro de esa furiosa criatura. Estaba echado en su camastro, como
un Herodes mendicante, cubierto de
moscas y de chinches, bebiendo a sorbos una botella de grapa, mirándome
en silencio con perversidad, esperando con una mueca desdeñosa mis primeras
palabras, mientras acariciaba a un enorme perro recostado a sus pies.
En
el patio, detrás de mí, estaban las cieguitas saltando a la soga y cantando:
Antón,
Antón Pirulero,
cada
cual, cada cual,
que
atienda su fuego.
Cada
una de las niñas tenía sobre sus cabellos rubios una coronita hecha con flores
blancos de corrihuela y sonreían como si estuvieran colmadas de una extraña
felicidad. Sobre un horno derrumbado se alzaba el pavo real más hermoso que yo
haya visto en mi vida, desplegando su cola y cerrándola, como si me saludara.
Apenas
intenté salpicar al desperdicio humano con algunas gotas de agua que había
recogido de tu altar, abrió una boca desdentada y escupió a un costado lo que
estaba bebiendo para pronunciar tales insultos y amenazas que más vale que se
secara mi lengua si me atreviera a repetirlas ante ti, Virgen santísima.
Se
incorporó de un salto y tomando del costado de su echadero un rebenque, me
lanzó un par de guascazos al tiempo que chumbaba a su perro mientras yo salía
presuroso a refugiarme en la velocidad
de mi motocicleta que había dejado apoyada sobre el tronco de un viejo
sauce chamuscado por el rayo, y fue tal mi ofuscación que me enredé en unos
retortuños dejando en él jirones de mi sotana y jirones de mi vergüenza.
Aumentaba
la velocidad metiendo con premura las marchas con el pedalín y haciendo girar
la manivela del volante, para dejar atrás al perrazo y a otros dos que se le
habían unido en mi persecución.
Al
abrirme al deseo de comunicarte mis desventuras de curita rural por momentos no sé, Madre, si reír o
llorar, ya que eso prueba, y Dios me
bendiga, que tengo el corazón de un niño.
Hablando
de niños, hoy bautizaré al pequeño Silvestre, el primer hijo de Felisa Burgos y
Abel Carbajal, el policía, a quien te ruego hagas una seña para que deje de
robar alambres en la Finca Los
Nogales que si no lo detiene una noche
de éstas el mismísimo comisario lo hará, el disparo de escopeta de Franco
Santini, el más perjudicado. Dice el refrán que no se puede estar al mismo
tiempo en misa y repicando, y eso vale
también para un policía. Para un cura también, sí, María Auxiliadora, ya me lo
habías dicho.
Otro
quien vive delirando por su viña es Miguel Ángel Toledo, al cual parece que ni
la confesión ni las penitencias que le he impuesto le han resultado suficientes
y anda oprimido por un apetito insaciable de absolución. Le ha dictado a su
mujer para nuestro Santo Padre, el Papa Pío XII, pidiéndole un perdón definitivo
y amenazando con hacerse crucificar en el mismo lugar donde él cometió el
sacrilegio, si no es escuchado. Yo, en
este asunto, más no puedo hacer así que si tú no intervienes a tiempo ese gordo
es tan impulsivo que cuando ni él mismo se haya dado cuenta estará clavado,
colgando de un madero.
Respecto
de Pedro Grosso y de sus compinches, los divertidos jugadores de truco, debo
pedirte que mezcles sus tantos, que en nuestro idioma humano vendría a ser algo
así como convertir su picardía en una lección espiritual. Quinto Scaraffía,
quien es, de todos ellos, el católico más convencido aunque rara vez lo veo en
misa, más con inocencia que con el deseo de delatar a los otros, me ha contado
que están leyendo un librito de morondanga que toma en solfa el ministerio de
algunos santos y que se titula, si recuerdo bien, “Sermones del Cura Baltazar”.
No estoy en condiciones de juzgar tales textos puesto que no me he animado a
pedirles prestado semejante mamotreto, pero tú, para quien nada está oculto, me
dirás cómo debo proceder, si no es que antes has resuelto por otro camino la
solución conveniente.
De
Don Bosco, de quien aprendí, más que de nadie, el amor por los niños y los
jóvenes, me ha quedado el sentido de servirlos y comprenderlos, con simpatía y
tolerancia aunque alguna recibe por ahí, de mi parte, un coscorrón o un
apropiado tirón de orejas cuando es necesario. He unido en el sacramento del
matrimonio a muchos a quienes yo mismo había bautizado y he seguido, de los más
devotos, cada paso de sus días y ahora soy, más que sus propios padres en
quienes pocos confiarían a riesgo de ser lapidados, el cofre donde pueden
depositar sus secretos más terribles.
Este
breve razonamiento es, patrona de los desamparados, para predisponerte a lo que
estoy pensando que formularé a tu arbitrio, que por algo nuestra iglesia te
representa como la mujer caritativa y generosa que todo lo puede. Se trata de
Nené Jalil, esa jovencita a quien apenas ayer me parece ver jugando con sus
muñecas en la puerta de su casa, la mercería del viejo Abdón, ese árabe ojeroso
de quien nadie puede decir otra palabra para nombrarlo que usurero, un avaro
piojoso que no enciende una vela para no gastar un fósforo; perdóname la
iracundia.
Desde
la muerte de su hermano Elías, en aquel accidente en Alto Pencoso, donde tú
estuviste presente para bendecirlo, la joven Jalil viene frecuentemente al
confesionario para decirme algo tan difícil de comprender que ni yo mismo, con
la astucia de San Eduardo y la tenacidad de Ignacio de Loyola, puedo sonsacar. Ni
bien se arrodilla, cubriéndose de tal manera que nadie pueda ver sus lágrimas,
salvo yo, comienza a decir frases incoherentes, balbucea, se queda por momentos
con la cabeza gacha, el rostro demudado y sus manos juntas, como si quisiera
ser perdonada sin necesidad de pronunciar las palabras mediante las cuales el
demonio del pecado debe ser escupido por la boca. ¿Qué querrá decirme? ¿Qué
puede haber sucedido para que una jovencita jovial, casi extravagante, se haya
transformado en un espectro gemelo, pero femenino, de su padre? Reconfórtala
con tu indulgencia plena, con la gracia divina que hace posible que el Universo
no se disuelva en la Nada ,
te lo ruega alguien quien también necesita de la misma medicina.
Faltando
apenas algunos pocos kilómetros para llegar,
si no me desmonto antes de un porrazo de esta máquina tronadora por esquivar
tanto pedregullo, voy a hablarte de mí pues, por gentileza, he esperado para
hacerte el último reclamo. Si bien es
cierto que he sido preparado para ofrendar y no para pedir, me despojaré por un
instante de mi sotana, para que sea el hombre que se cubre con ella quien se
confiese, con la confianza ciega del bebé que se amamanta, con la esperanza que
tienen los que mueren en la promesa de la resurrección.
¿Recuerdas
tú, Madre del Mundo, mis diálogos con Rita Zamora, la joven de los vestidos
rojos y la cinta blanca en su pelo? La última vez que ella disolvió en su boca
el Pan de los Ángeles fue cuando tenía trece años, en nuestra iglesia en Rodeo
del Medio. ¿Te acuerdas? Desde entonces ella no ha vuelto a tener el gozo que
redime al alma pero ha colmado con abundancia el apetito de su sexo. Cada vez
que nos encontramos le he marcado el camino de regreso a la casa de Dios, y
calculo que habrán sido tres o cuatro veces, a lo sumo, en este último año.
Después
de nuestro último intercambio de insinuaciones, algunas dignas, otras falaces,
Rita ha roto las barreras que protegen la santidad de mis sueños donde las
oraciones de la noche han sido, en mi descanso, el refugio más seguro. Ella me
había anticipado su deseo indecoroso y vulgar de acostarse con un cura como yo,
de manera que desde aquella tarde multipliqué el fervor de mis rezos y de mis
ejercicios espirituales. Disminuí mis raciones de comida, me postré por horas
ante el Crucifijo, bañé con la sangre de mis rodillas las lozas de mi celda
para no ceder ni con el pensamiento, que ya hubiera sido en sí mismo un pecado,
ni con la torpeza, aún peor, de mis manos.
Aún
así, bastó que cierta noche, el perfume de un árbol de magnolias que está
frente a mi cuarto, me llegara con el aire tibio de diciembre, para que
apacible y fugazmente, la imagen de Rita se colara como una gata, por el fluido
de mis ensoñaciones y forjara una pesadilla de la que no deseaba despertar. No
apareció con su vestido y sus zapatos de
damisela, ni eran su mirada y sus gestos los de una meretriz. Por el contrario,
estaba envuelta en un manto azulado y en su cabeza puesta una corona idéntica a
la que lucen las reinas cortesanas o las vírgenes de las iglesias, válgame el
cielo. Apenas quedamos enfrentados,
caminando ambos descalzos sobre la arena levemente mojada por el agua de un mar
azul rodeado de montañas, Rita se despojó mostrándose como una Eva majestuosa,
perfecta. Íbamos aproximándonos lentamente cuando de pronto, como impulsados
por la fuerza de un rayo, nos acoplamos y en el instante yo sentí que estallaba
dentro de ella como una bengala y que moría, deshecho en una agonía tan dulce de
la cual no hubiera querido despertar por toda la eternidad si no hubiera sido
porque las campanas de la primer ahora me despertaron.
¿Estuve
en el infierno? ¿En el cielo? ¿Es pecado tener un sueño semejante frente al
cual la realidad parece un sueño? Respóndeme, María Auxiliadora, que estoy
pasando sobre el puente del canal y veo que la gente está aguardando mi
llegada. ¿Estoy entrando en la noche oscura del mi alma o estoy saliendo?
*
CAPÍTULO 25
EL NONO SALVATORE SANTINI REMEMORA EN SU SILLA DE
INVÁLIDO UN DÍA EN LA BATALLA DEL
PIAVE DURANTE LA PRIMERA GRAN
GUERRA Y LA IMAGEN DE
SU MADRE, DESPIDIÉNDOLO PARA SIEMPRE, EN LA ESTACIÓN DE TRENTO.
Postrado
en mi silla de inválido, bajo la sombra del parral de uva moscatel, atendido
como un niño por mi amada Costanza, viajo con mi corazón a la lejana patria
para recordar mi gloria de soldado en el tiempo en que mi querido país era
pisoteado por la furia extranjera.
Me
siento avergonzado de verme viejo, como una herramienta de trabajo rota,
abandonada en un rincón de la casa. ¿En qué se ha convertido aquel hombre alto,
rubio, de ojos azules, el que enamoraba a las muchachas en Madonna di Campiglio
con su bella voz y sus modales gentiles de campesino? En una sombra que llora
en silencio y maldice en su celda como un pobre desertor que espera la hora de
su ejecución. ¿Quién seré cuando termine esta larga espera y deje de soñar?
¿Seré un niño perdido en un bosque? ¿Estaré frente a mi madre, de rodillas,
pidiéndole perdón por haberla abandonado? ¿Seré indultado por haber matado a
tantos hombres? La vida es la única batalla interminable frente a la cual el
Desastre de Caporetto, donde fui bautizado con la sangre del enemigo, parece el
simulacro que hacen los niños con sus
armas de juguete.
Conservo
el fastidio y el odio para que la intolerancia haga que me sienta menos impotente.
Si llegara a pasar por aquí el Rey Vittorio Emanuele y me viera tullido, me
arrancaría del pecho la medalla que me dieron en el frente, porque un italiano,
un hijo del imperio romano, debe estar siempre de pie, con la cabeza en alto,
el fusil en la mano, los ojos puestos en la bandera de la patria, como una
estatua saludando el paso de Su Majestad. Ahora, ni siquiera puedo conducir la
mancera de un arado, mi único trabajo es recordar las horas de la victoria. Me
veo en las trincheras cavadas junto al río Piave, en el otoño de 1918, bajo una
intensa lluvia, junto a mis camaradas Giuseppe Trentacoste, Massimo Roncalli y
Giovanni Moricci, masticando un pedazo de pan mientras los truenos se mezclaban
a los cañonazos de la artillería. Los fusiles prontos, con sus bayonetas
afiladas, esperando la prosecución de la batalla, con una parte de mi corazón
puesto en la guerra y otro en mi familia. Stará
preparando Costanza cualcosa de mangiare per i nostri figli? Li potró rivedere
o moriré senza nemeno baciarli?, me preguntaba mientras veía del otro lado
del agua tormentosa los movimientos de un regimiento de austríacos preparándose
para morir.
Nuestro
capitán, a quien todos respetábamos por su valor, Vittorio Manganelli, anotaba
junto a nosotros en una libreta y después marcaba sobre un mapa mojado nuestra
posición, tan confiada era su conducta que nos hacía sentir como a jóvenes que
se disponen a bailar en la fiesta de la primavera y no a soldados que están a
una hora de morir. Giuseppe era oriundo de Vercelli, Massimo había nacido
en Trento pero vivió hasta el comienzo
de la guerra en Piacenza, en cambio Giovanni
era mi vecino en Madonna di Campiglio, donde sus padres tenían una panadería.
Hacían bromas sobre quién moriría primero, quién en segundo lugar, para que el
sobreviviente, quien ganara en el juego, pudiera hacer el amor con las novias
que los estaban esperando. Yo estaba felizmente casado y sólo pensaba en mi
mujer, en el doloroso tiempo que había pasado desde el último invierno en que
nos habíamos amado, viendo cómo los Alpes se cubrían de nieve. Maledetti invasori che ci avevano rubato i
migliori anni della nostra vita e riddotti a pezzi tutti i nostri paesi.
Al menos aún me
quedaban fuerzas y comía mi pedazo de pan lenta, muy lentamente, como si fuera
el banquete de mi despedida; estaba seguro de que la muerte pronto vendría a
buscarme. Me sobresaltó la voz de nuestro capitán dando la orden para que
iniciáramos la ofensiva. Avanti,
bersaglieri, che la vittoria é nostra! Recuerdo los primeros disparos, los
gritos, el tumulto de hombres con distintos uniformes que chocaban sus armas,
que corrían de un lado a otro, sin miedo ni rencor, obedeciendo las voces de
mando, chapoteando en el fango, ensartando como a sapos aquellos muñecos sin
nombre ni apellido que trataban de huir, a quienes cazábamos como a perros
furiosos, hasta que llegó la noche.
Ahora
el río Piave transportaba sangre en lugar de agua y los gritos de los
moribundos me traían la extraña alegría de sentirme todavía vivo, mientras
buscaba, con una pierna rota y sangrante, a mis compañeros. La batalla estaba
terminando y con ella el fin de la guerra, la victoria, eso lo supe algunos
días. Encontré a Massimo Roncalli,
llorando, mientras procuraba meter en su lugar las tripas de Giuseppe Trentacoste,
quien apenas respiraba. Parecía el vientre de un cerdo recién carneado, con un
hilo de sangre que le salía de la nariz. Dille a Annabella che mi perdoni per lasciarla
sola, le dijo con palabras entrecortadas a Massimo, ma fammi il favore di non andare a letto con lei. A Giovanni Moricci lo encontramos muerto, con
una bala de fusil que había penetrado por un ojo. Tenía la misma expresión de
siempre, de niño juguetón, para quien todo estaba bien, incluida la guerra. Mi
compañero me entablilló una pierna y me hizo un torniquete para evitar la
hemorragia. En pocas horas la fiebre empezó a consumirme. Aguardábamos la
mañana para enterrar a los muertos, socorrer a los heridos y reorganizarnos. La
tormenta se había ido y en su lugar un cielo limpio, con una luna llena que
asomaba tras las montañas. Algunas fogatas iluminaban apenas los cuerpos
tendidos y algunas sombras que buscaban a otras sombras. No pude más y me perdí
en los delirios de la fiebre, sintiendo el afecto de Roncalli intentando darme
calor con su propio cuerpo.
Al
amanecer me despertaron voces de mando poniendo orden en las proximidades del
hospital de campaña, donde había sido conducido. Come si Chiama, caporale?, preguntó una bella enfermera
dirigiéndose a mí. Antes de contestar sentí que mi corazón me golpeaba en el
pecho. La mujer que me hablaba, Dios bendiga aquella hora, era nada menos
que la
nostra amata Regina, Elena di Savoia, quien había llegado con la
Cruz Roja para colaborar en la asistencia
de los heridos. Cuando pude incorporarme, ella se estaba dirigiendo a otros
soldados. Me pareció que era el Ángel de la Libertad de Italia pisando con sus zapatos
blancos la tierra ensangrentada.
Un
mes después retornaba a mi pueblo apoyado en muletas, por el viejo camino que
conducía al hogar. No podía apartar la idea de que vivir es un milagro. Apenas
nos abrazamos con Costanza, le dije, Ti
devi sentire orgogliosa di tuo marito, che ha persino parlato con la Regina d’Italia ed é stato
condecorato con la medaglia al valore dall’Arciduca Eugenio in persona. Con
mi mano señalaba en mi pecho la “Crocce
di guerra” que he tenido puesta hasta hoy. Esta medalla es mi fortuna, la
única herencia de valor que dejaré a mis
hijos, el más alto honor que los Santini hayan podido obtener jamás.
¿Dónde
estarán, después de tantos años, mis camaradas de la Brigate Sassari ? Sus voces, junta a la mía, son mi
oración de la noche, el canto más bello que recuerde un soldado. No! disse il Piave. No! dissero i fanti, mai
piú il nemico faccia un passo avanti! Cuando despierto por la mañana mis
primeras palabras son, Abasso i fascisti!
Muoia Mussolini!, para recordarme que aún sirvo con fidelidad a la causa
del Rey Vittorio Emanuele.
La
guerra trajo como regalo otras muertes y más pobreza al norte de mi país. Las
fábricas estaban ocupadas por obreros hambrientos y en los campos los cuerpos
de mis camaradas pudriéndose hacían más fértil el suelo donde antes habíamos
cultivado el trigo y el maíz. Maldita suerte que nos convertiría en estúpidos mangiapolenta, vestidos de luto y
buscando trabajo. Habíamos ganado la guerra de las armas pero estábamos
empezando otra peor, la lucha por el poder, que llevaría a Italia a ser la
vergüenza del mundo, una nación que obligaba a sus hijos a desparramarse por la
tierra en busca de comida y de paz. ¿Qué podía saber un campesino como yo de
comunismo? ¿Qué nos daría el fascismo? Ni Costanza ni yo queríamos que nuestros
hijos terminaran un día con las tripas afuera como Giuseppe Trentacoste, aquel
amigo regordete que todavía seguirá soñando con su novia Annabella en una fosa
común.
Apenas
recuerdo el día de nuestra partida en la estación de trenes de Trento, donde
habíamos llegado desde Madonna di Campiglio, una fría mañana de enero, con los
ojos vacíos de tanto llorar. Ti ho
portato pane e salame, dijo mi madre entregándome un paquete, perché tu mangi durante il viaggio assieme
alla tua famiglia. El soldado Santini que había sido condecorado por su
valor sentía que se estaba convirtiendo en un miserable desertor. Dejaba a mi
madre, viuda y anciana, a mis ocho hermanos, a mis tíos, a mis primos y amigos,
para iniciar la aventura de la
América , con pena y sin la gloria del regreso. El tren
empezaba su marcha hacia Génova y entre la muchedumbre apenas divisaba la
imagen de mi madre, vestida de negro, agitando sus manos. Torneró a prenderla, mamma, gritaba yo, subito. Arrivederci a presto.
En
el buque a vapor “Il Gorizia”, reconfortados por el amor hacia nuestros hijos,
Costanza y yo dejamos atrás un tiempo de
guerras y de lágrimas para empezar a soñar con el nuevo mundo hacia donde nos
dirigíamos. Del puerto de Buenos Aires tomamos un tren para Mendoza y con la
ayuda de mi primo Carlo Santini, conseguimos un lugar para vivir y comencé a
trabajar, con una pierna tiesa pero con mucha voluntad. Aquí aprendí el cuidado de las viñas tan parecidas a las
que había visto en el viaje en tren a Génova. Tomamos un contrato en la
Finca Los Nogales y fuimos saliendo, poco a
poco, de la pobreza. La
América que yo había encontrado no era un paraíso pero podíamos
comer y trabajar sin el temor de que mataran a mis hijos.
No
tengo muchos amigos y tampoco enemigos que me molesten. Ahora soy abuelo de
seis niños y me preparo para morir, cuando el Rey de Italia lo disponga. Como
buen soldado estoy aguardando que venga la orden, según es su deber. Debajo de
este parral, miro atentamente hacia la calle, con la medalla de héroe sobre mi
pecho, listo para cuando el Archiduque Eugenio, acompañando a Vittorio
Emanuele, detenga su caballo frente a mí decirme: Caporale Salvatore Santini, in piedi! Faccia el presentatárm a su Maestá. Saluti! Viva l’Italia. Abbasso i
fascisti! Muoia Mussolini!
Recién entonces
podré morir en paz, pronunciando mis últimas palabras. Mamma, la guerra é finita, sono libero.
*
CAPÍTULO 26
TAMBALEÁNDOSE POR EL PEDO QUE TRAE,
FÉLIX ALCARAZ ARMA LA PODRIDA Y
REPARTE SOPAPOS Y CHIRLOS A SU MUJER PETRONA FUNES Y A SUS HIJAS, PARA DESPUÉS
RECULAR Y CAER EN EL DELIRIO DE LA
TRISTEZA.
Estoy
caliente, carajo, porque no me han dejado una triste sopaipilla, sabiendo
cuánto me gustan. Parece que los domingos por la tarde yo dejara de existir, y
cuando vuelvo del boliche en mi casa me miran como si estuvieran viendo llegar
al cuco. ¿Qué se han creído, chancletas de mierda? No soy un pata a la rastra, Petrona,
como esos parientes tuyos, así que tené más cuidado con lo que estás murmurando
porque te voy a cruzar la jeta de otro sopapo. ¿Qué estoy curado, dijiste? Más
en pedo andará tu padre allá, por los medanales de Guanacache, haciéndose el
cantor con esa guitarrita mugrienta que lleva en una bolsa. Para que se anden
cuidando de provocarme, sepan que no soy un cualquiera que le ande haciendo
agachadas a ningún compadre, porque aquí donde me ven, bajo y morrudo, soy
capaz de atropellar al mejor cajetilla y despacharlo al otro mundo de un solo
castañazo. ¿Entendés, abriboca?
Lo
único que me faltaba hoy es que en mi propia casa me sigan calentando la
sangre, como si no hubiera tenido suficiente con la pelotera que me agarré en
el pirigundín del mierda ése de Sebastián Donoso. Servime otro vaso de vino,
ché, Carolina, vos que sos la más callada y que la Flora me prepare algo de
comer, antes de que tome el rebenque y las cague a guascazos a las tres. Estoy
envenenado de tanto discutir con esos agrandados que se juntan a jugar a las
cartas, hablando todo el día al divino pedo y despreciando a un pobre mensual
que ni siquiera tiene derecho a que le sigan fiando un par de tragos.
Fijate,
Petrona, que el capataz, ese gringo prepotente de Scaraffía, ha estado comentando
que no me va a dar más trabajo en la finca, y si eso llegara a ser cierto, por
esta cruz, y estoy jurando, carajo, le voy a zampar un chumbo con municiones de
sal en el culo para que deje de hacerse el
cachafaz. Sí, un día de éstos lo voy a revolear del caballo cuando
empiece a retarme porque hice mal una reguera, que las hileras no están bien
despampanadas, que la chipica y el
clavelillo no crecen para adornar los surcos, que no hay que dejar la última
yema del mugrón, y dele joder, hasta que un día me encuentre con las pelotas
bien hinchadas y entonces va a ver ese canchero quién es Félix Alcaraz.
A
otro al que se la tengo bien jurada es al bolichero, que se puso a basurearme
delante de todos y se negó a servirme un solo potrillo de tinto y ni qué decir
de dejarme jugar a las cartas, como si yo tuviera olor a chivo o gusto a queso
en las patas. Hoy se salvó de que me le fuera al humo porque si no me hubiera
agarrado Feliciano Guzmán, le hacía lamber el piso de un coscacho. Suerte que
me frenaron a tiempo ya que yo estaba más retobado que pingo chúcaro. Será
porque ando vestido como un croto que se lo pasaban cateándome de reojo,
cuchicheando como comadres en velorio, y meta soltar las risotadas mientras se
mandaban al buche un vasito de grapa tras otro, en tanto yo me quedaba sentado
en el rincón más oscuro del boliche esperando la ocasión para desquitarme.
Servime
otra vaso, Carolina, y fijate si la chiruza de tu hermana ya me hizo los huevos
fritos que le ordené, y que les ponga bastante ajo para matar a estas lombrices
que me están dejando las tripas como colador.
Dejá
de llorar, Petronila, y escuchame, que es tu marido el que está hablando y no
un cualquiera, no sé si ya te lo dije. Te cuento que en una de ésas entró un
chileno, el que trabaja haciendo pie de gallos en las defensas del río, y como
si hubiéramos sido amigos de toda la
vida se sentó a mi mesa y pidió una vuelta. Los de la mesa de truco habían
dejado de jugar y estaban ahora entreteniéndose con un libro que les leía el
herrero. Dejamos de conversar con el chileno y paramos la oreja pero apenas se
dieron cuenta de que nosotros también queríamos escuchar, el gordo Grosso bajó
la voz.
Oiga,
patroncito, me dijo el chileno, ese panfleto lo hacen los comunistas en mi
patria para burlarse de los curas; es una payasada mal escrita que ni siquiera
los más tontos se lo creen, pero es divertido, sobre todo si se lo lee con unos
buenos tragos en la guata, pues.
Le
hice un ademán a don Sebastián para que me sirviera la vuelta que me tocaba
pagar a mí y el jetón me hizo una seña con el dedo de aquí para allá, como
diciéndome, hoy no se fía, mañana tampoco. Mi compañero de mesa se quedó
esperando, mirándome muy serio, mientras yo seguía haciéndome el distraído,
limpiándome las uñas con la punta del cortaplumas.
Si
mal no me han contado, don Alcaraz, tiene usted unas cabritas hermosas en edad
de merecer, ¿es verdad o son puras alcahueterías?, me preguntó el fulano.
Parece que el asunto se va a poner interesante, pensé, mientras al huaso le brillaban
los ojitos. Si usted lo dice, amigo,
lindas serán mis cachorras, pero tienen quién les cuide el poto, le respondí,
mintiéndole, porque si llego a enterarme, Petrona, que estas pendejas andan
afilando sin mi permiso, les voy a cortar las mechas con la tijera de tusar
caballos, para que sepan quién es el que manda
en esta casa. ¿Qué tienen una madre que sabe cuidarlas, dijiste? No me
hagás reír, vieja, que tengo el labio partido. No me gusta que ningún macho ande
averiguando si tengo hijas pues no es de hombres esa conversación. Quedate
quieta, que te estoy contando lo que me pasó esta tarde, carajo.
¿Me
has preguntado quién me tajeó, por qué tengo la camisa rota, llena de sangre? Por
ser bicho para joder a cualquier huevón. Si todavía no he conocido a ningún
cojudo que se salga con la suya ya que, si hay que hacer la pata ancha, la
hago, pase lo que pase. De ahí que le
seguí la corriente al chileno porque tal vez él estaría creyendo que mis hijas
son como la Rita Zamora ,
que se baja las bombachas por cinco pesos. El tipo entró a pagar una vuelta
tras otra, y me empezó a contar que algunos años atrás la Gendarmería lo había
agarrado por la zona de El Sosneado mientras descansaba, después de mandarse un
buen asado con una ternera que habrían carneado.
No
estoy seguro de si estaba palanganeando pero cuando me dijo que, después de detenerlo, lo habían tirado
encadenado al Pozo de las Ánimas, se puso a lagrimear y me dijo, perdone,
compadre, si lo estoy incomodando, vaya con Dios si quiere, pero tenía que
encontrar a un buen hombre como usted
para sacarme del buche mi pena, puesto que en aquel pozo murieron mi padre y
mis dos hermanos. Yo me salvé gracias a que quedé enredado en un molle que
crecía en la barranca. Allí estuve toda una noche hasta que los milicos se
retiraron y con la ayuda de unos buenos puesteros pude salvarme de la peor
muerte que uno puede recibir en aquel lugar espantoso.
Mire,
Sandoval, le dije bastante encocorado, señalándolo con un dedo, a mí no me
comprometa con esa confesión, porque soy bien argentino, carajo, y si usted y
su familia eran ladrones de caballos, bien merecido está que los hayan hecho
recagar, porque todavía no entiendo como San Martín les regaló ese filón de
tierra si ustedes lo único que saben hacer es andar cambiando la frontera y
provocando guerras. No soy paño de lágrimas de ningún roto chileno. Si tiene
ganas de confesarse vaya el domingo a la Capilla y si tiene calentura en Mendoza hay unos
buenos quilombos para sacarse las ganas.
Los
campeones de truco habían salido para el fondo y se divertían jugando un
partido a las bochas. Anochecía, y ahí estábamos el otro y yo, como gallos de
riña, dándonos empujones cuando en eso
sentí un chirlo en la cara que me torció el cogote. ¿Dónde se ha visto a un
cristiano tan bellaco que me paga el vino gratis que ha tomado con insultos?
¿No le dijeron que René Sandoval anda culebreándole a las autoridades por las
vidas que debe?, gritaba el cuatrero, invitándome a salir a la calle.
Estábamos
más chupados que uva en grapa y en el manoseo se vino abajo la mesa y los vasos
rodaron por el suelo haciéndose pedazos. Sebastián Donoso, supongo que en ese
momento debía haber estado en el baño o conversando con una vieja tetona de
pelo teñido que suele visitarlo. No había un solo testigo para que certificara
muerte en defensa propia y eso me hizo titubear.
Traeme
un poco más de sal, Flora, que estos huevos tienen gusto a poto de gallina y
vos, Carolina, servime más vino, que no estoy para el trote. Salí, hijo de una
gran puta, me invitaba el chileno, armado con un fierro con mango de hueso de
este tamaño que brillaba en la oscuridad. No soy hombre de matar, así que
guardé mi cortaplumas, que tiene una hojita de acero que no sirve ni para
degollar chingolitos, y me le fui al otro como gato al bofe y lo madrugué
haciéndole una zancadilla y dándole un empujón que casi lo mando a las aguas
del canal. Reculó el cajetón y cayó de espaldas sin soltar el arma. Me le tiré
encima meta castañazos con la derecha y con la otra mano tratando de quitarle
el cuchillo por la hoja. Empecé a sentir que la sangre tibia brotaba de los
tajos pero yo no aflojaba, porque los tengo bien puestos y vos lo sabés mejor
que nadie, Petronita. El que te dije me pegó un cabezazo en la frente y yo le
metí una rodilla en la panza, clavándolo en el piso hasta que pude arrebatarle
el cuchillón. Yo estaba como loco, si hasta creo que me salía fuego de los
ojos, listo para rebanarle el cogote cuando me rodearon los campeones de bocha
diciéndome, quedate tranquilo, Félix, que es mejor seguir abriendo surcos que
podrirse en la cárcel, que tenés una hermosa familia que mantener, que la
concha que los parió que me salvaron por un pelo de que me desgraciara.
Tiré
el cuchillo al canal mientras el chileno se perdía en la oscuridad. Donoso me
invitó a pasar y al final todo volvió a estar en orden. El capataz y el herrero
Grosso continuaron jugando a las bochas, Feliciano Guzmán saludó y se fue para su casa después
de comprar un paquete de tabaco “Mariposa” y papel para armar cigarrillos. La
casa paga, dijo Donoso, sirviendo dos capitas roñosas de anisado. Aquí no ha
pasado nada, Félix, pero será mejor que por un tiempo no te hagás ver.
Me
quedé un rato a solas, pensando en lo que había ocurrido, cuando vi sobre la
mesa vecina el librito de los chistosos. Lo metí debajo de la camisa y pegué la
vuelta, con mi mano herida envuelta en el pañuelo que siempre llevo al cuello.
Encendí un cigarrillo y con el mismo fósforo le prendí fuego al libro. Para qué
lo quería si nunca me enseñaron a leer.
¿Quién
soy? Decímelo sin miedo, Petrona, que ya no voy a pegarte, lavame la camisa y
echame un chorro de alcohol en las heridas que mañana tengo que salir a
trabajar. ¿Soy un mal padre, Flora, porque a veces se me va la mano? Yo no
tenía ni tengo nada contra los chilenos, lo juro. Por mí pueden llevarse lo que
quieran, pero no pude perdonarle a Sandoval que me mirara como si yo fuera el
cafisho de mis hijas. Seré un retobado, un mierda que castiga a su familia
cuando se pone en pedo, pero ningún cachafaz me va a pasar al cuarto, ni
Scaraffía, ni Sandoval ni el mismo patrón si se me presenta.
Déjenme
solo, que con el fresco de la noche se me va a pasar la mona. Este ha sido el
domingo más largo de mi vida, el más fulero. Si hasta he quemado un libro.
Dicen
que, dicen que la yerba mora,
desciende,
desciende del agua clara.
Para
qué, para qué me quiere ahora,
si
me ha, si me ha de olvidar mañana.
Te
casaste paloma, señora, sin avisarme,
suficientes
son penas, señora, para matarme,
y
ahura que sí qué cuando, señora,
vivo
penando.
*
CAPÍTULO 27
EL GRAN TOQUI HUENCHÚ-NAHUEL Y OTROS
PEHUENCHES LLEGAN A LA FRONTERA DE
CHADIN-CO DESDE MALARGÜE, UN DOCE DE OCTUBRE, DIA DE LA RAZA , BUSCANDO A TOMASA
CULIPÍ Y A OTROS INDIOS DESAPARECIDOS, SEGÚN LA VERSIÓN DE NARCISO GAUNA.
Aquella
mañana estaba invitado por mi amigo Juan Sánchez para ir juntos a la Fiesta de la Raza que todos los años, para
el 12 de octubre, se hace en la plaza de Maipú, pero no pude ir pues estuve
todo el santo día tratando de convencer a un grupo de indios de que ya nada
podrían hacer para rescatar con vida a sus últimos hermanos traídos como
prisioneros desde el Sur por los soldados blancos durante la conquista del
desierto.
Recuerdo
que antes de la salida del sol mi abuela Rosa se había marchado a casa del
policía Abel Carbajal para ayudar a la mujer de éste, la señora Felisa, quien
esperaba su primer hijo. Me encomendó que echara los fardos de pasto en los
corrales, que había separado don Feliciano, y que echara agua en los piletones,
y que no me olvidara de darle un poco de maíz a su gallina Tatita, y otros
mandados que con el disgusto que pasé ese día se me olvidaron pues no es moco
de pavo sentarse en el suelo durante horas para que esos salvajes no siguieran
adelante porque, si eso hubiera ocurrido, habría ocurrido una matanza y ni
siquiera yo estaría hablando en este momento.
Hice
pues, el trabajo lo más rápido posible y ya me estaba mandando a cambiar por el
callejón de los ciruelos cuando vi que venía
cruzando el río una caravana de indios montados en pelo que venía
directamente hacia aquí. Me volví a los
saltos pues no es cuestión de dejar los caballos y mulas en poder de un malón
cuando es uno quien tiene que cuidarlos.
Me
enfrenté al grupo en el momento en que bajaban de sus cabalgaduras. Al frente
venía el más viejo de ellos, quien alzando su mano derecha me saludó,
diciéndome: Que el Gran Gunechén, dios supremo que vive en las estrellas, te
bendiga, pequeño Huinca, abrazándome con fuerza e invitándonos a que nos sentáramos en círculo, con las piernas cruzadas. Parece que no
tenían apuro ya que se quedaron en silencio mirándome y mirándome hasta que se
dieron cuenta de que yo ya no sentía miedo alguno.
Soy
el Gran Toqui Huenchú-Nahuel, comandante de las tribus rebeldes del Auca, quien
te pide, humildemente, me digás tu nombre, pequeña laucha movediza. Narciso
Gauna, para servirlo, contesté, sacando pecho. Los indios se rieron todos a la
vez por algo que les causaba gracia y mostraron sus bocas sin dientes, pero sus
ojos seguían tristes. Volvió a hacerse otro pesado silencio, al cabo del cual
siguió hablando el anciano.
Somos
los últimos habitantes de la
Payunia , y hemos venido después de una larga expedición a las
fronteras de Chadin-Co, donde viven los blancos, para informar la decisión que
el Gran Consejo de Ancianos ha tomado, la que te revelaré en detalles para que
vayas de inmediato a comunicársela a tu gobernador, antes de que la gran nación
pehuenche decida destruir todo lo que encuentre en su camino.
Antes
de proseguir voy a presentarte a quienes me acompañan. A mi derecha, el gran
cacique Lincó-Pichún, de la región donde está la laguna sagrada, la hermosa
Llancanelo; el otro gran cacique es Vaynú-Mahuida, mi primo, hijo del Valle de
Chiquismán, donde pastan cahuallos y huacas por millares; ellos son Colcón y
Yunculiche, quienes habitan en Llanca, país de frutales y de miel en donde
cazamos a los ágiles huemules; y ella es mi esposa, María Ancán-Amún, quien de
niña fue criada en Salquichi, territorio del luán, el guanaco salvaje.
Hemos
emprendido este largo viaje hace muchísimos años; entonces éramos centenares,
uno por cada tribu, uno por cada cien de los hijos que nos arrebataron los
conquistadores. Todos ellos murieron durante la forzada marcha y apenas
nosotros hemos podido llegar hasta tu tierra, en este gran día en que
celebramos nuestro encuentro, pequeña lagartija lunática.
Huemú-Manqué,
el gran cóndor que habita en las montañas y Calfiquitrá, el águila dorada, nos
han guiado desde el Payén, donde nos reunimos para iniciar este doloroso viaje,
hasta las proximidades del fuerte militar de Malal-Hué; desde ahí, para no ser
sorprendidos, tuvimos que hacer un largo rodeo en pleno invierno, viéndonos
forzados a cruzar el País de los Tábanos; allí tuvimos que luchar, no solamente
contra los feroces bichos que picaban nuestros cuerpos sino contra los pequeños
hombrecitos que viven en las cavernas de las altas montañas, los indios
tinguiriricas, quienes nos diezmaron con sus hondas, a las que ellos llaman huaracas
con las que nos lanzaban piedras de oro macizo robadas de los socavones de la
tierra.
Después
de escapar de tábanos y piedras de oro dimos con una anciana de la tribu
huelche, Florinda Carrilán, y ella nos llenó de más dolor aún, diciéndonos que
el gran poeta indio, el cacique Currilipí había muerto, repetiendo una y otra
vez: Rengal luun vochay cona vil mapu, “ha
muerto el padre de los indios y de las tribus” y nos dio antes de despedirnos,
unos versos que luego cantaremos juntos, pequeña araña voladora.
Cuando
Collipal, el lucero de la mañana, indicaba el naciente, emprendimos la marcha
con mis hombres y mi cacica hacia Huecub-Lauquén, la pequeña laguna de la Niña Encantada , para que ellos
pudieran contemplar, por última vez, los prodigiosos seres que allí habitan.
Rodeados en silencio el lugar y esperamos que nos alumbrara la esposa de Antu,
a quien los blancos llaman Luna, la luminosa Quillén, protectora del sueño.
Durante siete noches Quillén fue y volvió mientras nosotros continuábamos aguardando
hasta que, por fin, pudimos ver a las brujas del agua, mitad indias, mitad
peces, peinando sus largos cabellos mientras cantaban en una lengua jamás
escuchada por nosotros.
En
el valle de Vilu-Co, donde abundan las víboras del agua, fuimos atacados mientras
dormíamos, por una partida de milicos a caballo comandada por el capitán
Melchor Saravia, compuesta por un teniente, dos sargentos y numerosos
milicianos. Tuvimos apenas el tiempo suficiente para disponernos en línea de
combate, antes que el capitán enemigo nos propusiera la deshonra de aceptar una
carga de vino y aguardiente, cajas con tabaco y otras con dulces, si
desistíamos de nuestros propósitos, a lo que respondimos con nuestras lanzas
dejando sobre el campo los cadáveres del teniente Félix Manuel Ruiz, del
sargento Pablo Benavente y de los soldados Basilio Carvajal y Zacarías Morales.
De nuestra parte solo perdimos al bravo Antenavo y al joven Yogunta, asesinados
por balas de fusil.
Dos
días después llegamos a Uco y pudimos alimentarnos con manzanas y beber en el
agua cristalina de sus arroyos y volver a contemplar en el cielo las señales de
Huemú-Manqué, indicándonos el camino que nos faltaba recorrer, un vasto
desierto sin una gota de agua, hasta que arribamos a Lunlunta y desde ahí solo hemos
tardado medio día en llegar a tu casa, pequeño colibrí inquieto.
Ahora,
el Gran Toqui te dirá el motivo de su visita y lo hará con pocas palabras para no confundirte. Hemos venido a suplicar
al gran jefe blanco, el General Ortega, que nos devuelva los hijos y las hijas
de la poderosa nación auca que fueron arrancados del brazo de sus padres y
condenados a la servidumbre de los señores de la guerra y los doctores de la
ciudad, esos que habitan en palacios y disponen a su antojo de la ley para
robar a nuestra raza el dominio sobre lo que ha sido suyo, mucho antes de que
los barcos del rey extranjero cruzaran el mar trayendo nuestro sufrimiento. Tregua huinca, tregua Huinca.
¿Dónde estarán
ahora nuestros hijos? Sus amos cambiaron sus nombres y sus ropas, los obligaron a creer en un dios
extraño y lo más imperdonable es que mudaron su lengua para que olvidaran sus
raíces, para que nunca supieran quiénes habían sido, mientras los amancebaban
en la servidumbre. Pronunciaré en voz alta sus nombres verdaderos para que
busques en tu memoria, por si algo sabés sobre el paradero de nuestros
desaparecidos. Andrés Pichi-Antepán y Antonio Yancatur, trabajaron como peones en los viñedos del general en Rodeo
del Medio; Tomás Colinilla atendía las caballerías de los militares; María
Chalahuén y Julia Huinán fueron obsequiadas a una mujer francesa para que
trabajaran en una chingana en Las Heras; Bernarda Sayagua sirvió como doméstica
en casa del bodeguero Saúl Villanueva; Nicolás Liquipe huyó hacia las lagunas
de Huanacache donde casó con una mujer cristiana; y por último, voy a nombrarte
a Tomasa Culipí, la hija del gran cacique de Ruca-Pitrai, quien habitó en las
costas de la gran laguna del sur en donde abundan las aves rosadas. Durante su
juventud Tomasa fue la preferida del general Rufino Ortega quien puso a nombre
de ella una pequeña finca que supo cultivar hasta que los hijos del
conquistador la despojaran, dejándola en la mayor pobreza. Tomasa es ahora una
anciana médica que tiene su rancho por
Colonia Jara. ¿Podrías decirme cómo llegar hasta ella, pequeño halcón saltarín?
Mire,
don Huenchú-Nahuel, voy a explicarle algunas cosas, y lamento que mi abuela
Rosa no esté en las casas ya que ella supo hablarme de unos indios que vivían,
justamente, por Rodeo del Medio, en una especie de toldería llena de perros
flacos y de pendejitos traviesos, pero eso sucedió hace tanto tiempo que no debe quedar nadie
por ese lugar que los recuerde. El único que sabe algo, un señor alto y flaco,
muy estudioso, don Juan Isidro Maza, ni idea tengo donde ir a buscarlo. Además,
el tiempo no es igual aquí que en el lugar de donde ustedes vienen. Hay vecinos
que ya tienen radios para escuchar música y otros conducen automóviles a más de
ochenta por hora. El general que usted nombró ha muerto años atrás y ahora hay
escuelas, calles y pueblos que llevan su nombre. Sí, don Huenchú, ese mismo
señor, el general Rufino Ortega es un héroe nacional y no vaya a ser que usted
venga ahora a provocar otra guerra con sus reclamos.
Calenté
agua en una pava y me puse a servirles un poco de yerbiado a los indios y
suerte que en la batea quedaba todavía un pan entero para que pudieran meter
algo en la panza. El Gran Toqui consolaba a la anciana María Ancán pidiéndole
que se calmara, que el pequeño bagre volador tenía razón.
Nos
quedamos por tercera vez en otro largo silencio. Mientras les servía el mate
cocido yo miraba los ojitos llorosos de los pehuenches, toditos ancianos y
vestidos como mendigos.
Puesto
que no hay mucho más que hacer, dijo finalmente el jefe, diremos la oración del
poeta indio que nos enseñó Florinda Carrilán, la cual cuenta el misterio del
sol y de la luna, escrita en la lengua de nuestros antepasados, antes de que el
hombre blanco sedujera a algunos con alcohol y a otros con la violencia de sus
fusiles.
Tenés
razón, pequeño grillo parlanchín, el tiempo camina diferente en cada región; de
este lado todo es rápido y muere pronto; de donde nosotros hemos salido los
días y las noches duran siglos y eso es lo que dice Currilipí. Pongámonos de
pie y cantemos juntos.
“Antu
pagegen nayú mapú buta gunechín amún
tutá ufchin
Quillén
eime curé guín medún waranka buaglén
huemú mapú gen”.
Podrás
recordar esta oración en tu lengua como:
“Sol, que eres luz
y aliento de mi tierra, gran dios,
que te vas a dormir; tu esposa, la adorada Luna
guardará tu sueño y
mil estrellas en el cielo tendrás”.
Los
indios volvieron sobre sus caballos a cruzar el río y los perdí de vista apenas
se internaron detrás de unos árboles. La
abuela Rosa, extrañada al verme todavía en las casas, me dijo, pero yo te hacía
con el Juan divirtiéndote en la plaza con los españoles. Abuela, ¿sabe qué
hice?, le contesté, me quedé a festejar el día de la raza solo, lo más pancho,
sin tener que molestar a nadie para que me lleve y me traiga en bicicleta como
si yo fuera maleta de loco. Como me había quedado con una espina, le pregunté
que quería decir el insulto que había escuchado en boca del gran Toqui. ¿Tregua huinca?, dijo mi abuela
sorprendida, ese es el peor insulto que un indio puede dirigir a un cristiano,
quiere decir, “perro, perro blanco”. ¿Por qué me preguntás, Narciso, semejante
cosa? ¿Con quién has estado tomando la mediatarde? Yo le respondí con una
sonrisa, ¿con quién habría de tomar algo en este lugar donde nunca viene nadie?
*
CAPÍTULO 28
CLARITA GIUNTA, INSPECTORA DEL
MINISTERIO DE EDUCACIÓN, ESCUCHA ATENTAMENTE EL INFORME DE VÍCTOR PEROTTI,
DIRECTOR DE LA ESCUELA
“SEVERA PALMA”, Y DESPUÉS LA DA UNA BUENA
RASPA.
En
primer lugar, señor Perotti, voy a pedirle, por favor, que tenga
la amabilidad de dejar esa manía
de sacarse los mocos de la nariz con un dedo para, después de olerlos, limpiárselos
en un costado del pantalón. Esa no es la adecuada compostura de un
director de escuela, quien, además, por lo
que estoy viendo, debe hacer por lo menos tres meses que no hace lavar el
guardapolvo, se afeita una vez por semana y debe bañarse cada muerte de obispo,
como si la higiene también dependiera de la religión.
Después
de haber revisado, cuidadosamente, cada uno de los cuadernos de su clase estoy
llegando a la conclusión de que este año usted no se va a salvar de que yo
redacte un informe sobre cada uno de los temas que he registrado en mi libreta,
para que después, el señor Director General de Escuelas decida lo que tendrá
que hacer. Observo que para usted, estimado director, la educación es una
simple chacota, un viva a la pepa, un dejar que cada alumno tome para el lado
de los tomates, que haga lo que se le recante con la interpretación de la
historia, con las ideas religiosas y
todas esas barbaridades que ha estado enseñando
en este lugar por más de veinticinco años.
Se
lo he venido advirtiendo desde que soy inspectora, pero usted, me parece, se pasa
los consejos de una colega por el traste, lo mismo que hace con los programas
educativos. ¿Podría decirme de dónde diablos ha sacado tantas locas ideas? No
piense que voy a convertirme en su cómplice, ni que podrá desmentirme pues
tengo miles de pruebas contra su dirección.
Sin
ir más lejos, en este cuaderno, al cual parece que le hubieran hecho la
permanente por los rulos que tiene en cada ángulo de sus hojas, el niño Camilo
Brilloud ha resumido, alegremente, una clase de historia dictada por usted en
la cual dice que el General San Martín no nació en nuestro país, que el pueblo
de Yapeyú fue un invento de los historiadores para justificar la guerra de la
independencia, que el Padre de la
Patria fue un valenciano monárquico que soñaba con ser
emperador de América y por cuya causa Bolívar lo saco a los empujones en la
entrevista de Guayaquil; que por sus escritos se deduce que era un masón
anticlerical, admirador del tirano Juan Manuel de Rosas, otro liberal,
protegido por los ingleses, quienes lo recibieron como a un hijo pródigo cuando
Urquiza lo reventó en la batalla de Caseros.
No
termina ahí el asunto, porque el niño Quico Sánchez, también de cuarto grado,
ha escrito una composición sobre los amores del General, nada menos que con la Martina Chapanay , esa
guerrillera pendenciera disfrazada de gaucho, que lo único que tenía de mujer
era el nombre. Aquí dice, claramente, aunque con verdaderos horrores de
ortografía que los amantes se conocieron
en El Plumerillo durante los preparativos de la campaña libertadora y que años
después, cuando Don José regresó enfermo a refugiarse en su finquita en Las
Bóvedas, la Martina
lo supo consolar como no lo habría podido hacer doña Remedios, porque aquel
había sido un matrimonio de conveniencia.
Dígame,
Perotti, y póngase una mano en el corazón antes de responderme, ¿usted cree de
verdad en lo que enseña o les está tomando el pelo a Mitre, a Levene, a Ricardo
Rojas?
Aquí
tengo otra perla, donde usted propone, a estos humildes niños, quienes lo único
que desean es venir a la escuela para almorzar, nada menos que una disparatada
teoría política sobre el pasado de Mendoza afirmando, lo más pancho, que el Gaucho Cubillos tenía
ideas revolucionarias mucho más avanzadas que Lenín y que si no hubiera sido
porque los gansos lo persiguieron por comunista, la revolución rusa hubiera
comenzado en nuestra provincia.
Cuando
este material esté en manos de las autoridades se van a caer de culo, señor
Perotti, perdóneme la expresión, ya que enseñar que un gaucho matrero y
salteador era discípulo de Carlos Marx sobrepasa la imaginación de los hermanos
Grimm. ¿Por qué no se dedicó a escribir cuentos fantásticos? Sus clases son
pura literatura, créame.
Ahora
pasemos a otro de los tópicos preferidos por su impecable pedagogía, estimado
maestro, que es cuando usted utiliza un
peculiar método para sacar conclusiones sobre el origen del pecado original. En este cuaderno de Angelito
Vicentini, hay un largo chorizo de ideas mal dictadas y peor copiadas sobre el
surgimiento de la raza humana, sobre Dios y sobre las mujeres, a las cuales usted
parece no tener suficiente respeto. ¿Me equivoco? Su idea sobre el Génesis, si
es que puedo resumirla en pocas frases, sería la siguiente: en el principio
estaba la oscuridad, después Alguien prendió una lamparita y se produjo una
explosión como consecuencia de que la
Nada estaba recubierta por una especie de pólvora y apenas
encendieron el primer fósforo, bum, aparecieron los mundos.
Sobre
el origen humano usted ha enseñado una bestialidad, hágame el favor, señor
Perotti, ¿de qué lecturas o de qué enfermiza meditación usted ha sacado la
peregrina, por no decir la pelotuda, idea del Paraíso Perdido? No se ha
conformado con que los alumnos copiaran sus clases de antropología y
metafísica, también los ha invitado a dibujar los conceptos, nada menos que forma
de historieta.
Tomemos
por caso este trabajo de Azucena Palacios. Al principio dice que Dios separó la
tierra de las aguas, que inventó las plantas y los animales y todo eso que
cualquier estúpido sabe antes de nacer. De inmediato vemos a un pobre Adán,
completamente en bolas, sin la correspondiente hoja de parra, caminando de un
lado a otro en un bosque rodeado de animales salvajes, como una especie de
Tarzán bíblico. Adán, harto de comer todos los días lo mismo, agarró una calabaza,
fermentó unas manzanas y fabricó, según usted, la bebida más antigua que
vendría a ser la sidra, de la cual comenzó a beber copiosamente. En otro
dibujito no se lo ve al Primer Hombre dormido bajo el Árbol del
Bien y del Mal, mientras una víbora lo espía enroscada en el tronco, tal como
lo hemos visto hasta el cansancio. No, mi querido teólogo, los niños han
dibujado al solitario Adán, acariciándose la víbora, es decir que para usted
ahí empezó el camino de la tentación como sigue sucediendo hasta hoy con cada
hombre que nace.
En
los cuadros siguientes se lo ve a dios, representado por un ojo encerrado en un
triángulo, pensando en la forma de resolver aquella delicada cuestión. Después
de unas secuencias en que los alumnos han dejado espacios en blanco, expresando
la Duda , Dios
decidió cortar a Adán exactamente por la mitad, no para extraerle un costilla,
como dice la Sagrada Biblia ;
lo que usted ha estado pontificando es que sencillamente lo partió en dos. Como
al despertar de un sueño, Adán se enfrentó con la mitad de sí mismo, es decir,
con la misma Eva que había estado provocándole tantos deseos insatisfechos.
No
voy a extenderme demasiado en tantas tonterías, pues las historietas siguen con
las imágenes en las que nuestros antepasados se empelotan, o sea que se acoplan
continuamente porque les desesperaba estar separados. Después aparece Eva
pariendo un niño, después otro, luego la sagrada familia, pajaritos, flores,
todo lleno de colores como si no supiéramos que para entonces Dios los había
sacado a patadas del Paraíso.
Hasta
este punto la cosa podría pasar como una simple bobada nacida del cerebro de un
pésimo educador si no fuera porque me he encontrado con una composición
redactada por la alumna Natalia Ezcurra sobre el origen del bien y del mal que,
según usted, no nació con la transgresión de los fundadores del imperio humano
sino después cuando Caín, devorado por los celos, agarró una piedra y reventó
la cabeza de su hermano Abel para ir, de inmediato y sin ningún remordimiento,
a la choza donde estaba su propia madre para gozar con ella, a falta de otras
mujeres. De esa unión nacieron nuevos hijos e hijas que los mismos Adán y Caín
tomaron por amantes, dejando a Eva convertida en una pobre menopáusica quien se
transformaba, por un error de Dios o de la Biblia pero, presuntamente, por su personal
intervención, señor Perotti, en madre y abuela al mismo tiempo, en esposa de su
hijo y consuegra de Adán, en tía de los
hijos de su marido, y en prima, y en suegra y sigue el árbol genealógico del
cual nosotros vendríamos a ser las últimas hojitas.
Con
este tipo de interpretaciones del pasado a usted le resulta muy fácil acomodarse a las sinvergüenzuras de
la gente y aprueba, muy suelto, cualquier situación; porque ésa nos viene de
Edipo el cual hizo lo mismo que Caín con su madre; que lo que ocurre con las
que les dije, usted entiende a quiénes me estoy refiriendo, era la forma
natural del amor en la Isla
de Lesbos; que con el asunto de las cieguitas usted no puede hacer nada porque
el padre de ellas es uno de los que sobrevivieron a la destrucción de Sodoma; y
que el pobre peluquero, en lugar de llamarse como se llama deberían decirle
Onán.
Siento
vergüenza, como buena católica que soy, de estar hablando con usted de estos
temas pero, por algo soy la señorita inspectora de esta zona en la que
usted ha llegado a ser, nada menos que
el Director de esta escuela en donde enseña lo que se le viene en ganas, que no
por casualidad sacó el más bajo promedio de su promoción cuando estudiaba en la Escuela Normal.
Usted,
Perotti, tendría que haberse dedicado a la política, pues para andar
confundiendo a la gente tiene sobradas cualidades, y a esta altura de su vida,
pisando los cincuenta, podría ser un excelente diputado nacional proponiendo leyes sobre educación sexual o
redactando un tratado revisionista de la historia o lo que sería menos dañino,
escribiendo un libro de cuentos fantásticos en el que podría mezclar la
teología con las boludeces más increíbles.
No
se siente, señor Director, que todavía me falta el broche de oro que me servirá
para condecorarlo después que haya terminado esta insólita inspección en su
escuela. En este examen de anatomía, una alumna cuya nombre me reservo, ha
escrito sobre las flechas que indican cada parte del cuerpo humano las
respuestas con letra de imprenta. Aquí dice cabeza, cuello, extremidades
superiores, tórax, estómago, extremidades inferiores pero, en donde debió haber
puesto “miembro viril y testículos”, como sería la respuesta correcta, ha
escrito “pija y huevos”. El colmo del descaro es que usted, señor maestro y
guía de esta escuela, en lugar de tachar con lápiz rojo semejante grosería,
calificó la prueba con un 10 y agregó,
antes de poner su firma, “te felicito”.
Ahora
estoy empezando a comprender por qué en Mendoza se anda comentando que este
lugar pasará a la historia. No tengo una sola duda de que será como
consecuencia de la excelente educación que reciben los niños desde que
estuvieron a su cargo.
Por
último y no me mire con esa cara de sorprendido, voy a darle un último consejo,
antes de volver a la ciudad para hacer mi informe. Tenga mucho cuidadito con
esas manos, que una de las maestras ha visto con sus propios ojos cómo usted y
la señora Rosario, la maestra de tercero, se han estado manoseando aquí mismo,
en la oficina de la
Dirección.
Acomódese
esa corbata mugrienta que lleva puesta y forme a los niños en el patio, que
antes de arriar la bandera tengo algunas cosas que decir en público. Soy una
mujer decorosa y una funcionaria ejemplarizadora. No esté pensando en que vamos
a dejarlo sin trabajo, pues lo ayudaré a realizar los últimos trámites para que
obtenga su jubilación. Durante los años que he supervisado esta escuela jamás
escuché a un padre o a una madre que presentara una queja contra usted, señor Perotti, de quien el Padre Tonelli dice que
es el maestro más honesto que ha conocido. Sin embargo, querido director, con
ser una buena persona no es suficiente si se tiene en la cabeza un puré de
ideas como el suyo. Y se lo digo en criollo, usted ya no da pie con bola, anda
chingándole al viscachazo, perdóneme la franqueza.
*
CAPÍTULO 29
DE VISITA EN CASA DE SU HIJO
ABELARDO SÁNCHEZ, LA ABUELA
ENCARNACIÓN ENSEÑA A SUS NIETAS LOS PREPARATIVOS Y EJECUCIÓN
DE UN CARNEO, SOBRE EL AMOR HACIA LOS ANIMALES QUE COMEMOS Y EL GAZPACHO
ANDALUZ.
Con
ese firulete de pelos que tienes en las sienes, te pareces, María Ema, a la
virgen de la Macarena
que yo adoraba en mi juventud. Los ojos verdes los has heredado de tu abuela
Costanza y el cabello, bendita sea, si parece de oro, son los de tu madre; y de
mí si apenas has recibido los ayuelos en las mejillas pero en el alma te me
pareces a eso de estar a veces alegre como una campanilla agitada y otras
ausente, como esa silla vacía en la que recién estaba sentada Valentina.
Sí,
señor, pues parece que los viejos dejamos en los hijos y en los nietos poco
dinerillo pero mucho del talante y de los gustos por las cosas aunque, en esto,
como decía mi madre, que Dios la tenga en la santa gloria, cada uno tiene los
propios. Ella solía contarnos el caso de aquel barco de ultramar
que llegó cargado de gustos pero tuvo que regresar con su carga repleta
pues cada uno ya tenía el suyo.
En
cuanto a ti, mi pequeña María Elena, eres como el roble que había en la entrada
de mi pueblo, con ese pelo lacio y castaño que gustas llevar siempre recogido
en rodete, como lo hago yo. Tienes los ojos moros de tu padre, de mi Abelardo,
y el paso firme y la voluntad de tu abuelo Matías. Con trece años eres casi tan
alta como tu hermana, y en eso ninguno de vosotros se parece a sus abuelos,
será porque aquí hasta los pobres comen mejor que la gente en Europa.
Ya
que hablamos de comer, y mientras cada una sigue con su tejido y sin hacer
melindres puesto que las manos ociosas solo sirven para hurgar en donde no se
debe, les contaré la historia del animal más sabroso de la tierra, el puerco,
del cual por desgracia hemos heredado algunas costumbres, y esto viene a cuento
de los parecidos, que si es verdad que cada perro se asemeja a su dueño, cada
uno lleva en su semblante lo que piensa, lo que come y lo que bebe. El borracho
lleva estampado en su cara el color de las vasijas del vino, el criminal el
rojo de la sangre, el envidioso el verde de sus tripas retorcidas y el santo la
leche pura de la Virgen ,
que es el alimento de los ángeles.
Si
estuviese aquí mi Matías se quedaría escuchándome con una muequilla, como de
complicidad y de malicia, sin decir ni mu; sin embargo yo sabría que estaría
pensando, olé, qué gozo me da contemplarte mientras hablas, Encarnación, cuando
pones tu encanto en la exageración y pintas tus cachetes con las verbenas del
campo.
Les
hablaré de las muertes que cometemos para poder vivir y una de las más semejantes al asesinato de
un hombre es carnear a un cerdo. Si vas a comer un conejo pues lo sacas de la
conejera, lo tomas de las patas y de un
solo golpe lo desnucas y a fritarlo para el guiso. Cuando le toca el turno a un
pollo o a una gallina que ha dejado de poner huevos, les retuerces el gañote o
los degüellas de un solo tajo y ya tienes tu presa lista para prepararla con
arroz y azafrán, o como quieras.
A
ti, María Elena, lo que estoy diciendo te divierte pero a tu hermana la pone
seria; sin embargo, chiquillas, ese es el destino de las bestias, como en la
fábula aquella del burro y el marrano. ¿Se acuerdan? Pero no vamos a hablar de
fábulas que han sido escritas para educar a los pobres en la servidumbre, pues
cuántos cerdos jamás trabajan y viven cebados en la abundancia, y pocos hablan
de los pobres burros que se los cría, no para hacerlos héroes del trabajo, qué
va, sino para convertirlos en sabrosas mortadelas. ¿De qué crees tú, que te
ríes, que está hecha la mortadela?
A
los puercos se los elije por su salud y por su tamaño, reservando los mejores
para el invierno. Generalmente a las hembras se las deja para cría, aunque
después de parir y amamantar a sus cochinillos también ellas terminan colgando
de un gancho. A los machos, cuando están por entrar en celo, o sea cuando
sueñan con convertirse en maridos, se les corta las que te dije y a vegetar
echando panza como los gitanos que se lo pasan haciendo cebo mientras sus
mujeres salen a hacer fechorías.
Ni
un solo día debe faltarles el alimento que consiste en maíz y afrechillo
mezclado con agua. Dale que te dale, mes a mes, los contemplas mientras van
aumentando sus lomos, revolcados en el barro, gruñendo y apeñuscándose entre ellos para dormir
mientras el día de la brutalidad se va acercando. Así aseguras los días que
vienen hacia ti, porque de lo sembrado y de lo que se mueve harás tu alimento, me enseñaban desde niña en
las clases de catecismo.
Si
vas a Mendoza, en el Mercado Central, verás a la gente de la ciudad circular
por los pasillos en medio de una doble fila de reses, gansos, chivitos,
chorizos y morcillas, rabos y grasa para freír, lenguas colgando de un gancho,
tripas y riñones, enormes hígados que parecen estar vivos, y esa multitud, ¿qué
siente? Les da lo mismo mirar una ristra de ajos, un paquete de lechugas, una
bandeja con aceitunas o un mostrador manchado con la sangre de los colgajos o
de la cabeza de un cordero cuyos ojos parece que te estuvieran mirando
fijamente. ¿Qué más les da? Otros lo hacen por ellos en el matadero y ninguno
se pone a temblar frente a esa galería de horrores, pagan muy campantes y se van
con sus bolsos repletos, con la conciencia de quien sale de la iglesia.
Majaderos, simuladores, eso es lo que son.
El
día del sacrificio, y mira tú, María Ema, que esa palabra, “sacrificio”, parece salida de un devocionario, llegan los invitados a colaborar: que tus
hijos casados, que un vecino comedido a quien luego tú, a la vez, ayudarás a hacer
lo mismo, y a empezar la jornada, tan temprano que a esas horas en el invierno
el agua aparece escarchada y todo el mundo camina entumecido echando vapor por
bocas y narices.
Matas
para el cuarto menguante porque si te equivocas no habrá jamones, ni chorizos
ni tocino que se conserve sin podrirse. De modo, chiquillas, que ya estamos en
la mañana, calentando agua en varios tachos, afilando cuchillos, sirviendo un
pocillo de café con unas gotitas de anisado y cada uno a lo suyo. Las mujeres a
pelar ajos y cebollas, a limpiar tripas y a preparar la máquina de moler carne.
Los hombres acomodan el antiguo mesón y marchan al chiquero, muy callados pues
a cada uno la procesión le va por dentro. Agarran al cerdo que, desde luego, el
pobre animal se las ve venir, y lo llevan al lugar elegido enlazado por el
cuerpo, no del cogote porque se asfixiaría y lo suben al mesón, atan sus patas
traseras con tientos o alambres y dejan que la cabeza cuelgue a un costado.
Tres
o cuatro hombres, según el tamaño del bicho, se necesitan para sujetarlo.
Abelardo aquí, a su lado nuestro vecino Jesús Montenegro, del otro lado mi
nieto Juanillo y el tío Lucas. Algún niño asoma su cabeza para espiar pero
después huye a esconderse, mientras llegamos mi Matías y yo. Él, con el
cuchillo bien afilado que solo utiliza para este menester y yo trayendo un
balde que tiene en el fondo un poquitín de salmuera.
El
matador, y bendita sea esa mano que nos da de comer, va metiendo el cuchillo,
despacito, en la dirección justa,
mientras la sangre caliente va cayendo en el balde que yo revuelvo y revuelvo
para que no se cuaje. El puerco, como un cristiano, empieza a gemir y luego a
gritar como un condenado y a patalear, y todos encima, en medio del jaleo,
agárrela la cola, tómalo de las patas, no dejes de revolver, coño, ya falta
poco y mira qué bestia más hermosa, debe tener un tocino de más de cuatro dedos
de espesor; y la indefensa criatura pega como un último grito, después gime,
sopla, resuella por la herida, con lo poco de vida que le queda, da unas
pataditas y al fin se queda quieta, con sus largas pestañas cubriendo una
agüita que parecen lágrimas.
Mi
mano derecha, arremangada, hasta el codo con sangre, Matías limpiando su
cuchillo y los otros que dicen bravocunadas y se embroman como chiquillos que
acabaran de realizar una travesura.
Llevo
la sangre a la cocina para empezar a preparar las morcillas que probaremos, si
Dios quiere, entrada la noche. Luego los hombres echan agua hirviendo sobre el
cuerpo del muerto y empiezan a cortarle los pelos con cuchillos o con latones
afilados. Debajo va apareciendo un cuerpo blanco, redondeado por la gordura.
Por último unos baldes con agua tibia para completar la limpieza y una
maquinita de afeitar que hace el resto. Ni un solo pelo, ni siquiera entre los
pliegues de las orejas y las pezuñas y ya tienes bajo la luz del sol un cuerpo
semejante al de un hombre, Dios nos asista.
Un
rato después, el cerdo ya está colgado de sus patas, con una roldana sujeta al
palo más grueso de la galería, con la cabeza
casi al ras del suelo. Todos preparados para ayudar; Matías, subido a un
banquito, hace el primer corte de arriba hacia abajo; lentamente se van
descubriendo tripas y vejiga, panza, hígado y corazón, un bulto enorme que
debes recoger en un fuentón, todavía caliente y resbaladizo. Por último se corta la cabeza y con una caña
afilada en ambas puntas se mantienen separados ambos costillares para que el
frío de la noche haga su parte y así, al otro día, poder despostar sin
problemas.
Y
bien, geniecillas de la abuela, mis ricuras, ¿qué viene ahora? Que los
chiquillos juegan a la pelota con la vejiga inflada y los mayores comparten
unos ricos buñuelos azucarados con unos tazones de café humeante. Se limpia lo
que se ensució y desde ahí los hombres solo tienen que preparar los tachos con
agua hirviendo donde se cocinarán las morcillas. Se come en compañía y amistad y nadie se pone a pensar en que
debe ser perdonado por lo que acaba de hacer. Vuestro abuelo siempre cuenta la historia de la
semilla que debe morir para que nazca otra planta; yo cuento sobre la sangre
que se derrama para que otros puedan continuar viviendo.
Mi
hijo Abelardo, vuestro padre, jamás ha matado un cerdo con sus manos y no lo
hará, estoy segura. Me lo juró cuando era un chicuelo, espantado por la sangre
que bañó sus ropas mientras ayudaba en un carneo. No tengo idea de por qué
estoy hablando de estas cosas con mis pequeñas. ¿He querido asustarlas? Jamás
lo haría si supiera que con escucharme no aprenden algo.
¿Qué
dices, María Elena? ¿Quieres saber cómo se preparan las diferentes partes del
cerdo? ¿Quieres aprender a preparar los chorizos, las butifarras y el lomo en
grasa y todo lo demás? Mañana les dictaré, una por una, las recetas, pero antes
y no debo olvidarme porque si no lo hago Matías no me lo perdonará, les diré cómo hacer un buen gazpacho. Ya saben
quién de esta casa es el regalón de su abuelo. Así que anota, María Ema, y
aclaro que se trata del gazpacho de verano que se come en Sevilla desde hace
siglos y no el de invierno, que ésa es otra preparación.
Pones
en una cacerola enlozada un litro de agua y le agregas tres dientes de ajo
triturados en el mortero con un puñadito de sal gruesa, medio pimiento verde y
tres tomates bien picados y trocitos de pan, un buen chorro de aceite y otro de
vinagre y pones el recipiente en un lugar fresco porque en el campo el único
hielo que conocemos es el que viene del cielo como granizo, que Dios nos asista
de tamaña fatalidad. Espera, aún no he terminado pues lo que le da al gazpacho
el saborcillo definitivo, un pepino no muy grande, bien peladito y cortado en
rodajas.
Pruébalo
tú también, Valentina, esa comida tan sabrosa que enloquece a los andaluces. No
importa que seas gringa, mujer, que intercambiando sus platos preferidos los
pueblos se conocen y a lo mejor, quién te dice, con tal placentera diplomacia
la gente deje de matarse una a otra como cerdos.
Ya
hice mi discurso, así que ahora, si me invitas a tomar un poco de té con anís y
canela, como te enseñé a hacerlo, más unas tajadas de bizcochuelo de naranja,
no te lo despreciaré, te lo aseguro.
*
CAPÍTULO 30
CHASCOS Y BROMAS QUE UN DESCONOCIDO
VA DEJANDO MUY TEMPRANO FRENTE A LAS CASAS DE ALGUNOS VECINOS, EN ESPECIAL UN
PAQUETE PARA NARCISO GAUNA, EL DÍA DE LOS INOCENTES, Y ALGUNAS COCHINADAS.
A
fines de diciembre los viñedos y las chacras amanecen bajo una claridad
silenciosa, apenas quebrada por el vuelo de un chingolito o la voz de alguien
que azuza al caballo que tira del arado. Bajo los altos álamos el agua de la
acequia roza tembladerillas y chipicas y se aromatiza con el amargo de las
chilcas y la dulzura femenina de los hinojos. En las higueras de sangre lechosa
las brevas anuncian la llegada del Año Nuevo;
y las uvas pintonas tiñen, como gotas de terciopelo, a los racimos.
En
las chacras ya ha sido levantada la cosecha de alcachofas y en perfectas
hileras los ajos y las cebollas reciben las caricias de los campesinos que los
van capando para que sus frutos sean perfectos. También es el tiempo de los
tomates, de los porotos y las alberjas que crecen encañados, semejando una
sucesión de chozas primitivas.
Alguien,
a quien nadie podrá identificar por más que lo intente, ha ido dejando desde muy temprano una carta o
un paquete frente a la casa de sus destinatarios, con el propósito deliberado
de chasquear a unos y embromar a otros, dejar un regalo a pocos y una breve
esquela que para muchos no resultará una tomadura de pelo, más bien significará
una pista para continuar armando el rompecabezas del destino con el ejercicio
de la voluntad, sin la cual todo intento de transformación será vano.
El
primero que recogió lo suyo fue Franco Santini, una caja con condones con un
papel que resumía el sentido de la encomienda: “Gringo tacaño, necesito verte pronto. (Firmado) Pirula”.
Doscientos
metros más abajo, siguiendo por la calle Videla Aranda, Abelardo Sánchez
encontró una caja del tamaño de un tacho de uva, destinada a su hijo Juan. Cuando
éste la abrió encontró dentro otra caja, y dentro de ésta, otra, y luego cuatro
más, hasta que por fin sus manos dieron con una carta y un paquete de fideos de
letras. En el papel estaba escrito: “Querido
Juan, con las letras que hay en este paquete están escritos todos los libros
del mundo, tantos que no te alcanzarían cien vidas para leerlos. Con este quilo
de fideos tu mamá podría hacer una exquisita sopa o vos encontrar un mensaje,
en medio de todo ese revoltijo, si lográs comprender a tiempo que has recibido
una verdadera máquina de imaginar, una linotipo realmente mágica. Nunca sabrás
quién te ha enviado esta broma hasta que no hayas escrito tu primer poema”.
Algunos, cuando se
enteraron de lo que había ocurrido aquel día se quedaron con la espina y otros
se jactaron, mintiendo, por lo que no habían recibido.
Quien
nada dijo, aunque sí recibió una carta, fue el policía Abel Carbajal, el cual
tenía la mala costumbre de hacer horas extras robando alambres en las fincas
vecinas. No le hizo ninguna gracia leer: “Flaco,
cuando te metan en la Casa
de Piedra vas a tener que buscar un alambre para colgarte de las bolas,
grandísimo pelotudo. (Firmado) Tu hermano Caín Carbajal”.
Siguiendo las
huellas de la bicicleta del repartidor de milagros, se ubicada la ”Mercería
Lourdes”. Para Abdón Jalil dejó una carta de agradecimiento que éste no habría
entendido aunque hubiera estado escrita en árabe. “Querido señor: los niños abandonados que se encuentran en esta Casa
Cuna le agradecen la gentileza de las
donaciones en efectivo y en mercaderías que nos ha estado enviando durante los
últimos veinte años. Nadie podrá atestiguar, mejor que nosotros, sus gestos de
bondad que han sobrepasado los límites de nuestra admiración. Hemos bautizado a
algunos niños huérfanos con su nombre de manera que, cuando nos visita,
conocerá a Abdón Flores, Abdón Paniagua y Abdona Lourdes Testaseca, que son sus
ahijados por la gracia del amor infinito que nunca podremos pagarle. Reciba en
este día tan especial nuestro saludo. Felicita Enriqueta García Palomeque de
Ontiveros Basualdo, Presidenta”.
Veinte metros
después estaba la bicicletería de Eliseo Cuenca, donde nadie recogió un comino
pero, en la casa siguiente, en la esquina de la calle nueva sin nombre, en el
almacén de los Abdala, al abrir la puerta para iniciar las tareas del día, Emir
recibió dos paquetes de idéntico tamaño, uno para Coca, que contenía una gata
de porcelana, con una tarjeta que decía: “La
gata que no puede, araña; la gata que se deja, recibe”, y otro para Yamila,
pero ésta no aceptó los ruegos de la familia para que lo abriera y se escondió
en su dormitorio en donde encontró envuelto en un pañuelo de seda rojo, un
objeto de goma, de unos veinte y algo centímetros de largo por tres o cuatro de
espesor, que antes ella jamás había tocado con sus manos pero que le produjo
ganas de vomitar. Días después, su amiga íntima Malicha le explicó para qué
servía el consolador y que podrían aprovecharlo, pero Yamila lo arrojó con caja
y todo al excusado, no porque la propuesta de la mujer del peluquero le hubiera
parecido inaceptable, sino porque no tenía un lugar seguro para ocultarlo de la
curiosidad de su hermana menor.
Contigua
al almacén estaba la casa de los Zamora donde el desconocido dejó una caja
blanca, liviana, destinada a Rita, quien ese día tenía guardia en el hospital.
Su madre se moría de las ganas de cortar la cinta con un moño rojo que cubría
la encomienda pero no se animó conociendo el carácter de su hija. Rita llegó el
domingo siguiente, como era su costumbre, y encontró un osito y un par de
escarpines para bebé, y una carta. “Querida
Rita. ¿Te gustaría tener un hijo? No te estoy cachando ni faltando el respeto
porque no soy paciente ni cliente tuyo. Soy alguien que reparte, por
predilección, el milagro que se produce por el simple hecho de la invención si
es verdad lo que dijo cierto personaje de una revista de aventuras en el
sentido de que todos somos parte de la Gran Historieta que es el
mundo. Si aceptás este presente, con esta ropa podrás cubrir a tu primer hijo,
si no estás de acuerdo, quemá la caja con todo su contenido. Aunque nunca, y
pienso que esta palabra jamás debería ser pronunciada, pueda yo conocer tu
decisión, te digo que te amo”.
El herrero Pedro
Grosso recibió una Biblia, que tenía un señalador inserto donde comienza El
Cantar de los Cantares de Salomón, con esta breve frase: “Lo que está escrito en este Libro no es un chiste. (Firmado) Dios”.
De la herrería
hasta la finca de Miguel Ángel Toledo hay unos mil metros y allí, junto a la
tranquera que está frente a la casa, el extraño distribuidor dejó una carta
fechada en Roma. “Ciudad del Vaticano.
Querido hijo Miguel Ángel: Hemos recibido tu dolorosa carta dirigida a nuestro
Vicario de Cristo, el Papa Pío XII, donde confiesas el sacrilegio que has
cometido en la figura de nuestro Redentor, del cual ya estábamos al tanto por
informes del Nuncio Apostólico en la Argentina.
Si bien el buen cura de tu iglesia, el Padre Luis Tonelli, ya
te había perdonado, ¿de dónde sacas tanto rencor, grandísimo mamarracho, para
amenazar a Su Santidad con esa chifladura de la crucifixión? ¿Eres, acaso, de
nacionalidad filipina? Allá, clavarse en un madero es un deporte que no te
aconsejamos practicar a menos de que seas un candidato al chaleco de fuerza. Si
insistes, puedes meterte un clavo al rojo vivo donde tú ya sabes y dejarás de
lamentarte por tu mala suerte de pecador. Con las debidas indulgencias, firma
Monseñor Fabio Testini”.
Para fines de
diciembre, algunos duraznos están dulces como para dejar que su jugo resbale
por la boca y la suave pelusa de la piel nos haga cosquillas en los labios. Por
todas partes reluce un verde espléndido extendido bajo el filete de la cordilla
de Los Andes, eternamente cubierta de nieve blanquísima, cegadora, que hace
sentir a los hombres y mujeres que
trabajan la tierra, el íntimo regocijo de creer que ese paisaje único les
pertenece, pues ellos lo han ido construyendo por generaciones. Alguien, que
descansa un momento bajo la sombra de un olivo abanicándose con su chupalla, es
sorprendido por el canto de una chirigua; el fino sonido le sugiere la idea de
refrescarse con una sangría, pero luego sonríe y calma su sed tirándose de
panza y bebiendo directamente del agua turbia que corre por la acequia.
Al
hombre que repartía chascos y bromas aún le quedaban en su bolso dos sorpresas,
si puede llamarse sorpresa a la caja de fósforos que dejó sobre el horno junto
al cual había un extraño pájaro, un pavo real de vistosa cola. No pudo pasar
inadvertido pues, al verlo, un perro
enorme que estaba echado bajo la sombra de una vieja acacia, gruñó mostrando
sus dientes. El desconocido apuró su retirada en dirección a los corrales de la
Finca Los Nogales, donde terminaría su
periplo mientras escuchaba tras de sí las risas y el canto de unas jóvenes en
el patio del rancho que acababa de visitar.
Antón,
Antón Pirulero,
cada cual, cada cual,
que encienda su fuego.
Por
el camino que bordea el río, no podía pedalear a causa del pedregullo, así que
calzó la bicicleta sobre un hombro y caminó, con el rostro cubierto de sudor,
hasta que vio a una anciana sentada en una sillita de totora, tomando mate. No
fue preciso que dijera una palabra, ya que Doña Rosa, que lo estaba esperando,
le ofreció una taza de yerbeado y un pedazo de tortilla cocinada al rescoldo.
El hombre enfiló después por el callejón de los ciruelos y volvió a la calle
Videla Aranda, hasta el lugar exacto desde donde había empezado su trabajo y
allí desapareció, disolviéndose como una luz que se apaga bruscamente.
Al
mediodía, cuando Narciso regresó de su trabajo, abrió el paquete que le alcanzó
su abuela y extrajo un sombrero tejano, un antifaz negro y un cinturón con dos
revólveres , de color plateado, metidos en sendas cartucheras. La carta que el
muchacho leyó en voz alta, para que su anciana abuela no quedara fuera del
prodigio, decía: “Señor Narciso Gauna.
Querido lector de la revista El Tony, cuando
recibas este paquete, me encontraré en la frontera de Méjico y los Estados
Unidos, tras las huellas de un grupo de forajidos que asaltó un banco en
Dallas. Nunca podré pagar tu amor por mí y por Toro, que nos permite continuar
galopando y disfrutando de la loca vida que hacemos gracias a personas
maravillosas como vos. ¿Okey? Te saluda y abraza, el Enmascarado Solitario.
El Día de los
Inocentes, algunos se portan como auténticos degenerados, envuelven mierda de
gato en papel de caramelos; ponen una cucaracha al fondo de una copa de vino
tinto, o una muela recién extraída dentro de un frasco con dulce de leche.
¿Dónde está la inocencia?, preguntaba aquel mismo día el cura Luis al director de la escuela, en un almuerzo que
los exalumnos habían organizado. No me lo pregunte a mí, Padre, contestaba el
señor Perotti, ruborizándose, mientras se limpiaba la boca con una servilleta
de papel, en este lugar vive gente muy jodida. ¿Quién habrá sido el chistoso?
*
CAPÍTULO 31
EL TANO DI MARCO, VENDEDOR AMBULANTE
DE LOTERÍAS, APROVECHA LA SOBREMESA EN
CASA DE ABELARDO SÁNCHEZ PARA NARRAR MENTIRAS Y VERDADES DE SU OFICIO Y SOBRE LA
CÁBALA DE LOS NÚMEROS.
Como
venía diciéndole, don Abelardo, estos viñedos fueron plantados a fines del
siglo pasado por el viejo Brilloud, un marsellés picante y de mal genio, padre
del doctor Juan Pedro, el único heredero quien para 1930 ya había empezado la
construcción de la bodeguita. Don Salvatore Santini, el suegro de usted, fue
uno de los primeros contratistas, pregúntele a doña Valentina y que ella me
desmienta. Conozco, una por una, a todas las familias que vivieron o que están
ahora sobre el recorrido que vengo haciendo desde que murió mi padre y que él
hizo antes que yo, de donde me viene el hábito de caminar kilómetros vendiendo
números de la lotería de Mendoza.
Aquí
donde me ven, flaco y con los ojos saltones de tanto fumar, no recuerdo un solo
día que yo haya dejado de venir por este camino, más o menos a la misma hora,
una vez por semana lo que no quiere decir que a ustedes les caiga siempre
cuando están por sentarse a almorzar. Pasa que soy el hombre de la suerte, una
especie de mago a quien todos tratan con respeto como si temieran que les vende
un número equivocado. Puede ser, en el fondo, que ése sea el modo de llevarse
con Dios, para que no nos cambie la jugada, ya que según dicen los que saben,
este jodido mundo está hecho de números. ¿Qué me cuentan? Lo que vendría a ser
que las albóndigas en salsa de tomates con puré de zapallo, la ensalada de
escarolas, el pan, el vino y el pedazo de dulce de camote que acabo de
zambullirme en la panza ha sido una exquisita combinación de millones de
numeritos que ayudan a seguir con vida a este otro montón de numeritos que soy
yo.
Si
yo pudiera contarles todo lo que sé sobre fincas, chacras, pobres y ricos de
este lugar, pasaríamos horas y si les contara anécdotas de mi oficio, entonces
sí que nos pasaríamos un año entero conversando.
Ya
que estamos hablando sobre la magia de los números, ¿sabe alguno de ustedes de
dónde ha sacado toda la guita que tiene en el banco el Turco Abdón Jalil? No me
digan que de la mercería, porque ese bolichito desordenado no le daría ni para
comer. Ha ganado fortunas jugando a la lotería, y no empiecen a discutirme, ya que
soy yo quien le vende los billetes y trae el extracto con los premios cada
semana. No me miren con cara de sorprendidos porque aquí donde me ven, más
flaco que un espárrago, el Tano Di Marco sabe escuchar y observar hasta el más
mínimo detalle.
Cierto
día en que le entregaba al turco el número que él venía siguiendo desde hacía
un tiempo y con el cual después ganó un premio mayor, observé como al descuido
sobre el mostrador un libro escrito en árabe, que tenía en la tapa el dibujo de
una mujer desnuda y de una víbora enroscada en su cuerpo que mamaba en uno de
los pezones. El turco se dio cuenta de que yo me había quedado sorprendido
mirando el dibujo y me dijo, ése es el símbolo de la sabiduría de la mente
alimentándose de la energía de la tierra, y el libro se titula “El misterio de los números”, escrito
por Sheik Abdul ben Haddad y trata sobre el “Jaffar”, la cábala árabe para
ganar en los juegos de azar y en las carreras de caballos, y nada más voy a
decirte, gringo curioso. Me pagó como siempre, religiosamente al contado, y me
despidió con una sonrisa socarrona.
Cosa
extraña. En la misma medida en que don Abdón empezaba a hacerse rico, se volvió
huraño, caprichoso, egoísta con los hijos y comenzó a prestar dinero, por
supuesto que a altos intereses, pudiendo haber gozado de la vida de la manera
en que se le hubieran cantado las ganas. Ese debe ser el otro lado de la moneda
de la suerte porque, para mí, y no vengan a interrumpirme diciendo que estoy
hablando por hablar, no siempre el azar trae la felicidad.
En
Fray Luis Beltrán supo vivir un tipo que trabajaba como empleado del Juez de
Paz y que ahorraba cada centavo para comprarse un décimo de la lotería de Mendoza,
en el tiempo en que un peso era un peso y que, con una parte solamente, se
podía comprar una finca de cinco
hectáreas. El fulano, según contaba mi padre, vivía en una pieza alquilada y
trabajaba únicamente para apostar, soñando con el momento en que se haría rico,
con decirles que ni mujeres se le conocían. Pues vino el momento y se sacó el
diez por ciento de la Grande ,
tiró el empleo al diablo y salió a la calle mostrando a todos el billete
premiado. Demás está decir que antes de ir al Banco de Mendoza a cobrar el
premio, los comerciantes estaban fiándole ropas, botellas de licores, pan,
vino, dulces, todo lo que necesitaba para hacer una comilona y festejar.
A
la noche, medio en pedo, sacó de su habitación los muebles destartalados, cama,
ropero, colchón, escupidera, ropas viejas, hasta el trajecito a rayas que
utilizaba para ir al empleo. En medio de la jarana les prendió el fuego, y aquí
viene lo bueno. Mientras el nuevo rico creía que estaba despidiéndose de la
miseria para siempre, se dio cuenta de que en el saco viejo había dejado el
número premiado que en ese momento las llamas ya se habían comido. No me vayan
a decir que al pobre desgraciado la pitonisa del destino no lo eligió para
premiarlo con una broma tan cruel.
Con
el tema del librito de don Jalil me quedé con sangre en el ojo hasta que cierto
día, por esas casualidades, y no me discutan que las casualidades no son parte
de la suerte, vi en la vidriera de una librería en Mendoza, un libro titulado “La Sibila y la Cábala ”. Después de comprarlo
me senté a tomar un café en un bar en la terminal de la CITA y me di cuenta de que a
esos temas ni chupado podría llegar a entenderlos. De todos modos me emperré y
durante los meses siguientes me lo pasé estudiando la parte en que explica cómo ganar dinero en este
oficio.
Después
de tanto sacar cuentas empecé a tomarle el
gusto a los números aunque más no fuera para divertirme y entretener a
los amigos, y no vayan a decirme que no los tengo, pues cuando vuelvo a mi casa
jamás lo hago con las manos vacías y le caigo a mi mujer con chorizos en grasa,
damajuanas con vino casero, botellas de tomates en conserva y la mar en coche.
Voy
a hacerles una prueba para que no digan que me estoy mandando la parte.
Tráiganme papel y lápiz que aquí mismo los voy a dejar más desorientados que
Adán en el Día de la Madre.
¿Quién de ustedes se ofrece para que hagamos la prueba? Juancito parece el más
decidido, así que empecemos porque todavía tengo que seguir por esos caminos,
como si fuera un brujo, despertando codicias.
En
primer término anotaremos el nombre y la fecha de nacimiento. Juan Sánchez,
nacido el 2 de julio de 1931,
a las 5 horas de la mañana. Sacaremos el número del
destino de la siguiente manera: Los meses se enumeran en orden, 1 para enero, 2
para febrero, etcétera, hasta llegar a 12 para diciembre. La semana, 1 para el
día domingo y siguiendo hasta el sábado que es el 7. Obtenemos esta fórmula: 2
por día de nacimiento, 7 por el mes; 1, 9, 3, 1 por el año de nacimiento; 3 por
el día de la semana; y 5 por la hora del parto. Sumamos: 2+7+1+9+3+1+3+5, todo
lo cual suma 31. Si ponés el 31 frente a un espejo te dará 13 y ambos serán tus
números, Juancito, lo que quiero decir es que el 31 es tu lado humano y el 13
el de tu alma. Podrás asociar ambos y hacer combinaciones, por ejemplo: 31, 13,
11, 33, 1331, 31131, 13313, hasta donde puedas llegar. ¿Para qué te servirá? En
la medida en que vayan sucediéndose los años de tu vida, esos números te irán
revelando el sentido de tu destino, los hechos importantes, tus propósitos, no
solamente para tentar a la fortuna, que bien podría ocurrirte como al Turco
Abdón o al infeliz aquel que quemó su ropa con su futuro adentro; podrás
utilizarlos como una linterna que alumbrará tu oscuridad interior. ¿Has
entendido?
Entonces
pasemos a la segunda parte, que consiste en conocer el misterio que se esconde
tras el nombre que vos no elegiste, que lo hicieron tus padres, aunque tampoco
estoy seguro de si fueron Abelardo y Valentina quienes lo decidieron pues según
se dice en mi famoso librito, los números se han venido mezclando desde que
empezó el mundo y en el preciso instante en que una pareja tiene sus momento de
amor, cataplúm, ya que la semillita tiene su número, que nadie podrá modificar
aunque cambie su identidad.
Haremos
ahora el siguiente juego, dándole a cada letra del abecedario su respectivo
número, según la susodicha Cábala, que mentiría si digo que entiendo una jota
de toda esa maravilla, y no empiecen a retrucarme diciendo que soy un sabio de
las matemáticas.
A
1 M 4 J 3
B 2 N
Ñ 5 U 6
C 2 O 6 A 1
CH
3 P 8 N 5
D 4 Q 2
E 5 R
2
S 6
F 8 RR 4
A 1
G 2 S 6 N 5
H 0 T 4 CH 3
I 1 UVW
6 E 5
J 3 X 8 Z
7
K 2 Y 1
L 3 Z 7
LL 6
La
columna, a la derecha de tu nombre, Juancito, suma 42, número que visto en el
espejo es 24, y con ellos también podrás hacer combinaciones del mismo modo que
en el juego anterior: 42, 24, 44, 22, 2244, y así por el estilo. Por suerte no
soy gitano, ni adivino, pero puedo decirte, estudiando un poco la chifladura de
los números que a los 24 años algo importante ocurrirá en tu vida, un hecho tan
extraordinario como el que te sucederá a los 42, ya lo verás.
¿Pregunta
usted, don Abelardo, si he provocado a la suerte jugando a mis propios números?
Tomo el vino que queda en el vaso y le contesto. Antonio Di Marco, un servidor,
vende ilusiones pero él no tiene pájaros en la cabeza puesto que aprendió
algunas lecciones, escuchando y mirando, como dijo al principio.
No
estoy enterado de que exista una persona que sea tan hábil para manejar sus
números con tanta astucia como para que Doña Guadaña no lo sorprenda en el
momento menos pensado, pues sospecho que hay otras leyes que ignoramos. He conocido
hombres muy sabedores que viven como estúpidos y otros muy vivos para adivinar
el futuro de los demás pero que nada saben del suyo. Piense en don Abdón y se
dará cuenta de que pasó toda su vida haciendo cálculos, aún con la viveza que
tienen los árabes para esas cuestiones, y mire dónde terminó su sabiduría
matemática. Si en los libros estuvieran las claves de la verdadera felicidad,
cada fanático de sibilas y pitonisas sería un rey y todos sabemos que no es
así. Un amigo, a quien yo le estaba enseñando estas travesuras tan entretenidas
y curiosas me dijo, mirá Tano, Dios no juega a los dados ni a los naipes porque
si yo tuviera la oportunidad de apostar personalmente con él y me tocara el as
de espadas le gritaría “truco” y lo
mandaría al mazo.
Yo,
que de naipes y trucos no sé un pepino, prefiero no opinar, pero sigo
preguntándome: ¿jugará Dios a los dados? ¿Es la vida una lotería?
*
CAPÍTULO 32
SENTADOS EN EL ASIENTO TRASERO DE UN
FORD 47, ESTACIONADO EN LA
OSCURIDAD , TURI SANTINI CONFIESA A RITA ZAMORA LAS AVENTURAS
DE SU VIDA Y LAS NOSTALGIAS POR LA INOCENCIA
DEL TIEMPO PERDIDO.
Cuando
me fui de aquí vos tendrías unos catorce años; me acuerdo porque había muerto
tu tío Ramón a quien vos tanto querías. Eras una potoca bien plantada, con el pelo
hasta la cintura y un par de tetitas como ciruelas a las que resaltabas
sobándote la blusa con las manos. ¿Te acordás?
Yo
tengo unos once pirulos más que vos, me parece. En aquella época me faltaba de
todo, trabajaba en la viña con mi familia y el único lujo que me daba era
correr en bicicleta. Recuerdo que mi viejo me obligaba a laburar hasta en los
sábados por la tarde para poder pagar la “Bianchi” que le compramos en cuotas a
Eliseo Cuenca, el gallego que tiene su negocio un poco más allá del almacén de
los Abdala.
El
tiempo pasa cagando y de golpe te encontrás con que las cosas están en el mismo
lugar pero la gente cambia sin parar. Los viejos se mueren, la gente grande
envejece, los chicos que iban a la escuela ahora están casados y todo ese bochinche.
Vuelvo por estos pagos para ver a mis viejos y a mis hermanos, pero cada vez
que lo hago lo único que me llevo de vuelta es la amargura. Mi viejo hace más
de diez años tuvo una hemorragia en el mate y quedó paralizado de la cintura
para abajo. Parece una momia sentado todo el santo día en su silla, hablando
solo y maldiciendo como si nosotros tuviéramos la culpa de lo que le ocurrió.
Por la puta madre, cada vez que vengo le traigo un regalo y como agradecimiento
me dice que no se acuerda de tener un hijo que se llame Salvador. Ya no soy una
criatura y ni me acuerdo de la última vez que mi viejo me cascó, pero ese modo
que él siempre tuvo de tratar a patadas a los hijos le valió que un día yo
dijera basta y me fuera al carajo.
En
Rosario, donde vivo desde que abandoné la costumbre de sudar por la comida,
trabajo con un industrial, italiano como yo, dueño de varias empresas. Es un
tipo que tiene la edad de mi papá, pero se mantiene joven morfando bien y
haciendo deportes. Se llama Vittorio Manganelli, pero no tiene nada que ver con
los gringos de Maipú que tienen una orquesta típica. Don Vittorio, quien fue un
importante oficial durante la guerra del 14, es una persona muy amable cuando
le conviene pero con un genio que te hace temblar si lo ves enojado.
Apenas
me conoció me dijo, risueñamente, que lo llamara padrino. Seré un padre para
ti, en la vida y en la muerte, me dijo, abrazándome con un olor a coñac que volteaba. En su casa
es común ver al Jefe de Policía, a jueces, diputados y toda clase de calandracas
llenos de guita que aparecen en unos automóviles que comparados con el mío,
aunque es casi nuevo, éste parece una catramina.
Rosario
es la segunda ciudad del país y al verla parece una Buenos Aires en pequeño; te
lo digo porque hice docenas de viajes a la capital acompañando a don Vittorio.
En una ciudad grande tenés dos posibilidades: o flotás o te hundís; si no tenés
un buen laburo te vas al tacho y terminás juntando puchos. La primera vez que
hice un viaje largo fue un año antes de que decidiera no regresar a mi casa. Un
primo de mi cuñado Abelardo Sánchez manejaba uno de los camiones que llevan
vino desde la Bodega Giol
a Santa Fe y Córdoba. Tuve la oportunidad de acompañarlo después que terminó la cosecha y así empecé a ver que
existían otras oportunidades, otros caminos para recorrer.
El
resto es toda una historia, más vale que no te la cuente porque no vas a
creerme. En pocos años encontré un lugar entre mis paisanos. Primero conocí a
uno, ése me llevó un poco más arriba hasta llegar a mi padrino. ¿Preguntás qué
hago? Protejo a la gente para que cada uno trabaje sin el temor de que otro le
robe. Sin ir muy lejos te cuento que por el lado del puerto habían unos
pirigundines donde iban las minas a trabajar de noche: pizzerías, lugares bailables
y hoteles por hora. Se había armado unas roscas porque a unas putas que habían
traído de Europa, polacas, españolas, francesas las estaba jodiendo la cana. La
cana es la policía, pero no te estoy hablando en porteño, Rita, aunque muchas
costumbres y modos de hablar por allá son bastante parecidos. Un día me invitó
don Vittorio a una reunión con unos tipos que dios te libre y nos dijo que
había estado conversando con el jefe de policía sobre el orden y las buenas
costumbres. Me puso a las órdenes de Giusepe Nicosía, el Pepe, como le
decíamos, y en cuatro automóviles empezamos el trabajo. ¿Has conocido a algún
viajante de comercio? Bueno, nosotros hacíamos un trabajo parecido. Entrábamos
a un bar y le ofrecíamos la seguridad de que a partir de esa noche nadie se
atrevería a romperles la vidriera ni a pedirles coima por algún servicio. Al
principio yo no podía entender el motivo por el cual la mayoría aceptaba
nuestra protección sin chistar. Después empecé a comprender cuál era la clave
del sistema para que no fallara.
Un
par de semanas más tarde aparecieron algunos tipos ahogados en el río Paraná y
todos tenían, como señal de la misma mano de obra, un alambre de púe enroscado
en el cogote. Los precios por la
protección comenzaron a subir pero había cada vez más problemas. El diario La Capital empezó una campaña
contra lo que los periodistas llamaban “la mafia siciliana”. Don Vittorio
aumentó el presupuesto de publicidad de sus empresas pero aún así el diario
seguía jodiendo, y las cosas se ponían feas hasta que empecé a comprender dónde
estaba la papa, lo mejor del negocio para mí.
Una
tarde, mientras tomaba un café en el bar de la estación de ómnibus, se me
acercaron dos hembras oliendo a perfume con unas gambas que mataban. ¿Qué
querían conmigo? Que les cuidara el culo, eso querían. Rita, sos una gil, como
dicen los porteños, aquí podés laburar porque Mendoza es una aldea pero en
Rosario, si no tenés un amigo que mantenga contactos con los de arriba,
terminás en el calabozo o con la cara
llena de tajos cada vez que los milicos te encuentran callejeando.
Olga
y Lelia se llamaban las percantas, dos pendejas que no habían cumplido todavía
los veinte. Las invité a que subieran a mi auto y nos fuimos a morfar a uno de
esos quinchos que están en las proximidades de la cancha de Rosario Central
donde te sirven unos cachos así de pacú o de dorado a la parrilla que no podés
creer. Nos mandamos unas buenas botellas hasta bien entrada la media tarde y
rumbeamos para mi departamento donde me las fifé a las dos, para que supieran
la clase de padrillo que las estaría esperando después de que hicieran bien su trabajo.
Las minas estaban tan contentas como huérfanas que hubieran encontrado un padre
protector. ¿Te das cuenta adónde quiero llegar?
Otro
de los negocios es el contrabando. Por mi parte ni loco me metería en esos
asuntos; tenés que viajar, andar en barcos y exponerte a que te corten las
bolas en cualquier momento si te agarran mejicaneando. Quien recibe algunas
donaciones de parte de los comerciantes que reciben mercaderías que no han
pasado por la aduana, es mi padrino, y él reparte, como buen amigo, para que a
ninguno le falte nada. Eso sí, yo, por mi lado, me hago algunas bicicleteadas
de vez en cuando. Si no lo hiciera, más bien digo, si no lo hubiera hecho desde
el comienzo, todavía estaría dependiendo de la generosidad de don Vittorio.
Como
te decía al principio, cuando vos eras una piba no pensé que alguna vez te
encontraría trotando por la calle Las Heras. A este lugar, en donde viven
nuestras familias, cuando estás lejos lo ves muy diferente. Entonces, a la
gente que queda en tu memoria o la borrás o la seguís recordando como era, no
como es en realidad, y cuando esto ocurre te llevás más de una sorpresa.
Esta
noche te pedí que te acostaras conmigo y dijiste que preferías recordarme como
yo era cuando joven y no como soy ahora. Es lo mismo que yo te dije pero los
papos son iguales en todas partes, mi querida petisa, y hay miles de tetas y
pindongas buscándose, el algo que he aprendido en mi oficio, el más divertido
del mundo. Un tipo como yo tiene minas que subirían a este auto con la misma
emoción con que los niños se acercarían a recibir un juguete.
Con
tu sistema, que apenas te permite conseguir un cliente de vez en cuando, vas a
terminar haciendo la vida de una rutera. ¿Sabés qué es una rutera? Una puta
reventada que mendiga por las carreteras la limosna de algún camionero pelotudo
que se caliente apenas ve a una mujer solitaria que le hace señas. Esa es la
última etapa del oficio, después, a juntar puchos.
Será
mejor que cambiemos de tema; estamos pasando juntos un buen momento y por nada
quisiera que termináramos enojados, no lo merecemos. Voy a decirte cómo me
siento cuando tomo el camino de regreso. Pasando el Desaguadero, después de
echar una meada y tomar un café doble y bien caliente, le doy permiso a la
tristeza para que me visite. Un poeta amigo, uno de esos barbudos que andan por
la vida soñando con una felicidad que nunca encuentran, me habló un día de la
inocencia del tiempo perdido. En la galería de la casa de mis padres hay una
jaula grande que fabricó Franco para cuidar los pajaritos abandonados que
encuentra entre las cepas de la viña. Al lado, hay una destiladera de piedra
con un botijón que recibe, gota a gota, el agua que va cayendo del filtro, la
que se utiliza para beber y hacer las comidas. Enfrente, debajo de una magnolia
y de un laurel está el jardín que cultiva doña Costanza, esa viejita de pelo
blanco y enrulado que es mi mamá. Están las calas y los juncos que me recuerdan
los velorios, las dalias y narcisos, una mata de perejil y otra de albahaca que
usa para hacer el pesto. En tarros pintados con cal rodea la casa con malvones
y geranios, y en macetas de terracota, helechos y vinagrillos. Me gusta apretar
las hojas de cedrón y olerlas y meter entre mis ropas un ramito de alhucemas
que me recuerden el olor de mi hogar. De la entrada de calle hasta el parral,
donde estaciono mi auto, hay una larga fila de margaritas y varas de San José.
Las cortinas de las ventanas tejidas al crochet, que dibujan palomas y ángeles
tirando flechas, han sido hechas una a una, con santa paciencia, por esa mujer
a quien le doy más penas que alegrías.
Te
juro que en este momento, sintiendo tu afectuosa proximidad, largaría todo a la
mierda y me quedaría para pedirte que te casaras conmigo. Después de todo, mi
pequeña Rita Zamora, yo no puedo exigirte que seas virgen ni vos pedirme que
confiese si debo alguna muerte por ahí. No tengo la inocencia de mi papá que
mató a tantos hombres en la guerra, ni vos la castidad de mis hermanas cuando
se casaron. Soy un hombre de la noche que está entrando en la curva peligrosa
donde se frena a tiempo o te hacés pelotas. Me iré con las ganas que tienen los
soldados cuando salen de franco, pero es mejor que sea así, para poder
conservarte en mi nostalgia del tiempo perdido, con la tristeza del hijo de un contratista de viña que se
convirtió en un criminal.
*
CAPÍTULO 33
EL DISFRAZ QUE CADA UNO TENÍA PUESTO
UN SÁBADO DE CARNAVAL CONTADO A LA CHACOTA
POR EL PELUQUERO DAMIÁN ZAMORA A SU PAISANO EL GALLEGO ELISEO
CUENCA, Y SU SOSPECHA SOBRE UN EXTRAÑO CORNUDO.
Si
tú hubieras estado allí, Eliseo, contemplando el desfile de mascaritas en aquel
Sábado de Carnaval inolvidable, te hubieras despanzurrado de la risa, porque dime
si no es curioso que los más pobres se gasten las monedillas en comprar esos
atavíos que deslumbran y al día siguiente encontrarlos con la misma ropa
desgastada pidiendo fiado en lo de Abdala. Pero no creas tú que apenas estaban
los menesterosos, que algunos que enfilan para arriba con buenas cosechas
también se habían acoplado al corso en la Unión Vecinal.
Ya
desde temprano, que la Capilla
y el salón de fiestas están frente a mi peluquería, vi el comienzo de los
preparativos mientras yo mismo tenía tal clientela que no terminaba de tusar a
un cristiano que ya se había sentado otro, y dele recortar jopos y patillas y
alinear bigotes y afeitar a esos tíos que no lo hacen en toda la bendita
semana, si parece que estuvieras afeitando chipica de una champa. Así quedaba
mellada la navaja que a cada instante debía volver a afilar y asentar en la
correa, que si no lo hiciera algún día podría ir a la cárcel por degollar a
alguien sin proponérmelo, más me vale, que todavía no sé de dónde saqué este
oficio puñetero.
Como
te decía, la viuda de Castillo, doña Salomé y su hija Violeta, apenas salió el
sol ya estaban barriendo, regando, acomodando mesas y sillas, guirnaldas de
papel y unas caretas de cartón puestas arriba del escenario representando al
Rey Momo, que más que de rey la caripela del fulano parecía la del mismo
Diablo, si hasta cuernos tenía, imagínate.
De
los jóvenes te digo que se veían algunos
como si ya estuvieran ensayando las figuras que representarían a la
noche, tal es la fascinación que el deseo de ser otro les agarra para esta
época, una especie de venganza de lo que son en la vida real y buscaran en las
máscaras y en los diferentes disfraces un sueño secreto y remilgado que sacan a
relucir con el desparpajo de un artista.
Me
preguntaba yo cómo habría disimulado, si
hubiera decidido ir al baile, y una sola imagen me venía a la mente, la de
peluquero, maldita sea, que es el único oficio que me ha gustado hacer desde
que me botaron.
A
falta de luz eléctrica, que el bendito gobierno aún no ha traído hasta aquí, ya
sabes que cuelgan esos dichosos faroles de noche, las petrolman a querosén a
las que tienen que meter presión con un tarugo para que brillen. Salió el
último cliente y de inmediato eché llave a mi negocio y me quedé mirando, con
esa curiosidad tentadora que no puedo sacarme de encima, que si me hubiera dado
por ser historiador habría escrito los libros más sabrosos del mundo.
Desde
la oscuridad se me aproximó Abelardo Sánchez, ya sabes, el esposo de Valentina
Santini, de quien se dice que está muy enferma, que tiene un cáncer incurable y
que por eso casi no sale a la calle. Abelardo me ofreció un cigarrillo que no
acepté pues grandísima es la gracia que me hace pitar si me acuerdo que mi
padre murió a los cincuenta años con los pulmones reventados, escupiendo
sangre. Abelardo es muy diferente de mí en esto del jolgorio de las palabras;
apenas te dice cuatro frases y se queda cerca de ti, con esa presencia amable
que tienen los que trabajan la tierra, mirando lo mismo pero pensando diferente.
En
esto estábamos cuando llegó el ómnibus que traía a la orquesta. Bajaron los
músicos y se fueron directamente al escenario tomándose el tiempo necesario
para afinar sus instrumentos y de un
momento a otro el tango La
Cumparsita estaba invitando al público a dar vueltas por el
salón, en medio de la mirada atenta de las madres y el berrinche de los críos.
Aquello era un lujo para este lugar si nada menos habían contratado a los
Hermanos Mancifesta, la orquesta más cara de Maipú.
Como
si hubieran estado esperando una orden, empezaron a llegar los corajudos que se
habían disfrazado porque, te juro, Eliseo, que la mayoría no lo estaba, o
quizás era gente como yo, quien gusta de representarse a sí mismo.
Los
primeros que aparecieron, y te juro que
no vas a creerme, fueron Miguel Ángel Toledo, el gordito imbécil que tiene la
finquita a un kilómetro de aquí, con su mujer, la maestra Marta, disfrazados de
chinos. Imagínate un barrilito negro y una tagua patas flacas con sombreros de
ala ancha, larguísimos bigotes, con unos farolitos de papel en la punta de un
palo, caminando con pasitos cortos y rápidos.
Sobre
el pucho aparecieron Nené y Camila, las hijas del turco Abdón, vestidas de odaliscas,
con apenas unos bombachotes sujetos a los tobillos, sandalias plateadas y
corpiños con el ombligo al aire. Gracias a Dios que a esa hora el padre de
ellas debió haber estado dormido como una tapia pues si las hubiese sorprendido
seguro de que ahí corría sangre.
Mientras
la orquesta tocaba El Choclo, apareció nuestro héroe de los puños, el Torito
Cuyano, quien no es otro que el Hugo Alaniz, con un tufillo a grapa que si le
ponías un fósforo, estallaba, imitando nada menos que a José María Gatica, ése que parece será campeón del mundo, con la
ayuda de su guapeza y de Perón, si mal no me han dicho.
Luego
vi llegar a una bailadora y se me espantó el corazón; me pareció estar, de
pronto, en mi Madrid, contemplando a Violeta Castillo con una gracia de
española que hubiera corrido a ofrecerle un pimpollo de rosa si no hubiera sido
porque Malicha me lo habría reprochado el resto de su vida.
Detrás
de aquella imagen encantadora aparecieron, ¿quiénes crees tú, Eliseo Cuenca?,
pues mi mujer y su amiga Yamila Abdala, con rigurosa ropa de varón, de traje y
corbata, con sus cabellos recogidos bajo el sombrero. Parecían dos chulos por
la forma en que miraban a las otras mujeres y, válgame Dios, estoy seguro de
que más de una habrá sentido mojársele los calzones al ver a semejantes machos.
Estaba
yo más turbado que cura en un lupanar, cuando sentí unos gritos desaforados
mientras iban apareciendo Feliciano Guzmán, Pedro Grosso, Sebastián Donoso y
don Amado Abdala vestidos de cosacos rusos. Me refregué los ojos para ver mejor
y, sí, eran ellos, con unos gorros de piel de conejo y cubiertos con unos
sobretodos viejos sobre los que habían pegado una especie de charreteras y unos
botones falsos que aparentaban ser uniformes militares.
No
terminábamos de reírnos con Abelardo por la presencia de aquellos graciosos
cuando detrás de mí salió Rita, tú sabes, mi única hija, la que trabaja de
enfermera en el Hospital Lencinas. Estaba vestida de Cenicienta y caminaba como
sonámbula pues ni siquiera nos dirigió una mirada; me pareció un sueño, una
verdadera princesa salida de un cuento mágico. Su cuerpo menudo envuelto en un
vestido largo, como del color de los damascos, adornada con collares de
fantasía y un par de zapatos de taco alto que parecían de cristal, te juro que
no exagero. Algunos puercos al verla sonreían con esa especie de mueca que
tienen los eunucos cuando ven pasar a la favorita del sultán. Después supe que
nadie la había invitado a bailar, estoy seguro de que ninguno se atrevió a
tocarla con su olor a sobado transpirado.
Mi
emoción y mi curiosidad iban subiendo como la leche cuando empieza a hervir.
Escuchamos el galope de unos caballos y aparecieron, Jesús, quien lo hubiera
imaginado, el Enmascarado Solitario y su ayudante, el Indio Toro, seguidos por
un grupo de indios dando alaridos y golpeándose sus bocas con las manos. Ahora
dime tú, ejemplar de andaluz errante echado a bicicletero, si tienes una pizca
de imaginación, ¿quiénes eran los intrépidos jinetes? Quédate quieto, no vaya a
ser que te clave la tijera en una oreja que ahora te diré lo que vieron mis
sorprendidos ojos. El Enmascarado Solitario era el mismísimo Narciso Gauna, el nieto
de la curandera, con sombrero tejano, antifaz, ropas blancas y pañuelo negro al
cuello, con el nudo a un costado, como en los dibujos de la revista El Tony. Su
auxiliar era Juan, el hijo de Abelardo, quien empezó a reírse porque su
muchacho había hecho los preparativos sin que él lo supiera. La comparsa de
indios estaba compuesta por Emir Abdala; piensa en un indio de pelo ondulado y
bigotes, hijo de árabes, y sentirás que te destornillas de la risa; por los
hijos de Mastronardi; Quico, el benjamín de quien estaba conmigo y por Abel
Carbajal. Sí, coño, el policía, el cual había cambiado su disfraz de vigilante
por uno más liviano. Mire usted, le dije a Abelardo, si el comisario se entera
de que su agente anda haciendo payasadas, pues que lo pondrá de patitas en la
calle. Como es de suponer, los indios tenían puesto únicamente una especie de
taparrabos y unas vinchas con plumas que más de un gallinero habrá temblado
ante semejante malón. No podía faltar una india, con un par de piernas a las
que te hubiera dado gusto pasarles tu lengua, encarnada en Coca Abdala, esa
ricura por la cual más de uno se habrá hecho la del mono aquella noche, al
volver del baile.
Ya
estoy llegando a la parte en que dejaré de tomar mi narración a la chacota para
decirte algo que por ahora no estoy seguro si ocurrió tal como diré o si lo he
soñado, tamaña es la confusión que me ha dejado. Ya termino contigo, te pongo
un poco de gomina y estarás listo para salir en la tapa de Radiolandia.
Calculo
que faltaría una media hora para la medianoche y el bailongo estaba en su
apoteosis. Abelardo había regresado a su casa y frente al salón quedaban
algunos muchachotes fumando y jodiendo entre ellos a falta de dinero y ropa en
condiciones para poder entrar a la fiesta, cuando veo que doblaron la calle
unos personajes tan fantásticos que si yo fuera pintor haría un cuadro que
quedaría por siglos en el Museo del Prado. Un tío vestido de etiqueta, tan alto
que a su lado Pedro Grosso luciría como un enano, y mira que el herrero
sobrepasa a cualquiera, con una capa roja que ondulaba al caminar y un par de
cuernos que parecían salir de su propia carne, un sujeto a quien no he visto en
mi salamera vida, seguido por las cieguitas, las hijas de ese gorrón del Fausto
Palacios, descalzas, con sus pelos rubios que caían sobre unos vestidos
blancos, largos hasta el suelo, y un par de alitas como hechas de papel de
papel de aluminio. ¿Quién sería el tipo aquél? ¿Cómo es posible que esas pobres
criaturas lo siguieran con la humildad de verdaderos ángeles?
Estoy
tratando de decirte, Eliseo, que el Carnaval se me atragantó y todo cuanto
hasta ese momento me había despabilado se convirtió en una especie de morriña,
como si alguien me hubiese revelado que la muerte del Carnaval da nacimiento al
tiempo de la Congoja. Me
fui a dormir no sin antes rezar. Por la mañana María Luisa me contó que la
entrada de Satanás seguido por los ángeles no había sido del gusto de la
concurrencia y que hasta la orquesta pareció desafinar cuando los vieron
entrar. Dicen, aunque yo no lo vi, que el tío de los cuernos bailó un vals con
cada una de las niñas y después, como habían llegado, desaparecieron.
Estás
servido y perdona la lata, que si a alguien tenía yo que elegir para
desembuchar no podría haber sido otro que tú, querido vecino.
*
CAPÍTULO 34
VIRTUDES DE LA MESA CAMPESINA Y DE LOS
MANJARES QUE SE PREPARAN DESPUÉS DEL CARNEO DE UN CERDO, SEGÚN LA TRADICIÓN , CONTADOS POR LA ABUELA ENCARNACIÓN
A SU NUERA MATILDE, ESPOSA DE LUCAS SÁNCHEZ.
Haremos
un convenio entre mujeres, Matilde, si es que entre mujeres se puede acordar y
respetar la palabra. Yo te enseñaré la manera de convertir a este cerdo, sobre
el cual ha caído el frío de la noche, en los más ricos manjares de la tierra, y
tú te apaciguarás un poquitín en darle todos los gustos a Lucas, pues veo que
ya ha empezado a tener su buena barriguita el consentido de mi hijo.
Las
mujeres no necesitamos lecciones para saber cómo atrapar a los maridos; unas
les atan la voluntad y los empachan con todos los placeres que una hembra
astuta puede darles bajo las sábanas; otros, como a pavos, que se ceban con
maíces y nueces para la
Navidad , les hacen crecer los tocinos con las tentaciones y
abundancias de la mesa, pues está bien
probado que ni uno solo de ellos podría escapar a estos encantamientos. Piensa,
entonces, qué sucedería con un varón al cual su mujer le ofreciera, sin falsos
escrúpulos, bastante de esto y mucho más de aquello; lo tendría servido para lo
que quisiera con tal de de que no se pasara de la línea por aquello del refrán
que dice que los árboles no crecen hasta el cielo, que todo tiene su límite,
qué más da, que lo que peca por exceso luego pecará por holgura.
Cuando
yo era una muchacha, antes de conocer a mi Matías, una tarde mi padre llevó a
toda la familia a ver un corrida de
toros en Málaga y maldito sea lo que vieron mis ojos aquel día. Resulta que en
Coín, nuestro pueblo, había un chiquillo quien a fuerza de coraje y de
bravuconadas, de simple banderillero se convirtió en matador en pocos años. Su
nombre era la comidilla por toda Andalucía por la gracia y el garbo y los
desplantes que hacía para enloquecer al toro y luego meterle su espada con tal
puntería que la pobre bestia se desplomaba como tocada por un rayo.
Lo
que estoy diciendo, Matilde, viene a cuento de los límites y las prudencias
pues si te enseñaron a que tomes tus alimentos no muy fríos ni muy calientes,
ni poca ración ni en extremo, ni masticar demasiado lento ni tragar como un perro,
¿para qué burlarse de un animal antes de matarlo? La plaza estaba colmada y casi llegamos tarde por culpa de mi hermana
menor por quien tuvimos que demorarnos a causa de un derrame de sangre que le
había salido de uno de los agujeros de su nariz. Apiñada entre el gentío no
sabía yo dónde mirar aquella maravilla de trajes y mantones, de aplausos y olés, de claveles y
sombreros que saltaban por el aire cada vez que se debía festejar el triunfo
del hombre sobre el animal.
Había
comenzado a morder unos turrones que mi pobre padre nos había comprado con las
últimas pesetas, cuando anunciaron la entrada del siguiente toro, una bestia
tan ágil y feroz que casi me hizo atragantar un pedazo de la golosina. Ahí,
entonces, apareció él, entre las luces de su traje, caminando sobre la arena
con paso majestuoso, nuestro vecino, a quien ahora nadie conocía por José María
Marcos, tal era su nombre verdadero, sino por Joselito de España, el diestro,
el único, el heredero de Manolete, el sin igual que después de cada verónica
caminaba lentamente con la capa recogida en su mano izquierda dando la espalda
a su rival.
Aquella
tarde fue la última vez en su vida que dio la espalda, pues cuando giraba para
armar su defensa, el toro le clavó una de las astas en el estómago, lo levantó
por el aire como si fuera una figura de papel y lo exhibió al público dando
vueltas al ruedo, luego lo arrojó lejos y volvió a empujarlo con la cabeza
hasta que lograron arrebatárselo con las tripas afuera y agonizando.
Mira
tú, madre de mis nietos, que hemos saltado del carneo de un cerdo al carneo que
un toro hizo de un aspaventoso matador, así que vayamos a lo nuestro y
empecemos por las morcillas, que es lo primero que se prepara el mismo día en
que se mata al chancho.
En
un fuentón tenemos la sangre bien batida, con algo de sal, para evitar que se
cuaje, sobre la que se va mezclando en primer lugar las cebollas previamente
sancochadas con un poco de aceite y el condimento que se compone de sal,
pimienta, ají molido y orégano. Con este preparado se va embutiendo la tripa
gorda, la cual deberás haber raspado y limpiado con esmero, utilizando un
cucharón y teniendo cuidado de que no quede demasiado llena pues la sangre al
hervir aumenta su tamaño y quien no sabe hacerlo como es debido luego se encuentra
con la sorpresa de que las morcillas se han reventado.
Una
vez rellenadas las tripas con el largo que prefieras, las atas con hilos y las
sujetas de un palo sobre la boca de una cacerola con agua hirviendo, cuidando
de que el hervor cubra las morcillas durante media hora y ya puedes retirarlas,
bien para que algunos angurrientos se den el gusto o para guardarlas colgadas
de una caña atada con alambres del techo
del galpón. De ahí podrás ir sirviéndote a diario o, si prefieres, al secarse
podrás comerlas fiambre, que así también son exquisitas.
La
receta que acabo de darte, Matildita, es la que me enseñó mi madre; a ese gusto
podrás variarlo a tu antojo agregándole al preparado chicharrones, pasas de uva
o pequeños trozos de cáscara de naranja, que como bien dice el refrán en gustos
no hay nada escrito y cada pueblo y aún cada familia tiene su modo particular
de satisfacer los sabores de su boca.
El
preparado de los jamones, los codeguines y el queso de chancho lo dejaremos para luego que hayas anotado la receta de los chorizos.
Éstos, a los que podemos llamar de puro cerdo, son los que yo acostumbro
preparar; hay otras variedades que
pueden sazonarse con pimentón y ajos, o cambiando los condimentos como ser
incluir semillas de anís, variando la cantidad de grasa y tipos de carne: más
de vaca o menos de cerdo, según lo que decía yo hace un instante sobre los usos
y costumbres.
Los
chorizos de puro cerdo que a mi Juanillo, el hijo de Abelardo más entusiasma,
se preparan moliendo la carne con algo de grasa, carne que bien puede ser de
las paletas a las que aliñas con sal, pimienta, nuez moscada y dos cucharadas
de salnitre por cada diez kilos de preparado. ¿Qué es el salnitre?, pues es un
conservador, mujer, un polvillo blanco que ayuda a que los preparados no se
descompongan cuando empiezan los calores. Finalmente se le agrega un poco de
vino blanco añejado, si es jerez, mejor, y ya tienes una pasta a la que
mezclarás con tus manos para que los sabores se amalgamen con la carne. Aquí
viene el momento de la prueba, y ya verás cuando tú y Lucas hagan su primera
carneada. Todos quienes participan del trabajo estarán pendientes del momento
en que se complete la preparación. Se tome un papel de estraza, se lo extiende
sobándolo con un trozo de grasa y sobre él se echan unas cucharadas del
preparado, se envuelve bien y se lo cubre con brasas durante una media hora, al
cabo de la cual estarán todos como chiquillos mal educados pellizcando para
probar y dar su opinión.
Si
debes hacer una corrección la harás y de inmediato tomarás la máquina de moler
carne con el embudo correctamente ajustado en el cual enchufarás una punta de
la tripa que bien será del mismo animal o tripas saladas de vaca, que lo mismo
da, y empezarás rellenándolas, haciendo lo contrario que con las morcillas,
pues la carne en los chorizos deberá ir bien apretada para que no quede aire.
Por las dudas, una vez atados los chorizos con hilo, dejando entre cada atadura
un geme de tu mano, tomarás una aguja y pincharás cada cuelga para estar segura
de que no ha quedado aire.
Lo
mismo que con las morcillas, pondrás los chorizos en una caña bajo el techo y
de ahí irás tomando algunos para ponerlos sobre la parrilla, otros para
guisarlos con papas y porotos, y los que queden los pondrás, cuando estén medio
secos, en recipientes de lata tapados con grasa derretida que en ese lugar
podrán permanecer conservados por años sin que nada los altere, antes al
contrario.
Mira,
Matilde, la maña que gentes como
nosotros se dan para encubrir con especias el crimen de haber matado a una
pobre bestia y devorarla sin el menor remordimiento. Sin embargo, de esa
secreta constricción nos viene la idea de bendecir la comida. ¿Sabes tú a quien
bendecimos cada vez que el jefe de familia, sentado a la cabecera de la mesa da
las gracias por lo que va a entrar al buche? Por lo que yo creo y que me lo han
enseñado mis mayores, en ese acto agradeces a dios por estar junto a quienes
amas y también pides perdón al animal que has sacrificado que reaparece
convertido en sabrosa comida, pues la muerte no solamente de un animal, también
la de cualquier planta, es causa de nuestra vida y con eso, con la bendición y
la súplica quedas absuelto porque así ha sido hasta ahora y lo será mientras
unos tengan que morir para que otros puedan salvarse.
Si
algo se te olvida, nuerilla, volverás a preguntarme que yo de la paciencia no
tengo cuidado pues pienso que con este asunto de los frigoríficos y de las
comodidades se irán perdiendo los auténticos sabores y el cultivo de la
tradición que no es solo lo que pones en tu estómago, sino en tu mente y en tu
corazón, que del desorden de las ciudades viene el gusto por lo feo, la
simpatía por el bochinche y las asquerosidades.
Por
hoy nos daremos por satisfechas, después de que explique cómo preparo yo los
lomos en grasa, con cuya receta y un par de ojos salerosos, por no mencionar
otro par que sería más interesante, una campesina podría conquistar los amores
del mismo rey de los caprichos, si se lo propusiera. Créeme, Matilde, que una
cena para el más entusiasta de los enamorados sería ésta: mientras tu amante
esposo sirve dos vasos de vino sobre la mesa en la que ya está el pan cortado
en rodajas, tú calientas bien una sartén y pones en ella trozos de lomo en su
propia grasa, lo calientes lo suficiente y en un costado echas dos o tres
huevos para que se sofríen y una vez a punto sirves tales delicias en los
platos que casi seguro no necesitarás lavar pues quedarán tan rebañados que
lucirán como si fueran de porcelana. Después de engullir semejante manjar, dime
tú, a quien todo causa gracia, ¿qué merecerías que tu hombre te hiciera? ¿Qué
le darías tú para que la cena fuera más sabrosa todavía? Parecemos aquí y
vayamos a la receta.
Picas
el lomo en dados, agregas sal, pimienta, pimentón, orégano y ajo todo bien
pisado en el mortero, más medio vaso de vinagre blanco. Dejarás la preparación
de un día para el otro y la cocinarás con la mejor grasa del mismo cerdo, en
cantidad abundante para que al enfriarse, los trozos de lomo queden totalmente
cubiertos. Deberás conservarlos en recipientes de vidrio o de lata y guardarlos
todo el tiempo en que la familia pueda aguantar la impaciencia de empezar a
probar.
Cuando
yo te visite, en tu casa en Colonia Bombal, después del carneo que tú y tu
marido han prometido que harán el próximo invierno, te pediré que nos sirvas
una merienda que Matías y yo preferimos por sobre cualquier otra, café bien
oscuro, tostadas de pan untadas con ajo y manteca de cerdo, de ésa que queda en
el fondo de las latas que han conservado el lomo.
*
CAPÍTULO 35
LA ÚLTIMA PESADILLA DE FAUSTO
PALACIOS, QUEMADO EN LA HOGUERA POR
SUS INOCENTES VÍCTIMAS MIENTRAS EL PAVO REAL, DESDE LO ALTO DE UNA PARVA DE
SARMIENTOS, CONTEMPLA LA ESCENA ,
ABRIENDO SU LUMINOSA COLA EN ABANICO.
Hace
algunos años, cuando me recorté los bigotes, dejando apenas un cuadradito
debajo de la nariz, al entrar al almacén a comprar unos vinos me preguntó Amado
Abdala si sabía que la Segunda Guerra
Mundial había terminado y yo, que la única guerra que conozco es la que tengo
con el alcohol, le pregunté si me estaba tomando el pelo. El grandote dejó de sonreír,
se puso más serio que monaguillo en misa y mostrándome la primera hoja del
diario Los Andes me señaló una fotografía en la que aparecía un tipo que podía
pasar por mi hermano gemelo, un tal Adolfo Hitler, quien se había suicidado
después de que Alemania perdiera la guerra, según decían las noticias.
De
repente me acordé de El Turquito, el enano barrigón que fue la perdición de la Yolanda , el duende de la
siesta, hijo del Diablo que me robó las ganas de vivir aquella Noche de San
Juan que se iba borrando en mi memoria del mismo modo en que se borra la imagen
de las cosas cuando caemos en el pozo ciego de la borrachera. Salí sin saludar
llevando en cada mano una botella de vino criollo y me fui para el rancho a ver
si las mocosas habían regresado del matadero de Coquimbito con algo para comer,
aunque más no fuera un pedazo de tripa gorda o una pata para hervir.
Me
fui bordeando el canal, tratando de no hacer ruido. Apenas si se escuchaban los
pasos de mis alpargatas sobre el ripio de la calle. Me pareció que me seguía un
ejército de víboras arrastrándose por entre el cañaveral y que en cualquier
momento alguna cabrona se enroscaría en mis patas. Ya no se puede vivir en este
mundo roñoso, iba pensando cuando casi pisé un dormilón que voló delante de mí
en la oscuridad. Este mundo se está llenando de inmundicias, volví a decir en
voz alta, y al momento me empecé a reír al recordar que esa noche le tocaba a la Blanca dormir conmigo. A la
más chica, a la Azucena ,
voy a dejarla un añito más pero apenas le broten los pelitos voy a enseñarle
que el tiempo de jugar a las muñecas se acabó, amenazaba yo en voz alta, casi a
los gritos.
Faltaba
poco para llegar cuando en eso veo que en mi rancho habían encendido un candil
y gente en el patio esperando que yo llegara. ¿Quién podría ser la persona que
a esa hora estaba muy oronda sentada en la única silla que hay en mi casa? Rosa
Gauna, la vieja bruja que andaba metiendo ideas raras en la cabeza de mis hijas
con unos cuentos de lo más pelotudos.
Puse
las botellas con cuidado a la orilla de mi cama y volví al patio. La vieja
sabandija tenía en sus brazos a la
Azucena y se hacía la santa hablándole en voz baja, no se
asuste, hijita, que yo hablaré con su papá, que Dios y la Virgen van a protegerla de
todo mal y que en este mundo no hay justicia para las huérfanas de madre, y
dele rezongar la comadrona.
Me
le planté en medio de la oscuridad y con la luz del candil pude ver sus ojos
envenenados, y sin soltar a la pendeja que seguía llorando me dijo que la
muchachita acababa de tener el asunto y ya que no tenía madre que la cuidara,
ella lo haría en su lugar, que yo tenía que guardar más respeto por su
inocencia y que si llegara a enterarse de que me había pasado vivo, ella en
persona iría al Juez de Menores que está en Mendoza para que llevaran a las
tres, lejos de semejante degenerado.
Vos
andá a prepararme la cena, le gritó a la Rosa , dándole un empujón y vos, Blanca, servime
un vaso de vino que tengo sed. Ahí nomás solté el rollo y le dije tantas
barbaridades a la Rosa Gauna
que no tuvo más remedio que salir a los saltos para su casa. Agradezca que me
ha encontrado tranquilo, le gritaba yo, porque de haber estado con las pelotas
hinchadas le chumbaba los chocos para que deje de molestar con tanta inocencia
y demás huevadas sobre la perdición del alma; si mi alma ya la había perdido
jugando a la taba con el mismo Satanás, qué putas.
Desde
aquella noche nadie volvió a aparecer por mi rancho, si no cuento al infeliz
del cura quien en cierta oportunidad se apareció tratando de mojarme con agua
bendita y al que corrí a los guascazos.
Las
dos mayores empezaron a trabajar de sirvientas en el chalet de los Brilloud, y
la más chiquita se dedicó a cuidarme como buena hija, obediente, servicial para
todo y más lista que sus hermanas para hacerme feliz.
Ahora
no sé si estoy soñando, profundamente dormido o despertando en medio de una
locura diferente. Por lo que veo parece que va llegando la madrugada y no veo
en sus catres a las cieguitas. ¿Cómo es posible que no me hayan despertado con
un mate si ésa es la obligación que tienen cada mañana? ¿Dónde carajo se habrán
metido? Las llamo a los gritos y veo que tampoco está el chicote que cuelgo al
lado de mi cama para estas ocasiones. Quiero levantarme de un salto y descubro
que estoy atado con alambres de viña al elástico de la cama de hierro, siento
el olor del querosén que moja las cobijas, las risas de las muchachas que
juegan en el patio. ¿Qué es esto? Me cago en la puta madre que me parió y en
todos los santos y en el vino de la misa. Apenas pueda soltarme las voy a
degollar como si fueran chanchas, brujas mal paridas, pendejas malditas como su
madre, hijas del Pata de Cabra, ciegas mentirosas, lenguas de víbora, así me
pagan lo que he sufrido por culpa de ustedes, perras de ojos azules.
Antón, Antón
Pirulero,
cada cual, cada
cual
que encienda su
fuego.
Ha
cantado el gallo tres veces y todo ha vuelto a quedar en silencio. Voy a tratar
de dormirme para borrar esta pesadilla y al despertar todo será como antes: una
mañana tranquila, unos mates bien cebados y una torta con chicharrones hará que
yo mismo me perdone por haber tenido miedo a morir. Lo único que me falta es
que me ponga a rezar. ¿A quién? Dios y el Diablo me han abandonado en manos de
las hijas de Yolanda Castro, bocadito del cielo convertido en veneno para
ratones.
¿Qué
hacés ahí? ¿No habíamos quedado en que nunca volverías a molestarme? ¿Qué estás
diciendo? ¿Qué vas a soltarme si te entrego a mis hijas? Me parece que has
llegado un poco tarde. La deuda que tenía con vos ya la he pagado, así que no
tenés ningún derecho a reclamar lo que no estuvo en juego. Sos un infeliz, un
pobre diablo guampudo, y ahora que vuelvo a sentir tu presencia asquerosa
empiezo a darme cuenta de que estoy a punto de ser perdonado por todo lo que
hice, por lo tanto no hay trato y podés empezar a meterte los cachos en el
culo.
Andate
con tu perfume a difunto a otro lado, viejo tramposo, que estoy saliendo de mi
sueño para darme cuenta del engaño. Sí, ahora empiezo a comprenderlo todo: con
mi muerte las cieguitas quedarán libres y volverán a ver, pasarán al Otro Lado
y jamás recordarán que yo he existido, nunca recordarán que las he tocado, que
las he baboseado con mi boca de sapo, que las he hurgado con mi lengua de
hurón. Alejate de mí, Satanás, que está por llegar el momento que esperé toda
mi vida, el momento de saber por qué se nace, por qué tenemos que padecer tanta
miseria, por qué nos encontramos al final del camino con una muerte inmunda.
El
pavo real que tantos años ha paseado en mi compañía por la orilla del río, se
ha trepado a la parva de sarmientos y abre su cola como un arcoiris para
despedirse de mí. Él ha sido mi mejor amigo, el único que nunca me abandonó, el
último testigo de mi muerte.
Antón, Antón
Pirulero,
cada cual, cada
cual
que encienda su
fuego.
Ahí
vuelven las muchachas y empiezan de nuevo con su eterno canto, con el mismo con
que han estado amenazándome durante años. La más chica, la Azucena , preciosa mía,
enciende un fósforo y las otras aplauden y ríen. He llegado tu hora, Fausto
Palacios, el momento de ver la última luz del día, la última mirada a un mundo
que empieza a arder, las caras de las ciegas que ahora contemplan en silencio
cómo el fuego envuelve la miseria de este rancho de mierda, la sucia pobreza,
los muebles mugrientos, las paredes de caña, el techo de barro, la ropa mojada
en querosén, mi carne, mis huesos, mi alma de perro enloquecido, las llamas que
apagan los sonidos, que ocultan mis gritos de dolor.
¿Qué
pasa? ¿En qué hoyo de brasas voy cayendo? ¿En qué maldito agujero de hierro
fundido estoy siendo depositado? Lo último que alcanzo a ver antes de quedarme
dormido para siempre es la figura del Maligno, con su chalina roja y los
cuernos de cabra sobre su cabeza, que me abraza, me palmea como si fuera mi
mejor amigo y me dice, bienvenido, compadre, lo estábamos esperando.
*
CAPÍTULO 36
SOBRE LOS AGRAVIOS E INSULTOS QUE
INTERCAMBIAN MALICHA DE ZAMORA Y SU HIJA RITA LA
NOCHE DE NAVIDAD DEL AÑO DEL LIBERTADOR SAN
MARTÍN Y COMO LA VACA SE
VOLVIÓ TORO.
Qué
ganas de mandarme a cambiar a la misma mierda que me da cada vez que la escucho
hablar tantas idioteces, mamá. Para usted no existe una persona que le caiga
bien y tiene, además, la mala leche de pasársela murmurando y quejándose, como
si mi vida fuera un lecho de rosas. Deje de buscarme marido que yo tengo
edad suficiente para arreglármelas sola.
Podrían juntarse usted y el cura Luis, en yunta, meta hinchar las pelotas con
el discurso de la salvación, como si yo fuera una perdida.
¿Se
acuerda de cuando se lo pasaba haciéndome gancho para que noviera con el Hugo
Alaniz? Usted pensaba que el pobre Torito iba a ser campeón del mundo, porque
en Maipú no había nadie que le ganara, que en un par de años iba volverse rico
y que usted sería la suegra de de un hombre famoso y millonario. La verdad es
que este mundo no termina en el Desaguadero, en todas partes hay otros tipos
que pegan más fuerte; fíjese cómo le han puesto la nariz, cómo se la han
reventado a trompadas hasta dejársela parecida a un salame aplastado.
Yo
estoy conforme con la vida que hago y no la cambiaría para ser la esposa de un
peluquero, como usted, o de un contratista de viña como el Franco Santini,
quien era su otro candidato. ¿Le gustaría verme con un morral lleno de totoras
húmedas atando las hileras? ¿Abriendo surcos o acarreando sarmientos,
cosechando uva, aguantando las indirectas de don Salvatore, ese viejo que se
hace el inválido para no ir a trabajar?
Déjeme
de joder con tanta generosidad. Soy una enfermera profesional y cuido muy bien
a todos mis pacientes, soy amable, atenta, puntillosa en cada detalle. Les doy
lo que necesitan según la enfermedad que padezca cada uno. A veces trabajo de
día, otras de noche, también hago servicios a domicilio. Alguna vez me he
quedado toda la noche acompañando al necesitado, he sabido reconfortarlo,
dejarlo renovado como si lo hubiera acariciado la mano de una santa.
Has
perdido completamente la vergüenza, Rita. A mí no me vengás con el cuento del
trabajo en el hospital, porque cada vez que algún vecino ha tenido que
internarse en el Lencinas, le dicen lo mismo: que abandonaste tu empleo hace
más de cinco años. Además, ¿de dónde sacás la plata para comprarte tantos
vestidos y zapatos? ¿Dónde se ha visto a una humilde enfermera usando tus
perfumes? Soy una persona mayor para tener que chuparme el dedo. Más te hubiera
valido ser la esposa de un chacarero o de un boxeador antes de mentir con la
historia de la hija decente, la que apenas visita a sus padres los día domingo
o algún feriado de por medio. Desde que yo me casé con tu padre, ese buen
gallego que es Damián, ningún otro hombre me ha puesto sus manos encima. Por
otra parte, nunca salgo sin que tu papá me acompañe, y si visito a alguna
vecina lo hago durante el día, para tomar mate, ayudar a hacer conservas o a
tejer. No podrás decir que alguna vez encontraste la casa desordenada o los platos
sucios en la cocina. Desde chica no te ha faltado nada, ni comida, ni ropa, ni
buenos consejos. Los padres enseñamos con el ejemplo que a vos, parece, no te
ha servido para nada.
Desde
aquel día cuando vinieron esas gitanas de porquería, los olores de esta casa
han cambiado, mamá. Aquí están pasando cosas que me revuelven el estómago y no
quiero que terminemos a las patadas. Esta noche tendría que ser la oportunidad
para ponernos al día, y si tenemos algo que decir, digámoslo. Sobre lo que
usted acaba de opinar, le voy a contar lo que pienso. En primer lugar, al
escucharla hablar siempre con tanto desprecio por los hombres creo que usted,
la única vez que se acostó con el papá fue la noche en que me encargaron. Debo
estar exagerando pero por algo será que él tiene esa expresión tan pelotuda de
hombre que se consuela haciéndose la puñeta, por no decir otra palabra ante
usted. He conocido a muchos enfermos que sufren de esa manía y créame que
cuando adquieren el vicio no hay medicina que los haga volver a la normalidad.
Un matrimonio como el de ustedes debe entenderse mejor que otros, supongo,
porque los une el apetito por la comida y el roñoso y mutuo desprecio que es lo
único que consigue mantenerlos unidos. Usted es tan melindrosa que detrás del
aseo de la casa me parece que esconde otro tipo de suciedad. ¿Qué limpia y
repasa todo el día una buena madre como usted, la cual se lavó las manos cuando
a su hija la violó un degenerado de la misma familia? Si yo tuviera una hija y
le hicieran lo que me hizo su hermano, el tío Ramón, lo mataría como a un
perro. Usted, para entonces, ya estaba echándole el ojo a otros asuntos que le
interesaban más. Si quiere que sigamos hablando con claridad, dígamelo, y no me
venga con embustes, que Violeta Castillo sabe qué clase de juegos practica
usted y por eso la odia.
Mirá,
Rita, ésa es una pendeja alcahueta y no me extrañaría que cualquier día de
éstos empiece a trabajar con vos en el hospital. ¿Qué tiene de extraño que dos
mujeres estén desnudas mostrándose sus cuerpos? ¿Acaso nunca te has sacado la
ropa delante de una amiga? ¿Qué me estás insinuando? Con Yamila somos como
hermanas, aunque yo sea mayor que ella. Por más experiencia que tengás como
enfermera, si a eso lo llamás tu profesión, nunca podrás entender lo que puede
pasar entre esposos pues nunca te has casado. Vergüenza debería darte andar
espiando a tus padres, averiguando la clase de relación que tienen entre ellos.
Pero ya que me andás buscando, te lo voy a decir con pocas palabras. Cuando me
casé con tu padre lo hice porque estaba enamorada y me parecía una buena
persona. Él recién llegaba de España, estaba solo buscando formar una familia,
hacerse la América. Todo
marchó de mil maravillas y nunca me tocó mientras fuimos novios, ni siquiera en
broma, pues yo tampoco le hubiera dado bolilla hasta que no llegara la noche de
casamiento. La noche esperada llegó y después otras más, y ahí estaba tu madre,
tratando de que le entrara un tarugo de carne por algún lado. No voy a contarte
intimidades pero tenés que saber que has nacido por casualidad; fueron tan
pocas las veces que sentí el aliento de tu padre encima mío que sin darme
cuenta se me fue perdiendo el gusto de ser mujer. ¿Qué más querés que te diga?
No
sé qué pasaría con una paciente que no recibiera una inyección de leche de vez
en cuando; no lo entiendo y me cuesta ponerme en su lugar. Lo que yo antes
intentaba decirle, mamá, no es el simple hecho de desnudarse ante otra mujer.
Me refería a cuando una hembra besa la boca de otra, le acaricia los pechos, le
limpia el cuerpo con la saliva de su lengua, como hacen las vacas con sus
crías. ¿Entendió? No la estoy provocando ni burlándome de usted, se lo juro; sé
que en el mundo hay miles de mujeres que hacen lo mismo. Lo que habíamos
empezado a hablar era sobre la vida que cada uno elige, si es que se puede
elegir. El Padre Luis dice que cuando una mujer atiende a muchos hombres es
porque en el fondo siente un profundo odio hacia ellos. Es posible que
usted y yo tengamos la misma enfermedad,
pero estamos recibiendo un tratamiento muy diferente.
En
este lugar viven menos de doscientas personas y es un muestrario de todo lo que
debe ocurrir en cualquier otra parte, me parece. No pretendo que me explique la
forma en la que usted encuentra la satisfacción a sus deseos. No tengo derecho
como usted tampoco lo tiene sobre mí. Esa es la cuestión; dar vuelta a las
agujas del reloj no tendría sentido. Usted me reprocha los vestidos que compro
y se hace la inocente, la madre protectora que se desvive por su hija. Nunca me
preguntó de dónde sacaba yo los pesos para comprar las botellas de sidra, los
turrones y el pan dulce, los regalos de Navidad, los muebles y adornos que
usted sacude con tanto esmero. No me preguntó cuánto costaron los boletos del
tren para ir a veranear a Mar del Plata el año pasado, los jamones que cuelgan
en la despensa, los barriles de vino, los quesos enteros que traigo de Mendoza.
Se lo voy a decir, lo pago con dinero que gano haciendo horas extras,
repartiendo caridad a los abandonados, a gente solitaria que necesita cierta
clase de medicina, de la buena, de la que cura de verdad. No se haga la bicha
conmigo que vamos a terminar arrancándonos las mechas antes de la medianoche.
Mirá,
mocosa de porquería, a una madre no se le habla en esa forma. Tendría que
lavarte la boca con jabón como lo hacía cuando eras chica. Será mejor que un
domingo de éstos vayás a confesarte y comulgar para que se te borre ese aire de
superioridad y esa risita burlona que tenés cuando te dirigís a tu madre. Un
día cualquiera vas a volver preñada y nadie te ofrecerá un mejor lugar para
criar a tu hijo que éste. Así que terminala porque si seguís molestándome te
voy a doblar la cara de un cachetazo, aunque sea la última vez que te vea en mi
vida.
Usted,
con un par de polvos hizo una hija; yo, en cambio, ni con miles podría tener lo
que más deseo, porque soy machorra, ¿escuchó bien?, dije machorra, no machona
como usted y la Yamila. Soy
estéril, desgraciadamente, por eso nunca podré tener hijos. En cambio tanto
usted como su amiga preferida que sí
pueden, se cagan de risa de los hombres y se sienten orgullosas de ser cojudas.
Hagan lo que quieran, pues cada uno, como dice el refrán, es dueño de hacer de
su culo un pito y de su panza un tambor, pero no me jodan la paciencia. ¿Sabe una
cosa, mamá? Tiene usted razón, no había pensado en Violeta hasta esta noche.
Mañana voy a proponerle que viaje conmigo a trabajar en la ciudad, como
enfermera, por supuesto. Hagamos las paces y pongamos la mesa que ahí viene
llegando el gallego de las castañuelas, mi buen padre Damián, el hombre del
pito de oro.
*
CAPÍTULO 37
MISERIAS Y GRANDEZAS DE UN BOLICHE
RURAL, RISUEÑAS ANÉCDOTAS Y CASOS CRIMINALES EN LA MEMORIA DE SU DUEÑO, SEBASTIÁN
DONOSO, AFICCIONADO AL CLARINETE Y GRAN METEDOR DE MULAS.
Las
otras noches el chistoso de Pedro Grosso se mandó una adivinanza mientras
jugábamos al truco que al principio me resultó de lo más risueña pero que,
después, me dejó fastidiado al pensar que era una falta de respeto para
aquellos que han tenido la desgracia de enviudar, como yo.
El
herrero, quien es hijo de la gran pucha para sobrar a los contrarios cuando
está ganando, preguntó en medio del silencio, cuando yo esperaba que iba a
decir quiero retruco, ¿a qué no saben en que se parecen una viuda y una
hormiga? Como nadie le supo contestar ahí nomás largó la carcajada, diciendo,
en que las dos tienen los huevos bajo tierra.
Me
cache en dié, si alguien hubiera entrado en ese momento a mi bar habría pensado
que nos habíamos vuelto locos, tales eran las risotadas que dábamos por la
ocurrencia.
Más
tarde, en la soledad de mi dormitorio, me puse a pensar en mi finada y en mis
hijos que andan por Villa Nueva, en el hueco que nos queda cuando la familia se
ha hecho pedazos y a uno no le resta otra tarea que pechar para adelante como
pueda. Si por lo menos hubiera venido a visitarme la Palmira , me hubiera
consolado con la gorda hasta la madrugada, pues los dos somos de tiro largo, si
apenas podemos juntarnos cada dos semanas.
Digo
bar y no boliche porque la palabra boliche no me gusta, aunque si bien es
cierto que algunos me piden, a las cansadas, un café que les preparo a la
criolla, colándolo con una bolsita, este salón se parece a una pulpería. Han
ocurrido tantos hechos aquí mismo, donde estoy sentado, esperando que alguien
asome su jeta para empezar el día, que apenas falta que por ahí se aparezca el
mismísimo Martín Fierro a tomar una ginebra.
No
lo quiero ni pensar porque ya me imagino que se toparía con ese petiso fulero
del Félix Alcaraz y se armaría la podrida, tal batifondo que tendría que salir
a las carreras a buscar al milico Carbajal para que pusiera orden.
Me
lo estoy viendo como si pudiera ser cierto. El gaucho matrero apoyado en el
mostrador oliendo a chiñe, alto, con el sombrero ladeado, de chiripá gastado y
espuelas de plata, sobando la faca en el cinturón tachonado de monedas,
cateando a la concurrencia a la espera de que entre al lugar algún negro para
destriparlo por el simple gusto de que hayan menos motosos en el país.
¿A
quién, entonces, de todos los que acostumbramos juntarnos le echaría el ojo? Pues
al negro Alcaraz, que no es negro, dios lo libre, sino que está curtido de
tanto andar abriendo surcos bajo el sol. Mire, don, empezaría el petiso
dirigiéndose al forastero, aquí somos pocos y nos conocemos mucho, y lo único
que nos estaba haciendo falta es que apareciera un ánima de otro tiempo, para
colmo salida de un libro, a joder la paciencia.
Martín
Fierro le pondría, amablemente, una mano sobre el hombro, y le diría con ojitos burlones, sofrene su
lengua, paisano, que no he venido hasta aquí reventando pingos, para que un
enano de circo como usted empiece a provocarme en frío, pues ya no estoy para
esos trotes de andar achurando cristianos, aunque para eso habrá tiempo si se
presenta la ocasión. Ando rastreando a un guaso alpargatado a quien se le ha
dado por quemar libros, y no vaya a ser que a otros se les dé por hacer lo
mismo y en una de ésas, gente como yo, que también tiene derecho a vivir,
carajo, desaparezca.
Me
dan ganas de reírme solo, si me estoy pareciendo a doña Rosa, inventando cuentos.
Este me está gustando, así que voy a seguir gozando de mi picardía. La pucha,
¿de dónde estoy sacando el final? ¿Acaso no dijo el payador perseguido que
andaba tras las huellas de un quemador de libros? ¡Cómo no se me ocurrió antes!
Pensar que casi nos fuimos a las manos el otro domingo con Pedro Grosso cuando
insinuó que podría ser yo quien le había escondido sus graciosos “Sermones del
Cura Baltazar”. ¿Tenía que venir el compañero del sargento Cruz a darme una
pista? Apenas si puedo creer lo que estoy descubriendo.
Por
el alma de la Difunta Correa ,
entonces debe tener razón el Tano Di Marco con ese embrollo de que los números
enlazan los cabos perdidos para que pueda revelarse el sentido de todo lo que
sucede en nuestro bendito mundo. ¿Cómo no se me ocurrió antes? En Chile
imprimieron un libro de dimes y diretes sobre santos y filósofos para que un
gracioso como el herrero lo comprara y nos lo leyera hasta que las mentas
llegaron al Padre Luis y éste, ni corto ni perezoso, no tuvo más remedio que pedir
la intervención de María Auxiliadora. Poco después cayó por aquí un chileno,
René Sandoval que se trenzó nada menos que con otro gallo de riña, Félix
Alcaraz, quien, después de la pelea, mientras yo me descuidaba, robó el librito
de las malas palabras y como no sabía leer, ni sabe, por venganza le prendió
fuego. Finalmente, mientras yo barro los puchos y gargajos que han dejado los
borrachos la noche anterior, se presenta Martín Fierro buscando a una sotreta
que quema libros. ¿Estaré convirtiéndome en un detective?
Lo
que no podrá resolverse por más que traigan policías ingleses, es el asesinato
de René Sandoval, ocurrido la misma noche en que tuvo la agarrada con Alcaraz.
De aquí salió como alma que lleva el diablo, con apenas unos moretones en la
cara a causa de los sopapos que recibió en la pelea, y enderezó por la orilla
del canal, hasta el río, donde no podría haber encontrado a nadie, salvo a
Fausto Palacios que vive por las cercanías en su asqueroso rancho con las
pobres cieguitas.
La
policía de Maipú rastrilló la zona ayudada por perros pero, hasta hoy,
únicamente tienen un cadáver en la morgue, degollado hasta el hueso, y ni una
sola pista sobre el criminal. La gracia que nos hizo tener que ir a declarar
uno tras otro para demostrar nuestra inocencia. Al pobre Félix lo tuvieron en
el calabozo más de un mes, tratando de que confesara pero tuvieron que largarlo
a falta de pruebas, aunque a algunos milicos no les habrán faltado ganas de
obtener un ascenso. No estoy calumniando a nadie, lo digo porque han ofendido a
gente inocente. Tengo sospechas que ahora callo, que también he sido policía,
no de los que hacen cantar con el garrote, por fortuna.
En
lo que sí ha tenido buena razón el comisario es en no creer ni una sola palabra
respecto de la historieta que fabricó ese pobre patas chuecas del Narciso, el
nieto de la comadrona. ¿Quién podría llevarle el apunte a un lisiado de cuerpo
y de mente que apenas sirve para trabajar en la viña? Aquí hay solo dos
personas que pondrían las manos en el fuego por lo que el esmirriado anduvo
diciendo: su abuela y Juan, el hijo de los Sánchez. Una es una vieja cuentera y
el otro un pendejito come libros que no se queda atrás con la imaginación.
Según
me lo han contado Quinto Scaraffía, el capataz de la
Finca Los Nogales y mi amigo Feliciano
Guzmán, quien tiene su casa justo corral de por medio con el rancho de los
Gauna, la muerte del chileno se habría producido según la fábula de Narciso,
contada por él, de la siguiente manera.
Aquel
domingo, señor comisario, yo me encontraba jugando a la mancha con las
cieguitas en el patio de la casa de ellas, aprovechando que don Fausto había
ido a comprar una botella de vino al almacén de los Abdala. Conozco a las muchachas
desde que éramos niños y en casa de mi abuela Rosa nos reuníamos para jugar y
escuchar esas historias que al Juan y a mí nos divierten tanto. Sentimos que el perro gruñía a un hombre
que venía entrando con las ropas manchadas de sangre. Dejamos de jugar para
atenderlo y apenas vio a la
Blanca , que para mí es la más hermosa de las tres, le dijo,
oye, cabrita, ¿te gustaría dar una vueltita conmigo por la orilla del río
mientras tus hermanitas siguen jugando con ese payaso? Soy René Sandoval, para
servirte como gustes, preciosa. No terminó de decir la última palabra cuando
apareció el pavo real y detrás don Fausto, con una botella en la mano. Venía
del brazo del Diablo, alto como ese árbol, vestido de negro, con unos cachos
que ardían como brasas arriba de su cabeza. Ustedes, hijas de puta como su
madre, vayan adentro que ya vamos a arreglar cuentas, les gritó a las
cieguitas, y vos, patas de alambre, rajá de aquí si no querés que te chumbe los
chocos, me amenazó apuntándome con la botella.
Corrí
unos metros y me escondí detrás del horno y desde ahí vi como lo mataron al
hombre. ¿Así que vos sos el que se salvó de morir en el Pozo de las Ánimas?,
preguntó el cachudo dándole un empujón y tirándolo al suelo, te he estado
buscando para que hagamos un viaje juntos, ladrón de caballos, así que
preparate. El hombre, el tal Sandoval, desde el suelo, tuvo tiempo para
insultarlos, váyanse los dos a la recontraculiada madre que los parió, cuando
no sé de dónde, el Diablo sacó como una espada de fuego y le rebanó el cogote
de un solo tajo. Después, mientras arrancaba de un tirón el pantalón del
muerto, le dije al padre de las cieguitas, mirá, ché, Fausto, las cosas que
tengo que hacer para defender a tus hijas, y le hizo otro corte, señor
comisario, lo capó como se hace con los chanchos y se pusieron a reír mientras
arrastraban al finado y lo echaban al canal. Después destaparon la botella de
vino y tomaron directamente del pico, sentados en el charco de sangre. Tomé por
entre las hileras meta rezar, mirando de vez en cuando hacia atrás, temiendo
que los bestias me siguieran, hasta que llegué babeando y se lo conté todo a mi
abuela Rosa. Ella me acarició, me besó varias veces y me dijo, está bien,
Narciso, acostate, que mañana es lunes y
tenés que levantarte temprano para ir a trabajar.
En
lo que a mí respecta, si tuviera que dar una versión ante un juez diría que
Sandoval se cayó al agua tratando de cruzar el canal por donde no debía, se
clavó una estaca en la ingle; en algún alambre de púas debió haberse enredado
el cuello, y la fuerza de la corriente hizo el resto. ¿Quién podría creer en
las alucinaciones de un chiflado?
Ignoro
por qué he recordado de golpe a un tal Eugenio Peralta, quien no tuvo mejor
ocurrencia que disfrazarse de lobizón para salir a robar cada luna llena. Esa
historia me la reservo para contársela a esos pelotudos que vienen llegando.
Preparo
el mazo de cartas para el truco, cuatro vasos y una botella de anisado dulce,
que esta tarde, como si fuera poco, vendrá la Palmira a visitarme.
*
CAPÍTULO 38
CAMINO A LA PARADA DEL ÓMNIBUS QUE LOS
LLEVARÁ A MAIPÚ, VALENTINA SANTINI CUENTA A SU HIJO JUAN SU VIDA DE SOLTERA, DE
CUANDO CONOCIÓ A SU ESPOSO ABELARDO SÁNCHEZ, Y DE SU ENFERMEDAD INCURABLE.
Una
hija de mi madrina, la viuda de don Carlo Santini, pariente del nono Salvatore,
quien tanto nos ayudó para venir desde Italia, me invitó a pasar con ella un
fin de semana, y allá fuimos con tu tía Ema a Fray Luis Beltrán, donde aquellas
vivían. Yo tendría entonces unos 18 años y mi prima Ema, un poco más. Ella,
cuando niña, había ido a la escuela nacional, la que todavía está en Finca El
Arroz, y como habían organizado una quermese para reunir fondos, me pidió que
la acompaña y que, de paso, ayudara con las tareas de la fiesta que era a
beneficio de la cooperadora escolar.
Aquel
domingo de mayo nos levantamos temprano y empezamos a caminar mi prima, mi hermana y yo, vestidas
con lo mejor que teníamos que no era mucho, pero con esas ganas locas que se
tienen a esa edad, parecidas a las que tenés vos, ahora, Juan.
A
pesar del apuro por ser las primeras, cuando llegamos ya se sentía el olor a
chocolate y a churros friéndose, de manera que no demoramos en servirnos en
unos jarros de aluminio, soplando para no quemarnos los labios.
La
noche anterior había helado y por todas partes se veía la escarcha y el agua como
vidrio en las acequias y daba impresión ver cómo salían los chorros de vapor
cada vez que respirábamos o abríamos la boca para decir algo.
Yo
siempre he sido muy corta de genio, muy parecida a como es tu hermana María
Ema, y me costaba tanto sonreír, ser amable y sociable con los demás, así que
andaba de un lado a otro colaborando en la fiesta, turnándome en hacer
distintas tareas como vender números de la rifa, cuidar el servicio de
chocolate revolviendo la olla continuamente y sirviendo los pedidos; atendiendo
el quiosco de tiro al blanco con rifles de aire comprimido donde los premios
eran muñecas de paño y pelotas de goma, o colgando faroles y cintas de papel de
un lado al otro del patio de tierra.
Cuando
me había ofrecido para atender los aros que se arrojan sobre botellas de
distintos licores, se aproximó Ana con una cara de complicidad que mataba, diciéndome,
Valentina, te presento a un viejo compañero de la escuela, presidente de la
comisión que organiza esta reunión, mi
amigo Abelardo Sánchez. Apenas levanté la vista para saludar me quedé como una
tonta, sin saber dónde meter mis manos hasta que tu papá, pues lógicamente era
él quien me estaba siendo presentado, me sonrió diciéndome, hola, me dio una
palmadita en el costado de mi brazo y siguió atendiendo lo suyo.
Tu
papá, Juan, era más buen mozo de lo que se lo ve en la foto de casamiento pero
con el mismo carácter de siempre, bastante callado, hablaba lo justo, con
energía, con seguridad, no estaba un momento quieto y se lo pasaba ordenando, ayudando
en todo, solucionando problemas sin quejarse. Tenía menos de veinticuatro años
y ya se empezaba a ensanchar su frente debido a la calvicie. En eso no se
parece a tu abuelo Matías que tiene el pelo como si fuera un jovencito.
Después
del mediodía no había un lugar para estar parado y seguía llegando gente a pie,
en carretela, a caballo, algunos pocos en autos y otros en un camión que venía
desde Finca Los Álamos, con las orejas y las narices rojas por el frío.
Como
te decía, yo aprovechaba para ir de un lado a otro; eso me evitaba tener que
conversar con personas que ni conocía, y al único al que yo miraba ir de un
lado a otro era a tu padre, pero él ni siquiera me echaba un vistazo. Yo pensaba
que tal vez lo incomodaba que una gringa de pelo rubio y ojos azules no dejara
de observarlo haciéndole sentir como si fuera un bicho raro. Después me enteré
que esa apreciación mía era equivocada.
Apenas
empezó el baile Ana y tu tía Ema no se perdieron pieza mientras yo trataba de
hacer cualquier cosa con tal de evitar que alguien me invitara a dar vueltas,
algo que me horrorizaba. En aquella época, y más tratándose de una fiesta en la
escuela, el baile terminaba temprano para que se pudiera descansar y empezar el
lunes sin quedarse pegado a las sábanas. Yo estaba esperando ansiosa el momento
de irnos, me estaba cansando y sentía, ya entonces parece que estaba empezando
mi enfermedad, ese cansancio que a veces no me deja fuerzas ni para respirar, y
deseos de tomar líquidos continuamente. Tenía mucha sed y como si alguien lo
hubiera adivinado, apareció Abelardo, sonriendo como si ya fuéramos amigos,
ofreciéndome un vaso de cerveza e invitándome a sentarme con él a una mesa que
recién se desocupaba.
Por
la costumbre familiar y por ser casi todos españoles quienes allá vivían, él,
tu papá, hablaba procurando parecer que lo hacía como un auténtico mendocino,
pero no pudo negar la herencia andaluza por la forma exagerada en que me dijo,
mezclando los usted con los vos, los ti y los tú, que había estado todo ese bendito
domingo pensando en que si dejaba para otro momento lo que tenía que decirme,
esa misma tarde se le hubiera escapado el alma por tanto que se odiaría y que,
ya estás escuchando, Valentina, ¿Valentina qué?, Valentina Santini, el discurso
que he estado preparando mientras tú creías que vos no me importabas y que
solamente tenía puestos mis sesos en la quermese, pues te equivocaste ya que no
encontrarás a nadie y no digo coño porque tú sabes, vos sabés, que yo no uso
esas expresiones cuando estoy nervioso, más me vale; no encontrarás a nadie, ya
te lo dije, que te ame como yo te amo y permita la Virgen y todos los santos
que no me abandones en la estacada, como dicen por aquí, que estoy dispuesto a
acompañarte a donde sea, hablar con quien sea, si tenés padre con él o si no
con tu madre o con tu hermano mayor, para pedir tu mano que ahora mismo besaría
de no ser porque la gente diría que estoy chalado, chapado a la antigua, pero
si besara tu mano, y estoy seguro que luego me lo permitirás, este tío que tenés
enfrente, Abelardo Sánchez, no te exigirá que lo sigas ni que le prometas nada
porque él te seguirá hasta donde sea menester, y si le das hijos, enhorabuena y
si no puedes serás entonces su novia de por vida. Ya terminé.
Me
quedé en silencio, mirándolo fijamente para que empezara a leer en mis ojos.
Con ellos le estaba respondiendo que estaba bien, que podría besar mis manos y
hacerme su esposa pero que, por favor, no me sacara a bailar.
Fuimos
entre los últimos en retirarnos por el tiempo que Abelardo y sus compañeros
necesitaron para rendir cuentas del dinero recaudado y dejar las mesas y sillas
apiladas para que la empresa de alquiler
pudiera retirarlas al día siguiente.
Salimos
en dirección a la casa de mi prima que era la contraria al lugar donde tu padre
vivía entonces, la casa de tus abuelos que a vos tanto te gusta visitar.
Abelardo y un amigo suyo se ofrecieron para dejarnos frente a la misma casa de
mi tía, como dos caballeros, llevando cada uno su bicicleta con la cual
pegarían la vuelta.
Ema,
Ana y el amigo de tu papá se distanciaron a propósito para que nosotros
tuviéramos la oportunidad de seguir conversando y, quién sabe, hasta de darnos
un beso. Íbamos en silencio, muy próximos, con esa extraña sensación de estar
junto a alguien con quien ya hemos compartido lo más íntimo. ¿Cuándo, si apenas
nos habíamos conocido aquel domingo? Seguíamos así, cada uno en lo suyo, cuando
sentí tantos deseos de orinar y tanta vergüenza por no haber tenido la
precaución de haber ido antes al baño, con todo el líquido que había tomado
durante el día. No supe por un momento si correr o ponerme a llorar, pues ya me
hacía encima. En aquel lugar, en medio
de una calle oscura, lo único que tenía que hacer era algo muy simple,
agacharme y se acabó, pero estaba junto a mí el hombre que terminaba de hacerme
su declaración de amor y yo, la princesa encantada, a punto de mojar sus
bombachas. Le pedí si tenía la amabilidad de dejarme un momento; él comprendió,
se adelantó hacia los otros y escuché que se reían, con esas risas cariñosas de
comprensión y respeto que tienen los amigos en esas circunstancias tan
inesperadas.
No
quería hacer ruido con mi pichí pero no
pude evitar salpicarme los zapatos, tal era la cantidad de líquidos que había estado acumulando. Aliviada, me
acomodé la falda y fui al encuentro de Abelardo que se había detenido algunos
metros, aguardándome. Lo tomé del brazo
y me recosté sobre su hombro; él bajó su cabeza y me dio un beso en la punta de
mis labios diciéndome, nuestro amor, Valentina, también incluirá ir al baño,
coño, y se echó a reír. En ese momento comprendí cuánto estaba empezando a
amarlo.
Durante
dos años tu papá no dejó una sola semana sin ir en bicicleta a cumplir su
compromiso de noviazgo. Todos los sábados llegaba a eso de la mediatarde y nos
quedábamos afilando frente a mi casa, a la orilla de la calle, hasta el
atardecer en que debíamos entrar y esperar la hora de la cena, entre los
rezongos de tu nono Salvatore y la sonrisa amable que nunca se borra del rostro
de tu abuela Costanza.
La
otra parte de la historia empieza con vos, Juancito, y sigue con el nacimiento
de tus hermanas; de ésos no tengo mucho que contarte, salvo sobre mi enfermedad
de la que antes no habíamos hablado. Te pedí que me acompañaras hasta el
hospital de Maipú donde debo hacerme nuevos análisis para ver cómo anda mi
problema, según lo que me diga el doctor Catania. El azúcar, hijo, es bueno
para endulzar el café pero cuando se mete en tu sangre todo empieza a volverse
amargo.
Lo
que acabo de contarte no es para que pongas triste, lo hice para estar más
cerca de ti, para demostrarte la confianza que siento en alguien que está
convirtiéndose en todo un hombrecito. Vos y yo hemos estado juntos desde el
momento en que quedé embarazada, y hemos pasado buenas y malas y así debemos
seguir, pase lo que pase, siguiendo la rutina de cada día, acompañando a tu
papá en el trabajo, viviendo sin molestar a nadie y respetando la voluntad de
Dios. He tomado toda clase de remedios y hasta té de pichanas pero no doy más,
estoy cansada de gastar el poco dinero que tenemos en mi enfermedad.
Cuando
volvamos a casa les daré una sorpresa a vos y a tu papá. Voy a prepararles una
comida que únicamente una italiana como yo podría ofrecer a los dos hombres que
más ama en este mundo: un buen plato de gazpacho, tal como me lo enseñó tu
abuela Encarnación, hace unos meses. Recordame que debo comprar en el mercado
pimientos y pepinos, el resto ya lo dejé reservado en un rinconcito de la
cocina.
*
CAPÍTULO 39
RODEADOS DE VECINOS QUE CUENTAN
CHISTES Y TOMAN CAFÉ Y ANISASDO EN EL VELATORIO DE DOÑA ROSA GAUNA, JUAN
SÁNCHEZ CONSUELA A NARCISO CON EL ARTIFICIO DE LA FANTASÍA , HERMANA DE LA DESOLACIÓN.
Tu
abuela ya te lo había dicho muchas veces, Narciso, así que dejá de llorar
porque si ella te estuviera viendo se va a ir muy disgustada. Doña Rosa estaba
muy viejita, enferma y cansada de ir de un lado a otro atendiendo partos y
curando empachos. ¿Te acordás de las historias que nos contaba cuando éramos
chicos, cuando nos reuníamos como pollitos a su alrededor las cieguitas,
Carolina, Flora, el turquito Emir y nosotros dos? Yo tengo una abuela italiana
y otra española y una tercera que era ella, la única que no se cansaba de
contarnos cuentos. El que más me gustaba era sobre la vida de Genoveva de
Brabante y su hijito, abandonados en un bosque hasta que volvían a encontrarse
con el conde, le huevón que primero
ordenó que le cortaran la cabeza a su propia mujer y a su hijo y después
apareció haciéndose el arrepentido. Si Félix Alcaraz hubiera sido conde te
aseguro que les hubiera cortado el gañote a su mujer y a sus hijas con tal de
tener la oportunidad de arrepentirse.
¿Te
acordás, flaco, que tu abuela nos decía que ella no era de este mundo, que
había salido de un libro de cuentos y que a él volvería? Al principio me
pareció una broma que nos estaba haciendo para asustarnos después pero hoy,
pensándolo bien, creo que tenía razón. Pienso que de su cuerpo ha salido una especie de copia, otra Doña Rosa, idéntica,
con los mismos ojitos burlones, las chapecas largas, el vestido negro protegido
por un delantal de donde sacaba los palitos de azúcar. No puedo creer, Narciso,
que las personas mueran para siempre, no alguien como tu abuela.
Desde
ahora tenemos que pensar que Doña Rosa debe estar descansando, quiero decir la
copia de ella, ya que su cuerpo, el cual nos parece tan chiquito, van a
llevarlo al cementerio para que se quede con tu mamá Filomena.
Tampoco
tenés que cabrearte por las risas de la gente. Esos hombres y mujeres que están
tomando café, bebiendo anisado y contando chistes, son personas que querían y
respetaban a la abuela. ¿Me dejás que hable como si ella hubiera sido también abuela
mía? Hagamos de cuenta que somos primos;
si no te gusta ser mi primo, juguemos a que soy tu hermano menor. ¿Qué te
parece si inventamos una historia? Ahora ella va a tener que escuchar y
nosotros aprender a contar lo primero que se nos venga a la cabeza. ¿Qué nos
decía aquella Noche de San Juan? ¿Te acordás? Al mundo lo mueven las palabras y
si se terminaran las palabras la vida se detendría puesto que la vida es un
cuento de nunca acabar.
Prestá
atención y contestá rápido apenas yo te haga la pregunta. Había una vez un gato
que tenía la cola de trapo y las patas al revés. ¿Querés que lo cuente otra
vez? No dije bueno, dije que había una vez un gato que tenía la cola de trapo y
las patas al revés. ¿Querés que te lo cuente otra vez? No dije andá a la
mierda. Dije que había una vez…y así podés seguir toda la noche. Te voy a
enseñar otro cuento de nunca acabar con el que podés joder a los pendejos
Mastronardi, a los que tenés metidos en el ojo. Debés repetirlo sin parar, una
y otra vez, así. Bartolo tenía una flauta con un agujerito solo y su madre le
decía toca la flauta Bartolo tenía una flauta con un agujerito solo y su madre
le decía toca la flauta Bartolo tenía…
Está
bien, Narciso, no te calentés, ya sé que no sos un chico, pero tenemos que
desafiar a la Muerte
cagándonos de risa de ella. La muerte, dice mi abuelo Matías, es como los
perros: sólo muerden a quienes temen ser mordidos. A mí tampoco me gustaría
morir, especialmente ahora que soy joven y estoy en la etapa en que únicamente
me gustan los libros y las mujeres. Sabiendo que a vos te gusta leer tanto como
a mí, te prometo que mañana mismo te voy a regalar un montonazo de revistas que
tengo guardadas en el galpón de mi casa. La colección de El Gorrión es de mi
tío Franco; la de El Tony y alguno que otro número de Billiquen serán tuyos.
Del asunto de mujeres no hablemos que la abuela Rosa nos sacaría a escobazos si
pudiera escuchar que tocamos ese tema.
Ahora
voy a proponerte una adivinanza. Fui a mi chacra, compré una doncella, volví a
mi casa y lloré con ella. ¿Qué es? Perdiste, es la cebolla. Ahora otra. Verde
como el pasto, pasto no es; habla como el hombre, hombre no es. ¿Qué es? Sí,
Narciso, acertaste, la respuesta es, el loro. Quedamos empatados así que ahora
imaginemos que a partir de mañana tenemos un nuevo trabajo. ¿Sabés que en Maipú
desde hace una semana está otra vez el Circo Maravilla? Vamos juntos y yo le
digo al dueño, el señor Reynoso, muy serio: le presento al mago Narciso Gauna,
quien adivina el pensamiento por intermedio de Tatita, la gallina amaestrada,
única en el mundo. El hombre nos mirará de arriba abajo y preguntará, ¿y usted,
joven, qué hace? Le responderé, soy el ayudante del mago, el científico alemán
Juan Sánchez, doctor en huevología. ¿Huevología, dijo usted? Sí, señor, eso
mismo dije, ¿o hablo en ruso? El tipo se quedaría un rato rascándose la cabeza
y después volvería a preguntar, ¿podría explicarme, por favor, qué estudia esa
ciencia? Señor Reynoso, la huevología investiga la existencia del Huevocornio,
el animal más horrible que haya existido jamás. ¿Podría decirme, doctor
Sánchez, a qué se parece el Huevocornio? A pelotudos como usted, le
respondería, y en el acto rajaríamos con la gallina en brazos perseguidos por
el enano, el gigante, la mujer barbuda, los perros equilibristas, las águilas
del trapecio y toda clase de monstruos.
Desde
Maipú nos iríamos a Mendoza a pedir limosna por la calle San Martín, yo
disfrazado de ciego con un par de anteojos negros y vos de viejito clueco,
apoyado en un bastón y revoleando los ojos, hasta que hubiéramos juntado lo
suficiente como para ir a sentarnos en la Pizzería Amigorena
y meterle el diente a una completa de jamón y anchoas y un balón de cerveza
para cada uno. Después, con la panza llena, nos volveríamos sin dejar de contar
cuentos porque ahora que Doña Rosa ha cambiado de domicilio, seremos nosotros
los encargados del trabajo de inventar una historia tras otra. Ya lo dijo la
abuela, si se acaban las palabras el silencio va a caer sobre el mundo como una
lluvia de cenizas y nadie se salvará. Si se nos acabara la memoria, Narciso,
¿qué seríamos?, ¿en qué nos convertiríamos? Se nos despegaría el alma y
quedaríamos como estatuas de sal, mirándonos, unos a otros, sin saber quiénes
somos, qué somos, qué putas tenemos que hacer.
Del
asunto aquel sobre los Reyes Magos y los mellizos, que te dijeron hace más de
diez años que los camellos habían comido el pasto y bebido la mitad del agua
que les habían dejado en un balde, no pienso decir una palabra, estoy frito de
tanto escucharte decir las mismas gansadas. Te hicieron una broma y punto. La
culpa no fue de esos pendejos culos sucios ya que también a ellos los engañaron
sus padres, gente estúpida que piensa que los niños no tienen cerebro para
pensar.
Pensemos
en algo que tenga más sentido, en un tema maravilloso, cuanto más fantástico,
mejor, así podemos creer que es verdad. Supongamos que éste es un lugar
encantado, lleno de pobres, de gente que trabaja como esclavos y de hijos de
puta que se aprovechan porque son más ricos y poderosos o porque les gusta
humillar a los demás, hasta el día en que muere una viejita, la cual se
presenta directamente ante Dios y le pide tres favores. El Presidente de la Eternidad la invita a
ponerse cómoda, haciéndole un lugar en su trono y le pregunta cuál era su
oficio en la Tierra
y ella le contesta, soy partera de cuerpos y partera de almas. Intrigado, Dios
revista un enorme libro que contiene los nombres y ocupaciones, página a página, y como no
encuentra lo que busca le pide a la anciana, amablemente, que se explique
porque esa profesión no ha sido inventada. He dedicado cincuenta años de mi
vida, responde la recién llegada, a sacar niños del vientre de sus madres y
después, a esos mismos niños, hacer que les brotara la imaginación, contándoles
cuentos para que aprendieran a pensar, a jugar con lo mágico que estaba escondido
en ellos. Para mí, mi Señor, era como si hubiera sacado un niño dentro de otro
niño, por esos dije que fui partera que hacía dar a luz dos veces.
Estoy
sorprendido y satisfecho, hija mía, dice
el Creador, ahora dime cuáles son tus tres pedidos. En primer lugar, enumera la
viejita, poniéndose de pie y acomodando una flor de zapallo que tiene prendida
en sus chapecas, deseo que Narciso Gauna no quede huérfano, que tenga un hogar
decente. En segundo término que las cieguitas Rosa, Blanca y Azucena Palacios
se liberen del matuasto venenoso que tienen como padre; y, por último, que el
joven Juan Sánchez llegue a ser un mentiroso profesional, un Cuentacuentos.
Antes
de tomar una decisión, dice el Todopoderoso, debes decirme tu nombre y el lugar
de donde provienes. Soy Rosa Castillo de Gauna, cuyo humilde cuerpo están
velando en estos momentos en su rancho, rodeado del cariño de quienes la
apreciaron en vida, en un lugar de Mendoza llamado Chachingo.
Poniéndose
de pie y alzando sus brazos Dios ordena a los ángeles y administradores del Universo
que se cumplan los tres deseos. En ese momento una estrella fugaz cruza el
cielo y al verla, alguien que está en el velatorio de Doña Rosa, murmura, si
está tronando y no hay nubes señal de que un milagro está por suceder.
¿Viste,
Narciso, qué fácil y divertido es inventar cuentos? Ahora dejá de llorar y
limpiate las lágrimas con este pañuelo. Quedate tranquilo y escuchá atentamente
lo que voy a decirte. ¿Preparado? El primer deseo de tu abuela acaba de
cumplirse. Mi papá habló esta tarde con el doctor Brilloud y me pidió que te
dijera que no habrá ningún problema para que vengas a vivir a nuestra casa. Te
vamos a hacer un lugar en el galpón donde guardo mis revistas que ahora serán
tuyas, tal como te prometí. Habrá que esperar que los otros pedidos también se
cumplan. ¿Qué me contás?
*
CAPÍTULO 40
EL AUTOR COMENTA ALGUNOS CAPÍTULOS
QUE HA DECIDIDO NO ESCRIBIR CONVENCIDO DE QUE A MUCHOS LECTORES LES GUSTA METER
LA CUCHARA Y
NO SER MEROS CONVIDADOS DE PIEDRA EN LA FIESTA DE LA LITERATURA.
Una
vez que los personajes, a quienes Juan Sánchez había ido a rescatar del olvido,
empezaron a recordarse a ellos mismos, más como él creía que habían sido y no
como tal vez hayan sido en realidad, fueron apareciendo nuevos vínculos y
relaciones entre los mismos, situación que los estimuló a desear, con ingenua
pretensión, que hasta los hechos más insignificantes y triviales podrían ocupar
un lugar en el libro que esta empezando a escribirse, lo que habría producido,
de ser así, a que el tamaño de este volumen se hubiera engrosado sin encontrar
el límite que todo inventor de ficciones supone que debe alcanzarse para no
agobiar inútilmente a sus lectores.
Esta
comprensión lo llevó a la decisión de eliminar los borradores de algunos
capítulos en el convencimiento de que a muchos leedores, a quienes les gusta
meter la cuchara, se sentirían complacidos al comprobar que el autor,
deliberadamente, ha dejado espacios por los cuales pueden catear en el interior
de la escritura y hacer de las suyas sin considerarse intrusos y mucho menos
espectadores hambrientos en una feria de palabras donde se encontraran
perdidos, pues vaya la gracia que es toparse con un texto donde el escritor ha
escondido parte de sus claves, circunstancia que sería como dejarlos que
agarraran para el lado de los camotes o, lo que sería peor, finalizar la
lectura de un libro y comprender que la mesa había sido puesta pero ya no
quedaba ni una miga para servirse, lo que en buen romance significa ser un mero
convidado de piedra en el banquete de la literatura.
Los
manuscritos del material que no iba a ser utilizado estaban sobre el escritorio
listos para ser eliminados sin dejar rastros ni señales de contradicción alguna
que pudieran despertar la sospecha de que con los mismos se estuviera
elaborando el segundo tomo de las presentes memorias, tentación que el cronista
rechazó de inmediato, a renglón seguido.
A
medida que iba rompiendo los papeles separó algunos apuntes que le llamaron la
atención y por un momento no supo qué hacer con ellos, preguntándose si sería o
no conveniente incluirlos en el capítulo final. Redactó varias versiones pero
no daba en la tecla. Escribía y se aprovechaba del privilegio de ser el lector
obligado de sus propias invenciones pero ni aún así quedaba conforme. Al
concluir el debate consigo mismo decidió, finalmente, que el trabajo estaba
llegando a término. Tomó las hojas, las hizo un bollo y las arrojó al canasto
de los papeles, no sin antes darles una última mirada.
Así,
con relación a Doña Rosa Gauna, por una conversación que mantuvieron Salomé
Bazán viuda de Castillo con Carlos Caruso, el achurero, se revela, aunque es
posible que algunos hayan tomado nota, que el apellido de la abuela era
precisamente Castillo y que, en consecuencia, había sido la madre de Julio Castillo,
humilde albañil, esposo de doña Salomé y padre de Violeta, recientemente
ingresada como enfermera en el Hospital Emilio Civit.
En
cierta noche en que ardían los Fuegos de San Juan, Doña Rosa había manifestado
que amaba a Víctor Altamirano con quien había tenido de soltera a su hijo Julio
y que, por acatamiento a los misterios de la predicción, se había casado con
Juan Gauna, el cual adoptó al niño con el mismo amor con que un tiempo después
aceptaría a su propia hija Filomena, también preñada y abandonada en semejantes
circunstancias que su madre, siguiendo el hilo de una fatalidad inexplicable.
En el citado diálogo se los retrató resguardados bajo la sombra de una morera
frente a la Capilla ,
en pleno verano para el tiempo de la cosecha de uva; ella, como era habitual,
vestida de negro, y el vendedor ambulante apoyado en su bicicleta que tiraba un
carrito de zinc en el que acarreaba las achuras, del cual se colaban cuajarones
de sangre que un perrito lamía mientras las moscas también tomaban lo suyo. Hablaban
sobre menudencias personales y en una de ésas se pusieron a discutir sobre quién
de las muchachas del lugar sería elegida reina de la vendimia en el próximo
baile que organizaba la Unión Vecinal ,
si Blanca Palacios o Coca Abdala, las favoritas; o si sería coronada Nené
Jalil, María Ema Sánchez u otras que también concurrirían, una de Finca Tomba y
otra de Colonia Jara, cuyos nombres intentaban recordar.
Quienes
se mostraron indiferencias a la convocatoria de Juan Sánchez, incluso
despreciativos, por lo cual tuvieron escasa participación, fueron el doctor
Juan Pedro Brilloud, dueño de la finca y la bodega y su administrador don
Emilio Mastronardi, para quienes lo que está escrito en este libro no merecería
una hora de su tiempo, tan ocupados se los veía diariamente en el escritorio
del patrón revisando cuentas, efectuando negocios y disponiendo sobre las
tareas que cada peón o mensual debería hacer. Con los contratistas no se metían
a embromar la paciencia ya que estos eran suficientemente capaces para llevar
adelante sus responsabilidades sin la necesidad
de tener que vigilarlos.
Dos
temas, sin embargo, estaban fuera de la rutina; uno era el estado de salud del
capataz Quinto Scaraffía, acuchillado en la oscuridad, a la salida del boliche
de Sebastián Donoso, por Félix Alcaraz, por cuestiones nunca debidamente
aclaradas; otro asunto se refería a la internación de doña Valentina, esposa
del contratista Abelardo Sánchez en el Hospital Central, gravemente enferma de
diabetes y con pocas esperanzas de que
volviera con vida a su hogar.
Cierta
noche de octubre, apacible y cargada con el aroma de las floraciones, la
enfermera Evangelina Santini le cantó las cuarenta al doctor Francisco Catania con esa premeditada
franqueza que emplean las mujeres cuando empiezan a darse cuenta de la
estupidez de un asedio sin sentido, situación que la llevó a decir a su jefe
que si cada vez que estaban de guardia él creía que la Sala de Primeros Auxilios debía
transformarse durante la noche en un hotel alojamiento donde ella, por ser casi
una sirvienta, debía ser la yegua que recibiera las calenturas de un médico
degenerado, que se fuera a la misma mierda ya que ella tenía suficientes
problemas con aguantar en su casa a su
propio padre, don Salvatore, héroe, inválido e insoportable comentarista de la
guerra del 14; y que la única diferencia que a su juicio había entre el médico
cirujano y Doña Rosa era que ambos eran curanderos, con la ventaja de que él
tenía título universitario; y que semejante juicio lo estaba haciendo no por
resentimiento profesional sino porque
durante cinco años ella había creído como una idiota en las mentiras del
doctor, quien había jurado nada menos que por sus propios hijos que se
separaría de su mujer para casarse con ella; y que a partir de esa noche el
pretendiente, si en realidad tenía tantos deseos en satisfacerse, podría
comprar una botella de moscazo y hacerse un cóctel con sus propios huevos, y
que la dejara en paz.
A
la muerte de don Abdón Jalil y abierta la sucesión, Camila y Nené descubrieron
que desde el Jueves Santo a una semana después del Domingo de Resurrección, sus
vidas se habían transformado por obra y arte del maravilloso “Jaffar” árabe, en
dos mujeres que, además de jóvenes y atractivas, tenían ahora el imán de una
cuenta bancaria que les permitió vender la tienducha a los Zamora y mudarse a
Mendoza, donde compraron la más importante
sedería que hay en la calle San Juan. Así como los ríos secos que bajan
de la montaña hacia los valles desencadenan, después de las tormentas de verano,
tal caudal que en ellos podrían flotar grandes barcos, parece que en sus
tumultuosas combinaciones los números determinan los verdaderos destinatarios
del azar, si puede llamarse así al juego de la lotería, lo que vendría a significar, dicho en criollo,
que nunca se sabe para quién se trabaja.
Después
de cada vendimia, los contratistas de la Finca
Los Nogales y de otras propiedades vecinas comenzaban a
recibir los porcentajes convenidos con sus patrones y de acuerdo a una ley; los
cosechadores canjeaban las fichas por cada tacho de uva recogida; y los obreros
de la Bodega Santa
Rosa recibían mayores ingresos por el trabajo de temporada, especialmente
cuando hacían horas extras. Para Amado Abdala y su mujer María Nasar, llegaba
entonces el tiempo de empezar a sumar siguiendo el orden alfabético en el libro
de anotaciones fiadas del negocio y esperar, como todos los años, que los más
cumplidores cancelaran su saldo en la fecha convenida y al resto, es decir la
mayoría, ir a cobrarles las deudas a cara de perro.
Mientras
estaban confeccionando la lista de los que pronto no gozarían de las ventajas
del fiado, entró Emir con la cara como si lo hubiera atropellado un caballo y
lo único que dijo, en el breve momento en que ingresaba al almacén y se ocultaba
en el baño para lavarse y observar sus ojos en compota, fue que acababa de
pelearse a trompadas con su amigo Juan Sánchez por un asunto de polleras, por
lo cual sería mejor que no le preguntaran nada, ya que él no era un chiquillo
pues pronto tendría que hacer el servicio militar, y que el próximo sábado se había comprometido ir en
la camioneta a San José, en compañía de Franco Santini a cenar en casa de unos
nuevos amigos y que si estaba bien y si no también. Don Amado alzó los hombros
como diciéndole a su mujer que ya era hora de que hijo se dejara con la loquita
ésa, la hija del ahorcado.
El
puentecaminero Francisco Alaniz,
conversando con Eliseo Cuenca, dio un emocionado relato de la última visita que
había hecho en el hospital neuro-psiquiátrico de El Sauce a su hijo Hugo, a
quien pocos recuerdan que fue el Torito Cuyano, uno de los grandes del boxeo de
Mendoza con Mario Díaz y Pascual Pérez a la cabeza. Dijo que mientras estaban
sentados bajo la sombra de un eucalipto tomando café, que él había llevado en
un termo, vieron aproximarse a la Hermana
Beatriz , quien distribuía con otras monjas asistencia y
caridad a los enfermos, cuya presencia los conmovió hasta las lágrimas, no
solamente porque esa imagen era tan bella y luminosa como la de Santa Teresita,
sino porque bajo los hábitos consagrados reconocieron a la mismísima Azucena Palacios,
la menor de las cieguitas y que, cuando ambos se levantaron respetuosamente y
mencionaron su nombre terrenal, ella puso un dedo sobre sus labios diciéndoles
que hicieran silencio, que la jovencita que ellos recordaban había muerto hacía
muños años envuelta en las llamas de la pasión del amor a Jesús, quien es el
único en todo el Universo que puede devolver la visión a los ciegos, dar de
beber a los sedientos y de comer a los hambrientos, pues Él es el Camino, la Verdad y la Vida , y ya que todo verdor
perecerá y lo que es polvo volverá al polvo, únicamente con amor se puede
ingresar en la dimensión del tiempo perdido para rescatar, con la magia de la
palabra, la memoria que vence a la muerte.
*
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