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LA MEMORIA DEL POLVO


JUAN COLETTI





LA MEMORIA DEL POLVO



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Memento homo, quia pulvis eris
et in pulverem reverteris.

Sentencia bíblica




De un polvo venimos
Y en el polvo nos hundimos.

Graffiti Popular








CAPÍTULO 1


CUARENTA AÑOS DESPUÉS DE HABER PARTIDO, JUAN SÁNCHEZ REGRESA DECIDIDO A LIBERAR A LOS FANTASMAS DE SU ADOLESCENCIA CON EL ARTILUGIO DE LA PALABRA PARA GUARDAR EN SU CORAZÓN LA MEMORIA DEL POLVO.




         A las cinco de la mañana en punto, sentado en el puente de cemento que cruza el canal, contemplo hacia el oeste las altas montañas maternales cubiertas de nieve perpetua y una pestaña de la luna en menguante.
         Semejante a la crisálida de la cuncuna que en un instante de su vida no sabe si es gusano o mariposa, me sorprendo al pensar si en realidad estoy empezando a escribir un libro o soy el personaje de un autor desconocido cuya identidad me será negada.
         ¿Será posible que después de tantos años esté por cumplirse la profecía de doña Rosa y que al fin logre convertirme en un mentiroso profesional, en un cuentacuentos capaz de tomar un puñado de polvo de este lugar amado y producir el milagro de resucitar la memoria que esconde?
         Por largo tiempo, mientras recorría el camino de mi propia búsqueda, he sido acosado por las imágenes de este paisaje que apenas ha cambiado y por voces, como murmullos del agua de la acequia, provocándome a emprender la aventura de la reconciliación con los fantasmas del tiempo perdido.
         He regresado para pagar mi compromiso de fidelidad conmigo mismo, tantas veces postergado, y comprobar si soy capaz de realizar el mandato de mi nono Salvatore Santini, quien me dijo, unos días antes de morir: ricorda sempre, caro Giovanni, che la vita é una continua guerra; l’importante é vincere l’ultima battaglia.
         En la época en que vivía en este pequeño lugar todo me resultaba sólido, el tiempo transcurría sin prisa y los acontecimientos  demoraban en producirse; me refugiaba en la simplicidad de la vida familiar, envuelto en los afectos de los mayores mientras empezaba a sentir, trabajando en las viñas, la aproximación, como en sueños, de un mundo desconocido al cual el Tano Di Marco, el vendedor de loterías, hubiera descripto como fórmulas que los números de la predestinación nos van proponiendo para aprender la difícil tarea de elegir, procurando equivocarnos lo menos posible.
         Con el sigilo de un espía y la laboriosidad de una abeja, empiezo a rastrillar en el territorio de mi memoria más íntima para empezar a unirla a las que van surgiendo y reclaman, con el tono caprichoso de un niño, acurrucarse en mi regazo. Percibo que estoy aproximándome al lugar de reunión, el punto indivisible, al alfa y omega de todo lo que fue, que es y que será, donde oscilan, en brevísimas pulsaciones, la fe y la incertidumbre, la más pura entrega que hace posible la contemplación y el don de la reversibilidad.
         Matías Sánchez, mi abuelo andaluz, me dijo cierto día en que yo lo acompañaba a vender sus coliflores a la Feria de Guaymallén, que una gitana le había echado una maldición a su madre anunciándole que tendría un hijo poeta quien llevaría con él a la tumba los versos que no lograría escribir, porque sería analfabeto. La pobre zíngara, con todos sus trucos a cuestas, nunca pudo suponer que mi abuelo chacarero llegaría a conocer el misterio que esconde la semilla que al ser sepultada bajo tierra da nuevos brotes y nuevas semillas y así, tras una cosecha y otra, aparecen las virtudes del canto, la renovación de la palabra que también es semilla, como el semen caído deliciosamente sobre la sustancia del óvulo.
         Siguiendo esa secuencia ahora yo soy mi propio padre y de él salto impulsado por la memoria de la sangre ancestral a mi abuelo, y evoco con su voz la copla gentil del amador, la melodía de la tonada que me hace decir, mientras me río de todas las gitanas y los falsos adivinos, maldita sea la puñeta, que este regocijo que me viene con el rocío de la mañana me conduce de nuevo hacia ti, Encarnación, y no cubras tus cachetes con los arreboles del geranio, que muertos están los que no han nacido de verdad, coño, que  el merengue ése de la resurrección no está en la carne que se pudre, por la Virgen, sino en el brote con que los hijos de nuestros hijos reverdecen la tierra, como esa pelusilla de la cebada que luce semejante a una alfombra sobre los surcos apenas sale el sol.
         ¿Quién soy?, gimoteaba Félix Alcaraz cuando volvía en pedo del boliche, tambaleándose entre las hileras, a descargar el peso de su delirio sobre la pobre Petrona. ¿Quién soy?, también yo me pregunto y solo me responde el susurro del aire entre las hojas de los álamos. ¿Quién era Fausto Palacios en realidad? ¿Un incestuoso? ¿Un alucinado? ¿Por qué a sus hijas, mis queridas amigas, les decían “las cieguitas”? ¿Dónde están los testimoniantes, los promotores de este concilio, sin cuya ayuda no podré seguir adelante?
         Está saliendo el sol, el momento anhelado se aproxima. Una luz suave empieza a iluminar las casas, la calle de tierra, los antiguos viñedos, el escenario de mi adolescencia. Un grupo de personas se aproxima, mi corazón se acelera. Me pongo de pie para saludarlos y decirles para qué he venido.
         Les hablo en voz alta para que todos escuchen. Pasaré listo y todos aquellos que deseen tomar parte deberán estar dispuestos, a partir de este mismo momento a decir lo que se les cante, que no estoy aquí para que anden a las vueltas, haciéndose los bien educados, porque deben saber que ya no soy un pendejo que se chupa el dedo y tengo anotadas en este cuaderno las palabras verdaderas que deben utilizar cuando cuenten sus vidas, pues de lo contrario van a quedar retratados con esa cara de huevones que ponen cuando se confiesan ante el Padre Luis, y lo que yo necesito es más que una confesión, exijo que comprendan que si no hacemos juntos la tarea, yo me iré de aquí como vine, con la chalina roja envolviéndome el cogote y el rebenque listo por si entran a recular después de que se animen a pisar la raya que les estoy marcando, de modo que no aceptaré reclamos ni estaré dispuesto a escuchar murmullos diciendo que al cajetilla del Juan Sánchez a unos los vistió de santos y a otros de diablos, qué putas. Los que no estén dispuestos a pisar la raya que vayan a buscarse a otro escritor y que se metan en otro libro, si es que encuentran a otro pavote como yo que les dé bolilla.
         Repasen bien su lenguaje porque no voy a aceptar que digan torta frita si hablan de la sopaipilla; ni que saluden sacándose el sombrero de paja que en este lugar se dice chupalla; y cuando se presente alguna muchacha bajita y gorda que diga de entrada, soy potoca; y los que todavía padecen de bocio que no tengan vergüenza de  decir, somos cotudos, que mucho peor es ser un sanjuanino pata a la rastra. No anden con agachas ni embromando la paciencia que no es ninguna chacota machucarse los dedos en la máquina de escribir para que después vengan a joder con que la foto salió ladeada.
         Como dice el refrán, al pan, pan, y al vino, vino, que no he regresado para hacer sapo ni a calentarme el poto creyendo que ustedes querían y resulta que si se niegan van a parecerse a la Coca Abdala que quería pero no se dejaba. Pongan los manteles en el suelo y sirvan lo que cada uno ha traído de su casa y coman sin apuro para que dure, ya que el asunto se va a hacer lago. Para el final vamos a dejar la cueca  y los cogollos y también los brindis, así que no toquen el espiche de la bordalesa que tengo ojito para catear a cualquier calandrada retobado, pues el vino patero será la yapa de esta fiesta.
         Si tienen la paciencia de continuar leyendo, van a descubrir que esa manera de decir, tan mendocina, es el modo en que uno de los personajes hablaría si estuviera en mi lugar, con la diferencia de que yo le sacaría las amenazas y la prepotencia para disculparme si alguno de los invitados decidiera retirarse de esta asamblea de vecinos por considerarse ofendido.
         En caso de que la cosa se pusiera demasiado solemne, le pediría a Pedro Grosso, el herrero, que leyera el capítulo sexto del libro “Sermones del Cura Baltazar” que trata sobre los cuentos verdes que se dicen en los velorios. Entonces todos  largarían la carcajada por aquello de que los vivos se ríen de la muerte y que el humor es una de las cualidades de la persona inteligente.
         Justo, frente a mí, en la medida en que la claridad aumenta, observo la tapera de lo que hace muchos años fue el boliche de Sebastián Donoso, padrino de mi hermana María Elena. Él y doña Rosa me iniciaron en el hábito de escuchar y contar cuentos con la diferencia de que la abuela de Narciso repetía historias que había escuchado cuando era niña y el bolichero era un metedor de mulas, un embustero que daba calambre por la gracia que ponía en sus invenciones, como aquella en que el gaucho Martín Fierro se trababa en duelo criollo con alguien a quien venía rastreando desde la provincia de Buenos Aires, un peón que había cometido el  delito de quemar un libro. O la otra, en que involucraba al Diablo en el asesinato de un cuatrero chileno con la complicidad de otro manyín.
         Como un albañil que construye un edificio ladrillo a ladrillo, así me dispongo a tomar nota de todo cuanto me sea referido en calidad de cronista, con rigurosa espontaneidad y transparencia, con el propósito de invitar a los lectores a participar de este encadenamiento de palabras que intentan transportar ondas de sensualidad montadas sobre una imaginación briosa y provocativa, con indulgencia donde sea necesario, con el desafío de la irreverencia en el momento exacto; en partes como un disciplinado guía de turismo y en otras como un aprovechado descuidista que se las ingenia para volver con el arrebato de una nueva sorpresa, así hasta el final, que para Juan Sánchez escribir es tan placentero como sentarse a la mesa de su nona Costanza a mangiare una exquisita pastasciuta mientras el nono Salvatore aguarda la llegada del rey Vittorio Emanuele; o saborear un gazpacho sevillano en la galería de la casa de la abuela Encarnación escuchando un curioso discurso sobre la absolución que se logra al bendecir la mesa, por tanta muerte para que haya vida, mientras el abuelo Matías la observa con el rabillo del ojo, con una sonrisa.


*

CAPÍTULO 2

DE CUANDO RITA ZAMORA INVITÓ A JUAN SÁNCHEZ A PASAR A LA GALERÍA DE SU CASA Y MIENTRAS ELLA CONTEMPLABA LAS ESTRELLAS DE LA ALTA NOCHE, ÉL DESCUBRÍA EL MÁS EXQUISITO PLACER DE LA TIERRA.


         Ché, Juan, ¿Qué hacés ahí parado en el patio? Con razón que la choca toreaba tanto. Vení, pasa un rato, mis viejos ya están durmiendo. ¿Tenés calor? Son más de las doce y ha refrescado un poco. Después de lavarme la cabeza, regué el patio y me quedé sentada, aquí en la oscuridad, pensando, sintiendo los ruidos de la noche, alguna risa en la casa de al lado o una bicicleta que pasaba por la calle. ¿Y vos? Ya estás hecho un hombre. No lo puedo creer, si me parece que hace poco nomás te tenía en brazos, porque yo soy mayor que vos, te has dado cuenta, voy para los veintiocho, pero no se lo digás a nadie. Lo que pasa es que soy una petisa con cara de pendeja, retacona, lindas piernas, divertida, un poco loca digo yo, pero loca por hacer feliz a los demás. Vení, sentate a mi lado.
         ¿Vos creés, Juan, lo que dicen las malas lenguas, que soy una puta que trabaja por la calle Montecaseros, en la ciudad? Lo que pasa es que a la gente de por aquí no le gusta la forma que tengo de reírme, mis vestidos rojos y estas cintas blancas que ato en mi pelo y los zapatos de taco alto. No comprendo qué tiene de raro esta forma de vestir. Cuando  chica yo era bastante potoca y retraída, medio pajarota, según creo. De un momento a otro me hacía humo, desaparecía, me gustaba esconderme para que mi mamá no pudiera encontrarme, para que se muriera de rabia. Gozaba tomándola para el churrete.
         A los veinte años una tía que vive en Las Heras me hizo entrar al Hospital Lencinas. Allá van los infectados con toda clase de pestes y la mayoría entrega el rosquete apenas llega. Para esa pobre gente la vida es como un juego de la gata parida, el más débil salta y lo agarra la Huesuda. En aquel tiempo ya me habían pasado algunas cosas, como mujer, quiero decir, asuntos que me empelotaron la vida, los toqueteos de algún choto que siempre se aprovecha de una chambona como yo, y otras macanas.
         En el hospital trabajé menos de tres años hasta que una noche me encamé con un médico recién recibido, un tipo churro, canchero para tratar a las mujeres y bien armado como decimos nosotras. De esa noche todo cambió porque no sé si sabés que los médicos rara vez se casan con una enfermera. Las seducen, se las cogen y un tiempo después, como dice el refrán, si te he visto no me acuerdo, y adiós. Naciste chancleta y si no tenés estudios o un marido que te mantenga, agarrás lo que venga.
         Pero para vos, Juan, yo soy de un tiempo a esta parte, como un sueño extraño, una mezcla de malicia y de ternura, un trozo de dulce de membrillo, una sensación jodida, el tema de conversación con tus amigos, como el fuego que te calienta, como una fuerza que te obligó a venir esta noche a buscar lo que tanto has deseado. ¿Es tu primera vez? No me digás que hasta hoy nunca te habías acostado con una mujer. Mirá, voy a sacarme la blusa para que veas mis hermosas tetas, estos pechos que aún no han dado leche porque voy por el camino de las perras, haciendo feliz a los machos y esperando un momento que nunca llega. Pero estamos aquí, tendidos entre las macetas de malvones sobre la colcha floreada, sacándonos la ropa, besándote la boca, enseñándote a hacer algo tan simple que apenas mañana sentirás que has crecido, que la fuerza de un rayo se he ha subido desde la verga a la cabeza, y unos años después te acordarás de Rita pero te dará vergüenza contarle a un amigo que ésta fue tu primera vez, ahora que tus manos aprenden a recorrer mi cuerpo, mi cintura, mis nalgas; tus muslos que resbalan sobre los míos, con impaciencia, apurado, sofocado, los ojos brillantes, sorprendido al besar mis pezones, venciendo tu timidez, alzado como un pingo brioso, olvidado de todos, del mundo que te rodea, de los peligros de que alguien nos pille en pelotas, como un niño atrevido que me amenaza con su guasca, que me encima, me aturde con los besos de su boca, cateando mi alma,  hurgándome en lo tibio de mi cuerpo, en mis entrañas húmedas, rozando con sus palmas esta tierra de carne que solo arde por amor, que se prende fuego por la alegría de hacerte hombre, mi pendejo de mierda, soy para vos tu yegua, tu chiruza, la más loca de todas las mujeres, tu vasija de carne, el hueco de tu espiche, la chiva salvaje que recibe tu arrebato, el balde que recoge la leche de la vida, tu cansancio, el leve temblor, la humedad de tu piel, la extraña sensación de estar vacío, de no saber por qué lo has hecho, si está bien, si es pecado, si tenés que decirme gracias o qué palabra usar para que yo sepa que estás satisfecho como un niño al cual le han cambiado los pañales, como el que ha sido perdonado, y no sabe por qué.
         Lo único que deseo pedirte es que te quedés un rato más, total es sábado y mañana no tenés que ir a trabajar. Por estos días, cuando vuelvo a mi casa, cuando me siento nuevamente la chica de otro tiempo, con ganas de vivir haciendo el amor con vos, todo lo restante, mi vida en Mendoza, mis ausencias me parecen los de alguien a quien apenas conozco, otra parte mía que no sabe bien lo que hace, por qué lo hace. ¿Dónde trabajo? No quiero que me hagás preguntas porque voy a decirte solo lo que yo quiera, lo que me parezca justo. Ya vendrán otros tiempos para vos, la parte difícil, las putas pruebas de crecer o morirte, de sacarte a pedazos la mierda del mundo, la guerra con los otros para conseguir un lugar para vivir, un plato de comida, una sonrisa, un lugar en la cama para no estar solo.
         Te dije que cuando chica era bastante gordita, parecía más grande en edad y a los trece los tipos me decían piropos y guarangadas. Para mí entonces vivir era como otro juego, como la payana, como jugar a las muñecas, a la guarapa, a saltar en la soga, dormir junto a mi gato, tocarme de noche sin que nadie se diera cuenta. Pero un día cualquiera, sin que nadie te avise, estás del otro lado, sorprendida como cuando cantan los gallos a la medianoche, oís el chistido de las lechuzas o cuando los perros ladran a la luna antes de un temblor. Fue mi tío Ramón, hermano de mi mamá. Una mañana en que mis viejos habían ido de compras a la ciudad, llegó el que te dije, con un regalo para la nena, con besito aquí y otro allá, y yo que le decía, tío, por favor, no me gusta lo que hace y él me manoseaba y me decía, ya te tengo , siempre te he deseado, carajo, y no vas a decir nada porque te mato y esto es lo que vive a hacer, zorrita hermosa, y me llevó a la cama grande y yo me quedé como tonta, mirando un crucifijo y una estampita de la Virgen de Lourdes que estaba sobre la cómoda mientras él me lo hacía, me lastimaba, ponía su asquerosa boca sobre la mía, me quitaba la inocencia, el deseo de vivir. Después, mientras mi tío fue al almacén de los Abdala a comprar pan y mortadela, yo me limpié la suciedad y la sangre, y lloré y maldije a los hombres y los mandé a la puta que los parió a todos los que joden, los que toman las cosas sin permiso, los degenerados que miran por el ojo de la cerradura.
         Al regreso de la mamá y el papá, comimos con mi tío y todos parecían tan saludables, tan felices, mientras yo aguantaba el dolor entre las piernas y el odio. Pasaron unos pocos años y un buen día, el tío Ramón, el soltero de la familia, el que me seguía mirando con esos ojitos de pescado como burlándose, se murió de pulmonía y estaba ahí, quietito en su cajón, con el pelo lacio peinado al medio, la piel amarilla, y yo, su sobrina preferida, al lado del muerto pensando que ahora ya verás como los gusanos van a comerte la poronga, grandísimo chancho, mientras yo seguiré gozando de la vida, respirando, con la sensación de haber ganado un premio solo porque me quedé en silencio, porque aprendí a convertir el sufrimiento en poder ser yo misma, la mina que ahora transforma el deseo de los hombres en pura ilusión y los deja vacíos, secos, pensativos, ausentes. En cambio, cuando amo, estoy segura de ser una hembra de verdad, la que tiene guardada con llave, como si fuera un tesoro, una “primera vez” para un muchacho como vos. ¿Eh, Juan?
         Mirame a los ojos sin apuro. Sentí el olor de mi pelo, la forma de mi espalda, el gusto que tengo en los labios, el sabor que viene de tu propio cuerpo hacia el mío, parecido a la fuerza de un río en verano, el viento que atropella los álamos, un hierro rojo de carne sabrosa que me busca nuevamente sin herirme, que se desliza con alegría y se hunde en la profundidad de mi deseo, de sentirte en esta segunda y última vez en nuestras vidas, tan confiadamente me doy a vos, al amigo que serás en secreto de por vida, porque sos un buen muchacho, alguien a quien puedo confiar mis más terrible secreto, el niño que he visto crecer y esperar para esta fiesta única, mientras contemplo las estrellas lejanas de un cielo que no entiendo y  te favorezco con este repetido gozo que es el más grande de la tierra, el que puede dar alguien como yo, que se muere de placer en vos y se consume, y se parte en pedazos para envolver tu cuerpo, cobijarte, recibirte otra vez y otra vez las veces que quieras, mi macho perfecto, esperanza de sentirme joven, bella, deseada, la fruta prohibida del paraíso, mi amor, pendejo hermoso, ésta es y será tu noche perfecta, el principio y el fin del deseo más hondo y el principio del surgimiento de otros deseos que nacerán del placer que ahora te doy.
         Juancito, tenés que vestirte. Aquí tenés una palangana con agua y una toalla. Será mejor que te lavés un poco; yo te ayudo, ponete la ropa, dame un simple beso de despedida en la mejilla y cuando salgas tratá de que nadie te vea, no por mí que estoy curada de espanto, sino por vos, para que nadie te sorprenda y descubra que hoy has recuperado tu inocencia, que esta noche has vuelto a nacer.

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CAPÍTULO 3

DOÑA ROSA CASTILLO VIUDA DE GAUNA CUENTA A LAS CIEGUITAS LA TRISTE HISTORIA DE GENOVEVA DE BRABANTE, UN DÍA FRÍO DE JUNIO, A COMIENZOS DE UN LEJANO INVIERNO.


         Esta historia que les voy a contar la supe por doña Severa Palma, quien fue mi abuela por parte de padre, siendo yo niña cuando en El Paraíso estaban plantando los primeros viñedos. Espero no olvidarme de nada porque es una leyenda tan hermosa que cada vez que la recuerdo me dan ganas de llorar. Será porque la vida de Genoveva fue muy parecida a la que hacemos nosotros, los pobres, no porque ella hubiera nacido en la miseria sino porque a veces nos jode la vida guacha y los cabrones que nunca faltan.
         Escuchen con atención y quédense quietitas, bien sentadas alrededor del brasero, y cuiden de que no se les chamusquen las hilachas de las alpargatas. Después voy a servirles una taza de yerbeado con tortilla, y si la historia se hace muy larga la seguiremos otro día.
         Resulta que en un país cuyo nombre no me acuerdo, vivían los Duque de Brabante, gente muy buena y generosa, quienes a los pocos años de casados, mientras cabalgaban por el bosque, vieron una bandada de cigüeñas que iba hacia el sur, señal de que al fin tendrían un hijo. Así fue y unos meses después vino al mundo la Genoveva que era una pendejita hermosa, con unos ojitos azules como la flor de la alhucema.
         Cierta tarde pasó por el castillo de los Duque una vieja vestida de negro quien les dijo que la niña llegaría a ser una santa, pero que le esperaba una vida de mucho sufrimiento.
         De a poquito, la nenita fue creciendo y creciendo hasta convertirse  en una muchacha alta, de pelo rubio ensortijado, quien a pesar de que era hija de ricos estaba siempre entre los pobres repartiendo el dinero que su papá le daba para que se comprara ropa, ayudando y aconsejando a todos, porque ya era, desde joven, muy entendida.
         Cada tanto se presentaba algún muchachón pidiéndola a sus padres en matrimonio pero ella apenas si sonreía diciéndoles que el momento del amor no había llegado a su corazón.
         En una de las tantas partidas de caza que hacían los ricachones de aquel lugar, el Duque fue herido por un chancho salvaje y salvado gracias al coraje del joven Sigfrido quien lo traía en brazos chorreando sangre. Verse ambos, es decir la Genoveva y el conde Sigfrido, y enamorarse perdidamente fue cuestión de segundos.
         Unos meses después armaron una farra en el castillo para el casamiento y allí estaban los señores con sus mujeres y sirvientes meta bailar y comer y darle al espiche de los barriles con vino, un día tras otro, mientras el pobre pueblo recibía las sobras de la comilona a pesar de que la misma Genoveva había ordenado que una parte de los alimentos fuera repartido entre los necesitados.
         Llegó el momento de partir y ya estaba lista Genoveva, abrazándose a sus padres y amigos, entre el relincho de los caballos, los chocos que ladraban y el vocerío de la gente despidiéndolos. El conde Sigfrido prometió a los Duques de Brabante que cuidaría a su hija y que vendrían a verlos de vez en cuando. Era un domingo por la mañana cuando partieron los recién casados seguidos por una guardia de soldados que hacían brillar sus armas mientras galopaban hacia el lejano castillo donde vivirían.
         Varios días después llegaron los viajeros y Genoveva se sorprendió al ver su nuevo hogar, un altísimo castillo en lo alto de un cerro rodeado de impenetrables bosques.
         Pasó así el primer año y todo parecía para los esposos iluminado por una luna no solamente de miel sino por un sol de oro, tan felices eran sus días y mucho más las largas noches de amor.
         De repente, una madrugada chistó una lechuza y empezaron a sonar las trompetas que anunciaban el comienzo de la guerra. Los moros habían entrado a Francia y venían degollando a la gente como a perros. Les decían musulmanes porque tenían una religión distinta y una bandera con una medialuna y como medialuna eran sus cimitarras con las que cortaban los cogotes.
         Apenas Sigfrido y Genoveva se levantaron llegó un ayudante del conde con una carta del Rey. La joven  trató de no demostrar su pena mientras ayudaba a su esposo a preparar sus ropas de combate, entregándole la lanza y la espada para que marchara a defender la cristiandad.
         En el momento de despedirse, Genoveva tuvo un presentimiento y se apretó al pecho del conde Sigfrido. Éste le dijo que no temiera, que su fiel ayudante, el caballero Golo, la cuidaría hasta que él regresara. Se despidieron con un beso y se separaron sin imaginar que sería por mucho tiempo.
         Quedaron en el castillo solamente los sirvientes, los campesinos que trabajaban la tierra y los obreros de los talleres. Genoveva, encerrada en su habitación, se lo pasaba tejiendo, bordando y rezando por su esposo, rodeada por algunas muchachas que la entretenían, sin sospechar lo que estaba pasando a su alrededor.
         El tal Golo, que de caballero no tenía un pito, cada vez que estaba frente a la Genoveva se hacía el huevón con una sonrisita falsa de alcahuete pero ante los demás se portaba como un hijo de puta, insultándolos y pagándoles cada día menos.
         Genoveva empezó a sospechar pero, como Sigfrido le había dicho que el administrador era un hombre de confianza, la pobre no se animaba a exigirle nada, hasta que un día el mierda comenzó a hacerse el enamorado y ahí nomás, de sopetón, le pidió que se acostara con él diciéndole toda clase de cochinadas. Genoveva abrió sus ojos espantados y le dijo que ya vería cuando volviera su esposo. Golo comenzó a reírse a carcajadas y trató de manosearla pero ella huyó y se encerró en su pieza mientras el cabrón seguía buscándola con sus ojazos de sapo escuerzo y echando baba por la boca.
         La pobre Genoveva decidió escribirle una carta su esposo, contándole lo que estaba sucediendo en el castillo. Hizo llamar a Dracón, un fiel servidor, para que partiera de inmediato hacia el frente, pero Golo, que estaba oculto detrás de unos cortinados, en el momento en que Dracón  iba a recibir el mensaje, se abalanzó sobre el sorprendido paje encajándole una puñalada en la espalda. Genoveva quedó helada por el miedo mientras el asqueroso Golo empezaba a gritar mostrando el cuchillo lleno de sangre diciendo a todos que había encontrado a la esposa del conde y al sirviente en el dormitorio, y que de inmediato le avisaría a Sigfrido para que supiera la clase de mujer que tenía.
         El maldito hizo encerrar a Genoveva en una celda oscura que no tenía ni siquiera un catre, solo había paja en el piso y una abertura  por donde le traían diariamente un poco de agua y un trozo de pan.
         Ya está el yerbeado, así que mientras tomamos la mediatarde voy a seguir contándoles. Soplen un poco que está caliente.
         Y bien, a la pobre Genoveva no se le permitían visitas y únicamente aparecía el degenerado Golo siempre con la misma proposición, que si vos sos mía te sacaré de esta pocilga, y le decía semejantes palabras que hasta yo misma no puedo repetir porque me da asco. Ella le contestaba que sería mejor que la matara antes de faltarle a su esposo y a Dios que es el único que lo ve todo. No me caliento, decía Golo, porque voy a esperar el tiempo que sea necesario, y se iba cerrando la puerta con una enorme llave.
         Cierta mañana, Genoveva vio posada en la ventanita de su celda a una paloma blanca, señal de que estaba preñada y que pronto tendría un hijo. Cuando Golo se enteró amenazó con matar al niño  apenas naciera pero, por suerte, por un tiempo dejó de aparecer por la celda.
         El día en que  Genoveva comenzó a sentir los dolores del parto, apareció la mujer del carcelero, una mujer piadosa que le ayudó a parir un varoncito.
         Apenas la prisionera quedó a solas con su hijito prometió a Dios que sería una buena madre y que lo protegería hasta la muerte. Como a la pobre no le salía leche de sus pechos, agarraba un pedacito de pan mojado, lo masticaba y después le daba de comer con su propia boca, como hacen los pájaros. Olvidé decirles, muchachas, que por falta de un cura que bautizara al recién nacido, le puso por nombre Inocente.
         Cuando todo parecía estar en paz volvió a aparecer el Golo con cara de bicho asqueroso y le dijo que la veía preciosa, que la deseaba más que antes y que si volvía a negarse la mataría a ella y a su niñito. Genoveva, cansada de escucharlo le dijo que se fuera a la misma mierda y que sería mejor enfrentar la muerte a que él le tocara un pelo. Golo se quedó un momento mirándola y después le dijo, ya vas a saber quién soy yo, grandísima yegua. Genoveva se puso a llorar pues nadie, en su vida, se había atrevido a insultarla de ese modo.
         A eso de la medianoche escuchó que alguien la llamaba por su nombre al tiempo que se abría la puerta y entraba Berta, la hija del carcelero, quien en el acto, envuelta en llanto, le dijo que el conde Sigfrido, enterado de las calumnias del traidor Golo, había dispuesto que ella fuera ejecutada junto con su hijo al cual no reconocía como suyo.
         Piensen ustedes en lo que habrá sufrido la pobre Genoveva cuando supo que su propio esposo le había condenado a muerte, acusándola de haberle metido los cuernos. Que me perdonen los que piensan diferente, yo creo que el conde Sigfrido se portó como un pelotudo, haciéndose el macho y dejándose llevar por alcahueterías, sin averiguar antes.
         Desesperada, la infeliz madre le pidió a Berta que le trajera  una vela, un trozo de papel y una pluma y escribió una carta dirigida a su esposo donde le contaba su verdad. Después de que la hija del carcelero saliera llevándose la carta, oculta entre sus ropas, Genoveva se quedó dormida abrazada a su hijito.
         Se despertó con las primeras luces de la mañana por el ruido que hizo la puerta al abrirse. Eran los verdugos, acompañados de un enorme perro negro. Uno de ellos, el que llevaba el hacha, le dijo que se levantara pero ella apenas podía tenerse en pie por la debilidad y por temor a lo que estaba por suceder. Salieron por un estrecho corredor, abrieron una gruesa puerta de  hierro y apagaron la antorcha. Caminaron todo el día sin detenerse, internándose cada vez en un oscuro bosque. En mitad del camino los verdugos se detuvieron a comer. Llevaban salame, queso, pan y una bota de cuero con vino. Genoveva solo aceptó un pedazo de pan y un poco de agua para su niño.
         Al llegar la noche vieron subir sobre el horizonte una luna llena que iluminaba el bosque. En un claro, Tancredo y Romelio, tales eran los nombres de los verdugos, se detuvieron y le dijeron a la llorosa mujer que ése era el lugar donde debían cumplir la sentencia del conde Sigfrido.  Tancredo ordenó a Genoveva que se arrodillara y que le entregara el crío pues ella moriría en primer lugar. Genoveva cayó de rodillas pero no soltaba a su hijo y empezó a gritar pidiendo perdón y diciendo que era inocente, que la mataran a ella pero que salvaran a su criatura. Dios hará un milagro, ya verán, gritaba, suplicando que la abandonaran en el bosque, que ella cuidaría de su niño y que jamás saldría de ese lugar para que Golo no la castigara. Tancredo levantó el hacha para cumplir con su trabajo pero se detuvo al ver que la luna se había puesto de un rojo sangre. De repente, el viento comenzó a rugir y se escucharon voces y gritos que salían de lo profundo del bosque. Es una señal de Dios, decía Genoveva sin soltar a su hijo, es un milagro. Se hizo después un gran silencio y comenzaron a escucharse como voces de ángeles que cantaban dulcemente. Tancredo y Romelio quedaron tiesos y comenzaron a discutir entre ellos mientras el perro miraba atentamente a Genoveva y a su hijo. ¿Qué haremos? Golo nos dijo que lleváramos los ojos de la mujer como prueba de que hicimos bien nuestro trabajo, cuchicheaban entre ellos. ¿Qué pasará con nosotros y nuestras familias si el maldito llegara a enterarse?
         Finalmente se pusieron de acuerdo y le dijeron, te dejaremos libre si jurás por Dios que jamás, por ningún motivo, saldrás de este bosque. ¿Has comprendido? Genoveva se puso de rodillas y los bendijo y juró y quiso besar sus manos pero ellos le dijeron que no eran dignos pues sus manos estaban manchadas con la sangre de sus víctimas.
         Ahí mismo mataron al perro y le arrancaron los ojos, los envolvieron en el pañuelo que Tancredo llevaba en el cuello y emprendieron el regreso.
         Casi al mediodía llegaron al castillo y se dirigieron de inmediato a la habitación de Golo. El guacho apenas los vio entrar llevando el pañuelo ensangrentado se dio cuenta de que la orden había sido cumplida. No quiso ver los ojos, sacó su espada, la puso frente a Tancredo y Romelio y les dijo que los mataría si alguna vez se atrevían a nombre a Genoveva en su presencia.
         La historia sigue pero se está haciendo la noche y tengo que prepararle la cena al Narciso. Vayan con Dios y vuelvan la próxima semana que voy a contarles lo que pasó después. Sí, ya sé lo que están pensando, pero se hace tarde.

*

CAPÍTULO 4

DESPUÉS DE UN REÑIDO PARTIDO DE TRUCO EN EL BOLICHE DE SEBASTIÁN DONSO, EL HERRERO PEDRO GROSSO ENTRETIENE AL DUEÑO DE CASA Y A OTROS AMIGOS CON LA LECTURA DE UN LIBRO PICARESCO SOBRE OBRAS  Y VIDAS DE ALGUNOS SANTOS.


         ¿Qué hemos hecho todos los domingos a la tarde desde que el compadre Sebastián Donoso abrió este boliche, precisamente aquí, en calle Videla Aranda esquina Canal Chachingo? Solamente jugar a las cartas, mandarnos unos buenos potrillos de tinto o unos sabrosos tragos de grapa o anisado hasta bien entrada la noche. Hoy voy a sorprenderlos con algo que a vos, gringo Scaraffía, te va a divertir y hacer cambiar un poco esa mirada dura de capataz que usás en el trabajo, ya lo verás.
         En cuanto a vos, Feliciano Guzmán, si te portás bien después te diré cómo podrás hacer para aumentar tu repertorio de bromas y cargar a tu cuñado, el Franco Santini, ése que no come huevos por no tirar las cáscaras.
         ¿Qué tengo para sorprenderlos de tal manera que justifique que aquí mismo se detenga el juego a las cartas? Nada menos que un librito que le compré la semana pasada a don Eduardo Riquelme, el diariero. Me dijo que esta clase de libros no se venden ni por joda en los quioscos y mucho menos en la Librería Lampasona, de Maipú. Están completamente prohibidos en nuestro país pero no en Chile donde los hacen y donde cualquiera puede comprarlos sin miedo. Vaya uno a saber por qué será que aquí no y allá sí.
         El asunto es que yo, de pendejo, cuando iba a la escuela, leía lo que fuera y lo que más me gustaba era escuchar al maestro Perotti, que en aquel tiempo no era todavía director de la escuela, contar cuentos. Desde entonces, cada vez que puedo, voy y me compro algo para leer.
         Este librito se titula “SERMONES DEL CURA BALTAZAR”  y fue escrito por un tal Juan Quesada un español anarquista a quien el general Franco sacó a patadas de España, según se lee en la contratapa. Tiene doce capítulos y como dicen que todo debe empezar por el principio, voy a leerles el primero. Escuchen con atención, carajo, y espero que se caguen de risa y piensen al mismo tiempo, porque parece que esto ha sido escrito no solamente para divertirse. Esa es mi opinión, después ustedes dirán.

CAPÍTULO 1. PARÁBOLA DE LOS RECIÉN CASADOS.

         Queridos hijos e hijas: hoy recordaré para ustedes la parábola de los recién casados que, aunque está en las sagradas escrituras, no es muy conocida, desafortunadamente. Se refiere a los que son llamados a servir a Dios mediante la ofrenda del  matrimonio.
         Cuenta la historia, por intermedio de nuestros evangelistas, que cierta noche venía Jesús por el camino de Belén a Nazareth acompañado por algunos de sus discípulos. Iban conversando y riendo alegremente ya que acababan de cenar en un bodegón un plato de pescado con arroz cuando, de repente, una tormenta se abatió sobre el lugar. Un relámpago iluminó frente a ellos una escena terrible que les puso los pelos de punta. ¿Qué mierda es eso?, gritó Lucas, quien era un joven médico recién recibido. Un momento, dijo Jesús, ya saben que no me gusta que digan malas palabras en mi presencia, ¿qué se han creído?, pelotudos. Todos callaron respetuosamente y bajaron sus cabezas en señal de arrepentimiento. El Maestro se adelantó unos pasos  y vio, oculta entre unos olivos, a una joven parejita que estaba haciendo el amor. Hola, dicen que dijo Jesús, con gesto asombrado y a la vez dichoso por lo que estaba contemplando. ¿Están ustedes bien?, Si, respondió el joven subiéndose los pantalones, por suerte terminé a tiempo antes de que ustedes nos interrumpieran. En tal caso, dijo Jesús, bendiciéndolo, buen provecho, a lo que la joven, que era muy hermosa, contestó, Dios te bendiga, Maestro amado, por perdonar la ofensa que hemos hecho ante ti. Ocurre que somos recién casados y vamos al puerto de Galilea donde mi esposo trabajará como pescador. Eran tan hermoso el atardecer que no pude resistirme y dejé que mi marido me gozara, como es su derecho.
         Uno de los discípulos, el cual llevaba siempre con él una bolsa con monedas de oro, llamado Judas Iscariote, se adelantó hacia la pareja con el rostro inflamado por la ira, gritando: non cojam ante Cristum, maladetus, a lo que Jesús respondió amablemente, con fina ironía, tomando del brazo al susodicho y calmándolo al tiempo que le decía: ¿Quién sos vos, grandísimo idiota, para juzgar de ese modo a estos jóvenes? Dejémoslos en paz pues de la belleza de sus cuerpos jóvenes y de su gozo nacerán los hijos y las hijas que poblarán la tierra. Dirigiéndose al resto de los discípulos, les preguntó, ¿qué sería de la humanidad si todos fueran tan perfectos como vuestro compañero, el tesorero de la comunidad? ¿De dónde creen que han salido ustedes? ¿De la semilla de un repollo?
         En ese mismo lugar se separaron, no sin antes el Señor besar a los jóvenes esposos anunciándolos que serían padres de una familia numerosa y que el mayor de sus hijos acababa de ser engendrado. Ustedes sigan, dijo a sus atribulados discípulos, deseo estar a solas y meditar.

         ¿Qué le pareció, don Sebastián? Lo veo medio pensativo. Si gustan les leo el capítulo siguiente. Escuchen y no se queden dormidos, carajo.

CAPÍTULO II. PARÁBOLA DEL ORDEÑADOR

         Queridos hijos e hijas: En la epístola a los putañenses, San Pablo, el santo italiano, nos recuerda la parábola del joven ordeñador. Cuenta que en un pequeño pueblo llamado Telechea, a orillas del río Jordán, vivía una viuda que tenía gran reputación por ser dueña de numerosas cabras con cuya leche hacía el más exquisito queso de la región, y por tener tres hijas solteras llamadas Sara, Ruth y Nancy.
         A la hora en que el sol alargaba la sombra de los cedros de Israel hacia el naciente, llegó al puesto un joven pidiendo trabajo y de inmediato la mujer, cuya nombre era Judith, lo tomó para que ordeñara las cabras que eran todas de color marrón y manchas blancas, menos el matucho que era completamente negro.
         El cabrero, llamado David ben Boludí, quien tenía unas manos  enormes, tan grandes que podía sacar leche de cualquier cosa que apretara, observó con malicia que las chivas tenían unas ubres enormes pero, en cambio, las hijas de la viuda no tenía nada, tal como si jamás hubieran sido ordeñadas.
         Después de varios meses desde el momento en que había tomado  a su nuevo empleado, la viuda Judith vio aumentada notablemente  su riqueza ya que David ben Boludí era una verdadero maestro en el arte de ordeñar y no dejaba en las tetas de las cabras nada más que un porción justa para los cabritos.
         Pero cierto día, oh misterio del cielo, Judith descubrió que a sus hijas les iba creciendo, a cada una, un par de pomelos descomunales y deliciosos, que Dios nos perdone. Sin pérdida de tiempo se dirigió a David con ese tono de voz suave, dulce y melodioso que utilizan las mujeres cada vez que van a hacer algún reproche y le dijo: grandísimo cabrón, te di trabajo para que ordeñaras a mis cabras, no para que hicieras lo mismo con mis hijas, a lo cual el ordeñador, mostrando sus manotas dijo con lágrimas en los ojos, pero qué quiere, doña Judith, ordeñar es lo que único que Jehová ha dispuesto que yo haga, tanto por profesión como por vocación. Mi destino es exprimir tetas hasta que pierda la vida.
         Lo que San Pablo quiso enseñar a los putañenses, es lo siguiente: “Ordeñatum tetam es bonum”, lo cual traducido muy rápidamente querría decir, “acariciar a la novia es bueno”, pero luego agrega un pensamiento nervioso y categórico: “Si non pincharum mundo cagarum”, que ustedes, hijos e hijas, habrán interpretado fácilmente como “si no procreamos el mundo desaparecerá”.
         La viuda llevó al ordeñador a la cocina, lo invitó a sentarse en un banco de madera, y mientras por la ventana veían jugar por el monte a las hermosas muchachas, compartieron unos trozos del mejor queso con aceitunas bañadas en aceite de oliva y abundante ajo, pan casero y un par de vasos de mistela.
         Te ofrezco a Sara por esposa, dijo Judith al sorprendido empleado, después de pensar un rato, escupió unos carozos de aceituna y respondió, si me caso me caso con las tres , a lo que la viuda le dijo sonriendo, los judíos somos monogámicos: una o ninguna. David contestó, está bien, entonces me caso con Nancy, la más chica, que para entonces recién había cumplido trece años.
         San Pablo tenía razón y hoy podemos comprobarlo. Dos mil años después, los descendientes de David y Nancy ben Boludí pueblan el mundo y son joyeros, médicos, banqueros, matemáticos, filósofos, músicos y quién sabe cuánto más.

         Por tus manos me parece, Feliciano, que a vos no te hubiera sacado mucha ventaja el David ése, el de la historia del cura Baltazar, pero por suerte estás casado con una flor de gringa. En cuanto a mí, antes de decirles buenas noches, les propongo que dejemos para el domingo que viene la lectura del capítulo tercero de este sabio librito. Estoy cansado y mañana tengo que madrugar para afilarle unas rejas al Abelardo Sánchez.
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CAPÍTULO 5

EL CORRALONERO FELICIANO GUZMÁN APRENDE DE SU PADRE A CURAR EL DAÑO QUE LOS GUSANOS HAN HECHO EN UN CABALLO, MATÁNDOLOS CON LA MEDICINA DE LA PALABRA Y OTRAS ENSEÑANZAS OCULTAS.


         Ahora que te han nombrado corralonero de la finca tenés que aprender el arte de curar, sea a una persona o a un animal, porque te aseguro, Feliciano, que no hay mejor médico ni boticario que Dios, y así como en otro tiempo yo aprendí de mi padre, así yo, en este Viernes Santo, te voy a enseñar lo que he aprendido a lo largo de mi vida, y en esto sabés que voy a imponerte una sola condición, que es guardar en secreto, hasta tu muerte, el modo de curar usando las palabras; no cualquier palabra, sino aquellas que están dirigidas por tu alma y que tienen poder, ya que el mundo está hecho de ellas.
         Las palabras, hijo, son las herramientas de nuestra mente, la escalera para llegar a Dios, el sonido que nos protege del Demonio, el hogar de nuestra inteligencia, de la que carecen los animales, según mi entender.
         Cruzá tus brazos sobre el pecho y repetí conmigo: Juro por esta  Cruz, por la Virgen y Jesucristo, que aliviaré el dolor de la gente, la enfermedad de los animales y la tristeza de los corazones. Que Dios ilumine mi boca y las palabras que salgan de mi boca y ponga en mis manos el poder de curar. Juro que reniego de Satanás y de todas sus tentaciones y que, por siempre, mientras pueda sostener mi vida, haré solamente el bien y nada más que el bien. Si falto a este juramento que se abran los portones del Infierno y arda yo en él por la eternidad. Ahora recemos un Padre Nuestro y un Ave María.
         Antes de hablarte sobre la culebrilla vamos a curar a este pobre caballo agusanado. Escuchá atentamente porque no pienso  repetir una sola palabra; si hoy no aprendés jamás volveré a enseñarte a sanar. Como dice el refrán, a la ocasión la pintan calva, si perdés tu ocasión, te jodés. Este matungo tiene miles de gusanos pero, para curar su mal, empezamos por el número trece, diciendo: caballo tordillo, malacara, ojos marrones, tiene trece gusanos, si le quitamos uno quedan doce. Recemos en silencio, pues nadie debe escuchar, y encomendemos nuestro pensamiento a San Pantaleón, patrono de los que sanan, y sigamos. Caballo tordillo, malacara, ojos marrones, tiene doce gusanos, si le quitamos uno, ¿cuántos le quedan?, le quedan once. Recemos un Credo y después nuevamente: caballo tordillo, malacara, ojos marrones, tiene once gusanos, si le quitamos uno, ¿cuántos le quedan?, le quedan diez,  y así hasta terminar y cuando digás, no queda ninguno, vas a ver cómo esa mierda de bichos se desprende del pobre matungo y ahí, persignándote, pronunciarás: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
         Si se trata de un humano, tenés que saber bien el nombre de esa persona, todas sus señas, por ejemplo, lo mirás atentamente y decís: Eloy Santolalla, 45 años, pelo canoso, ojos verdes, piel blanca, tiene en su estómago un daño que le han hecho las esclavas del Demonio y lo voy a sanar. Después metés un par de oraciones mientras te vas reconcentrando muy dentro tuyo hasta poder ver el origen del mal que tu paciente ha recibido.
         La fuerza de la vida, Feliciano, es una sola, uno es el poder de Dios, uno el origen del mundo, uno el sentido de la vida. Esto se aprende sin leer libros, por simple devoción a la verdad y por mera experiencia, por la fe en vos mismo y en el amor a todo lo que existe. Manejar ese poder no es asunto para cualquiera, de ahí viene la costumbre de elegir a un buen candidato para iniciarlo en el misterio. Hay otros que usan ese mismo poder en sentido contrario, de lo cual luego voy a hablarte, para sorprender  y engañar, con malicia y astucia, el alma del creyente. Recuerdo que mi Tata siempre decía que la continua guerra entre el bien y el mal mantiene el equilibrio del mundo pero, para mi gusto, creo que a veces uno de los platillos de la balanza está más caído que el otro. ¿Por qué será?
         Fijate que en algunos casos el dañador envía señales a la víctima. No le hace el mal de un sopetón, la prepara para recibirlo, porque cualquier cristiano, por más fuerte que sea, se caga de susto si una mañana abre la puerta de su casa y ve que le han puesto frascos con hormigas, velas de azúcar, cristos al revés, un animal envuelto en sus ropas interiores o una foto suya dentro de una calavera.
         Una vecina de mi madre, doña  Antonieta Pérez, ya fallecida, empezó a sentir que la comida tenía un gusto raro y cuando consultó a una médica parece que le habían mezclado polvo de muertos con la sal y al revisar el frasco en la cocina encontró huesos de la mano de un finado. ¿Qué te parece? Hay gente de mierda que hace cualquier cosa con tal de beneficiarse sabiendo que su suerte es el mal y la desgracia de otros.
         Para ejemplo de la maldad femenina recuerdo el caso de Eva Montenegro, una morocha muy rara y buena moza que supo vivir en el Bajo Lunlunta.  Había enloquecido a todos los hombres en edad de merecer de los alrededores y nadie sabía ni el motivo ni cómo lo hacía hasta que al fin, para disgusto y asco de los que lo supieron, esta Eva  agarraba sangre de su regla, la dejaba secar, hacía un polvillo con ella y se lo daba en las comidas o bebidas a los pretendientes. Esto es peor que poner polvo de cantárida en un caramelo y dárselo a una mujer. De un modo u otro, usando sangre de la menstruación o de la mosca verde, el hombre o la mujer, según sea, se agarran tal calentura que nadie puede evitar terminar locamente enmarado de quien le hizo el daño.
         El asunto terminó muy mal para aquella mujer que a tantos hombres había seducido no solamente para meterlos en su cama sino más bien para apropiarse de sus bienes. Con la medicina que ella les daba los enamorados se convertían en unos simples babosos y eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de satisfacerla, desde meterle su lengua donde ella lo exigiera hasta firmar la escritura de donación de una casa, un camión, una finquita.
         Un tal Evaristo Luque, quien había sido flautista en la banda de música de la policía, se tomó venganza y con mañas, al saber que la Eva Montenegro lo había hechizado con sus polvos mágicos, le robó un trozo de algodón ensangrentado un día en que ella tuvo la menstruación y lo enterró en un lugar que sólo él sabía y que se llevó a la tumba, un año después, cuando murió como un chorlito de un ataque al corazón. ¿Querés saber que pasó con la Eva? Pues siguió enamorada del muerto, completamente loca, buscando por todo Maipú el lugar donde su amante había sepultado el daño y como nunca llegó a saberlo quedó engualichada de por vida y se convirtió en un escracho con los ojos saltones y las crenchas al viento, pidiendo limosna hasta el fin de sus días. Bien dicen, hijo, las antiguas enseñanzas que la sangre es la casa del alma, si alguien se apodera de tu sangre, estás cagado para toda la vida.
         Para curar la culebrilla hay distintas maneras de hacerlo. Una es con tinta y de eso nada sé. El otro modo es, a mi juicio, algo terrible pero efectivo. En primer lugar mirás la dirección en que la víbora de la enfermedad, por eso le dicen culebrilla, ha tomado en el cuerpo porque si la serpiente se muerde a sí misma no habrá nadie, ni Dios, que salve al enfermo. Si queda esperanza se agarra un sapo vivo y se frota la barriga del bicho contra la culebrilla en sentido contrario a su crecimiento, es decir de la cabeza a la cola. El sapo comienza a ponerse rojo del veneno que proviene de la enfermedad y se muere. Es una vida por otra pues así está hecho el mundo. Si fuéramos sapos frotaríamos a un cristiano hasta que muriera, pero no somos sapos.
         Se está haciendo tarde y tenemos que ir a almorzar pero antes voy a contarte, palabras más, palabras menos, la Leyenda del Falso Creador, que escuché de boca de mi abuela cuando yo era un niño allá en Tupungato, para que te sirva de lección por si acaso alguna vez, ojalá que eso nunca ocurra, se te dé por hacer lo mismo.
                   Dice la historia que Dios tenía dos hijos a quienes amaba por igual, se llamaban Miguel y Lucifer, cual más fuerte y corajudo para lo que viniera, hasta el momento en que el Padre descubrió, con gran preocupación, que el segundo de los nombrados no era obediente  y vivía en continuas peleas con su hermano y haciendo toda clase de maldades. Enojado, el Creador dispuso que el Ángel Rebelde, a quien nosotros conocemos como el Diablo, fuera arrojado fuera del mundo divino. Entonces, el que te dije, vino a parar nada menos que a la Tierra que en aquel tiempo, hace millones de años, estaba en plena construcción.  Llegar el Diablo y sentir una envidia enfermiza por la obra de su Padre, fue como un relámpago. Se dijo con odio, haré un mundo similar al de Dios, porque yo también soy Dios. Se puso de inmediato a trabajar y quiso hacer una paloma y le salió un buitre; quiso hacer un cangrejo y le salió un alacrán; quiso hacer un perro y le salió un lobo; quiso hacer una abeja y le salió una avista; quiso hacer una rana y le salió un escuerzo; quiso hacer un ángel y le salió un hombre.
         Aprenderás, Feliciano, con la práctica y el buen corazón a mejorar la condición del mundo, a disminuir la pena de las almas y el sufrimiento de los animales, a ser un verdadero hijo del fuego, como si fueras un hermano del Arcángel Miguel.
         ¿Curar la ojeadora? Esto te lo voy a enseñar el próximo 27 de Julio, día de San Pantaleón. Si te animás voy a darte el secreto para borrar las verrugas, así practicás con el Pedro Grosso, el herrero, que tiene las manos como cuerpo de iguana.
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CAPÍTULO 6

FÁBULAS Y OTROS MISTERIOS POPULARES CONTADOS POR ROSARIO DI CESARE DE CORVALÁN A SUS ALUMNOS DE TERCER GRADO DE LA ESCUELA “SEVERA PALMA”, EL DÍA DEL MAESTRO.


         Cuando me preguntan por qué a mis alumnos les cuento fábulas y leyendas populares, algunas de las cuales ni siquiera están registradas en los libros, contesto diciendo que la costumbre de narrar es tan antigua como el deseo de comer. Parece que la humanidad va de un cambio a otro, continuamente, pero algunos modos de vivir, de entender lo que somos y lo que quisiéramos ser parece que no cambian demasiado de una época a otra.
         Cuando nos sentamos alrededor de un fuego para el día de San Juan o de San Pedro y contemplamos los colores y formas de las llamas, el ruido que hace la leña cuando arde o ese sonido como de música del agua de la acequia, el olor del pan que sale del horno, lo que se oculta detrás de nuestros ojos cuando miramos con tristeza, la sensación de caminar descalzos, de acariciar nuestro cuerpo cuando nos bañamos, la idea de que a “esa persona” ya la hemos visto en otra ocasión o el lugar que visitamos por primera vez nos parece que ya antes habíamos estado allí, todo, todo eso es parte de un cuento maravilloso que se llama vivir.
         En el principio del mundo no había escuelas, ni libros, ni  pizarrones y todo lo que debía enseñarse a los niños y a los jóvenes lo hacían los más viejos, los que conservaban la memoria del pasado contada de generación en generación. Estas historias acompañaron a la gente durante miles de años y pasaron de un país a otro, de una lengua a otra, de una persona a otra, como lo estoy haciendo en este momento, como lo harán ustedes cuando sean grandes.
         Por los cuentos nos viene el gusto por la vida, el placer del conocimiento, como un relámpago que, de pronto, ilumina el pensamiento. Ésa es la revelación, la que nos ayuda a recordar lo que somos, lo que deseamos ser. Nunca lo olviden.
         Por esa razón se dice que las leyendas son lecciones morales, nada más que una técnica para domar burros, como decía cariñosamente una de mis maestras, una forma de aprender y enseñar que únicamente puede transmitirse de ese modo. ¿Por qué? Porque una buena historia difícilmente podríamos olvidarla ya que es otra experiencia, un nuevo saber. Así el que se quema con fuego no vuelve a meter la mano en la llama; el que ensilla y deja la cincha floja se cae del caballo; si podamos mal una cepa no dará uva; si se carnea en cuarto creciente los jamones se descomponen; si faltamos el respeto a nuestros padres, cuando seamos viejos nuestros hijos nos abandonarán. ¿Entienden?
         Hoy voy a contarles historias del Zorro y otros animales, historias más viejas que la chipica pero que resultan maravillosas si sabemos relatarlas para divertirnos y aprender lo que está oculto detrás de la fábula, para elegir el personaje que quisiéramos ser: el zorro astuto, el burro tonto y trabajador o el puma feroz que casi siempre termina muerto o apaleado.
         Contaba don Hilario Vázquez, un viejo que supo ser arriero de mulas en Costa de Araujo, que su padre acostumbraba repetir la historia del burro, el puma y el zorro que el mismo Sarmiento leyera a sus alumnos en San Francisco del Monte, en el siglo pasado. El cuento comienza diciendo que en una estancia ubicada en San Luis, el Puma se había cebado con los terneritos y cabras del lugar. Con el propósito de cazarlo, los peones colocaron cepos alrededor de los corrales y en una de esas, cierta madrugada llegó el Puma, muy orondo, haciéndose el distraído, con un hambre que se lo llevaba el diablo cuando, de repente, metió una pata en la trampa. El Puma maldecía y tironeaba pero como el cepo estaba bien agarrado al tronco de un algarrobo con una cadena, no podía escapar, cuando pasó por allí el Burro.
         El Puma le rogó al borrico que lo soltara, por amor de Dios, que tenía que ir a buscar comida para sus hijitos y juraba que no le haría daño. El Burro no le hizo caso y siguió caminando pero el Puma le dijo que él era un buen animal, incapaz de hacer el mínimo daño a nadie. Regresó el Burro diciéndole que jurara tres veces y el Puma ahí nomás juró tres veces. Se acercó el Burro, el cual era muy flaquito y confiado y rompió el cepo usando las patas traseras. Apenas liberó su garra del cepo el Puma le dijo al Burro, riéndose a carcajadas, pedazo de estúpido, ahora te convertirás en mi exquisito desayuno. En eso llegó el Zorro y le gritó al Puma tratándolo con las peores palabras, diciéndole que era un sotreta, un bellaco que había faltado a lo más sagrado del mundo que es el honor de la palabra, y no se haga el pesado porque soy el Juez de esta región, dijo el Zorro, y aquí mismo se efectuará el juicio. ¿Están de acuerdo?  Sí, dijeron el Burro y el Puma, aceptamos. ¿Cualquiera sea la sentencia que yo disponga? Sí, contestaron los otros, aceptaremos lo que usted diga, señor Juez. En tal caso, dijo el Zorro, comencemos por el principio. ¿Cómo empezó la cosa? Yo caminaba distraídamente en busca de comida para mis hijos cuando caí en un cepo. Después vino mi gran amigo el Burro y me liberó y ahí fue cuando usted llegó, señor Juez. Entonces reconstruiremos el hecho. Vos, Burro, colocate detrás de los corrales hasta que yo te haga una seña, mientras le coloco al Puma, así, con mucho cuidado para no hacerle daño, una pata dentro del cepo. ¿Listos?, preguntó el Zorro. Estoy preparado, dijo el Puma. ¿Y ahora qué hacemos?, preguntó el Burro, aproximándose. Ahora rajemos que ahí vienen los peones, dijo el Zorro. Efectivamente, un minuto después, el Puma estaba muerto, acuchillado por los trabajadores de la estancia.
         Hay otra fábula muy  graciosa que muestra cómo el Zorro vuelve a burlarse del pobre Puma. Me lo contó el señor Perotti, nuestro Director, y dice que por Rodeo del Medio, en un tambo que fue de propiedad del general Rufino Ortega, había una fábrica de quesos. Enterados el Zorro y el Puma, que a veces parecían buenos compinches, decidieron asaltar el lugar. ¿Te gustaría darte una panzada con los mejores quesos mendocinos?, preguntó el Zorro. Estás totalmente chiflado, amigo, contestó el Puma, ese edificio está protegido por los perros más bravos que te podés imaginar; yo ni borracho iré a ese lugar. Pero, compadre, insistía el Zorro, ¿dónde está su coraje? Iremos a la medianoche, cuando los chocos estén durmiendo, con una sola condición, no haremos ni el más pequeño, pequeñísimo ruido, apenas si podremos respirar. De acuerdo, dijo el Puma, no muy convencido. Llegaron a la quesería y efectivamente, había perros dormidos por todos lados.
         Apenas entraron y a la vista de tantos manjares, el Zorro se puso a dar tales gritos que espantaba. Huyó el Puma como alma que lleva el diablo y detrás suyo iba el perrerío enfurecido mientras el Zorro, que por algo dicen que es el más astuto y mentiroso de los animales, se llenó la barriga con los quesos más sabrosos que se recuerden en este departamento.
         El último cuento que voy a narrarles, porque falta poquito para que termine la clase, dicen que ocurrió en Barrancas, hace una pila de años, en una de las fincas de los Toso. Estaba un contratista de viña arando tranquilamente, una mañana fría de agosto, cuando al terminar una hilera se le apreció el Puma, con unos ojos enrojecidos y las babas que le resbalaban del hocico a causa del hambre.
         Escuchame bien, bramó la bestia enfurecida, amenazando con sus garras al pobre trabajador, si no me das la mula te voy a comer a vos, ¿has entendido, guanaco? El campesino soltó las riendas y no sabía si empezar a correr o caerse muerto del miedo, cuando el Zorro, que se había ocultado detrás de unas cepas, gritó con voz gruesa y áspera, soy el comisario de Maipú y ando siguiendo al Puma con una docena de perros y por lo visto las huellas llegan hasta aquí. Por casualidad, ¿No lo ha visto? Decile que no me has visto porque si no te achuro de un zarpazo, dijo el Puma en voz baja. No he visto a nadie, señor comisario, contestó el contratista sacándose la chupalla y saludando con respeto mientras le temblaban las patitas. Pero el Zorro no estaba conforme y volvió a preguntar, ¿y ese bulto que está a su lado?, ¿podría decirme qué es? Decile que son papas, o te arranco los ojos, ordenó el Puma. Son papas, dijo el hombre con voz temblorosa, volviéndose a poner la chupalla. Entonces, mi querido amigo, dijo quien se hacía pasar por el comisario, para evitar que se desparramen  será mejor que las meta en esto. El Zorro arrojó una bolsa de arpillera y apenas el Puma estuvo adentro, agarraron una zapa y lo reventaron a golpes.
         Gracias por salvarme la vida, don Zorro, dijo el contratista de viña, inclinando su cabeza en señal de respeto. ¿Cómo podré pagar lo que usted ha hecho por mí? Muy fácil, contestó el Zorro, haciéndole una guiñada, con un par de gallinas me daré por satisfecho.
         Para terminar voy a darles algunos consejos, queridos niños. Cuando de noche escuchen que alguien golpea la puerta de entrada, no hay que abrir sin antes decir en voz alta, Ave María purísima, pues del otro lado puede estar el Demonio, para matarlos de un susto y llevarse sus almas al purgatorio. Si encuentran en la calle un pañuelo con un nudo, no lo levanten porque puede ser la curadora de verrugas, y si uno lo alza la enfermedad de otro se le pegará en las manos. En caso de encontrar una caja tirada, envuelta como si fuera para regalo, jamás la abran. ¿Por qué? Porque adentro puede haber algo horrible y asqueroso que crecerá y crecerá hasta convertirse en un monstruo baboso que los devorará. Aunque, pensándolo bien, no creo que eso suceda, más bien podría tratarse de una broma en el Día de los Inocentes, y algunos vecinos que bien conocemos son capaces de hacer más cochinadas que el propio  Zorro.

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CAPÍTULO 7

FANTASMAS Y MISTERIOS EN LA NOCHE DE SAN JUAN, HOMENAJE A LOS DIOSES DEL FUEGO EN LA MEMORIA DE DOÑA ROSA GAUNA, EL CANTO DE LOS NIÑOS, LOS JUEGOS JUVENILES, LAS ADIVINACIONES DE LA VIDA Y DE LA MUERTE.


Aserrín, aserrán,
aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan,
piden pan y no les dan,
piden queso y les dan hueso
y les cortan el pescuezo.


         Cuentan por ahí que a una mujer, cuando todavía era una nenita, se le apareció Jesús camino de la escuela. Ella vio como un remolino que se acercaba por la calle y en un momento el cañaveral pareció estar envuelto en llamas. Así como yo salgo del fuego, le dijo Jesús, muchos entrarán en él por culpa de sus pecados. Y a vos te digo, criatura, que mientras tengás vida el mundo podrá estar a salvo pero cuando mueras cosas terribles van a suceder.
         Aquella niña se hizo mujer, después abuela y ahora es muy vieja; nadie sabe cuántos años tiene a causa de su deseo de permanecer  viva para evitar que, a causa de su muerte, vengan grandes males  a la Tierra, como le fue anunciado.
         Algunos murmuran que esa vieja es quien les habla, pero ustedes  no les crean porque yo digo que es todo al revés: por culpa de que algunos desean vivir demasiado es que el mundo anda como anda. Pero dejemos de hablar tonterías que he venido a contarles  sucesos de la Noche de San Juan, a pedido del Juancito Sánchez.
         Ustedes deben saber que mi abuela, doña Severa Palma, era una mujer muy instruida y por eso la escuela de este lugar lleva su nombre. Cuando yo era una culillita, la abuela Severa me contó que el  día 24 de junio todos los pueblos del mundo adoran el fuego, por eso se  hacen fogatas, como esta a la que estamos rodeando.
         El día de hoy es un tiempo mágico, sagrado, cuando cada uno puede preguntar o responder lo que desee y si es bien cojudo hasta puede enfrentarse al mismo Pata de Cabra, el chivo negro que llamamos Satanás.
         Desde la medianoche anterior, apenas comienzan a contarse las horas, el agua del mundo se vuelve bendita. Uno puede beberla directamente de la acequia o del surgente, lavarse la piel y el cabello, es decir que uno puede purificarse por dentro y por fuera durante todo este día y, si guarda buenos pensamientos, sería un ángel caminando en la tierra.
         ¿Han visto la rueda de Santa Catalina? Después que uno se ha hecho puro con el agua y unido a Dios, puede ver los aros de colores, miles de ruedas que salen y se desparraman sobre el horizonte, como si el sol empezara a arder, como un incendio en pleno amanecer. Los espíritus se liberan, andan por todos lados y el que busca puede encontrar su Camino, una señal que viene del mañana. Cuando yo era una muchacha, hicimos el juego de los papelitos del amor. Estábamos en casa de unos primos y después de encender el fuego cada uno puso su nombre en un papel y lo dobló. Luego los mezclamos en una bolsita para los muchachos y otra para las chicas. Temblábamos de emoción porque habíamos jurado que aceptaríamos lo que nos dijera el destino, así que cuando saqué un papel que decía “Juan Gauna”, el favorecido sacó el que decía “Rosa Castillo”. Yo estaba entonces enamorada de Víctor Altamirano pero, siguiendo el mensaje del fuego, al poco tiempo me casé con Juan y después la vida hizo su parte de milagro que es saber vivir y compartir en compañía.
         Pero esa misma noche ocurrió algo terrible. Una chica, Hilda Di Gregorio, amiga de las bromas, en lugar de su nombre puso una fecha, pero no fue la fecha de su casamiento sino la de su muerte. Y otro, medio estúpido, dibujó una calavera para divertirse, y un año después lo atropelló un camión en Rodeo de la Cruz.
         Si uno juega en la Noche de San Juan, debe comprender que lo hace con santos y diablos a la vez. Por ejemplo, uno busca un espejo y en medido de la oscuridad siempre ve algo. Un rostro de mujer y el hombre descubre, como en sueños, a su amada. Si se te aparece el Cola de Tiento mejor será que vayas a confesarte. Si ves un cuchillo es porque alguien quiere hacerte año. Si ves una flor pronto serás madre.
         Allá, por El Paraíso, donde crecí de niña, ocurrió que un vecino, cuyo nombre no recuerdo, vio en el espejo a su mujer abrazada a un hombre al cual él no había visto nunca. Llegó a su casa y le dijo a su esposa que la quería mucho y a la mañana apareció ahorcado con alambre de fardo en un antiguo sauce.
         A veces es mejor saber de antemano que somos una mierdita, así sufrimos menos. Aquel que es dueño de sí mismo no teme a nadie y puede caminar, si se lo propone, sobre las brasas. Lo he visto hacer muchas veces pero a pocos como a mi nieto Narciso. Él dice que, en sueños, la Virgen le reveló una palabra secreta que va pronunciando mientras atraviesa el rescoldo. Pero a otros hay que llevarlos al hospital con las patas chamuscadas para toda la vida. Esos tendrían que saber que si no tienen lumbre por dentro mal les valdría caminar sobre las brasas.
         Lo que yo siempre hago, cada vez que tengo la ocasión, es mirar las llamas, escuchar las voces del fuego, los mensajes que los espíritus de la tierra nos están enviando. ¿Qué dicen las llamas? Una vez, cuando mi nieto era todavía un niño, las voces del fuego me dijeron que Narciso no era un tonto, que podía ver el mundo al derecho y al revés, hablar con los pájaros y esas cosas que confunden y molestan a los otros que dicen que el Narciso es un loco, un pobre chalado, un badulaque, un pobre huevón que lo único que sabe hacer bien es trabajar para que otros se hagan ricos. Eso me lo dijo el fuego una noche igual a ésta y yo nunca juego con San Juan y mucho menos con el Arcángel Miguel, ese que anda a los sablazos con Lucifer para mantener entre los dos el orden del mundo.
         Hace algunos años, cuando el Fausto Palacios, ese manyín, todavía no era el borracho que conocemos, tenía la costumbre de desafiar a Satanás en la misma noche de San Juan, pero nunca se  encontraban hasta que en cierta ocasión ensilló un mancarrón, un zaino más viejo que la tristeza, y se fue para el lado del río Mendoza. A mí no me va a agarrar para el churrete ningún mierda del otro mundo, así que cuando lo tenga a mano le voy a hacer lamber mis berijas, decía mientras se acomodaba una chalina roja que siempre llevaba enroscada en el cogote. Dijo, que nadie me acompañe porque no es joda ni asunto para pendejos desafiar al Mandinga a jugar a la taba.
         Se fue el Fausto y nadie supo lo que realmente  pasó, pero el caballo llegó antes que él apareciera todo meado y con un olor a azufre y tabaco que daban ganas de escupir. Creo que perdió hasta el alma porque todos sabemos lo que  ocurrió años después.
         Yo, por si acaso, no dejo nunca de encomendarme a la Virgen del Pilar cada vez que puedo toparme con el Mal. Como sucedió aquella noche de San Juan, unos años después de casarme, mientras el Juan andaba festejando con unos vecinos. Agarré un lavador con agua bien limpia y me metí debajo de una higuera que había en los fondos de las casas. Allí me quedé acurrucada, meta rezar, hasta que de pronto cayó en el agua la flor de la higuera. Apenas pude verla un momento, tuve el tiempo justo para acariciarla; era como de seda, hecha de luz y de muerte; yo no dejaba de orar pensando que era afortunada por el solo hecho de haber visto la flor que nadie ve.
         Jamás, hasta hoy, conté a nadie ese extraño suceso; aquella misma noche quedé preñada de la Filomena. Nunca, ni antes ni después, sentí un gozo semejante. Fue el regalo de la flor de la higuera para ese solo día, eso lo supe mucho después.
         En cuanto al juego de los números jamás compré  ni un billete de lotería ni de rifa. No seré rica de dinero pero tengo muchas cosas: lo que perdí y lo que he ganado, tengo mi imaginación.

Se me ha perdido una niña,
Cataplín, cataplán, cataplero,
Se me ha perdido una niña
En el fondo del jardín.

         Bueno, ya la gente se está yendo a dormir, así que las historias tendrán que seguir el año que viene, si Dios quiere, pero antes les voy a contar algo cierto que ocurrió en Vistalba, en el departamento de Luján de Cuyo, allá por 1920. Había un hombre pobre que trabajaba de mensual y se llamaba, creo, Calixto Orihuela, un español muy palangana y ambicioso. Salió camino de la casa de unos amigos, uno noche de los milagros, como hoy, y en medio de las viñas se le apareció el Diablo, alto como un olivo, con un esqueleto revestido de fuego, unos cachos enormes y una lengua roja como la salamandra y ahí mismo el Cabrón del Infierno le propuso hacerlo rico a cambio de que le entregara su alma. Durante treinta años serás el hombre más rico de Mendoza, no voy a molestarte para nada pero después serás todo mío, para hacer lo que yo quiera.
         Orihuela firmó con su sangre un papel con el juramento y de inmediato ganó la lotería, vació el Casino, compró fincas y bodegas, influyó en los bancos, en la política, en la exportación de vinos y en todo lo que se propuso. Tengo que joderlo al cornudo porque de lo contrario voy a tener que vivir eternamente en el infierno, le dijo el español a su administrador, y se puso a pensar en lo que haría al cumplirse los treinta años del contrato que iba a ser, justamente, otra Noche de San Juan.
         Ordenó comprar un ataúd lujoso y dispuso que lo velaran en un viñedo que tenía en Pedriel. Se metió en el cajón y los parientes y amigos hicieron un círculo de fogatas tratando de que el Gran Farsante no pudiera aproximarse estando ellos junto al fuego sagrado de esa noche. Pero, de repente, como un refusilo, se desató una tormenta de lluvia que apagó el fuego, todos los asistentes huyeron despavoridos y recién regresaron, tímidamente, a la madrugada. Encontraron a Calixto Orihuela con un extraño color morado en la piel como si se hubiera ahogado o muerto de miedo.

Antón, Antón Pirulero,
cada  cual, cada cual,
que  prenda su fuego.

*

CAPÍTULO 8

BREVE HISTORIA DE HUGO ALANIZ, EL TORITO CUYANO, CONTADA POR ÉL MISMO FRENTE A UNA FOTOGRAFÍA DE KID CACHETADA Y EL MODO EN QUE SE MEZCLAN LA VERDAD Y LA LOCURA.


         Si he llegado, a los 29 años, a ser el Torito Cuyano, no ha sido al pepe, como creen algunos envidiosos, sino porque he guapeado de chico sin asco. Siempre fue para adelante, moliendo  a golpes las cabezas de mis adversarios, abriendo chorros de sangre en sus narices y viéndolos tendidos como patos desplumados sobre el ring para después bajar entre silbidos, aplausos y burlas  a los camarines.
         Un periodista del diario Los Andes me preguntó de dónde había sacado la bravura y no supe qué contestarle porque mi viejo es  un hombre manso, fue toda su vida empleado en puentes y caminos de Vialidad Nacional y todavía es quien riega a balde la calle Videla Aranda, la misma frente a la cual está la casa en que nací y donde me he criado. De mi mamá apenas si guardo una foto envejecida en mi mesa de luz. Ella era  de Kilómetro 8 y más no sé porque en casa nunca la mencionamos y no me acuerdo de tener parientes de su parte. Tengo una historia sencilla y solitaria de mi infancia y una juventud con pocos amigos. De aquí apenas me queda la amistad  de Feliciano Guzmán, de quien soy compadre; de Pedro Grosso, que en un tiempo éramos como chanchos y después se borró; y de Rita Zamora, que por un pelo no fue hembra mía, pero de este tema mejor ni hablar.
         De mí se dijo que era un boxeador cajetilla por la pinta que lucía al iniciar los combates: pelo negro, ondulado, la naricita aplastada como si la hubiera agarrado una aplanadora, ojos oscuros de mirada maliciosa, categoría mosca, oliendo a Glostora, saludando a los giles de la popular con una sonrisa de persona educada, el caballero andante de los puños, el hombre al cual Mendoza debe más que a muchos, casi como a usted, maestro,  y tanto como a Pascualito Pérez, ese enano que se salvó de que yo le diera una biaba cuando practicábamos juntos en el Deportivo Maipú.
         Me acuerdo de Pascualito cuando venía por el carril Perito Moreno desde la casa que los Pérez tenían en un contrato en la Finca Nerviani, allá por calle Pueyrredón. Lo veo montado sobre su motocicleta piojosa, protegiéndose los ojos con unas antiparras que daban risa. Apenas llegaba al gimnasio ya estaba listo, siempre serio, medio con cara de culo, a los saltos de aquí para allá, meta piñas a la bolsa, dele hacer sombra y saltos en la soga, y no te aceptaba un cigarrillo ni para el día de la bandera.
         En una de esas programaron una pelea de aficionados en la cancha del club, Pascual Pérez versus Hugo Alaniz. Para qué  voy a contar los litros de té de burro con hojas de cedrón que tomaba por los dolores de panza que me daban cada vez que tenía que pelear.
         El viernes anterior anduve por la plaza de Maipú a compadrear un poco y mirar el minaje en compañía del Franco Santini. Nos mandamos unos ricos sánguches de mortadela y un par de cervezas en un bar que estaba a la vuelta del cine Imperial y pegamos la vuelta en bicicleta hablando de la biyuya que se puede ganar en este deporte, de los países que yo podría conocer si llegara a ser campeón argentino y de salir en la tapa de la revista El Gráfico.
         El día de la pelea, un sábado, venían unos nubarrones del lado de la cordillera anunciando temporal y ya por la tarde llovió y cayó granizo y cuando llegamos en la camioneta de don Amado Abdala no había ni un perro y el encargado me dijo que la función al aire libre se había suspendido. Me cache en dié, pensé, hoy hubiera sido mi día de gloria si lo volteaba a Pascualito Pérez, y volví a mi casa bastante empelotado sin decir una palabra.
         Unos meses después me hice profesional y en el debut lo bajé a Lucas Prieto en la tercera vuelta. En San Rafael, un tal Bruno Coletta me quitó el invicto y en Luján volví a pasar al frente, y de allí empecé a barrer muñecos con la precisión de una máquina de matar boludos. Viví un tiempo en Las Heras, en una pensión, en compañía de una bailarina que trabajaba en un cabaret y con ella aprendí a mamarme hasta convertirme en vómito. Me fui adaptando al alcohol, a curarme con grapa o ginebra, con vino o coñac y con los ojos enrojecidos rajaba al gimnasio, con esa cara medio de loco que aparezco en algunas fotografías. Tres derrotas seguidas me dejaron como un gusto a veneno y el disgusto de mi entrenador don Paco Fernández, que descanse en paz, la cara desilusionada de mi papá y las ganas de tirarme bajo un tren me hicieron pensar las cosas de otro modo. Cambié de mujer, me mudé a una piecita en Villa Hipódromo, y en pocos meses estaba próximo a lograr el primero de mis sueños, ser campeón de Mendoza.
         De mañana, despertando a mi paso a los pájaros del Parque San Martín, corría desde la pensión hasta el Challao, volvía para almorzar un bife con ensalada, apenas un vaso de agua mineral y una fruta. Vuelta al entrenamiento, a dormir temprano, apenas un polvo por semana y meta juntar coraje, mis mejores pensamientos, la fuerza de la salud, imaginar que el otro es un monicaco al que voy a voltear de un solo sopapo, y entre el público la Rita bien empilchada que me hace un saludo como diciéndome, terminá rápido la pelea que te espero para celebrar.
         La miéchica que es  dura la vida del boxeador, pensaba yo mientras sudaba como un caballo, pero peor es ir a surquear a la viña o trabajar de peón de albañil o como obrero en la Bodega Giol. Aquí tengo una oportunidad en los puños y si fracaso me hago cafisho, voy un pongo un quilombo por San José, le doy al alpiste y chau éxito, adiós mundo cruel, si te he visto no me acuerdo. De yapa gano algunos pesitos extras, me compro una casa y hago como dice el padre de Franco, don Salvatore Santini, “el vivo vive del tonto y el tonto de sus trabajo”.
         Salud, maestro, don Kid Cachetada, tiene frente a usted, en ese espejo, la sombra de Hugo Alaniz, aclamado por la popular como el “Torito Cuyano”, a quien faltándose un round para ser campeón peso mosca de esta provincia cayó fulminado por una piña al hígado dirigida por su oponente, el hijo predilecto de San Martín, Polo Sepúlveda, apodado El Zonda, porque corría a todos con su aliento a podrido.
         Qué quiere que le diga. Nunca fui un pillado porque jamás me la creí y tampoco un pajero como me gritó un pelotudo de la popular, pues si me comí aquel piñón fue porque el otro era mejor que yo. Después de todo, pensándolo bien, uno no sale de su pequeño mundo con facilidad; apenas cruzamos el carril Ozamis hay otros carriles que cruzar y si salimos de Mendoza hay otras ciudades que conquistar y si cruzamos el mar dicen que hay otros pueblos donde se hablan otras lenguas, y si me fuera de este mundo seguramente iría a otro distinto, pero no es fácil hacerlo si uno apenas aprendió a dar trompadas.
         Ahora trabajo aporcando ajos y encañando tomates en una chacra de Lorenzo Vicentini para que mi viejo no piense que lo he abandonado. Con estas manos, en las que antes calzaba guantes de boxeo, ahora hago almácigos de cebollas, nivelo la tierra, riego, prendo un cigarrillo, alzo una copa de vino, como un sabroso tomaticán o un guiso de garbanzos y me sobo la guata a la hora de la siesta.
         En el hospital me dijeron que dejara de tomar bebidas con alcohol porque el asunto de mi enfermedad a la cabeza va para el carajo. Eso dicen los que no quieren verme feliz porque les cuento que saco a baldes los alacranes y matuastos y que una lampalagua anda por la casa comiendo arañas y que de tantas chinches voladoras queme pican tengo la piel como la de un sapo rojo. Me miran en silencio y me vuelven a amenazar diciendo que el alcoholismo es una enfermedad que lleva directamente al hospital de locos que está en El Sauce.
         Cómo me hubiera gustado conocer Buenos Aires, ir al Luna Park aunque no hubiera sido para boxear, por lo menos para ver una pelea entre Gatica y Prada, conocer la cancha de Boca, comer pizza en el puerto, montarme a una porteña y mostrar la pinta que tenía, hace unos años, hecho un fifí, de traje blanco  y corbata de moñito, zapatos marrones, funyi  al tono, con un clavel en el ojal, cateando como decimos nosotros o bichando como piola según dicen allá. Me hubiera gustado ir en coche-cama, con algún amigo, para compartir la cena en el tren El Libertador, jugar unas partidas de truco y ver por la ventanilla el cambio de paisaje,  del desierto cuyano a la pampa verde, el humo de las ciudades, el ruido de los autos, escuchar en una boite un tanto de la orquesta de Alfredo De Angelis y el domingo a la tarde ver correr a Fangio en el Autódromo; pasear mirando partir los barcos, comer un buen estofado por El Bajo, dormir en un bango en la Plaza San Martín, poder contar a los amigos que uno salió un poco más allá del Arco del Desaguadero.
         Lo único que tengo ahora es una sed asquerosa, un deseo enfermizo de tomarme el alcohol del botiquín y llorar porque empiezo a acordarme de mi mamá, de cuando ella me alzaba al cruzar la acequia, de aquellos besos y apretones que nadie volvió a darme, del temor de que vengan a colocarme una inyección y ver  la gente del lugar mirándome con pena porque no es bueno ser casi campeón y terminar atado como un matambre porque uno si apenas le ha pegado a su padre con un martillo a la cabeza;  eso no es nada comparado con el miedo que tengo de que me lleven con vida a la casa de los muertos.
         Lo único que le pido a Dios es que la Rita no me vea cuando me lleven. Dejo para otro tiempo las magnolias y granados del jardín, la foto del maestro clavada en la pared, y los saltitos de la pititorra que se oculta entre las chilcas mientras escucho el motor de la ambulancia que se aproxima.

*


CAPÍTULO 9

COSTANZA MARIOTTI RECUERDA CON TRISTEZA LA ÚLTIMA VISITA DE SU HIJO SALVADOR SANTINI, PRESUNTO MIEMBRO DE LA MAFIA EN ROSARIO, SOBRE SUS ROPAS VISTOSAS Y LOS REGALOS QUE EL NONO DESPRECIABA.


         La última vez que Salvador vino a visitarme fue hace tres años, en el verano de 1947, y todavía me parece verlo debajo del parral sentado al lado del viejo, tratando de explicarle por qué se fue a vivir a Rosario. Mi Turi es diferente a sus hermanos en todo, menos en el amor por la familia, en el cariño que demuestra por mí con solo mirar a lo profundo de sus ojos y en la esperanza que pone, en cada viaje, para que el Nono lo perdone.
         Como buenos italianos ellos necesitan poner en claro sus ideas y discuten y gritan y procuran convencerse el uno al otro sobre quien posee la verdad y quién está equivocado.
         Me parece que fue ayer cuando emprendimos el largo viaje desde  Italia hasta Mendoza, en la panza de un barco con otros pobres que dejaban la patria, comiendo y vomitando, durmiendo y conversando, tratando de entender qué había ocurrido, cuál había sido la causa, además de la guerra, que nos obligara a dejar lo más amado, nuestros padres y hermanos, nuestros amigos, la antigua casa en Madonna di Campiglio, nuestro pueblo.
         Franco, Turi y Valentina, pequeñitos, no se apartaban un momento de su padre mientras yo, con Evangelina en mi vientre, no dejaba de rogar a la Virgen que nos protegiera. Aquellos fueron los tiempos en que más unida se mantuvo la familia. Ahora comprendo que no somos dueños de nuestros hijos, que cada uno tiene una tarea diferente que hacer. Mis padres y abuelos fueron campesinos y también los padres de mi esposo. Sin embargo, algunos descendientes no han seguido la tradición y de tanto en tanto alguien deja la tierra para estudiar o trabajar en una fábrica o vivir en una ciudad distante como Rosario, donde está mi hijo mayor, según él dice.
         Espero a mi Turi como si todavía fuera un niño que regresa de la escuela. No me consuelo pensando que es un hombre fuerte y de carácter porque tengo el  temor de que lo maten. Él jura que tiene una pequeña empresa de camiones; yo no le creo porque estoy seguro  de que está metido en la mafia siciliana pues una persona de mi confianza me lo ha dicho.
         Para el casamiento de su hermana Valentina con Abelardo Sánchez, Turi trajo dos maletas llenas de regalos; en cambio, cuando se casó Isabel ni siquiera mandó una carta porque él no estaba de acuerdo que se casara con Feliciano. No debemos mezclar nuestra sangre con esos negros hediondos, anduvo diciendo, porque los únicos que hemos hecho rico a este país somos los gringos. ¿De dónde habrá sacado semejantes ideas? No de nosotros, ciertamente, quienes somos gente honrada y trabajadora. Tampoco de su padre, que odia a Mussolini por haber perdido la última guerra y haber llevado tanta muerte a Italia. Una madre no puede culpar a sus hijos ni condenarlos; cualquiera de los míos que fuera a la cárcel recibiría mis visitas cada vez que pudiera hacerlo.
         Como dije, mi esposo y mi hijo no piensan igual y cada vez que se juntan es para reprocharse. Perdón, no estoy diciendo la verdad; Turi no es quien reprocha, es Salvatore que lo desprecia  y le dice que se vaya, que no lo reconoce, que él no tiene un hijo que lleve su nombre.
         La última vez que lo vimos llegó con un automóvil recién comprado, vestido como siempre de traje blanco, zapatos y sombrero marrón, una camisa negra y la corbata de moño roja, haciendo juego con el pañuelo en el bolsillo superior del saco. Se había dejado un bigotito fino y las patillas largas y lucía un diente de oro, como los gitanos. Turi, Turi, che  faró  con te?
         Descendió de su auto cargando, como de costumbre, unas valijas llenas de ropas y regalos para todos. El Nono estaba, como todas las mañanas, recostado en su silla de inválido, mirando a cualquier parte y pensando en silencio. Hizo como que no se había dado cuenta de que nuestro hijo había llegado saludando con esa voz fuerte que tiene y sus manotas abrazando a todos. Eccomi qua di retorno, babbo. Buon giorno, sono felice di rivedere tutti voi. Su padre seguía callado, sin volver el rostro; finalmente dijo: Sará bueno per te. Ma de quando ho le gambe morte non ce n´é stato nemmeno uno che Fosse buono per me. Lasciami in pace. Turi sacó una caja y la abrió. Sacó una pipa y dos paquetes de tabaco y papel para armar cigarrillos. Le ho portato una pipa, di quelle che lei aveva voluto sempre avere. Se preferisce le fabricco  una sigaretta o tiempo la pipa con il tabacco. Mi dica cosa vuele. Mi viejo hizo un ademán despreciativo con una mano como apartándolo y le dijo che se nevada a prendersela in culo, che i regali dei mantenuti sono per le puttane e no per un Vecchio decente che ha lavorato durante tutta la su avita come un mulo.
         Ema, mi hija menor, la casada con Pedro Grosso, es la preferida de Turi y cuando ninguno de nosotros sabía qué hacer apareció ella cruzando la calle y al ver a su hermano se abrazaron y jugaron como niños, haciéndose bromas. ¿Cómo está tu Pedrito? ¿Siempre maldice cuando pierde al truco? Ricachón, la ropa que te has comprado, y ese auto que parece salido de una película. ¿Qué te has hecho en la cara? Miren el bigote que se ha dejado mi hermano.
         Como todos los domingos no podía faltar la pastasciutta hecha con mis manos, pero en lugar de ser un almuerzo feliz aquel encuentro compartiendo la mesa pareció un velorio. Para colmo tuve la tonta idea de empezar un jamón y servir unas tajadas acompañadas de aceitunas antes de la comida principal. Jamás, con Salvatore, habíamos discutido delante de nuestros hijos, pero ese bendito día él no pudo contener su enojo; se fastidió tanto que se puso a golpear con un puño sobre la mesa al tiempo que gritaba: Accidenti, Costanza. Questo prosciutto era stato messo da parte per Natale. Chi é venuto a trovarsi, Gesú Cristo? Sono stuffo di tutti voi.
         Por la tarde, Salvador llevó en el auto a sus hermanas a dar una vuelta por Maipú y al regreso trajo una bandeja con masitas y merengues. Yo no estaba dispuesta a pensar en nada malo, ni en el dinero, ni en la mafia siciliana, y me mostraba amable ante ellos porque al fin era mi familia y no podía tomar parte a favor de mi esposo y tampoco ponerme en contra de ninguno de mis hijos. Serví mate cocido para acompañar las golosinas mientras cada uno tenía cosas que contar, chismes sobre los conocidos, cuestiones sobre los trabajos en la viña, palabras de mutua simpatía para que Turi no sintiera que el odio de su padre los había ganado.
         A la noche cenamos en silencio lo que había sobrado del mediodía y nos sentamos a escuchar un programa con Luis Sandrini, el cómico preferido del Nono. Luego, las hijas casadas se fueron con sus respectivas familias. Evangelina tenía guardia en la Sala de Primeros Auxilios donde trabaja y Franco salió para la finca con un farol a tomar el turno de riego. Ayudé a mi viejo a que se acostara y nos quedamos Turi y yo, un largo rato sin decir palabras, mientras él me tomaba las manos y de vez en cuando besaba mi frente. Teníamos la costumbre de hablar en italiano cuando estábamos solos; debe ser porque usando nuestra lengua volvíamos al tiempo en que estábamos unidos por las necesidades de una pobreza mayor.
         Mamm, quando ero un bambino, usted recuerda que yo trabajaba todo el día. Soy el mayor y fui el primero en aprender a trabajar en la viña. Tenía veinticinco años cuando me fui pero hasta ese día no hubo tarea que no hiciera bien. He podado y abierto surcos, he arado y cosechado la uva. Nadie era más rápido que yo para envolver y cuando había peronóspera cargaba la mochila con sulfato hasta convertir en llagas mis espaldas. Si yo quisiera podría tomar un contrato y agachar el lomo de sol a sol. Pero, ¿cuál sería el beneficio? Mírelo a Franco, se ha quedado soltero para ayudarlos a ustedes y no puedo dejar de agradecérselo. No se lo voy a decir a él pero no pasa un día sin que piense que jamás voy a poder pagarle a mi hermano lo que está haciendo. Franco es menor que yo y parece un viejo antes de serlo. Pasará el resto de su vida trabajando en la viña de otro por una paga miserable. Yo pienso que la vida no está hecha solamente para trabajar. Hay que vivir, conocer el mundo, aprender otros oficios. ¿Soy acaso, una mala persona? ¿Ha venido, alguna vez, la policía a preguntar por mí? No crea, mamá, lo que dicen los envidiosos. Hago lo que considero que está bien. Me pagan, porque no tengo miedo, para que proteja a los ricos. Ellos sí tienen miedo, mucho miedo, y pagan para que alguien cuide sus ganancias. ¿Se acuerda cuando yo iba a la escuela? Era el mejor del grado, el más listo, el que hacía respetar a sus hermanas a trompada limpia. Si uno es débil los otros se lo comen, le quitan su energía, lo utilizan como esclavo a cambio de un miserable salario. Piense en la vida que hace Isabel. Está casa con Feliciano Guzmán, un buen criollo, como dice usted. ¿Quién es Feliciano? Un pobre corralonero que se pasa el día cuidando los caballos y mulas de la finca a cambio de una casita de adobe y un sueldo de peón. Mis sobrinos van a andar en alpargatas el resto de sus vidas y jamás visitarán una ciudad, ni viajarán a Córdoba o a Mar del Plata como hacen los que tienen dinero. Poseo todo lo que un hombre necesita pero usted sabe, mamá, que no voy a vivir en paz hasta que mi padre me sonría, porque no es bueno sentirse abandonado y lejos del amor de la familia, porca miseria. Aquí todo es igual que antes y seguirá igual pues no hay nada que cambiar. Ustedes no pueden darse cuenta, pero yo que regreso siento la sensación de que el tiempo se ha detenido en este lugar. Los mismos álamos, la misma viña, los olores de siempre. No lo puedo soportar.
         Me había hecho la ilusión de que Turi se quedaría con nosotros una semana más, por lo menos, pero al día siguiente, apenas me levanté para encender el fuego y preparar café, mi hijo estaba cargando las valijas en su auto, vestido con la misma elegancia, recién afeitado y perfumado. Franco estaba arando en el cuartel  de arriba y mi viejo esperaba que le sirviera el desayuno en la cama. Tuve que hacer un esfuerzo para no parecerme a esas madres que lloran a los gritos cuando se separan de sus hijos. Me puse fuerte por dentro para que mi Turi supiera que todo estaba bien, que podía emprender su viaje de regreso sin tristeza.
         Le ofrecí una taza de café que él tomó mirando en silencio hacia donde su hermano estaba arando. Después enjuagó la taza en la cocina y entró al dormitorio a saludar a su padre. No pude dejar de escuchar aquellas palabras, las últimas que se dirían en sus vidas.
         A presto, babbo. Le ho lasciato il regalo, magari per quando cambiará di opinione. Devo tornare al  lavoro e ho un lungo viaggio da fare. Pero el Nono es cabeza dura, caprichoso, y lo despidió del modo en que siempre lo hacía. Un figlio che abbandona suo padre invalido e sua madre anziana, che ha vergogna di lavorare nella vigna e si veste come te, é un poco di bueno. Tutti i miei figli sono Onetti e amano il loro lavoro. Si c´e qualcuno tra di essi che non sia cosí, allora io non sono suo padre. Non perdere tempo facendo i saluti a un Vecchio triste. La parte tua que avevo in cuore ormay é secca, é morta.
         Mi esposo y mi hijo mayor llevan el mismo nombre y apellido pero ¿en qué se parecen? Se parecen en el amor que sienten hacia mí y en el amor que yo siento hacia ellos. Si yo muriese, ¿qué quedaría entre los dos?

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CAPÍTULO  10


COMO NIÑOS CURIOSOS, QUINTO SCARAFFÍA, SEBASTIÁN DONOSO, PEDRO GROSSO Y FELICIANO GUZMÁN, COMPARTEN LA LECTURA DE OTROS CAPÍTULOS DEL LIBRO “LOS SERMONES DEL CURA BALTAZAR”.



CAPÍTULO  III. SOBRE LA FIDELIDAD

         Queridos hijos e hijas: En este capítulo repasaremos, con gentil atención, los mandamientos y reconvenciones del matrimonio, los consejos que los santos que vivieron y predicaron en el desierto, durante siglos, nos han transmitido para hacer bella y duradera la unión de los esposos, santificada por la madre iglesia.
         Qué maravillosas palabras, qué sabias ideas, qué sublime inspiración surgida de esos santos varones quienes, al rechazar y repudiar las tentaciones de la Serpiente, gozaron del íntimo, impoluto y solitario celibato.
         Uno de esos sublimes ayunadores, San Otón, de quien se dice que jamás vio una mujer en su vida, ni siquiera a su propia madre, la cual murió el mismo día en que la pobre lo parió, nos ha dejado este bello aforismo, dedicado especialmente a las jóvenes esposas. “Cuernus esposus meterum cum vacelinim mat non abusarum; prima volta tutti perdonatum, ma in otra seconda o terza volta putatus eret yegua in seculorum”. Al escuchar este sublime pensamiento no deben ustedes pensar, hijos míos, que se trata de una indulgencia previa ni de una anticipada absolución del pecado de adulterio sino, más bien, de una expresión caritativa hacia la naturaleza pecadora de la mujer. Veamos la correcta traducción que hacemos del latín antiguo a nuestro idioma y meditemos. “Si metes los cuernos a tu esposo, hazlo suavemente, con delicadeza. La primera vez todos te perdonarán, pero la segunda o tercera vez que lo hagas te prostituirás y serás una yegua para toda la vida”.
         Inclinemos nuestros cuellos en señal de admiración ante tan superiores enseñanzas que nos vienen de antaño. ¿Quién ha dicho, con tanta ligereza, que nuestra santa religión es dogmática y limita la felicidad del hombre y la mujer sobre la tierra? Vemos cuánta libertad, cuánta prodigalidad nos ofrece Dios aún en las licencias del matrimonio. Por eso les digo, no abusen de la mutua confianza, convivan con el amor, cualquiera sea la forma que ese amor asuma.
         El único pecado, queridos hijos, que el hombre y la mujer pueden cometer, uno contra el otro, es el pecado del ocultamiento. Detrás del silencio de la mentira está la presencia diabólica y por su causa no habrá amor que perdure.

CAPÍTULO IV. SOBRE LA SATISFACCIÓN DEL DESEO.

         Yo, Pedro Grosso, herrero mayor de este lugar y lector voluntario de alfabetos y analfabestias, interesados en conocer un poco más de lo que existe del otro lado de sus jetas, digo a mi buen amigo y compadre Sebastián Donoso, dueño de este elegante bar perfumado con olor a tabaco y alcohol licoroso, que nos sirva una vuelta de caña bien dulce para suavizar el carguero y así poder continuar la lectura de este libro interesante. Prolijito, ¿no? Vamos entonces con el cuarto capítulo de los “Sermones del Cura Baltazar”.

         Queridos hijos e hijas: Este sermón, que refiere virtudes y glorias espirituales de nuestros santos, ha sido tomado de las enseñanzas de San Zósimo, quien se convirtió primero en mártir y doscientos años después en santo por su renuncia a casarse por la fuerza con Leah, la bellísima hija del Rey Pelotis Cuarto, Cónsul de la Antigua Romania que ahora es parte de Eslovaquia.
         Zósimo era un joven noble, apuesto, de gallarda presencia, héroe en el arte de la caza y los combates deportivos, por cuya razón las damas del reino suspiraban por el sólo deseo de verlo pasar en su brioso caballo.
         No alcanzó Leah a contemplar al bello Zósimo cuando ya le había exigido a su débil padre que la casara de inmediato con el joven. Llamó el Rey al atleta y le dijo, si te casas con la princesa te haré yerno y comandante en jefe de las fuerzas armadas de Policronio. El joven Zósimo, que era muy tranquilo y algo soso por dentro, tal como lo sugiere su nombre, se tomó algunos días para responder a la proposición de Pelotis Cuarto.
         Si me caso, dicen los historiadores que se dijo a sí mismo el candidato a marido y mariscal de campo, deberé esforzarme hasta la muerte, combatir a los enemigos del reino, soportar a espías y alcahuetes y encima de todo cumplir con mi bella mujer, por lo menos una vez por noche. Esta intensa actividad me conducirá a un progresivo desgaste; prefiero convertirme en santo, para lo cual deberé primero alcanzar la cualidad de mártir. Escribiré un libro de “Máximas para futuros esposos”, y después moriré.
         Decidido, se enfrentó al monarca y sacudiendo la cabeza, dijo no. En consecuencia y fiel a la costumbre de aquella época, pues agreguemos, queridos hijos, que el joven Zósimo era además de casto, un ferviente cristiano, le cortaron la cabeza el mismo día en que terminó de escribir sus aforismos.
         Uno de esos apotegmas, (¿Qué carajo querrá decir apotegma?), dice: “Esposa placentera minimus reqierem um polvo diarium”, lo cual traducido generosamente quiere decir: “El placer de una esposa decente es tener por lo menos una relación al día”. Más adelante, y con la gracia de su anticipada bienaventuranza, San Zósimo escribió con cierta ironía y evidente disgusto: “Esposa non placentera permanente calentarum verga elefantes non calmarum”, es decir, queridos hermanos, y Dios aparte a cualquier hombre de semejante mujer, “La esposa insatisfecha por una exigente calentura ni con la fuerza sexual de un elefante se calmará”.

         Queda así demostrado, con el santo documento que acabo de leerles, que la empresa del matrimonio no es cosa fácil, y que antes de emprenderla más le valdría a muchos hacerse cortar la cabeza antes de atarse las bolas con el alambre de la avaricia sexual de la mujer.

CAPÍTULO V. SOBRE EL LECHO MATRIMONIAL.

         Queridos hijos e hijas: No hay nada que provoque más la indulgencia del Señor que ver a las jóvenes parejas preparándose adecuadamente para el matrimonio. Es indispensable un tiempo prolongado de noviazgo, de santa vigilia, a fin de que los candidatos no improvisen su futuro vínculo.
         El día de la boda separa dos momentos de difícil comparación: el antes y el después. Atrás quedarán la inocencia de una relación pura, las citas ansiosas, los preparativos para ir a cenar a casa de los futuros suegros, los sábados bailables, los domingos aburridos, las fiestas de bautismos, los días interminables de la espera. De la noche de casamiento para adelante está la propuesta de una felicidad distinta que consiste, principalmente, en compartir tres cosas: la mesa, el baño y la cama matrimonial.
         Comer es uno de los grandes placeres de la bestialidad humana, acto que se realiza en compañía de la familia, de los amigos y luego de los hijos que irán llegando. Un lechoncito al horno con ensalada de berros, empanadas jugosas o unos tallarines caseros con salsa boloñesa espesa y roja, colmada con queso rallado y vino patero, en justa cantidad, por ejemplo.
         Ir al baño, hijos míos, más que necesario es la segunda función placentera, semejante a algo prohibido que hacemos en secreto, tratando de no recordar lo que habíamos comido.
         Finalmente llegamos al centro de nuestro sermón, el significado que tiene la cama. Dormir es el colmo de las satisfacciones y si la practicamos en compañía el gusto se hace doble. Allí, sobre ese objeto enorme y tentador, que es la cama de matrimonio, se esconde la cuestión más grave y solemne de toda relación amorosa.
         El filósofo griego Hermes Frodita , quien según las murmuraciones que provienen de las malas lenguas y que, desgraciadamente, no escapan a los registros de la historia, era  aun individuo de ida y vuelta, marchaba hacia atrás y hacia delante con la misma facilidad de un cangrejo, espero que me entiendan, escribió un tratado sobre la cámara nupcial, titulado, precisamente, “Lechus matrimonie”, donde afirma categóricamente: “Lechus matrimonie aparatos infernalis”, que quiere decir, “La cama de dos plazas es un invento infernal”. ¿Por qué?, se estarán preguntando mis devotos hijos e hijas, y yo respondo que un cura no duerme en cama de matrimonio, al menos que se sepa, razón por la cual vuelvo a remitirme a los textos del sabio griego. Hermes Frodita continúa diciendo: “In lechus practicamos coitum, dormirum abundante y roncarem ad pedum”, lo que con cierta dificultad, pensando que hay  niños presentes en nuestra santa iglesia, podríamos traducir libremente, diciendo, “en la cama practicamos el amor, dormimos bastante y roncamos como bestias”.
         ¿Adónde quiero llegar”, pues lo diré honestamente y sin dar más vueltas. Si un hombre y una mujer comparten, durante toda una vida, la mesa con el pan y el vino, y además el baño, los sudores, placeres, mal aliento y ronquidos de chancho que se ejecutan en la cama y a pesar de todas las dificultades resisten, se aguantan, se toleran, se respetan y siguen gustándose en mutua fidelidad, entonces esa pareja se ama de verdad.

         Se acabó la lectura por hoy. En cuanto a mí, queridos vecinos, me han dado ganas de volver a las casas. La Ema debe estar esperándome con la cama  tibiecita. Llego, le doy un beso a mi pequeña Costanza y me meto al sobre a gozar en silencio.
         El amigo Quinto tiene que pedalear un buen rato hasta llegar a Cruz de Piedra a buscar lo suyo, y en cuanto a usted, don Sebastián, y en vista de que la Palmira parece que lo tiene olvidado, ya sabe lo que un hombre solo puede hacer cuando hierve la pava. Buenas noches a todos.

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CAPÍTULO 11

LA TARDE EN QUE MIGUEL ÁNGEL TOLEDO, LLENO DE ODIO POR EL GRANIZO QUE DESTRUYÓ SU COSECHA, DISPARÓ SU ESCOPETA SOBRE EL SANTO CRUCIFIJO, Y EL MILAGRO DE LA SANGRE DERRAMADA.


         Recién casados, la Marta y yo nos vinimos a vivir a esta finquita, de poco más de cinco hectáreas, que compramos con el dinero que nos dieron los padres de ella como regalo de casamiento. Nunca voy a saber si ese montón de pesos fue el premio que le dieron por haberse recibido de maestra o por haberse casado conmigo. El asunto es que el casorio empezó bien porque de no haber sido así me hubiera tenido que pasar el resto de mi vida trabajando como contratista de viña, como lo fue mi padre, o de peón como mis abuelos.
         Marta empezó a trabajar ese mismo año en la escuela “Severa Palma” que está a unos quinientos metros de nuestra viña y yo, convertido de un año a otro en patrón, trabajaba de sol a sol  ya que no era cuestión de andar pagando mensuales si yo mismo podía hacerlo sin ayuda.
         Con mi señora somos un plato, y en lo único en que nos parecemos es que no le damos bolilla a nadie; a mí me encocora la gente camandulera que se retoba porque son pobres pero le tienen asco al trabajo y por aquí es muy común ver a muchos manyar  y chupar hasta quedar con la guata con más tocino que chancho para el carneo.
         Yo soy morocho, bastante retacón, de pelo oscuro y bien ondulado, medio motoso, pero no me dejo el bigote porque siento asco de tener pelos por donde meto la comida. Soy un tipo simple que se agarró un metejón con una flaca alta, de carácter insoportable, entrometida, que tiene cuetes en las patas y que no me deja dormir con ella si antes no me baño y eso, para uno que transpira todo el día, es saludable pero cansador. Con ella a mi lado jamás seré un linyera y si me machuco las manos con el arado y las tijeras de podar y si me quemo las espaldas con la mochila de sulfatar no es porque sea un choto del montón, qué embromar.  A mí nadie me va a atropellar así por así, porque no soy de recular ante el más pintado y no tendría empacho en meterle un chumbo a cualquier calandraca que me provoque.
         Ya en el servicio militar practiqué con algunos jetones porque, como dije, no soy hombre de agachadas. Un abriboca se abata  apenas uno le dar un par de empujones o un chirlo para ponerlo en su lugar. Unos coscachos y el gallo se va al mazo. Una mirada con cara de perro y un simple ademán apuntándolo con el dedo índice, como si fuera la punta de un cuchillo, y el más retobado comienza a sonreír como pidiéndote disculpas. Es una forma que tengo de macanear y divertirme; pero un sargento me dijo un día que la vida no es una chacota y que detrás de esos juegos de atropellar se escondía el peor de los males, que es el deseo de matar.
         Por eso ahora prefiero ser un tipo casero y me cuido en los gestos y en las palabras porque a la Marta, que para colmo es una maestra exigente y bien educada, le revienta la forma en que hablo pues esas palabrotas, dice ella, solo las dicen los negros. No voy a discutir que tengo boca de croto pero, como dice el refrán, al que nace barrigón es al pedo que lo fajen. Aprendí que hacer la pata ancha no es indecente ya que es más fulero hacer sapo. Al que nace parado la suerte le sonríe pero un tipo que ha vivido pulseando con la pobreza sería un salame si dejara que cualquiera lo tome para el churrete, lo basureara porque tiene la piel oscura, porque es gordo por mal alimentado, o porque nunca agarró los libros cuando chico.
         Yo, cuando me caliento, le paro el carro al que venga y desde el vamos estoy dispuesto a lo que sea, me voy al humo como gato al bofe, si hay que dar leña la doy, si hay que ligar, ligo, pero nunca salgo como alma en pena de ningún entrevero. Yo nací en Coquimbito y allí de niño tenés que aprender a cuidar tu lugar, defender a tus hermanas, castigar a cualquiera que te insulte la madre y no ser como esos purapintas, sobacos ilustrados de la ciudad, que se cagan apenas los zapateás.
         Si algo tengo a mi favor es que nunca, aunque mi aspecto lo desmienta, hice cebo pues no hay nada que yo desprecie con más fuerza que ver a esos tipos que se hacen los chanchos rengos, los que le rajan al esfuerzo y después viven muertos de envidia por lo que otros tienen. Sin ir más lejos hay algunos vecinos, como el infeliz del Fausto Palacios, padre de tres muchachas que ojalá fueran las hijas que Marta y yo no hemos podido tener, que se pasa en pedo todo el día, paseando por la orilla del río con ese pavo real que nadie sabe de donde carajo lo ha sacado. Jamás lo han visto trabajar en los últimos años y se lo pasa hablando huevadas sobre el gobierno, puteando a los curas y haciendo vaya a saber qué, y que la Virgen me perdone, con las pobres cieguitas.
         El otro sabandija es el Hugo Alaniz, el héroe de los jóvenes de Mendoza, un pelotudo que se perdió la juventud boxeando por un pedazo de fiambre y una botella de vino y ahora me dicen que se lo van a llegar al loquero.
         Me enteré por medio del gallego Zamora, el peluquero, que algunos andan murmurando que soy un negro al que le gusta la guita. La verdad es que soy ahorrativo y no paro de trabajar un solo día al año, no pienso ganar la lotería porque nunca juego, y si quiero pescado tengo que mojarme el culo.
         Aquí hay buenos vecinos, almaceneros, herreros, policías, chacareros, contratistas de viña, alguna puta barata como la Rita Zamora, el curita que viene desde Rodeo del Medio los domingos para decir misa y toda esa sarta de pendejitos potos al aire que revolotean por la calle, gritan en la escuela y roban fruta cada vez que pueden. Yo no soy de hinchar a nadie por pelotudeces y en algo estoy cambiando desde hace un tiempo, desde dos veranos atrás, para ser exactos. Muy pocos saben lo que ocurrió aquella tarde pero ahora, que tengo la oportunidad de decirlo, no me voy a echar en la retranca porque tengo la esperanza de que alguna vez seré perdonado, si es que ya no lo he sido.
         Era uno de esos días de enero en que el calor parte la tierra. La Marta estaba gozando de sus vacaciones de verano y había ido a Godoy Cruz a visitar a mi suegra. Desperté de la siesta con los truenos y el olor a jarilla que traía el viento desde los cerros, las nubes bajas, oscuras, preñadas de agua y meta relámpagos y rayos como si se aproximara el fin del mundo.
         Me metí al galpón y en ese momento tuve el primer presentimiento, la sensación de que esa tarde iba a morirme. Tuve un fuerte dolor en el pecho y un mareo pero me repuse y ahí sucedió algo muy extraño, como si yo mismo me estuviera mirando fuera de mí, en el espacio donde estaban las ristras de ajo, los arados, las cuelgas de cebollas, lo que quedaba en las cañas del carneo pasado, la batea con el pan y las tortitas con chicharrones que Marta había amasado el día anterior, ele olor del querosén y el afrechillo para los chanchos, las granadas colgadas junto a los jamones, el viejo sulky, las mazorcas de maíz desparramadas junto a una bolsa de carbón, el ruido de la lluvia que empezaba a caer, el odio de perder la cosecha, la poca fe que a veces tengo para defenderme, cuando más lo necesito.
         Pronuncié varias veces la oración a la Virgen protectora de las tormentas: “Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita  con papel y agua bendita en el signo de la cruz, padre nuestro, amén, Jesús”. Cuando era niño había visto a mi mamá conjurar las tormentas y sin pensarlo dos veces fui a la cocina, traje un frasco de sal gruesa, busqué en la boca del horno un poco de cenizas en un balde, hice una cruz en el patio y la bendije mientras iba rociándola con la sal y las cenizas, clavé un pico en el medio y miré hacia arriba y allí estaba ese animal salvaje arrojando granizos grandes como huevos de gallina, despedazando el trabajo de un año, la poda, las araduras, el sacrificio de abrir surcos, envolver y sulfatar; ver cómo de la nada brota la vid y todo se vuelve verde y lleno de riqueza, y ahora en minutos las hojas mezcladas al barro, las uvas madurando molidas por la conchuda locura del granizo.
         Reconozco que perdí las chavetas por el deseo incontrolado de vengarme. Pensé en el Cristo que habíamos colocado con la Marta en lo alto de un palo justo en mitad de la finca, detrás del callejón de los duraznos, donde estaba la planta de cerezo que se había secado, y me dieron como unas ganas brutas de matar a alguien, de culpar a otro por lo que me estaban quitando y nada me pareció más justo, en ese momento de desesperación, que hacerle una cabronada al mismo Jesucristo que se había descuidado, que se había dormido igual que yo a la hora de la siesta. Inútil como la cruz, hecha con poca fe, que el agua barría del patio dejando solamente el pico pelotudo clavado al divino botón.
         Cuando quise acordarme ya estaba corriendo con la escopeta  de dos caños por entre las hileras, empapado de agua, golpeado por las piedras, mezclando mis lágrimas al viento, me cago en Dios, y llegué y le apunté directamente al crucifijo y disparé no un cartucho sino los dos y me quedé hecho una estaca porque de inmediato vi que del costado del Señor salía sangre y ahí estaba yo, el gordito Miguel Ángel, el boludo, el último en la escuela, el nuevo rico casado con una maestra de segundo grado, el que no quería por nada del mundo volver a ser pobre como en su infancia, cegado por la costumbre de irse a las manos, cogotear a cualquiera, palanganear después del almuerzo con la panza llena, el negro gordito que había empezado a fumar en la cachimba del abuelo para ver si podía convertirse en una persona mejor, estaba de rodillas, tartamudeando un perdón a Alguien por quien nunca había sentido verdadero respeto.
         Los escopetazos sonaron en la tarde tan fuertes como los cohetes antigranizo y enseguida se hizo como un silencio de tumbas, apenas escuchaba el ruido del agua que corría sin rumbo, fuera de los surcos, rompiendo los bordos, anegando los callejones.
         Volví a la casa y encontré a la flaquita, la pobre Marta, rezando en el dormitorio, velas encendidas por todos lados, el humo de un sahumerio, el olor de la alhucema que jamás olvidaré, y esa fría mirada de mi mujer, aquellos ojos que me estaban condenando a esperar muchos años para poder gozar nuevamente de la felicidad que hasta entonces disfrutaba.
         No podía, por supuesto, colgar la escopeta donde siempre lo hacía, sobre la cabecera de la cama, así que entré al galpón  y apenas traspuse el umbral lo vi. Es posible que en aquel momento yo hubiera estado todavía bajo los efectos de mi  locura, pero ahora podría jurar por lo más sagrado, el nombre de mi madre, que la visión que tuve fue tan real como la sensación de caminar descalzo sobre la tierra arada.
         Entraba por la ventana del galpón la última luz del día y el joven alto, de barba escasa, muy campante, estaba cortando un trozo de pan. Al verme entrar sonrió  y me hizo una seña con su mano derecha como diciéndome que no tuviera miedo, que todo estaba bien. Iba descalzo y tenía una mancha de sangre en un costado de la camisa.

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CAPÍTULO 12

FAUSTO PALACIOS REVELA EN UN SUEÑO A LA ENFERMERA EVANGELINA SANTINI EL SECRETO DE LAS TRES CIEGUITAS Y DE SU MUJER YOLANDA CASTRO QUE ENGENDRABA HIJOS CON LOS DUENDES QUE VIVEN EN EL HUECO DE LOS SAUCES.


         Sí, mi amiga, yo me las trinqué a las cieguitas, una por una, a medida que iban floreciendo, pero le juro por la Virgen de Luján que no siento remordimientos porque esas brujitas no son hijas mías; son demasiado hermosas para que un poteado como yo pudiera  haberlas engendrado. No van a convencerme de lo contrario, porque ni siquiera pudo hacerlo mi finada, esa perdida de la Yolanda Castro, la cual ahora debe andar trabajando de puta en algún quilombo del infierno. Ni el pelotudo del padre Luis, ese curita narigón que parece una berenjena con su sotana abotonada, ni ese fofo del doctor Francisco Catania, quien porque es médico, rico y de ojos azules, cree tener el derecho de andar diciéndole a todos que un padre no debe montarse a sus hijas, porque voy a repetirlo hasta que me muera: esas mujercitas que parecen caídas del cielo son hijas del petisos barrigón, el que andaba revolcándose por las hileras con mi mujer a la hora de la siesta.
         Sí, señorita Evangelina, usted que es enfermera habrá escuchado a muchas mujeres parturientas decir el nombre del verdadero padre del hijo que va a tener porque no hay secretos que puedan ocultarse mucho tiempo. Cuántos gorreados habrán prestado a sus mujeres al mismo Diablo, unos porque ya nacen con cuernos y otros como yo, que perdí a mi mujer a los pocos días de casado, en una jugada de taba con el mismo Maligno.
         Voy a contárselo en detalle. Fue para una noche de San Juan, hace como diecisiete años, si mal no me acuerdo. Supe, por mentas de don Aparicio Agüero, que si uno era lo suficientemente cojonudo podía ir a desafiarlo y no por un simple puñado de pesos mugrientos; había que ofrecer en la apuesta lo mejor que cada uno tenía en su vida. Hacía unos meses que yo me había casado con la Yolanda a quien había conocido en casa de una prima mía en Palmira. Desde ese día nos acollaramos, aunque todavía sigo pensando que una mujer tan linda fue demasiado para mí, un compadrón pendenciero bueno para la guitarra pero arisco para el arado.
         Pero así fue mi destino; primero con la yegua más hermosa con la que pude retozar, durante los meses más preciosos de mi vida, antes de tener que entregársela a los hijos del Pata de Cabra; después besándole el pico  a las botellas y haciendo lo que se me canta, con quien sea y como sea.
         Como le decía, salí montado en mi mejor caballo, un tobiano todavía arisco, con mis mejores pilchas, un carneador de chanchos bajo la faja, pañuelo perfumado y mi infaltable petaca con el mejor tabaco, y enderecé para lo oscuro. Entonces trabajaba como corralonero en la Finca Los Nogales, era bicho para domar  y jinetear y le aseguro que más de uno debe andar mostrando en su jeta la marca que le hice con mi cuchillo.
         Iba, al paso del caballo, pensando en decirle al Burlador, si te gano me harás propietario de una estancia en San Carlos que tenga no menos de mil animales, un buen casco con casas y corrales y plata suficiente en el banco. Y si perdés, escuché de repente una voz gangosa que hablaba en la oscuridad, me entregarás a la Yolanda para que mis hijos de la Tierra jueguen con ella. Lo vi enorme, parado junto a unos chañares a la orilla del río Mendoza, detrás de unos totorales inmensos y me pareció oír voces y risas y como movimientos de gente o animales que se escondían apenas desmonté. Sentí que se me agitaba el corazón pero un hombre macho no debe temblar ni ante Dios. Por eso ni lo pensé  y ahí estábamos, entre el aroma de las jarillas y el murmullo del viento sobre las cortaderas, el Gran Cabrón del Cielo y yo, un compadre con los huevos bien puestos, jugando una partida de taba en la Noche de los Milagros.
         Estaba Satanás vestido de negro con una chalina roja igual a la mía, con los cachos iluminados, la barba y los bigotes acicalados, oliendo a agua florida, mirándome como si se estuviera cagando de risa de un boludo y yo que empezaba a sudar y bien, me dijo, ¿trajiste el hueso?, y saqué del bolsillo del saco una taba pero él, tomándola de un manotón la arrojó lejos y dijo, esa taba era culera, no intentés provocarme y no sé de dónde mierda sacó otra que relucía como si estuviera revestida de nácar y en menos que canta un gallo el Otro hizo un ademán y se formó una cancha de tierra apisonada y yo pensé que iba a pisar el palito si me descontrolaba porque empecé a tener un miedo que antes no había sentido ante nadie y después supe que hacer la pata ancha con otro igual que yo hubiera sido prudente, pero en este caso el amor propio se me estaba yendo de a chorritos entre las piernas.
         Vos primero, me dijo el Enemigo de Cristo, pasándome la taba iluminada y antes de que yo hiciera el mi primer tiro, me dijo, el que haga trece aciertos ganará y será dueño de lo que ha pedido, estás a tiempo de recular. Yo le contesté que no era ningún calzonudo y que había muchas mujeres y muchas estancias que ganar o perder y que no me hiciera perder tiempo ni si le ocurriera hacer trampas y el que te dije se empezó a reír a las carcajadas, después escupió y se tiró unos pedos que espantaron mi caballo, tal fue el ruido que el Cola de Tiento hizo y yo largué probando suerte y gané y después perdí y suerte y culo, culo y suerte, hasta que el julepe más grande de mi vida me hizo quedar paralizado, como el infeliz que después he sido, mientras escuchaba decir con sorna, y bueno, amigo, felices los aventurados que pueden triunfar o fracasar, y me puso una mano en el hombro como falso consuelo mientras yo sentía como si me metieran un lavativa de fuego en el culo y terminé de mearme y escuché más risotadas y el  Cafiso de los Creyentes que decía, a la Yolanda la haré cuidar como ella se merece, es una hembra de hermoso cuerpo y en su vientre haré poner la semilla lechosa de tres mujeres tan bellas que a su lado las gentes parecerán caricaturas hechas por un niño idiota y cuando quise responder porque ya nada me importaba y era capaz de arrodillarme ante el Hijo de Puta para que me devolviera a mi mujer, ya no había nadie y solo un fueguito que antes no había visto ardía a un costado de los chañares. Aquella fue la última vez que lloré.
         Regresé a patas a la madrugada y me pareció ver a algunos curiosos que tomaban mate con grapa al rescoldo de las brasas  de los fuegos de la Noche de San Juan. Procuré ocultar mis pantalones mojados y la pena que salía de mis ojos y yo, que jamás había rezado, pedía a Dios que todo hubiera sido una pesadilla, una cargada del destino, pero apenas abrí la puerta del dormitorio me di cuenta de que todo era verdad, que había perdido la partida de taba, porque mi Yolanda ya había sido visitada por los sirvientes del Demonio. Me miraba con ojos burlones, la sonrisa de una puta y el olor a macho que cubría su desnudez, tirada sobre las cobijas desordenadas, con apenas la luz de un lamparín mostrando las luces y las sombras de lo que yo había perdido para siempre, preñada por los duendes, vengándose de mi fracaso.
         Ese mismo día vino don Emilio Mastronardi y sin darme explicaciones me despidió y parece que por lástima me dijo si quería vivir en la finca que lo hiciera en este rancho donde ahora estoy con las cieguitas, y que no anduviera jodiendo a nadie.
         La historia de lo que entonces comenzó a suceder en mi vida llenaría libros, pero algo que todavía me llena de asco fue cuando me topé con uno de los duendes al cual la Yolanda llamaba “El Turquito”. Era parecido a un enano currutaco, cubierto con una chupalla de ala ancha, una boca de labios rosados y húmedos, los ojos grandes y saltones debajo de unas cejas velludas. Vestía una especie de calzones verdes y una blusa roja, zapatillas puntiagudas de color melón y tenía una mano de hierro y otra de algodón.
         Salí, después de la siesta, para ir a surquear en el contrato de los gringos Santini, cuando detrás de un olivo se me apareció el guacho. Lo enfrenté y me dijo con una sonrisita afeminada, ¿querés que te pegue con la mano de hierro o con la mano de algodón? Andá a la puta madre que te parió, le contesté, y en el acto sentí el coscacho con la mano de hierro y la risita del enano que se escondió de un salto en el hueco de un sauce partido por el rayo que estaba junto al horno. Salí, carajo, gritaba yo amenazándolo con la zapa cuando apareció la Yolanda, despeinada, cubierta de tierra, caminando como si estuviera mareada, siempre con ese gesto de satisfacción como si acabara de gozar y volví a quedarme tieso, sin saber qué hacer, humillado como un perro reventado a patadas.
         Escuchame, no tenés que molestarlo porque “El Turquito” es celoso y tiene muy mal carácter, ¿escuchaste, Fausto? No andés jodiendo porque la próxima vez no te lo va a perdonar, decía la Yolanda mientras se arreglaba la pollera.
         No se trata, señorita Evangelina, que me esté vengando de nadie pero cuando uno enviuda y se queda con tres hijas para cuidar y alimentar no es cosa de dejárselas a los duendes. Un año después de que murió mi mujer, quiero decir la esposa de los diablos, me la llevé a la Rosa, la mayorcita, la metí en la cama y la desfloré para que nadie más que yo pudiera gozarla.
         Como le dije, ellas no son mis hijas y tampoco son ciegas. Dicen que no ven desde el momento en que cada una perdió lo único valioso que una mujer tiene para ofrecer en este basural. Ellas ven mejor que nadie, son más astutas y crueles que su madre y tengo el presentimiento de que están esperando el momento para matarme.

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CAPÍTULO 13

NARCISO GAUNA CUENTA A SU ABUELA DOÑA ROSA EL ENCUENTRO QUE TUVO CON EL ENMASCARADO SOLITARIO Y SOBRE EL LARGO VIAJE QUE EL PERSONAJE DE “EL TONY” HABÍA EMPRENDIDO EN BUSCA DE SUS LECTORES.


         Abuela Rosa, ¿sabe con quién estuve conversando? Usted es la única persona que puede creerme y si alguien no tiene fe en mí todo lo que tengo grabado en mi cabeza se va a borrar.
         ¿Se acuerda de la revista que usted me compraba los domingos, algunas veces? ¿Se acuerda que cuando usted no tenía plata venía el Juan Sánchez y me la prestaba? De algunos personajes recuerdo mucho y de otros, casi nada. Mandrake tenía una novia que se llamaba Narda y un ayudante, un negro enorme y pelado, Lotario. Acuérdese, abuela, que leíamos juntos las aventuras del detective Dick Tracy en una ciudad que tenía mucha gente rara y mala. ¿Jenny? Jenny, la aviadora, se llamaba la historieta y trataba de una chica rubia, hermosa, y de una gordita que siempre la acompañaba. Del Agente Secreto X-9 no me acuerdo ni pito y de Rip Kirby, ni medio, solo que fumaba en pipa.
         El pavote del Raúl Mastronardi, andaba riéndose de mí diciendo que el  Enmascarado Solitario no existía, que era una historieta y que todas las cosas que se leen en las revistas parecen verdad pero son inventadas. Entonces, si es así, el Raúl y sus hermanos los mellizos, han estado burlándose de mí con el cuento de los Reyes Magos. Un día de estos se lo voy a contar, abuela Rosa, voy a decirle cada una de las mentiras con que los hijos del administrador me han estado macaneando.
         Ahora estoy medio loco, acalorado, si apenas puedo tener quitas mis manos. Mire lo que me han regalado, una moneda de plata que dice “Estado de Texas”. Imagínese, abuela, ellos viajaban a caballo desde tan lejos, ni sé donde queda Estados Unidos, pero supongo que debe quedar lejísimo. Voy a tranquilizarme y sentado junto a usted, en mi sillita de totora, le contaré, palabra por palabra, todo lo que me pasó y si usted me lo pide voy a jurar por la memoria de mi mamá Filomena, que Dios la tenga en la gloria, que no estoy mintiendo. Para qué voy a mentir si usted misma siempre dice que Genoveva de Brabante existió. Entonces, si ella fue una persona de carne y hueso como nosotros, ¿por qué no habría de serlo el Enmascarado Solitario?
         Resulta que yo andaba a la tardecita, después de cambiar las tapadas en el contrato de Franco Santini. Tomé por la orilla del río cascoteando a una comadreja que salió de detrás de los corrales de los caballos. Perdí el rastro del bicho y ni me acuerdo por qué enderecé cruzando el olivar al trote como si alguien me hubiera estado llamando por mi nombre. Algo raro está pasando por allá, pensé, al ver a unos chimangos revoloteando y tuve un poco de miedo, no mucho, pero caché un palo que parecía un bastón de viejo y me fui ocultando por si alguien hubiera estado escondido para agarrarme.
         Llegué a la toma del canal Chachingo, pasé por las compuertas  y escuché el bufido de un caballo y voces de hombres. Me oculté en el cañaveral y desde allí aguaitaba tratando de no hacer ruido, cuando en eso escuché una voz que decía: hola, Narciso, te estábamos esperando, acercate sin miedo y tomá con nosotros un poco de café.
         Casi me orino del susto y salí de entre las cañas temblando, si parecía que me había dado el Baile de San Vito. Si contara esto a otra persona que no fuera usted, abuela, diría con razón que soy un tontón.
         Había dos caballos desensillados comiendo un montón de alfa recién cortada; uno era blanco y el otro negro azabache. Recostado sobre una montura estaba el Enmascarado Solitario comiendo una tortilla, parecida a las que hace usted. En una rama del sauce, bajo el cual descansaban, colgaba un cinturón y en cada cartuchera un revólver con culata de plata, limpiecitos, como si nunca hubieran sido usados. Sobre el fuego hervía una tetera negra de la que salía vapor y olor a café fino, de ese que sirven en su casa los patrones. Toro, el indio, tenía una vincha con una pluma roja y el pelo largo, negro, recogido en la nunca. Iba vestido con un traje de piel marrón, con flecos, y en la cintura llevaba  un cuchillo con cabo de hueso metido en la vaina.
         Tomaban tranquilamente su café en unos jarros tiznados y se pusieron a reír apenas me vieron. Pero no se reían burlándose como hacen otros, ellos me miraban con ojos cariñosos, como diciéndome que se alegraban de verme. Vení, pibe, acercate, me dijo el Enmascarado, ofreciéndome su propio jarro. Imagínese, abuela, el Narciso Gauna, su nieto, tomando café en el mismo jarro que él, que se sentaba con cuidado a la orilla del fuego para no levantar polvo mientras su héroe favorito se sacaba el sombrero y lo colocaba  sobre una mochila que estaba a su lado, una mochila llena de revistas.
         Sacó una y me la mostró mientras me preguntaba si me acordaba de haberla leído alguna vez. Por supuesto, señor, le dije, esa es la  revista “El Tony” que yo leía cuando era niño. Toro me ofreció un pedazo de tortita y otro de jamón con gusto a humo, muy rico.
         Durante un rato nos quedamos en silencio. Solo se escuchaba el ruido que hacían los caballos al masticar el pasto y un vientito suave que movía las ramas de los álamos. Toro y yo hace muchos años que hemos iniciado un largo viaje alrededor del mundo para conocer a nuestros lectores. Juan Sánchez acaba de irse y ahora estamos con vos, no por mucho tiempo, lamentablemente. ¿Conocés Rodeo del Medio? Allá tenemos un amigo a quien vamos a visitar, y después seguiremos rumbo a San Luis y de allí a Córdoba. Quiero decirte, amigo Narciso, algo que pocos conocen. Todo esto, el mundo en que vivimos,  es una historieta, con toda clase de personajes. Si nosotros no existiéramos tampoco existirías vos, ni tu abuela, ni las cieguitas, ni el sol, ni el sabor del café, terminó de decir, poniéndose muy serio.
         Devolví el jarro y Toro sirvió otro poco de café a su amigo. Yo tenía en ese momento mil preguntas que hacerle pero ninguna me salía. El Enmascarado Solitario pareció adivinar mis pensamientos. Hace muchos años, en un país que queda por el norte de América, cuando ni Toro ni yo habíamos nacido, un joven dibujante inventó nuestras vidas. De un día para el otro, sin saber de dónde veníamos y tampoco cuál sería nuestro destino, nos encontramos galopando juntos en miles de aventuras, cazando búfalos, peleando contra los ladrones de ganado, metiendo en la cárcel a los asaltantes de bancos y todas esas cosas que vos conocés. Años después, el dibujante se hizo viejo y murió y hoy muy pocos lo recuerdan. En cambio nosotros estamos en todas partes, en tantas que ni en cientos de años podríamos visitar. Así que, como vos mismo lo estás comprobando, estamos recorriendo el mundo sin descanso para conocer a nuestros amigos.
         Mientras él me hablaba  Toro empezó a ensillar los caballos, después apagó el fuego cubriéndolo con tierra y al ver que se habían quedado sin agua para el camino me mostró un par de vasijas que tenían una especie de cacho de vaca en la punta. ¿Sabés dónde podremos comprar Coca Cola? ¿Cocacola?, dije yo muerto de risa por las palabras que decían. Es una bebida americana, una gaseosa, ¿nunca la has tomado? ¿Sabés dónde podríamos comprar un par de botellas? Les respondí, a unos quinientos metros de aquí está el boliche de don Sebastián Donoso, pero ahí, que yo sepa, no venden esas cosas. Además, agregué con orgullo, en este lugar nadie toma cocacola. En Maipú únicamente se bebe vino, y del mejor, así que perdonen si no puedo ayudarlos.
         El Enmascarado se puso el sombrero de alas anchas, un sombrero que toda la vida he querido tener, y se acomodó el cinturón con las cartucheras. Se sacudió el pantalón y después metió una mano en el bolsillo derecho de su camisa y me regaló esta moneda de plata. Tomó las riendas del caballo y antes de montar me abrazó con fuerza diciéndome que estaba orgulloso de haber conocido al nieto de doña Rosa Gauna, esa viejita hermosa y soñadora que tiene en su cabeza más fantasías que el libro de las mil y una noches.
         Apenas montó,  Silver caracoleó donde había estado el fuego desparramando las cenizas con sus patas. Okey, pibe, hasta siempre, me dijo la persona que yo más quiero en el mundo después de usted, abuela Rosa.
         Se había hecho oscuro y un momento después escuché que galopaban en dirección a Villa Seca. Yo estaba aturdido, todavía sentía el gusto a café en mi boca y apretaba con fuerza la moneda de plata. A la única persona a la que podrás decirle sobre nuestro encuentro será a tu abuela, a nadie más. En cuanto a Juan Sánchez, quien me dijo ser amigo tuyo, cuando él sea mayor, después de muchos años a partir de hoy, escribirá un libro que contará el encuentro de Narciso Gauna con el Enmascarado Solitario y otras historias divertidas y maravillosas que han ocurrido en este lugar, me había dicho, un rato antes de partir.
         Abuela Rosa, ¿por qué tiene usted lágrimas en los ojos? Lo que acabo de contarle no ha sido un sueño, pero si lo fuera, qué lindo, ¿verdad? Voy a buscar un atado de sarmientos para encender el fuego. ¿Le gustaría que comiéramos papas fritas con ensalada de cerrajas?

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CAPÍTULO 14

LAS CIEGUITAS PALACIOS Y JUAN SÁNCHEZ ESCUCHAN LA ÚLTIMA PARTE DE LA VIDA DE GENOVEVA DE BRABANTE EN CASA DE DOÑA ROSA MIENTRAS AFUERA LA GARÚA Y LA ESCARCHILLA CAEN LENTAMENTE SOBRE EL MARRÓN DE LOS VIÑEDOS.


         Hoy he preparado sopaipillas porque sé que a todos ustedes les gustan. En cuanto a lo que falta que les cuente sobre la vida de Genoveva de Brabante, el Juan ya lo conoce porque se lo he contado varias veces, no así a las muchachas, a las “cieguitas” como les dicen por ahí. Nunca he podido comprender por qué dicen que son ciegas; para mí no lo son, de ninguna manera. Mirá esos ojos, Juancito, cuál de estas chinitas es más hermosa, si me parecen las nietas que nunca pude tener, tan limpiecitas y hacendosas, tan bien educadas.
         Pero vayamos a la historia. Quedamos cuando los verdugos partían hacia el castillo, llevando los ojos del perro. Genoveva y su hijo, abandonados en el bosque, se quedaron profundamente dormidos el resto de la noche hasta que el sol los despertó. Era una mañana gris y fría y en medio de los ruidos del bosque llegaban los aullidos de los lobos.
         Empezó  a caminar  con su pequeño en brazos, hasta que detrás de unas rocas encontraron una cueva. Al lado corría un pequeño arroyo junto a un monte de manzanos silvestres, pero era invierno y los árboles mostraban sus esqueletos. De repente, la mujer escuchó unos pasos y vio entrar a la cueva a una cierva la cual había tenido cría recientemente pues sus ubres estaban llenas de leche. Al no ver cervatillo alguno Genoveva supuso que los lobos se lo habrían comido. Al comprobar que el animal era manso, cosa que le extrañó, prendió al niño a una de las tetas para que mamara directamente. Después tomó unas calabazas que colgaban de unas enredaderas y vaciándolas las llenó con una leche que le pareció deliciosa.
         Desde entonces la cueva fue el hogar de los tres. Genoveva llevó hojas secas  limpió el lugar cuando pudo con sus propias manos. No era muy cómodo pero comparado con la cárcel o la muerte le pareció el lugar más bonito del mundo.
         Pasó el invierno y con el calor descubrió por los alrededores perales, manzanos y frutillas que les servían de alimento. Poco a poco algunos animales del bosque comenzaron a vivir junto a ellos: pájaros, ardillas, conejos. Inocente aprendió a caminar, luego dijo sus primeras palabras y andaba de un lado a otro completamente en pelotitas. Genoveva fue enseñando a su hijo el nombre de las plantas, el uso de algunas hierbas medicinales y la prohibición de tocar otras que eran venenosas. Guardaba para el invierno ciruelas secas, avellanas y nueces y miel que conservaba dentro de calabazas.
         Durante el verano se hartaban de comer manzanas, zarzamora  y brevas, se bañaban en el arroyo y así disfrutaban, como podían, de su soledad. A esta altura Genoveva llevaba su ropa hecha harapos y no tenía con qué cubrirse hasta que cierto día vio que un lobo arrastraba un cordero muerto. Tomando valor enfrentó a la bestia a la cual sacó cagando y luego, con una piedra afilada, separó la piel, la estaqueó y con ella cubrió sus desnudeces.
         Los años fueron pasando, lentamente, como si no tuvieran apuro. Ya habían transcurrido siete inviernos y las fuerzas de la pobre madre iban disminuyendo. Llamó a su hijo y le reveló que ella pronto moriría. El chiquito no entendió qué era eso de la muerte y la enferma le explicó que era como un largo sueño del cual no se vuelve. Le dijo, si en dos días no despierto irás en dirección a la salida del sol, allí encontrarás, pasando el bosque, campesinos que te cuidarán. Al escuchar estas palabras el chico se enculó y gritó que él no se iría, que se acostaría a su lado y también moriría para siempre, pues no la abandonaría.
         Con sus últimas fuerzas Genoveva confesó a su hijo que él, como los animalitos del bosque, también tenía padre. El pendejito, que no era sonso, preguntó  por qué entonces su papá no había venido a buscarlos. Ella, que otras cosas no podía explicar, le dijo que casi seguro el conde Sigfrido pensaría que ambos estarían muertos. Con voz que apenas se escuchaba le dijo, tomá este anillo y cuando encontrés a tu papá decile que soy inocente.
         Ahora vamos a retroceder para saber qué sucedió con el famoso conde. En pleno combate un moro le había zampado un sablazo en una pierna que casi se la cortó. Estaba en su tienda procurando sanarse cuando llegó la carta de  Golo, el infiel caballero, contándole las infamias que ya conocemos. El que te dije montó el picazo y parecía que había comido una ensalada de víboras por las puteadas que decía. Con la sangre envenenada escribió una orden para que su mujer y el niño fueran ejecutados de inmediato.
         Partió el mensaje a caballo sacando chispas en el momento en que llegaba sus fiel escudero Gonzalo, quien al enterarse de la decisión del conde se horrorizó  le dijo, sin tapujos, que no lo tomara mal y que debía pensar que había cometido un grave error. ¿Está usted convencido de la lealtad de Golo? ¿Acaso no ha escuchado, más de una vez, decir a sus caballeros que ese hombre es un traidor? ¿Cómo ha podido creer más en la palabra de un funcionario que en la pureza de su esposa?
         Sigfrido no sabía qué diantres hacer; se paseaba de un lado a otro insultando y pateando cosas con su pata vendada. La duda se le había metido en la sangre y en su corazón tenía una comadreja royéndole el alma. Tomó papel y pluma y escribió otra carta, ordenando que se detuviera la ejecución, que reventaran caballos pero que alcanzaran al primer mensajero.
         Desde ese momento el conde no comió ni durmió esperando, pálido como un muerto, el regreso del joven escudero al que había dado las últimas instrucciones. Apenas observó, días después, la expresión del jinete comprendió que la orden primera había sido cumplida y que ya no había nada que hacer. Sigfrido entró en la desesperación y no había forma de calmarlo.
         Un año después terminó la guerra y el conde junto a los pocos que habían quedado vivos, pudieron regresar al hogar. La gente, reunida a la orilla del camino, vivaba el nombre de Genoveva y acusaba a Golo de ladrón y degenerado.
         Sigfrido llenó al anochecer a su castillo y se sorprendió al ver todas las ventanas iluminadas. ¿Qué sucedía? Era Golo rodeado de borrachos y putas en medio de una fiesta mientras el pueblo se moría de hambre. Golpeó el conde con su puño la pesada puerta y de inmediato apareció Golo llevando un candelabro que iluminaba su rostro asqueroso y saludaba inclinándose, el muy calandrada. El conde le ordenó que le entregara las llaves del castillo y las puso en manos de Gonzalo, disponiendo que nadie podría salir del edificio sin su permiso.
         Después, bañado en lágrimas, recorrió las habitaciones, el comedor, la biblioteca, el dormitorio donde todo le hacía recordar los momentos felices pasados junto a su Genoveva.
         Lo interrumpió la entrada de Berta, la hija del carcelero. Extrañado por esa presencia, le ordenó que dijera de inmediato a qué venía. Berta extrajo el sobre que contenía la carta que Genoveva le había confiado.

         “Querido esposo: Cuando leas estas líneas sabrás la verdad pero será tarde porque el cuerpo de tu esposa y de tu hijo ya estarán convertidos en polvo. Juro por Dios que soy inocente. Te perdono y te suplico que cuides a mis padres. También perdono a mis verdugos pues ellos solo habrán cumplido la sentencia que tú dispusiste.
         Auxilia a la viuda de Dracón y protege a Berta. Moriré sin temor puesto que pronto estaré con Dios con nuestro pequeño hijo en brazos. Tu fiel y amada esposa Genoveva”.

         Entró Gonzalo al escuchar voces en el momento en que Sigfrido tomaba una espada para tomar venganza, pero el escudero lo detuvo pidiéndole que no cometiera otra imprudencia, que por lo menos debía escuchar al acusado y conocer la verdad. De inmediato Golo fue detenido y conducido al mismo lugar donde él había mantenido prisionera a Genoveva.
         Al día siguiente, en presencia del conde y sus caballeros, el infiel no tuvo más remedio que confesar sus delitos. El tribunal dispuso que muriera descuartizado por cuatro caballos después  de que padeciera los tormentos de una larga prisión, hasta que su alma se purificara.
         Sigfrido ordenó a Gonzalo que revisara el bosque palmo a palmo hasta encontrar la sepultura de su esposa y de su hijo pero, por más vueltas que dieron, no encontraron ni rastros.
         Comenzaron a pasar los años y sucederse los inviernos y veranos. Ni los viajes ni las invitaciones a comer en otros castillos ni las partidas de caza consolaba al pobre conde quien, según yo creo, se lo tenía merecido pues buena parte de la desgracia se debía a él.
         ¿Qué pasó, mientras tanto con Tancredo y Romelio, los verdugos? Los pobres diablos, a penas Golo los sacó a punta de espada del castillo, dejaron su empleo y se fueron a vivir a un país lejano. Cuando Sigfrido preguntó por ellos, para saber dónde estaban las tumbas de su esposo y de su hijo, nadie supo decirle dónde cuernos se habían metido.
         Cierta mañana, mientras el conde estaba de pie mirando a través de una ventana hacia el bosque, entró Gonzalo y le propuso que organizaran una cacería para recordar los viejos tiempos. Sigfrido no quería saber nada pues todavía conservaba su pena como una pelota de hierro en su corazón, pero los ruegos de otros caballeros  lo convencieron.
         Una semana después partieron hacia el bosque con armas, perros de ataque, sirvientes y comida suficiente para varios días.
         Habían cazado numerosos jabalíes, liebres y faisanes y se disponían a descansar cuando el conde observó a una hermosa cierva que trata de huir del acoso de los perros. Montó a caballo y salió en su persecución, correteándola por entre los árboles hasta que, en un santiamén, el animal desapareció. Busco y buscó  y dio vueltas hasta que, por fin, descubrió una cueva con extraños adornos, en la que le pareció ver a alguien recostado en el suelo. ¿Qué era eso? ¡Dios santo, qué lugar más extraño!
         Al escuchar pasos Genoveva se puso de pie con gran esfuerzo y se mostró en toda su miseria, el cabello como crenchas, el rostro pálido, los ojos hundidos y ojerosos, descalza, cubierta apenas con la piel del cordero. Al principio Sigfrido pensó que esa imagen era el alma en pena de su esposa, el ánima de quien había muerto  por su culpa.
         ¿Quién eres? Te suplico me digas tu nombre, dijo el conde aproximándose. Soy la condesa Genoveva de Brabante, respondió quien tenía el aspecto de una mendiga andrajosa. Sigfrido entonces corrió, la abrazó y comenzó a besarla, a pedirle que lo perdonara, jurando que la amara como el primer día.
         El conde cubrió a su esposa con su capa en el momento en que llegaba Inocente acompañado por la cierva  y al ver a su madre abrazada a un desconocido corrió a defenderla pero ella le explicó que ese hombre era su padre, que besara su anillo en señal de obediencia.
         El caballero sopló su cuerno de caza y de inmediato llegaron sus oficiales y los otros cazadores impresionados como la gran siete  al verlo abrazado a una mujer vestida con piel de cordero y a su lado un pendejito en pelotas.
         Gonzalo dispuso en el acto que dos hombres fueran de inmediato al castillo a traer ropas para la condesa y el niño, y una litera para llevarlos. Pusieron a Genoveva  en una tienda, prendieron fogatas y prepararon alimentos y bebidas y era un andar de aquí para allá  de gente feliz y sorprendida. Entre todos, el más emocionado era Gonzalo, quien no pudo ocultar sus lágrimas al besar la mano de su ama, tantos años desaparecida.
         Después de comer y ahora con un poco más de fuerzas, Genoveva  contó a su esposo y a los caballeros la aventura de su vida desde el momento en que el conde había partido a la guerra. Reveló que Tancredo y Romelio habían perdonado sus vidas y que los ojos que llevaron a Golo eran de un pobre perro.
         Al día siguiente, muy temprano, llegaron los servidores con vestidos y el carruaje donde Genoveva cambió su vieja piel de cordero por finos vestidos, aunque no pudo disimular en su rostro  los padecimientos sufridos.
         Al salir del bosque empezaron a sonar las campanas de las iglesias y un número cada vez mayor de gente humilde y de nobles venía al encuentro de la caravana. Vio a Tancredo y Romelio, arrodillados, con las manos unidas como suplicando su perdón y luego a Berta, a quien de inmediato hizo su dama de compañía.
         Mientras Genoveva se reponía de sus padecimientos en el bosque, Gonzalo partió hacia Brabante y a los pocos días regresó acompañado por los padres de la condesa, que pudieron volver a ver a su única y amada hija y conocer al nieto, ahora vestido las ropas de la época.
         ¿Quieren saber qué pasó con Golo? Como les dije, esperaba en los sótanos del castillo el momento de su ejecución. Al enterarse  Genoveva de la condena que el miserable había recibido pidió a Sigfrido una forma de muerta más piadosa.
         Atado a una cadena Golo se había convertido en una bestia inmunda que maldecía a Dios y a la Virgen. ¡Me cago en todos ustedes, hijos de puta, me cago en Dios y en el infierno, me cago en la madre que me parió!, gritaba como un perro rabioso. Sus ojos eran dos cuevas oscuras, la boca sin dientes, la barba le llegaba a la cintura, sus manos largas de dedos huesudos, hacían estremecer al más pintado. Apenas supo que Genoveva y el niño habían aparecido con vida terminó de enloquecer y se golpeaba contra las paredes de piedra hasta que, por fin, una madrugada, mientras los pájaros cantaban en el bosque, Tancredo y Romelio terminaron con la agonía de aquel pobre huevón, cortándole la cabeza de un solo tajo.
         Genoveva no vivió muchos años más pues cansada de tantos sufrimientos y emociones murió en el atardecer de un otoño silencioso en paz consigo misma y con Dios a quien todos  debemos  las penas y alegrías de este mundo.
         Han sido muchos los que han llorado al escuchar esta triste historia. Lo hacía yo cuando era una niña como lo hacen ustedes en este momento. En Brabante, un año antes que ella, murieron sus ancianos padres. Al entierro de Genoveva vino gente de todas partes y cuenta la leyenda que en ese momento tan triste la cierva iba detrás del cortejo y que cuando todos se habían marchado el animal se echó sobre la tumba y no fue posible levantarla. Se negó a comer y después de varios días la encontraron muerta junta a la persona con la cual había compartido años de su vida en el bosque.
         Cuando yo era una jovencita recuerdo haber visto en casa de mi tía Isabel Cantos, en Fray Luis Beltrán, una especie de alfombra  colgada en la pared donde se podía ver a Genoveva con su niño en brazos y la cierva echada a sus pies, en medio de un bosque misterioso.

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CAPÍTULO 15

EN CARRETELA, LLEVANDO COLIFLORES DESDE LA FINCA EL ARROZ A LA FERIA DE GUAYMALLÉN, EL ABUELO MATÍAS SÁNCHEZ CUENTA  A SU NIETO JUAN, CON GRACIA ANDALUZA, DIVERTIDAS HISTORIAS DE SU VIDA Y DE SU CHACRA.


         Mira, Juanillo, ese hermoso lucero de la mañana a tus espaldas. Si parece una joya desprendida de la corona de la Virgen, con que a gozar del día que se viene, con todas sus delicias y sus sinsabores, porque en eso de llevar sobre las espaldas el madero de Cristo, no tengo rivales. Y no es menester que empiece  de nuevo con la cantilena de los desesperados  y de los pobres de compasión porque quien en este país no trabaja no será por culpa de la maldición bíblica, qué joder, sino porque todos aquí pretenden ser doctores y vivir en las ciudades, envueltos en perfumes y con las mejores ropas porque trabajar la tierra y amarla como si fuera tu madre no es cosa de pitucos ni de curas. Ya sé que tú deseas estudiar, pero no es contigo con quien me estoy metiendo, que por algo te gustarán los libros  y los diccionarios; bien enterado estoy de que eres guapo con el azadón  recio para llevar la mancera del arado.
         Pienso, mientras te digo estas  cosas, en los mercachifles del mercado, los que compran al por mayor y luego venden triplicando el precio sin otro esfuerzo que anotar malamente en un papel algunos números. Mientras un puñado de malandrines te chupa la sangre, los chacareros nos doblamos sobre el surco y en cuanto eso prosiga no habrá justicia, como no la hubo para que España sea lo que es hoy, con un millón de muertos abonando la tierra. Muchos, te lo puedo asegurar, cuando muerdan allá una fruta sentirán que tiene el gusto de la sangre derramada entre hermanos, en honor del Generalísimo, a quien ojalá lo parta un rayo, maldita sea.
                   Puesto que has venido a visitar a tus abuelos por unos días, te necesitaremos mañana para el carneo. Recuérdame que debo comprar especias en la feria, tripas saladas y un buen hilo para atar los chorizos y morcillas, así cuando regreses a tu casa llevarás un paquetillo porque bien sabes que tu abuelo, cuando se sienta a la cabecera de la mesa, toma un pan y corta rebanadas con el cuchillo para cada uno, y cuando mata un par de cerdos bien cebados reparte un poco para cada hijo, para que ninguno olvide los sabores de la mesa de la vieja casa donde nacieron.
         En cuanto al lugar en el que vives, qué nombre curioso tiene. ¿Chachingo? ¿Quién habrá sido el chalado que le puso ese nombre?, porque figúrate que estudiar el nombre de un lugar es divertido y a veces hasta te sorprende. Yo vivo desde que llegamos de España  con Encarnación en Finca El Arroz. ¿Has visto por allí algún maldito arrozal? Eso es poco si te digo que más allá de mi chacra, por una calle invadida por chilcas y pájaro-bobos se llega a un sitio que se llama Mina de Oro. Cuando los parientes de tu abuela, los Méndez, nos enviaran a Málaga una carta donde nos hablaban de este paraje, tu abuela y yo dijimos, pues coño, con minas de oro y fincas con arroz ése debe ser el paraíso de don salieron Adán y Eva. Años después, al bajarnos del tren, en la Estación de Fray Luis Beltrán, ya con los trastos a cuestas en un carro solo veíamos tierra salitrosa, tamarindos y jumes, zampas y pichanas, y un quincho por aquí, una casita de adobes  por allá y en este lugar un estanque con patos marruecos y en otro un tío con los pantalones arremangados lavando a mano capa de sal para poder sembrar.
         Ay, Juanillo, si tu abuelo Matías te siguiera contando llegaríamos a la feria con cara de tristeza y es no es bueno para vender coliflores pues los puesteros, apenas te ven, por el aspecto que tienes te ponen los precios. Si yo apareciera con un camión, y verás que pronto compraré uno, volvería a mi casa con unos billetes más en el bolsillo. Tanto pareces tanto vales, dice el refrán, y si encima de venir en carretela con dos mulas zaparrastrosas te presentas con cara de pordiosero, entonces será mejor que tires las verduras y regreses.
         Tú me traerás suerte hoy, y como premio almorzaremos en la fonda de doña Luisa. Los jueves sirven guiso de mondongo con papas y porotos y, si ese plato no te gusta y eres bondadoso con tu barriga podrás pedir carne asada con ensaladas, o empanadas jugosas o pollo al horno con papas fritas. De postre un trozo de dulce de membrillo y otro de queso y para refrescarnos una botella chispeante de naranjina. Con tu abuelo no pasarás hambre pero tampoco derrocharás una moneda porque de a moneda tengo en la Caja de Ahorros lo suficiente para dar una sorpresa a parientes y vecinos. Y vaya si la daré porque no soy envidioso pero tampoco, como buen español, sufro de la falsa humildad de los farsantes. Compraré un camión para llevar mis verduras y de paso dar un servicio a quien guste, con tal que paguen.
         Con tu tío Lucas, el hijo menor que vive en Colonia Bombal, hemos hecho un plan para salir de pobres y ese camión, que se pagará con su propio trabajo, hará más sabroso el gusto de comer un buen gazpacho. Te ríes porque a ti también te he visto mandártelo al buche a cucharadas pero no me pidas la receta ya que eso es asunto de tu abuela. A la vuelta si quieres le pedirás que te anote los ingredientes y tu madre Valentina te lo preparará, aunque no estoy seguro de si los gringos gustan de nuestras  comidas.
         ¿Cómo anda tu otro abuelo, don Salvatore? Hace casi dos años que no vamos a visitarlo. No creas que es porque nuestras familias estén distanciadas. Todo lo contrario pero, según veo, a ese viejo le falta un tornillo. Con doña Costanza pasaría horas conversando, porque es una señora respetuosa, pero al viejo no lo aguantan ni sus hijos. Uno se siente en su presencia como un intruso y le dices algo y él se queda como papando moscas, le cuentas de tus ajos y cebollas y él hace como que no entiende, te contesta  en italiano, como si no supiera hablar nuestro idioma, masca tabaco horas y horas y después escupe en cualquier lado, se limpia la jeta con la manga de la camisa y se echa a reír como si hubiera hecho una travesura. Por mí que se vaya a la puñeta madre que lo parió que al fin tu padre, el bueno de Abelardo, bien ha tenido que soportar los insultos de ese gringo fastidioso.
         ¿Y qué me dices de su hijo el Turi Santini? Ese es un pillo de mala leche y mal te valdrá si sigues sus consejos. Lo poco que he sabido sobre él me ha venido de tu padre, y bien sabes que no es persona que murmure como las mujeres. Este Turi terminará con una bala en los sesos ya que ése es el destino de los chulos. ¿Sabes qué es un chulo? Es un tío que se alimenta de la zorra de las mujeres, un rufián de esos que prefieren vivir en la cárcel antes de trabajar la tierra.
         A un chiquillo como tú, que se está haciendo hombre, no le sobrará aprender algunas cosas que no son tareas de tu abuelo. Yo aprendí a fuerza de ocultar mis lágrimas y a puñetazos con la vida, como lo aprendió tu padre. Tal cual. ¿Sabes tú cómo es el libro donde los campesinos aprendemos? ¿Cómo una bestia que no pisó una escuela puede llegar a tener al menos una pizquita de sabiduría? Pues mirando, escuchando y metiendo tus narices en las cosas. Si observas a un padrillo montándose a una yegua sabrás para qué te sirve eso que llevas colgando entre las piernas. Si plantas ajos harás las hileras tan perfectas y parejas que desde un avión podría comprobarse que no se ha cometido un solo error. Si plantas un viñedo, los postes de algarrobo y los alambres será una obra de tus manos y de tus ojos tan exacta que asombraría a los ingenieros. Un día aras y siembras cebada y en pocos días verás, con el rocío de la mañana, una pelusa verde que brota de la tierra y en semanas las espigas se volverán doradas.
         No olvides nunca lo que ahora ves para que, cuando seas grande, si te quedas a trabajar la tierra lo hagas como si tú fueras el mismo dios que la ha creado, y si te marchas detrás de tus libros conserva el orden de los surcos, la habilidad del agua que avanza o retrocede hasta encontrar su nuevo camino. Si eres torero mata al toro, pero si eres toro no dudes en cornear al torero. Mira tú dónde he llegado con esta filosofía andaluza que me viene en la sangre, con este deseo que tengo de cantar coplas al bendito sol, al bendito olor del sudor de las mulas que se mezcla con el perfume de los coliflores, tu carita morena de pecador sorprendido en misa, y este santo oficio de decir que cuando viajo, si no tengo con quién, hablo solo y al escuchar mi voz me parece que otras voces salen de mi boca. Será la maldición que una gitana le echó a mi madre, allá en Coín, por negarse a escuchar la buenaventura, cuando yo era un pequeñín. “Del linaje de tu sangre nacerá un poeta que llevará a la tumba sus poemas pues nunca sabrá leer ni escribir”.
         Como decía un madrileño que vivía en Tunuyán, “me cago en la pampa del cebo y en la avestruz parida”, que no sé, maldita sea, qué carajo eso significa, pero sí puedo decir que no me considero un varón aspaventoso ni un quijote a caballo de su locura pero puedo jurar, por la luz que me alumbra y que la Virgen de la Fuensanta me deje aquí tirado, como un escarabajo bajo la rueda del carro, que no hubo en mi tierra, ni lo habrá, un novio más galante que tu abuelo.
         Si crees que exagero pídele a tu abuela Encarnación que me desmienta que cuando la vi, llevando yo mi burro cargado con dos alforjas de aceitunas, no tuve mejor cumplido que ofrecerle un ramillete de flores que había ido arrancando en el camino sin saber para qué. Ella, con los rubores de una doncella de la reina, me sonrió con tal donaire, con tal gracejo, que me dejó turulato. Mas luego, como si sonreírme de tal modo la hubiese sofocado, corrió en compañía de sus primas, en medio de las risas, tirando al aire las florecillas que yo acababa de ofrecerle.
         Una semana después, oliendo a jabón y regiamente requintado con las ropas que me había planchado mi madre, pedí  su mano y desde entonces, cada sábado a la misma hora, durante dos años, cruzaba las dos leguas a caballo para ir a repetirle la misma promesa  cada vez, a la que ella pagó después con otra, la de ser la novia que no cambia aunque hoy tengo su pelo del dolor de la ceniza.
         Mira tú, Juanillo, si algunas mujeres no tienen más cojones que algunos hombres si te digo que al venirnos para Argentina yo traje conmigo a mi madre viuda pero Encarnación , quien nunca va a misa, dejó allá a su madre y a su padre, para el cual ella era la maravillosa de sus ojos, y a sus hermanos y a sus primas y se vino en silencio, trayendo consigo el sabor de la comida de su casa, las buenas costumbres y el don de hacer feliz a los demás.
         Tu abuela guarda en su baúl, donde yo jamás he metido mis manos, una muñeca, un libro de religión, su vestido de novia y un paquete de cartas. Si miras los sobres verás que cada tanto uno de ellos aparece cruzado por una cinta de tinta negra, señal de luto, alguien que murió y que ella nunca más volvió a ver.
         Eh, tú, no pongas esa cara, que no estoy contando mi vida para que te pongas triste. Hablo de lo que aprende cuando eres labrador. Cada planta fue una semilla que tuvo que morir para dar vida. Por eso decían mis mayores que cada vez que coges a una mujer y tienes un hijo con ella, una parte tuya muere porque también eres semilla.
         Bueno, ya es suficiente, así que ahora a manejar las riendas con cautela, que el Carril Nacional está lleno de camiones y carros que van y vienen, como nosotros, llevando a las ciudades los frutos del paraíso a cambio de una moneda para ser perdonados.
         Si soy capaz de tener un nieto inteligente como tú, Juan Sánchez, entonces no moriré del todo, coño. Cuando yo haya muerto, tú comerás gazpacho con tus hijos y cada vez que pases por el cementerio de Rodeo del Medio dirás, ahí duerme un poeta andaluz que no sabía leer ni escribir, tenía suficiente genio para inventar una historia tras otra a causa de que vivió enamorado de su eterna novia, Encarnación Méndez, malagueña de ojos negros, de alma salerosa y vestidos que olían a manzanos en invierno.
         Ahora entremos a hacer nuestro negocio. Recuérdame que antes de almorzar debo comprar las cosas para el carneo y todo ese jaleo.

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CAPÍTULO 16

A LA MISMA HORA EN QUE CAMILA Y NENÉ JALIL VISITAN EL CALVARIO DE CARRODILLA, UN JUEVES SANTO, EL VIEJO ABDÓN SE AHORCA CON UN ALAMBRE DE FARDO EN EL PERAL, AL FONDO DE SU CASA.


         En menos de dos años Nené y yo quedamos solas. De nuestra madre, muerta cuando éramos niñas, apenas si nos queda un retrato al pastel con marco redondo que está sobre la cómoda, adornado con flores de papel y el candelabro en el que, cada viernes, encendemos una vela.
         En este lugar donde la mayoría de los vecinos son españoles o italianos o criollos o mezcla de todo un poco, una familia de sirios como la nuestra debe hacerse cargo de algún tipo de negocios; no recuerdo haber sabido de algún árabe que trabaje como contratista de viña o lavando piletas en una bodega. Será porque ya nos viene en la sangre, vaya a saber cuántos siglos antes de que Colón descubriera América, nuestros antepasados  estaban recorriendo el mundo entero.
         Con los Abdala no tenemos ningún tipo de amistad; ignoro que  alguna vez la haya habido. Ellos, don Amado y su mujer María Nasar, son libaneses, pero sus hijos han nacido en este país, igual que mis hermanos y yo. Nunca entendí por qué, todos los años, para la Fiesta de San Marón, se reúnen en la plaza de Maipú los miembros de la colectividad sirio-libanesa, como si fuéramos hijos de la misma nación. Sería como pedirles a mendocinos y sanjuaninos que fijaran un día en el año para festejar juntos el Día del Vino, por ejemplo. Por suerte no entiendo de política ni de historia pero en un lugar chico algunas relaciones son fáciles de entender y otras, menos, como nos pasa con ellos, los dueños del almacén.
         Para nuestra familia soy como la hermana mayor aunque Elías me lleva casi dos años. Una parte de mi trabajo es atender la casa, cocina, lavar, planchar la ropa y atender el negocio con mi papá, el Turco Abdón, como le llaman los vecinos. A nosotros los árabes nos parece asqueroso que nos digan “turcos” pero es igual que en todas partes y nos hemos acostumbrado.
         También, desde que tengo uso de la memoria, nuestra mercería y librería se llama “Lourdes”, y aunque es un negocio pequeño hemos ido juntando todo lo que la gente necesita: hilos, agujas, peines, perfumes, jabones, puntillas, alfileres, medias, sábanas, cuadernos, lápices, tintas, gomas de borrar, papel para forrar, reglas, compases, trompos, escarapelas, mapas, cigarrillos, tabacos, fósforos, caramelos y pastillas, cintas para el pelo, peinetas, mochilas para llevar los útiles al colegio, tiza, guardapolvos, zapatillas, bombachas para mujer, calzoncillos para hombre, corpiños, cinturones, ligas, sombreros, pasamontañas, naftalina y cientos de otras cosas.
         Un verdadero bochinche ya que no somos muy ordenados, sobre todo mi papá, quien parece que viviera eternamente entre las nubes, siempre encerrado en su pieza, rezando, hablando a solas o entreteniéndose con cálculos que hace en una libreta negra de la que nunca se desprende, ni para dormir. En consecuencia yo tengo que cargar con todo el trabajo pues Nené, que tuvo la suerte de terminar la primaria en la Escuela Ozamis en Maipú, se pasa el día durmiendo, arreglándose la figurita o escapándose para encontrarse con el Emir Abdala, que es sus novio en secreto ya que si mi papá se entera no la dejará salir más a la calle.
         A mis veinte años de edad solamente he afilado con Jorge Juri, el mismo que puso una farmacia en Tres Esquinas, aunque ése es un flaquito roludo al que le gusta más la plata que las mujeres, y me aburrí. Además, apenas nos veíamos algún domingo por la tarde cuando mi papá nos daba permiso para ir al Cine Laur. Si me visto bien y me planto frente a un espejo estoy segura de verme hermosa, alta, bien formada, pero no entiendo como a las otras mujeres pueden gustarle tanto los hombres.
         La mayoría son unos guarangos que te dicen cochinadas como si una fuera una Rita cualquiera, aunque ésa es más que todas nosotras juntas. Yo estoy todavía enterita y si algún día llego a casarme no lo haré con un cualquiera. Ya fregué lo suficiente para aprender que si decido venderme lo haré a buen precio y si no fuera así me quedaré soltera, gozando con los placeres de soñar despierta como sucede todas las noches cuando al apagar la luz, envuelta en la suavidad de las sábanas, completamente desnuda, me viene la sensación de que soy dos mujeres a la vez, una que ofrece su cuerpo tembloroso y caliente y otra que la recorre con sus manos y la hurga, deliciosamente, con sus dedos hábiles, hasta encontrar la locura de un placer que nadie, ningún hombre, podría darme.
         Trabajar todo el día en los quehaceres de la casa, atender a los clientes y a los viajantes, aguantar el silencio de mi padre, envidiar la desfachatez de Nené y soportar alguna mirada idiota compone mi rutina que completo con la felicidad de mis noches, sin remordimientos, sin tener compromisos con nadie, sin necesidad de tener que aguantar los toqueteos de ningún tarado.
         De tener alguna vez un marido haré de cuentas que es otro  trabajo, otra obligación, pero nadie me sacará la costumbre de amarme a mí misma.
         De vez en cuando compro algún libro y aprendo leyéndolo una y otra vez hasta que encuentro su significado. Ese modo de hurgar en las ideas de otro es también mi manera de ser, aparentar que soy medio bruta, indiferente, fría, despreciativa, pero en el fondo de mi secreto, estoy segura de ser inteligente y estar llena de toda clase de ideas y deseos. Esa forma de vivir me ha llegado de mi soledad, del aislamiento a que nuestro padre nos ha obligado con la rareza de su carácter, con el capricho enfermizo de tenernos junto a él y no dejarnos vivir como quisiéramos. Este es mi modo, pero mi hermana es todo lo contrario y ríe y se divierte cuanto puede, embroma a Elías cada vez que nuestro hermano regresa de algún viaje en el camión, lo pellizca, lo jode, lo acaricia y hasta lo besa en la boca como si fuera su amante o yo qué sé. Esto realmente no lo entiendo y me tiene preocupada.
         Los pocos permisos que tenemos para salir son para Semana Santa y no porque mi papá sea católico; estoy segura de que él sigue siendo musulmán. Nos deja ir por respeto a mi finada mamá, que sí era religiosa y nos hizo bautizar en su misma fe.
         Nos vamos caminando desde aquí a Carrodilla con un grupito amigos que formamos mi hermana y yo, Juan Sánchez y su hermana María Ema, Carolina Alcaraz, Emir Abdala y Azucena de Vicentini que siempre va descalza, cumpliendo una promesa, supongo.
         Salimos de madrugada llevando un termo con café, un poco de queso, ya que durante esos días no se debe comer carne, algo de pan y galletas. Nené y Emir caminan siempre un poco detrás de nosotros y se van besando y haciendo de las suyas aunque mi hermana me ha jurado que en esas semanas jamás lo haría, porque es un pecado muy grave, algo sucio por lo que podría recibir un castigo si no se confiesa.
         Este año, que yo sepa, ninguno de nosotros hizo nada malo y sin embargo después ocurrieron cosas terribles. Fuimos, como tantos devotos, después de una larga caminata, a mezclarnos con miles de personas que andaban de rodillas, llevando una cruz a cuesta con una corona de espinas, niños en brazos de sus madres, rezando, suplicando un milagro, pidiendo por algún desahuciado y ofreciéndose en prenda por las miserias y las enfermedades de los que aman en medio de vendedores de estampitas, ramos con espigas de trigo, medallas y crucifijos. Mientras, por las calles vecinas al Calvario, algunos se llenaban la panza con empanadas y vino, los ojos vidriosos por el alcohol, pero todos  por igual llenos de una fe extraña, tal como si la idea de la muerte de Jesús los hiciera más mansos, con una humildad misteriosa, algo que yo nunca he sentido. Será porque no entiendo el mandamiento que ordena temer a Dios, como si Dios fuera un animal temible, una especie de tirano que te condena a servirlo como esclavo.
         Mientras hacíamos una larga fila para contemplar la reliquia que se venera en aquel lugar, un Cristo de madera muy antiguo, tuve un presentimiento doloroso, la sensación de que una parte de mi corazón se había desgarrado y no supe en ese momento si era un sentimiento religioso que nacía o la señal de que algo horrible estaba sucediendo en mi casa.
         Nunca antes había pedido algo pues no me gusta hacerlo, pero aquella tarde me puse a rezar por mi papá, para ayudarlo con mis oraciones a que mejorara de la depresión que padecía. Los últimos meses él casi no salía de su pieza y nos costaba trabajo hacerle entender que debía comer un poco, higienizarse, ayudarnos en la mercería. Sentí el temor de convertirme con los años en alguien parecido, en una mujer solitaria y enferma, en una vieja silenciosa que acabaría su vida como una sombra ojerosa, muda, sin nada que pudiera darle sentido a su vida.
         El regreso me pareció lento, cada uno caminaba metido en sus pensamientos, cansados y con hambre, cambiando apenas algunas frases, algún comentario sobre las rarezas que habíamos visto, en especial la de un muchacho que había venido desde Luján llevando a cuestas una enorme y pesada cruz, descalzo y apenas vestido con un pantalón, soportando el frío y el dolor de sus pies convertidos en llagas, tan semejante al Cristo de la Pasión que la gente se persignaba al verlo pasar, y él con sus ojos mirando el suelo, con el orgullo íntimo que seguramente sentiría por haber llegado al Calvario cumpliendo, vaya uno a saber qué clase de promesa a cambio de algo concedido, o por una penitencia por algo malo que habría hecho. Solamente él lo sabría.
         Nos fuimos despidiendo a medida que cada uno llegaba a su casa y al final solo quedamos nosotros tres. Mientras yo habría la puerta de calle, Nené y Emir aprovechaban para darse los besos de despedida y a mí, por primera vez, me pareció una escena hermosa que a Jesús habría complacido, si es verdad que el amor es la verdadera religión.
         Entramos y encendimos una lámpara de tubo para ir al baño pero antes nos sorprendió que nuestro padre no estuviera en su dormitorio. Empezamos a buscarlo por toda la casa y no aparecía. La puerta que daba al fondo, donde mi hermana y su novia hacían su nidito de amor casi todas las noches, estaba abierta. Pensé que mi papá podría estar allí  y alumbrándome con la escasa luz de la lámpara a querosén lo encontramos colgado de un alambre en una de las ramas del  peral que estaba casi seco de viejo.
         Ni siquiera se había sacado los gruesos anteojos para morir, justo ese día, cuando no está permitido ofender a Dios, cualquiera sea el Dios que uno tenga, cristiano o musulmán, maldita sea. Sentí un escalofrío en todo el cuerpo, una mezcla de miedo y repugnancia, de odio y alivio, de tristeza y vergüenza. Una muerte así es la manera de castigarse a uno mismo pero, sobre todo, es el modo de destruir la esperanza de los otros, eso pensé.
         Al lado nuestro vivía, justamente, Abel Carbajal, el agente de policía. Golpeamos a la puerta y salió Felisa, su mujer, con su bebito en brazos, extrañada de nuestra presencia porque pocas veces, aún siendo vecinos, nos habíamos hablado. Llamó al marido y el pobre milico, aunque me parece medio estúpido y era uno de los que siempre me miraba con malicia haciéndome una guiñadita, se vistió en un momento y salió en su bicicleta hacia Cruz de Piedra para llamar al comisario y al doctor Catania.
         Los gritos de Nené despertaron a los vecinos y al rato nos acompañaban la señora Salomé y su hija Violeta, las encargadas del cuidado de la Capilla y don Eliseo Cuenca quienes se encargaron de sacar los muebles del comedor para preparar el velatorio.
         Después llegó el turno de recibir los pésames, la mayoría por simple costumbre, el servicio fúnebre de Timonieri y Calderón, el cajón y las velas, el olor de las flores, el café y el anisado de rigor, las largas horas de la noche y del otro día completo para esperar el Sábado de la Resurrección, la marcha lenta al cementerio, Nené y yo vestidas de riguroso luto, un poco más calmadas, mirando por la ventanilla del auto de la pompa fúnebre  los álamos amarillos, los viñedos con sus hojas volviéndose marrones y violetas, las ganas de quedarme sola para empezar una nueva vida.
         Tenés que hacerte fuerte, Camila Jalil, me iba diciendo, para no hundirte demasiado en tu amor propio, en tu estúpido orgullo, en tu desprecio para no compartir con nadie las horas deliciosas que te das a vos misma.
         Esa misma tardé le pedí a Feliciano Guzmán que hachara el viejo peral  donde todavía me parece ver colgando a mi papá, con un zapato caído sobre el banquito rojo, vestido con su único traje, gastado como la tristeza que fue más poderosa que su deseo de continuar viviendo.
         En septiembre mi hermano Elías se mató en un accidente con el camión con el que transportaba vino de la bodega Santa Rosa s Buenos Aires y desde ese mismo día, Nené, quien era su hermana más querida, su compinche, ha cambiado su carácter y sólo sale los domingos para ir a la misa que se hace en la Capilla cuando viene el padre Tonelli.  Parece que ha dejado de verse con Emir y su única y loca idea es ahora confesar y comulgar cada semana, como borracha por el deseo de que Dios le perdone vaya a saber qué oculto pecado.
         Entre las pertenencias de mi padre encontramos su famosa libreta negra y una chequera del Banco de Mendoza cuya existencia nos era desconocida hasta ese momento. Hemos consultado a un abogado para hacer el juicio de sucesión, de manera que estamos a la espera de noticias.

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CAPÍTULO 17

SUSTANCIOSO DIÁLOGO ENTRE RITA ZAMORA, LA SAMARITANA, Y EL CURA LUIS TONELLI, EN LA ESQUINA DEL CARRIL URQUIZA Y LA CALLE VIDELA ARANDA, UNA TARDE  DE AGOSTO MIENTRAS SOPLA EL ZONDA.


         Para usted, Padre Toneli, es un oficio muy cómodo el de andar amenazando a la gente con el asunto del infierno, que el alma va a condenarse eternamente y que solo los buenos van a volver  a brotar  de su carne podrida como brota el almácigo de tomate bajo una capa de guano de cabra. A mí, desde que era muy nena, la vida me ha parecido muy desigual, demasiado injusta para comprender lo que enseña la religión católica, porque si yo hago una vida para el carajo y vivo volcando maldades e inmundicias sobre los demás, me parece justo que al final me metan en una pieza llena de brasas para que me cocine hasta volverme cenizas; pero si veo que un recién nacido, quien todavía no ha tenido la oportunidad de hacer ni el bien ni el mal a nadie, antes de hablar o caminar ya ha sido condenado a vivir en la pobreza, en la ignorancia más humillante tanto que al crecer servirá únicamente para peón o sirvienta de los ricos, para agachar la cabeza y pasarse el resto de sus días esperando la ocasión de tener algunos pocos momentos de felicidad, dígame, usted que habla directamente con Dios, ¿quién ha condenado a ese recién nacido a padecer una vida miserable, morir en plena juventud, ser asesinado por otro condenado, padecer las enfermedades más crueles, convertirse en un diablo degenerado? ¿Acaso el Fausto Palacios no era cuando nació un niño como cualquier otro, lleno de inocencia, incapaz de hacer el menor daño a nadie? ¿Fue condenado al nacer para que hiciera la vida que ha hecho, pactando con el Demonio, pegándole a su finada mujer, y terminar pinchándose a sus propias hijas? ¿O será condenado, cuando muera, por todo lo que hizo en su vida? Yo seré una perdida, como dice usted, pero no soy una estúpida y si Dios me ha dado un cuerpo y una cabeza para pensar voy a seguir haciendo la vida que a mí me parezca, no la vida que usted cree que debo hacer. Si usted, cuando está solo en su iglesia, rezándole a la Virgen, no como un cura que dice a los otros cosas que ni él mismo cree, sino el buen hombre, el bien nacido que es usted, y en silencio piensa en el destino de esta pecadora, Rita Zamora, va a comprender que a mí Dios jamás va a condenarme porque hace casi dos mil años, usted lo sabe mejor que yo, Jesucristo dijo delante de sus discípulos, mirando el hermoso cuerpo vestido de rojo de María Magdalena, “mucho te será perdonado porque mucho has amado”.  Y cuando ustedes, los curas, que han sido educados con tanto desprecio por la concha de la mujer, leen lo que acabo de decir, no saben donde meterse pues una buena samaritana como yo lo único que ha dado desde los trece años hasta hoy es un momento de felicidad a cada hombre que se acostó con ella. No nací condenada ni lo seré, porque un buen Dios, si existe, no castigará a quien ha regalado a cambio de un simple dinero, que apenas le alcanza para vivir, lo máximo que una hembra puede ofrecer en este mundo puto, el más intenso placer que alguien puede sentir entre tantos trabajos y enfermedades, la indiferencia de los cogotudos y las amenazas de la religión.
         No es así como veo el mundo, querida Rita, y es posible que no vayamos a ponernos de acuerdo aunque conversemos el resto del día. Yo, por más comprensivo que intente ser, no puedo cambiar mi oficio de pastor por el de  político, que todo lo justifica con tal de conseguir sus propósitos. No solo gozando con el cuerpo, haciendo lo que a cada uno se le da la gana, se encuentra el sentido de la vida; es también privándose de ese goce que se puede hallar el significado más elevado, una comprensión que esté más allá del puro instinto animal. Si todo se redujera a comer y copular nos convertiríamos en bestias degeneradas, a las que Dios se vería obligado a destruir con el fuego como alguna vez lo hizo con el agua del Diluvio, según se cuenta en algunos libros que he leído. A vos te conozco desde hace muchos años y alguna vez, me acuerdo bien,  he recibido tu confesión, y solo por ese sencillo sacramento conozco más de tu alma que todos los hombres que te han gozado. Puede ser que hayas nacido para repartir placer sobre el mundo, pero los dos sabemos que, en el fondo, el dar placer de ese modo te nace de un profundo odio, de un resentimiento contra los hombres que te será difícil superar. Vos y yo sabemos, Rita, que todo empezó aquella triste mañana cuando tu tío Ramón abusó de vos. Eras apenas una niña antes de ese día pero, una semana después, cuando tu mamá te llevó a Rodeo del Medio a confesarte, me hablabas como una mujer que tenía en el tono de su voz un profundo rencor. El mismo tono que se ha hecho más grave con los años y el modo de expresarte que sigue siendo altanero, suficiente, como el de alguien que mira el mundo desde arriba y eso, a mi juicio, no está bien.  Yo, ¿quién soy?, apenas un humilde curita que fue educado en la obediencia a su religión, en el mandato de servir a los demás, hablarles, escucharlos. Es verdad que no tengo que realizar el esfuerzo de abrir surcos, cosechar aceitunas o trabajar en una fábrica, pero tampoco me la paso boludeando por los caminos fáciles. Vos tenés una opinión muy despreciativa de la vida religiosa porque pensás que tu oficio es muy diferente del mío y en eso estás completamente equivocada.  Yo no estoy en contra del amor, estoy en contra de todo lo que se hace pensando que es amor y en el fondo no es otra cosa que un íntimo resentimiento. Conozco a más de uno, a causa de mi profesión y por lo que he leído, que se pasa la vida predicando la venida de un mundo de felicidad y en el fondo él mismo es un fracasado lleno de un hondo rencor hacia la vida. No siempre lo que creemos que hacemos es lo que realmente quisiéramos hacer. Si te hubieras casado habrías volcado toda la fuerza de tu amor en un solo hombre y en tus hijos y en las tareas que se hacen cada día para servir por amor a la familia. ¿Acaso nunca lo has pensado?
         Como toda mujer, más de una vez, desde cuando iba a la escuela, aguardaba el momento en que encontraría a una persona para formar un hogar, pero tenía cerca de mí el modelo de un padre que tiene los modelos y el carácter de un maricón, que no por casualidad eligió el oficio de peluquero para hermosear a los hombres  y contarles los chistes más pelotudos; y mi mamá, tan distinta de mí, quien siendo una mujer como yo prefiere hacer felices a otras mujeres y usted, Padre, sabe que la señora toda simpatía y vivacidad, la amable María Luisa Morales a quien todos llaman graciosamente Malicha, ésa de quien Pedro Grosso dice maliciosamente que es mezcla de tero y de tordo porque tiene las patas flacas y el culo gordo, esa buena vecina que es mi madre, cuando mi tío me violó se hizo la que no se había dado cuenta. Pues bien, ella y la Yamila Abdala  son como carne y uña, como culo y calzón, y aprovechan cada oportunidad para disfrutar una de la otra y son tan hábiles en darse placer que no hay un hombre  en este lugar que pudiera ser capaz de complacerlas. Usted lo sabe mejor que nadie, Padre Luis, lo oculta en el secreto de la confesión  eso me parece bien, ya que no hay solo dos sexos, hay muchas formas de sentir el amor. Lo que digo de mi mamá y de Yamila es para que usted piense que la familia con mami y papi y los nenes es una, apenas una de las formas de la familia, pues hay miles de maneras de amar, como dije hace un momento. Yo, volviendo al tema del resentimiento, no estoy segura de ser una mina perfecta, y si doy sexo por dinero, a veces reconozco que a algunas tipos los jodo bien,  y con solo apretar con rapidez algunos músculos de mis gambas los mando al mazo y a cobrar. A los tipos les  queda con la boca gusto a nada, pero parece que eso los encajeta más, perdóneme la expresión, y se quedan como con hambre porque si a esos ñatos yo los consolara, como lo hago con los hombres que amo, se quedarían tan llenos, con tanta plenitud que no volverían a buscarme por mucho tiempo. A veces, cuando tengo tiempo y ganas, me divierto escuchando del mismo modo en que usted lo hace, las confesiones de mis clientes, porque al final todos los que se confiesan son clientes, ¿no le parece, Padre? Entonces me quedó allí, en pelotas sobre mi cama al lado del tipo que fuma un cigarrillo después de haber acabado, escuchando, como una santa, la filosofía barata de los boludos, hablándome de la mujer que no los comprende; o el que nunca se casó porque tuvo que cuidar a su viejita; o el viejo verde que es capaz de pagar el doble con tal de sentirse veinte años más joven. Están también los intelectuales incomprendidos, los poetas de la desolación, incapaces de seducir a una mujer, y vienen en secreto a buscar a una como yo y después de un polvo ridículo y cortito ya están listos para conversar ya que ellos lo que quieren es tener a alguien que los escuche, y empiezan con el asunto de que el amor y la muerte están unidos y que el cuerpo de la mujer es una puerta que los aproxima a la disolución definitiva, y siguen con las tentaciones del suicidio, con que la vida es insoportable y sucia, y etcétera, y después miran el reloj y se visten a las apuradas y cuando salen se sienten como avergonzados  ante la forma comprensiva y despreciativa, a la vez, con que los miro, y los huevones van y vienen, como los pecadores que van y vienen al confesionario de su iglesia a contar pavadas con tal que alguien les diga que son almas buenas de modo que puedan seguir, sin remordimientos, haciendo la misma y roñosa vida de siempre. ¿Me va a decir que usted no sabe que el orgasmo sexual y la plenitud que sigue a la absolución de los  pecados es el mismo éxtasis que los santos reciben ante la presencia de Dios?
         No sé de dónde has sacado esas ideas, Rita. Son conclusiones  muy personales que pocos compartirían. Además, ¿cómo entender el sentido de la experiencia del otro? Por más que lo intento no puedo imaginar el significado de tu vida, de ese trotar por las calles durante años, aguantando el contacto con toda clase de hombres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, gordos y flacos, tipos enormes y enanos. ¿Acaso soy mujer para saberlo? Soy sacerdote y tengo el compromiso de amar a las personas y en cuanto a vos,  siento el más puro deseo de que tengas una vida diferente. Mirá, se está haciendo tarde y este viento espantoso me está dejando los ojos a la miseria. Te invito a que vayás a la Capilla un domingo de estos, a escuchar misa, a compartir un  momento el sacrificio de ofrecerle a Dios aunque más no sea una hora de tu vida junto a otras personas que no son demasiado diferentes de vos. Yo te estoy advirtiendo, te estoy llamando a la iglesia, no estoy amenazándote. ¿Cómo podés ser tan injusta?
         Escuche, Padre, ya está por llegar el ómnibus y me gustaría seguir esta conversación aunque no estoy segura de si aceptaré su invitación. Lo que quiero decirle es que siempre he pensado en usted como la buena persona que todos dicen que es, pero una mujer  como yo, todavía joven y hermosa, está un poco más allá del bien y del mal. Podría confesar y decirle todo lo que he sacado en conclusión en los años que llevo ganándome la vida con mi profesión de samaritana y, sin que usted ahora piense que lo estoy amenazando, quiero que sepa algo que he guardado para el final. Desde que lo conozco he sentido una atracción especial hacia usted, como mujer, no como cliente, por el amor de Dios, eso sería rebajarnos a los dos. Lo he deseado con lo mejor de mí que he compartido con pocas personas. Siempre, en mis fantasías de mujer, he deseado voltearme a un hombre como usted, un cura alto, inteligente, de manos fuertes, con esos ojos que miran con la dulzura de un padre pero también con el brillo que tienen los ojos de los hombres que han guardado por mucho tiempo su deseo. Me gustaría que probara alguna vez las mieles y delicias de mi huerta para que cuando esté en medio del estremecimiento de su gozo comprenda por qué he sido elegida, y por qué ya he sido perdonada.

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CAPÍTULO 18

CONVERSACIÓN SOBRE MUJERES, LA PRIMERA VEZ Y OTRAS YERBAS, ENTRE EMIR ABDALA Y JUAN SÁNCHEZ, UN DOMINGO A LA TARDE, MIENTRAS REGRESAN DESDE CACHEUTA EN BICICLETA.


         Escuchame, turquito pelotudo, no me sigás hinchando con el mismo tema porque te vengo diciendo que no voy a contarte una palabra de lo que pasó entre la Rita y yo, las otras noches. Si vos estabas aguaitando por la ventana de tu pieza, a las tres de la mañana, mientras yo salía de la casa de ella, acomodándome los pantalones, no es problema tuyo, por más que seamos amigos.
         Si tenés sangre en el ojo por algo o, si pensás que otros lo hacen creyéndose muy machos, no voy a mostrarte lo que pasa detrás de mi bragueta, y punto. Si querés que hablemos claro, hagamos la promesa de contarnos hasta el mínimo detalle, como si estuviéramos frente a un cura y después cerramos el pico, ya que después, cuando pase el tiempo, vendrán los problemas.
         Te pongo un ejemplo. Supongamos que por una de esas putas casualidades vos te dejás con la Nené Jalil y yo me engancho con ella y me caso. Por ahora yo hago de cuenta de que ella es tan virgen como la Costanza, mi primita que tiene tres años. Me chupo el dedo sobre todo lo que imagino que has estado haciendo con ella estos últimos años, y paro de contar. Nené me va a jurar, como todas las mujeres, que vos eras un tipo limpio y decente, que no le habías tocado una teta y que si querés que te lo jure por mi madre que está muerta, o me voy de rodillas hasta el Challao y la mar en coche. Entonces yo me ensarto, y una noche, después de muchos años, con hijos y con el pelo canoso que peinan los tipos a los cuarenta años, ella me dice que tiene como un cuchillo clavado en el corazón, que va a morirse de pena por todo lo que ha estado ocultándome y me cuenta, de un porrazo, toda la verdad. ¿Qué me decís?
         Mirá, Juan, si mi viejo se entera del asunto con la Nené, me amasija, pero apenas que termine la colimba, que me toca el año que viene, hablaré con el viejo Abdón y con mi familia. Si lo aceptan bien y si no, también. Ya lo tenemos decidido con ella; llenamos unas maletas con trapos y nos largamos para Buenos Aires. No creo que resulte fácil pero es lo que pensamos hacer.
         Después de todo uno no es un pendejo que tenga que pasarse la vida dependiendo de un padre que apenas te suelta un miserable peso. Fijate que el viejo Abdón, ahí donde lo ves, con esa cara de fiambre con anteojos, vestido como un linyera, tiene más dinero en el banco que mi papá. ¿Qué le da a los hijos? ¿Dinero? ¿Cariño? Tiene siempre una cara de culo que te voltea y guarda a las muchachas con llave, apenas si les habla y se lo pasa rezando en árabe, encerrado en su pieza todo el día.
         Tu viejo, Juan, me parece que te comprende y te lleva la corriente en eso de comprarte libros sin temor de que un buen día decidas cambiar de trabajo, buscar una mujer, hacer dinero propio, lo que se te dé la gana. Cuando te tienen prisionero, ¿qué mierda podés hacer? Ocultar cosas, quedarte con un vuelto, salir de noche a las escondidas, buscar la compañía de una pendeja que te  haga pata. Eso es, justamente, lo que hicimos Nené y yo. Fijate que, no por casualidad, nos pasa algo parecido con nuestras familias. Cuando ella cumplió quince años fue la primera vez que estuvimos juntos, apenas si podíamos darnos unos besitos a las apuradas. Ese día don Abdón ni siquiera le permitió que hiciera un chocolate para sus amigas, como es la costumbre. El viejo gracias que le dio una palmadita en la cara diciéndole que estaba bien, que el asunto no era tan importante y la mandó a dormir. Que lo parió si será tacaño el guacho.
         Mirá, Emir, te propongo que cuando lleguemos a Luján, paremos frente a la confitería que está frente a la plaza y comamos un sánduche y una bidú. Yo pagaré, así quedamos a mano con lo que vos gastaste en Cacheuta. Como te iba diciendo hace un momento, yo tengo dos años de edad menos que vos, así que recién pude conocer, hace una semana, lo que era el asunto de acostarse con una mujer. Antes me había invitado el Hugo Alaniz  visitar un quilombo en Las Heras, donde él se sacaba el apuro, pero no me animé por temor a agarrarme una chinche. Te imaginás lo que pasa si te contagiás, después tenés hijos idiotas que andan todo el día babeando por tu culpa.
         Pasé por pelotudo pero el Torito lo supo entender y me dijo que él, a los quince años, se había volteado a una vieja, pero me parece que ya tenía el coco rayado de tantas trompadas que le habían dado cuando boxeaba. Empecé a hacerme la paja después de que una noche me desperté todo mojado. Me dio tanto apuro que lavé los calzoncillos a escondidas de mi mamá, pero el placer había sido tan grande que desde aquella noche aprendí solo, como supongo lo habrás aprendido vos, hasta que un domingo, estando en misa, el Padre Tonelli, con esa voz ronca que tiene, dijo que con el placer solitario a los jóvenes se les va derritiendo el cerebro y se convierten en impotentes; me pegué un cagazo tan grande que por un tiempo dejé de manosearme en la cama. Para colmo mi tío Franco me dijo un día que algunos pajeros, de tanto hacerse el favor a ellos mismos, se van convirtiendo en unos marchatrás cualquiera. Más cagazo y menos trabajo de lavar calzoncillos a escondidas.
         Justamente, tu tío Franco, el solterón, fue la persona con la cual hice mi primera visita a una loca. Era para cuando yo andaba por los dieciséis, una noche en que tuve que viajar a Guaymallén con la Chevrolet a buscar unas bolsas de harina a un corralón mayorista que nos provee. Tu tío iba caminando hacia Tres Esquinas a tomar el ómnibus cuando me vio y me hizo señas para que lo llevara. Nos pusimos a charlar muy campantes, me ofreció un cigarrillo y mientras lo encendía me dijo si quería acompañarlo a un lugar que se llama Media Luna o algo parecido, en San José. Fuimos hasta el corralón, cargué la mercadería y meta fierro con el chucho que me helaba de solo pensar en lo que estaba por hacer.
         Llegamos a la calle Pedro Molina y doblamos por una callecita angosta, medio a oscuras. Vos dejame a mí, me dijo tu tío Franco, y entramos a una casa vieja pero muy limpia, y nos acomodamos en una salita apenas iluminada, en unos sillones remendados. Una puerta daba el dormitorio donde estaba la mina, la Pirula, y otra a una cocina donde una vieja tenía hamacándose mientras escuchaba a Hugo del Carril en una radio.
         Esperamos un rato fumando otro cigarrillo y en eso salió el tipo que estaba adentro. Era un soldadito de los que recién empiezan el servicio militar. Me di cuenta por la pelada  antes de que se pusiera el birrete y saliera como alma que lleva el diablo.
         Entró tu tío como pancho por su casa mientras yo espiaba por detrás de una cortina para ver si la camioneta estaba en su lugar. Me dieron ganas de salir rajando porque el tiempo pasaba y lo único que se escuchaba era la música en la radio y por ahí alguna risa, después unos quejidos como los de alguien a quien le están apretando un huevo. Después otro silencio y la vieja ahora se estaba preparando unos mates y la radio transmitía las noticias de las ocho de la noche.
         En eso salió tu tío con una cara de felicidad, tan distinta a la cara de perro que tiene cuando trabaja en la viña, y me dijo, entrá, Emir, buena suerte. Apenas abrí la puerta empecé a desvestirme, todo abatatado, mientras la mujer se sacaba una especie de bata amarilla y quedaba completamente en bolas, apenas con una cadenita sujeta al cuello que tenía una medalla, vaya a saber de qué santo.
         Me le fui encima a la Pirula y ya ni me acordaba de la camioneta ni de mi viejo ni de las pulgas esas que después te pican hasta en el culo. La yegua era joven y con un par de tetitas que daban risa. No me besés ni en la boca ni en los pechos, me dijo apenas la monté, y casi se me vino abajo el instrumento. Entré como pude y me hundí como por un tubo en algo caliente y húmedo creyendo y deseando que allí iba a quedarme por el resto de mi vida, cuando la tipa hizo unos movimientos rápidos con sus muslos y en menos de un minuto la aventura había terminado. Lavate en esa palangana y secate con esta toalla limpia, me dijo mientras ella volvía a cubrirse con la bata. Dale, rápido, que tengo que salir y dejá la guita sobre la mesa de luz. Mientras me vestía me di cuenta de la ilusión que acababa de vivir, de todo lo que aún me faltaba para hacerme hombre. ¿Quién era la vieja que estaba tejiendo en la cocina? Nada menos que la madre, según me contó Franco.
         El regreso lo hicimos cambiando apenas algunas palabras. Si me agarra la policía caminera ni siquiera tengo carné de conductor y encima he derrochado mis pocos ahorros, me iba diciendo mientras aceleraba la camioneta.
         ¿Estas son horas de llegar, carajo? ¿Se puede saber dónde te habías metido?, grandulón, me gritaba mi viejo, alumbrándome con un farol, mientras yo descargaba las bolsas de harina. Me acosté sin cenar y te juro, Juan, y no me avergüenza decírtelo, esa noche lloré y no pude dormir, pero apenas tomé el desayuno que preparó Yamila, me pareció que la noche anterior estaba lejos, perdida en mi infancia. ¿Estás satisfecho? Te lo dije todo; ahora te toca el turno de contarme sobre tu relación con Rita.
         No te va a servir de mucho, Turco, porque estoy seguro de que nos han pasado cosas diferentes que no tiene mucho que ver una con la otra. Es fácil darse cuenta de que la Rita y la Pirula tuya son dos mujeres con el mismo oficio, de eso no hay duda, pero la que te tocó a vos era una puta de verdad, rápida como una comadreja para chupar los huevos de las gallinas. Sobre esa clase de mujeres puede pasar un regimiento y sería como si culiaran con una muerta. Lo siento por vos, que sos un turquito pelandrún, gordito y de pelo ensortijado, bicho para los negocios, y buen amigo. Estoy seguro de que con la Nené has aprendido que la mujer no solamente sirve para pinchar. Con Rita Zamora, en la galería de su casa, yo viví no una ilusión como la tuya, esa clase de experiencia que te deja gusto a fósforo en la boca. 
         Para mí no fue ir y dejar el dinero en la mesa de luz. Lo que sucedió las otras noches entre ella y yo te va a suceder alguna vez o tal vez ya te sucedió con la Nené. Ahora estoy convencido de que no seré como mi tío Franco, nunca me acostaré con una puta, porque la Rita, para mí, no lo es. ¿Sabés por qué, Emir? Porque ella se ha guardado, en secreto, una parte de su inocencia, te das cuenta mirándola a sus ojos, y la comparte con quién se le da la gana. Por eso la respeto, más aún cuando sé que nunca volveré a tocarla, pues ella así me lo ha pedido.
         Entonces terminemos la charla, que estamos llegando a Luján. No me contés una palabra sobre Nené porque yo no voy a nombrar a la Rita ni ante vos ni ante nadie, nunca más.
         Te juego un embalaje. El que pase primero por aquel letrero es el más macho de los dos, y el que pierda es cañón.

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CAPÍTULO 19

DOS GILES DE BUENOS AIRES CUENTAN AL ENANO LILIPUT DEL “CIRCO MARAVILLA” DONDE TRABAJAN, LA BROMA CRUEL QUE LE HICIERON A UN  POBRE DISCAPACITADO MENTAL, EN UNO DE SUS PASEOS A CABALLO. 


         Antes de comenzar a trabajar en el circo conocí en Liniers a una parejita de recién casados que se había alojado en el hotel  de mis viejos. Él era uno de esos gringos grandotes, rústico y de buen corazón, y la señora una mina gordita que cuando reía parecía tener cascabeles escondidos en la garganta. Habían viajado a Buenos Aires en luna de miel pero no salían mucho y regresaron habiendo conocido solamente La Boca y parte del Puerto. No se perdían comida y morfaban para qué te cuento. Se lo pasaban franeleando y haciéndose bromas y salían y volvían a entrar al dormitorio a serruchar, supongo, porque no compraban ni una miserable revista para entretenerse.
         Como buena gente de campo eran muy respetuosos y se ganaron la confianza de mis viejos, nos pidieron que fuéramos alguna vez a visitarlos porque, para ellos, sería un orgullo que gente importante llegara por su casa alguna vez. La verdad es que el  hotelucho apenas nos daba para vivir y la guita era tan escasa que empecé a trabajar vendiendo golosinas en los colectivos.
         Quedamos en escribirnos y cada tanto recibíamos alguna carta  en la cual nos iban contando cada acontecimiento importante, la compra de la chacrita donde ahora viven, el nacimiento de su primer hijo, el bautismo, la muerte del padre de ella, el nacimiento de la nena, y todas esas cosas. Nosotros, mejor dicho mi vieja, también les escribía, pero el tiempo iba pasando y las cartas aparecían cada tanto, hasta que nos enteramos que la chiquita había muerto y desde entonces no supimos más. Nosotros fuimos una vez a Mendoza en una excursión hasta Puente del Inca. Íbamos como maleta de loco, de un lado para el otro de manera que no pudimos ir a visitarlos. El tipo se llama Lorenzo Vicentini y ella, Azucena. El pibe, que pudo haber sido mi ahijado si no fuera porque soy un fallito, se llama Ángel y la finadita, María Inés.
         Al morir mi viejo vendimos el hotel; mi vieja se quedó al cuidado de mi hermana mayor y yo entré al “Circo Maravilla” de los hermanos Reynoso, y empecé a vivir como un gitano, de pueblo en pueblo, haciendo de payaso, de amaestrador de leones, de equilibrista y por fin el número sobre el Lejano oeste que hago ahora con el Indio Sosa.
         Apenas supe sobre el lugar que visitaríamos en esta gira me prometí que iría a ver a los Vicentini, en especial para pedirles que nos perdonaran por no haber aceptado ser el padrino de su hijo. Te imaginás, enano, en aquel tiempo yo andaba en otras cosas y no tenía ni la menor idea de la importancia que por aquí le dan a esa clase de relación: ser compadres. Me quedé con una especie de sentimiento de culpa, pero lo cierto es que el asunto sucedió en esa edad en que uno tiene que elegir un camino: ser artista de circo o engancharme en la Marina.
         Actuamos en La Pampa, después seguimos por Villa Atuel, San Rafael, bajamos por Tunuyán y un mes después estábamos instalando la carpa, aquí en Maipú. No te voy a hablar de nuestro trabajo porque vos sos una de las estrellas de las boludeces que hacemos, pero creo que al público lo que más le gusta es la obra de teatro que se representa como número final.
         Te sigo contando. El lunes, que es nuestro día de descanso, le propuse a Sosa que fuéramos a dar una vuelta a caballo para pasear un poco y de paso, si teníamos tiempo, llegar hasta la chacra de los Vicentini. Saqué mi libreta con direcciones y salimos muy temprano siguiendo una especie de mapa que el tano nos había enviado en una de sus cartas. Parecía un plano para la búsqueda de un tesoro por la cantidad inútil de datos que había puesto, siendo que resultó de lo más sencillo llegar.
         De todos modos no pensés que es ahí nomás ya que el paseo, un rato al paso y otro al galope, nos llevó algunas horas. Tomamos por calle Tropero Sosa hasta el carril Urquiza, de ahí le metimos hacia el sur, hasta una calle de tierra que llaman Videla Aranda, hacia el este. Al llegar al puente del canal doblamos hacia el norte y a unos quinientos metros empezamos a preguntar  y dimos, finalmente, con la casa de los chacareros.
         Lorenzo estaba en la plantación de ajos y apenas escuchó que los perros ladraban se puso el azadón al hombre y apareció con cara de pocos amigos. ¿Cómo podía imaginar que era yo? Con esta vestimenta parecíamos salidos de una película de vaqueros, así  que lo llamé por su nombre y le dije, saludándolo con el sombrero, soy Walter, Walter Giménez, su amigo de Buenos Aires.
         Azucena estaba mucho más gorda y en pocos años se había avejentado, pero Lorenzo parecía un tanque y me abrazó con sus manotas con olor a ajos, y como era la hora del almuerzo nos invitaron a compartir su mesa. Nosotros, tratando de disculparnos, que ése no era momento de llegar, así de sopetón, y meta cumplidos mientras íbamos desensillando los caballos.
         Nos lavamos las manos en una palangana que había en el patio sobre unos adobes y ya estábamos saboreando un guiso de lentejas y chorizos codeguín que estaba para chuparse los dedos. Una jarra con vino casero, medio picadito para mi gusto, un postre de duraznos en almíbar, y para que los dueños de casa comprobaran que yo no era un desagradecido saqué de mi alforja los regalos. Un par de medias de vestir para Azucena, una billetera de cuero para el gringo y una caja de lápices de colores para el pibe.
         Fijate, enano, que en casa de los pobres se produce el milagro de la multiplicación de los panes. Si vos llegás, suponete, a la casa de un amigo en la ciudad a la hora de la comida, a los diez minutos te están despidiendo con una sonrisa, pero en la casa de la gente de campo siempre hay un lugar para uno más en la mesa. La diferencia consiste en que, una vez que llenaste el buche, tenés que rajar porque los campesinos no tienen días libres para el ocio.
         Antes de despedirnos, por esas casualidades que nunca voy a entender, les pregunté si conocían, entre los muchachos del lugar, a alguno a quien le gustara las revistas de historietas. Aquí, el que más lee es el Juancito Sánchez, él vive un poco más allá, en uno de los contratos de la Finca Los Nogales; y el otro es un tontito que se llama Narciso Gauna, un flaquito estrambótico que camina como si estuviera pasando la guadaña con las patas, me dijo Lorenzo, entre risas.
         Regresamos, después de saludos y más abrazos, por el mismo camino que habíamos hecho pero, en lugar de doblar por el puente sobre el canal, seguimos en dirección al río Mendoza, y en un claro entre los cañaverales volvimos a desensillar y nos dispusimos a hacer una merecida siesta. Como no nos habían invitado con café prendimos un fueguito y calentamos agua en una pava tiznada que el Indio Sosa lleva siempre con él; pero antes cortamos un poco de alfalfa en la finca que está de este lado del canal, y nos quedamos echados, lo más piolas, apolillando y haciendo la digestión.
         En medio del silencio escuchamos que alguien venía por el lado de las compuertas donde naca el canal. Andá a ver, le dije a Sosa, mientras yo preparo el café. ¿Quién sería? Estaba oscureciendo, se nos estaba haciendo tarde para pegar la vuelta y descansar con ganas para preparar la función del día siguiente. Walter, es el patizambo, el Narciso Gauna de quien nos hablaron, susurró el Indio, caminando agachado para que el otro no lo viera. Ponete la pluma en la cabeza, pasame el antifaz, y empezá a hacer de cuentas de que estamos en el teatro. Vamos a ver si el chueco ése es tonto de verdad o más vivo que nosotros.
         Escuchamos que se acercaba pasando entre las cañas, tímidamente, y le pedimos que se aproximara, llamándolo por su nombre. Si te cuento, Liliput, lo que pasó luego entre nosotros y ese pobre tipo flacuchento, narigón, que no podía estar quieto ni un momento, te juro que no sé si es para reír o llorar.
         Le ofecimos un poco de café y una tortita de grasa con un trozo de jamón ahumado, de esos que vienen en lata, y le conté la historia de nuestras vidas, que habíamos salido de los Estados Unidos para conocer a los lectores de la revista “El Tony” antes de morir como ya había ocurrido con el dibujante que nos había creado, y el pobre loquito, quien parecía haber visto al mismísimo Dios en persona me dijo, con palabras entrecortadas, que yo era la persona que más quería en el mundo después de su abuela Rosa y que él sabía que alguna vez iba a conocer al Enmascarado Solitario y a Toro. El Indio Sosa se aguantaba la risa, el pelotudo, haciéndose el mudo, el héroe silencioso que en cada capítulo ofrecía su vida para que yo me salvara de toda clase de peligros, lo atendía inclinando la cabeza cada vez que le servía algo.
         No sé si a vos, enano, alguna vez te habrá ocurrido que alguien, viéndote por la calle, haya pensado que te habías escapado del cuento de Blancanieves. Aquel atardecer lo voy a conservar  como una experiencia única, que no volverá a repetirse, lo sé bien. En el momento en que le decía al ganso aquel, que todos éramos personajes de la gran historieta que es el mundo, sentí que penetraba en una realidad que antes yo no había experimentado. La obra de teatro que estaba improvisando, por el solo gusto de hacer una broma, me dio el presentimiento de que lo que allí estaba sucediendo ya había sido impreso en los dibujos de alguna revista y que yo y Sosa, disfrazados con la ropa con que actuamos en el circo, fuimos por unos minutos la encarnación perfecta de los personajes que Narciso creía estar viendo.
         Un momento antes era Walter Giménez, un artista de variedades empleado en el “Circo Maravilla”, haciendo de porteño piola, jugando con la inocencia de un disminuido mental, y fracción de segundos después, por arte y magia de la fe de un ingenuo, me convertí en el verdadero Enmascarado Solitario, en carne y hueso, el mismo que yo había deseado ser cuando niño, cuando también leía  “El Tony”.
         Le regalé algunas ejemplares de la revista que llevaba conmigo y una moneda de aluminio que lanzo por el aire y recojo con el látigo durante las funciones del circo. Lo abracé y le pedí que guardara el secreto de nuestro encuentro y le inventé un verso sobre que un tal Juan Sánchez, el otro lector de la zona, escribiría un libro en el futuro, cosa que el pobre no entendió ni jota, me parece.
         Tenía necesidad de contarle a alguien lo que me sucedió, desembuchar la pelotera que me tenía sin dormir, pensando  a veces que me había portado como un hijo de puta ante un desequilibrado, y por momentos con la certeza de que la mente de los niños y de los idiotas es un mundo aparte. Decime, Liliput, si no fuera así, ¿dónde carajos irían a parar los circos? Tenía razón el Enmascarado Solitario cuando dijo que este mundo es una historieta que alguien dibuja para divertirse.

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CAPÍTULO 20

MISTERIOS Y SUPERSTICIONES EN LA NOCHE DEL VELORIO DE LA NIÑA LUCÍA INÉS VICENTINI RELATADO POR CAROLINA ALCARAZ A JUAN SÁNCHEZ A QUIEN NUNCA DIRÁ CUÁNTO LO AMA, AUNQUE LO INTENTA.


         Desde este mismo lugar donde estamos sentados, sobre el puentecito hecho con palos de álamo que cruza el canal, ayer por la mañana se cayó al agua la nenita de los Vicentini, y se ahogó. Recién al mediodía, con la ayuda del tomero, pudieron encontrarla, atascada en una compuerta, cerca de la Finca El Zorzal.
         Con don Lorenzo y la señora Azucena nos conocemos desde hace  unos dos años, más o menos, cuando empezamos con la Flora, mi hermana menor, a trabajar en la chacra plantando cebollas. No entiendo cómo a ellos, que son tan buenas personas, les ha venido a suceder esta desgracia. El Padre Luis nos enseñaba en las clases de catecismo, que dio el verano pasado en la Capilla, que Dios es nuestro  padre verdadero, que él ama a todas las criaturas y las hace vigilar por el Ángel de la Guarda. Decime, Juan, si vos fueras padre, no un padre común sino uno que tuviera la capacidad de hacer mundos, soles y estrellas, ¿permitirías que a un hijo tuyo le sucediera lo mismo que a la finadita Lucía Inés? ¿Alguien se descuidó o así tiene que ser la vida? No lo comprendo. Cada vez que muere un niño me siento más desamparada, más sola que nunca, porque no tengo a nadie que responda mis preguntas. Con los guachos que hay por todos lados disfrutando del dinero que le roban a los pobres no hay justicia, al contrario, como dice el refrán, hierba mala nunca muere.
         Al estar sentada junto a vos, en medio de este silencio como de tumba que envuelve los velorios, me vienen de golpe, a la cabeza, todos los recuerdos de mi infancia. ¿Alguna vez te dije que tanto  Flora como yo nacimos cerca de las lagunas de Guanacache, en ese desierto del que nadie se acuerda?  Teníamos un puesto de cabras en El Retamo, allá por donde el diablo perdió el poncho, en medio de bosques de algarrobos y grandes medanales donde se forman esos remolinos, parecidos a fantasmas de polvo que en un santiamén te hacen mejunje las polleras y el pelo. Para el tiempo en que las ánimas andan penando suelen aparecer esas mangas de tierra tan fuertes que chupan a los animales y a las personas como si fueran bocas de una enorme lampalagua, y nunca más se los vuelve a ver. Así que si una se topa con uno de sus tirabuzones tenés que persignarte y decir en voz alta, cruz diablo, cruz diablo y quedarte quietita, rezándole a la Virgen del Rosario para que te proteja.
         Mi mamá Petrona, decía que su papá, o sea mi tata Nicolás, era un indio pehunche que se había escapado de los soldados que lo traían prisionero desde el sur a Rodeo del Medio, por eso los chicos de la escuela se burlaban de mí y de la Flora llamándonos indias. Félix, mi papá, vino de Costa de Araujo y se conocieron para las fiestas de San Vicente durante la sequía más grande que se haya conocido, y al año siguiente se casaron. Es una costumbre muy vieja la de encenderla velas al santo, para que haga llover, así que en el año que te cuento parece que se les fue la mano a los lugareños en la cantidad de velas que prendieron porque a los pocos días llovió una barbaridad y debió haber ocurrido otro tanto en Mendoza y San Juan porque vino una inundación de la gran siete que hasta peces sacaban de las lagunas vecinas, con decirte que hasta llegaron bandadas de patos de tantas variedades como nadie había visto en su revinagre vida.
         Vivíamos en un ranchito con paredes hechas de cañizo y  cortaderas  y techo de totora pegadito al corral para las cabras. De aquel tiempo me han quedado muy pocos recuerdos, algunos divertidos como los cuentos que decían las viejas y otros tristes, como la muerte de Miguelito, mi hermanito menor; y las picaduras de las chinches voladoras que me metieron esta enfermedad que me jode el corazón. ¿Viste cómo tengo el ojo derecho, con el párpado caído? Eso es también a causa de lo mismo.
         Con las frutas maduras de los algarrobos hacíamos añapa y pancitos de patay y también una chicha mucho más fuerte que la que hacen por aquí con uva, que se llama aloja, a la que algunos le agregan miel para hacerla más suave. Pastoreábamos las cabras y mientras ellas comían lo que encontraban, nosotras, las mujeres, recogíamos el junquillo, el que usan en la ciudad para fabricar escobas. También supimos tener algunas colmenas, pero a falta de interesados, mi papá las abandonó. Además, ¿quién se animaría a cruzar aquellos médanos para ir a comprar miel?    
         Mientras escucho a la gente que llora por la muertita, me estoy acordando de cuando al Miguelito lo picó una víbora de la cruz. No había cumplido siquiera dos años, creo que ni supo que había nacido. Un vecino, don Genaro Bustos, quien era, precisamente, su padrino de bautismo, le construyó un cajoncito con tablas de algarrobo y lo velamos envuelto en flores de retama, con la única ropita que tenía, con un rosario hecho con teltecas entre sus manitas. Aquí, si esta noche alguien se pusiera a tocar la guitarra lo mandarían a pasear pero, allá en Lavalle, las costumbres eran otras. En el velorio del angelito se bailaban cuecas y gatos toda la noche mientras servían mate, aloja y tortitas con chicharrones. Así encontraban un consuelo, en la creencia de que el alma del inocente iría derechito al cielo sin pasar por el purgatorio; y el tema de la conversación era solo sobre muertos y aparecidos, para darse fuerzas y sentir que todavía andaban de este lado, pobres y abandonados, pero meta zapatear y revolver los pañuelos.
         La Flor  y yo nos pasamos aquella noche pegaditas a las polleras de mi mamá, escuchando a las comadres contar sucesos tan extraños como los de la mula ánima, el caballero sin cabeza, el fantasma de la novia y meta darle al pico sin parar. Una ancianita, que parecía un esqueleto con cuero, cubierta con una mantilla negra que apenas mostraba una parte de su cara, hizo con su dedo una cruz en el piso y se santiguó para empezar diciendo, ya que voy a hablar de brujas mejor será que me encomiende a la Virgen. Soy vecina de Altos Limpios donde las hechiceras tienen su guarida, mucho antes de que los españoles llegaran por aquí.  Cierta muchacha que se calentaba apenas veía acercársele un macho, la Juana Santillán, reidora y buena tonadera, se burlaba continuamente de Cristo diciendo, a ése no me lo toque ninguna hembra porque lo tengo reservado para cuando me vaya volando directamente al cielo.
         Cierta noche la loca trepó a lo más alto de un médano y se acostó como Dios la había echado al mundo bajo una luna llena que hería los ojos. Luego de cubrirse con miel empezó a pegotearse plumas de pájaros en todito el cuerpo y se tumbó de espaldas llamando al Mandinga con tales gritos que los perros comenzaron a aullar y daba pena escucharlos. Después se puso de pie y comenzó a corretear agitando los brazos, subiendo y bajando por las lomas de arena hasta que empezó a revolotear como un pájaro y pasó por encima del bosque de algarrobos de donde salieron otros bichos semejantes que se reían a carcajada mientras se alzaban hacia lo alto, cada vez más arriba,  hasta que apenas quedaron unos puntitos que  desaparecieron en la oscuridad. Al día siguiente los puesteros encontraron, donde la bruja se había recostado, una gran mancha de sangre junto a un crucifijo destrozado.
         Desde ese día empezaron a escucharse risotadas entre la espesura de los árboles y verse unos bultos negros, como gallinetas, colgados cabeza abajo, llamando a los varones con palabras que no podría repetir, por respeto al angelito.
         Cierto atardecer, un mocetón hijo de un hachero, al cruzar a caballo por el sitio de donde venían los silbidos de las ánimas, escuchó como el llanto de unas criaturas que lo llamaban por su nombre. Andrés,  Andrés, repetían. Sorprendido, detuvo su cabalgadura y enderezó para lo espeso, comedido, como buen criollo, para servir sin temor, como le habían enseñado sus mayores. Buscó y buscó hasta que dio con un árbol cubierto como por bostas de gallina, y casi vomitó del olor infame que le llegaba. Al no encontrar nadie volvió al camino y en una de esas sintió que alguien le rozaba las espaldas. Se dio vuelta y vio a una mujer desnuda sentada en las ancas del caballo, la que solo llevaba puesta una corona de azahares de novia en la cabeza. No alcanzó el jinete a decir una palabra cuando la bruja, que no era otra que la mismísima Juana Santillán, le había clavado sus dientes en la garganta y empezó a chuparle la vena hasta que lo desangró. En colonia Los Sauces donde esperaban al joven Andrés solo llegó el caballo, bañado en sudor y con la montura hecha jirones tal como si la hubiera arañado un león.
         Con las brasas convertidas en cenizas y algunos tumbados por el sueño y otros comiendo una cazuela de gallina, nos encontramos con el sol que apuntaba mientras  se hacían los preparatorios para llevar al Miguelito al cementerio. Me acuerdo de aquella mañana como si fuera hoy pues aquel fue el momento más triste de mi niñez. Sobre el sulky viejo tirado por dos mulas, estaba mi papá con las riendas en las manos y el chicote sujeto en el pescante. A su lado, mi mamá sosteniendo sobre su falda el cajoncito de madera con su niño adentro. Detrás, montando sus caballos, algunos hombres y mujeres completando el cortejo hasta que se perdieron de vista, dejando tras ellos el rancho silencioso y los balidos de alguna cabra en el corral.
         Esa misma noche mi papá se emborrachó y nos dio una paliza que casi nos mata, culpándonos por la muerte del Miguelito, diciéndonos que las mujeres éramos peores que las víboras, tal era su odio. Por eso, Juan, estoy aprendiendo todo lo que Doña Rosa sabe sobre partos, empachos, culebrilla y lo que sea, para ayudar a que en este mundo de mierda se pueda vivir con un poco menos de tristeza  y de locura. No soy del tipo de mujer que subiría en pelotas sobre el anca de ningún caballo y tampoco me cosería plumas para poder volar y desafiar a Dios. No soy bonita ni tampoco muy bicha en hacer que los hombres se fijen en mí
         Te has quedado las horas mirándome, sin decir palabra, mientras yo te hablaba. ¿Será porque tanto te interesan esas historias raras o será porque te gusto? Juan, dejá de sonreír y contestame.

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CAPÍTULO 21

LA GITANA ZULEMA TRAICO ENSEÑA A SU HIJA MARÍA EL TRUCO DEL VASO DE AGUA Y LA APARICIÓN DEL BASILISCO QUE VIVE EN UN HUEVO DE GALLINA Y OTRAS TRETAS PARA VIVIR GRACIAS A LA ESTUPIDEZ  HUMANA.


         En el mismo lugar donde estuvo eso circo de mala muerte, estamos instalando nuestras carpas y nos quedaremos hasta después de que pase la vendimia y que tu padre y tus hermanos puedan vender esos camiones viejos que encontramos abandonados en Rivadavia.
         Ponete, María, la pollera nueva y los gruesos collares con medallones de oro que a partir de hoy tendrás que empezar a ganarte la vida pues, como decía mi abuela, gitana que no roba no come.  Mientras vos vas aprendiendo este oficio maravilloso, yo saldré con mis hermanas a vender pailas por este pueblo y sus alrededores, que ahora es el tiempo cuando sus gentes preparan esos dulces que a vos tanto te gustan, de membrillos con nueces o arrope que hacen con las uvas bien maduras durante la melesca.
         Vamos a repasar el arte de la magia que se practica con las manos, siempre más veloces que el pasmo que les acomete a los cristianos cuando están ante nuestra presencia.
         A los hombres empezarás pidiéndole un cigarrillo y apenas te lo enciendan te acomodás un poco el escote para que espíen, no mucho, tus hermosas tetas, que de ahí a pensar que todo resultará fácil dura menos de lo que canta un gallo. No te fijés ni en la cara ni en la edad ni en la ropa que lleven puestos esos machos porque ellos, sin distinción, solamente quieren saber de dinero y de mujeres. Si se someten a tu encanto dales a entender, con el simulacro del brillo de tus ojos, que por un fajo de pesos ellos podrían retozar sobre tu juventud como perros en celo para luego, leyendo las líneas de sus manos, decirles tal buenaventura que se olvidarán de vos y se quedarán como atontados, pensando en las fantasías que habrás depositado en sus cabezas.
         Empezaré por enseñarte el sortilegio del basilisco que espanta de tal modo a los estúpidos que ninguno, ni el más frío y calculador, se resistirá a entregarte unos billetes.
         No pensés, María, que este trabajo es fácil; apenas unas pocas mujeres de las cientos que visitarás, te harán pasar a sus casas. En tales casos, con la puerta abierta ya tendrás la mitad del trabajo realizado. Con una rápida mirada observarás todo lo que podrás arrebatarles, mediante la habilidad de las manos y el encantamiento de nuestro arte. Tenés que procurar llegar a lo más profundo, al fondo donde se esconden los miedos y las supersticiones, los buenos y los malos deseos, el gusto de resultar favorecidos por la suerte y el mismo gusto en hacer que a sus enemistades les llegue una maldición.
         Conocés, ya que de niña me has visto trotar durante años por este bendito país, que en la caricatura de las caras de esos pobres ignorantes, podrás leer lo que les pasa, especialmente en la facha de las mujeres. Así, a esa gorda amarillenta le dirás que sufre del hígado y ella quedará en el acto convencida de que sos adivina, porque de eso se trata, pequeña, de las adivinaciones y las suertes. A otra, flaca y del color de la cera, con el pelo seco y los ojos hundidos, le advertirás que cuide su estómago, que no se haga mala sangre, que ella está sufriendo el mal que una vecina que la odia le ha impuesto. Por la forma en que camina, como si fuera pisando clavos, revelerás a otra pobre mujer que si no se mejora de la columna se quedará paralítica, y que ni siquiera podrá ir por su cuenta al excusado, que se cagará en su silla y no habrá uno que la quiera ayudar a higienizarse. Si alguna otra transpira, tiembla y tartamudea, le ofrecerás ayuda para su corazón, enfermo a causa de no ser correspondida por el hombre que ella ama.
         Quedamos en que habías traspuesto el umbral de la casa. Hasta ahí todo irá bien, pero tendrás que insistir ante quien te dé semejante hospitalidad, quedarte a solas con ella, si es posible en un dormitorio, para convencerla con una seguidilla de zalamerías y amenazas al mismo tiempo para que acepte ver, con sus propios ojos, el demonio que tiene metido en su cuerpo, ese bicho inmundo que vive y se alimenta de su sangre con la apariencia de una enfermedad. ¿Quién no odia a alguien? ¿Quién no es odiado, a su vez?
         Deberás acorralar a la dueña de casa o a su hija mayor o al marido, siempre que te des cuenta de que tienen guardado sus ahorros en algún rincón, y decirles que los curarás sin que deban pagarte una moneda, que solo te guía el amor de Dios, quien es el único que conoce las causas de todos los males.
         Vamos a practicar para estar seguras de que todo saldrá bien. Tenés pedir un vaso lleno hasta la mitad de aceite,  un huevo de gallina y un pañuelo o servilleta, lo mismo da. Después te enseñaré a hacer el truco del pañuelo para robar anillos, pero hoy no voy a complicarte, así que sigamos con el ensayo.
         La persona que acepte hacer la prueba deberá estar sentada y vos en cuclillas, concentrada como si fueras una diosa de Egipto ante el faraón, sirviéndolo. Eso de ver a alguien en posición de servidumbre alienta a quien espera ver salir de su cuerpo el bicho que causa su enfermedad. Preguntarás el nombre de la fulana o del mengano y recitarás a continuación una cantilena en cualquier jeringonza que esos analfabetos, ciegos de esperanzas por la fortuna, pensarás que están usando el idioma de la magia. Pasarás tus manos sobre su cuerpo desde la cabeza a los pies sin olvidar lo más importante que es un toquecito suave por las berijas que es ahí donde todos sospechan que puede estar escondido el gusano. Pondrás el vaso en el suelo cubierto por el pañuelo y el huevo dentro del vaso, por supuesto, mientras te asegurarás que todo esté tranquilo y que, si hay curiosos, no deben sospechar de tus movimientos.
         No hay tonto que no sepa que en algunos huevos de gallina el mismo demonio incuba a uno de sus hijos más horripilantes, el basilisco, como este que saco de mi bolsillo y pongo en tus manos. Miralo bien y decime si no es algo asqueroso, que hasta yo misma, acostumbrada a utilizarlo miles de veces, siento repugnancia al tocarlo. Está hecho de goma y es parecido a una araña pero en lugar de patas   tiene unos pelos largos como tus dedos.
         Ahora viene lo mejor, que es cuando acariciando apenas el cuerpo de tu cliente repetirás, quiero sacar de la sangre, pongo ejemplo, de María Luisa Morales, el mal que le ha hecho por envidia alguien quien la conoce bien y que desea su muerte. Destaparás el vaso, mostrarás el huevo entero y volverás a cubrirlo con el pañuelo y lo pasarás de arriba a abajo, a los costados, entre las piernas, si es mujer rozarás con el vaso su chucha, y si es varón el pito, mientras irás introduciendo el basilisco, lo apretarás contra el huevo y formarás un mazacote sin dejar de hablar un instante mirando fijamente a los ojos de la que te dije, al cabo de lo cual, con la otra mano, levantarás el pañuelo y ahí aparecerá, el más repugnante hijo de la brujería, moviendo sus pelos entre el aceite, la clara, la yema y los pedazos de cáscara, como si estuviera vivo.
         ¿Querés que lleve conmigo el mal que te ha sacado o preferís  que vuelva a metértelo por aquí?, preguntarás a la miseria sudorosa que tendrás ante vos al tiempo que harás un movimiento con el vaso acercándolo a sus piernas. ¿Qué clase de estúpido desearía que semejante asquerosidad vuelva a metérselo por el sexo? Te dirán, por supuesto, que no, dándote lugar a preguntarle. ¿Creés que hay dinero suficiente en el mundo para pagar el bien que acabo de hacerte?
         La elegida para esta práctica, la supuesta Malicha, de quien después te contaré, te responderá que no lo sabe. Le dirás que te dé lo más valioso  que tenga en su casa, el dinero guardado, un reloj, o algo a lo que ya habías echado el ojo. Si lo que te ofrece te parece poco, le pedirás un jamón o una docena de botellas con salsa de tomate, tres o cuatro panes, lo que sea, que no podrás retirarte con las manos vacías pues la magia nunca debe perder.
         No concederás a nadie el mínimo tiempo para pensar,  tendrás que insistir, que si no me das algo valioso te meteré el basilisco por la zorra, te volverás ciega, te saldrán forúnculos en el trasero y dale y dale hasta que consigás lo máximo y llegués a ser el orgullo de tu madre, la gitana Zulema, la más grande, que no hay nadie que pueda con ella.
         Apenas cobrés tus honorarios de doctora del misterio que sana a los tontos de espíritu, les dirás que devolvés el vaso pero  que al bicho lo llevarás envuelto en el pañuelo para que la gitana mayor, la única que sabe hacerlo, lo corte con un cuchillo bien afilado y después lo queme ya que si un solo pelo quedara suelto volvería a metérsele por alguno de sus agujeros, pues cada cual tiene su propio demonio que lo sigue a todas partes como un perro que aunque lo abandones lejos de tu casa, si no encuentra a alguien que sepa matarlo para siempre, volverá como un gato, oliendo el tufillo hediondo que dejan los rastros de quien fue su dueña o su dueño, según sea.
         Mañana mismo habrá llegado el momento de tu iniciación y no he pensado en un mejor sitio que ese donde vive la gente más extraña  que he conocido. Tu hermana Magda sabe cómo llegar; ella estuvo allí conmigo la semana pasada y te acompañará en este viaje. Voy a decirte a quiénes visitarás y a quiénes no. Escuchame atentamente, muchacha. En primer lugar, ni loca, llegarás a la casa de una vieja criolla a la que llaman doña Rosa, la que tiene un nieto flacuchento y destartalado. Esa mujer es dueña del poder de las palabras que curan de verdad tanto a personas como animales y se protege de nuestra presencia con una planta de ruda macho con olor a meada de gato.
         Tampoco visitarás los negocios de los árabes que te sacarán a latigazos, y en casa de la maestra procurarás entrar solo si está el barrigudo de su marido, el cual tiene un mal que él mismo se ha hecho y que ni con su muerte se sanará. A ese morocho podrás consolarlo con el sortilegio de la magia, que te pagará con creces el cuchuflito.
         En casa del peluquero visitarás a su mujer, a la María Luisa de quien te hablé, y le llevarás de mi parte este encantamiento  que he preparado con hojas de almizcle, guano de caballo y alcanfor, para que lo entierre en el jardín de su vecina, la mujer que cuida la Capilla. A su vez, cuando crucés la calle, en la casa que está junto al Salón Vecinal, hallarás a quien María Luisa odia, una tal Salomé Bazán, y como si nada supieras le dirás que una mujer gorda de patas flacas está preparando su muerte que le anticiparás mostrándole el basilisco.
         Mañana, antes de que tu padre las deje a Magda y a vos en las proximidades, te haré otra lista de los mejores candidatos que he seleccionado para tu primer día de trabajo. Procurá que ellos no olviden el poder que conserva nuestra raza de gitanos, poder que por desgracia va extinguiéndose por culpa de los libros y de nuevos males que todavía no hemos aprendido a conjurar.
         Caminá por la calle con esa gallardía que Dios te ha concedido, despacio, sin apuro, como su tu alma se alimentara con la mansedumbre de una paloma que trae los mensajes de la revelación, y con la astucia de la serpiente que sabe huir del peligro y morder por sorpresa a quien la ofendió.
         Aprovechate de cualquier hombre, dejá que huela tu pelo, que te desnude con su deseo, pero no permitirás que nadie te toque, puesto que el próximo año serás la esposa del más rico de los gitanos de Brasil, tu primo Luis. ¿Sabés cuál sería tu precio si mojaras con tu sangre de virgen la pindonga de un extraño? ¿Has pensado en el castigo que recibirías? Podés jugar con tus caderas y gozar con tus ojos y calentarte en silencio, fumar en compañía de los machos, rozarlos con tus senos y aún sobarles la paloma, pero deberás aguantar tus deseos para ofrecérselo completos a tu marido, en tu noche de bodas.
         Después, María, cuando empecés a ser vieja como yo, te darás cuenta de que la dote que compra a una gitana te convierte en la puta más cara, a la puta que sirve, por dinero, a un solo hombre.

*

CAPÍTULO 22

TATITA, LA GALLINA AMESTRADA DE DOÑA ROSA GAUNA, ESCUCHA LAS TRISTES CONFESIONES DE LA ANCIANA, ENTRE EL AROMA DE PASTELES FRITOS EN GRASA Y LA NIEVE QUE CAE, MANSAMENTE, SOBRE LOS OLIVARES.


         De un momento a otro van a llegar los hijos de  Abelardo Sánchez, el casado con la Valentina Santini, y les estoy preparando  unos sabrosos pastelitos fritos en grasa, y para que no les caigan pesados, como ellos no deben tomar vino, les prepararé un té bien calentito con hojas de durazno secas que guardo en un frasco.
         A esos niños, como a tantos otros de este lugar, los conozco desde que sus madres los parieron. ¿Cómo te atrevés, gallinita ingrata, a cacarear de eso modo? Los traje al mundo porque soy la médica más famosa de este lugar, desde que murió doña Tomasa Culipí, de quien aprendí todo lo que sé. Además, soy la única en este pueblo, qué joder.
         Al Juancito, al principio,  me gustaba cargarlo hasta verlo colorado como un tomate. Apenas lo veía llegar, muy calladito y pensativo, por el callejón  de los ciruelos, yo empezaba a cantar, haciéndome la distraída. “Juancito de Juan Moreyra traeme una escupideira que anoche comí una peira y tengo una cagadeira”. Hasta que un día lo vi haciendo pucheros y me dio vergüenza de portarme como una vieja cochina. En cambio, a la flaquita rubia  de patitas chuecas, la María Ema, y a la más chica, la María Elena, fuerte y robusta como una mula, les causaba gracia y se morían de risa cuando al verlas jugar en la soga, yo acompañaba  el movimiento de los saltos y les decía, una y otra vez. “María panza fría botijón de la lejía saca pollos y no los cría mancarrón de la policía”.
         No pensés, Tatita, que a todos los vecinos les gusta que sus hijos vengan a escuchar mis cuentos. Como en todas partes hay gente amable y gente jetona. Cuando la Rita Zamora y el Hugo Alaniz eran niños, venían de vez en cuando y se quedaban calladitos mientras yo me llevaba sus almas al país de las maravillas y los sueños que guardo en mi memoria. Años después, al crecer, la Rita y el Hugo dejaron de ser amigos al mismo tiempo que dejaban atrás su infancia; era como si lo oscuro se les hubiera ido entrando de a poco taponándoles el deseo de ser felices. Las que sí vienen seguido son las cieguitas, las hijastras del guata de cebo del  Fausto Palacios. Digo hijastras porque un bicho feo como ése no pudo haber sido el padre de criaturas tan hermosas, tan diferentes a todas las que he conocido. Y encima, ese borrachín y angurriento, amenaza a las muchachas cada vez que se entera de que ellas han estado en mi humilde rancho, porque donde él vive con esas inocentes no es siquiera un rancho limpio como el mío, es un chiquero con olor a bosta de perro. ¿Por qué lo hace?, seguramente porque lo tengo junado al hijo de la gran siete y teme que algún día, cuando se llene el vaso de mi paciencia, suelte yo un par de verdades que lo manden a la cárcel. Ese es el pozo donde ese cotudo badulaque tiene que ir a parar para que pague todo el daño que les hace a sus hijas, si no es que antes lo consume en vida el fuego del mismo Satanás.
         Otro al que le tengo algo de tirria es al Miguel Ángel Toledo, el que está casado con la señorita Marta, la maestra. Es un negro tilingo boca sucia, para más señas gordinflón y cogotudo como si fuera hijo de bodeguero, el sabandija. Gracias a su mujer, quien es una persona delicada y respetuosa, empezó a aprender buenos modales pero, como el alacrán, no puede con su mal genio.
         A propósito de aquellos que no pueden vencer su mal carácter, te voy a contar, Tatita, la historia  que escuché de boca de mi abuela Severa. Dicen que una tarde calurosa de diciembre, por la zona de Colonia Bombal se encontraron un sapo y un alacrán, frente a una laguna profunda llena de bagres y mojarritas, taguas, patos zambullidores y toda clase de bichos. Buenas y santas, dicen que dijo el alacrán con voz de fayuto. No tan buenas, respondió el sapo en el momento en que cazaba de un lengüetazo un par de mosquitos. ¿Puedo pedirle un favor?, preguntó el de la voz falsa, y el gordito ojos saltones preguntó a su vez. ¿A mí? Sí, por favor, le agradeceré eternamente si me ayuda a cruzar la laguna, tengo que ir a visitar a unos parientes y así acortaría el camino. Lo haría si estuviera loco, dijo el sapo, y como no lo estoy, le digo que no. ¿Por qué dice eso? Porque apenas usted suba a mi lomo me va a picar y moriré. Pero, ¿de dónde ha sacado esos malos pensamientos?, querido vecino, si yo lo mato también moriré. La cosa es muy simple, piense un momento y va a comprender que tengo razón. El sapo dudó un momento, cazó otro par de mosquitos y dijo, está bien, creo en la honradez de su palabra, al fin y al cabo nadie es tan choto para querer suicidarse. Suba, que en un momento estaremos del otro lado de la laguna. Montó el alacrán como si fuera sobre un caballo, en pelo, y cuando estaban a mitad del camino el sapo sintió que el alacrán le había encajado una inyección de veneno. Pedazo de boludo, usted prometió que no lo haría, ahora moriremos los dos. Es que no puedo con mi carácter, decía el alacrán a las carcajadas. ¡No puedo con mi carácter!
         Eso es lo que le pasó al negro Toledo, el lengua larga, aquella triste tarde de verano cuando la piedra destruyó su cosecha. Que Dios lo perdone si es que Dios también ha perdonado al alacrán.
         En cuanto a mí, no soy de las que piensan que han sido elegidas  para ser perfectas. Tengo buenos motivos para creer que he cometido muchos pecados y que otros han producido faltas muy graves que han llenado de tristeza muchos años de mi vida. Al pensar en los niños que están por llegar me acuerdo de la maldita noche y de la bendita noche, todo al mismo tiempo, en que nació el Narciso y murió mi única hija. ¿Te acordás de la Filomena? Cómo podrías acordarte, gallina del carajo, si todavía no habías salido del huevo.
         Lo recuerdo patente como si hubiera sucedido ayer. Una noche de marzo del año 31, tiempo después de que el general Uriburu derrocara a don Hipólito Irigoyen, ese gran caudillo del partido  en el cual militaba mi esposo, Juan Gauna. ¿Qué mirás, gallina parlanchina? ¿Te estás riendo? Por suerte entre ustedes, la gente del gallinero, no hay generales que los defiendan de caer en la olla. No lo tomés a mal, era solo una broma.
         Sucede que cuando me visita la tristeza se me ocurren cosas graciosas. Será para igualar, andás vos a saber.
         La Filomena había sido preñada por un maricón de esos que se borran apenas se dan el gusto y la pobrecita se las aguantó y nunca quiso decir su nombre, ni aún cuando su padre la cacheteó al saber lo que había ocurrido. Aquella noche, a eso de las once, estaba mi niña dando esos gritos que dan las parturientas para ahuyentar a los malos espíritus cuando al salir al patio a buscar una tetera con agua caliente del tacho que estaba junto al horno, escuché que de los álamos venían los gritos de una lechuza. Me persigné y le eché unas maldiciones al pajarraco. Volví a la pieza y el Narciso estaba forcejeando por salir en medio de un charco de sangre. Yo tenía todo preparado, el agua, las toallas limpitas, las tijeras desinfectadas con alcohol, un paquete de algodón y las ropitas que habíamos cosido entre las dos.
         La Filomena había dejado de gritar para que lo hiciera el niño y mientras yo cobijaba al recién nacido a ella le llegó el sueño de la muerte, y se quedó quietita, pálida, con una sonrisa como la de quien ha terminado sus trabajo y no tiene otro deseo que descansar.
         Por eso dije,  Tatita, que aquella noche fue maldita y bendita al mismo tiempo. Noche negra y hedionda que se robó a mi hija y noche de bendición por la vida que dejaba en mis manos. Así me convertí en abuela y madre y volví a limpiar potitos y cambiar pañales, a preparar mamaderas y curar empachos, a tener más fuerza que nunca para hacerme cargo. Después que lavé y envolví al niño, lo puse en la cuna y se quedó dormido. Salí al patio y allí estaba mi viejo, el Juan Gauna, en completo silencio, mirando hacia la oscuridad. Sólo el brillo del cigarrillo  cuanto pitaba alumbraba su cara curtida por el trabajo y los sufrimientos. Puse una mano sobre su hombro y un momento después él se levantó y se fue para Tres Esquinas, a buscar un comedido que fuera hasta Maipú a traer un médico que hiciera el certificado de defunción.
         Volví al dormitorio, recogí las cobijas ensangrentadas y puse a mi Filomena sobre una sábana limpia con sus manos frías cruzadas sobre el pecho, a esperar la mañana, rezando.
         Después que no anden diciendo que el Narciso es tonto, porque es cierto que fue un mal parto y que tal vez por eso ahora mi nieto parece un monicaco caminando, con sus piernas torcidas, sus manos tembleques y su boca en donde las palabras demoran en salir. Pero no es verdad que sea un alcornoque, como dicen los que desprecian a los pobres. Mi nieto es más inteligente y más fuerte y más macho que nadie. ¿Quién le gana en el trabajo? ¿Quién tiene como él sueños en colores? Porque ande con una pata a la rastra nadie tiene derecho a joderlo. Si agarro a alguno, burlándose, te juro, Tatita, que le voy a cruzar la jeta de un guascazo.
         Mire, comadre, ya van llegando las visitas. Empiezo a echar los pastelitos en la olla, pongo la tetera al fuego y me limpio los ojos, no vayan a pensar esos pendejitos que estuve llorando.

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CAPÍTULO 23

TAN BELLA COMO DESPRECIATIVA Y RENCOROSA, COCA ABDALA CORTA EL LAZO DE AMOR QUE LA UNÍA A JUAN SÁNCHEZ Y MUESTRA EL OTRO LADO DE SU CORAZÓN, DONDE HABITA LA GATA MONTESA DE LOS CELOS.


         Algún día tener que llegar, Juan, el momento de decirte, honestamente, lo que pienso sobre vos, las cosas que van a amargarte la vida para siempre, a dejarte una imagen diferente de lo que vos creías que yo era, porque hasta hoy me habías tomado por una estúpida, por una amiguita cariñosa que te dejaba hacer, por una ingenua que no sospechaba de la clase de hombre de la que estaba enamorada. Te voy a dejar encerrado en una cueva de ratones, en un salón de espejos como ese que está en el Hollywood Park, en Mendoza, y que tanta gracia te produjo aquel domingo en que tuve la tarada idea de acompañarte.
         No estoy segura de si voy a decirte la verdadera causa de mi enojo pues gozaré metiéndote dudas, dejándote plantado muerto de bronca, creyendo que me he vuelto loca de remate. Tenemos la misma edad pero yo ya soy una mujer y vos todavía un pendejo con la cabeza llena de fantasías. ¿Para qué te sirve leer tanto? ¿Pensás que los libros van a transformar tu vida? Me dan ganas de reír a carcajadas viendo la cara de estúpido que estás poniendo.
         Cuando teníamos doce años nos pasábamos papelitos por debajo de los bancos de la escuela con cartitas de amor que yo escribía y versos pavotes que vos seguramente copiabas de algún libro porque nunca creí que fueras capaz de inventarlos. Jamás he dejado de pensar que sos un pobre diablo pero no te lo había dicho hasta hoy para no lastimarte. Por suerte mi mamá siempre ha pensado que somos apenas un par de amigos, porque si se enterara de que has estado levantándome las polleras y manoseándome, te cortaría el pito.
         De todos modos, aunque yo misma sea quien abra las puertas para que me dejés en paz, debo confesarte que te he querido mucho, con la inocencia que tenemos las mujeres de creer que nunca seremos engañadas. Nos veíamos cuando podíamos, y pocas veces hemos estado a solas, por suerte para mí, porque nunca dejaste de ser un mano larga, un guarango toqueteador. ¿Por qué tanto apuro? Yo quería esperar un tiempo más para darte lo que me pedías y hubiera seguido aguantando mis deseos de mujer porque, te repito, nadie va a quererte tanto como yo te quería.
         Cada vez que te veía llegar al almacén, a llevar pedidos para tu casa, yo era la primera en atenderte, te hacía bromas, le hacía una guiñada a mi papá como si él fuera mi cómplice, anotaba prolijamente en la libreta cada peso sin engañarte nunca, te acompañaba hasta la calle y me quedaba charlando un rato con vos, como los buenos amigos que éramos.
         Si salías a dar una vuelta en bicicleta con Emir aprovechaba para servirte un café con bizcochos cuando regresabas, me ponía mi mejor vestido, me bañaba y perfumaba para que te dieras cuenta de la hermosa mujer en la que me estaba convirtiendo.
         Poco a poco fui dejándote pasar, no solamente al comedor de mi casa; permitía que fueras tomando alguna parte de lo mucho que deseabas, en una entrega que parecía no tener fin. La primera vez fue un beso, apenas rozándome los labios, después un poco más y luego yo misma te respondía, con una boca húmeda sin pintura para no mancharte la camisa, te tomaba del  cuello y no te soltaba, para que te excitaras y pusieras tu lengua a jugar con la mía, todo el tiempo que pudiéramos aguantar, en la oscuridad de la vereda, olvidados de que alguien pudiera vernos. 
         Hasta he permitido que pasaras tus manos por debajo de mi corpiño, varias veces, pero solamente una en que dejé que me besaras los pezones. Nunca podrás contarle a ninguno de esos degenerados que tenés por amigos que lo hiciste dos veces. Una sola vez me besaste los pechos y todavía no comprendo cómo dejé que lo hicieras como nunca entenderé dónde tenía yo puesta mi cabeza para permitir que me levantaras las faldas y acariciaras mis piernas, con tanta suavidad que después, al quedar sola, me parecía seguir sintiendo tu calor.
         Decime, Juan, si yo te he querido tanto, si era casi tu novia, ¿cómo  puede ser que te hayas convertido en un hijo de puta? Las sensaciones de placer que antes sentía en tu presencia se han transformado  en odio, en un odio ciego que me obliga a rechazarte, a sentir vergüenza de haberte conocido, de que me hayas tocado. Me dan ganas de poner ácido en la boca que has besado, en arañar mi cara y cortar mi pelo, en revolcarme en la basura por todo el asco que me das. ¿Te gustaba mi cuerpo? ¿Qué sentías cuando bajabas lentamente mi bombacha y empezabas a acariciar mi vello, a buscar debajo hasta sentir el pliegue de mi sexo? Debo haber estado muy enferma porque a  mí también me gustaban tus caricias, tanto que después yo continuaba en mi cama haciéndolo con mis propias manos, pensando que eran las tuyas, hasta sentir que me hundía en un pozo de dicha, en la locura.
         Pero me queda el consuelo de haberte dado poco. Nunca, ni una sola vez te acaricié, aunque me rogabas y ahora que lo recuerdo me parece cómico haberte dejado tantas veces con la bragueta abierta, esperando que lo hiciera. Más orgullosa todavía estoy de saber que nunca hicimos el amor. Me parece increíble haber sido tan fuerte, de haber aguantado a un asqueroso que me trastornaba con sus palabras y sus deseos. Vas a morirte sin haberme conocido, sin que hayás podido darte ni una sola vez el gusto de montarme por más que lo intentabas.
         ¿Olés mis perfumes? ¿Te has dado cuenta de que estoy estrenando un vestido nuevo? Debajo estoy yo, limpia, con olor a jabón y a cremas, con deseos de sentirme mujer, coqueta y caprichosa, haciéndote sentir la humillación que te produce mi desprecio. Lo que más te asusta, lo veo en tus ojos, no son las palabras de reproche, ni el rencor hacia vos por algo que todavía no sabés. Te da miedo, te desespera darte cuenta de que ya no seré, no podré ser tuya, seré de otro. Si lo hubieras pensado antes, si de verdad me querías, no habrías acabado vaciándote en una yegua. Yo podría haber sido tu primera mujer, hubiera terminado recostándome sobre una bolsa de maíz en el galpón y dejado que me abrieras. ¿Pensás que nunca te he deseado tanto como vos a mí? ¿No pudiste haberme dicho que era tan grande tu necesidad que si no lo hacías te morirías?
         En este lugar que apenas tiene veinte casas, todo se sabe. No me importa que te hayás acostado con la Rita porque estoy enterada, hace rato, de que todos los hombres son unos cabrones de mierda.  Estoy llena de odio contra vos, porque no supiste esperar, no supiste hacer un buen trabajo, no aprendiste a calentarme lo suficiente, algo te falló. Más fácil te resultó dejarle tu dinero a una puta barata, eso lleva poco tiempo y no deja compromisos.
         Si yo hubiera sido tu primera mujer, no habrías tenido que pagarme. Yo te hubiera pagado por hacerme dichosa al ver que terminaba lo que habíamos empezado juntos desde niños, un juego de dos, un apartarnos de los otros, no sentir miedo de dar, no creer que una mujer debe ser tan fácil que por unos pesos o a cambio de un acta de matrimonio podés meterte dentro de ella. Vos hacías tu parte en dirección a mí y yo mi trabajo hacia vos. El día que me besaste por primera vez me hice un juramento en secreto: que te sería fiel, y cuando me besaste los pechos sentí que quería ser tu mujer hasta la muerte. Hubiera matado para defenderte, te hubiera seguido a cualquier parte, con tu pobreza y la chifladura por los libros. ¿No aprendiste todavía a leer lo que dicen los ojos de los otros? ¿Sos tan huevón para elegir?
         En este momento, ni aunque me obligaras, volvería a besarte. Lo único que te pido es que dejemos de vernos y hagamos como se hace con la libreta del almacén: una vez pagada se rompe para que nadie pueda hacer reclamos. Como dice el refrán, si te he visto no me acuerdo. Haré de cuenta de que no te conozco porque ni siquiera pienso despedirme. A toda persona que pregunte por vos voy a decirle que sos  un ladrón, alguien en quien no se puede confiar, la peor  persona que he conocido, un tipo débil de carácter, el hijo de un contratista de viña, una bazofia con pelos, un abriboca que no sabe terminar bien sus trabajos, un apurado, un impaciente  y mentiroso, un falso. ¿Sabés por qué tengo, Juan, tanta amargura? Pienso que no es por celos, porque yo nunca te he querido como algo que me perteneciera. No puede ser que sienta celos, tampoco, por  una mujer vulgar como la Rita. Lo que a mí me pasa con vos es otra cosa, es un resentimiento que nace de saber que me has engañado, pero no con tu cuerpo, el cual podrías dárselo a los leones del zoológico; te has burlado de mí con tu corazón, con tu alma, has roto la confianza que sentía hacia vos, la seguridad que se ha deshecho con el ocultamiento, con esa cara de imbécil con que respondías a mis preguntas, con el modo de apartar los ojos cuando yo te buscaba con mi mirada.
         No pienso guardarte luto porque no merecés ni siquiera una lágrima mía.  Me siento importante, muy por encima de tu debilidad de animal fácil, protegida por la voluntad de no dar un solo paso atrás. Al próximo hombre que se me acerque voy a hacerle lo mismo que te hice a vos. Primero lo haré esperar un buen tiempo, después le iré entregando en cuotas un beso acá y otro por allá. Una mano desabrochando los botones de mi blusa por ese lado y la otra mano despacito, sin apuro, buscando un lugarcito tibio entre mis piernas, exactamente como lo hacías cuando eras la persona que yo más amaba.
         ¿Sentís celos por lo que te estoy diciendo? ¿Qué es tener celos para vos? ¿Qué alguien tome el cuerpo o el alma de tu mujer? ¿Qué te parece si ahora mismo voy a casa de tu amiga la Rita y le pido que me deje acompañarla por las calles de Mendoza, para empezar a practicar? Si me encontraras, ¿cuánto pagarías después de que otros hubieran gozado de lo que era solamente tuyo?
         No siento celos, Juan, lo único que deseo es que te mueras.

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CAPÍTULO 24

TREPADO A SU MOTOCICLETA “GILERA”, CON LA SOTANA RECOGIDA  Y PROTEGIDO POR GRUESAS ANTIPARRAS, EL PADRE LUIS  TONELLI DIRIGE SUS ORACIONES A MARÍA AUXILIADORA PIDIENDO POR SUS OVEJAS DESCARRIADAS Y POR SUS PROPIOS PECADOS.


         Aquí voy otra vez, Amada Señora, en mi vieja motocicleta, dejando tras de sí remolinos de polvo que el aire fresco de la mañana vuelve a depositar amablemente sobre la huella, a presidir la santa misa del domingo en mi Capilla, consagrada a la Virgen de la Vid, a escuchar los pecados y ruegos de las almas que tú me has encomendado y reconfortar su hambre y su sed de salvación con el Pan y el Vino de la Eucaristía.
         Sabes que yo también me alimento con el Pan de los Ángeles y con las mismas oraciones que desde niño señalaron el camino de mi vocación.

         “Panis angelicus fit panis hominum ad lucem quam inhabitas”.

         Sin embargo, el alma de tu humilde cura, el más imperfecto de todos, habita en el cuerpo de un hombre, a veces exaltado por tu gracia y otras oprimido por el peso del mundo, por las flaquezas y tentaciones de la carne.
         ¿De dónde proviene, María Auxiliadora, mi codiciosa devoción por Dios, mi apetito divino, el puro anhelo de servir a mi prójimo con la diligencia de un rústico pastor que cuida su rebaño? ¿De dónde los bullicios de mi sangre que me abandona como a un huérfano en un par de deseos ocultos? ¿Acaso has dispuesto para mí que atraviese la misma noche oscura que recorrió San Juan de la Cruz con el socorro de la imagen de tu sublime desnudez celestial sin que lo aterrara la sombra de la concupiscencia?
         Esperaré que me respondas después de que te haya resumido las  súplicas que hoy te expondré por algunos de mis fieles a fin de que  intercedas ante tu Hijo por ellos y les prodigues el consuelo de la misericordia. A los rigores del trabajo y de la pobreza de unos, al abandono perezoso en la indignidad de otros, al escándalo incestuoso de pocos y a la falta de esperanza por lo que reciben, de la mayoría, solo tengo para ofrecerles una hebra de la compasión que proviene del manto de luz con que tú nos cubres, a virtuosos y réprobos por igual.
         Prueba el sabor, Divina Madre, como el de la amargura de la chilca, que tienen en la saliva de sus bocas y después muéstrales el manantial que cada uno tiene en su corazón de donde brota el agua bendita que rechazan, menos por necios que por el desamparo espiritual en que viven.
         Por ejemplo, ¿con cuál de los fuegos purificadores rescatarás a Fausto Palacios? ¿Con el fuego de Micael o el de Lucifer? ¿Con la llama que arde en tu mano derecha o en tu mano izquierda? Hace apenas una semana tuve tenido la firmeza de ir al encuentro de esa furiosa criatura. Estaba echado en su camastro, como un Herodes mendicante, cubierto de  moscas y de chinches, bebiendo a sorbos una botella de grapa, mirándome en silencio con perversidad, esperando con una mueca desdeñosa mis primeras palabras, mientras acariciaba a un enorme perro recostado a sus pies.
         En el patio, detrás de mí, estaban las cieguitas saltando a la soga y cantando:

Antón, Antón Pirulero,
cada cual, cada cual,
que atienda su fuego.

         Cada una de las niñas tenía sobre sus cabellos rubios una coronita hecha con flores blancos de corrihuela y sonreían como si estuvieran colmadas de una extraña felicidad. Sobre un horno derrumbado se alzaba el pavo real más hermoso que yo haya visto en mi vida, desplegando su cola y cerrándola, como si me saludara.
         Apenas intenté salpicar al desperdicio humano con algunas gotas de agua que había recogido de tu altar, abrió una boca desdentada y escupió a un costado lo que estaba bebiendo para pronunciar tales insultos y amenazas que más vale que se secara mi lengua si me atreviera a repetirlas ante ti, Virgen santísima.
         Se incorporó de un salto y tomando del costado de su echadero un rebenque, me lanzó un par de guascazos al tiempo que chumbaba a su perro mientras yo salía presuroso a refugiarme en la velocidad  de mi motocicleta que había dejado apoyada sobre el tronco de un viejo sauce chamuscado por el rayo, y fue tal mi ofuscación que me enredé en unos retortuños dejando en él jirones de mi sotana y jirones de mi vergüenza.
         Aumentaba la velocidad metiendo con premura las marchas con el pedalín y haciendo girar la manivela del volante, para dejar atrás al perrazo y a otros dos que se le habían unido en mi persecución.
         Al abrirme al deseo de comunicarte mis desventuras de curita  rural por momentos no sé, Madre, si reír o llorar, ya que eso prueba, y  Dios me bendiga, que tengo el corazón de un niño.
         Hablando de niños, hoy bautizaré al pequeño Silvestre, el primer hijo de Felisa Burgos y Abel Carbajal, el policía, a quien te ruego hagas una seña para que deje de robar alambres en la Finca Los Nogales que si no lo detiene  una noche de éstas el mismísimo comisario lo hará, el disparo de escopeta de Franco Santini, el más perjudicado. Dice el refrán que no se puede estar al mismo tiempo  en misa y repicando, y eso vale también para un policía. Para un cura también, sí, María Auxiliadora, ya me lo habías dicho.
         Otro quien vive delirando por su viña es Miguel Ángel Toledo, al cual parece que ni la confesión ni las penitencias que le he impuesto le han resultado suficientes y anda oprimido por un apetito insaciable de absolución. Le ha dictado a su mujer para nuestro Santo Padre, el Papa Pío XII, pidiéndole un perdón definitivo y amenazando con hacerse crucificar en el mismo lugar donde él cometió el sacrilegio, si no es escuchado.  Yo, en este asunto, más no puedo hacer así que si tú no intervienes a tiempo ese gordo es tan impulsivo que cuando ni él mismo se haya dado cuenta estará clavado, colgando de un madero.
         Respecto de Pedro Grosso y de sus compinches, los divertidos jugadores de truco, debo pedirte que mezcles sus tantos, que en nuestro idioma humano vendría a ser algo así como convertir su picardía en una lección espiritual. Quinto Scaraffía, quien es, de todos ellos, el católico más convencido aunque rara vez lo veo en misa, más con inocencia que con el deseo de delatar a los otros, me ha contado que están leyendo un librito de morondanga que toma en solfa el ministerio de algunos santos y que se titula, si recuerdo bien, “Sermones del Cura Baltazar”. No estoy en condiciones de juzgar tales textos puesto que no me he animado a pedirles prestado semejante mamotreto, pero tú, para quien nada está oculto, me dirás cómo debo proceder, si no es que antes has resuelto por otro camino la solución conveniente.
         De Don Bosco, de quien aprendí, más que de nadie, el amor por los niños y los jóvenes, me ha quedado el sentido de servirlos y comprenderlos, con simpatía y tolerancia aunque alguna recibe por ahí, de mi parte, un coscorrón o un apropiado tirón de orejas cuando es necesario. He unido en el sacramento del matrimonio a muchos a quienes yo mismo había bautizado y he seguido, de los más devotos, cada paso de sus días y ahora soy, más que sus propios padres en quienes pocos confiarían a riesgo de ser lapidados, el cofre donde pueden depositar sus secretos más terribles.
         Este breve razonamiento es, patrona de los desamparados, para predisponerte a lo que estoy pensando que formularé a tu arbitrio, que por algo nuestra iglesia te representa como la mujer caritativa y generosa que todo lo puede. Se trata de Nené Jalil, esa jovencita a quien apenas ayer me parece ver jugando con sus muñecas en la puerta de su casa, la mercería del viejo Abdón, ese árabe ojeroso de quien nadie puede decir otra palabra para nombrarlo que usurero, un avaro piojoso que no enciende una vela para no gastar un fósforo; perdóname la iracundia.
         Desde la muerte de su hermano Elías, en aquel accidente en Alto Pencoso, donde tú estuviste presente para bendecirlo, la joven Jalil viene frecuentemente al confesionario para decirme algo tan difícil de comprender que ni yo mismo, con la astucia de San Eduardo y la tenacidad de Ignacio de Loyola, puedo sonsacar. Ni bien se arrodilla, cubriéndose de tal manera que nadie pueda ver sus lágrimas, salvo yo, comienza a decir frases incoherentes, balbucea, se queda por momentos con la cabeza gacha, el rostro demudado y sus manos juntas, como si quisiera ser perdonada sin necesidad de pronunciar las palabras mediante las cuales el demonio del pecado debe ser escupido por la boca. ¿Qué querrá decirme? ¿Qué puede haber sucedido para que una jovencita jovial, casi extravagante, se haya transformado en un espectro gemelo, pero femenino, de su padre? Reconfórtala con tu indulgencia plena, con la gracia divina que hace posible que el Universo no se disuelva en la Nada, te lo ruega alguien quien también necesita de la misma medicina.
         Faltando apenas algunos pocos  kilómetros para llegar, si no me desmonto antes de un porrazo de esta máquina tronadora por esquivar tanto pedregullo, voy a hablarte de mí pues, por gentileza, he esperado para hacerte el último reclamo.  Si bien es cierto que he sido preparado para ofrendar y no para pedir, me despojaré por un instante de mi sotana, para que sea el hombre que se cubre con ella quien se confiese, con la confianza ciega del bebé que se amamanta, con la esperanza que tienen los que mueren en la promesa de la resurrección.
         ¿Recuerdas tú, Madre del Mundo, mis diálogos con Rita Zamora, la joven de los vestidos rojos y la cinta blanca en su pelo? La última vez que ella disolvió en su boca el Pan de los Ángeles fue cuando tenía trece años, en nuestra iglesia en Rodeo del Medio. ¿Te acuerdas? Desde entonces ella no ha vuelto a tener el gozo que redime al alma pero ha colmado con abundancia el apetito de su sexo. Cada vez que nos encontramos le he marcado el camino de regreso a la casa de Dios, y calculo que habrán sido tres o cuatro veces, a lo sumo, en este último año.
         Después de nuestro último intercambio de insinuaciones, algunas dignas, otras falaces, Rita ha roto las barreras que protegen la santidad de mis sueños donde las oraciones de la noche han sido, en mi descanso, el refugio más seguro. Ella me había anticipado su deseo indecoroso y vulgar de acostarse con un cura como yo, de manera que desde aquella tarde multipliqué el fervor de mis rezos y de mis ejercicios espirituales. Disminuí mis raciones de comida, me postré por horas ante el Crucifijo, bañé con la sangre de mis rodillas las lozas de mi celda para no ceder ni con el pensamiento, que ya hubiera sido en sí mismo un pecado, ni con la torpeza, aún peor, de mis manos.
         Aún así, bastó que cierta noche, el perfume de un árbol de magnolias que está frente a mi cuarto, me llegara con el aire tibio de diciembre, para que apacible y fugazmente, la imagen de Rita se colara como una gata, por el fluido de mis ensoñaciones y forjara una pesadilla de la que no deseaba despertar. No apareció con su  vestido y sus zapatos de damisela, ni eran su mirada y sus gestos los de una meretriz. Por el contrario, estaba envuelta en un manto azulado y en su cabeza puesta una corona idéntica a la que lucen las reinas cortesanas o las vírgenes de las iglesias, válgame el cielo.  Apenas quedamos enfrentados, caminando ambos descalzos sobre la arena levemente mojada por el agua de un mar azul rodeado de montañas, Rita se despojó mostrándose como una Eva majestuosa, perfecta. Íbamos aproximándonos lentamente cuando de pronto, como impulsados por la fuerza de un rayo, nos acoplamos y en el instante yo sentí que estallaba dentro de ella como una bengala y que moría, deshecho en una agonía tan dulce de la cual no hubiera querido despertar por toda la eternidad si no hubiera sido porque las campanas de la primer ahora me despertaron.
         ¿Estuve en el infierno? ¿En el cielo? ¿Es pecado tener un sueño semejante frente al cual la realidad parece un sueño? Respóndeme, María Auxiliadora, que estoy pasando sobre el puente del canal y veo que la gente está aguardando mi llegada. ¿Estoy entrando en la noche oscura del mi alma o estoy saliendo?

*

CAPÍTULO 25

EL NONO  SALVATORE SANTINI REMEMORA EN SU SILLA DE INVÁLIDO UN DÍA EN LA BATALLA DEL PIAVE DURANTE LA PRIMERA GRAN GUERRA Y LA IMAGEN DE SU MADRE, DESPIDIÉNDOLO PARA SIEMPRE, EN LA ESTACIÓN  DE TRENTO.


         Postrado en mi silla de inválido, bajo la sombra del parral de uva moscatel, atendido como un niño por mi amada Costanza, viajo con mi corazón a la lejana patria para recordar mi gloria de soldado en el tiempo en que mi querido país era pisoteado por la furia extranjera.
         Me siento avergonzado de verme viejo, como una herramienta de trabajo rota, abandonada en un rincón de la casa. ¿En qué se ha convertido aquel hombre alto, rubio, de ojos azules, el que enamoraba a las muchachas en Madonna di Campiglio con su bella voz y sus modales gentiles de campesino? En una sombra que llora en silencio y maldice en su celda como un pobre desertor que espera la hora de su ejecución. ¿Quién seré cuando termine esta larga espera y deje de soñar? ¿Seré un niño perdido en un bosque? ¿Estaré frente a mi madre, de rodillas, pidiéndole perdón por haberla abandonado? ¿Seré indultado por haber matado a tantos hombres? La vida es la única batalla interminable frente a la cual el Desastre de Caporetto, donde fui bautizado con la sangre del enemigo, parece el simulacro que hacen los niños  con sus armas de juguete.
         Conservo el fastidio y el odio para que la intolerancia haga que me sienta menos impotente. Si llegara a pasar por aquí el Rey Vittorio Emanuele y me viera tullido, me arrancaría del pecho la medalla que me dieron en el frente, porque un italiano, un hijo del imperio romano, debe estar siempre de pie, con la cabeza en alto, el fusil en la mano, los ojos puestos en la bandera de la patria, como una estatua saludando el paso de Su Majestad. Ahora, ni siquiera puedo conducir la mancera de un arado, mi único trabajo es recordar las horas de la victoria. Me veo en las trincheras cavadas junto al río Piave, en el otoño de 1918, bajo una intensa lluvia, junto a mis camaradas Giuseppe Trentacoste, Massimo Roncalli y Giovanni Moricci, masticando un pedazo de pan mientras los truenos se mezclaban a los cañonazos de la artillería. Los fusiles prontos, con sus bayonetas afiladas, esperando la prosecución de la batalla, con una parte de mi corazón puesto en la guerra y otro en mi familia. Stará preparando Costanza cualcosa de mangiare per i nostri figli? Li potró rivedere o moriré senza nemeno baciarli?, me preguntaba mientras veía del otro lado del agua tormentosa los movimientos de un regimiento de austríacos preparándose para morir.
         Nuestro capitán, a quien todos respetábamos por su valor, Vittorio Manganelli, anotaba junto a nosotros en una libreta y después marcaba sobre un mapa mojado nuestra posición, tan confiada era su conducta que nos hacía sentir como a jóvenes que se disponen a bailar en la fiesta de la primavera y no a soldados que están a una hora de morir. Giuseppe era oriundo de Vercelli, Massimo había nacido en  Trento pero vivió hasta el comienzo de la guerra en Piacenza, en cambio Giovanni  era mi vecino en Madonna di Campiglio, donde sus padres tenían una panadería. Hacían bromas sobre quién moriría primero, quién en segundo lugar, para que el sobreviviente, quien ganara en el juego, pudiera hacer el amor con las novias que los estaban esperando. Yo estaba felizmente casado y sólo pensaba en mi mujer, en el doloroso tiempo que había pasado desde el último invierno en que nos habíamos amado, viendo cómo los Alpes se cubrían de nieve. Maledetti invasori che ci avevano rubato i migliori anni della nostra vita e riddotti a pezzi tutti i nostri paesi.
         Al menos aún me quedaban fuerzas y comía mi pedazo de pan lenta, muy lentamente, como si fuera el banquete de mi despedida; estaba seguro de que la muerte pronto vendría a buscarme. Me sobresaltó la voz de nuestro capitán dando la orden para que iniciáramos la ofensiva. Avanti, bersaglieri, che la vittoria é nostra! Recuerdo los primeros disparos, los gritos, el tumulto de hombres con distintos uniformes que chocaban sus armas, que corrían de un lado a otro, sin miedo ni rencor, obedeciendo las voces de mando, chapoteando en el fango, ensartando como a sapos aquellos muñecos sin nombre ni apellido que trataban de huir, a quienes cazábamos como a perros furiosos, hasta que llegó la noche.
         Ahora el río Piave transportaba sangre en lugar de agua y los gritos de los moribundos me traían la extraña alegría de sentirme todavía vivo, mientras buscaba, con una pierna rota y sangrante, a mis compañeros. La batalla estaba terminando y con ella el fin de la guerra, la victoria, eso lo supe algunos días. Encontré a Massimo  Roncalli, llorando, mientras procuraba meter en su lugar las tripas de Giuseppe Trentacoste, quien apenas respiraba. Parecía el vientre de un cerdo recién carneado, con un hilo de sangre que le salía de la nariz.  Dille a Annabella che mi perdoni per lasciarla sola, le dijo con palabras entrecortadas a Massimo, ma fammi il favore di non andare a letto con lei.  A Giovanni Moricci lo encontramos muerto, con una bala de fusil que había penetrado por un ojo. Tenía la misma expresión de siempre, de niño juguetón, para quien todo estaba bien, incluida la guerra. Mi compañero me entablilló una pierna y me hizo un torniquete para evitar la hemorragia. En pocas horas la fiebre empezó a consumirme. Aguardábamos la mañana para enterrar a los muertos, socorrer a los heridos y reorganizarnos. La tormenta se había ido y en su lugar un cielo limpio, con una luna llena que asomaba tras las montañas. Algunas fogatas iluminaban apenas los cuerpos tendidos y algunas sombras que buscaban a otras sombras. No pude más y me perdí en los delirios de la fiebre, sintiendo el afecto de Roncalli intentando darme calor con su propio cuerpo.
         Al amanecer me despertaron voces de mando poniendo orden en las proximidades del hospital de campaña, donde había sido conducido. Come si Chiama, caporale?, preguntó una bella enfermera dirigiéndose a mí. Antes de contestar sentí que mi corazón me golpeaba en el pecho. La mujer que me hablaba, Dios bendiga aquella hora, era nada menos que  la nostra amata Regina, Elena di Savoia, quien había llegado con la Cruz Roja para colaborar en la asistencia de los heridos. Cuando pude incorporarme, ella se estaba dirigiendo a otros soldados. Me pareció que era el Ángel de la Libertad de Italia pisando con sus zapatos blancos la tierra ensangrentada.
         Un mes después retornaba a mi pueblo apoyado en muletas, por el viejo camino que conducía al hogar. No podía apartar la idea de que vivir es un milagro. Apenas nos abrazamos con Costanza, le dije, Ti devi sentire orgogliosa di tuo marito, che ha persino parlato con la Regina d’Italia ed é stato condecorato con la medaglia al valore dall’Arciduca Eugenio in persona. Con mi mano señalaba en mi pecho la “Crocce di guerra” que he tenido puesta hasta hoy. Esta medalla es mi fortuna, la única herencia de valor  que dejaré a mis hijos, el más alto honor que los Santini hayan podido obtener jamás.
         ¿Dónde estarán, después de tantos años, mis camaradas de la Brigate Sassari? Sus voces, junta a la mía, son mi oración de la noche, el canto más bello que recuerde un soldado. No! disse il Piave. No! dissero i fanti, mai piú il nemico faccia un passo avanti! Cuando despierto por la mañana mis primeras palabras son, Abasso i fascisti! Muoia Mussolini!, para recordarme que aún sirvo con fidelidad a la causa del Rey Vittorio Emanuele.
         La guerra trajo como regalo otras muertes y más pobreza al norte de mi país. Las fábricas estaban ocupadas por obreros hambrientos y en los campos los cuerpos de mis camaradas pudriéndose hacían más fértil el suelo donde antes habíamos cultivado el trigo y el maíz. Maldita suerte que nos convertiría en estúpidos mangiapolenta, vestidos de luto y buscando trabajo. Habíamos ganado la guerra de las armas pero estábamos empezando otra peor, la lucha por el poder, que llevaría a Italia a ser la vergüenza del mundo, una nación que obligaba a sus hijos a desparramarse por la tierra en busca de comida y de paz. ¿Qué podía saber un campesino como yo de comunismo? ¿Qué nos daría el fascismo? Ni Costanza ni yo queríamos que nuestros hijos terminaran un día con las tripas afuera como Giuseppe Trentacoste, aquel amigo regordete que todavía seguirá soñando con su novia Annabella en una fosa común.  
         Apenas recuerdo el día de nuestra partida en la estación de trenes de Trento, donde habíamos llegado desde Madonna di Campiglio, una fría mañana de enero, con los ojos vacíos de tanto llorar. Ti ho portato pane e salame, dijo mi madre entregándome un paquete, perché tu mangi durante il viaggio assieme alla tua famiglia. El soldado Santini que había sido condecorado por su valor sentía que se estaba convirtiendo en un miserable desertor. Dejaba a mi madre, viuda y anciana, a mis ocho hermanos, a mis tíos, a mis primos y amigos, para iniciar la aventura de la América, con pena y sin la gloria del regreso. El tren empezaba su marcha hacia Génova y entre la muchedumbre apenas divisaba la imagen de mi madre, vestida de negro, agitando sus manos. Torneró a prenderla, mamma, gritaba yo, subito. Arrivederci a presto.
         En el buque a vapor “Il Gorizia”, reconfortados por el amor hacia nuestros hijos, Costanza  y yo dejamos atrás un tiempo de guerras y de lágrimas para empezar a soñar con el nuevo mundo hacia donde nos dirigíamos. Del puerto de Buenos Aires tomamos un tren para Mendoza y con la ayuda de mi primo Carlo Santini, conseguimos un lugar para vivir y comencé a trabajar, con una pierna tiesa pero con mucha voluntad. Aquí aprendí  el cuidado de las viñas tan parecidas a las que había visto en el viaje en tren a Génova. Tomamos un contrato en la Finca Los Nogales y fuimos saliendo, poco a poco, de la pobreza. La América que yo había encontrado no era un paraíso pero podíamos comer y trabajar sin el temor de que mataran a mis hijos.
         No tengo muchos amigos y tampoco enemigos que me molesten. Ahora soy abuelo de seis niños y me preparo para morir, cuando el Rey de Italia lo disponga. Como buen soldado estoy aguardando que venga la orden, según es su deber. Debajo de este parral, miro atentamente hacia la calle, con la medalla de héroe sobre mi pecho, listo para cuando el Archiduque Eugenio, acompañando a Vittorio Emanuele, detenga su caballo frente a mí decirme: Caporale Salvatore Santini, in piedi! Faccia el presentatárm  a su Maestá. Saluti! Viva l’Italia. Abbasso i fascisti! Muoia Mussolini!
         Recién entonces podré morir en paz, pronunciando mis últimas palabras. Mamma, la guerra é finita, sono libero.

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CAPÍTULO 26

TAMBALEÁNDOSE POR EL PEDO QUE TRAE, FÉLIX ALCARAZ ARMA LA PODRIDA Y REPARTE SOPAPOS Y CHIRLOS A SU MUJER PETRONA FUNES Y A SUS HIJAS, PARA DESPUÉS RECULAR Y CAER EN EL DELIRIO DE LA TRISTEZA.


         Estoy caliente, carajo, porque no me han dejado una triste sopaipilla, sabiendo cuánto me gustan. Parece que los domingos por la tarde yo dejara de existir, y cuando vuelvo del boliche en mi casa me miran como si estuvieran viendo llegar al cuco. ¿Qué se han creído, chancletas de mierda? No soy un pata a la rastra, Petrona, como esos parientes tuyos, así que tené más cuidado con lo que estás murmurando porque te voy a cruzar la jeta de otro sopapo. ¿Qué estoy curado, dijiste? Más en pedo andará tu padre allá, por los medanales de Guanacache, haciéndose el cantor con esa guitarrita mugrienta que lleva en una bolsa. Para que se anden cuidando de provocarme, sepan que no soy un cualquiera que le ande haciendo agachadas a ningún compadre, porque aquí donde me ven, bajo y morrudo, soy capaz de atropellar al mejor cajetilla y despacharlo al otro mundo de un solo castañazo. ¿Entendés, abriboca?
         Lo único que me faltaba hoy es que en mi propia casa me sigan calentando la sangre, como si no hubiera tenido suficiente con la pelotera que me agarré en el pirigundín del mierda ése de Sebastián Donoso. Servime otro vaso de vino, ché, Carolina, vos que sos la más callada y que la Flora me prepare algo de comer, antes de que tome el rebenque y las cague a guascazos a las tres. Estoy envenenado de tanto discutir con esos agrandados que se juntan a jugar a las cartas, hablando todo el día al divino pedo y despreciando a un pobre mensual que ni siquiera tiene derecho a que le sigan fiando un par de tragos.
         Fijate, Petrona, que el capataz, ese gringo prepotente de Scaraffía, ha estado comentando que no me va a dar más trabajo en la finca, y si eso llegara a ser cierto, por esta cruz, y estoy jurando, carajo, le voy a zampar un chumbo con municiones de sal en el culo para que deje de hacerse el  cachafaz. Sí, un día de éstos lo voy a revolear del caballo cuando empiece a retarme porque hice mal una reguera, que las hileras no están bien despampanadas, que la  chipica y el clavelillo no crecen para adornar los surcos, que no hay que dejar la última yema del mugrón, y dele joder, hasta que un día me encuentre con las pelotas bien hinchadas y entonces va a ver ese canchero quién es Félix Alcaraz.
         A otro al que se la tengo bien jurada es al bolichero, que se puso a basurearme delante de todos y se negó a servirme un solo potrillo de tinto y ni qué decir de dejarme jugar a las cartas, como si yo tuviera olor a chivo o gusto a queso en las patas. Hoy se salvó de que me le fuera al humo porque si no me hubiera agarrado Feliciano Guzmán, le hacía lamber el piso de un coscacho. Suerte que me frenaron a tiempo ya que yo estaba más retobado que pingo chúcaro. Será porque ando vestido como un croto que se lo pasaban cateándome de reojo, cuchicheando como comadres en velorio, y meta soltar las risotadas mientras se mandaban al buche un vasito de grapa tras otro, en tanto yo me quedaba sentado en el rincón más oscuro del boliche esperando la ocasión para desquitarme.
         Servime otra vaso, Carolina, y fijate si la chiruza de tu hermana ya me hizo los huevos fritos que le ordené, y que les ponga bastante ajo para matar a estas lombrices que me están dejando las tripas como colador.
         Dejá de llorar, Petronila, y escuchame, que es tu marido el que está hablando y no un cualquiera, no sé si ya te lo dije. Te cuento que en una de ésas entró un chileno, el que trabaja haciendo pie de gallos en las defensas del río, y como si hubiéramos  sido amigos de toda la vida se sentó a mi mesa y pidió una vuelta. Los de la mesa de truco habían dejado de jugar y estaban ahora entreteniéndose con un libro que les leía el herrero. Dejamos de conversar con el chileno y paramos la oreja pero apenas se dieron cuenta de que nosotros también queríamos escuchar, el gordo Grosso bajó la voz.
         Oiga, patroncito, me dijo el chileno, ese panfleto lo hacen los comunistas en mi patria para burlarse de los curas; es una payasada mal escrita que ni siquiera los más tontos se lo creen, pero es divertido, sobre todo si se lo lee con unos buenos tragos en la guata, pues.
         Le hice un ademán a don Sebastián para que me sirviera la vuelta que me tocaba pagar a mí y el jetón me hizo una seña con el dedo de aquí para allá, como diciéndome, hoy no se fía, mañana tampoco. Mi compañero de mesa se quedó esperando, mirándome muy serio, mientras yo seguía haciéndome el distraído, limpiándome las uñas con la punta del cortaplumas.
         Si mal no me han contado, don Alcaraz, tiene usted unas cabritas hermosas en edad de merecer, ¿es verdad o son puras alcahueterías?, me preguntó el fulano. Parece que el asunto se va a poner interesante, pensé, mientras al huaso le brillaban los ojitos.  Si usted lo dice, amigo, lindas serán mis cachorras, pero tienen quién les cuide el poto, le respondí, mintiéndole, porque si llego a enterarme, Petrona, que estas pendejas andan afilando sin mi permiso, les voy a cortar las mechas con la tijera de tusar caballos, para que sepan quién es el que manda  en esta casa. ¿Qué tienen una madre que sabe cuidarlas, dijiste? No me hagás reír, vieja, que tengo el labio partido. No me gusta que ningún macho ande averiguando si tengo hijas pues no es de hombres esa conversación. Quedate quieta, que te estoy contando lo que me pasó esta tarde, carajo.
         ¿Me has preguntado quién me tajeó, por qué tengo la camisa rota, llena de sangre? Por ser bicho para joder a cualquier huevón. Si todavía no he conocido a ningún cojudo que se salga con la suya ya que, si hay que hacer la pata ancha, la hago, pase lo que pase.  De ahí que le seguí la corriente al chileno porque tal vez él estaría creyendo que mis hijas son como la Rita Zamora, que se baja las bombachas por cinco pesos. El tipo entró a pagar una vuelta tras otra, y me empezó a contar que algunos años atrás la Gendarmería lo había agarrado por la zona de El Sosneado mientras descansaba, después de mandarse un buen asado con una ternera que habrían carneado.
         No estoy seguro de si estaba palanganeando pero cuando me dijo  que, después de detenerlo, lo habían tirado encadenado al Pozo de las Ánimas, se puso a lagrimear y me dijo, perdone, compadre, si lo estoy incomodando, vaya con Dios si quiere, pero tenía que encontrar a  un buen hombre como usted para sacarme del buche mi pena, puesto que en aquel pozo murieron mi padre y mis dos hermanos. Yo me salvé gracias a que quedé enredado en un molle que crecía en la barranca. Allí estuve toda una noche hasta que los milicos se retiraron y con la ayuda de unos buenos puesteros pude salvarme de la peor muerte que uno puede recibir en aquel lugar espantoso.
         Mire, Sandoval, le dije bastante encocorado, señalándolo con un dedo, a mí no me comprometa con esa confesión, porque soy bien argentino, carajo, y si usted y su familia eran ladrones de caballos, bien merecido está que los hayan hecho recagar, porque todavía no entiendo como San Martín les regaló ese filón de tierra si ustedes lo único que saben hacer es andar cambiando la frontera y provocando guerras. No soy paño de lágrimas de ningún roto chileno. Si tiene ganas de confesarse vaya el domingo a la Capilla y si tiene calentura en Mendoza hay unos buenos quilombos para sacarse las ganas.
         Los campeones de truco habían salido para el fondo y se divertían jugando un partido a las bochas. Anochecía, y ahí estábamos el otro y yo, como gallos de riña, dándonos empujones  cuando en eso sentí un chirlo en la cara que me torció el cogote. ¿Dónde se ha visto a un cristiano tan bellaco que me paga el vino gratis que ha tomado con insultos? ¿No le dijeron que René Sandoval anda culebreándole a las autoridades por las vidas que debe?, gritaba el cuatrero, invitándome a salir a la calle.
         Estábamos más chupados que uva en grapa y en el manoseo se vino abajo la mesa y los vasos rodaron por el suelo haciéndose pedazos. Sebastián Donoso, supongo que en ese momento debía haber estado en el baño o conversando con una vieja tetona de pelo teñido que suele visitarlo. No había un solo testigo para que certificara muerte en defensa propia y eso me hizo titubear.
         Traeme un poco más de sal, Flora, que estos huevos tienen gusto a poto de gallina y vos, Carolina, servime más vino, que no estoy para el trote. Salí, hijo de una gran puta, me invitaba el chileno, armado con un fierro con mango de hueso de este tamaño que brillaba en la oscuridad. No soy hombre de matar, así que guardé mi cortaplumas, que tiene una hojita de acero que no sirve ni para degollar chingolitos, y me le fui al otro como gato al bofe y lo madrugué haciéndole una zancadilla y dándole un empujón que casi lo mando a las aguas del canal. Reculó el cajetón y cayó de espaldas sin soltar el arma. Me le tiré encima meta castañazos con la derecha y con la otra mano tratando de quitarle el cuchillo por la hoja. Empecé a sentir que la sangre tibia brotaba de los tajos pero yo no aflojaba, porque los tengo bien puestos y vos lo sabés mejor que nadie, Petronita. El que te dije me pegó un cabezazo en la frente y yo le metí una rodilla en la panza, clavándolo en el piso hasta que pude arrebatarle el cuchillón. Yo estaba como loco, si hasta creo que me salía fuego de los ojos, listo para rebanarle el cogote cuando me rodearon los campeones de bocha diciéndome, quedate tranquilo, Félix, que es mejor seguir abriendo surcos que podrirse en la cárcel, que tenés una hermosa familia que mantener, que la concha que los parió que me salvaron por un pelo de que me desgraciara.
         Tiré el cuchillo al canal mientras el chileno se perdía en la oscuridad. Donoso me invitó a pasar y al final todo volvió a estar en orden. El capataz y el herrero Grosso continuaron jugando a las bochas, Feliciano  Guzmán saludó y se fue para su casa después de comprar un paquete de tabaco “Mariposa” y papel para armar cigarrillos. La casa paga, dijo Donoso, sirviendo dos capitas roñosas de anisado. Aquí no ha pasado nada, Félix, pero será mejor que por un tiempo no te hagás ver.
         Me quedé un rato a solas, pensando en lo que había ocurrido, cuando vi sobre la mesa vecina el librito de los chistosos. Lo metí debajo de la camisa y pegué la vuelta, con mi mano herida envuelta en el pañuelo que siempre llevo al cuello. Encendí un cigarrillo y con el mismo fósforo le prendí fuego al libro. Para qué lo quería si nunca me enseñaron a leer.
         ¿Quién soy? Decímelo sin miedo, Petrona, que ya no voy a pegarte, lavame la camisa y echame un chorro de alcohol en las heridas que mañana tengo que salir a trabajar. ¿Soy un mal padre, Flora, porque a veces se me va la mano? Yo no tenía ni tengo nada contra los chilenos, lo juro. Por mí pueden llevarse lo que quieran, pero no pude perdonarle a Sandoval que me mirara como si yo fuera el cafisho de mis hijas. Seré un retobado, un mierda que castiga a su familia cuando se pone en pedo, pero ningún cachafaz me va a pasar al cuarto, ni Scaraffía, ni Sandoval ni el mismo patrón si se me presenta.
         Déjenme solo, que con el fresco de la noche se me va a pasar la mona. Este ha sido el domingo más largo de mi vida, el más fulero. Si hasta  he quemado un libro.

Dicen que, dicen que la yerba mora,
desciende, desciende del agua clara.
Para qué, para qué me quiere ahora,
si me ha, si me ha de olvidar mañana.
Te casaste paloma, señora, sin avisarme,
suficientes son penas, señora, para matarme,
y ahura que sí qué cuando, señora,
vivo penando.

*

CAPÍTULO 27


EL GRAN TOQUI HUENCHÚ-NAHUEL Y OTROS PEHUENCHES LLEGAN A LA FRONTERA DE CHADIN-CO DESDE MALARGÜE, UN DOCE DE OCTUBRE, DIA DE LA RAZA, BUSCANDO A TOMASA CULIPÍ Y A OTROS INDIOS DESAPARECIDOS, SEGÚN LA VERSIÓN DE NARCISO GAUNA.


         Aquella mañana estaba invitado por mi amigo Juan Sánchez para ir juntos a la Fiesta de la Raza que todos los años, para el 12 de octubre, se hace en la plaza de Maipú, pero no pude ir pues estuve todo el santo día tratando de convencer a un grupo de indios de que ya nada podrían hacer para rescatar con vida a sus últimos hermanos traídos como prisioneros desde el Sur por los soldados blancos durante la conquista del desierto.
         Recuerdo que antes de la salida del sol mi abuela Rosa se había marchado a casa del policía Abel Carbajal para ayudar a la mujer de éste, la señora Felisa, quien esperaba su primer hijo. Me encomendó que echara los fardos de pasto en los corrales, que había separado don Feliciano, y que echara agua en los piletones, y que no me olvidara de darle un poco de maíz a su gallina Tatita, y otros mandados que con el disgusto que pasé ese día se me olvidaron pues no es moco de pavo sentarse en el suelo durante horas para que esos salvajes no siguieran adelante porque, si eso hubiera ocurrido, habría ocurrido una matanza y ni siquiera yo estaría hablando en este momento.
         Hice pues, el trabajo lo más rápido posible y ya me estaba mandando a cambiar por el callejón de los ciruelos cuando vi que venía  cruzando el río una caravana de indios montados en pelo que venía directamente hacia aquí. Me  volví a los saltos pues no es cuestión de dejar los caballos y mulas en poder de un malón cuando es uno quien  tiene que cuidarlos.
         Me enfrenté al grupo en el momento en que bajaban de sus cabalgaduras. Al frente venía el más viejo de ellos, quien alzando su mano derecha me saludó, diciéndome: Que el Gran Gunechén, dios supremo que vive en las estrellas, te bendiga, pequeño Huinca, abrazándome con fuerza e invitándonos a que nos  sentáramos en círculo,  con las piernas cruzadas. Parece que no tenían apuro ya que se quedaron en silencio mirándome y mirándome hasta que se dieron cuenta de que yo ya no sentía miedo alguno.
         Soy el Gran Toqui Huenchú-Nahuel, comandante de las tribus rebeldes del Auca, quien te pide, humildemente, me digás tu nombre, pequeña laucha movediza. Narciso Gauna, para servirlo, contesté, sacando pecho. Los indios se rieron todos a la vez por algo que les causaba gracia y mostraron sus bocas sin dientes, pero sus ojos seguían tristes. Volvió a hacerse otro pesado silencio, al cabo del cual siguió hablando el anciano.
         Somos los últimos habitantes de la Payunia, y hemos venido después de una larga expedición a las fronteras de Chadin-Co, donde viven los blancos, para informar la decisión que el Gran Consejo de Ancianos ha tomado, la que te revelaré en detalles para que vayas de inmediato a comunicársela a tu gobernador, antes de que la gran nación pehuenche decida destruir todo lo que encuentre en su camino.
         Antes de proseguir voy a presentarte a quienes me acompañan. A mi derecha, el gran cacique Lincó-Pichún, de la región donde está la laguna sagrada, la hermosa Llancanelo; el otro gran cacique es Vaynú-Mahuida, mi primo, hijo del Valle de Chiquismán, donde pastan cahuallos y huacas por millares; ellos son Colcón y Yunculiche, quienes habitan en Llanca, país de frutales y de miel en donde cazamos a los ágiles huemules; y ella es mi esposa, María Ancán-Amún, quien de niña fue criada en Salquichi, territorio del luán, el guanaco salvaje.
         Hemos emprendido este largo viaje hace muchísimos años; entonces éramos centenares, uno por cada tribu, uno por cada cien de los hijos que nos arrebataron los conquistadores. Todos ellos murieron durante la forzada marcha y apenas nosotros hemos podido llegar hasta tu tierra, en este gran día en que celebramos nuestro encuentro, pequeña lagartija lunática.
         Huemú-Manqué, el gran cóndor que habita en las montañas y Calfiquitrá, el águila dorada, nos han guiado desde el Payén, donde nos reunimos para iniciar este doloroso viaje, hasta las proximidades del fuerte militar de Malal-Hué; desde ahí, para no ser sorprendidos, tuvimos que hacer un largo rodeo en pleno invierno, viéndonos forzados a cruzar el País de los Tábanos; allí tuvimos que luchar, no solamente contra los feroces bichos que picaban nuestros cuerpos sino contra los pequeños hombrecitos que viven en las cavernas de las altas montañas, los indios tinguiriricas, quienes nos diezmaron con sus hondas, a las que ellos llaman huaracas con las que nos lanzaban piedras de oro macizo robadas de los socavones de la tierra.
         Después de escapar de tábanos y piedras de oro dimos con una anciana de la tribu huelche, Florinda Carrilán, y ella nos llenó de más dolor aún, diciéndonos que el gran poeta indio, el cacique Currilipí había muerto, repetiendo una y otra vez: Rengal luun vochay cona vil mapu, “ha muerto el padre de los indios y de las tribus” y nos dio antes de despedirnos, unos versos que luego cantaremos juntos, pequeña araña voladora.
         Cuando Collipal, el lucero de la mañana, indicaba el naciente, emprendimos la marcha con mis hombres y mi cacica hacia Huecub-Lauquén, la pequeña laguna de la Niña Encantada, para que ellos pudieran contemplar, por última vez, los prodigiosos seres que allí habitan. Rodeados en silencio el lugar y esperamos que nos alumbrara la esposa de Antu, a quien los blancos llaman Luna, la luminosa Quillén, protectora del sueño. Durante siete noches Quillén fue y volvió mientras nosotros continuábamos aguardando hasta que, por fin, pudimos ver a las brujas del agua, mitad indias, mitad peces, peinando sus largos cabellos mientras cantaban en una lengua jamás escuchada por nosotros.
         En el valle de Vilu-Co, donde abundan las víboras del agua, fuimos atacados mientras dormíamos, por una partida de milicos a caballo comandada por el capitán Melchor Saravia, compuesta por un teniente, dos sargentos y numerosos milicianos. Tuvimos apenas el tiempo suficiente para disponernos en línea de combate, antes que el capitán enemigo nos propusiera la deshonra de aceptar una carga de vino y aguardiente, cajas con tabaco y otras con dulces, si desistíamos de nuestros propósitos, a lo que respondimos con nuestras lanzas dejando sobre el campo los cadáveres del teniente Félix Manuel Ruiz, del sargento Pablo Benavente y de los soldados Basilio Carvajal y Zacarías Morales. De nuestra parte solo perdimos al bravo Antenavo y al joven Yogunta, asesinados por balas de fusil.
         Dos días después llegamos a Uco y pudimos alimentarnos con manzanas y beber en el agua cristalina de sus arroyos y volver a contemplar en el cielo las señales de Huemú-Manqué, indicándonos el camino que nos faltaba recorrer, un vasto desierto sin una gota de agua, hasta que arribamos a Lunlunta y desde ahí solo hemos tardado medio día en llegar a tu casa, pequeño colibrí inquieto.
         Ahora, el Gran Toqui te dirá el motivo de su visita y lo hará con pocas palabras  para no confundirte. Hemos venido a suplicar al gran jefe blanco, el General Ortega, que nos devuelva los hijos y las hijas de la poderosa nación auca que fueron arrancados del brazo de sus padres y condenados a la servidumbre de los señores de la guerra y los doctores de la ciudad, esos que habitan en palacios y disponen a su antojo de la ley para robar a nuestra raza el dominio sobre lo que ha sido suyo, mucho antes de que los barcos del rey extranjero cruzaran el mar trayendo nuestro sufrimiento. Tregua huinca, tregua Huinca.
         ¿Dónde estarán ahora nuestros hijos? Sus amos cambiaron sus nombres  y sus ropas, los obligaron a creer en un dios extraño y lo más imperdonable es que mudaron su lengua para que olvidaran sus raíces, para que nunca supieran quiénes habían sido, mientras los amancebaban en la servidumbre. Pronunciaré en voz alta sus nombres verdaderos para que busques en tu memoria, por si algo sabés sobre el paradero de nuestros desaparecidos. Andrés Pichi-Antepán y Antonio Yancatur, trabajaron como  peones en los viñedos del general en Rodeo del Medio; Tomás Colinilla atendía las caballerías de los militares; María Chalahuén y Julia Huinán fueron obsequiadas a una mujer francesa para que trabajaran en una chingana en Las Heras; Bernarda Sayagua sirvió como doméstica en casa del bodeguero Saúl Villanueva; Nicolás Liquipe huyó hacia las lagunas de Huanacache donde casó con una mujer cristiana; y por último, voy a nombrarte a Tomasa Culipí, la hija del gran cacique de Ruca-Pitrai, quien habitó en las costas de la gran laguna del sur en donde abundan las aves rosadas. Durante su juventud Tomasa fue la preferida del general Rufino Ortega quien puso a nombre de ella una pequeña finca que supo cultivar hasta que los hijos del conquistador la despojaran, dejándola en la mayor pobreza. Tomasa es ahora una anciana médica  que tiene su rancho por Colonia Jara. ¿Podrías decirme cómo llegar hasta ella, pequeño halcón saltarín?
         Mire, don Huenchú-Nahuel, voy a explicarle algunas cosas, y lamento que mi abuela Rosa no esté en las casas ya que ella supo hablarme de unos indios que vivían, justamente, por Rodeo del Medio, en una especie de toldería llena de perros flacos y de pendejitos traviesos, pero eso sucedió  hace tanto tiempo que no debe quedar nadie por ese lugar que los recuerde. El único que sabe algo, un señor alto y flaco, muy estudioso, don Juan Isidro Maza, ni idea tengo donde ir a buscarlo. Además, el tiempo no es igual aquí que en el lugar de donde ustedes vienen. Hay vecinos que ya tienen radios para escuchar música y otros conducen automóviles a más de ochenta por hora. El general que usted nombró ha muerto años atrás y ahora hay escuelas, calles y pueblos que llevan su nombre. Sí, don Huenchú, ese mismo señor, el general Rufino Ortega es un héroe nacional y no vaya a ser que usted venga ahora a provocar otra guerra con sus reclamos.
         Calenté agua en una pava y me puse a servirles un poco de yerbiado a los indios y suerte que en la batea quedaba todavía un pan entero para que pudieran meter algo en la panza. El Gran Toqui consolaba a la anciana María Ancán pidiéndole que se calmara, que el pequeño bagre volador tenía razón.
         Nos quedamos por tercera vez en otro largo silencio. Mientras les servía el mate cocido yo miraba los ojitos llorosos de los pehuenches, toditos ancianos y vestidos como mendigos.
         Puesto que no hay mucho más que hacer, dijo finalmente el jefe, diremos la oración del poeta indio que nos enseñó Florinda Carrilán, la cual cuenta el misterio del sol y de la luna, escrita en la lengua de nuestros antepasados, antes de que el hombre blanco sedujera a algunos con alcohol y a otros con la violencia de sus fusiles.
         Tenés razón, pequeño grillo parlanchín, el tiempo camina diferente en cada región; de este lado todo es rápido y muere pronto; de donde nosotros hemos salido los días y las noches duran siglos y eso es lo que dice Currilipí. Pongámonos de pie y cantemos juntos.

“Antu pagegen nayú mapú buta gunechín  amún tutá ufchin
Quillén eime curé guín medún  waranka buaglén huemú mapú gen”.

         Podrás recordar esta oración en tu lengua como:

“Sol, que eres luz y aliento de mi tierra, gran dios,
que te vas a dormir;  tu esposa, la adorada Luna
guardará tu sueño y mil estrellas en el cielo tendrás”.

         Los indios volvieron sobre sus caballos a cruzar el río y los perdí de vista apenas se  internaron detrás de unos árboles. La abuela Rosa, extrañada al verme todavía en las casas, me dijo, pero yo te hacía con el Juan divirtiéndote en la plaza con los españoles. Abuela, ¿sabe qué hice?, le contesté, me quedé a festejar el día de la raza solo, lo más pancho, sin tener que molestar a nadie para que me lleve y me traiga en bicicleta como si yo fuera maleta de loco. Como me había quedado con una espina, le pregunté que quería decir el insulto que había escuchado en boca del gran Toqui. ¿Tregua huinca?, dijo mi abuela sorprendida, ese es el peor insulto que un indio puede dirigir a un cristiano, quiere decir, “perro, perro blanco”. ¿Por qué me preguntás, Narciso, semejante cosa? ¿Con quién has estado tomando la mediatarde? Yo le respondí con una sonrisa, ¿con quién habría de tomar algo en este lugar donde nunca viene nadie?

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CAPÍTULO 28

CLARITA GIUNTA, INSPECTORA DEL MINISTERIO DE EDUCACIÓN, ESCUCHA ATENTAMENTE EL INFORME DE VÍCTOR PEROTTI, DIRECTOR DE LA ESCUELA “SEVERA PALMA”, Y DESPUÉS LA DA UNA BUENA RASPA.


         En primer lugar, señor Perotti, voy a pedirle, por favor,  que tenga  la amabilidad de  dejar esa manía de sacarse los mocos de la nariz con un dedo para, después de olerlos, limpiárselos en un costado del pantalón. Esa no es la adecuada compostura de un director  de escuela, quien, además, por lo que estoy viendo, debe hacer por lo menos tres meses que no hace lavar el guardapolvo, se afeita una vez por semana y debe bañarse cada muerte de obispo, como si la higiene también dependiera de la religión.
         Después de haber revisado, cuidadosamente, cada uno de los cuadernos de su clase estoy llegando a la conclusión de que este año usted no se va a salvar de que yo redacte un informe sobre cada uno de los temas que he registrado en mi libreta, para que después, el señor Director General de Escuelas decida lo que tendrá que hacer. Observo que para usted, estimado director, la educación es una simple chacota, un viva a la pepa, un dejar que cada alumno tome para el lado de los tomates, que haga lo que se le recante con la interpretación de la historia,  con las ideas religiosas y todas esas barbaridades que ha estado enseñando  en este lugar por más de veinticinco años.
         Se lo he venido advirtiendo desde que soy inspectora, pero usted, me parece, se pasa los consejos de una colega por el traste, lo mismo que hace con los programas educativos. ¿Podría decirme de dónde diablos ha sacado tantas locas ideas? No piense que voy a convertirme en su cómplice, ni que podrá desmentirme pues tengo miles de pruebas contra su dirección.
         Sin ir más lejos, en este cuaderno, al cual parece que le hubieran hecho la permanente por los rulos que tiene en cada ángulo de sus hojas, el niño Camilo Brilloud ha resumido, alegremente, una clase de historia dictada por usted en la cual dice que el General San Martín no nació en nuestro país, que el pueblo de Yapeyú fue un invento de los historiadores para justificar la guerra de la independencia, que el Padre de la Patria fue un valenciano monárquico que soñaba con ser emperador de América y por cuya causa Bolívar lo saco a los empujones en la entrevista de Guayaquil; que por sus escritos se deduce que era un masón anticlerical, admirador del tirano Juan Manuel de Rosas, otro liberal, protegido por los ingleses, quienes lo recibieron como a un hijo pródigo cuando Urquiza lo reventó en la batalla de Caseros.
         No termina ahí el asunto, porque el niño Quico Sánchez, también de cuarto grado, ha escrito una composición sobre los amores del General, nada menos que con la Martina Chapanay, esa guerrillera pendenciera disfrazada de gaucho, que lo único que tenía de mujer era el nombre. Aquí dice, claramente, aunque con verdaderos horrores de ortografía  que los amantes se conocieron en El Plumerillo durante los preparativos de la campaña libertadora y que años después, cuando Don José regresó enfermo a refugiarse en su finquita en Las Bóvedas, la Martina lo supo consolar como no lo habría podido hacer doña Remedios, porque aquel había sido un matrimonio de conveniencia.
         Dígame, Perotti, y póngase una mano en el corazón antes de responderme, ¿usted cree de verdad en lo que enseña o les está tomando el pelo a Mitre, a Levene, a Ricardo Rojas?
         Aquí tengo otra perla, donde usted propone, a estos humildes niños, quienes lo único que desean es venir a la escuela para almorzar, nada menos que una disparatada teoría política sobre el pasado de Mendoza afirmando,  lo más pancho, que el Gaucho Cubillos tenía ideas revolucionarias mucho más avanzadas que Lenín y que si no hubiera sido porque los gansos lo persiguieron por comunista, la revolución rusa hubiera comenzado en nuestra provincia.
         Cuando este material esté en manos de las autoridades se van a caer de culo, señor Perotti, perdóneme la expresión, ya que enseñar que un gaucho matrero y salteador era discípulo de Carlos Marx sobrepasa la imaginación de los hermanos Grimm. ¿Por qué no se dedicó a escribir cuentos fantásticos? Sus clases son pura literatura, créame.
         Ahora pasemos a otro de los tópicos preferidos por su impecable pedagogía, estimado maestro, que es cuando usted utiliza  un peculiar método para sacar conclusiones sobre el origen del  pecado original. En este cuaderno de Angelito Vicentini, hay un largo chorizo de ideas mal dictadas y peor copiadas sobre el surgimiento de la raza humana, sobre Dios y sobre las mujeres, a las cuales usted parece no tener suficiente respeto. ¿Me equivoco? Su idea sobre el Génesis, si es que puedo resumirla en pocas frases, sería la siguiente: en el principio estaba la oscuridad, después Alguien prendió una lamparita y se produjo una explosión como consecuencia de que la Nada estaba recubierta por una especie de pólvora y apenas encendieron el primer fósforo, bum, aparecieron los mundos.
         Sobre el origen humano usted ha enseñado una bestialidad, hágame el favor, señor Perotti, ¿de qué lecturas o de qué enfermiza meditación usted ha sacado la peregrina, por no decir la pelotuda, idea del Paraíso Perdido? No se ha conformado con que los alumnos copiaran sus clases de antropología y metafísica, también los ha invitado a dibujar los conceptos, nada menos que forma de historieta.
         Tomemos por caso este trabajo de Azucena Palacios. Al principio dice que Dios separó la tierra de las aguas, que inventó las plantas y los animales y todo eso que cualquier estúpido sabe antes de nacer. De inmediato vemos a un pobre Adán, completamente en bolas, sin la correspondiente hoja de parra, caminando de un lado a otro en un bosque rodeado de animales salvajes, como una especie de Tarzán bíblico. Adán, harto de comer todos los días lo mismo, agarró una calabaza, fermentó unas manzanas y fabricó, según usted, la bebida más antigua que vendría a ser la sidra, de la cual comenzó a beber copiosamente. En otro dibujito no  se lo  ve al Primer Hombre dormido bajo el Árbol del Bien y del Mal, mientras una víbora lo espía enroscada en el tronco, tal como lo hemos visto hasta el cansancio. No, mi querido teólogo, los niños han dibujado al solitario Adán, acariciándose la víbora, es decir que para usted ahí empezó el camino de la tentación como sigue sucediendo hasta hoy con cada hombre que nace.
         En los cuadros siguientes se lo ve a dios, representado por un ojo encerrado en un triángulo, pensando en la forma de resolver aquella delicada cuestión. Después de unas secuencias en que los alumnos han dejado espacios en blanco, expresando la Duda, Dios decidió cortar a Adán exactamente por la mitad, no para extraerle un costilla, como dice la Sagrada Biblia; lo que usted ha estado pontificando es que sencillamente lo partió en dos. Como al despertar de un sueño, Adán se enfrentó con la mitad de sí mismo, es decir, con la misma Eva que había estado provocándole tantos deseos insatisfechos.
         No voy a extenderme demasiado en tantas tonterías, pues las historietas siguen con las imágenes en las que nuestros antepasados se empelotan, o sea que se acoplan continuamente porque les desesperaba estar separados. Después aparece Eva pariendo un niño, después otro, luego la sagrada familia, pajaritos, flores, todo lleno de colores como si no supiéramos que para entonces Dios los había sacado a patadas del Paraíso.
         Hasta este punto la cosa podría pasar como una simple bobada nacida del cerebro de un pésimo educador si no fuera porque me he encontrado con una composición redactada por la alumna Natalia Ezcurra sobre el origen del bien y del mal que, según usted, no nació con la transgresión de los fundadores del imperio humano sino después cuando Caín, devorado por los celos, agarró una piedra y reventó la cabeza de su hermano Abel para ir, de inmediato y sin ningún remordimiento, a la choza donde estaba su propia madre para gozar con ella, a falta de otras mujeres. De esa unión nacieron nuevos hijos e hijas que los mismos Adán y Caín tomaron por amantes, dejando a Eva convertida en una pobre menopáusica quien se transformaba, por un error de Dios o de la Biblia pero, presuntamente, por su personal intervención, señor Perotti, en madre y abuela al mismo tiempo, en esposa de su hijo y consuegra de Adán, en tía  de los hijos de su marido, y en prima, y en suegra y sigue el árbol genealógico del cual nosotros vendríamos a ser las últimas hojitas.
         Con este tipo de interpretaciones del pasado a usted le resulta  muy fácil acomodarse a las sinvergüenzuras de la gente y aprueba, muy suelto, cualquier situación; porque ésa nos viene de Edipo el cual hizo lo mismo que Caín con su madre; que lo que ocurre con las que les dije, usted entiende a quiénes me estoy refiriendo, era la forma natural del amor en la Isla de Lesbos; que con el asunto de las cieguitas usted no puede hacer nada porque el padre de ellas es uno de los que sobrevivieron a la destrucción de Sodoma; y que el pobre peluquero, en lugar de llamarse como se llama deberían decirle Onán.
         Siento vergüenza, como buena católica que soy, de estar hablando con usted de estos temas pero, por algo soy la señorita inspectora de esta zona en la que usted  ha llegado a ser, nada menos que el Director de esta escuela en donde enseña lo que se le viene en ganas, que no por casualidad sacó el más bajo promedio de su promoción cuando estudiaba en la Escuela Normal.
         Usted, Perotti, tendría que haberse dedicado a la política, pues para andar confundiendo a la gente tiene sobradas cualidades, y a esta altura de su vida, pisando los cincuenta, podría ser un excelente diputado nacional  proponiendo leyes sobre educación sexual o redactando un tratado revisionista de la historia o lo que sería menos dañino, escribiendo un libro de cuentos fantásticos en el que podría mezclar la teología con las boludeces más increíbles.
         No se siente, señor Director, que todavía me falta el broche de oro que me servirá para condecorarlo después que haya terminado esta insólita inspección en su escuela. En este examen de anatomía, una alumna cuya nombre me reservo, ha escrito sobre las flechas que indican cada parte del cuerpo humano las respuestas con letra de imprenta. Aquí dice cabeza, cuello, extremidades superiores, tórax, estómago, extremidades inferiores pero, en donde debió haber puesto “miembro viril y testículos”, como sería la respuesta correcta, ha escrito “pija y huevos”. El colmo del descaro es que usted, señor maestro y guía de esta escuela, en lugar de tachar con lápiz rojo semejante grosería, calificó  la prueba con un 10 y agregó, antes de poner su firma, “te felicito”.
         Ahora estoy empezando a comprender por qué en Mendoza se anda comentando que este lugar pasará a la historia. No tengo una sola duda de que será como consecuencia de la excelente educación que reciben los niños desde que estuvieron a su cargo.
         Por último y no me mire con esa cara de sorprendido, voy a darle un último consejo, antes de volver a la ciudad para hacer mi informe. Tenga mucho cuidadito con esas manos, que una de las maestras ha visto con sus propios ojos cómo usted y la señora Rosario, la maestra de tercero, se han estado manoseando aquí mismo, en la oficina de la Dirección.
         Acomódese esa corbata mugrienta que lleva puesta y forme a los niños en el patio, que antes de arriar la bandera tengo algunas cosas que decir en público. Soy una mujer decorosa y una funcionaria ejemplarizadora. No esté pensando en que vamos a dejarlo sin trabajo, pues lo ayudaré a realizar los últimos trámites para que obtenga su jubilación. Durante los años que he supervisado esta escuela jamás escuché a un padre o a una madre que presentara una queja contra usted, señor  Perotti, de quien el Padre Tonelli dice que es el maestro más honesto que ha conocido. Sin embargo, querido director, con ser una buena persona no es suficiente si se tiene en la cabeza un puré de ideas como el suyo. Y se lo digo en criollo, usted ya no da pie con bola, anda chingándole al viscachazo, perdóneme la franqueza.

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CAPÍTULO 29

DE VISITA EN CASA DE SU HIJO ABELARDO SÁNCHEZ, LA ABUELA ENCARNACIÓN ENSEÑA A SUS NIETAS LOS PREPARATIVOS Y EJECUCIÓN DE UN CARNEO, SOBRE EL AMOR HACIA LOS ANIMALES QUE COMEMOS Y EL GAZPACHO ANDALUZ.


         Con ese firulete de pelos que tienes en las sienes, te pareces, María Ema, a la virgen de la Macarena que yo adoraba en mi juventud. Los ojos verdes los has heredado de tu abuela Costanza y el cabello, bendita sea, si parece de oro, son los de tu madre; y de mí si apenas has recibido los ayuelos en las mejillas pero en el alma te me pareces a eso de estar a veces alegre como una campanilla agitada y otras ausente, como esa silla vacía en la que recién estaba sentada Valentina.
         Sí, señor, pues parece que los viejos dejamos en los hijos y en los nietos poco dinerillo pero mucho del talante y de los gustos por las cosas aunque, en esto, como decía mi madre, que Dios la tenga en la santa gloria, cada uno tiene los propios. Ella solía contarnos el caso de aquel barco  de ultramar  que llegó cargado de gustos pero tuvo que regresar con su carga repleta pues cada uno ya tenía el suyo.
         En cuanto a ti, mi pequeña María Elena, eres como el roble que había en la entrada de mi pueblo, con ese pelo lacio y castaño que gustas llevar siempre recogido en rodete, como lo hago yo. Tienes los ojos moros de tu padre, de mi Abelardo, y el paso firme y la voluntad de tu abuelo Matías. Con trece años eres casi tan alta como tu hermana, y en eso ninguno de vosotros se parece a sus abuelos, será porque aquí hasta los pobres comen mejor que la gente en Europa.
         Ya que hablamos de comer, y mientras cada una sigue con su tejido y sin hacer melindres puesto que las manos ociosas solo sirven para hurgar en donde no se debe, les contaré la historia del animal más sabroso de la tierra, el puerco, del cual por desgracia hemos heredado algunas costumbres, y esto viene a cuento de los parecidos, que si es verdad que cada perro se asemeja a su dueño, cada uno lleva en su semblante lo que piensa, lo que come y lo que bebe. El borracho lleva estampado en su cara el color de las vasijas del vino, el criminal el rojo de la sangre, el envidioso el verde de sus tripas retorcidas y el santo la leche pura de la Virgen, que es el alimento de los ángeles.
         Si estuviese aquí mi Matías se quedaría escuchándome con una muequilla, como de complicidad y de malicia, sin decir ni mu; sin embargo yo sabría que estaría pensando, olé, qué gozo me da contemplarte mientras hablas, Encarnación, cuando pones tu encanto en la exageración y pintas tus cachetes con las verbenas del campo.  
         Les hablaré de las muertes que cometemos para poder vivir  y una de las más semejantes al asesinato de un hombre es carnear a un cerdo. Si vas a comer un conejo pues lo sacas de la conejera, lo  tomas de las patas y de un solo golpe lo desnucas y a fritarlo para el guiso. Cuando le toca el turno a un pollo o a una gallina que ha dejado de poner huevos, les retuerces el gañote o los degüellas de un solo tajo y ya tienes tu presa lista para prepararla con arroz y azafrán, o como quieras.
         A ti, María Elena, lo que estoy diciendo te divierte pero a tu hermana la pone seria; sin embargo, chiquillas, ese es el destino de las bestias, como en la fábula aquella del burro y el marrano. ¿Se acuerdan? Pero no vamos a hablar de fábulas que han sido escritas para educar a los pobres en la servidumbre, pues cuántos cerdos jamás trabajan y viven cebados en la abundancia, y pocos hablan de los pobres burros que se los cría, no para hacerlos héroes del trabajo, qué va, sino para convertirlos en sabrosas mortadelas. ¿De qué crees tú, que te ríes, que está hecha la mortadela?
         A los puercos se los elije por su salud y por su tamaño, reservando los mejores para el invierno. Generalmente a las hembras se las deja para cría, aunque después de parir y amamantar a sus cochinillos también ellas terminan colgando de un gancho. A los machos, cuando están por entrar en celo, o sea cuando sueñan con convertirse en maridos, se les corta las que te dije y a vegetar echando panza como los gitanos que se lo pasan haciendo cebo mientras sus mujeres salen a hacer fechorías.
         Ni un solo día debe faltarles el alimento que consiste en maíz y afrechillo mezclado con agua. Dale que te dale, mes a mes, los contemplas mientras van aumentando sus lomos, revolcados en el barro, gruñendo  y apeñuscándose entre ellos para dormir mientras el día de la brutalidad se va acercando. Así aseguras los días que vienen hacia ti, porque de lo sembrado y de lo que se mueve  harás tu alimento, me enseñaban desde niña en las clases de catecismo.
         Si vas a Mendoza, en el Mercado Central, verás a la gente de la ciudad circular por los pasillos en medio de una doble fila de reses, gansos, chivitos, chorizos y morcillas, rabos y grasa para freír, lenguas colgando de un gancho, tripas y riñones, enormes hígados que parecen estar vivos, y esa multitud, ¿qué siente? Les da lo mismo mirar una ristra de ajos, un paquete de lechugas, una bandeja con aceitunas o un mostrador manchado con la sangre de los colgajos o de la cabeza de un cordero cuyos ojos parece que te estuvieran mirando fijamente. ¿Qué más les da? Otros lo hacen por ellos en el matadero y ninguno se pone a temblar frente a esa galería de horrores, pagan muy campantes y se van con sus bolsos repletos, con la conciencia de quien sale de la iglesia. Majaderos, simuladores, eso es lo que son.
         El día del sacrificio, y mira tú, María Ema, que esa palabra, “sacrificio”,  parece salida de un devocionario,  llegan los invitados a colaborar: que tus hijos casados, que un vecino comedido a quien luego tú, a la vez, ayudarás a hacer lo mismo, y a empezar la jornada, tan temprano que a esas horas en el invierno el agua aparece escarchada y todo el mundo camina entumecido echando vapor por bocas y narices.
         Matas para el cuarto menguante porque si te equivocas no habrá jamones, ni chorizos ni tocino que se conserve sin podrirse. De modo, chiquillas, que ya estamos en la mañana, calentando agua en varios tachos, afilando cuchillos, sirviendo un pocillo de café con unas gotitas de anisado y cada uno a lo suyo. Las mujeres a pelar ajos y cebollas, a limpiar tripas y a preparar la máquina de moler carne. Los hombres acomodan el antiguo mesón y marchan al chiquero, muy callados pues a cada uno la procesión le va por dentro. Agarran al cerdo que, desde luego, el pobre animal se las ve venir, y lo llevan al lugar elegido enlazado por el cuerpo, no del cogote porque se asfixiaría y lo suben al mesón, atan sus patas traseras con tientos o alambres y dejan que la cabeza cuelgue a un costado.
         Tres o cuatro hombres, según el tamaño del bicho, se necesitan para sujetarlo. Abelardo aquí, a su lado nuestro vecino Jesús Montenegro, del otro lado mi nieto Juanillo y el tío Lucas. Algún niño asoma su cabeza para espiar pero después huye a esconderse, mientras llegamos mi Matías y yo. Él, con el cuchillo bien afilado que solo utiliza para este menester y yo trayendo un balde que tiene en el fondo un poquitín de salmuera.
         El matador, y bendita sea esa mano que nos da de comer, va metiendo el cuchillo, despacito, en la  dirección justa, mientras la sangre caliente va cayendo en el balde que yo revuelvo y revuelvo para que no se cuaje. El puerco, como un cristiano, empieza a gemir y luego a gritar como un condenado y a patalear, y todos encima, en medio del jaleo, agárrela la cola, tómalo de las patas, no dejes de revolver, coño, ya falta poco y mira qué bestia más hermosa, debe tener un tocino de más de cuatro dedos de espesor; y la indefensa criatura pega como un último grito, después gime, sopla, resuella por la herida, con lo poco de vida que le queda, da unas pataditas y al fin se queda quieta, con sus largas pestañas cubriendo una agüita que parecen lágrimas.
         Mi mano derecha, arremangada, hasta el codo con sangre, Matías limpiando su cuchillo y los otros que dicen bravocunadas y se embroman como chiquillos que acabaran de realizar una travesura.
         Llevo la sangre a la cocina para empezar a preparar las morcillas que probaremos, si Dios quiere, entrada la noche. Luego los hombres echan agua hirviendo sobre el cuerpo del muerto y empiezan a cortarle los pelos con cuchillos o con latones afilados. Debajo va apareciendo un cuerpo blanco, redondeado por la gordura. Por último unos baldes con agua tibia para completar la limpieza y una maquinita de afeitar que hace el resto. Ni un solo pelo, ni siquiera entre los pliegues de las orejas y las pezuñas y ya tienes bajo la luz del sol un cuerpo semejante al de un hombre, Dios nos asista.
         Un rato después, el cerdo ya está colgado de sus patas, con una roldana sujeta al palo más grueso de la galería, con la cabeza  casi al ras del suelo. Todos preparados para ayudar; Matías, subido a un banquito, hace el primer corte de arriba hacia abajo; lentamente se van descubriendo tripas y vejiga, panza, hígado y corazón, un bulto enorme que debes recoger en un fuentón, todavía caliente y resbaladizo.  Por último se corta la cabeza y con una caña afilada en ambas puntas se mantienen separados ambos costillares para que el frío de la noche haga su parte y así, al otro día, poder despostar sin problemas.
         Y bien, geniecillas de la abuela, mis ricuras, ¿qué viene ahora? Que los chiquillos juegan a la pelota con la vejiga inflada y los mayores comparten unos ricos buñuelos azucarados con unos tazones de café humeante. Se limpia lo que se ensució y desde ahí los hombres solo tienen que preparar los tachos con agua hirviendo donde se cocinarán las morcillas. Se come en compañía  y amistad y nadie se pone a pensar en que debe ser perdonado por lo que acaba de hacer. Vuestro  abuelo siempre cuenta la historia de la semilla que debe morir para que nazca otra planta; yo cuento sobre la sangre que se derrama para que otros puedan continuar viviendo.
         Mi hijo Abelardo, vuestro padre, jamás ha matado un cerdo con sus manos y no lo hará, estoy segura. Me lo juró cuando era un chicuelo, espantado por la sangre que bañó sus ropas mientras ayudaba en un carneo. No tengo idea de por qué estoy hablando de estas cosas con mis pequeñas. ¿He querido asustarlas? Jamás lo haría si supiera que con escucharme no aprenden algo.
         ¿Qué dices, María Elena? ¿Quieres saber cómo se preparan las diferentes partes del cerdo? ¿Quieres aprender a preparar los chorizos, las butifarras y el lomo en grasa y todo lo demás? Mañana les dictaré, una por una, las recetas, pero antes y no debo olvidarme porque si no lo hago Matías no me lo perdonará, les  diré cómo hacer un buen gazpacho. Ya saben quién de esta casa es el regalón de su abuelo. Así que anota, María Ema, y aclaro que se trata del gazpacho de verano que se come en Sevilla desde hace siglos y no el de invierno, que ésa es otra preparación.
         Pones en una cacerola enlozada un litro de agua y le agregas tres dientes de ajo triturados en el mortero con un puñadito de sal gruesa, medio pimiento verde y tres tomates bien picados y trocitos de pan, un buen chorro de aceite y otro de vinagre y pones el recipiente en un lugar fresco porque en el campo el único hielo que conocemos es el que viene del cielo como granizo, que Dios nos asista de tamaña fatalidad. Espera, aún no he terminado pues lo que le da al gazpacho el saborcillo definitivo, un pepino no muy grande, bien peladito y cortado en rodajas.
         Pruébalo tú también, Valentina, esa comida tan sabrosa que enloquece a los andaluces. No importa que seas gringa, mujer, que intercambiando sus platos preferidos los pueblos se conocen y a lo mejor, quién te dice, con tal placentera diplomacia la gente deje de matarse una a otra como cerdos.
         Ya hice mi discurso, así que ahora, si me invitas a tomar un poco de té con anís y canela, como te enseñé a hacerlo, más unas tajadas de bizcochuelo de naranja, no te lo despreciaré, te lo aseguro.

*


CAPÍTULO 30

CHASCOS Y BROMAS QUE UN DESCONOCIDO VA DEJANDO MUY TEMPRANO FRENTE A LAS CASAS DE ALGUNOS VECINOS, EN ESPECIAL UN PAQUETE PARA NARCISO GAUNA, EL DÍA DE LOS INOCENTES, Y ALGUNAS COCHINADAS.


         A fines de diciembre los viñedos y las chacras amanecen bajo una claridad silenciosa, apenas quebrada por el vuelo de un chingolito o la voz de alguien que azuza al caballo que tira del arado. Bajo los altos álamos el agua de la acequia roza tembladerillas y chipicas y se aromatiza con el amargo de las chilcas y la dulzura femenina de los hinojos. En las higueras de sangre lechosa las brevas anuncian la llegada del Año Nuevo;  y las uvas pintonas tiñen, como gotas de terciopelo, a los racimos.
         En las chacras ya ha sido levantada la cosecha de alcachofas y en perfectas hileras los ajos y las cebollas reciben las caricias de los campesinos que los van capando para que sus frutos sean perfectos. También es el tiempo de los tomates, de los porotos y las alberjas que crecen encañados, semejando una sucesión de chozas primitivas.
         Alguien, a quien nadie podrá identificar por más que lo intente,  ha ido dejando desde muy temprano una carta o un paquete frente a la casa de sus destinatarios, con el propósito deliberado de chasquear a unos y embromar a otros, dejar un regalo a pocos y una breve esquela que para muchos no resultará una tomadura de pelo, más bien significará una pista para continuar armando el rompecabezas del destino con el ejercicio de la voluntad, sin la cual todo intento de transformación será vano.
         El primero que recogió lo suyo fue Franco Santini, una caja con condones con un papel que resumía el sentido de la encomienda: “Gringo tacaño, necesito verte pronto. (Firmado) Pirula”.
         Doscientos metros más abajo, siguiendo por la calle Videla Aranda, Abelardo Sánchez encontró una caja del tamaño de un tacho de uva, destinada a su hijo Juan. Cuando éste la abrió encontró dentro otra caja, y dentro de ésta, otra, y luego cuatro más, hasta que por fin sus manos dieron con una carta y un paquete de fideos de letras. En el papel estaba escrito: “Querido Juan, con las letras que hay en este paquete están escritos todos los libros del mundo, tantos que no te alcanzarían cien vidas para leerlos. Con este quilo de fideos tu mamá podría hacer una exquisita sopa o vos encontrar un mensaje, en medio de todo ese revoltijo, si lográs comprender a tiempo que has recibido una verdadera máquina de imaginar, una linotipo realmente mágica. Nunca sabrás quién te ha enviado esta broma hasta que no hayas escrito tu primer poema”.
         Algunos, cuando se enteraron de lo que había ocurrido aquel día se quedaron con la espina y otros se jactaron, mintiendo, por lo que no habían recibido.
         Quien nada dijo, aunque sí recibió una carta, fue el policía Abel Carbajal, el cual tenía la mala costumbre de hacer horas extras robando alambres en las fincas vecinas. No le hizo ninguna gracia leer: “Flaco, cuando te metan en la Casa de Piedra vas a tener que buscar un alambre para colgarte de las bolas, grandísimo pelotudo. (Firmado) Tu hermano Caín Carbajal”.
         Siguiendo las huellas de la bicicleta del repartidor de milagros, se ubicada la ”Mercería Lourdes”. Para Abdón Jalil dejó una carta de agradecimiento que éste no habría entendido aunque hubiera estado escrita en árabe. “Querido señor: los niños abandonados que se encuentran en esta Casa Cuna  le agradecen la gentileza de las donaciones en efectivo y en mercaderías que nos ha estado enviando durante los últimos veinte años. Nadie podrá atestiguar, mejor que nosotros, sus gestos de bondad que han sobrepasado los límites de nuestra admiración. Hemos bautizado a algunos niños huérfanos con su nombre de manera que, cuando nos visita, conocerá a Abdón Flores, Abdón Paniagua y Abdona Lourdes Testaseca, que son sus ahijados por la gracia del amor infinito que nunca podremos pagarle. Reciba en este día tan especial nuestro saludo. Felicita Enriqueta García Palomeque de Ontiveros Basualdo, Presidenta”.
         Veinte metros después estaba la bicicletería de Eliseo Cuenca, donde nadie recogió un comino pero, en la casa siguiente, en la esquina de la calle nueva sin nombre, en el almacén de los Abdala, al abrir la puerta para iniciar las tareas del día, Emir recibió dos paquetes de idéntico tamaño, uno para Coca, que contenía una gata de porcelana, con una tarjeta que decía: “La gata que no puede, araña; la gata que se deja, recibe”, y otro para Yamila, pero ésta no aceptó los ruegos de la familia para que lo abriera y se escondió en su dormitorio en donde encontró envuelto en un pañuelo de seda rojo, un objeto de goma, de unos veinte y algo centímetros de largo por tres o cuatro de espesor, que antes ella jamás había tocado con sus manos pero que le produjo ganas de vomitar. Días después, su amiga íntima Malicha le explicó para qué servía el consolador y que podrían aprovecharlo, pero Yamila lo arrojó con caja y todo al excusado, no porque la propuesta de la mujer del peluquero le hubiera parecido inaceptable, sino porque no tenía un lugar seguro para ocultarlo de la curiosidad de su hermana menor.
         Contigua al almacén estaba la casa de los Zamora donde el desconocido dejó una caja blanca, liviana, destinada a Rita, quien ese día tenía guardia en el hospital. Su madre se moría de las ganas de cortar la cinta con un moño rojo que cubría la encomienda pero no se animó conociendo el carácter de su hija. Rita llegó el domingo siguiente, como era su costumbre, y encontró un osito y un par de escarpines para bebé, y una carta. “Querida Rita. ¿Te gustaría tener un hijo? No te estoy cachando ni faltando el respeto porque no soy paciente ni cliente tuyo. Soy alguien que reparte, por predilección, el milagro que se produce por el simple hecho de la invención si es verdad lo que dijo cierto personaje de una revista de aventuras en el sentido de que todos somos parte de la Gran Historieta que es el mundo. Si aceptás este presente, con esta ropa podrás cubrir a tu primer hijo, si no estás de acuerdo, quemá la caja con todo su contenido. Aunque nunca, y pienso que esta palabra jamás debería ser pronunciada, pueda yo conocer tu decisión, te digo que te amo”.
         El herrero Pedro Grosso recibió una Biblia, que tenía un señalador inserto donde comienza El Cantar de los Cantares de Salomón, con esta breve frase: “Lo que está escrito en este Libro no es un chiste. (Firmado) Dios”.
         De la herrería hasta la finca de Miguel Ángel Toledo hay unos mil metros y allí, junto a la tranquera que está frente a la casa, el extraño distribuidor dejó una carta fechada en Roma. “Ciudad del Vaticano. Querido hijo Miguel Ángel: Hemos recibido tu dolorosa carta dirigida a nuestro Vicario de Cristo, el Papa Pío XII, donde confiesas el sacrilegio que has cometido en la figura de nuestro Redentor, del cual ya estábamos al tanto por informes del Nuncio Apostólico en la Argentina. Si bien el buen cura de tu iglesia, el Padre Luis Tonelli, ya te había perdonado, ¿de dónde sacas tanto rencor, grandísimo mamarracho, para amenazar a Su Santidad con esa chifladura de la crucifixión? ¿Eres, acaso, de nacionalidad filipina? Allá, clavarse en un madero es un deporte que no te aconsejamos practicar a menos de que seas un candidato al chaleco de fuerza. Si insistes, puedes meterte un clavo al rojo vivo donde tú ya sabes y dejarás de lamentarte por tu mala suerte de pecador. Con las debidas indulgencias, firma Monseñor Fabio Testini”.
         Para fines de diciembre, algunos duraznos están dulces como para dejar que su jugo resbale por la boca y la suave pelusa de la piel nos haga cosquillas en los labios. Por todas partes reluce un verde espléndido extendido bajo el filete de la cordilla de Los Andes, eternamente cubierta de nieve blanquísima, cegadora, que hace sentir a los  hombres y mujeres que trabajan la tierra, el íntimo regocijo de creer que ese paisaje único les pertenece, pues ellos lo han ido construyendo por generaciones. Alguien, que descansa un momento bajo la sombra de un olivo abanicándose con su chupalla, es sorprendido por el canto de una chirigua; el fino sonido le sugiere la idea de refrescarse con una sangría, pero luego sonríe y calma su sed tirándose de panza y bebiendo directamente del agua turbia que corre por la acequia.
         Al hombre que repartía chascos y bromas aún le quedaban en su bolso dos sorpresas, si puede llamarse sorpresa a la caja de fósforos que dejó sobre el horno junto al cual había un extraño pájaro, un pavo real de vistosa cola. No pudo pasar inadvertido  pues, al verlo, un perro enorme que estaba echado bajo la sombra de una vieja acacia, gruñó mostrando sus dientes. El desconocido apuró su retirada en dirección a los corrales de la Finca Los Nogales, donde terminaría su periplo mientras escuchaba tras de sí las risas y el canto de unas jóvenes en el patio del rancho que acababa de visitar.
Antón, Antón Pirulero,
 cada cual, cada cual,
 que encienda su fuego.

         Por el camino que bordea el río, no podía pedalear a causa del pedregullo, así que calzó la bicicleta sobre un hombro y caminó, con el rostro cubierto de sudor, hasta que vio a una anciana sentada en una sillita de totora, tomando mate. No fue preciso que dijera una palabra, ya que Doña Rosa, que lo estaba esperando, le ofreció una taza de yerbeado y un pedazo de tortilla cocinada al rescoldo. El hombre enfiló después por el callejón de los ciruelos y volvió a la calle Videla Aranda, hasta el lugar exacto desde donde había empezado su trabajo y allí desapareció, disolviéndose como una luz que se apaga bruscamente.
         Al mediodía, cuando Narciso regresó de su trabajo, abrió el paquete que le alcanzó su abuela y extrajo un sombrero tejano, un antifaz negro y un cinturón con dos revólveres , de color plateado, metidos en sendas cartucheras. La carta que el muchacho leyó en voz alta, para que su anciana abuela no quedara fuera del prodigio, decía: “Señor Narciso Gauna. Querido lector de la revista El Tony, cuando recibas este paquete, me encontraré en la frontera de Méjico y los Estados Unidos, tras las huellas de un grupo de forajidos que asaltó un banco en Dallas. Nunca podré pagar tu amor por mí y por Toro, que nos permite continuar galopando y disfrutando de la loca vida que hacemos gracias a personas maravillosas como vos. ¿Okey? Te saluda y abraza, el Enmascarado Solitario. 
         El Día de los Inocentes, algunos se portan como auténticos degenerados, envuelven mierda de gato en papel de caramelos; ponen una cucaracha al fondo de una copa de vino tinto, o una muela recién extraída dentro de un frasco con dulce de leche. ¿Dónde está la inocencia?, preguntaba aquel mismo día el cura Luis al  director de la escuela, en un almuerzo que los exalumnos habían organizado. No me lo pregunte a mí, Padre, contestaba el señor Perotti, ruborizándose, mientras se limpiaba la boca con una servilleta de papel, en este lugar vive gente muy jodida. ¿Quién habrá sido el chistoso?

*

CAPÍTULO 31

EL TANO DI MARCO, VENDEDOR AMBULANTE DE LOTERÍAS, APROVECHA LA SOBREMESA EN CASA DE ABELARDO SÁNCHEZ PARA NARRAR MENTIRAS Y VERDADES DE SU OFICIO Y SOBRE LA CÁBALA DE LOS NÚMEROS.


         Como venía diciéndole, don Abelardo, estos viñedos fueron plantados a fines del siglo pasado por el viejo Brilloud, un marsellés picante y de mal genio, padre del doctor Juan Pedro, el único heredero quien para 1930 ya había empezado la construcción de la bodeguita. Don Salvatore Santini, el suegro de usted, fue uno de los primeros contratistas, pregúntele a doña Valentina y que ella me desmienta. Conozco, una por una, a todas las familias que vivieron o que están ahora sobre el recorrido que vengo haciendo desde que murió mi padre y que él hizo antes que yo, de donde me viene el hábito de caminar kilómetros vendiendo números de la lotería de Mendoza.
         Aquí donde me ven, flaco y con los ojos saltones de tanto fumar, no recuerdo un solo día que yo haya dejado de venir por este camino, más o menos a la misma hora, una vez por semana lo que no quiere decir que a ustedes les caiga siempre cuando están por sentarse a almorzar. Pasa que soy el hombre de la suerte, una especie de mago a quien todos tratan con respeto como si temieran que les vende un número equivocado. Puede ser, en el fondo, que ése sea el modo de llevarse con Dios, para que no nos cambie la jugada, ya que según dicen los que saben, este jodido mundo está hecho de números. ¿Qué me cuentan? Lo que vendría a ser que las albóndigas en salsa de tomates con puré de zapallo, la ensalada de escarolas, el pan, el vino y el pedazo de dulce de camote que acabo de zambullirme en la panza ha sido una exquisita combinación de millones de numeritos que ayudan a seguir con vida a este otro montón de numeritos que soy yo.
         Si yo pudiera contarles todo lo que sé sobre fincas, chacras, pobres y ricos de este lugar, pasaríamos horas y si les contara anécdotas de mi oficio, entonces sí que nos pasaríamos un año entero conversando.
         Ya que estamos hablando sobre la magia de los números, ¿sabe alguno de ustedes de dónde ha sacado toda la guita que tiene en el banco el Turco Abdón Jalil? No me digan que de la mercería, porque ese bolichito desordenado no le daría ni para comer. Ha ganado fortunas jugando a la lotería, y no empiecen a discutirme, ya que soy yo quien le vende los billetes y trae el extracto con los premios cada semana. No me miren con cara de sorprendidos porque aquí donde me ven, más flaco que un espárrago, el Tano Di Marco sabe escuchar y observar hasta el más mínimo detalle.
         Cierto día en que le entregaba al turco el número que él venía siguiendo desde hacía un tiempo y con el cual después ganó un premio mayor, observé como al descuido sobre el mostrador un libro escrito en árabe, que tenía en la tapa el dibujo de una mujer desnuda y de una víbora enroscada en su cuerpo que mamaba en uno de los pezones. El turco se dio cuenta de que yo me había quedado sorprendido mirando el dibujo y me dijo, ése es el símbolo de la sabiduría de la mente alimentándose de la energía de la tierra, y el libro se titula “El misterio de los números”, escrito por Sheik Abdul ben Haddad y trata sobre el “Jaffar”, la cábala árabe para ganar en los juegos de azar y en las carreras de caballos, y nada más voy a decirte, gringo curioso. Me pagó como siempre, religiosamente al contado, y me despidió con una sonrisa socarrona.
         Cosa extraña. En la misma medida en que don Abdón empezaba a hacerse rico, se volvió huraño, caprichoso, egoísta con los hijos y comenzó a prestar dinero, por supuesto que a altos intereses, pudiendo haber gozado de la vida de la manera en que se le hubieran cantado las ganas. Ese debe ser el otro lado de la moneda de la suerte porque, para mí, y no vengan a interrumpirme diciendo que estoy hablando por hablar, no siempre el azar trae la felicidad.
         En Fray Luis Beltrán supo vivir un tipo que trabajaba como empleado del Juez de Paz y que ahorraba cada centavo para comprarse un décimo de la lotería de Mendoza, en el tiempo en que un peso era un peso y que, con una parte solamente, se podía comprar  una finca de cinco hectáreas. El fulano, según contaba mi padre, vivía en una pieza alquilada y trabajaba únicamente para apostar, soñando con el momento en que se haría rico, con decirles que ni mujeres se le conocían. Pues vino el momento y se sacó el diez por ciento de la Grande, tiró el empleo al diablo y salió a la calle mostrando a todos el billete premiado. Demás está decir que antes de ir al Banco de Mendoza a cobrar el premio, los comerciantes estaban fiándole ropas, botellas de licores, pan, vino, dulces, todo lo que necesitaba para hacer una comilona y festejar.
         A la noche, medio en pedo, sacó de su habitación los muebles destartalados, cama, ropero, colchón, escupidera, ropas viejas, hasta el trajecito a rayas que utilizaba para ir al empleo. En medio de la jarana les prendió el fuego, y aquí viene lo bueno. Mientras el nuevo rico creía que estaba despidiéndose de la miseria para siempre, se dio cuenta de que en el saco viejo había dejado el número premiado que en ese momento las llamas ya se habían comido. No me vayan a decir que al pobre desgraciado la pitonisa del destino no lo eligió para premiarlo con una broma tan cruel.
         Con el tema del librito de don Jalil me quedé con sangre en el ojo hasta que cierto día, por esas casualidades, y no me discutan que las casualidades no son parte de la suerte, vi en la vidriera de una librería en Mendoza, un libro titulado “La Sibila y la Cábala”. Después de comprarlo me senté a tomar un café en un bar en la terminal de la CITA y me di cuenta de que a esos temas ni chupado podría llegar a entenderlos. De todos modos me emperré y durante los meses siguientes me lo pasé estudiando la parte  en que explica cómo ganar dinero en este oficio.
         Después de tanto sacar cuentas empecé a tomarle el  gusto a los números aunque más no fuera para divertirme y entretener a los amigos, y no vayan a decirme que no los tengo, pues cuando vuelvo a mi casa jamás lo hago con las manos vacías y le caigo a mi mujer con chorizos en grasa, damajuanas con vino casero, botellas de tomates en conserva y la mar en coche.
         Voy a hacerles una prueba para que no digan que me estoy mandando la parte. Tráiganme papel y lápiz que aquí mismo los voy a dejar más desorientados que Adán en el Día de la Madre. ¿Quién de ustedes se ofrece para que hagamos la prueba? Juancito parece el más decidido, así que empecemos porque todavía tengo que seguir por esos caminos, como si fuera un brujo, despertando codicias.
         En primer término anotaremos el nombre y la fecha de nacimiento. Juan Sánchez, nacido el 2 de julio de 1931, a las 5 horas de la mañana. Sacaremos el número del destino de la siguiente manera: Los meses se enumeran en orden, 1 para enero, 2 para febrero, etcétera, hasta llegar a 12 para diciembre. La semana, 1 para el día domingo y siguiendo hasta el sábado que es el 7. Obtenemos esta fórmula: 2 por día de nacimiento, 7 por el mes; 1, 9, 3, 1 por el año de nacimiento; 3 por el día de la semana; y 5 por la hora del parto. Sumamos: 2+7+1+9+3+1+3+5, todo lo cual suma 31. Si ponés el 31 frente a un espejo te dará 13 y ambos serán tus números, Juancito, lo que quiero decir es que el 31 es tu lado humano y el 13 el de tu alma. Podrás asociar ambos y hacer combinaciones, por ejemplo: 31, 13, 11, 33, 1331, 31131, 13313, hasta donde puedas llegar. ¿Para qué te servirá? En la medida en que vayan sucediéndose los años de tu vida, esos números te irán revelando el sentido de tu destino, los hechos importantes, tus propósitos, no solamente para tentar a la fortuna, que bien podría ocurrirte como al Turco Abdón o al infeliz aquel que quemó su ropa con su futuro adentro; podrás utilizarlos como una linterna que alumbrará tu oscuridad interior. ¿Has entendido?
         Entonces pasemos a la segunda parte, que consiste en conocer el misterio que se esconde tras el nombre que vos no elegiste, que lo hicieron tus padres, aunque tampoco estoy seguro de si fueron Abelardo y Valentina quienes lo decidieron pues según se dice en mi famoso librito, los números se han venido mezclando desde que empezó el mundo y en el preciso instante en que una pareja tiene sus momento de amor, cataplúm, ya que la semillita tiene su número, que nadie podrá modificar aunque cambie su identidad. 
         Haremos ahora el siguiente juego, dándole a cada letra del abecedario su respectivo número, según la susodicha Cábala, que mentiría si digo que entiendo una jota de toda esa maravilla, y no empiecen a retrucarme diciendo que soy un sabio de las matemáticas.

A     1                            M     4                           J      3
B      2                  N Ñ  5                          U     6
C     2                            O      6                           A     1
CH  3                     P      8                              N     5
D     4                            Q        2
E      5                   R        2              S      6
F      8                  RR      4               A     1
G     2                      S        6            N     5
H     0                      T        4            CH    3
I       1                   UVW   6               E      5
J      3                               X        8                Z     7
K    2                       Y        1
L     3                       Z       7
LL  6

         La columna, a la derecha de tu nombre, Juancito, suma 42, número que visto en el espejo es 24, y con ellos también podrás hacer combinaciones del mismo modo que en el juego anterior: 42, 24, 44, 22, 2244, y así por el estilo. Por suerte no soy gitano, ni adivino, pero puedo decirte, estudiando un poco la chifladura de los números que a los 24 años algo importante ocurrirá en tu vida, un hecho tan extraordinario como el que te sucederá a los 42, ya lo verás.
         ¿Pregunta usted, don Abelardo, si he provocado a la suerte jugando a mis propios números? Tomo el vino que queda en el vaso y le contesto. Antonio Di Marco, un servidor, vende ilusiones pero él no tiene pájaros en la cabeza puesto que aprendió algunas lecciones, escuchando y mirando, como dijo al principio.
         No estoy enterado de que exista una persona que sea tan hábil para manejar sus números con tanta astucia como para que Doña Guadaña no lo sorprenda en el momento menos pensado, pues sospecho que hay otras leyes que ignoramos. He conocido hombres muy sabedores que viven como estúpidos y otros muy vivos para adivinar el futuro de los demás pero que nada saben del suyo. Piense en don Abdón y se dará cuenta de que pasó toda su vida haciendo cálculos, aún con la viveza que tienen los árabes para esas cuestiones, y mire dónde terminó su sabiduría matemática. Si en los libros estuvieran las claves de la verdadera felicidad, cada fanático de sibilas y pitonisas sería un rey y todos sabemos que no es así. Un amigo, a quien yo le estaba enseñando estas travesuras tan entretenidas y curiosas me dijo, mirá Tano, Dios no juega a los dados ni a los naipes porque si yo tuviera la oportunidad de apostar personalmente con él y me tocara el as de espadas le gritaría “truco”  y lo mandaría al mazo.
         Yo, que de naipes y trucos no sé un pepino, prefiero no opinar, pero sigo preguntándome: ¿jugará Dios a los dados? ¿Es la vida una lotería?

*

CAPÍTULO 32

SENTADOS EN EL ASIENTO TRASERO DE UN FORD 47, ESTACIONADO EN LA OSCURIDAD, TURI SANTINI CONFIESA A RITA ZAMORA LAS AVENTURAS DE SU VIDA Y LAS NOSTALGIAS POR LA INOCENCIA DEL TIEMPO PERDIDO.


         Cuando me fui de aquí vos tendrías unos catorce años; me acuerdo porque había muerto tu tío Ramón a quien vos tanto querías. Eras una potoca bien plantada, con el pelo hasta la cintura y un par de tetitas como ciruelas a las que resaltabas sobándote la blusa con las manos. ¿Te acordás?
         Yo tengo unos once pirulos más que vos, me parece. En aquella época me faltaba de todo, trabajaba en la viña con mi familia y el único lujo que me daba era correr en bicicleta. Recuerdo que mi viejo me obligaba a laburar hasta en los sábados por la tarde para poder pagar la “Bianchi” que le compramos en cuotas a Eliseo Cuenca, el gallego que tiene su negocio un poco más allá del almacén de los Abdala.
         El tiempo pasa cagando y de golpe te encontrás con que las cosas están en el mismo lugar pero la gente cambia sin parar. Los viejos se mueren, la gente grande envejece, los chicos que iban a la escuela ahora están casados y todo ese bochinche. Vuelvo por estos pagos para ver a mis viejos y a mis hermanos, pero cada vez que lo hago lo único que me llevo de vuelta es la amargura. Mi viejo hace más de diez años tuvo una hemorragia en el mate y quedó paralizado de la cintura para abajo. Parece una momia sentado todo el santo día en su silla, hablando solo y maldiciendo como si nosotros tuviéramos la culpa de lo que le ocurrió. Por la puta madre, cada vez que vengo le traigo un regalo y como agradecimiento me dice que no se acuerda de tener un hijo que se llame Salvador. Ya no soy una criatura y ni me acuerdo de la última vez que mi viejo me cascó, pero ese modo que él siempre tuvo de tratar a patadas a los hijos le valió que un día yo dijera basta y me fuera al carajo.
         En Rosario, donde vivo desde que abandoné la costumbre de sudar por la comida, trabajo con un industrial, italiano como yo, dueño de varias empresas. Es un tipo que tiene la edad de mi papá, pero se mantiene joven morfando bien y haciendo deportes. Se llama Vittorio Manganelli, pero no tiene nada que ver con los gringos de Maipú que tienen una orquesta típica. Don Vittorio, quien fue un importante oficial durante la guerra del 14, es una persona muy amable cuando le conviene pero con un genio que te hace temblar si lo ves enojado.
         Apenas me conoció me dijo, risueñamente, que lo llamara padrino. Seré un padre para ti, en la vida y en la muerte, me dijo, abrazándome  con un olor a coñac que volteaba. En su casa es común ver al Jefe de Policía, a jueces, diputados y toda clase de calandracas llenos de guita que aparecen en unos automóviles que comparados con el mío, aunque es casi nuevo, éste parece una catramina.
         Rosario es la segunda ciudad del país y al verla parece una Buenos Aires en pequeño; te lo digo porque hice docenas de viajes a la capital acompañando a don Vittorio. En una ciudad grande tenés dos posibilidades: o flotás o te hundís; si no tenés un buen laburo te vas al tacho y terminás juntando puchos. La primera vez que hice un viaje largo fue un año antes de que decidiera no regresar a mi casa. Un primo de mi cuñado Abelardo Sánchez manejaba uno de los camiones que llevan vino desde la Bodega Giol a Santa Fe y Córdoba. Tuve la oportunidad de acompañarlo después  que terminó la cosecha y así empecé a ver que existían otras oportunidades, otros caminos para recorrer.
         El resto es toda una historia, más vale que no te la cuente porque no vas a creerme. En pocos años encontré un lugar entre mis paisanos. Primero conocí a uno, ése me llevó un poco más arriba hasta llegar a mi padrino. ¿Preguntás qué hago? Protejo a la gente para que cada uno trabaje sin el temor de que otro le robe. Sin ir muy lejos te cuento que por el lado del puerto habían unos pirigundines donde iban las minas a trabajar de noche: pizzerías, lugares bailables y hoteles por hora. Se había armado unas roscas porque a unas putas que habían traído de Europa, polacas, españolas, francesas las estaba jodiendo la cana. La cana es la policía, pero no te estoy hablando en porteño, Rita, aunque muchas costumbres y modos de hablar por allá son bastante parecidos. Un día me invitó don Vittorio a una reunión con unos tipos que dios te libre y nos dijo que había estado conversando con el jefe de policía sobre el orden y las buenas costumbres. Me puso a las órdenes de Giusepe Nicosía, el Pepe, como le decíamos, y en cuatro automóviles empezamos el trabajo. ¿Has conocido a algún viajante de comercio? Bueno, nosotros hacíamos un trabajo parecido. Entrábamos a un bar y le ofrecíamos la seguridad de que a partir de esa noche nadie se atrevería a romperles la vidriera ni a pedirles coima por algún servicio. Al principio yo no podía entender el motivo por el cual la mayoría aceptaba nuestra protección sin chistar. Después empecé a comprender cuál era la clave del sistema para que no fallara.
         Un par de semanas más tarde aparecieron algunos tipos ahogados en el río Paraná y todos tenían, como señal de la misma mano de obra, un alambre de púe enroscado en el cogote. Los precios  por la protección comenzaron a subir pero había cada vez más problemas. El diario La Capital empezó una campaña contra lo que los periodistas llamaban “la mafia siciliana”. Don Vittorio aumentó el presupuesto de publicidad de sus empresas pero aún así el diario seguía jodiendo, y las cosas se ponían feas hasta que empecé a comprender dónde estaba la papa, lo mejor del negocio para mí.
         Una tarde, mientras tomaba un café en el bar de la estación de ómnibus, se me acercaron dos hembras oliendo a perfume con unas gambas que mataban. ¿Qué querían conmigo? Que les cuidara el culo, eso querían. Rita, sos una gil, como dicen los porteños, aquí podés laburar porque Mendoza es una aldea pero en Rosario, si no tenés un amigo que mantenga contactos con los de arriba, terminás en el calabozo  o con la cara llena de tajos cada vez que los milicos te encuentran callejeando.
         Olga y Lelia se llamaban las percantas, dos pendejas que no habían cumplido todavía los veinte. Las invité a que subieran a mi auto y nos fuimos a morfar a uno de esos quinchos que están en las proximidades de la cancha de Rosario Central donde te sirven unos cachos así de pacú o de dorado a la parrilla que no podés creer. Nos mandamos unas buenas botellas hasta bien entrada la media tarde y rumbeamos para mi departamento donde me las fifé a las dos, para que supieran la clase de padrillo que las estaría esperando después de que hicieran bien su trabajo. Las minas estaban tan contentas como huérfanas que hubieran encontrado un padre protector. ¿Te das cuenta adónde quiero llegar?
         Otro de los negocios es el contrabando. Por mi parte ni loco me metería en esos asuntos; tenés que viajar, andar en barcos y exponerte a que te corten las bolas en cualquier momento si te agarran mejicaneando. Quien recibe algunas donaciones de parte de los comerciantes que reciben mercaderías que no han pasado por la aduana, es mi padrino, y él reparte, como buen amigo, para que a ninguno le falte nada. Eso sí, yo, por mi lado, me hago algunas bicicleteadas de vez en cuando. Si no lo hiciera, más bien digo, si no lo hubiera hecho desde el comienzo, todavía estaría dependiendo de la generosidad de don Vittorio.
         Como te decía al principio, cuando vos eras una piba no pensé que alguna vez te encontraría trotando por la calle Las Heras. A este lugar, en donde viven nuestras familias, cuando estás lejos lo ves muy diferente. Entonces, a la gente que queda en tu memoria o la borrás o la seguís recordando como era, no como es en realidad, y cuando esto ocurre te llevás más de una sorpresa.
         Esta noche te pedí que te acostaras conmigo y dijiste que preferías recordarme como yo era cuando joven y no como soy ahora. Es lo mismo que yo te dije pero los papos son iguales en todas partes, mi querida petisa, y hay miles de tetas y pindongas buscándose, el algo que he aprendido en mi oficio, el más divertido del mundo. Un tipo como yo tiene minas que subirían a este auto con la misma emoción con que los niños se acercarían a recibir un juguete.
         Con tu sistema, que apenas te permite conseguir un cliente de vez en cuando, vas a terminar haciendo la vida de una rutera. ¿Sabés qué es una rutera? Una puta reventada que mendiga por las carreteras la limosna de algún camionero pelotudo que se caliente apenas ve a una mujer solitaria que le hace señas. Esa es la última etapa del oficio, después, a juntar puchos.
         Será mejor que cambiemos de tema; estamos pasando juntos un buen momento y por nada quisiera que termináramos enojados, no lo merecemos. Voy a decirte cómo me siento cuando tomo el camino de regreso. Pasando el Desaguadero, después de echar una meada y tomar un café doble y bien caliente, le doy permiso a la tristeza para que me visite. Un poeta amigo, uno de esos barbudos que andan por la vida soñando con una felicidad que nunca encuentran, me habló un día de la inocencia del tiempo perdido. En la galería de la casa de mis padres hay una jaula grande que fabricó Franco para cuidar los pajaritos abandonados que encuentra entre las cepas de la viña. Al lado, hay una destiladera de piedra con un botijón que recibe, gota a gota, el agua que va cayendo del filtro, la que se utiliza para beber y hacer las comidas. Enfrente, debajo de una magnolia y de un laurel está el jardín que cultiva doña Costanza, esa viejita de pelo blanco y enrulado que es mi mamá. Están las calas y los juncos que me recuerdan los velorios, las dalias y narcisos, una mata de perejil y otra de albahaca que usa para hacer el pesto. En tarros pintados con cal rodea la casa con malvones y geranios, y en macetas de terracota, helechos y vinagrillos. Me gusta apretar las hojas de cedrón y olerlas y meter entre mis ropas un ramito de alhucemas que me recuerden el olor de mi hogar. De la entrada de calle hasta el parral, donde estaciono mi auto, hay una larga fila de margaritas y varas de San José. Las cortinas de las ventanas tejidas al crochet, que dibujan palomas y ángeles tirando flechas, han sido hechas una a una, con santa paciencia, por esa mujer a quien le doy más penas que alegrías.
         Te juro que en este momento, sintiendo tu afectuosa proximidad, largaría todo a la mierda y me quedaría para pedirte que te casaras conmigo. Después de todo, mi pequeña Rita Zamora, yo no puedo exigirte que seas virgen ni vos pedirme que confiese si debo alguna muerte por ahí. No tengo la inocencia de mi papá que mató a tantos hombres en la guerra, ni vos la castidad de mis hermanas cuando se casaron. Soy un hombre de la noche que está entrando en la curva peligrosa donde se frena a tiempo o te hacés pelotas. Me iré con las ganas que tienen los soldados cuando salen de franco, pero es mejor que sea así, para poder conservarte en mi nostalgia del tiempo perdido, con la tristeza  del hijo de un contratista de viña que se convirtió en un criminal.

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CAPÍTULO 33

EL DISFRAZ QUE CADA UNO TENÍA PUESTO UN SÁBADO DE CARNAVAL CONTADO A LA CHACOTA POR EL PELUQUERO DAMIÁN ZAMORA A SU PAISANO EL GALLEGO ELISEO CUENCA, Y SU SOSPECHA SOBRE UN EXTRAÑO CORNUDO.


         Si tú hubieras estado allí, Eliseo, contemplando el desfile de mascaritas en aquel Sábado de Carnaval inolvidable, te hubieras despanzurrado de la risa, porque dime si no es curioso que los más pobres se gasten las monedillas en comprar esos atavíos que deslumbran y al día siguiente encontrarlos con la misma ropa desgastada pidiendo fiado en lo de Abdala. Pero no creas tú que apenas estaban los menesterosos, que algunos que enfilan para arriba con buenas cosechas también se habían acoplado al corso en la Unión Vecinal.
         Ya desde temprano, que la Capilla y el salón de fiestas están frente a mi peluquería, vi el comienzo de los preparativos mientras yo mismo tenía tal clientela que no terminaba de tusar a un cristiano que ya se había sentado otro, y dele recortar jopos y patillas y alinear bigotes y afeitar a esos tíos que no lo hacen en toda la bendita semana, si parece que estuvieras afeitando chipica de una champa. Así quedaba mellada la navaja que a cada instante debía volver a afilar y asentar en la correa, que si no lo hiciera algún día podría ir a la cárcel por degollar a alguien sin proponérmelo, más me vale, que todavía no sé de dónde saqué este oficio puñetero.
         Como te decía, la viuda de Castillo, doña Salomé y su hija Violeta, apenas salió el sol ya estaban barriendo, regando, acomodando mesas y sillas, guirnaldas de papel y unas caretas de cartón puestas arriba del escenario representando al Rey Momo, que más que de rey la caripela del fulano parecía la del mismo Diablo, si hasta cuernos tenía, imagínate.
         De los jóvenes te digo que se veían algunos  como si ya estuvieran ensayando las figuras que representarían a la noche, tal es la fascinación que el deseo de ser otro les agarra para esta época, una especie de venganza de lo que son en la vida real y buscaran en las máscaras y en los diferentes disfraces un sueño secreto y remilgado que sacan a relucir con el desparpajo de un artista.
         Me preguntaba yo cómo habría  disimulado, si hubiera decidido ir al baile, y una sola imagen me venía a la mente, la de peluquero, maldita sea, que es el único oficio que me ha gustado hacer desde que me botaron.
         A falta de luz eléctrica, que el bendito gobierno aún no ha traído hasta aquí, ya sabes que cuelgan esos dichosos faroles de noche, las petrolman a querosén a las que tienen que meter presión con un tarugo para que brillen. Salió el último cliente y de inmediato eché llave a mi negocio y me quedé mirando, con esa curiosidad tentadora que no puedo sacarme de encima, que si me hubiera dado por ser historiador habría escrito los libros más sabrosos del mundo.
         Desde la oscuridad se me aproximó Abelardo Sánchez, ya sabes, el esposo de Valentina Santini, de quien se dice que está muy enferma, que tiene un cáncer incurable y que por eso casi no sale a la calle. Abelardo me ofreció un cigarrillo que no acepté pues grandísima es la gracia que me hace pitar si me acuerdo que mi padre murió a los cincuenta años con los pulmones reventados, escupiendo sangre. Abelardo es muy diferente de mí en esto del jolgorio de las palabras; apenas te dice cuatro frases y se queda cerca de ti, con esa presencia amable que tienen los que trabajan la tierra, mirando lo mismo pero pensando diferente.
         En esto estábamos cuando llegó el ómnibus que traía a la orquesta. Bajaron los músicos y se fueron directamente al escenario tomándose el tiempo necesario para afinar sus instrumentos  y de un momento a otro el tango La Cumparsita estaba invitando al público a dar vueltas por el salón, en medio de la mirada atenta de las madres y el berrinche de los críos. Aquello era un lujo para este lugar si nada menos habían contratado a los Hermanos Mancifesta, la orquesta más cara de Maipú.
         Como si hubieran estado esperando una orden, empezaron a llegar los corajudos que se habían disfrazado porque, te juro, Eliseo, que la mayoría no lo estaba, o quizás era gente como yo, quien gusta de representarse a sí mismo.
         Los primeros que  aparecieron, y te juro que no vas a creerme, fueron Miguel Ángel Toledo, el gordito imbécil que tiene la finquita a un kilómetro de aquí, con su mujer, la maestra Marta, disfrazados de chinos. Imagínate un barrilito negro y una tagua patas flacas con sombreros de ala ancha, larguísimos bigotes, con unos farolitos de papel en la punta de un palo, caminando con pasitos cortos y rápidos.
         Sobre el pucho aparecieron Nené y Camila, las hijas del turco Abdón, vestidas de odaliscas, con apenas unos bombachotes sujetos a los tobillos, sandalias plateadas y corpiños con el ombligo al aire. Gracias a Dios que a esa hora el padre de ellas debió haber estado dormido como una tapia pues si las hubiese sorprendido seguro de que ahí corría sangre.
         Mientras la orquesta tocaba El Choclo, apareció nuestro héroe de los puños, el Torito Cuyano, quien no es otro que el Hugo Alaniz, con un tufillo a grapa que si le ponías un fósforo, estallaba, imitando nada menos que a José María Gatica,  ése que parece será campeón del mundo, con la ayuda de su guapeza y de Perón, si mal no me han dicho.
         Luego vi llegar a una bailadora y se me espantó el corazón; me pareció estar, de pronto, en mi Madrid, contemplando a Violeta Castillo con una gracia de española que hubiera corrido a ofrecerle un pimpollo de rosa si no hubiera sido porque Malicha me lo habría reprochado el resto de su vida.
         Detrás de aquella imagen encantadora aparecieron, ¿quiénes crees tú, Eliseo Cuenca?, pues mi mujer y su amiga Yamila Abdala, con rigurosa ropa de varón, de traje y corbata, con sus cabellos recogidos bajo el sombrero. Parecían dos chulos por la forma en que miraban a las otras mujeres y, válgame Dios, estoy seguro de que más de una habrá sentido mojársele los calzones al ver a semejantes machos.
         Estaba yo más turbado que cura en un lupanar, cuando sentí unos gritos desaforados mientras iban apareciendo Feliciano Guzmán, Pedro Grosso, Sebastián Donoso y don Amado Abdala vestidos de cosacos rusos. Me refregué los ojos para ver mejor y, sí, eran ellos, con unos gorros de piel de conejo y cubiertos con unos sobretodos viejos sobre los que habían pegado una especie de charreteras y unos botones falsos que aparentaban ser uniformes militares.
         No terminábamos de reírnos con Abelardo por la presencia de aquellos graciosos cuando detrás de mí salió Rita, tú sabes, mi única hija, la que trabaja de enfermera en el Hospital Lencinas. Estaba vestida de Cenicienta y caminaba como sonámbula pues ni siquiera nos dirigió una mirada; me pareció un sueño, una verdadera princesa salida de un cuento mágico. Su cuerpo menudo envuelto en un vestido largo, como del color de los damascos, adornada con collares de fantasía y un par de zapatos de taco alto que parecían de cristal, te juro que no exagero. Algunos puercos al verla sonreían con esa especie de mueca que tienen los eunucos cuando ven pasar a la favorita del sultán. Después supe que nadie la había invitado a bailar, estoy seguro de que ninguno se atrevió a tocarla con su olor a sobado transpirado.
         Mi emoción y mi curiosidad iban subiendo como la leche cuando empieza a hervir. Escuchamos el galope de unos caballos y aparecieron, Jesús, quien lo hubiera imaginado, el Enmascarado Solitario y su ayudante, el Indio Toro, seguidos por un grupo de indios dando alaridos y golpeándose sus bocas con las manos. Ahora dime tú, ejemplar de andaluz errante echado a bicicletero, si tienes una pizca de imaginación, ¿quiénes eran los intrépidos jinetes? Quédate quieto, no vaya a ser que te clave la tijera en una oreja que ahora te diré lo que vieron mis sorprendidos ojos. El Enmascarado Solitario era el mismísimo Narciso Gauna, el nieto de la curandera, con sombrero tejano, antifaz, ropas blancas y pañuelo negro al cuello, con el nudo a un costado, como en los dibujos de la revista El Tony. Su auxiliar era Juan, el hijo de Abelardo, quien empezó a reírse porque su muchacho había hecho los preparativos sin que él lo supiera. La comparsa de indios estaba compuesta por Emir Abdala; piensa en un indio de pelo ondulado y bigotes, hijo de árabes, y sentirás que te destornillas de la risa; por los hijos de Mastronardi; Quico, el benjamín de quien estaba conmigo y por Abel Carbajal. Sí, coño, el policía, el cual había cambiado su disfraz de vigilante por uno más liviano. Mire usted, le dije a Abelardo, si el comisario se entera de que su agente anda haciendo payasadas, pues que lo pondrá de patitas en la calle. Como es de suponer, los indios tenían puesto únicamente una especie de taparrabos y unas vinchas con plumas que más de un gallinero habrá temblado ante semejante malón. No podía faltar una india, con un par de piernas a las que te hubiera dado gusto pasarles tu lengua, encarnada en Coca Abdala, esa ricura por la cual más de uno se habrá hecho la del mono aquella noche, al volver del baile.
         Ya estoy llegando a la parte en que dejaré de tomar mi narración a la chacota para decirte algo que por ahora no estoy seguro si ocurrió tal como diré o si lo he soñado, tamaña es la confusión que me ha dejado. Ya termino contigo, te pongo un poco de gomina y estarás listo para salir en la tapa de Radiolandia.
         Calculo que faltaría una media hora para la medianoche y el bailongo estaba en su apoteosis. Abelardo había regresado a su casa y frente al salón quedaban algunos muchachotes fumando y jodiendo entre ellos a falta de dinero y ropa en condiciones para poder entrar a la fiesta, cuando veo que doblaron la calle unos personajes tan fantásticos que si yo fuera pintor haría un cuadro que quedaría por siglos en el Museo del Prado. Un tío vestido de etiqueta, tan alto que a su lado Pedro Grosso luciría como un enano, y mira que el herrero sobrepasa a cualquiera, con una capa roja que ondulaba al caminar y un par de cuernos que parecían salir de su propia carne, un sujeto a quien no he visto en mi salamera vida, seguido por las cieguitas, las hijas de ese gorrón del Fausto Palacios, descalzas, con sus pelos rubios que caían sobre unos vestidos blancos, largos hasta el suelo, y un par de alitas como hechas de papel de papel de aluminio. ¿Quién sería el tipo aquél? ¿Cómo es posible que esas pobres criaturas lo siguieran con la humildad de verdaderos ángeles?
         Estoy tratando de decirte, Eliseo, que el Carnaval se me atragantó y todo cuanto hasta ese momento me había despabilado se convirtió en una especie de morriña, como si alguien me hubiese revelado que la muerte del Carnaval da nacimiento al tiempo de la Congoja. Me fui a dormir no sin antes rezar. Por la mañana María Luisa me contó que la entrada de Satanás seguido por los ángeles no había sido del gusto de la concurrencia y que hasta la orquesta pareció desafinar cuando los vieron entrar. Dicen, aunque yo no lo vi, que el tío de los cuernos bailó un vals con cada una de las niñas y después, como habían llegado, desaparecieron.
         Estás servido y perdona la lata, que si a alguien tenía yo que elegir para desembuchar no podría haber sido otro que tú, querido vecino.

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CAPÍTULO 34

VIRTUDES DE LA MESA CAMPESINA Y DE LOS MANJARES QUE SE PREPARAN DESPUÉS DEL CARNEO DE UN CERDO, SEGÚN LA TRADICIÓN, CONTADOS POR LA ABUELA ENCARNACIÓN A SU NUERA MATILDE, ESPOSA DE LUCAS SÁNCHEZ.


         Haremos un convenio entre mujeres, Matilde, si es que entre mujeres se puede acordar y respetar la palabra. Yo te enseñaré la manera de convertir a este cerdo, sobre el cual ha caído el frío de la noche, en los más ricos manjares de la tierra, y tú te apaciguarás un poquitín en darle todos los gustos a Lucas, pues veo que ya ha empezado a tener su buena barriguita el consentido de mi hijo.
         Las mujeres no necesitamos lecciones para saber cómo atrapar a los maridos; unas les atan la voluntad y los empachan con todos los placeres que una hembra astuta puede darles bajo las sábanas; otros, como a pavos, que se ceban con maíces y nueces para la Navidad, les hacen crecer los tocinos con las tentaciones y abundancias de la mesa, pues está  bien probado que ni uno solo de ellos podría escapar a estos encantamientos. Piensa, entonces, qué sucedería con un varón al cual su mujer le ofreciera, sin falsos escrúpulos, bastante de esto y mucho más de aquello; lo tendría servido para lo que quisiera con tal de de que no se pasara de la línea por aquello del refrán que dice que los árboles no crecen hasta el cielo, que todo tiene su límite, qué más da, que lo que peca por exceso luego pecará por holgura.
         Cuando yo era una muchacha, antes de conocer a mi Matías, una tarde mi padre llevó a toda la familia a  ver un corrida de toros en Málaga y maldito sea lo que vieron mis ojos aquel día. Resulta que en Coín, nuestro pueblo, había un chiquillo quien a fuerza de coraje y de bravuconadas, de simple banderillero se convirtió en matador en pocos años. Su nombre era la comidilla por toda Andalucía por la gracia y el garbo y los desplantes que hacía para enloquecer al toro y luego meterle su espada con tal puntería que la pobre bestia se desplomaba como tocada por un rayo.
         Lo que estoy diciendo, Matilde, viene a cuento de los límites y las prudencias pues si te enseñaron a que tomes tus alimentos no muy fríos ni muy calientes, ni poca ración ni en extremo, ni masticar demasiado lento ni tragar como un perro, ¿para qué burlarse de un animal antes de matarlo? La plaza estaba colmada  y casi llegamos tarde por culpa de mi hermana menor por quien tuvimos que demorarnos a causa de un derrame de sangre que le había salido de uno de los agujeros de su nariz. Apiñada entre el gentío no sabía yo dónde mirar aquella maravilla de trajes  y mantones, de aplausos y olés, de claveles y sombreros que saltaban por el aire cada vez que se debía festejar el triunfo del hombre sobre el animal.
         Había comenzado a morder unos turrones que mi pobre padre nos había comprado con las últimas pesetas, cuando anunciaron la entrada del siguiente toro, una bestia tan ágil y feroz que casi me hizo atragantar un pedazo de la golosina. Ahí, entonces, apareció él, entre las luces de su traje, caminando sobre la arena con paso majestuoso, nuestro vecino, a quien ahora nadie conocía por José María Marcos, tal era su nombre verdadero, sino por Joselito de España, el diestro, el único, el heredero de Manolete, el sin igual que después de cada verónica caminaba lentamente con la capa recogida en su mano izquierda dando la espalda a su rival.
         Aquella tarde fue la última vez en su vida que dio la espalda, pues cuando giraba para armar su defensa, el toro le clavó una de las astas en el estómago, lo levantó por el aire como si fuera una figura de papel y lo exhibió al público dando vueltas al ruedo, luego lo arrojó lejos y volvió a empujarlo con la cabeza hasta que lograron arrebatárselo con las tripas afuera y agonizando.
         Mira tú, madre de mis nietos, que hemos saltado del carneo de un cerdo al carneo que un toro hizo de un aspaventoso matador, así que vayamos a lo nuestro y empecemos por las morcillas, que es lo primero que se prepara el mismo día en que se mata al chancho.
         En un fuentón tenemos la sangre bien batida, con algo de sal, para evitar que se cuaje, sobre la que se va mezclando en primer lugar las cebollas previamente sancochadas con un poco de aceite y el condimento que se compone de sal, pimienta, ají molido y orégano. Con este preparado se va embutiendo la tripa gorda, la cual deberás haber raspado y limpiado con esmero, utilizando un cucharón y teniendo cuidado de que no quede demasiado llena pues la sangre al hervir aumenta su tamaño y quien no sabe hacerlo como es debido luego se encuentra con la sorpresa de que las morcillas se han reventado.
         Una vez rellenadas las tripas con el largo que prefieras, las atas con hilos y las sujetas de un palo sobre la boca de una cacerola con agua hirviendo, cuidando de que el hervor cubra las morcillas durante media hora y ya puedes retirarlas, bien para que algunos angurrientos se den el gusto o para guardarlas colgadas de una caña  atada con alambres del techo del galpón. De ahí podrás ir sirviéndote a diario o, si prefieres, al secarse podrás comerlas fiambre, que así también son exquisitas.
         La receta que acabo de darte, Matildita, es la que me enseñó mi madre; a ese gusto podrás variarlo a tu antojo agregándole al preparado chicharrones, pasas de uva o pequeños trozos de cáscara de naranja, que como bien dice el refrán en gustos no hay nada escrito y cada pueblo y aún cada familia tiene su modo particular de satisfacer los sabores de su boca.
         El preparado de los jamones, los codeguines y el queso de chancho lo dejaremos  para luego que  hayas anotado la receta de los chorizos. Éstos, a los que podemos llamar de puro cerdo, son los que yo acostumbro preparar; hay otras variedades  que pueden sazonarse con pimentón y ajos, o cambiando los condimentos como ser incluir semillas de anís, variando la cantidad de grasa y tipos de carne: más de vaca o menos de cerdo, según lo que decía yo hace un instante sobre los usos y costumbres.
         Los chorizos de puro cerdo que a mi Juanillo, el hijo de Abelardo más entusiasma, se preparan moliendo la carne con algo de grasa, carne que bien puede ser de las paletas a las que aliñas con sal, pimienta, nuez moscada y dos cucharadas de salnitre por cada diez kilos de preparado. ¿Qué es el salnitre?, pues es un conservador, mujer, un polvillo blanco que ayuda a que los preparados no se descompongan cuando empiezan los calores. Finalmente se le agrega un poco de vino blanco añejado, si es jerez, mejor, y ya tienes una pasta a la que mezclarás con tus manos para que los sabores se amalgamen con la carne. Aquí viene el momento de la prueba, y ya verás cuando tú y Lucas hagan su primera carneada. Todos quienes participan del trabajo estarán pendientes del momento en que se complete la preparación. Se tome un papel de estraza, se lo extiende sobándolo con un trozo de grasa y sobre él se echan unas cucharadas del preparado, se envuelve bien y se lo cubre con brasas durante una media hora, al cabo de la cual estarán todos como chiquillos mal educados pellizcando para probar y dar su opinión.
         Si debes hacer una corrección la harás y de inmediato tomarás la máquina de moler carne con el embudo correctamente ajustado en el cual enchufarás una punta de la tripa que bien será del mismo animal o tripas saladas de vaca, que lo mismo da, y empezarás rellenándolas, haciendo lo contrario que con las morcillas, pues la carne en los chorizos deberá ir bien apretada para que no quede aire. Por las dudas, una vez atados los chorizos con hilo, dejando entre cada atadura un geme de tu mano, tomarás una aguja y pincharás cada cuelga para estar segura de que no ha quedado aire.
         Lo mismo que con las morcillas, pondrás los chorizos en una caña bajo el techo y de ahí irás tomando algunos para ponerlos sobre la parrilla, otros para guisarlos con papas y porotos, y los que queden los pondrás, cuando estén medio secos, en recipientes de lata tapados con grasa derretida que en ese lugar podrán permanecer conservados por años sin que nada los altere, antes al contrario.
         Mira, Matilde, la maña que  gentes como nosotros se dan para encubrir con especias el crimen de haber matado a una pobre bestia y devorarla sin el menor remordimiento. Sin embargo, de esa secreta constricción nos viene la idea de bendecir la comida. ¿Sabes tú a quien bendecimos cada vez que el jefe de familia, sentado a la cabecera de la mesa da las gracias por lo que va a entrar al buche? Por lo que yo creo y que me lo han enseñado mis mayores, en ese acto agradeces a dios por estar junto a quienes amas y también pides perdón al animal que has sacrificado que reaparece convertido en sabrosa comida, pues la muerte no solamente de un animal, también la de cualquier planta, es causa de nuestra vida y con eso, con la bendición y la súplica quedas absuelto porque así ha sido hasta ahora y lo será mientras unos tengan que morir para que otros puedan salvarse.
         Si algo se te olvida, nuerilla, volverás a preguntarme que yo de la paciencia no tengo cuidado pues pienso que con este asunto de los frigoríficos y de las comodidades se irán perdiendo los auténticos sabores y el cultivo de la tradición que no es solo lo que pones en tu estómago, sino en tu mente y en tu corazón, que del desorden de las ciudades viene el gusto por lo feo, la simpatía por el bochinche y las asquerosidades.
         Por hoy nos daremos por satisfechas, después de que explique cómo preparo yo los lomos en grasa, con cuya receta y un par de ojos salerosos, por no mencionar otro par que sería más interesante, una campesina podría conquistar los amores del mismo rey de los caprichos, si se lo propusiera. Créeme, Matilde, que una cena para el más entusiasta de los enamorados sería ésta: mientras tu amante esposo sirve dos vasos de vino sobre la mesa en la que ya está el pan cortado en rodajas, tú calientas bien una sartén y pones en ella trozos de lomo en su propia grasa, lo calientes lo suficiente y en un costado echas dos o tres huevos para que se sofríen y una vez a punto sirves tales delicias en los platos que casi seguro no necesitarás lavar pues quedarán tan rebañados que lucirán como si fueran de porcelana. Después de engullir semejante manjar, dime tú, a quien todo causa gracia, ¿qué merecerías que tu hombre te hiciera? ¿Qué le darías tú para que la cena fuera más sabrosa todavía? Parecemos aquí y vayamos a la receta.
         Picas el lomo en dados, agregas sal, pimienta, pimentón, orégano y ajo todo bien pisado en el mortero, más medio vaso de vinagre blanco. Dejarás la preparación de un día para el otro y la cocinarás con la mejor grasa del mismo cerdo, en cantidad abundante para que al enfriarse, los trozos de lomo queden totalmente cubiertos. Deberás conservarlos en recipientes de vidrio o de lata y guardarlos todo el tiempo en que la familia pueda aguantar la impaciencia de empezar a probar.
         Cuando yo te visite, en tu casa en Colonia Bombal, después del carneo que tú y tu marido han prometido que harán el próximo invierno, te pediré que nos sirvas una merienda que Matías y yo preferimos por sobre cualquier otra, café bien oscuro, tostadas de pan untadas con ajo y manteca de cerdo, de ésa que queda en el fondo de las latas que han conservado el lomo.

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CAPÍTULO 35

LA ÚLTIMA PESADILLA DE FAUSTO PALACIOS, QUEMADO EN LA HOGUERA POR SUS INOCENTES VÍCTIMAS MIENTRAS EL PAVO REAL, DESDE LO ALTO DE UNA PARVA DE SARMIENTOS, CONTEMPLA LA ESCENA, ABRIENDO SU LUMINOSA COLA EN ABANICO.


         Hace algunos años, cuando me recorté los bigotes, dejando apenas un cuadradito debajo de la nariz, al entrar al almacén a comprar unos vinos me preguntó Amado Abdala si sabía que la Segunda Guerra Mundial había terminado y yo, que la única guerra que conozco es la que tengo con el alcohol, le pregunté si me estaba tomando el pelo. El grandote dejó de sonreír, se puso más serio que monaguillo en misa y mostrándome la primera hoja del diario Los Andes me señaló una fotografía en la que aparecía un tipo que podía pasar por mi hermano gemelo, un tal Adolfo Hitler, quien se había suicidado después de que Alemania perdiera la guerra, según decían las noticias.
         La María Nasar, a quien yo le había echado el ojo más de una vez, encendía en ese momento un sol de noche, escuchando al lado de su marido, sin decir palabra y con una cara como si estuviera a punto de vomitar cada vez que me dirigía la vista. Perdoname, viejo, si te he ofendido, dijo el turco, tratando de sacarla barata, lo que pasa es que si te agarra la colectividad judía te van a amasijar creyendo que Hitler se escapó de su país y se vino a vivir a Chachingo. Se reía, el hijo de puta, agarrándose la panza con una mano y dando golpes con la otra sobre el mostrador.
         De repente me acordé de El Turquito, el enano barrigón que fue la perdición de la Yolanda, el duende de la siesta, hijo del Diablo que me robó las ganas de vivir aquella Noche de San Juan que se iba borrando en mi memoria del mismo modo en que se borra la imagen de las cosas cuando caemos en el pozo ciego de la borrachera. Salí sin saludar llevando en cada mano una botella de vino criollo y me fui para el rancho a ver si las mocosas habían regresado del matadero de Coquimbito con algo para comer, aunque más no fuera un pedazo de tripa gorda o una pata para hervir.
         Me fui bordeando el canal, tratando de no hacer ruido. Apenas si se escuchaban los pasos de mis alpargatas sobre el ripio de la calle. Me pareció que me seguía un ejército de víboras arrastrándose por entre el cañaveral y que en cualquier momento alguna cabrona se enroscaría en mis patas. Ya no se puede vivir en este mundo roñoso, iba pensando cuando casi pisé un dormilón que voló delante de mí en la oscuridad. Este mundo se está llenando de inmundicias, volví a decir en voz alta, y al momento me empecé a reír al recordar que esa noche le tocaba a la Blanca dormir conmigo. A la más chica, a la Azucena, voy a dejarla un añito más pero apenas le broten los pelitos voy a enseñarle que el tiempo de jugar a las muñecas se acabó, amenazaba yo en voz alta, casi a los gritos.
         Faltaba poco para llegar cuando en eso veo que en mi rancho habían encendido un candil y gente en el patio esperando que yo llegara. ¿Quién podría ser la persona que a esa hora estaba muy oronda sentada en la única silla que hay en mi casa? Rosa Gauna, la vieja bruja que andaba metiendo ideas raras en la cabeza de mis hijas con unos cuentos de lo más pelotudos.
         Puse las botellas con cuidado a la orilla de mi cama y volví al patio. La vieja sabandija tenía en sus brazos a la Azucena y se hacía la santa hablándole en voz baja, no se asuste, hijita, que yo hablaré con su papá, que Dios y la Virgen van a protegerla de todo mal y que en este mundo no hay justicia para las huérfanas de madre, y dele rezongar la comadrona.
         Me le planté en medio de la oscuridad y con la luz del candil pude ver sus ojos envenenados, y sin soltar a la pendeja que seguía llorando me dijo que la muchachita acababa de tener el asunto y ya que no tenía madre que la cuidara, ella lo haría en su lugar, que yo tenía que guardar más respeto por su inocencia y que si llegara a enterarse de que me había pasado vivo, ella en persona iría al Juez de Menores que está en Mendoza para que llevaran a las tres, lejos de semejante degenerado.
         Vos andá a prepararme la cena, le gritó a la Rosa, dándole un empujón y vos, Blanca, servime un vaso de vino que tengo sed. Ahí nomás solté el rollo y le dije tantas barbaridades a la Rosa Gauna que no tuvo más remedio que salir a los saltos para su casa. Agradezca que me ha encontrado tranquilo, le gritaba yo, porque de haber estado con las pelotas hinchadas le chumbaba los chocos para que deje de molestar con tanta inocencia y demás huevadas sobre la perdición del alma; si mi alma ya la había perdido jugando a la taba con el mismo Satanás, qué putas.
         Desde aquella noche nadie volvió a aparecer por mi rancho, si no cuento al infeliz del cura quien en cierta oportunidad se apareció tratando de mojarme con agua bendita y al que corrí a los guascazos.
         Las dos mayores empezaron a trabajar de sirvientas en el chalet de los Brilloud, y la más chiquita se dedicó a cuidarme como buena hija, obediente, servicial para todo y más lista que sus hermanas para hacerme feliz.
         Ahora no sé si estoy soñando, profundamente dormido o despertando en medio de una locura diferente. Por lo que veo parece que va llegando la madrugada y no veo en sus catres a las cieguitas. ¿Cómo es posible que no me hayan despertado con un mate si ésa es la obligación que tienen cada mañana? ¿Dónde carajo se habrán metido? Las llamo a los gritos y veo que tampoco está el chicote que cuelgo al lado de mi cama para estas ocasiones. Quiero levantarme de un salto y descubro que estoy atado con alambres de viña al elástico de la cama de hierro, siento el olor del querosén que moja las cobijas, las risas de las muchachas que juegan en el patio. ¿Qué es esto? Me cago en la puta madre que me parió y en todos los santos y en el vino de la misa. Apenas pueda soltarme las voy a degollar como si fueran chanchas, brujas mal paridas, pendejas malditas como su madre, hijas del Pata de Cabra, ciegas mentirosas, lenguas de víbora, así me pagan lo que he sufrido por culpa de ustedes, perras de ojos azules.

Antón, Antón Pirulero,
cada cual, cada cual
que encienda su fuego.

         Ha cantado el gallo tres veces y todo ha vuelto a quedar en silencio. Voy a tratar de dormirme para borrar esta pesadilla y al despertar todo será como antes: una mañana tranquila, unos mates bien cebados y una torta con chicharrones hará que yo mismo me perdone por haber tenido miedo a morir. Lo único que me falta es que me ponga a rezar. ¿A quién? Dios y el Diablo me han abandonado en manos de las hijas de Yolanda Castro, bocadito del cielo convertido en veneno para ratones.
         ¿Qué hacés ahí? ¿No habíamos quedado en que nunca volverías a molestarme? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué vas a soltarme si te entrego a mis hijas? Me parece que has llegado un poco tarde. La deuda que tenía con vos ya la he pagado, así que no tenés ningún derecho a reclamar lo que no estuvo en juego. Sos un infeliz, un pobre diablo guampudo, y ahora que vuelvo a sentir tu presencia asquerosa empiezo a darme cuenta de que estoy a punto de ser perdonado por todo lo que hice, por lo tanto no hay trato y podés empezar a meterte los cachos en el culo.
         Andate con tu perfume a difunto a otro lado, viejo tramposo, que estoy saliendo de mi sueño para darme cuenta del engaño. Sí, ahora empiezo a comprenderlo todo: con mi muerte las cieguitas quedarán libres y volverán a ver, pasarán al Otro Lado y jamás recordarán que yo he existido, nunca recordarán que las he tocado, que las he baboseado con mi boca de sapo, que las he hurgado con mi lengua de hurón. Alejate de mí, Satanás, que está por llegar el momento que esperé toda mi vida, el momento de saber por qué se nace, por qué tenemos que padecer tanta miseria, por qué nos encontramos al final del camino con una muerte inmunda.
         El pavo real que tantos años ha paseado en mi compañía por la orilla del río, se ha trepado a la parva de sarmientos y abre su cola como un arcoiris para despedirse de mí. Él ha sido mi mejor amigo, el único que nunca me abandonó, el último testigo de mi muerte.

Antón, Antón Pirulero,
cada cual, cada cual
que encienda su fuego.

         Ahí vuelven las muchachas y empiezan de nuevo con su eterno canto, con el mismo con que han estado amenazándome durante años. La más chica, la Azucena, preciosa mía, enciende un fósforo y las otras aplauden y ríen. He llegado tu hora, Fausto Palacios, el momento de ver la última luz del día, la última mirada a un mundo que empieza a arder, las caras de las ciegas que ahora contemplan en silencio cómo el fuego envuelve la miseria de este rancho de mierda, la sucia pobreza, los muebles mugrientos, las paredes de caña, el techo de barro, la ropa mojada en querosén, mi carne, mis huesos, mi alma de perro enloquecido, las llamas que apagan los sonidos, que ocultan mis gritos de dolor.
         ¿Qué pasa? ¿En qué hoyo de brasas voy cayendo? ¿En qué maldito agujero de hierro fundido estoy siendo depositado? Lo último que alcanzo a ver antes de quedarme dormido para siempre es la figura del Maligno, con su chalina roja y los cuernos de cabra sobre su cabeza, que me abraza, me palmea como si fuera mi mejor amigo y me dice, bienvenido, compadre, lo estábamos esperando.

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CAPÍTULO 36

SOBRE LOS AGRAVIOS E INSULTOS QUE INTERCAMBIAN MALICHA DE ZAMORA Y SU HIJA RITA LA NOCHE DE NAVIDAD DEL AÑO DEL LIBERTADOR SAN MARTÍN Y COMO LA VACA SE VOLVIÓ TORO.


         Qué ganas de mandarme a cambiar a la misma mierda que me da cada vez que la escucho hablar tantas idioteces, mamá. Para usted no existe una persona que le caiga bien y tiene, además, la mala leche de pasársela murmurando y quejándose, como si mi vida fuera un lecho de rosas. Deje de buscarme marido que yo tengo edad  suficiente para arreglármelas sola. Podrían juntarse usted y el cura Luis, en yunta, meta hinchar las pelotas con el discurso de la salvación, como si yo fuera una perdida.
         ¿Se acuerda de cuando se lo pasaba haciéndome gancho para que noviera con el Hugo Alaniz? Usted pensaba que el pobre Torito iba a ser campeón del mundo, porque en Maipú no había nadie que le ganara, que en un par de años iba volverse rico y que usted sería la suegra de de un hombre famoso y millonario. La verdad es que este mundo no termina en el Desaguadero, en todas partes hay otros tipos que pegan más fuerte; fíjese cómo le han puesto la nariz, cómo se la han reventado a trompadas hasta dejársela parecida a un salame aplastado.
         Yo estoy conforme con la vida que hago y no la cambiaría para ser la esposa de un peluquero, como usted, o de un contratista de viña como el Franco Santini, quien era su otro candidato. ¿Le gustaría verme con un morral lleno de totoras húmedas atando las hileras? ¿Abriendo surcos o acarreando sarmientos, cosechando uva, aguantando las indirectas de don Salvatore, ese viejo que se hace el inválido para no ir a trabajar?
         Déjeme de joder con tanta generosidad. Soy una enfermera profesional y cuido muy bien a todos mis pacientes, soy amable, atenta, puntillosa en cada detalle. Les doy lo que necesitan según la enfermedad que padezca cada uno. A veces trabajo de día, otras de noche, también hago servicios a domicilio. Alguna vez me he quedado toda la noche acompañando al necesitado, he sabido reconfortarlo, dejarlo renovado como si lo hubiera acariciado la mano de una santa.
         Has perdido completamente la vergüenza, Rita. A mí no me vengás con el cuento del trabajo en el hospital, porque cada vez que algún vecino ha tenido que internarse en el Lencinas, le dicen lo mismo: que abandonaste tu empleo hace más de cinco años. Además, ¿de dónde sacás la plata para comprarte tantos vestidos y zapatos? ¿Dónde se ha visto a una humilde enfermera usando tus perfumes? Soy una persona mayor para tener que chuparme el dedo. Más te hubiera valido ser la esposa de un chacarero o de un boxeador antes de mentir con la historia de la hija decente, la que apenas visita a sus padres los día domingo o algún feriado de por medio. Desde que yo me casé con tu padre, ese buen gallego que es Damián, ningún otro hombre me ha puesto sus manos encima. Por otra parte, nunca salgo sin que tu papá me acompañe, y si visito a alguna vecina lo hago durante el día, para tomar mate, ayudar a hacer conservas o a tejer. No podrás decir que alguna vez encontraste la casa desordenada o los platos sucios en la cocina. Desde chica no te ha faltado nada, ni comida, ni ropa, ni buenos consejos. Los padres enseñamos con el ejemplo que a vos, parece, no te ha servido para nada.
         Desde aquel día cuando vinieron esas gitanas de porquería, los olores de esta casa han cambiado, mamá. Aquí están pasando cosas que me revuelven el estómago y no quiero que terminemos a las patadas. Esta noche tendría que ser la oportunidad para ponernos al día, y si tenemos algo que decir, digámoslo. Sobre lo que usted acaba de opinar, le voy a contar lo que pienso. En primer lugar, al escucharla hablar siempre con tanto desprecio por los hombres creo que usted, la única vez que se acostó con el papá fue la noche en que me encargaron. Debo estar exagerando pero por algo será que él tiene esa expresión tan pelotuda de hombre que se consuela haciéndose la puñeta, por no decir otra palabra ante usted. He conocido a muchos enfermos que sufren de esa manía y créame que cuando adquieren el vicio no hay medicina que los haga volver a la normalidad. Un matrimonio como el de ustedes debe entenderse mejor que otros, supongo, porque los une el apetito por la comida y el roñoso y mutuo desprecio que es lo único que consigue mantenerlos unidos. Usted es tan melindrosa que detrás del aseo de la casa me parece que esconde otro tipo de suciedad. ¿Qué limpia y repasa todo el día una buena madre como usted, la cual se lavó las manos cuando a su hija la violó un degenerado de la misma familia? Si yo tuviera una hija y le hicieran lo que me hizo su hermano, el tío Ramón, lo mataría como a un perro. Usted, para entonces, ya estaba echándole el ojo a otros asuntos que le interesaban más. Si quiere que sigamos hablando con claridad, dígamelo, y no me venga con embustes, que Violeta Castillo sabe qué clase de juegos practica usted y por eso la odia.
         Mirá, Rita, ésa es una pendeja alcahueta y no me extrañaría que cualquier día de éstos empiece a trabajar con vos en el hospital. ¿Qué tiene de extraño que dos mujeres estén desnudas mostrándose sus cuerpos? ¿Acaso nunca te has sacado la ropa delante de una amiga? ¿Qué me estás insinuando? Con Yamila somos como hermanas, aunque yo sea mayor que ella. Por más experiencia que tengás como enfermera, si a eso lo llamás tu profesión, nunca podrás entender lo que puede pasar entre esposos pues nunca te has casado. Vergüenza debería darte andar espiando a tus padres, averiguando la clase de relación que tienen entre ellos. Pero ya que me andás buscando, te lo voy a decir con pocas palabras. Cuando me casé con tu padre lo hice porque estaba enamorada y me parecía una buena persona. Él recién llegaba de España, estaba solo buscando formar una familia, hacerse la América. Todo marchó de mil maravillas y nunca me tocó mientras fuimos novios, ni siquiera en broma, pues yo tampoco le hubiera dado bolilla hasta que no llegara la noche de casamiento. La noche esperada llegó y después otras más, y ahí estaba tu madre, tratando de que le entrara un tarugo de carne por algún lado. No voy a contarte intimidades pero tenés que saber que has nacido por casualidad; fueron tan pocas las veces que sentí el aliento de tu padre encima mío que sin darme cuenta se me fue perdiendo el gusto de ser mujer. ¿Qué más querés que te diga?
         No sé qué pasaría con una paciente que no recibiera una inyección de leche de vez en cuando; no lo entiendo y me cuesta ponerme en su lugar. Lo que yo antes intentaba decirle, mamá, no es el simple hecho de desnudarse ante otra mujer. Me refería a cuando una hembra besa la boca de otra, le acaricia los pechos, le limpia el cuerpo con la saliva de su lengua, como hacen las vacas con sus crías. ¿Entendió? No la estoy provocando ni burlándome de usted, se lo juro; sé que en el mundo hay miles de mujeres que hacen lo mismo. Lo que habíamos empezado a hablar era sobre la vida que cada uno elige, si es que se puede elegir. El Padre Luis dice que cuando una mujer atiende a muchos hombres es porque en el fondo siente un profundo odio hacia ellos. Es posible que usted  y yo tengamos la misma enfermedad, pero estamos recibiendo un tratamiento muy diferente.
         En este lugar viven menos de doscientas personas y es un muestrario de todo lo que debe ocurrir en cualquier otra parte, me parece. No pretendo que me explique la forma en la que usted encuentra la satisfacción a sus deseos. No tengo derecho como usted tampoco lo tiene sobre mí. Esa es la cuestión; dar vuelta a las agujas del reloj no tendría sentido. Usted me reprocha los vestidos que compro y se hace la inocente, la madre protectora que se desvive por su hija. Nunca me preguntó de dónde sacaba yo los pesos para comprar las botellas de sidra, los turrones y el pan dulce, los regalos de Navidad, los muebles y adornos que usted sacude con tanto esmero. No me preguntó cuánto costaron los boletos del tren para ir a veranear a Mar del Plata el año pasado, los jamones que cuelgan en la despensa, los barriles de vino, los quesos enteros que traigo de Mendoza. Se lo voy a decir, lo pago con dinero que gano haciendo horas extras, repartiendo caridad a los abandonados, a gente solitaria que necesita cierta clase de medicina, de la buena, de la que cura de verdad. No se haga la bicha conmigo que vamos a terminar arrancándonos las mechas antes de la medianoche. 
         Mirá, mocosa de porquería, a una madre no se le habla en esa forma. Tendría que lavarte la boca con jabón como lo hacía cuando eras chica. Será mejor que un domingo de éstos vayás a confesarte y comulgar para que se te borre ese aire de superioridad y esa risita burlona que tenés cuando te dirigís a tu madre. Un día cualquiera vas a volver preñada y nadie te ofrecerá un mejor lugar para criar a tu hijo que éste. Así que terminala porque si seguís molestándome te voy a doblar la cara de un cachetazo, aunque sea la última vez que te vea en mi vida.
         Usted, con un par de polvos hizo una hija; yo, en cambio, ni con miles podría tener lo que más deseo, porque soy machorra, ¿escuchó bien?, dije machorra, no machona como usted y la Yamila. Soy estéril, desgraciadamente, por eso nunca podré tener hijos. En cambio tanto usted  como su amiga preferida que sí pueden, se cagan de risa de los hombres y se sienten orgullosas de ser cojudas. Hagan lo que quieran, pues cada uno, como dice el refrán, es dueño de hacer de su culo un pito y de su panza un tambor, pero no me jodan la paciencia. ¿Sabe una cosa, mamá? Tiene usted razón, no había pensado en Violeta hasta esta noche. Mañana voy a proponerle que viaje conmigo a trabajar en la ciudad, como enfermera, por supuesto. Hagamos las paces y pongamos la mesa que ahí viene llegando el gallego de las castañuelas, mi buen padre Damián, el hombre del pito de oro.

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CAPÍTULO 37

MISERIAS Y GRANDEZAS DE UN BOLICHE RURAL, RISUEÑAS ANÉCDOTAS Y CASOS CRIMINALES EN LA MEMORIA DE SU DUEÑO, SEBASTIÁN DONOSO, AFICCIONADO AL CLARINETE Y GRAN METEDOR DE MULAS.


         Las otras noches el chistoso de Pedro Grosso se mandó una adivinanza mientras jugábamos al truco que al principio me resultó de lo más risueña pero que, después, me dejó fastidiado al pensar que era una falta de respeto para aquellos que han tenido la desgracia de enviudar, como yo.
         El herrero, quien es hijo de la gran pucha para sobrar a los contrarios cuando está ganando, preguntó en medio del silencio, cuando yo esperaba que iba a decir quiero retruco, ¿a qué no saben en que se parecen una viuda y una hormiga? Como nadie le supo contestar ahí nomás largó la carcajada, diciendo, en que las dos tienen los huevos bajo tierra.
         Me cache en dié, si alguien hubiera entrado en ese momento a mi bar habría pensado que nos habíamos vuelto locos, tales eran las risotadas que dábamos por la ocurrencia.
         Más tarde, en la soledad de mi dormitorio, me puse a pensar en mi finada y en mis hijos que andan por Villa Nueva, en el hueco que nos queda cuando la familia se ha hecho pedazos y a uno no le resta otra tarea que pechar para adelante como pueda. Si por lo menos hubiera venido a visitarme la Palmira, me hubiera consolado con la gorda hasta la madrugada, pues los dos somos de tiro largo, si apenas podemos juntarnos cada dos semanas.
         La Palmira es una prima de mi difunta a quien también le ha pasado lo mismo que a mí, con diferencia de tres años, y como ella no tuvo hijos, cada tanto cierra su quiosquito de flores frente al cementerio de la  Capital  y se viene para hacerme compañía. A falta de pan buenas son las tortas, me decía, y empecé a improvisar en mi clarinete algunas melodías tristonas que había aprendido cuando era miembro de la banda de música de la policía.
         Digo bar y no boliche porque la palabra boliche no me gusta, aunque si bien es cierto que algunos me piden, a las cansadas, un café que les preparo a la criolla, colándolo con una bolsita, este salón se parece a una pulpería. Han ocurrido tantos hechos aquí mismo, donde estoy sentado, esperando que alguien asome su jeta para empezar el día, que apenas falta que por ahí se aparezca el mismísimo Martín Fierro a tomar una ginebra.
         No lo quiero ni pensar porque ya me imagino que se toparía con ese petiso fulero del Félix Alcaraz y se armaría la podrida, tal batifondo que tendría que salir a las carreras a buscar al milico Carbajal para que pusiera orden.
         Me lo estoy viendo como si pudiera ser cierto. El gaucho matrero apoyado en el mostrador oliendo a chiñe, alto, con el sombrero ladeado, de chiripá gastado y espuelas de plata, sobando la faca en el cinturón tachonado de monedas, cateando a la concurrencia a la espera de que entre al lugar algún negro para destriparlo por el simple gusto de que hayan menos motosos en el país.
         ¿A quién, entonces, de todos los que acostumbramos juntarnos le echaría el ojo? Pues al negro Alcaraz, que no es negro, dios lo libre, sino que está curtido de tanto andar abriendo surcos bajo el sol. Mire, don, empezaría el petiso dirigiéndose al forastero, aquí somos pocos y nos conocemos mucho, y lo único que nos estaba haciendo falta es que apareciera un ánima de otro tiempo, para colmo salida de un libro, a joder la paciencia.
         Martín Fierro le pondría, amablemente, una mano sobre el hombro,  y le diría con ojitos burlones, sofrene su lengua, paisano, que no he venido hasta aquí reventando pingos, para que un enano de circo como usted empiece a provocarme en frío, pues ya no estoy para esos trotes de andar achurando cristianos, aunque para eso habrá tiempo si se presenta la ocasión. Ando rastreando a un guaso alpargatado a quien se le ha dado por quemar libros, y no vaya a ser que a otros se les dé por hacer lo mismo y en una de ésas, gente como yo, que también tiene derecho a vivir, carajo, desaparezca.
         Me dan ganas de reírme solo, si me estoy pareciendo a doña Rosa, inventando cuentos. Este me está gustando, así que voy a seguir gozando de mi picardía. La pucha, ¿de dónde estoy sacando el final? ¿Acaso no dijo el payador perseguido que andaba tras las huellas de un quemador de libros? ¡Cómo no se me ocurrió antes! Pensar que casi nos fuimos a las manos el otro domingo con Pedro Grosso cuando insinuó que podría ser yo quien le había escondido sus graciosos “Sermones del Cura Baltazar”. ¿Tenía que venir el compañero del sargento Cruz a darme una pista? Apenas si puedo creer lo que estoy descubriendo.
         Por el alma de la Difunta Correa, entonces debe tener razón el Tano Di Marco con ese embrollo de que los números enlazan los cabos perdidos para que pueda revelarse el sentido de todo lo que sucede en nuestro bendito mundo. ¿Cómo no se me ocurrió antes? En Chile imprimieron un libro de dimes y diretes sobre santos y filósofos para que un gracioso como el herrero lo comprara y nos lo leyera hasta que las mentas llegaron al Padre Luis y éste, ni corto ni perezoso, no tuvo más remedio que pedir la intervención de María Auxiliadora. Poco después cayó por aquí un chileno, René Sandoval que se trenzó nada menos que con otro gallo de riña, Félix Alcaraz, quien, después de la pelea, mientras yo me descuidaba, robó el librito de las malas palabras y como no sabía leer, ni sabe, por venganza le prendió fuego. Finalmente, mientras yo barro los puchos y gargajos que han dejado los borrachos la noche anterior, se presenta Martín Fierro buscando a una sotreta que quema libros. ¿Estaré convirtiéndome en un detective?
         Lo que no podrá resolverse por más que traigan policías ingleses, es el asesinato de René Sandoval, ocurrido la misma noche en que tuvo la agarrada con Alcaraz. De aquí salió como alma que lleva el diablo, con apenas unos moretones en la cara a causa de los sopapos que recibió en la pelea, y enderezó por la orilla del canal, hasta el río, donde no podría haber encontrado a nadie, salvo a Fausto Palacios que vive por las cercanías en su asqueroso rancho con las pobres cieguitas.
         La policía de Maipú rastrilló la zona ayudada por perros pero, hasta hoy, únicamente tienen un cadáver en la morgue, degollado hasta el hueso, y ni una sola pista sobre el criminal. La gracia que nos hizo tener que ir a declarar uno tras otro para demostrar nuestra inocencia. Al pobre Félix lo tuvieron en el calabozo más de un mes, tratando de que confesara pero tuvieron que largarlo a falta de pruebas, aunque a algunos milicos no les habrán faltado ganas de obtener un ascenso. No estoy calumniando a nadie, lo digo porque han ofendido a gente inocente. Tengo sospechas que ahora callo, que también he sido policía, no de los que hacen cantar con el garrote, por fortuna.
         En lo que sí ha tenido buena razón el comisario es en no creer ni una sola palabra respecto de la historieta que fabricó ese pobre patas chuecas del Narciso, el nieto de la comadrona. ¿Quién podría llevarle el apunte a un lisiado de cuerpo y de mente que apenas sirve para trabajar en la viña? Aquí hay solo dos personas que pondrían las manos en el fuego por lo que el esmirriado anduvo diciendo: su abuela y Juan, el hijo de los Sánchez. Una es una vieja cuentera y el otro un pendejito come libros que no se queda atrás con la imaginación.
         Según me lo han contado Quinto Scaraffía, el capataz de la Finca Los Nogales y mi amigo Feliciano Guzmán, quien tiene su casa justo corral de por medio con el rancho de los Gauna, la muerte del chileno se habría producido según la fábula de Narciso, contada por él, de la siguiente manera.
         Aquel domingo, señor comisario, yo me encontraba jugando a la mancha con las cieguitas en el patio de la casa de ellas, aprovechando que don Fausto había ido a comprar una botella de vino al almacén de los Abdala. Conozco a las muchachas desde que éramos niños y en casa de mi abuela Rosa nos reuníamos para jugar y escuchar esas historias que al Juan y a mí nos divierten tanto.     Sentimos que el perro gruñía a un hombre que venía entrando con las ropas manchadas de sangre. Dejamos de jugar para atenderlo y apenas vio a la Blanca, que para mí es la más hermosa de las tres, le dijo, oye, cabrita, ¿te gustaría dar una vueltita conmigo por la orilla del río mientras tus hermanitas siguen jugando con ese payaso? Soy René Sandoval, para servirte como gustes, preciosa. No terminó de decir la última palabra cuando apareció el pavo real y detrás don Fausto, con una botella en la mano. Venía del brazo del Diablo, alto como ese árbol, vestido de negro, con unos cachos que ardían como brasas arriba de su cabeza. Ustedes, hijas de puta como su madre, vayan adentro que ya vamos a arreglar cuentas, les gritó a las cieguitas, y vos, patas de alambre, rajá de aquí si no querés que te chumbe los chocos, me amenazó apuntándome con la botella.
         Corrí unos metros y me escondí detrás del horno y desde ahí vi como lo mataron al hombre. ¿Así que vos sos el que se salvó de morir en el Pozo de las Ánimas?, preguntó el cachudo dándole un empujón y tirándolo al suelo, te he estado buscando para que hagamos un viaje juntos, ladrón de caballos, así que preparate. El hombre, el tal Sandoval, desde el suelo, tuvo tiempo para insultarlos, váyanse los dos a la recontraculiada madre que los parió, cuando no sé de dónde, el Diablo sacó como una espada de fuego y le rebanó el cogote de un solo tajo. Después, mientras arrancaba de un tirón el pantalón del muerto, le dije al padre de las cieguitas, mirá, ché, Fausto, las cosas que tengo que hacer para defender a tus hijas, y le hizo otro corte, señor comisario, lo capó como se hace con los chanchos y se pusieron a reír mientras arrastraban al finado y lo echaban al canal. Después destaparon la botella de vino y tomaron directamente del pico, sentados en el charco de sangre. Tomé por entre las hileras meta rezar, mirando de vez en cuando hacia atrás, temiendo que los bestias me siguieran, hasta que llegué babeando y se lo conté todo a mi abuela Rosa. Ella me acarició, me besó varias veces y me dijo, está bien, Narciso, acostate,  que mañana es lunes y tenés que levantarte temprano para ir a trabajar.
         En lo que a mí respecta, si tuviera que dar una versión ante un juez diría que Sandoval se cayó al agua tratando de cruzar el canal por donde no debía, se clavó una estaca en la ingle; en algún alambre de púas debió haberse enredado el cuello, y la fuerza de la corriente hizo el resto. ¿Quién podría creer en las alucinaciones de un chiflado?
         Ignoro por qué he recordado de golpe a un tal Eugenio Peralta, quien no tuvo mejor ocurrencia que disfrazarse de lobizón para salir a robar cada luna llena. Esa historia me la reservo para contársela a esos pelotudos que vienen llegando.
         Preparo el mazo de cartas para el truco, cuatro vasos y una botella de anisado dulce, que esta tarde, como si fuera poco, vendrá la Palmira a visitarme.

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CAPÍTULO 38

CAMINO A LA PARADA DEL ÓMNIBUS QUE LOS LLEVARÁ A MAIPÚ, VALENTINA SANTINI CUENTA A SU HIJO JUAN SU VIDA DE SOLTERA, DE CUANDO CONOCIÓ A SU ESPOSO ABELARDO SÁNCHEZ, Y DE SU ENFERMEDAD INCURABLE.


         Una hija de mi madrina, la viuda de don Carlo Santini, pariente del nono Salvatore, quien tanto nos ayudó para venir desde Italia, me invitó a pasar con ella un fin de semana, y allá fuimos con tu tía Ema a Fray Luis Beltrán, donde aquellas vivían. Yo tendría entonces unos 18 años y mi prima Ema, un poco más. Ella, cuando niña, había ido a la escuela nacional, la que todavía está en Finca El Arroz, y como habían organizado una quermese para reunir fondos, me pidió que la acompaña y que, de paso, ayudara con las tareas de la fiesta que era a beneficio de la cooperadora escolar.
         Aquel domingo de mayo nos levantamos temprano y empezamos a  caminar mi prima, mi hermana y yo, vestidas con lo mejor que teníamos que no era mucho, pero con esas ganas locas que se tienen a esa edad, parecidas a las que tenés vos, ahora, Juan.
         A pesar del apuro por ser las primeras, cuando llegamos ya se sentía el olor a chocolate y a churros friéndose, de manera que no demoramos en servirnos en unos jarros de aluminio, soplando para no quemarnos los labios.
         La noche anterior había helado y por todas partes se veía la escarcha y el agua como vidrio en las acequias y daba impresión ver cómo salían los chorros de vapor cada vez que respirábamos o abríamos la boca para decir algo.
         Yo siempre he sido muy corta de genio, muy parecida a como es tu hermana María Ema, y me costaba tanto sonreír, ser amable y sociable con los demás, así que andaba de un lado a otro colaborando en la fiesta, turnándome en hacer distintas tareas como vender números de la rifa, cuidar el servicio de chocolate revolviendo la olla continuamente y sirviendo los pedidos; atendiendo el quiosco de tiro al blanco con rifles de aire comprimido donde los premios eran muñecas de paño y pelotas de goma, o colgando faroles y cintas de papel de un lado al otro del patio de tierra.
         Cuando me había ofrecido para atender los aros que se arrojan sobre botellas de distintos licores, se aproximó Ana con una cara de complicidad que mataba, diciéndome, Valentina, te presento a un viejo compañero de la escuela, presidente de la comisión que organiza  esta reunión, mi amigo Abelardo Sánchez. Apenas levanté la vista para saludar me quedé como una tonta, sin saber dónde meter mis manos hasta que tu papá, pues lógicamente era él quien me estaba siendo presentado, me sonrió diciéndome, hola, me dio una palmadita en el costado de mi brazo y siguió atendiendo lo suyo.
         Tu papá, Juan, era más buen mozo de lo que se lo ve en la foto de casamiento pero con el mismo carácter de siempre, bastante callado, hablaba lo justo, con energía, con seguridad, no estaba un momento quieto y se lo pasaba ordenando, ayudando en todo, solucionando problemas sin quejarse. Tenía menos de veinticuatro años y ya se empezaba a ensanchar su frente debido a la calvicie. En eso no se parece a tu abuelo Matías que tiene el pelo como si fuera un jovencito.
         Después del mediodía no había un lugar para estar parado y seguía llegando gente a pie, en carretela, a caballo, algunos pocos en autos y otros en un camión que venía desde Finca Los Álamos, con las orejas y las narices rojas por el frío.
         Como te decía, yo aprovechaba para ir de un lado a otro; eso me evitaba tener que conversar con personas que ni conocía, y al único al que yo miraba ir de un lado a otro era a tu padre, pero él ni siquiera me echaba un vistazo. Yo pensaba que tal vez lo incomodaba que una gringa de pelo rubio y ojos azules no dejara de observarlo haciéndole sentir como si fuera un bicho raro. Después me enteré que esa apreciación mía era equivocada.
         Apenas empezó el baile Ana y tu tía Ema no se perdieron pieza mientras yo trataba de hacer cualquier cosa con tal de evitar que alguien me invitara a dar vueltas, algo que me horrorizaba. En aquella época, y más tratándose de una fiesta en la escuela, el baile terminaba temprano para que se pudiera descansar y empezar el lunes sin quedarse pegado a las sábanas. Yo estaba esperando ansiosa el momento de irnos, me estaba cansando y sentía, ya entonces parece que estaba empezando mi enfermedad, ese cansancio que a veces no me deja fuerzas ni para respirar, y deseos de tomar líquidos continuamente. Tenía mucha sed y como si alguien lo hubiera adivinado, apareció Abelardo, sonriendo como si ya fuéramos amigos, ofreciéndome un vaso de cerveza e invitándome a sentarme con él a una mesa que recién se desocupaba.
         Por la costumbre familiar y por ser casi todos españoles quienes allá vivían, él, tu papá, hablaba procurando parecer que lo hacía como un auténtico mendocino, pero no pudo negar la herencia andaluza por la forma exagerada en que me dijo, mezclando los usted con los vos, los ti y los tú, que había estado todo ese bendito domingo pensando en que si dejaba para otro momento lo que tenía que decirme, esa misma tarde se le hubiera escapado el alma por tanto que se odiaría y que, ya estás escuchando, Valentina, ¿Valentina qué?, Valentina Santini, el discurso que he estado preparando mientras tú creías que vos no me importabas y que solamente tenía puestos mis sesos en la quermese, pues te equivocaste ya que no encontrarás a nadie y no digo coño porque tú sabes, vos sabés, que yo no uso esas expresiones cuando estoy nervioso, más me vale; no encontrarás a nadie, ya te lo dije, que te ame como yo te amo y permita la Virgen y todos los santos que no me abandones en la estacada, como dicen por aquí, que estoy dispuesto a acompañarte a donde sea, hablar con quien sea, si tenés padre con él o si no con tu madre o con tu hermano mayor, para pedir tu mano que ahora mismo besaría de no ser porque la gente diría que estoy chalado, chapado a la antigua, pero si besara tu mano, y estoy seguro que luego me lo permitirás, este tío que tenés enfrente, Abelardo Sánchez, no te exigirá que lo sigas ni que le prometas nada porque él te seguirá hasta donde sea menester, y si le das hijos, enhorabuena y si no puedes serás entonces su novia de por vida. Ya terminé.
         Me quedé en silencio, mirándolo fijamente para que empezara a leer en mis ojos. Con ellos le estaba respondiendo que estaba bien, que podría besar mis manos y hacerme su esposa pero que, por favor, no me sacara a bailar.
         Fuimos entre los últimos en retirarnos por el tiempo que Abelardo y sus compañeros necesitaron para rendir cuentas del dinero recaudado y dejar las mesas y sillas apiladas para que la  empresa de alquiler pudiera retirarlas al día siguiente.
         Salimos en dirección a la casa de mi prima que era la contraria al lugar donde tu padre vivía entonces, la casa de tus abuelos que a vos tanto te gusta visitar. Abelardo y un amigo suyo se ofrecieron para dejarnos frente a la misma casa de mi tía, como dos caballeros, llevando cada uno su bicicleta con la cual pegarían la vuelta.
         Ema, Ana y el amigo de tu papá se distanciaron a propósito para que nosotros tuviéramos la oportunidad de seguir conversando y, quién sabe, hasta de darnos un beso. Íbamos en silencio, muy próximos, con esa extraña sensación de estar junto a alguien con quien ya hemos compartido lo más íntimo. ¿Cuándo, si apenas nos habíamos conocido aquel domingo? Seguíamos así, cada uno en lo suyo, cuando sentí tantos deseos de orinar y tanta vergüenza por no haber tenido la precaución de haber ido antes al baño, con todo el líquido que había tomado durante el día. No supe por un momento si correr o ponerme a llorar, pues ya me hacía encima. En aquel  lugar, en medio de una calle oscura, lo único que tenía que hacer era algo muy simple, agacharme y se acabó, pero estaba junto a mí el hombre que terminaba de hacerme su declaración de amor y yo, la princesa encantada, a punto de mojar sus bombachas. Le pedí si tenía la amabilidad de dejarme un momento; él comprendió, se adelantó hacia los otros y escuché que se reían, con esas risas cariñosas de comprensión y respeto que tienen los amigos en esas circunstancias tan inesperadas.
         No quería hacer ruido con mi pichí  pero no pude evitar salpicarme los zapatos, tal era la cantidad de líquidos  que había estado acumulando. Aliviada, me acomodé la falda y fui al encuentro de Abelardo que se había detenido algunos metros, aguardándome.  Lo tomé del brazo y me recosté sobre su hombro; él bajó su cabeza y me dio un beso en la punta de mis labios diciéndome, nuestro amor, Valentina, también incluirá ir al baño, coño, y se echó a reír. En ese momento comprendí cuánto estaba empezando a amarlo.
         Durante dos años tu papá no dejó una sola semana sin ir en bicicleta a cumplir su compromiso de noviazgo. Todos los sábados llegaba a eso de la mediatarde y nos quedábamos afilando frente a mi casa, a la orilla de la calle, hasta el atardecer en que debíamos entrar y esperar la hora de la cena, entre los rezongos de tu nono Salvatore y la sonrisa amable que nunca se borra del rostro de tu abuela Costanza.
         La otra parte de la historia empieza con vos, Juancito, y sigue con el nacimiento de tus hermanas; de ésos no tengo mucho que contarte, salvo sobre mi enfermedad de la que antes no habíamos hablado. Te pedí que me acompañaras hasta el hospital de Maipú donde debo hacerme nuevos análisis para ver cómo anda mi problema, según lo que me diga el doctor Catania. El azúcar, hijo, es bueno para endulzar el café pero cuando se mete en tu sangre todo empieza a volverse amargo.
         Lo que acabo de contarte no es para que pongas triste, lo hice para estar más cerca de ti, para demostrarte la confianza que siento en alguien que está convirtiéndose en todo un hombrecito. Vos y yo hemos estado juntos desde el momento en que quedé embarazada, y hemos pasado buenas y malas y así debemos seguir, pase lo que pase, siguiendo la rutina de cada día, acompañando a tu papá en el trabajo, viviendo sin molestar a nadie y respetando la voluntad de Dios. He tomado toda clase de remedios y hasta té de pichanas pero no doy más, estoy cansada de gastar el poco dinero que tenemos en mi enfermedad.
         Cuando volvamos a casa les daré una sorpresa a vos y a tu papá. Voy a prepararles una comida que únicamente una italiana como yo podría ofrecer a los dos hombres que más ama en este mundo: un buen plato de gazpacho, tal como me lo enseñó tu abuela Encarnación, hace unos meses. Recordame que debo comprar en el mercado pimientos y pepinos, el resto ya lo dejé reservado en un rinconcito de la cocina.

*

CAPÍTULO 39

RODEADOS DE VECINOS QUE CUENTAN CHISTES Y TOMAN CAFÉ Y ANISASDO EN EL VELATORIO DE DOÑA ROSA GAUNA, JUAN SÁNCHEZ CONSUELA A NARCISO CON EL ARTIFICIO DE LA FANTASÍA, HERMANA DE LA DESOLACIÓN.


         Tu abuela ya te lo había dicho muchas veces, Narciso, así que dejá de llorar porque si ella te estuviera viendo se va a ir muy disgustada. Doña Rosa estaba muy viejita, enferma y cansada de ir de un lado a otro atendiendo partos y curando empachos. ¿Te acordás de las historias que nos contaba cuando éramos chicos, cuando nos reuníamos como pollitos a su alrededor las cieguitas, Carolina, Flora, el turquito Emir y nosotros dos? Yo tengo una abuela italiana y otra española y una tercera que era ella, la única que no se cansaba de contarnos cuentos. El que más me gustaba era sobre la vida de Genoveva de Brabante y su hijito, abandonados en un bosque hasta que volvían a encontrarse con el conde, le huevón  que primero ordenó que le cortaran la cabeza a su propia mujer y a su hijo y después apareció haciéndose el arrepentido. Si Félix Alcaraz hubiera sido conde te aseguro que les hubiera cortado el gañote a su mujer y a sus hijas con tal de tener la oportunidad de arrepentirse.
         ¿Te acordás, flaco, que tu abuela nos decía que ella no era de este mundo, que había salido de un libro de cuentos y que a él volvería? Al principio me pareció una broma que nos estaba haciendo para asustarnos después pero hoy, pensándolo bien, creo que tenía razón. Pienso que de su cuerpo ha salido  una especie de copia, otra Doña Rosa, idéntica, con los mismos ojitos burlones, las chapecas largas, el vestido negro protegido por un delantal de donde sacaba los palitos de azúcar. No puedo creer, Narciso, que las personas mueran para siempre, no alguien como tu abuela.
         Desde ahora tenemos que pensar que Doña Rosa debe estar descansando, quiero decir la copia de ella, ya que su cuerpo, el cual nos parece tan chiquito, van a llevarlo al cementerio para que se quede con tu mamá Filomena.
         Tampoco tenés que cabrearte por las risas de la gente. Esos hombres y mujeres que están tomando café, bebiendo anisado y contando chistes, son personas que querían y respetaban a la abuela. ¿Me dejás que hable como si ella hubiera sido también abuela mía? Hagamos de cuenta  que somos primos; si no te gusta ser mi primo, juguemos a que soy tu hermano menor. ¿Qué te parece si inventamos una historia? Ahora ella va a tener que escuchar y nosotros aprender a contar lo primero que se nos venga a la cabeza. ¿Qué nos decía aquella Noche de San Juan? ¿Te acordás? Al mundo lo mueven las palabras y si se terminaran las palabras la vida se detendría puesto que la vida es un cuento de nunca acabar.
         Prestá atención y contestá rápido apenas yo te haga la pregunta. Había una vez un gato que tenía la cola de trapo y las patas al revés. ¿Querés que lo cuente otra vez? No dije bueno, dije que había una vez un gato que tenía la cola de trapo y las patas al revés. ¿Querés que te lo cuente otra vez? No dije andá a la mierda. Dije que había una vez…y así podés seguir toda la noche. Te voy a enseñar otro cuento de nunca acabar con el que podés joder a los pendejos Mastronardi, a los que tenés metidos en el ojo. Debés repetirlo sin parar, una y otra vez, así. Bartolo tenía una flauta con un agujerito solo y su madre le decía toca la flauta Bartolo tenía una flauta con un agujerito solo y su madre le decía toca la flauta Bartolo tenía…
         Está bien, Narciso, no te calentés, ya sé que no sos un chico, pero tenemos que desafiar a la Muerte cagándonos de risa de ella. La muerte, dice mi abuelo Matías, es como los perros: sólo muerden a quienes temen ser mordidos. A mí tampoco me gustaría morir, especialmente ahora que soy joven y estoy en la etapa en que únicamente me gustan los libros y las mujeres. Sabiendo que a vos te gusta leer tanto como a mí, te prometo que mañana mismo te voy a regalar un montonazo de revistas que tengo guardadas en el galpón de mi casa. La colección de El Gorrión es de mi tío Franco; la de El Tony y alguno que otro número de Billiquen serán tuyos. Del asunto de mujeres no hablemos que la abuela Rosa nos sacaría a escobazos si pudiera escuchar que tocamos ese tema.
         Ahora voy a proponerte una adivinanza. Fui a mi chacra, compré una doncella, volví a mi casa y lloré con ella. ¿Qué es? Perdiste, es la cebolla. Ahora otra. Verde como el pasto, pasto no es; habla como el hombre, hombre no es. ¿Qué es? Sí, Narciso, acertaste, la respuesta es, el loro. Quedamos empatados así que ahora imaginemos que a partir de mañana tenemos un nuevo trabajo. ¿Sabés que en Maipú desde hace una semana está otra vez el Circo Maravilla? Vamos juntos y yo le digo al dueño, el señor Reynoso, muy serio: le presento al mago Narciso Gauna, quien adivina el pensamiento por intermedio de Tatita, la gallina amaestrada, única en el mundo. El hombre nos mirará de arriba abajo y preguntará, ¿y usted, joven, qué hace? Le responderé, soy el ayudante del mago, el científico alemán Juan Sánchez, doctor en huevología. ¿Huevología, dijo usted? Sí, señor, eso mismo dije, ¿o hablo en ruso? El tipo se quedaría un rato rascándose la cabeza y después volvería a preguntar, ¿podría explicarme, por favor, qué estudia esa ciencia? Señor Reynoso, la huevología investiga la existencia del Huevocornio, el animal más horrible que haya existido jamás. ¿Podría decirme, doctor Sánchez, a qué se parece el Huevocornio? A pelotudos como usted, le respondería, y en el acto rajaríamos con la gallina en brazos perseguidos por el enano, el gigante, la mujer barbuda, los perros equilibristas, las águilas del trapecio y toda clase de monstruos.
         Desde Maipú nos iríamos a Mendoza a pedir limosna por la calle San Martín, yo disfrazado de ciego con un par de anteojos negros y vos de viejito clueco, apoyado en un bastón y revoleando los ojos, hasta que hubiéramos juntado lo suficiente como para ir a sentarnos en la Pizzería Amigorena y meterle el diente a una completa de jamón y anchoas y un balón de cerveza para cada uno. Después, con la panza llena, nos volveríamos sin dejar de contar cuentos porque ahora que Doña Rosa ha cambiado de domicilio, seremos nosotros los encargados del trabajo de inventar una historia tras otra. Ya lo dijo la abuela, si se acaban las palabras el silencio va a caer sobre el mundo como una lluvia de cenizas y nadie se salvará. Si se nos acabara la memoria, Narciso, ¿qué seríamos?, ¿en qué nos convertiríamos? Se nos despegaría el alma y quedaríamos como estatuas de sal, mirándonos, unos a otros, sin saber quiénes somos, qué somos, qué putas tenemos que hacer.
         Del asunto aquel sobre los Reyes Magos y los mellizos, que te dijeron hace más de diez años que los camellos habían comido el pasto y bebido la mitad del agua que les habían dejado en un balde, no pienso decir una palabra, estoy frito de tanto escucharte decir las mismas gansadas. Te hicieron una broma y punto. La culpa no fue de esos pendejos culos sucios ya que también a ellos los engañaron sus padres, gente estúpida que piensa que los niños no tienen cerebro para pensar.
         Pensemos en algo que tenga más sentido, en un tema maravilloso, cuanto más fantástico, mejor, así podemos creer que es verdad. Supongamos que éste es un lugar encantado, lleno de pobres, de gente que trabaja como esclavos y de hijos de puta que se aprovechan porque son más ricos y poderosos o porque les gusta humillar a los demás, hasta el día en que muere una viejita, la cual se presenta directamente ante Dios y le pide tres favores. El Presidente de la Eternidad la invita a ponerse cómoda, haciéndole un lugar en su trono y le pregunta cuál era su oficio en la Tierra y ella le contesta, soy partera de cuerpos y partera de almas. Intrigado, Dios revista un enorme libro que contiene los nombres  y ocupaciones, página a página, y como no encuentra lo que busca le pide a la anciana, amablemente, que se explique porque esa profesión no ha sido inventada. He dedicado cincuenta años de mi vida, responde la recién llegada, a sacar niños del vientre de sus madres y después, a esos mismos niños, hacer que les brotara la imaginación, contándoles cuentos para que aprendieran a pensar, a jugar con lo mágico que estaba escondido en ellos. Para mí, mi Señor, era como si hubiera sacado un niño dentro de otro niño, por esos dije que fui partera que hacía dar a luz dos veces.
         Estoy sorprendido y  satisfecho, hija mía, dice el Creador, ahora dime cuáles son tus tres pedidos. En primer lugar, enumera la viejita, poniéndose de pie y acomodando una flor de zapallo que tiene prendida en sus chapecas, deseo que Narciso Gauna no quede huérfano, que tenga un hogar decente. En segundo término que las cieguitas Rosa, Blanca y Azucena Palacios se liberen del matuasto venenoso que tienen como padre; y, por último, que el joven Juan Sánchez llegue a ser un mentiroso profesional, un Cuentacuentos.
         Antes de tomar una decisión, dice el Todopoderoso, debes decirme tu nombre y el lugar de donde provienes. Soy Rosa Castillo de Gauna, cuyo humilde cuerpo están velando en estos momentos en su rancho, rodeado del cariño de quienes la apreciaron en vida, en un lugar de Mendoza llamado Chachingo.
         Poniéndose de pie y alzando sus brazos Dios ordena a los ángeles y administradores del Universo que se cumplan los tres deseos. En ese momento una estrella fugaz cruza el cielo y al verla, alguien que está en el velatorio de Doña Rosa, murmura, si está tronando y no hay nubes señal de que un milagro está por suceder.
         ¿Viste, Narciso, qué fácil y divertido es inventar cuentos? Ahora dejá de llorar y limpiate las lágrimas con este pañuelo. Quedate tranquilo y escuchá atentamente lo que voy a decirte. ¿Preparado? El primer deseo de tu abuela acaba de cumplirse. Mi papá habló esta tarde con el doctor Brilloud y me pidió que te dijera que no habrá ningún problema para que vengas a vivir a nuestra casa. Te vamos a hacer un lugar en el galpón donde guardo mis revistas que ahora serán tuyas, tal como te prometí. Habrá que esperar que los otros pedidos también se cumplan. ¿Qué me contás?


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CAPÍTULO 40

EL AUTOR COMENTA ALGUNOS CAPÍTULOS QUE HA DECIDIDO NO ESCRIBIR CONVENCIDO DE QUE A MUCHOS LECTORES LES GUSTA METER LA CUCHARA Y NO SER MEROS CONVIDADOS DE PIEDRA EN LA FIESTA  DE LA LITERATURA.


         Una vez que los personajes, a quienes Juan Sánchez había ido a rescatar del olvido, empezaron a recordarse a ellos mismos, más como él creía que habían sido y no como tal vez hayan sido en realidad, fueron apareciendo nuevos vínculos y relaciones entre los mismos, situación que los estimuló a desear, con ingenua pretensión, que hasta los hechos más insignificantes y triviales podrían ocupar un lugar en el libro que esta empezando a escribirse, lo que habría producido, de ser así, a que el tamaño de este volumen se hubiera engrosado sin encontrar el límite que todo inventor de ficciones supone que debe alcanzarse para no agobiar inútilmente a sus lectores.
         Esta comprensión lo llevó a la decisión de eliminar los borradores de algunos capítulos en el convencimiento de que a muchos leedores, a quienes les gusta meter la cuchara, se sentirían complacidos al comprobar que el autor, deliberadamente, ha dejado espacios por los cuales pueden catear en el interior de la escritura y hacer de las suyas sin considerarse intrusos y mucho menos espectadores hambrientos en una feria de palabras donde se encontraran perdidos, pues vaya la gracia que es toparse con un texto donde el escritor ha escondido parte de sus claves, circunstancia que sería como dejarlos que agarraran para el lado de los camotes o, lo que sería peor, finalizar la lectura de un libro y comprender que la mesa había sido puesta pero ya no quedaba ni una miga para servirse, lo que en buen romance significa ser un mero convidado de piedra en el banquete de la literatura.
         Los manuscritos del material que no iba a ser utilizado estaban sobre el escritorio listos para ser eliminados sin dejar rastros ni señales de contradicción alguna que pudieran despertar la sospecha de que con los mismos se estuviera elaborando el segundo tomo de las presentes memorias, tentación que el cronista rechazó de inmediato, a renglón seguido.
         A medida que iba rompiendo los papeles separó algunos apuntes que le llamaron la atención y por un momento no supo qué hacer con ellos, preguntándose si sería o no conveniente incluirlos en el capítulo final. Redactó varias versiones pero no daba en la tecla. Escribía y se aprovechaba del privilegio de ser el lector obligado de sus propias invenciones pero ni aún así quedaba conforme. Al concluir el debate consigo mismo decidió, finalmente, que el trabajo estaba llegando a término. Tomó las hojas, las hizo un bollo y las arrojó al canasto de los papeles, no sin antes darles una última mirada.
         Así, con relación a Doña Rosa Gauna, por una conversación que mantuvieron Salomé Bazán viuda de Castillo con Carlos Caruso, el achurero, se revela, aunque es posible que algunos hayan tomado nota, que el apellido de la abuela era precisamente Castillo y que, en consecuencia, había sido la madre de Julio Castillo, humilde albañil, esposo de doña Salomé y padre de Violeta, recientemente ingresada como enfermera en el Hospital Emilio Civit.
         En cierta noche en que ardían los Fuegos de San Juan, Doña Rosa había manifestado que amaba a Víctor Altamirano con quien había tenido de soltera a su hijo Julio y que, por acatamiento a los misterios de la predicción, se había casado con Juan Gauna, el cual adoptó al niño con el mismo amor con que un tiempo después aceptaría a su propia hija Filomena, también preñada y abandonada en semejantes circunstancias que su madre, siguiendo el hilo de una fatalidad inexplicable. En el citado diálogo se los retrató resguardados bajo la sombra de una morera frente a la Capilla, en pleno verano para el tiempo de la cosecha de uva; ella, como era habitual, vestida de negro, y el vendedor ambulante apoyado en su bicicleta que tiraba un carrito de zinc en el que acarreaba las achuras, del cual se colaban cuajarones de sangre que un perrito lamía mientras las moscas también tomaban lo suyo. Hablaban sobre menudencias personales y en una de ésas se pusieron a discutir sobre quién de las muchachas del lugar sería elegida reina de la vendimia en el próximo baile que organizaba la Unión Vecinal, si Blanca Palacios o Coca Abdala, las favoritas; o si sería coronada Nené Jalil, María Ema Sánchez u otras que también concurrirían, una de Finca Tomba y otra de Colonia Jara, cuyos nombres intentaban recordar.
         Quienes se mostraron indiferencias a la convocatoria de Juan Sánchez, incluso despreciativos, por lo cual tuvieron escasa participación, fueron el doctor Juan Pedro Brilloud, dueño de la finca y la bodega y su administrador don Emilio Mastronardi, para quienes lo que está escrito en este libro no merecería una hora de su tiempo, tan ocupados se los veía diariamente en el escritorio del patrón revisando cuentas, efectuando negocios y disponiendo sobre las tareas que cada peón o mensual debería hacer. Con los contratistas no se metían a embromar la paciencia ya que estos eran suficientemente capaces para llevar adelante sus responsabilidades sin  la necesidad de tener que vigilarlos.
         Dos temas, sin embargo, estaban fuera de la rutina; uno era el estado de salud del capataz Quinto Scaraffía, acuchillado en la oscuridad, a la salida del boliche de Sebastián Donoso, por Félix Alcaraz, por cuestiones nunca debidamente aclaradas; otro asunto se refería a la internación de doña Valentina, esposa del contratista Abelardo Sánchez en el Hospital Central, gravemente enferma de diabetes  y con pocas esperanzas de que volviera con vida a su hogar.
         Cierta noche de octubre, apacible y cargada con el aroma de las floraciones, la enfermera Evangelina Santini le cantó las cuarenta  al doctor Francisco Catania con esa premeditada franqueza que emplean las mujeres cuando empiezan a darse cuenta de la estupidez de un asedio sin sentido, situación que la llevó a decir a su jefe que si cada vez que estaban de guardia él creía que la Sala de Primeros Auxilios debía transformarse durante la noche en un hotel alojamiento donde ella, por ser casi una sirvienta, debía ser la yegua que recibiera las calenturas de un médico degenerado, que se fuera a la misma mierda ya que ella tenía suficientes problemas  con aguantar en su casa a su propio padre, don Salvatore, héroe, inválido e insoportable comentarista de la guerra del 14; y que la única diferencia que a su juicio había entre el médico cirujano y Doña Rosa era que ambos eran curanderos, con la ventaja de que él tenía título universitario; y que semejante juicio lo estaba haciendo no por resentimiento profesional  sino porque durante cinco años ella había creído como una idiota en las mentiras del doctor, quien había jurado nada menos que por sus propios hijos que se separaría de su mujer para casarse con ella; y que a partir de esa noche el pretendiente, si en realidad tenía tantos deseos en satisfacerse, podría comprar una botella de moscazo y hacerse un cóctel con sus propios huevos, y que la dejara en paz.
         A la muerte de don Abdón Jalil y abierta la sucesión, Camila y Nené descubrieron que desde el Jueves Santo a una semana después del Domingo de Resurrección, sus vidas se habían transformado por obra y arte del maravilloso “Jaffar” árabe, en dos mujeres que, además de jóvenes y atractivas, tenían ahora el imán de una cuenta bancaria que les permitió vender la tienducha a los Zamora y mudarse a Mendoza, donde compraron la más importante  sedería que hay en la calle San Juan. Así como los ríos secos que bajan de la montaña hacia los valles desencadenan, después de las tormentas de verano, tal caudal que en ellos podrían flotar grandes barcos, parece que en sus tumultuosas combinaciones los números determinan los verdaderos destinatarios del azar, si puede llamarse así al juego de la lotería,  lo que vendría a significar, dicho en criollo, que nunca se sabe para quién se trabaja.
         Después de cada vendimia, los contratistas de la Finca Los Nogales y de otras propiedades vecinas comenzaban a recibir los porcentajes convenidos con sus patrones y de acuerdo a una ley; los cosechadores canjeaban las fichas por cada tacho de uva recogida; y los obreros de la Bodega Santa Rosa recibían mayores ingresos por el trabajo de temporada, especialmente cuando hacían horas extras. Para Amado Abdala y su mujer María Nasar, llegaba entonces el tiempo de empezar a sumar siguiendo el orden alfabético en el libro de anotaciones fiadas del negocio y esperar, como todos los años, que los más cumplidores cancelaran su saldo en la fecha convenida y al resto, es decir la mayoría, ir a cobrarles las deudas a cara de perro.
         Mientras estaban confeccionando la lista de los que pronto no gozarían de las ventajas del fiado, entró Emir con la cara como si lo hubiera atropellado un caballo y lo único que dijo, en el breve momento en que ingresaba al almacén y se ocultaba en el baño para lavarse y observar sus ojos en compota, fue que acababa de pelearse a trompadas con su amigo Juan Sánchez por un asunto de polleras, por lo cual sería mejor que no le preguntaran nada, ya que él no era un chiquillo pues pronto tendría que hacer el servicio militar, y que  el próximo sábado se había comprometido ir en la camioneta a San José, en compañía de Franco Santini a cenar en casa de unos nuevos amigos y que si estaba bien y si no también. Don Amado alzó los hombros como diciéndole a su mujer que ya era hora de que hijo se dejara con la loquita ésa, la hija del ahorcado.
         El puentecaminero  Francisco Alaniz, conversando con Eliseo Cuenca, dio un emocionado relato de la última visita que había hecho en el hospital neuro-psiquiátrico de El Sauce a su hijo Hugo, a quien pocos recuerdan que fue el Torito Cuyano, uno de los grandes del boxeo de Mendoza con Mario Díaz y Pascual Pérez a la cabeza. Dijo que mientras estaban sentados bajo la sombra de un eucalipto tomando café, que él había llevado en un termo, vieron aproximarse a la Hermana Beatriz, quien distribuía con otras monjas asistencia y caridad a los enfermos, cuya presencia los conmovió hasta las lágrimas, no solamente porque esa imagen era tan bella y luminosa como la de Santa Teresita, sino porque bajo los hábitos consagrados reconocieron a la mismísima Azucena Palacios, la menor de las cieguitas y que, cuando ambos se levantaron respetuosamente y mencionaron su nombre terrenal, ella puso un dedo sobre sus labios diciéndoles que hicieran silencio, que la jovencita que ellos recordaban había muerto hacía muños años envuelta en las llamas de la pasión del amor a Jesús, quien es el único en todo el Universo que puede devolver la visión a los ciegos, dar de beber a los sedientos y de comer a los hambrientos, pues Él es el Camino, la Verdad y la Vida, y ya que todo verdor perecerá y lo que es polvo volverá al polvo, únicamente con amor se puede ingresar en la dimensión del tiempo perdido para rescatar, con la magia de la palabra, la memoria que vence a la muerte.


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