JUAN COLETTI
*
La
historia no es más
que
una larga lista de crímenes y
desgracias.
Voltaire
SHANGHAI
EL COLECCIONISTA DE MARIPOSAS
En el libro “El arcoiris de la medianoche”,
también conocido como “El Libro de los Horrores”,
escrito por Kuo Sin, anciano anacoreta que pasó a la
leyenda como “El Loco del Bosque”, en Hunan, se encuentra para sorpresa de un
lector desprevenido una suma de historias que sobrepasan el horror y que no
pueden ser leídas como simples relatos fantásticos porque en ellas la palabra
fantástico suena como una expresión meramente infantil.
Durante siglos estos estremecedores cuentos circularon
en libros manuscritos que eran leídos
por los eruditos en los palacios y en los monasterios, y
circularon muy especialmente entre los campesinos analfabetos que fueron
transmitiéndoles oralmente en reuniones en las que eran incluidos los niños y
jóvenes para que las historias les sirvieran como advertencia frente al peligro
del mal que muchas veces se presenta no solo sorpresivamente sino revestido por
delicadas y seductoras apariencias.
Los hechos que
hoy nos parecen fruto de una exquisita invención literaria eran entonces tenidos como ciertos y
funcionaban como antídoto contra la pobreza y la servidumbre, contra la
insubordinación y los anhelos de riqueza
pues frente al horror sus vidas y sus bienes, sus pequeños quehaceres y
necesidades se presentaban como justos e indispensables.
Los padres sabían
que sus hijos debían ser educados al pleno servicio de la comunidad, lealtad absoluta
a la autoridad teocrática del Emperador, rechazo de todo lo que no les era
permitido, fuese una herramienta, un animal, una moneda o una mujer. Pero los
jóvenes no siempre obedecían ni respetaban a sus padres ni temían a la justicia
ni tenían conciencia de sus responsabilidades. Solos o en pequeños grupos de
vez en cuando llegaba la noticia de que algunos adolescentes habían asaltado
una granja o violado a una joven o tomado alimentos en los almacenes de un
terrateniente. Si eran aprendidos el castigo era ejemplarizador y no había
manera de apelar las sentencias pero aún así,
a los padres les quedaba la ausencia del
hijo en la cárcel y la vergüenza pública y no recibían como castigo otra cosa más que
una severa reprimenda.
Pero, según leímos en el libro del loco Kuo Sin, en los
tiempos crueles de la Emperatriz Huán Ghóu, de la Dinastía Qin, a las
advertencias y mensajes que eran propalados con anticipación le sucedieron
juicios sumarios cuyo único propósito era subordinar a las familias al dominio
real para que fueran responsables de la conducta de sus hijos. Tal vez en esa
ejecutoria jurídica estaba oculta la anticipada sanción para todos aquellos,
miles o cientos de miles de jóvenes que aspiraban a una vida mejor y tejían
entre ellos las bases de una utopía que sería descubierta y resuelta
recién cientos de años después en la
forma de una auténtica y popular revolución que transformaría a la China feudal
y degenerada en una inmensa nación
moderna.
Lo que el libro de los horrores contaba en uno de sus
capítulos es la historia de un pobre leñador, Mo Chen, padre de numerosos hijos
que no eran precisamente muy adictos al
trabajo y que continuamente participaban en reyertas y actos de insubordinación
hasta que, sorpresivamente, llegó la
justicia al poco tiempo de que su hijo menor, Mo Tsé, de apenas doce años, fue
arrestado cuando intentaba robar una pata de cerdo en un pueblo vecino.
Reunido, por orden de los jueces, el pueblo que vivía en
los alrededores se agolpó frente a la casa del afligido Mo Chen para escuchar
la sentencia que todos suponían se reduciría a una suma de azotes. Pero el
horror, recogido por el poeta loco del bosque, nos dice que el castigo debía
ser impuesto por el padre a su hijo y que ese castigo no podía ser otro que la
muerte. Mo Chen en principio se negó y lloró y suplicó de rodillas pero los jueces fueron implacables: o él
ejecutaba a su hijo o ellos ajusticiaban a toda la familia.
Y así fue que al atardecer, cuando todos los habitantes
habían regresado para ocultarse en sus hogares frente a tamaña desgracia, el
cuerpo del niño Mo Tsé pendía solitario de una cuerda en el árbol más alta de
la plaza principal del distrito.
Una página tras otra el libro maldito describía los
hechos y leyendas y creencias supersticiosas
que funcionaban a la manera de un
código moral entre esa inmensa masa ignorante y sometida por el hambre y el
temor. Aunque también podían encontrarse
recetas afrodisíacas, el uso de hierbas curativas y algunos consejos
sorprendentes para la cura de ciertas enfermedades que entonces eran fatales,
como la tuberculosis. Nada podían hacer ni los médicos ni los curanderos frente
a esa plaga que se llevaba a la gente en pocos meses, hasta que alguien juró
haber encontrado la solución: si comías un pedazo de pan embebido en sangre
humana, podías escapar de la muerte. ¿Pero dónde conseguir sangre fresca en
abundancia?
El único lugar de posible acceso era junto al patíbulo
donde con una enorme hacha eran frecuentemente ejecutados los criminales y
ladrones. Así fue que a partir de la noticia, cada vez que se anunciaba una
sentencia de muerte, docenas de pálidos tuberculosos se aproximaban y entregaban al verdugo sus mendrugos que
éste mojaba, a cambio de monedas, en la
sangre aún caliente de sus víctimas.
Querían escapar de la muerte ingiriendo pan con sangre
humana y como los trozos de pan no eran
suficientes para tantos enfermos el resultado final era siempre una batahola en
la que mezclaban los húmedos alimentos con su propia sangre, sus lágrimas, su desesperanza.
Es difícil decidir cuál de las historias del libro El
Acoiris de la Medianoche podría ser elegida como la más espeluznante
aunque es posible que los lectores se hayan detenido más de una vez en El Coleccionista de Mariposas para intentar desmenuzar el sentido profundo
de la historia que es, sin dudas, más que una metáfora. Como sucede con los
cuentos de hadas tradicionales, las narraciones de Kuo Sin siguen un propósito
aleccionador, un intento por reforzar la moral y las buenas costumbres aunque
no es fácil sacar conclusiones del extenso relato del que aquí haremos un
resumen.
Cierta noche de verano, Mao Ling intentaba superar el
insomnio observando a través de la ventana de su casa una media luna de plata
fría que se iba desplazando por encima de las copas de los árboles del bosque.
No era joven ni tampoco viejo, ni era pobre ni muy rico, pero tenía lo
suficiente para gozar de la vida. No tenía esposa ni hijos ni parientes y
compartía su soledad con una invalorable colección de mariposas que había reunido
en sus viajes alrededor del mundo. Las había de todos los tamaños y colores y
describirlas una por una llenaría libros completos que poco tienen que ver con
los sucesos que llenaron de horror la vida del coleccionista.
Mao Ling vivía en Shanghai pero no en el centro de la
ciudad sino en uno de los barrios más alejados y silenciosos. Le agradaba pasar
horas leyendo, escuchando música y comiendo y bebiendo para lo cual disponía de una bien abastecida
despensa y de los indispensables sirvientes: cocineros, mucamas, jardineros,
cocheros.
Sabemos que jamás
se había casado aunque era un admirador y gustador de las mujeres,
especialmente de las más jóvenes. Al día siguiente, pensaba mientras
contemplaba cómo un delgado tejido de nubes cubría la luna, Yin Sheh, la dueña
del prostíbulo le enviaría una joven como lo hacía cada vez que regresaba de un largo viaje. Pagaba bien por lo
cual era exigente en cuanto a la edad,
la belleza y la cultura de las jóvenes que le eran ofrecidas para pasar con él la noche. Jamás se había
rebajado como algunos de sus amigos a entrar a una casa de mujeres. Sentía que
era humillante y poco satisfactorio mostrarse en público en esos lupanares
exóticos. Él permanecía en su confortable casa y allí tenía sus libros, sus
jardines, su abundante cocina y el
sensual dormitorio donde encontraba las iluminaciones de la vida.
Al atardecer del día siguiente, vio venir por el camino
de tierra un decorado rickshaw a
cuyo frente trotaba un hombre delgado y metros atrás, los seguía
un robusto individuo de cabeza rapada, guardián celoso del las órdenes
de Yin Sheh al cual, luego de saludar a la
prostituta, el coleccionista
entregó los quinientos yinyuanes convenidos con la dispensadora de
jóvenes bellezas de Shanghai.
Aunque Mao Ling las prefería jóvenes, se disgustó al
observar a la recién llegada.
-¿Qué ha sucedido? Esperaba a una joven no a una niña.
¿Por qué te han elegido a ti sabiendo que eres apenas una criatura? ¡Mírate!
¿Cuántos años tienes?
-Qué importa mi edad, Mao Ling, soy una mujer en
completo desarrollo. No soy una criatura pues en pocas horas te demostraré quién soy realmente. No me
desprecies.
-No estoy despreciándote, pero no seas altanera ni tan
rápida de lengua. No he pagado para tener que discutir contigo. Ven, pasa.
Tenemos muchas horas para compartir. Tu patrona me había anticipado que
enviaría a un joven bella y culta. Veo que eres bella y demasiado joven pero
comprobaré si eres realmente una mujer cultivada y no una bella mascarita adiestrada para satisfacerme con sus engaños.
-No te defraudaré. Ese es mi propósito porque también
para mí hoy es un día especial. Jamás pensé que llegaría el momento en que
podría visitar tu casa. ¿Sabías, Mao Ling, que eres famoso?
-¿Famoso? ¿Quién te lo ha dicho?
-Eres famoso por tu generosidad con las mujeres y conocido como el más grande coleccionista de
mariposas.
-Sí, es verdad en cuanto a las mariposas. Pero todavía
no me has dicho cómo te llamas.
-Mi nombre, aunque no lo creas, es Shen Dié.
-¡Vaya! Shen Dié significa algo así como “mariposa de
los mundos celestiales”. Qué extraña coincidencia.
Mao Ling no hizo un mínimo gesto de asombro aunque el
nombre de la joven le provocó una serie de palpitaciones mentales, una cierta
zozobra, un presentimiento de deleites y malos presagios, pero al fin fue
superior la tentación de una aventura inesperada que estaba iniciándose.
-Pasa, Shen Dié. A partir de este momento deseo que te
sientas cómoda, segura, feliz y confiada, como si este fuera tu hogar.
-Hogar es una palabra cuyo significado no alcanzo a
comprender, Mao Ling. Yo también deseo que serenemos nuestros espíritus y compartamos todo lo que hayas dispuesto
para hoy. Soy exquisita pero no excesivamente exigente.
El coleccionista de mariposas volvió a mirar a la
prostituta que en ese momento ya no
parecía una niña, sino una mujer entrando en su frágil adolescencia. Tocó una
campanilla y de inmediato se aproximó uno de los sirvientes al cual ordenó
preparar la cena.
-¿Quieres conocer mi colección?
-Más que otra cosa, ése es mi deseo. Ya te dije que tu
museo de mariposas es famoso en todo
Shanghai y son pocos los que han tenido el privilegio de admirarlo.
Pasaron, lentamente,
de una sala a otra y en todas brillaban los colores y las formas de miles
de mariposas que permanecían disecadas
desde hacía años aunque algunas
pocas todavía temblaban clavadas por los alfileres que las sostenían a los
marcos.
-¿Por qué tiemblan, Mao Ling? ¿Acaso están vivas?
-Sí, algunas todavía mantienen parte de su vida. Es el
único modo de preservarlas pues no existe otro método para que después de
muertas conserven intacta toda su belleza.
-¿No sientes su sufrimiento? ¿No te duele que estén
agonizando?
-No, Shen Dié. No puedo sentir dolor si quiero seguir
siendo un auténtico coleccionista. Son
simplemente mariposas. ¿Debo sentir compasión por un simple insecto?
-Ya lo veo. Por favor, sácame de aquí. No me siento
bien.
El dueño de casa tomó a la joven por los hombros y la
condujo al comedor. Le pareció más alta y robusta que unos momentos antes.
Pensó que tal vez sus distintas percepciones del rostro y del cuerpo de la
joven se debían al efecto del complicado maquillaje que empleaban las
prostitutas.
-Es el momento de cenar. No pensemos ni en el dolor ni
en la muerte. Nos aproximamos a los momentos del placer de la boca y el gozo
del los cuerpos. ¿Puedo confesarte algo?
-Lo que digas.
-Eres una mujer realmente bella, de las mejores que he
conocido en mi vida. Aunque bien sabes que soy un hombre de mundo que ha vivido
plenamente, sentirte junto a mí me produce un sentimiento de inexpresable
debilidad, quiero decir que mi sensualidad está siendo desbordada en lo más íntimo.- Y al concluir la frase se
sintió moralmente débil, ridículo. ¿Qué lo impulsaba a mostrarse emocionalmente
inestable frente a una prostituta que sin duda jamás llegaría a apreciar sus
palabras?
Concluyeron la abundante cena y escucharon música en un
viejo fonógrafo mientras la joven practicaba el antiguo ritual de
desvestirse al tiempo que iba mostrando sus bellos atributos con
movimientos de animal en celo. Sí, Shen Dié no era una niña, ni siquiera una
adolescente, ni una joven sino una mujer en todo el esplendor de su gracia.
¿Cómo Mao Ling pudo haberse equivocado? ¿Cómo era posible que en pocas horas
hubiesen desfilado frente a sus ojos imágenes tan diferentes de una misma mujer
que ni por un solo instante se había separado de su lado? No era como en el
teatro en el que los distintos personajes y las escenas se suceden unos a otros.
Por los amplios ventanales que daban hacia el oeste,
nuevamente la luna fría, como hielo plateado, iba deslizándose mientras los
amantes consumaban la deliciosa ceremonia
que hace posible la existencia de los mundos, del hombre y de las mariposas, de la locura
y la muerte.
La medianoche había pasado y Mao Ling iba sucumbiendo al
cansancio aunque no al deseo siempre insatisfecho cuando un hombre tiene el privilegio de ser servido por
semejante mujer. Ella, mariposa celeste según su nombre, había ejercitado los movimientos y gestos,
las palabras y gemidos del extenso repertorio de las meretrices de Shanghai. El excelente servicio
correspondía a la alta suma abonada por el cliente.
Ya entredormidos, el coleccionista y viajero creyó
escuchar que la mujer salía de la cama hacia el baño en el que se entretuvo
largo rato. ¿Estará enferma?, pensó, pero no se atrevió a llamarla. Momentos
después ella regresó con un nuevo maquillaje. Su rostro brillaba en la
oscuridad apenas platinada. Al observarla Mao Ling sintió un temblor de calor y
frío en su cuerpo.
-¿Qué has hecho? ¿Por qué ese cambio de maquillaje?
-Te dije al llegar que te iría mostrando todo lo que soy
como mujer. Me viste al llegar como una niña, luego te conmovió una apetecible
adolescente, después te entusiasmó la
presencia de la joven con la cual tomaste la cena y finalmente te hundiste en el amor de una mujer madura que te hizo entregar toda tu
energía. Ahora, mírame, soy una mujer mayor, casi una anciana. Prometiste que
no me rechazarías y debes cumplir tu palabra. Quiero seguir yaciendo junto a ti
hasta que el alba nos despierte. ¿Me permites?
El amante no supo qué contestar. Estaba viviendo una
experiencia única y al mismo tiempo un desconcierto que apenas podía controlar.
Mañana mismo iré a ver a Yin Sheh a
pedirle explicaciones; le ordené que me enviara una joven, no una actriz, pensó antes de caer en un sueño profundo,
inesperado, como si hubiese tomado a sorbos
el elixir de la indiferencia y el olvido.
Cuando Kuo Sin, el loco del bosque escribía esta parte
de su historia, con certeza habrá presentido que durante generaciones y
generaciones de lectores, el horror se iría aproximando para placer de quienes
lo consumen y para espanto de los espíritus débiles y mediocres que huyen de ciertas escenas y
saltean las páginas.
Dice el libro que cuando el cansancio sacrificó sus temores y lo abandonó en los
mundos de las especulaciones oníricas, Mao Ling soñó
que las miles de mariposas que había almacenado durante toda su vida se
desprendían de los alfileres y salían volando hacia su libertad formando
extraños dibujos de sombras sobre el jardín y las casas vecinas. Soñó que la
mujer que dormía junto a él también era
una mariposa pronta a remontar su vuelo. Después no supo si seguía soñando o
había despertado o estaba completamente
loco cuando al sobresaltarse con las
primeras luces del alba, lo que estaba junto a él no era la figura de una
preciosa mujer sino los restos verdosos de una crisálida que apenas mantenía
las formas de una mujer todavía envuelta en sus ropas de noche.
Sobre las sábanas
se desplazaba una especie de baba amarillenta sobre la cual rodaban
cientos de pequeños huevecillos que a su tiempo se convertirían en verdes
orugas y luego en otras crisálidas en cuyo interior se gestarían otras
mujeres-mariposas y así hasta el fin de los tiempos.
Se levantó impulsado por el espanto y recorrió los
salones en donde conservaba su famosa colección pero las paredes estaban
vacías. Un olor sofocante llenaba la casa aunque en su pesadilla no era una
casa sino una trampa mortal en la que
había quedado prisionero.
¿Había copulado con una mujer-oruga? ¿Él había fertilizado a un ser proveniente de los
mundos celestiales, un ángel con forma de mujer que portaba en su carne una
mariposa que apenas vive un día y una noche?
Corrió y gritó de un lado a otro llamando a sus sirvientes
pero nadie acudió. Su última visión, por la amplia ventana que daba al oeste,
fue el de una inmensa mariposa roja, verde y amarilla que iba ascendiendo, alejándose de la tierra en
donde había dejado sus
huevos que en pocas horas darían luz a bellas criaturas de forma humana.
Al mediodía, en su reluciente rickshaw, acompañada por su portador y el guardián llegó Yin Sheh,
la anciana dueña del prostíbulo más lujoso de Shanghai. Tomó como sumo cuidado
las pequeñas larvas y las guardó en un recipiente de vidrio. En pocas horas
tendría suficientes jóvenes para abastecer a sus clientes ricos y
concupiscentes a cambio de miles de yinyuanes.
Junto al lecho, con su cara enmascarada por el espanto,
yacía el cuerpo sin vida de Mao Ling, el coleccionista de mariposas.
*
GABÓN
LA LEYENDA DE SAMUEL OKENDO
Nacido como Mokoku Okendo, en las selvas próximas al río
Lambarené en la actual república de Gabón, a comienzos del siglo XX, fue
abandonado apenas nació sobre una balsa que lo transportó aguas abajo hasta la
Misión Evangélica Martin Lutero donde fue rescatado y adoptado amorosamente por
el pastor protestante Lucien Lacombe y su esposa Ilda.
El niño era extremadamente pequeño y a
pesar de la buena alimentación y los cuidados que recibió no medía en su
pubertad más de medio metro de altura.
Aunque jamás pudieron saber el nombre
de sus padres, se lo creía hijo de una princesa de la tribu Mbuti de la nación
de los pigmeos, seres pequeñísimos, valientes guerreros y hábiles cazadores que
raramente hacían contacto con otras culturas.
El niño demostró de manera precoz una
rara inteligencia al tiempo que se mostraba piadoso aunque de un temperamento
irascible cuando se enfrentaba a sucesos que para él eran indignos o injustos.
Al llegar a la adolescencia, sus padres
adoptivos y a la vez guías espirituales bautizaron a Mokoku por inmersión en
las aguas del río Lambarené, con su nuevo nombre: Samuel. A partir de ese mismo
día, el negrillo como le decían
cariñosamente en la comunidad, comenzó a experimentar una transformación
espiritual que los feligreses que acudían a la Misión no alcanzaron ni a
comprender ni a tolerar. Samuel caía frecuentemente en profundos éxtasis,
hablaba en una lengua desconocida y cuando lo hacía en francés predicaba un
evangelio que tenía sus raíces en el Jesús de sus padres adoptivos, pero impregnado en la antigua cultura de su
pueblo milenario.
Aunque su prédica solo cosechaba
hostilidad, Samuel continuó obstinadamente en sus propósitos hasta que cierto
día escuchó en su alma un mensaje del Padre, quien le dijo: Regresa de inmediato a tu pueblo para que te
conviertas en su líder y salvador. Ellos están esperándote porque así está
dispuesto en las visiones de tus
antepasados. La voz tronante de la divinidad lo amenazó diciéndole: Si no cumples con tu misión y me
desobedeces, morirás.
Samuel Okendo, que entonces estaba por cumplir 18 años,
desapareció de la Misión sin dejar ni un mensaje ni una mínima señal de sus
huellas. Acompañado por Kumba, un joven de su edad que era su amigo y confidente aunque de un
tamaño que llegaba casi a los dos metros, cruzaron la peligrosa y densa selva
hasta llegar a Kimba, sede de la tribu pigmea de la cual descendía.
Mientras Samuel y Kumba se iban
aproximando escucharon la letanía de cantos funerarios y el llanto de un grupo
de mujeres. Un niño de cinco años, llamado Bangú había fallecido como
consecuencia de una enfermedad desconocida. Tal como lo había hecho el profeta
Elías y como procedió Jesús con Lázaro, Samuel resucitó al niño de viva voz,
demostrando de ese modo inefable que era
el iniciado que su pueblo esperaba desde hacía siglos.
Comenzó así, día tras día, a recibir a
cientos de enfermos, endemoniados, paralíticos, leprosos a los que curaba
imponiéndoles sus manos y recitando mantras en una lengua por nadie conocida.
Al momento de sanar, su cuerpo se estremecía por fuertes espasmos y evidentes sufrimientos
físicos que fueron imprimiendo en su rostro una imagen carismática y
consoladora.
Su fama fue tal que se extendió por la
región tropical de Gabón y Camerún desde donde llegaban no solamente hermanos
de su raza pigmea sino de otras tribus, incluyendo blancos franceses y alemanes, algunos de
ellos dueños de los cultivos y las riquezas minerales de la región.
Las órdenes divinas continuaban
llegándole por los canales misteriosos de su alma. Fiel a ellas edificó un lumpangu, un templo donde comenzó a
practicar, con algunos miembros de su tribu,
ritos iniciáticos que incluían una enseñanza que daba en secreto, en
limitados círculos. Vivía en la mayor pobreza, comía muy poco y distribuía
generosamente los bienes materiales que recibía de sus agradecidos seguidores.
La fuente de sus poderes sanadores parecía inagotable.
Como Cristo, como Buda, como Krishna,
Samuel Okendo eligió doce apóstoles que multiplicaban sus enseñanzas y sus
milagros aun en las regiones más apartadas y
peligrosas. Pero no se limitaba aquí la obra del pequeño redentor. Sus
frases cruzaron el continente y llegaron
a Europa: África para los africanos. No
pagar impuestos, no trabajar como esclavos. Fuera los hombres blancos.
El evangelio libertador llegó a las
autoridades de Elisabethville, Libreville, Duala y otras importantes capitales
de los países limítrofes donde se asentaba el poder político, económico y
militar de los que habían colonizado África. En los despachos ministeriales y
en los centros de ocio se escuchaban frases despreciativas y amenazantes como
éstas: Así que además de sanar, expulsar
demonios y predicar su propia religión el enano se atreve a desafiarnos. Pero,
¿quién demonios se cree este duendecillo negro? Habrá que actuar sin pérdida de
tiempo. Si, pero evitemos una rebelión en masa. ¡Qué! Ya verán estos diablillos
hasta dónde podrá llegar nuestra furia.
Pierre Marquille, un hombre de
negocios, fue comisionado para entrevistar a Samuel Okendo. La reunión fue al
comienzo pacífica pero culminó con el retorno del mediador enfurecido cuando
escuchó que el pequeño Mesías le gritaba: ¿Cómo
es posible que los auténticos dueños de África seamos amenazados? ¿Es que no
comprenden que mi señor Dios me ha señalado como su guía, como el adelantado de
la gran revolución que nos liberará de la esclavitud? Fuera de aquí, señor
Marquille. Dígales a sus amos que no les
tememos.
Un mes después, el embajador de los poderosos retorna
acompañado por un grupo de soldados fuertemente armados. Samuel Okendo está en
su iglesia, predicando, cuando ingresa Marquille con la orden de arresto. Los
fieles, hombres y mujeres de la nación pigmea, atacan a los soldados como
pueden para proteger a su Maestro. Samuel alcanza a huir pero los soldados
practican una salvaje carnicería en el templo. El pequeño (en tamaño) Mesías
desaparece en la clandestinidad y escapa a sucesivas emboscadas, delaciones y
todo tipo de intentos por atraparlo vivo o muerto.
Oculto, continúa predicando, formando
discípulos y expandiendo la insurrección en una gran parte de África. A los
incendios de campos, sabotaje en las fábricas, descarrilamiento de trenes y
algunos atentados esporádicos por parte de la nación pigmea y sus aliados,
sucede como réplica, un genocidio incontrolable. Samuel recibe por los canales de
los sueños o de la inspiración divina, el anuncio del final de su pasión
revolucionaria, el comienzo del martirio y el nacimiento de su leyenda.
Imprevistamente se presenta en la ciudad de Elisabethville y se entrega
detenido ante las autoridades a cambio de que cesen las persecuciones a su
pueblo.
En la corte marcial que lo condenará a
muerte, el pequeño predicador de la tribu Mbuti, por su escaso tamaño parece un
niño frente al implacable tribunal de hombres blancos. Antes de ser llevado a
una celda especialmente diseñada para él, tiene tiempo para pronunciar su
último sermón, que aún resuena en la memoria de su raza:
Aunque
para ustedes, omnipotentes sátrapas de los reyes de Europa mi revolución haya
fracasado, las generaciones venideras sabrán que no ha sido así. Mi obra en
este mundo ha sido cumplida. Me he mantenido fiel a los mandatos de mi Padre,
he impartido las divinas Enseñanzas y aleccionado a mis Apóstoles que ahora se
encuentran a salvo en las regiones más apartadas del mundo. Como un Noé de los
tiempos modernos mi barca de salvación conducirá a mi rebaño a multiplicarse en
todas las naciones. Vendrá el día en que los hombres de ciencia descubrirán la
necesidad de producir cambios en la naturaleza física de la humanidad. Ustedes,
hombres blancos, se burlan de mí y de mi pueblo. Me condenan a muerte ignorando
que acaban de pronunciar la peor sentencia contra sí mismos.
Camino a la cárcel, expuesto sobre un
vehículo militar dentro de una jaula, Samuel Okendo desfiló con la marca en su
rostro de un ser iluminado que a muchos estremeció. Temiendo una nueva
insurrección popular, la pena de muerte fue conmutada por la prisión perpetua,
pena que duró apenas trece días, al cabo de los cuales murió, repentinamente,
mientras realizaba su ejercicio de meditación matinal.
Su pequeño cuerpo fue trasladado a
Kimba y sepultado en el templo donde había predicado sus enseñanzas y sus
vindictas revolucionarias. Su tumba es actualmente un santuario al que visitan
millares de africanos que llegan de todo el continente. Hoy es unánime la
creencia de que Samuel Okendo incorporó elementos religiosos ancestrales al
cristianismo en el que fue bautizado y consagrado. Pero fue fiel a sus
mandatos y jamás aceptó ser considerado
un Mesías y mucho menos un revolucionario violento, pues por ninguna
circunstancia autorizó prácticas terroristas de ninguna clase.
Sus discípulos continúan la obra
basados en los evangelios del diminuto predicador quien también, extrañamente,
falleció a los 33 años de edad. Podría afirmarse que el cuerpo doctrinal de los
discípulos de Samuel Okendo es muy simple, por no decir ingenuo. Por ejemplo:
predican que su Maestro es el jefe espiritual de un imperio que ha establecido
el Señor Dios de la raza negra y también la espada de delgado filo que cortará
las cabezas de los malditos agresores de su
pueblo. Samuel Okendo es la bandera que flamea sobre el mapa de la
negritud, es el barco que navega por el
Río de la Muerte que conduce a los negros al país de la salvación eterna. Por
Él, por el Mesías, Dios descendió a la
Tierra para que todos sus hijos, hombres
y mujeres, puedan atravesar los valles y
la gloria de los Cielos celestes hasta regresar al Paraíso.
De las revueltas surgidas de la prédica
de Samuel Okendo han brotado las revoluciones nacionalistas que hoy gobiernan
la mayoría de las naciones de África, desempeñando un rol político y cultural
que, a pesar de todos los reveses, dictaduras, corrupciones y matanzas
tribales, pareciera conducir hacia el sueño de una nación panafricana.
Sin embargo, no acaba en este punto la
leyenda del pigmeo iluminado. Etienne Dubarry, científico francés responsable
de recientes manipulaciones genéticas, está muy avanzado en un proceso de
clonación que es un estricto secreto de estado, a pesar de las continuas
negativas oficiales. Samuel Okendo había dicho frente al tribunal que lo
condenó: El fin del mundo está próximo. Para
muchos, ésa es una frase apocalíptica que de tanto repetida ya no tiene fuerza
ni credibilidad.
No obstante, tenemos que creer en
biólogos como Dubarry, Clara Bachman, Sofía Houphouet-Levin y tantos otros (que
no descansarán hasta hacer posible el sueño de los alquimistas) creen que sí,
que la humanidad a la que pertenecemos está en los tramos finales de su
programa filogenético. Para no desaparecer tendrá que mutar de la manera en que
nuestro Maestro Desconocido lo ha estado anunciando. Tal vez a eso se refería
el pequeño profeta de Lambarené, cuando formuló sus profecías poco tiempo antes
de morir.
*
DESIERTO DE SIRIA
LAS VOCES DEL DESIERTO
El Obispo Zenobio pernoctó en la
antigua ciudad de Djabal al-Tinef, apenas cruzando el límite
con el reino de Jordania, de donde provenía con una reducida caravana de
peregrinos que lo acompañaban en su regreso a Beirut, con la devoción que se
debe a un auténtico Maestro.
Muy temprano cargaron agua y alimentos
suficientes para atravesar el inmenso Desierto de Siria en el que por siglos
sucumbieron miles de viajeros azotados por la arena, el viento y el sol
abrasador.
A la tercera noche, el guía los condujo
a un pequeño oasis en el que recargaron sus vasijas con agua y dieron de comer
a los camellos antes de entregarse a un profundo sueño. Zenobio, que apenas
necesitaba dormir un par de horas, se alejó hasta una duna desde la que podía
ver el resplandor de las fogatas. La Luna llena que iluminaba las ondulaciones
arenosas era una invitación a meditar.
Así permaneció el obispo durante algo
más de una hora. Impulsado por un repentino presentimiento comenzó a remover la
tierra con su báculo hasta que dio con una calavera. Luego con otros restos que parecieron molestarse por haber
sido despertados de un largo sueño. Eran cientos de
huesos sobre los que sobresalían
cuatro blanquísimas calaveras que comenzaron a castañear sus dientes.
El Obispo Zenobio al principio se
alarmó pero luego, movido por su templanza y caridad, les preguntó quiénes
habían sido en el tiempo en que aquellas osamentas habían estado cubiertas de
carne y de vida. Las calaveras guardaron silencio, como esperando que quien
parecía ser el espíritu jefe, comenzara a hablar: “Yo fui en vida Mayid
al-Zahrani, dueño y señor de un pequeño ejército de bandidos que asaltaban las caravanas. En ese oasis
donde ahora duermen los tuyos, teníamos nuestra secreta guarida. Allí
ocultábamos comida y armas y parte de los tesoros que iban acumulándose. Ya era
inmensamente rico pero, por desgracia, no pude poner límites a mi codicia”.
Hizo silencio la calavera que había hablado, como dando lugar a la que estaba a
su lado. Ésta dijo: “Fui, tal vez todavía sigo siendo, Muqtada Musab
al-Zarqawi, mago, alquimista y sacerdote idólatra que también habitaba este hermoso lugar junto con otros camaradas
de las tinieblas. Conocí los secretos de las ciencias que elaboran los elixires
de la vida y de la muerte con los cuales traficaba, vendiéndolos a asesinos de
dignatarios y reyes, hasta que caí en desgracia”. De inmediato habló la tercera calavera. Su
voz no era doliente ni áspera ni agresiva sino dulce como una flauta: “En otros
tiempos, en los que mi alma habitaba un río de sangre en un hermoso y joven cuerpo, mi nombre era
Faris Alí Hussein. No fui ni bandido ni sacerdote ni tampoco -Alá me bendiga-
una mujer. Mi oficio era el de hacer reír a la gente. Cantaba, bailaba, tocaba
los más delicados instrumentos musicales y narraba, durante horas, las
historias que inventó la princesa Scheherazada en las largas noches que dedicó
a salvar su vida”.
Bajo la intensa luz de la Luna, todavía
sorprendido por el prodigio del que era testigo, el Obispo Zenobio creyó haber
escuchado a alguien que lloraba. Por un momento se hizo un prolongado silencio.
En el oasis, las fogatas estaban apagándose y apenas se distinguían las últimas
y lánguidas brasas. Lo que sonó en el desierto,
era ahora la voz firme de una mujer, la cuarta calavera: “Fui en vida
nada menos que Amira Abdulkarin, hija del jefe Falah al-Nakib, el hombre más
rico y poderoso de estos desiertos. He sido la mujer más bella y codiciada a la
que cantaron los poetas y a la que
procuraron tener como esposa príncipes y dignatarios. Pero mi más agradable
oficio fue el de ramera, por lo que fui repudiada por mi familia y expulsada de
palacio. En estas arenas tal vez estén sepultados los huesos de los
innumerables amantes que me gozaron. ¿No es así, Muqtada”. La calavera que
parecía ser el jefe, rió burlonamente y dijo: “Es verdad, aunque ya eras vieja
cuando te uniste a mí. Fuiste mi esposa y la señora de mi harén. Perdoné tu
pasado porque te amé como a ninguna otra mujer”.
El anciano obispo continuaba
maravillado escuchando las voces del desierto. Estaba convencido de que todo lo
que estaba sucediendo era un sueño que se disiparía al despertar. Pero no
estaba durmiendo sino esperando lo que se le anticipaba como una revelación.
“¿Por qué están juntos? Me refiero a sus cuerpos”. Hussein, el comediante, se
apresuró a contestar: “Fuimos asesinados por Omar al-Mahdi, por orden del rey de Jordania”.
“Sí”, agregó Mayid, el asesino, “fuimos condenados a muerte por nuestro rey”.
La voz de Amira sonó en la noche:”El rey de Jordania era entonces Falah
al-Nakib, mi padre”. Ahora Zenobio supo que el llanto provenía de la calavera
femenina.
Más allá del desierto, hacia el este, los primores de la
luz del Sol anunciaban la proximidad del
alba. La gente que estaba en el oasis había despertado y preparaba la
continuidad del viaje. Desde allí llamaban al obispo con grandes voces.”Estaré
en un momento con ustedes”, les dijo en el instante en que Amira le reveló:
“Ahora que escucho claramente su voz, sé que es usted el Obispo Zenobio”. El
viajero hizo apenas una señal de asentimiento con su cabeza.”Este es el más
grande de los milagros”, prosiguió la voz de la ramera, “pues estamos en presencia
de quien nos consuela con sus oraciones. Cada vez que usted, santo varón, ruega
por las almas de los que padecen en el infierno, nosotros, los cuatro aquí
presentes, recibíamos la inefable dicha de resucitar por unos instantes. El
soplo sagrado, el hálito que surgía de su boca, nos volvía a revestir con
nuestra carne. Surgíamos del barro
inmundo de la muerte y tornábamos, por su piedad, a la vida. Después volvíamos
a ser un puñado de huesos”. Dijo el obispo: “Mis oraciones y mi piedad y amor
por los que han muerto, ha sido la única obra verdadera de mi vida. Jamás imaginé que pudieran hacer
posible el milagro de la breve resurrección de la carne”. “¿No podrías?”, era
la voz dulce de Faris la que sonaba. “¿Qué dices?”, preguntó Zenobio. “¿No
podrías orar un instante por nosotros? “Sí, Maestro”, continuó Amira, “lo
rogamos con todas las fuerzas del polvo de nuestros corazones”. “A cambio”,
dijo la voz tronante de Mayid al-Zaharani, “pedimos que nos sea concedida la
muerte definitiva. Ya hemos pagado con creces nuestras culpas”. “Reza por
nosotros, Señor”, dijo la calavera del idólatra, “luego ordena una pira con
nuestros huesos y préndelos fuego”. El anciano se arrodilló ante la antigua
tumba y comenzó a orar, apenas en un murmullo aunque el poder de su alma era
tal que volvía a ser posible el prodigio de la resurrección de la carne.
Al unísono de las vibraciones que
producían las palabras, los huesos comenzaron a ordenarse formando al principio
horribles imágenes cadavéricas que iban armonizándose, cubriéndose de músculos,
tendones y arterias, en carne palpitante, en piel tibia cubierta por los más
bellos ropajes. Al abrir sus ojos y ponerse de pie, el Obispo Zenobio tenía
ante sí a cuatro espléndidos seres que le sonreían. “Oh, Señor”, meditaba, “haz
que esto no sea un sueño. Permíteme gozar de uno de tus milagros y a cambio te
ofrezco, ahora mismo, el último aliento de mi vida”.
Apenas culminó su pensamiento, las
cuatro figuras volvieron a transformarse en una pila de huesos. Fiel a su
promesa, el obispo juntó unas hierbas secas con las que encendió un fuego. Como
si hubieran estado esperando por siglos ese instante, los restos de aquellos
desdichados penitentes, en una sola y voluptuosa llamarada, se convirtieron en
cenizas. El anciano sacerdote impartió su bendición y descendió hacia el oasis.
Su gente estaba lista para partir, esperándolo.
Mustafá Aref, el guía, le preguntó:
“Señor Obispo, ¿quiénes eran esas personas que dialogaban con usted? ¿Qué es lo
que estuvo ardiendo en su presencia?” El hombre santo miró uno por uno a sus
compañeros de viaje pero nada respondió. En su semblante resplandecían los
signos del milagro. Todo lo que podía decir, estaba dicho.
*
BOLIVIA
AJAYU
ASUNTOS PENDIENTES
“Ama
llulla, ama kella, ama sua”.
No ser mentiroso, no ser flojo, no ser ladrón.
El regreso del muerto
Quince días después de haber fallecido, Víctor Palenque,
a pasos lentos, con su rostro cansado y triste,
regresaba a su hogar. Vestía el viejo traje azul, camisa blanca y
corbata roja que había usado el día de
su casamiento, muchos años atrás. Debía cumplir sus últimas voluntades en este
mundo, para poder descansar en paz. Uno no puede irse dejando deudas o
deshonras, tareas sin completar o justos deseos que no pudieron ser
satisfechos. Y esto vale mucho más para aquellos a los que la muerte sorprendió
sin haber tenido tiempo de prepararse para el viaje final.
Pero en realidad no era Víctor Palenque quien se iba
desplazando como sin apuro hacia su antigua morada sino su compadre, su querido
amigo Ángel Mamani, que en su nombre y
vestido con sus ropas iba a cumplir la antigua ceremonia aymara del Ajayu, antiguo rito que hace posible
que todos aquellos que se van para siempre de nuestro mundo tengan la
posibilidad de retornar por una única y definitiva vez para
despedirse de cada uno de sus seres queridos, de los parientes, de los
amigos y también de los enemigos. Para
dejar la antigua vida en orden, sin deudas ni deudores, sin reclamos ni odios,
sin que ni una sola circunstancia vaya a empañar la plácida vida más allá de la
muerte. Esa vida que no se ve pero que está en algún lugar y que, según cuentan
los ancianos, dura todo una eternidad.
Sus pasos iban levantando con la brisa pequeños
remolinos bajo sus gastados zapatos. Venía fumando como era el hábito de Víctor
aunque él jamás lo había hecho. Puf, qué asco, iba pensando, cuando hay tantas
cosas buenas en este mundo para gozar. Pensó el nombre de una mujer y la evocó
con una especial mezcla de ironía y de emoción. Sonrió apenas y apartó de su
corazón antiguos deseos nunca satisfechos. No era el momento de pensar en ellos
porque en esos instantes solemnes prestaba su cuerpo al alma de un muerto que
regresaba por última vez al círculo de
la existencia.
Ya descendiendo por el estrecho sendero que lo iba
acercando al vallecito, vio la multitud
que lo aguardaba alrededor de la casa. Todos bien vestidos y ansiosos por
participar del último acto en la vida de
un hombre que había muerto. Comer y beber, decirse cada uno lo suyo, arreglar
viejos pleitos, bailar y cantar y todo lo que sea suficiente para que ajayu, el ánima del muerto, su espíritu
quede sin mancha para la eternidad.
Vaya, para la eternidad, se decía Ángel Mamani sonriendo con picardía,
si aquí en la tierra también tenemos el cielo o partes del cielo y es menos
triste y menos aburrido.
Volvió a mirar ahora más fijamente para distinguir los
rostros de tantos conocidos. Sí, ahí
están esperándome, con gusto algunos y con disgusto otros, pero así habrá de
ser. No es que me guste o me disguste ser por hoy, tal vez hasta mañana, Víctor
Palenque. Esto es algo más fuerte que yo, más fuerte que una vida porque es la
vida de todos, de los que estuvieron antes aquí, de los que ahora nos vamos a
reunir, de los que vendrán a ocupar el espacio que dejemos vacío en tiempos
venideros.
Si me han elegido, continuaba pensando mientras las
figuras que lo esperaban iban mostrando el colorido de sus ropas y sabrosos y
celestiales aromas de comida se adelantaban para recibirlo, es porque Víctor y
yo hemos sido compadres, pero más que compadres, hemos sido amigos y confidentes.
Hemos recorrido juntos estos cerros en la infancia, hemos pastoreado a los
animales y aprendido a coquear, a tomar unos buenos tragos de cerveza y de
chicha cuando nos estábamos haciendo hombres. Y ni qué decir de las primeras mujeres que festejamos. Y al pronunciar la palabra “mujeres”, divisó
claramente a Inocencia Vilches, la viuda
del muerto a quien él estaba
representando. Linda, la Inocencia, lástima que el Víctor me la primerió que
si no quién sabe cómo habrían sido las
cosas.
Escuchó las voces que pronunciaban su nombre y los
aplausos y los primeros acordes de las guitarras y charangos, de los tambores y
quenas que anunciaban su presencia.
Pobre Víctor, pensó, haber muerto así, de repente, en
una explosión en la mina. Maldita suerte si él era el mejor dinamitero de la
empresa. Cómo podría haberse confundido. Pero así fue, nomás, caray, y por eso
estoy aquí, yo, caminando como sin apuro, al encuentro de esa gente con la que
tendré que habérmelas justo hoy, sábado caliente, al mediodía, y con estas
ganas enormes que tengo de comer y de saciar esta sed que la larga caminata ha ido haciéndome sentir como un verdadero
mendigo de la vida. Vaya, si realmente siento la tristeza de la muerte, el
desconsuelo de saber que esta será mi última visita al mundo de los vivos.
Un grupo de perros flacos se le fue aproximando, pero no ladraron porque tal
vez advirtieron que por el olor de la ropa el que venía
caminando era nomás Víctor
Palenque. El bullicio iba aumentando y las voces mezclaban risas y aplausos,
amores y odios, rencores contenidos y agradecimientos, deseos de bien y de mal.
El orden del mundo
Ángel Mamani se sacó el sombrero y comenzó a saludar uno
por uno a todos los presentes y en cuanto estuvo frente a David Escobar le dio
un tremendo puñetazo en el rostro que lo tiró al suelo.
-Esto es por haberme robado una oveja, ¿te acuerdas,
amigo Escobar?, hace muchos años, y como sé que no podrás pagarme en dinero
saldo la cuenta con este golpe.
-Me parece que se ha pasado de la raya, compadre – dijo
la víctima del puñetazo incorporándose con la nariz sangrante-, esto es un
abuso.
-Qué abuso ni abuso. Usted no tiene nada que reclamar.
Soy yo quien viene a despedirse de este mundo miserable, y todo cuanto haga hoy será en nombre de nuestros
antepasados, por mí y por mi familia.
Ellos, los antiguos, nos están
observando y es por todos ustedes y por mi alma que todo lo que haga hoy será
justicia. Así está decidido y no hay vuelta atrás. No me incomoden.
Inocencia Vilches se mantenía joven, a sus cuarenta
años, joven y con la suave inmodestia de las mujeres fieles pero insatisfechas.
Era en esos momentos la viuda que también recibiría lo suyo según las
circunstancias. Como si la imagen que tenía frente a ella fuera su verdadero
esposo, en carne y hálito, se aproximó y dándole un abrazo, lo besó suavemente
en la mejilla y le dijo:
-Te estaba esperando, Víctor. Todos aquí te estábamos
esperando para darte una fiesta, la que tanto habías deseado. ¿Recuerdas?
-Sí, Inocencia, cómo olvidar mis últimos deseos. Antes
de partir para mi trabajo en los socavones de la tierra, recuerdo que te dije
que deseaba tener un poco de dinero para hacer un gran festejo que nadie
olvidaría en muchos años. Y al fin se ha cumplido aquel sueño. Ya ves que nunca
es tarde, así que alejemos la tristeza
que ya habrá tiempo para llorar.
-Pues acá tenemos todo preparado –intervino Segundo
Callisaya, un pariente lejano del muerto que había viajado desde
Santa Cruz de la Sierra-.Miren esa mesa,
esos manjares que nos están esperando desde hace rato. Bienvenido, querido
primo.
-Y bien –dijo el muerto-, vayamos pasando y tomen
asiento. No nos hagamos rogar. Que suene la música y que sirvan los vasos bien
llenos del mejor vino, de espumante cerveza.
Antes de sentarse a la mesa se aproximó Nicolás Angulo y
tomando a Víctor Palenque de un brazo, lo apartó un momento y por lo bajo le
pasó un fajo de billetes.
-Es la deuda que tenía con usted, compadre. Gracias y
que descanse en paz.
-Muy amable de su parte, amigo Nicolás. No tengo nada
que reclamarle, así que ni voy a contar el dinero porque confío en usted.
-Siempre hemos confiado el uno en el otro.
-Está bien. Ahora vaya y siéntese.
Ángel Mamani, en el rol del finado Víctor Palenque, se
sentó a la cabecera de la mesa. A su derecha Inocencia Vilches, con sus trenzas
negras atadas en rodete y sus vaporosos vestidos, se ubicó plácidamente, como
en los buenos tiempos.
Y aparecieron Rosalía Condorí y Blanca Melgarejo, que
ese mediodía oficiaban como mozas y buenas servidoras que iban y venían
depositando sobre los tablones cubiertos de coloridos manteles los manjares que
el muerto había pedido con anticipación. Urdus, chanka de conejo, picantito de
pollo, lechón bien adobado, sajta de pollo, chicharrón, charquecán y vaya a
saber cuántos otras delicias que
honraban cientos de años de la mejor cocina de la comunidad aymara.
Rosalía se aproximó a la cabecera de la mesa y depositó
dos botellas que chorreaban frescura.
-Aquí está, como usted lo ordenó, don Víctor. Cerveza
Huari, de lo mejorcito que hemos podido conseguir.
-Gracias. Voy a brindar por todos ustedes.
Elevó su vaso rebosante de espuma y todos hicieron lo
mismo.
-Salud y buena vida para todos, amigos, hermanos,
aquellos que me amaron y respetaron en vida. Que sigan disfrutando por muchos
años lo que ya para mí es apenas un recuerdo.
Al decir estas palabras,
Ángel Mamani casi derramó una lágrima. Un gesto que todos percibieron
emocionados. Por un momento hasta pareció que no se escuchaban los ruidos de las bocas de los que comían y bebían. Era
el suave silencio de la resurrección, el don que los dioses concedían a sus
hijos solo una vez después de la muerte. Se sirvió otro vaso de cerveza y
volvió a brindar:
-Brindo por todos los presentes y también por los
ausentes. Aunque nada me deben ni les debo
a los que no han tenido la vergüenza de estar hoy aquí, conmigo y con
ustedes. Y en especial bebo en honor de dos queridos amigos, los esposos Carlos
Mamonde y Ana Tarqui, con quienes me une no solo una antigua amistad sino también
parte del destino.-Hizo un breve
silencio, depositó el vaso sobre la mesa y pensó que no era ése el momento de
decir en público qué clase de lazo lo unía a ese joven matrimonio que lo miraba
expectante-. Si me tienen paciencia y como tenemos para nosotros el resto del
día, luego les diré lo que estoy pensando. Sigan comiendo y haciéndome feliz.
Que los músicos coman y beban pero que también sepan que se les ha pagado para
que toquen.
Así fue pasando la tarde al son de takiraris, kaluyos y
dulces huaiños que Juan Alfaro, el gran acordeonista y director del grupo
musical iba seleccionando de una lista que una semana antes le había ordenado
Inocencia Vilches. Ella bien sabía lo que a Víctor le agradaba o lo disgustaba
cuando apenas empezaba a escuchar los acordes musicales de cualquier
instrumento.
-Me siento muy feliz –comentó el muerto en voz alta- y
agradecido a mi mujercita y a los
musiqueros y a ustedes que están compartiendo esta humilde despedida. Como bien
saben mi vida no ha sido colmada de asombros pero sí de pequeñas dichas
personales. Declaro que he sido un buen hijo y aunque no estén aquí mis
ancianos padres para justificarme, los que bien me conocen podrían confirmarlo.
He padecido una infancia y juventud de pobre pero de pobre bien alimentado y
bien querido. Y he sido esposo de una hermosa mujer, esta Inocencia, sentada a
mi derecha, cuyo rostro jamás volveré a ver con estos ojos hechos de carne.
La tarde, como sin apuro, iba inclinándose hacia un
oeste polvoriento y rojizo. Las meseras habían levantado las sobras y lavaban
los platos en la cocina. Alrededor de la casa, en pequeños grupos, los
invitados comentaban los asuntos del día y comenzaban a disponerse a regresar a
sus casas antes de que los sorprendiera la oscuridad de la noche aunque muy
pronto, desde el horizonte, se
levantaría una luna majestuosa, una luna llena cargada de mensajes y de
sensualidades, de promesas y de deseos todavía no cumplidos. Era esta fiesta el antiguo modo de volver a poner en
su lugar el desorden del mundo cuando la muerte sorprende a alguno de sus
hijos. Irse sin dejar nada atrás ni una
pequeña moneda adeudada, ni un acto de deshonra sin ser castigado o perdonado,
sin un gusto intenso que no volviera a
ser gozado.
El homenajeado, algo chispeado por el incesante subir y
bajar del vaso de cerveza, estaba culminando parte de la tarea encomendada. Con
el sopor del sueño y las ganas de que todos se fueran de una vez, se puso de
pie como pudo y llamó, por favor, a silencio.
-Queridos amigos. Vamos a compartir estos últimos
momentos con respeto y sabiduría. En este instante recuerdo que no he cumplido con todos los
mandatos y bien sabemos que si no lo hago no descansaré en paz y mi espíritu
entonces vagará por estos montes en eterno sufrimiento. Aquí tengo, para usted,
doña Laura Machaca, un dinero que le debía desde aquella vez, hace años, cuando
estuve tan enfermo. Por favor, abuela, acérquese y reciba estos billetes y
perdóneme por haber sido medio olvidadizo.
Doña Laura, con sus casi 100 años, se movió lentamente y
recibió el dinero luego de besar en la frente al finado Víctor. Luego, éste,
como si le costara pronunciar las
palabras, dijo con cierto pesar:
-Por favor, Carlos y Ana. Vengan un momento a mi lado. -Los jóvenes esposos se
levantaron con aparentes pocas ganas
pero con la obediencia que significaba participar de la ceremonia del
Ajayu-. Antes que otra cosa, voy a pedirte, amigo Carlos Mamonde, que me
prometas que sea lo que yo te diga, perdonarás toda ofensa que sin saber hayas
recibido y que lo que voy a confesarte no solamente liberará mi alma del pecado
sino que también a usted le dará paz por el resto de su vida. ¿Prometido? No es
necesario que haga un juramento, sólo diga sí o no.
-Le doy mi palabra, don Víctor, aunque presumo qué es lo
que va a decirme.
-Entones, mejor así, para ganar tiempo y ahorrar
disgustos. Sepa que alguna vez en mi pasada viva, cuando yo estaba revestido
con el calor de la sangre, tuve ocasión de amar a su mujer. Espere, no monte en
actos de odio ni de venganza. Fue apenas en un par de ocasiones que su hermosa
Ana Tarqui me dio las bendiciones de su cuerpo. Así que ambos lo hemos engañado
aunque usted quedará para siempre prisionero de su promesa. Si se considera más
agraviado de lo que esperaba, puede darme un puñetazo en la cara porque bien
sabemos que matarme no podrá porque ya estoy muerto. Así es.
Carlos Mamonde y su mujer se miraron mezclando la
sorpresa, la vergüenza, la compasión y el amor que el momento les inspiraba. Lo
cierto es que ese tema ellos lo habían conversado en su momento, lo habían
archivado en los cajones de la comprensión
y el buen deseo de continuar
juntos en una larga vida.
-Pues nada tengo que reclamarle, don Víctor, puesto que
yo también he sido deudor de mi mujer cuando durante semanas usted permanecía
trabajando en las minas y yo pasaba a consolar a la Inocencia, su esposa. Así que una cosa por otra, una ofensa por
otra. Usted cubrió a mi Ana un par de veces y yo a su querida Inocencia, muchas
veces más.
La mujer del muerto se ruborizó y apenas si bajó la cabeza con una media
sonrisa que podía significar complicidad y burla, desdén y alivio por sentir
que el aire de la culpa salía de ella y se disipaba en el atardecer. Unos pocos
murmullos en los invitados, alguna risita sofocada y breves comentarios que
eran como un lacre sellando un papel oficio. Todo estaba en orden. Era el
momento de partir.
-Gracias –dijo Ángel Mamani en nombre del muerto-,
muchas gracias por haberme acompañado en este glorioso y último día en este mundo. Vuelvan, por favor,
a sus casas. Que todos regresen porque todavía tengo que resolver con Inocencia
algunos asuntos pendientes de los cuales nadie deberá tomar parte. No es algo
que a ninguno le ataña más que a nosotros y como el tiempo se me va acabando,
gracias nuevamente. Adiós. No me olviden.
El último deseo
Y lentamente llegó la noche. Con la primera oscuridad
Inocencia encendió el viejo farol que colgó en el alero de la casa. Sentados en
los sillones de mimbre donde durante años los esposos habían pasado largas horas
conversando y preparándose para ir con entusiasmo a la cama, el hombre y la
mujer aguardaban envueltos en amable
silencio lo que debería decirse o callarse para siempre.
-Me ha sorprendido, Inocencia, saber
que Carlos Mamonde te visitaba cuando yo estaba ausente. ¿No te parece que
debiéramos hablar para que yo regrese sin una sola mancha en mi honor de
esposo?
-Ya no hay mancha alguna puesto que
hace apenas unas horas ustedes, los hombres, se reconciliaron y dejaron sus
faltas en el olvido.
-No sé si podré aceptar tus palabras.
Soy por última vez tu marido y como tal también puedo exigirte, pedirte que me
des lo que se me apetezca. No estás en condiciones de rehusarte ni herirme ni
abandonarme en estos momentos en los que voy sintiendo como si mi ánima
comenzara a disolverse en la oscuridad. La noche nunca ha sido buena con los
muertos.
La viuda guardó silencio unos momentos,
luego se levantó y fue hasta la cocina, llevando con ella el tiznado farol.
Encendió el fogón y puso a calentar una
olla. Regresó sin prisa.
-Ha quedado algo de comida, Víctor.
¿Quieres que ponga la mesa y cenemos?
-No me negaría por ningún motivo. Es mi
última cena, aunque aún me falta cumplir el más íntimo y sagrado de todos mis
deseos.
Inocencia fue y volvió sin hacer comentarios.
Puso un mantel floreado, la panera, una botella de cerveza y dos vasos,
cuchillo y tenedor y dos platos con restos del almuerzo.
-No es mucho, Víctor, pero te agradará
este trozo de cerdo bien picantito que he reservado para este momento. De las
ensaladas apenas ha quedado una fuente con papas. Sírvete, por favor.
-Vamos a comer, entonces, y gracias por
tu gentileza. Aunque en realidad soy Ángel Mamani, estar aquí con estas ropas,
sentado a la mesa, en un lugar en el que muchas veces había deseado estar, me
da una extraña confianza en la vida y un sentimiento de caridad hacia los
muertos que antes no había pasado por mí.
Comieron en silencio mientras sobre el
horizonte comenzó a elevarse una luna gigantesca, rojiza y abundante, grave y
atropelladora. El valle y los montes caían en la pereza del sueño mientras un
aire fresco reemplazaba el sopor de la tarde de verano.
La mujer llevó la vajilla a la cocina,
la lavó y secó como si necesitara extender la paciencia del tiempo. Puso agua a
hervir y preparó dos tazones de té azucarados. Volvió con pasos suaves y se sentó junto al hombre que
la observaba con deseo y tristeza.
-¿Te sirves?
-Sí, Inocencia, me vendrá bien un poco
de té después de tanto comer y beber.
-Supongo que está llegando la hora de
que vuelvas a tu hogar. Te estoy agradecida
por todo lo que has hecho hoy. Es un tiempo que toca a su fin, un tiempo
que dejará atrás una vida con Víctor, los años de trabajo, de pobreza y cansancio. El tiempo de haber
vivido sin poder recibir la gracia de tener un hijo. Esa es mi mayor pena,
Ángel, que mi esposo no haya podido tener en sus brazos un hijo de mis
entrañas, aunque no fue por su culpa
sino porque yo no soy mira marmi, soy una mujer estéril,
soy sumu
qhuxu, una hembra solitaria y sin hijos. ¿Comprendes?
-Sí, por supuesto que te comprendo y lo
lamento pero no me llames Ángel, por favor. Hasta que regrese por el mismo
camino que me trajo a esta casa, soy Víctor Palenque. No confundamos lo que
cada uno tiene que hacer y que decir. No cambiemos de tema.
-¿Acaso no está todo concluido? ¿Qué
esperas?
-¿Qué espero? Lo que esperé durante
cientos de veces, cada vez que de noche me quedaba solo en los establecimientos
miserables de las minas y pensaba en ti, en tu cuerpo, en los goces postergados
mientras no era yo sino el amigo Mamonde quien me reemplazaba.
-No volvamos a tocar ese tema, por
favor.
-No volveré a hacerlo, Inocencia, pero
te será fácil comprender que mi último deseo antes de volver a ser un alma
invisible, es que nos vayamos ya mismo a la cama. Ardo de deseos, carajo, y no
voy a admitir ninguna súplica.
La viuda se cubrió los hombros con un
chal porque empezaba a sentir frío. Se levantó y fue hasta el dormitorio,
encendió una vela y entornó la ventana. Sin prisa, envuelta ahora en la magia
que produce el choque de la vida y la muerte, el deseo y la desesperanza,
empezó a desnudarse. Se soltó las trenzas y apenas vestida con una enagua se cubrió con una sábana y
esperó.
El muerto fue hasta el baño, el mismo
que él había instalado cuando se casó. Hizo lo que tenía que hacer y se lavó la
cara y las manos y volvió a sentarse un momento bajo el alero. Encendió otro cigarrillo y aunque le repugnaba recordó
que Víctor fumaba y que el aroma del tabaco ingresaría por la ventana del
dormitorio llevando su mensaje.
Momentos después él también se
desvistió y al levantar las sábanas miró ese cuerpo aún joven y sensual,
amistoso y a la vez distante, ajeno a sus deseos por toda una vida y ahora
próximo, manso, limpio de toda culpa, como en la primera vez, en la noche de
bodas.
-Voy a pedirte, algo, Víctor. Por
favor.
-¿Qué deseas?
-Voy a apagar la luz, para tener ante
mí tu verdadera imagen. No te ofendas, Ángel, necesito que me comprendas.
Ahora, no voy a decir una palabra más. Quiero ser tuya.
Y fue así que se cumplió el último y más intenso deseo
que todo hombre tal vez conserve si al morir ha muerto insatisfecho. La luz de la vela ausente dejó que la
brillante luna penetrara sin piedad en el dormitorio. Todo quedó de pronto envuelto
por una brillantez distinta y sensual. Los cuerpos se fueron acomodando de un
modo y otro, al costado, arriba y abajo, y las voces apenas sofocadas hablaban
de la gracia y de la gratitud que anteceden a la vida divina.
Víctor e Inocencia, por mérito del
antiguo rito del Ajayu, repetido miles de veces en miles de años, pusieron en orden
las dimensiones de los mundos que se alteran y destrozan cuando sobreviene la
muerte. Exhaustos, se quedaron dormidos recién al manso amanecer. El despertador de los gallos
anunció la venida del nuevo día. Todo lo que tenía que hacerse y decirse se
había cumplido.
El regreso del muerto
Agobiado por el largo viaje, a paso
lento pero animado por la proximidad del hogar, Víctor Palenque encendió un
cigarrillo, satisfecho por el término de la ausencia, por lo que sabía que
estaba aguardándolo. Una rica comida, una buena cerveza y el regalo que
Inocencia siempre le ofrecía cada vez que volvía del trabajo.
Mientras tenía ante sus ojos la figura
de su casa, vio salir a un hombre por la puerta que da al alero. Un hombre que
parecía no tener apuro ni temor en ser reconocido. ¿Quién será ese tipo? Pero
sí, ya lo reconozco, es mi compadre Ángel Mamani y tiene puesto mi viejo traje
azul y mi camisa y mi corbata roja. ¡Demonios! ¿Qué habrá sucedido?
Al mismo tiempo, el que salía de la
casa sintió que sus piernas no lo soportaban. Un intenso calor cubrió su piel y
un gusto seco le llenó la boca. No podía creer lo que estaba viendo.
-¡Pero si es el mismo Víctor en
persona!
-Hola, compadre, ¿qué anda haciendo a
estas horas por mi casa? ¿Tiene algún problema? ¿Le ha sucedido algo grave a mi
mujer?
-Espere un momento. Déjeme tomar un
poco de aire que luego le explicaré todo lo que ha sucedido después de su
muerte.
-¿Cómo después de mi muerte? ¿Cuándo he fallecido yo?
Ángel Mamani contó entonces que quince
días atrás, el administrador de la compañía
Minera Inti Raymi trajo la mala noticia y horas después llegó el ataúd con el cuerpo del finado Víctor
Palenque. Había ocurrido una explosión
de dinamita y como el cuerpo estaba destrozado nadie pudo ver el
cadáver.
-Pero si no he sido yo quien murió en
aquella explosión en la mina Cori Kollo, compadre Mamani. Míreme bien, soy yo y
estoy vivo. No soy un fantasma.
-No entiendo, explíquese por favor.
Para nosotros y para la justicia, usted está muerto, amigo Víctor.
-Pues fácilmente voy a demostrar que no
fui yo quien estaba hecho pedazos en ese cajón sino el pobrecito de mi
ayudante, Dionisio Choque, un joven que
por error esa mañana tomó mi ropa de trabajo en la cual yo siempre guardaba mi
documento de identidad. Fue tan terrible la explosión que varios volamos por el
aire, aunque yo, que estaba algo distante,
me hice apenas unos raspones.
-¿Y de ahí?
Yo seguí trabajando y hace apenas dos
días que estoy volviendo de licencia a
mi hogar, feliz como nadie en este mundo y ahora más feliz que nunca sabiendo
que no he muerto, pues. Y ahora, cuénteme, compadre Ángel todo lo que sucedido
en mi ausencia.
Los dos amigos se acuclillaron según la
costumbre y encendieron cigarrillos. Como el protagonista del Ajayu llevaba en un bolso la última botella de cerveza Huari la
compartieron hasta que no quedó una
gota.
-Lo lamento, compadre Víctor, su
familia y los vecinos me pidieron que regresara, vestido con sus ropas a
despedirme y dejar en claro, como acabo de contarle, los asuntos pendientes.
Todo está hoy, domingo, en perfecto orden. No hay nada que reclamar ni nada que le sea exigido. El mundo está en
orden, como decían nuestros antepasados.
-Usted ni imagina, Ángel, cómo me
siento. Sorprendido, agradecido, renovado como si me esperara una nueva vida. Y
ahora, cuénteme sobre mi hermosa Inocencia. ¿Cómo está ella?
-¡Cómo quiere que esté! Me extraña,
Víctor, su pregunta. Ella ahora está durmiendo, satisfecha, agradecida a la
vida y muy enamorada de usted. Créame,
se lo digo yo quien durante dos días he vivido en su nombre. He sido Víctor
Palenque y he honrado su ausencia, como
vecino, como amigo y como esposo. ¿Quiere que le mienta?
-No le estoy pidiendo que me mienta,
compadre. Démonos un abrazo y que cada uno vaya siguiendo su destino.
Volvieron sus espaldas y tomaron el
camino que cada uno debía tomar. Víctor, con esa inclasificable energía que a
veces acude al cuerpo de quienes han sido engañados por su mujer y Ángel, el
verdadero héroe de una simple historia que sólo es capaz de conservar una antigua y armoniosa cultura aymara. Había
comido y bebido y arreglado asuntos pendientes y recibido el encanto de la
mujer deseada a la que ofrecen los
dioses en plenilunio como premio y compensación por tanta muerte, por tanto
sufrimiento.
-Estaba buena la Inocencia.
*
VARSOVIA
NÜRENBERG
BARILOCHE
ÁNGELES Y BESTIAS
¿Por qué estrechísimas dimensiones se desliza el poder
de la voluntad, el libre albedrío que hace posible los cambios, las
transformaciones del hombre, de las
especies y los mundos, la energía que
quiebra la resistencia del orden y nos ofrece
inesperadas mutaciones?
Pero, ¿por qué continuamos formulando esta misma y antigua pregunta? ¿Acaso los grandes maestros no nos han
repetido hasta el cansancio: no sean ingenuos, no existe la evolución?
Si no existe ninguna posibilidad de evolución significa
que estamos perdidos, que apenas somos débiles criaturas sometidas por un poder
irresistible, condenadas sólo a
recibir y completar un breve tiempo de
vida legislado por un impecable destino.
No somos entonces creadores sino apenas reproductores, actores de reparto en
una Obra cuyo autor repone una y millones de veces y en la que no podemos
elegir un rol, un protagonismo sino que por expreso mandato o por azar o por
error deberemos cumplir estrictamente con lo que ha sido fichado en el libreto.
Todo intento subversivo es castigado y para que no queden dudas nos es
permitido echar una mirada a la historia y a las filosofías de las civilizaciones y si queremos ahondar
un poco más hasta quedarnos convencidos,
buscar a los personajes de la tragedia en los mejores libros de la literatura.
Entonces, si no existe ninguna capacidad de modificar
nuestras vidas aunque estemos
convencidos de lo contrario, ¿qué significan los sueños, las premoniciones, las
advertencias, las señales, el imán irresistible del mañana? Alguien tiene que explicarnos qué
hace posible el progreso de la
ciencia, de la tecnología, de la manipulación biológica, de las transformaciones
sociales y culturales que están documentados en los relatos de la Historia.
¿Estamos transgrediendo las leyes o simplemente los cambios son apenas órdenes
que provienen del Sistema?
No sabemos, a causa de esas reflexiones, cómo
empezar a contar una historia porque estamos confundidos, justamente,
sobre la tarea que cada uno debe realizar. Unos hacen el papel de esclavos,
otros de amos, ahí vienen los héroes y junto a ellos los traidores, los que dan
su vida por otros y los que quitan las vidas, los humillados y los
torturadores. No sabemos cómo se reparte la fealdad y la belleza, el pan y el
hambre, los gozos y los sufrimientos, los méritos y las deshonras.
Tampoco sabemos distinguir con precisión lo que se llama realidad y lo que se define como ficción. La realidad vendría a ser el molde inalterable que fija
los caracteres, las particularidades, la prepotencia del poder original. Crear
ficción, en consecuencia, debería ser aceptado como un acto subversivo,
revolucionario, que atenta contra el ordenamiento dogmático de la vida. Vamos a intentar, mediante el
sencillo ejercicio de la escritura,
encontrar un punto de contacto, una alianza que una los extremos y nos permita continuar
buscando el sentido de lo que pretendemos mostrar.
Así es que vamos a dejar el tema de la introducción para posteriores debates para
presentar dos vidas: las de dos mujeres que en su tiempo significaron
dos modelos, más bien debiéramos
decir dos arquetipos cuyos moldes se pierden en la oscuridad de las
viejas historias del mundo. Iremos paso por paso creando el indispensable
suspenso que justifique seguir leyendo hasta el punto final para regresar, si
se justifica, a las meditaciones iniciales.
El 15 de febrero de 1910 nació en Otwock, Polonia, una
niña que sería bautizada en la religión católica como Irena Sendler cuya
infancia y juventud transcurrieron en la martirizada Europa sin que conozcamos
mayores detalles salvo que completó sus estudios como enfermera y que trabajaba
para el Servicio de Bienestar Social de Varsovia.
En 1939, la invasión alemana trajo ocupación militar y
también pobreza, indigencia y sufrimientos a miles de familias que recibían un
plato de comida en los establecimientos comunitarios en los cuales trabajaba
Irena. Con sus compañeras juntaba ropas y comidas para ancianos y
huérfanos, fueran católicos o judíos.
Ella explicó estos gestos muchos años
después cuando dijo: Fui educada en la
creencia de que una persona necesitada debe ser ayudada de corazón, sin mirar
su religión o nacionalidad.
Como bien sabemos, los horrores siguieron
aumentando cuando los nazis separaron un
sector de Varsovia y establecieron allí el memorable gueto en el que se hacinaban y morían miles de personas. Irena Sendler, conmovida por los
acontecimientos se unió a la Zegota, el Consejo para la Ayuda de Judíos junto a
su inseparable amiga Irena Schultz. Obtuvieron como ciudadanas polacas sendos
documentos que las habilitaban para
realizar tareas contra las enfermedades contagiosas. Como los alemanes
temían que una epidemia de tifus pudiera
afectar también a su ejército permitieron que estas mujeres pudiesen ingresar
al Gueto para controlar a los enfermos.
No bien tomar contacto con cientos de matrimonios cuyo
destino previsible eran los campos de exterminio, la enfermera sugirió la posibilidad de ir
sacando uno por uno a los más pequeños y
entregarlos a familias que estaban dispuestas a cuidarlos hasta que terminara
la guerra. ¿Pero acaso una madre estaría dispuesta a dejar a sus hijos con
extraños? Además, bien se les explicaba
que no había ninguna garantía sobre el éxito de las operaciones. Aquellos que
estuvieran dispuestos deberían aceptarlo en el mayor secreto. Y así comenzó una
increíble historia. ¿Fue la voluntad de Irena o su destino el que hizo posible
su odisea?
Los pocos testigos que aún quedan en este 2008,
atestiguan que para no llamar la
atención y también como signo de confianza hacia las familias judías, Irena
llevaba un brazalete con la Estrella de David mientras se desplazaba por las
calles del gueto. Procuró convencer a una familia y otra sobre la suerte que
les esperaba a los niños si no eran sacados de aquel sector amurallado. Muchos
padres querían salvar a sus hijos pero no se atrevían a entregarlos y fue así
como en numerosas oportunidades cuando las enfermeras regresaban para continuar
su tarea de salvataje muchas familias ya habían partido en los trenes que los
conducían a los campos de la muerte llevando con ellas a sus criaturas.
De manera silenciosa y clandestina, Irena Sendler y sus
amigas fueron sacando a los más pequeños
con el pretexto de que estaban enfermos de tifus. Emplearon todas las artimañas
posibles, desde las ambulancias de socorro a cestos de basura, cajones de fruta
y hasta ataúdes. Primero docenas, luego cientos y al final miles de niños iban
siendo rescatados de la locura nazi.
Jolanta,
era su nombre de guerra, el nombre
por el cual los niños la conocían y la volverían a reconocer muchos años
después. De manera precisa ideó un archivo en el cual anotaba el nombre de cada
niño y de sus padres y el de su nueva
identidad. Todo iba bien hasta que los servicios secretos de los nazis
descubrieron sus actividades. En 1943 fue arrestada por la Gestapo y llevada a
la prisión de Pawiak donde fue reiteradamente sometida a sesiones de
interrogaciones y torturas. Pero su fe y su fortaleza le permitieron no delatar
a ninguno de sus amigos y colaboradores y mucho menos a las familias que
entonces eran custodia del los niños judíos. Ella era la única del grupo de
enfermeras que guardaba la lista con los nombres de cada niño salvado del horror.
Según la biografía de Irena que pronto será llevada al
cine, fue sentenciada a muerte y mientras aguardaba el momento de su ejecución,
un guardia alemán (¿un ángel vestido de soldado?) que la conducía a un nuevo
interrogatorio, apuntándola con su fusil
le dijo: ¡Corre! ¡Corre! En realidad lo que había sucedido es que los
miembros de la Zegota habían sobornado a los alemanes para que suspendieran la
sentencia. Al día siguiente, con una nueva identidad, siguió colaborando con la
resistencia mientras su nombre figuraba entre los que habían sido ejecutados
por traición el día anterior.
En 1944, según los registros que ella había escondido en
dos frascos de vidrio y sepultados en el jardín de un familiar, eran 2.500 los
niños que esta humilde mujer y sus compañeras habían salvado. “Si muero
antes de que termine la guerra –suplicó- entreguen estos frascos a las autoridades”. Ese mismo año se
produjo el Levantamiento de Varsovia y felizmente Irena Sendler continuaba
viva. Ella misma desenterró los frascos y entregó el listado al comité de
salvamento de los judíos que habían sobrevivido. Los niños que no tenían una
familia fueron a distintos orfanatos y luego enviados a parientes o comunidades
en Palestina. La mayor parte de los padres de los niños rescatados habían sido exterminados en
los campos de concentración aunque algunos vivieron el milagro del reencuentro.
Al término de la guerra, distintas entidades polacas, de
las Naciones Unidas y de Israel fueron reconociendo la labor extraordinaria de
la valiente enfermera y sus colaboradoras clandestinas. En 1965 la organización
Yad Vashem la nombró ciudadana honoraria de Israel. Fue en ese tiempo cuando
una mañana fue sorprendida por una llamada telefónica. Era la voz de un hombre
que le decía: Hola, Jolanta, recuerdo su
cara. Acabo del verla en los diarios.
Usted es quien me sacó del Gueto cuando yo era un niño.
Ya anciana, en 2003, el Presidente de Polonia, Alexander
Kuasnieswki le impuso la más alta distinción de su país a una ciudadana: la
Orden del Águila Blanca. Se la ve en las fotografías rodeada por familiares y
amigos y entre ellos a la señora Elzbieta Ficowska, una de las niñas que había
salvado hacía 60 años, “la niña de la
cuchara de plata” como se la identificó después de la guerra.
Elzbieta tenía cinco meses de vida cuando una de las
colaboradoras de Irena le dio un narcótico y la escondió en un cajón agujereado
que salió del Gueto, en julio de 1942,
con un cargamento de ladrillos en un viejo carromato tirado por un
caballo. La madre de la pequeña ocultó entre sus pañales una cuchara de plata
que tenía grabado “Elzuma”, el apodo que le dieron al momento de nacer y
gracias al cual volvería a recuperar su verdadera identidad cuando se produjo
la victoria de los ejércitos aliados.
Como dice un proverbio del Talmud, “Quien salva a un hombre salva a la humanidad”. ¿Qué decir entonces
de quien salvó a 2.500 vidas?
Pero dejemos a la anciana Irena y viajemos a la Alemania
de 1923. Allí, en algún lugar cerca de Berlín
nació el 17 de octubre de aquel año Irma Grese, una hermosa niña rubia,
que en pocos años será huérfana de madre junto a sus dos hermanos. Terminada la
escuela primaria, la adolescente Irma realizó diversos trabajos en un hospital,
luego en una granja y finalmente en una lechería antes de ser reclutada para la
guerra. Como la mayor parte de los varones iba al frente, las mujeres debían
cumplir con el sagrado deber de servir al Tercer Reich en el lugar y funciones
que les fueran asignadas. En 1942 la oficina de trabajo envió a Irma a desempeñar
tareas administrativas en el campo de
concentración de Ravensbrück.
Súbitamente, al parecer, al menos que volvamos al tema
del libre albedrío o de la predestinación, Irma Grese sufrió una repentina y
brusca transformación. Como integrante de las temibles SS tras un breve período
de entrenamiento, la joven, bella y llamativa oficial fue enviada al célebre
campo de Auschwitz en el cual se inició en tareas de control de las provisiones
y el correo y en poco tiempo, antes de cumplir 20 años fue nombrada
supervisora. Su hermana Elena contaría poco tiempo después que cuando Irma fue
a visitar a la familia aprovechando un permiso de descanso, alardeaba de su
rango y se paseaba con su flamante traje militar entonando los cantos marciales
de las SS.
Pienso en este momento, con gran dolor, que es posible
que en algún momento la ya temida Irma Grese se hubiera rozado con mi pequeña y
amada Ana Frank y tal vez la hubiese desafiado con su mirada provocativa y
amenazadora pues su responsabilidad
directa era ahora el control del las prisioneras así como la elección
caprichosa de quienes serían enviadas a las cámaras de gas.
Las pocas sobrevivientes del campo de exterminio cuentan
que la rubia supervisora diariamente se paseaba acompañada de un perro de
ataque y golpeaba brutalmente con una fusta
a las prisioneras, y que
especialmente se ensañaba con aquellas que tuvieran los mejores pechos.
Entonces con su fusta las golpeaba en los senos hasta destrozarlos sin piedad.
Se le atribuyen a la hermosa aria un número
indeterminado de asesinatos. El galpón C del Campo Birkenau anexo a Auschwitz
albergaba a más de 30.000 prisioneras y se estima que conducía a la muerte al
menos a 30 mujeres diariamente aunque ella, cuando fue juzgada, juró que jamás
había sabido de asesinatos en masa.
Fue arrestada por los ejércitos aliados en septiembre de
1945 al finalizar la Segunda Guerra Mundial y enjuiciada en el célebre Tribunal
de Nüremberg por los innumerables y crueles actos de criminalidad efectuados
contra la humanidad. Lógicamente, durante el período de las acusaciones, Irma
Grese negó absolutamente los cargos de
asesinato pero aún después de haber sido condenada a muerte jamás renegó de su
ideología nazi. Tal como lo hacía cuando visitaba a su familia con su flamante
uniforme, en vísperas de su ejecución entonaba los himnos y cantos marciales de
las temidas SS.
A las primeras horas del amanecer del viernes 13 de
diciembre de 1945, el verdugo británico Albert Perrepoint depositó en el cuello
de la joven aria la soga de la horca y accionó la palanca. Quien había sido
reconocida como El Ángel rubio de
Auschwitz se convertía para la
posteridad en La Bestia rubia de
Auschwitz. ¿Se había cumplido así su voluntad o era apenas una triste
representación teatral del cínico Destino? En este punto nos vemos obligados a
recordar y repetir lo que escribió
Nietzsche, en plena incertidumbre filosófica: ¿Es el hombre un error de Dios o es Dios un error del hombre?
Dejemos atrás los cuadros miserables de la guerra y
regresemos al año 2007. El gobierno de Polonia con el apoyo del Estado de
Israel presenta como candidata al Premio Nobel de la Paz a Irena Sendler,
actitud apoyada por la Organización de Supervivientes de Holocausto residentes
en la nación judía. Recordaron al mundo que Irena Sendler era una heroína viva
de su tiempo, una humilde mujer que con extraordinaria valentía había salvado
la vida a más de 2.500 niños. El premio Nobel de la Paz fue en el 2007 para el
ex vicepresidente de EE.UU. Al Gore.
Hace pocos días, el 12 de mayo de 2008, en
Varsovia, a sus 98 años de edad, Irena
Sendler entraba en la apacible y dulce mansedumbre de la muerte. Muy pronto, en
los cines, millones de personas la verán representada en una película que sin
duda llevará un mensaje a los habitantes del siglo XXI. ¿Qué tipo de mensaje?
¿Se acabarán las guerras? ¿Nadie morirá de hambre?
Pero no hemos terminado porque aún no nos queda en claro
el problema del libre albedrío y su opuesto, el destino. Hace miles de años en
el Bhagavad Gita se nos muestra las guerras cósmicas entre el
Bien y el Mal, y en los pergaminos de
los Manuscritos del Mar Muerto descubiertos en 1947 en las cuevas de
Qumran aparecen los textos de la Guerra
de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas escrito por el
fundador de la escuela de los Esenios, el Maestro de Justicia, que retoma la
idea del eterno combate en los mundos binarios. ¿Tendrá entonces razón el Gran
Maestro cuando le dice a su discípulo: “Hijo, no existe la evolución. Escúcheme
bien, no existe la evolución”.
La misma semana en la que los medios anuncian la muerte
de Irena Sendler, leemos en un matutino
mientras tomamos el desayuno: Sospechan
que un criminal nazi estaría en la Argentina. Sí, efectivamente, es otra
bestia integrante de las SS de las que también formó parte Irma Grese, con la diferencia de que este
criminal se salvó de Nüremberg y del Mossad y aunque ya tiene 93 años sigue
vivo y está entre nosotros, o en el Sur de Chile o en la bella Bariloche. El
doctor Aribert Heim, considerado el más feroz nazi de la Segunda Guerra Mundial
y camarada del otro célebre médico asesino Joseph Mengele ha disfrutado de
nuestros paisajes, de nuestra comida y de la generosa hospitalidad del pueblo
argentino. Omitimos los detalles que cuentan la maestría genocida del prófugo
Heim para poner punto final a este relato porque según todos los informes que
nos llegan son espeluznantes, increíblemente repugnantes.
A esta altura ya
estamos cansados de tanto mal, de tanta muerte. Honremos a la llamada “Madre de
los niños del Holocausto”, Irena Sendler, “El Ángel del Gueto de Varsovia”,
pues su vida y su obra nos regocijan y reconcilian con las esperanzas puestas en un mundo mejor,
más allá del bien y del mal, por encima del libre albedrío y de la
predestinación.
*
ALEMANIA
EL INSOPORTABLE DESEO DE VIVIR
En una de las páginas de la monumental enciclopedia de
antropología La Rama Dorada del inglés
James George Frazer, encontramos una historia alucinante que se supone tuvo
origen en el comienzo de la Alta Edad Media y que circuló oralmente como la
mayor parte de las leyendas de esa época y que, conjeturamos, tenía como propósito aleccionador evitar el
pecado capital que supone desafiar a Dios, puesto que la muerte nos es
concedida como un privilegio que anticipa
y prepara el camino hacia la
única y auténtica inmortalidad, no la del cuerpo sino la del alma, según las
disposiciones de la teología cristiana
que de ninguna manera compartimos.
Durante años hemos buscado en todos los libros que
estuvieron a nuestro alcance el completamiento de ese raro suceso que Frazer resumió en muy pocas líneas. Dice en su primer párrafo:
Un relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de
Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede
anhelar el corazón y que deseaba vivir para siempre.
Los apuntes permanecieron así durante años hasta que por
frutos del sagrado azar, en el momento menos esperado, encontramos
la vida de aquella mujer contada por un desconocido viajero español, don
Pedro de Murcia y Valdivia quien, por su vivacidad inventiva o porque realmente
viajó por el continente europeo en numerosas ocasiones, procuró dejar en forma
de novela de viaje los registros de fragmentos que le fueron narrados por
campesinos y por sus conocidos en el mundo de las letras germanas. No es
nuestro propósito transcribir aquí las más de 300 páginas de Memorias
de un viajero (por otra parte
verdaderamente agobiadoras) un viejo libro editado a fines del siglo XVIII
sino la de hacer un resumen de la vida
de aquella mujer increíble y de las consecuencias que podría tener para
cualquiera de nosotros un insoportable deseo de vivir más allá del los límites
naturales.
Sin precisar ni siglo ni año ni fecha alguna,
nos cuenta el relator español que Catharina Linderberg van Holstein nació en el seno de una familia
rica y aristocrática y que desde muy pequeña dio señales de una llamativa superioridad
intelectual por cuyo motivo sus padres la educaron en el dominio de las
lenguas, incluidas el latín y el griego, la historia universal y la teología,
las ciencias naturales, la gastronomía y
muy especialmente de la enología pues los Holstein poseían grandes extensiones
de viñedos y modernas bodegas en las que elaboraban las variedades de vino más
apreciadas en su país.
No bien llegar a
la pubertad, la graciosa Katharina no solo era dueña de una precoz preparación
libresca sino que, notoriamente, el desarrollo de su cuerpo dio anticipadas
señales de sensualidad y apetitos que pronto fueron conocidos, gracias a los
efectos explosivos del rumor,
por todos los hombres nobles de
la región. Casarse con ella era un desafío en medio de una solapada competencia
por lo que la jovencita mostraba en oferta
y por las riquezas de la familia que eran por demás ostensibles y ambiciosamente atractivas.
Si sus tutores, entre ellos el teólogo Alexander Klum,
el lingüista Maximilian Gauss y el maestro de música y compositor Manfred
Koelhler creían, y podían jurar que en realidad creían, que la jovencita se iría transformando en una
celebridad intelectual, se equivocaron de manera absoluta. Tal vez no había
llegado ni el tiempo ni la moda en los que las mujeres competirían en igualdad
de posibilidades con los hombres o porque la naturaleza produjo ciertas
mutaciones incontrolables, como es común cuando observamos el destino de algunas
personas, especialmente miembros de nuestra familia y conocidos.
Katharina no tuvo la paciencia suficiente para esperar y
conocer cómo era el disfrute del amor de una recién casada pues en poco tiempo algunos pajes, caballerizos y jóvenes sirvientes tuvieron la
ocasión de iniciarla en las artes, bastante rústicas por supuesto, de la
sexualidad. No abandonó los libros ni las discusiones y diálogos con sus
preceptores aunque el deseo de comer en abundancia, de bailar y reír y
compartir su desafiante gozo la fueron inclinando hacia un camino de sensualidad y disipación
que la acompañarían toda su larguísima
vida.
Afligidos, sus padres creyeron conveniente cortar de un
solo golpe las habladurías de la
plebe a través del sortilegio del santo
matrimonio con Wilhelm Allstadt, un
joven médico recién graduado de Lieipzig. Nuestro guía, el viajero don Pedro de
Murcia y Valdivia se entretiene en docenas de páginas para contar el fastuoso
casamiento con una aburrida descripción del nombre de los invitados, las ropas
que vestían, los manjares que sucesivamente fueron depositados sobre las mesas,
el título de las composiciones musicales,
el nombre de cada uno de los
ejecutantes y hasta el detalle de la
preparación de los dulces y confituras, sin privarnos tampoco de leer las
humillantes escenas que se sucedían cada
vez que por los ventanales de la amplia cocina se arrojaban las sobras del
banquete al hambriento populacho.
Katharina y Wilhelm partieron en viaje de bodas hacia la
ciudad de Munich acompañados por un
grupo de caballeros y asistentes que los protegían y servían como era la
costumbre impuesta por las necesidades de los malos caminos y los salteadores
que la avaricia y la abundancia excesiva
en unos pocos multiplicaba por bosques y
ciudades.
La joven esposa tenía 15 años y hambre y sed y ganas de
gozar de tal magnitud que en las posadas donde se detenían para comer y dormir
sus acompañantes iban registrando su carácter amable y divertido, el hábito de
aplaudir cada vez que le servían un plato diferente de comida y los acalorados
brindis que anticipaban el momento del baile aunque más no fuera con la música de un humilde
violinista del lugar.
En el corto viaje de cuatro semanas el joven médico y
sorprendido esposo descubrió que sus conocimientos científicos no eran
suficientes para comprender el carácter
ni las urgencias de su esposa pero, como todo varón, temeroso de ser
sorprendido por una insuficiente perfomance hizo cuanto pudo para honrar el
acta de casamiento que había firmado días antes. La comitiva los seguía
sometida por la obediencia laboral pero gustosamente divertida por lo que iban
observando y escuchando, circunstancias que continuarían relatando hasta el fin
de sus días, tal como lo comprobamos
gracias a la lectura del libro del viajero español.
¿Que Catharina,
en un descuido de su esposo, había ingresado al aposento de uno de los mozos
que los atendía en la posada del pequeño pueblo de Aham y que todos podían
escuchar llenos de sorpresa y excitación cuando chillaba, daba suspiros y
repetía una y otra vez: Oh mein Gott!, oh
mein Gott!? ¿Que daba pellizcos en
el trasero a las muchachas que le servían la comida? Mejor era
guardar respetuoso silencio y al mismo tiempo no perder un detalle en
aquel primero de los viajes de placer de la señorita de Holstein.
De regreso y ya instalados en su hogar en Leipzig donde
el doctor Allstadt ejercía como cirujano, la vida de la pareja siguió su
rutina durante algo más de diez años, al
cabo de los cuales el trabajo profesional y la fatiga de las noches en la
cama fueron palideciendo y convirtiendo
en un hombre viejo a quien nada ni nadie podría haber convencido de que una
buena salud es también descanso y cierta
mesura en las repeticiones forzadas del hábito amatorio. De ese modo en
un atardecer de otoño un ataque cardíaco fulminante dejó a Katharina convertida
en una joven viuda y en camino de regreso al castillo familiar.
Las pocas semanas de luto dejaron a nuestra heroína
revestida con un renovado vigor con el cual sorprendió y sometió a su amigo de
la infancia y vecino de la familia, el comerciante en pieles Jürgen Zimmerman
con el cual no llegó al matrimonio
gracias a que el apasionado amante de un día para otro vendió todos sus
bienes y partió hacia los Estados Unidos de donde jamás regresó. Mejor sería
decir huyó a tiempo ante la inminencia
de un descalabro moral y físico que había comenzado a experimentar. Fue un
romance breve y violento que apenas dejó breves marcas en la extensa biografía
de nuestra heroína en cuyo inventario eran, siempre, mayores las ganancias que las pérdidas.
Cansada de la debilidad y el mal humor de los hombres, Katharina
recordó que en su adolescencia había leído un libro memorable, Oda a
Afrodita, de la griega Safo de
Lesbos, del que sabía de memoria uno de sus poemas, el que decía:
-Amada
Safo, triste suerte la mía tener que despedirnos.
-Vete
tranquila, amor. Procura no olvidarte de mí
porque bien sabes que yo siempre estaré a tu
lado.
Cuántas
horas felices hemos pasado juntas.
Han sido muchas las coronas de violetas, de
rosas,
de flores de azafrán y de eneldo que ceñiste a
mi cuerpo.
La sola mención del
nombre de su admirada poetisa la
llevó de inmediato a escribir sendas
cartas a dos de sus íntimas amigas, Kajta Schiffer y Anette Kollman con quienes
compartía desde la adolescencia los fervores del deseo siempre insatisfecho de
la intimidad femenina. Hicieron un largo viaje hasta el puerto de Hamburgo
compartiendo la abundancia de la mesa y los vinos y la irresistible sensualidad del amor compartido sin celos, sin
violencias, sin miedo al pecado ni temor a autoridad alguna, ni a las penitencias eclesiásticas ni a los
demonios del mal. Eran tres jóvenes y hermosas mujeres que viajaban sin prisa
charlando, comiendo y bebiendo, bailando donde hubiese una fiesta y solazándose
en interminables sesiones nocturnas
dignas de las hijas de la legendaria
isla perdida en un rincón del Mediterráneo.
Serenada por un breve tiempo, apenas un descanso para
almacenar energías y tomar impulso y
viviendo todavía con sus ancianos padres, Katharina recibió la visita de
su viejo preceptor, el obispo Alexander Klum en quien los años parecían haberse
ensañado en un cuerpo que se mostraba
decrépito y como ausente, pero no
en su mente que dogmáticamente continuaba sosteniendo su afiebrada
prédica cristiana sostenida por su oratoria iracunda y temida.
El anciano teólogo había aceptado con pesadumbre la
certeza de que el camino que iba recorriendo su discípula la conduciría a
grandes sufrimientos y humillaciones aunque no tenía ni la menor idea del modo
en que la imprevisible naturaleza puede dotar a ciertos seres humanos de un modo tan diferente al común
como sucede con el genio y el pobre necio que ni siquiera aprende a hablar.
-Lieber Meister
–cuenta don Pedro de Murcia y Valdivia que dijo Katharina como respuesta a veladas y repetidas admoniciones del
clérigo-, he tenido el privilegio de contar con auténticos y muy amados maestros en mi educación y usted ha sido uno
de los que más han influenciado en mi carácter.
Siento la vida, mi vida, no como un camino de errores y pecados sino como el
advenimiento de la gloria de Dios que se va materializando profunda e
intensamente en mí. ¿Qué otra cosa debería ser la experiencia sagrada de vivir?
No soy menesterosa ni enferma ni desagradable ni estúpida. A pesar de que ya he
pasado los 50 años, usted puede ver que el tiempo es como si no me tuviese en
cuenta, como si los años fluyeran lentamente sin hacerme daño. He visto morir a
mis abuelos y parientes, a mi esposo y mis padres, a compañeros de la infancia.
Puedo afirmar, y perdone usted si en lo que digo hay un asomo de soberbia, que
mi vida es la confirmación de que la vejez y la muerte son los dos únicos
y verdaderos pecados a los que tenemos que aborrecer
y contribuir a su derrota.
Debemos diariamente confirmar el sí a la
vida y un no rotundo a la muerte, negarnos a la idea de un Creador que nos
condena a las humillaciones de las enfermedades, el hambre, la soledad,
la ausencia de apetitos y finalmente a
la completa destrucción.
El libro del cual estamos haciendo un somero resumen
nada dice de las respuestas del clérigo ni añaden otra cosa que una sucesiva
descripción de circunstancias que fueron acompañando la vida de Katharina
Linderberg. Se sabe que no tuvo hijos, que viajó por el mundo y que tuvo amigas
y amantes desdichados como el caso de Oscar Kurten, un poeta joven y tísico que
se volvió literalmente loco por ella, a
la que dedicó su único libro titulado La pasión de Katia y por quien,
cansado de sus desprecios y burlas, se pegó un tiro después de haberla
escuchado decir:
-Quiero que grabes
tus versos sobre mi piel con tu propia savia, no sobre el papel,
insípido idealista. ¿Qué pretendes? ¿Que te
comprenda, que pase mis noches oyéndote leer o recitar tus versos
mientras la vida se va diluyendo como arena en las manos de un niño? No me hagas reír.
El biógrafo español cuenta que en una vieja abadía donde
pernoctó durante su viaje en una lluviosa noche de invierno, tuvo acceso al
libro del desdichado Kurten y que uno de
sus poemas decía:
Ich möchte
in Dir leben
und dass Deine ewige Liebe
meine
Verrückheit überwindet.
“Quiero vivir en ti/y que tu eterno amor/ trascienda mi
locura”.
La oscura cortina del tiempo continuaba
desplazándose y borrando los hechos y
las vidas, envejeciendo los relatos de la historia y eliminando seres para que otros los reemplacen,
ocupen sus lugares tal como iba sucediendo con la protagonista de la leyenda recogida
por Frazer en su Rama Dorada. Cambiaban la sociedad, las modas y costumbres, la forma de los edificios y los
caminos, el trabajo en las fábricas y en los campos, se alternaban la paz entre
dos guerras, nacían nuevos visionarios y renovados déspotas, los historiadores
iban acumulando datos y elaborando cientos de inútiles libros que parecían ser
la repetición de otros que justifican la idea filosófica del eterno retorno.
Pero ella continuaba viviendo, atenta a los rumores del mundo y abierta a todos
sus encantos y desafíos. Sí a la vida,
no a la muerte.
A sus 80 años, Katharina era una sobreviviente de su
época, vivía en el viejo castillo familiar y no cesaba un día en repetir el
gusto de vivir, de comer y beber y bailar,
y aunque representaba muchos años menos en apariencia, viéndola danzar y
agitarse como si fuera una jovencita era patético y desagradable. Pero, siendo
rica y poderosa nadie hubiera dicho en
voz alta que era una vieja ridícula,
aunque lo pensaban, algunos despreciándola, otros enfermos de envidia, los
menos con simpatía y compasión.
Pagándoles con valiosas monedas algunos jóvenes accedían
a compartir con ella un par de horas en
la cama pero apenas cumplían su contrato
se retiraban avergonzados o vomitando o jurando que jamás volverían a acostarse
con aquella anciana todavía vigorosa y lasciva que parecía conservar en su
cuerpo arrugado el vigor y el calor de una adolescente.
Don Pedro, el viajero y comentarista español, completa
sus memorias de viaje contando el final
de su historia
de un modo que no tiene vínculo alguno con el fragmento que habíamos
recogido en la enciclopedia citada al
inicio. Es el suyo un final si no feliz
al menos complaciente con los lectores de su época y al canon que marcaba los
límites estéticos y morales exigidos para circular libres de toda censura. Además y como leemos
en las páginas finales, cuando el escritor español abandonó Alemania, la
solitaria habitante del castillo de los
Holstein era muy vieja, pero aún vivía.
Lo que escribió
Frazer a continuación del párrafo que transcribimos al inicio, refiriéndose
al singular destino de Katharina
Linderberg, dice:
En los primeros cien años todo fue bien, pero después
empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni
comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si
fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella
de vidrio y la colgaron en la iglesia.
Todavía está allí, en la Catedral de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de
una rata, y una vez al año se mueve.
***
ISRAEL
OH, JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS
Fue Oscar Stauffer, experto en lenguas orientales en la Universidad
Hebrea de Jerusalén, el traductor de los manuscritos encontrados junto al cadáver del joven
beduino Ibrahim Akkash, presuntamente asesinado por unos ladrones y
saqueadores de tumbas la noche del 31 de
diciembre de 1959.
Los pergaminos, similares a los encontrados
originariamente en las cuevas de Khirbet Qumran y universalmente conocidos como
los “Rollos del Mar Muerto” o “Pergaminos del Desierto Judío”, fueron
entregados a Stauffer por el Arzobispo Atanasius del Convento Sirio Ortodoxo de
San Marcos, quien a su vez los había recibido de las autoridades militares que
habían intervenido en el extraño caso del beduino asesinado.
Los incidentes ocurridos a partir del
primer descubrimiento llevado a cabo en 1949 por la intervención fortuita de
Muhammad adh-Dhib (“¿es acaso incidental –preguntaba con plena razón el
historiador Matías Susenik- el acento que pone la fortuna sobre el hombre,
cuando un simple cabrero hace posible mostrar
al mundo parte de las ocultas claves de su pasado?”), habían puesto en
estado de alerta tanto a las autoridades policiales como a los expertos en la
cuestión del análisis de una de las más estremecedoras revelaciones realizadas
en el presente siglo.
John W. Brownlee siguió cada uno de
estos sucesos en forma minuciosa y los registró en su bien documentado libro,
aún no traducido a nuestro idioma: “The
contents and significance of the Dead Sea manuscripts”, editado por la
Universidad de Nebraska en 1960.
Stauffer fue uno de los más destacados
corresponsales de Brownlee hasta 1964, año de la muerte de éste,
proporcionándole una valiosa información sobre los hallazgos y traducciones que
estaba realizando entonces con el importante concurso de sus alumnos
post-universitarios.
Sin embargo, sobre aquellos extraños
documentos hallados entre las rígidas manos de Ibrahim Akkash y que el propio
Stauffer denominó ¡Oh, Jerusalem de mis
lágrimas!, se ha proyectado un
espeso silencio; y son pocos los especialistas que se han ocupado públicamente
de ellos. Muchos de quienes estaban justificadamente interesados en el asunto
se han preguntado el porqué de tal actitud. ¿Quiénes trataron y aún procuran,
medio siglo después, impedir la circulación de las traducciones efectuadas por
el científico austríaco? ¿Se evita con ello una transpolación de carácter político
por temor a represalias de carácter terrorista? ¿Pueden afectarse con el
esclarecimiento de estos prodigiosos manuscritos, aún más de lo que están, las
relaciones diplomáticas entre los países cristianos, hebreos y musulmanes?
Mucho puede decirse, y mucho más ocultarse, como sucedió en todas las épocas.
Un poco de lo mucho que podría
inferirse ha llegado fragmentariamente hasta nosotros por los más insólitos
caminos, pero la fuente principal de esta historia proviene de un argentino que
todavía vive en Medio Oriente, David Smulevich, nacido en Moisés Ville, en la
provincia de Santa Fe. Radicado en Israel en el verano de 1958, este hombre fue
el más conspicuo y sagaz de los discípulos del doctor Stauffer, y a su empeño
debemos ahora el conocimiento de este alucinante relato.
En una carta enviada al periodista
Claudio Fantini del diario “Córdoba”, Smulevich describió detalladamente la
conversación que mantuvo con su profesor en forma precisa y por momentos literal, haciéndole llegar, además, copia traducida
del manuscrito ¿Oh, Jerusalem de mis
lágrimas! Lo que sigue es un intento por reconstruir en la forma más simple
e inteligible, la sustancia de aquel diálogo y del método empleado para
desentrañar una respuesta al antiguo misterio de la predestinación.
-David –dijo el doctor Stauffer,
mostrándole unos papeles que estaban sobre su escritorio-, acabo de concluir la
traducción de los rollos de los que te había hablado y hay algo en esos textos
que no me conforman. Sinceramente, me disgusta el modo en que me he sorprendido
razonando. Por eso te he llamado, para compartir contigo algunas ideas antes de
sacar conclusiones apresuradas.
-¿Acaso son estos los documentos
encontrados hace unos meses junto al joven árabe asesinado?
-En efecto, no me he separado de ellos
desde entonces, guardándolos celosamente como el tesoro que estoy seguro son,
analizándolos y tratando de obtener la más genuina y pura traducción. Conozco
en estos momentos su significado palabra por palabra, no tengo ya la mínima
duda acerca de su contenido. Si embargo, es más grande la preocupación que el
gozo por el trabajo realizado.
-Eso significa, doctor Stauffer, si
estoy en lo cierto, que más allá del interés puramente lingüístico, la
traducción le ha significado una especie de perplejidad filosófica. ¿Es así?
-Sí, David. Te aseguro que estoy
estupefacto, todo por culpa de esa inveterada costumbre que tengo de
sorprenderme a mí mismo cada vez que pretendo asir lo inasible.
-¿Cree usted con sinceridad que esos
viejos textos contienen algo que puedan realmente sorprenderlo? No me diga que
sí, porque voy a centuplicar mi curiosidad por el asunto.
-Si todo se redujera a la sorpresa, me
sentiría conforme, ya no tendría que
agregar nada más. La sorpresa ha sido para mí un mecanismo de suspensión de la
corriente lógica, un modo de penetrar sigilosamente en la aventura de la visión
interior. Pero no estoy sorprendido sino confundido. Eso es malo para un
investigador, pero mucho peor para quien, como yo, no se conforma con ser sólo
el traductor de la simbología de la escritura.
El doctor Stauffer, con sumo cuidado,
extendió uno de los rollos sobre el escritorio. Luego sacó un trozo de papel
que guardaba en uno de los cajones y se lo entregó al joven estudiante.
-Mira lo que está escrito aquí. Observa
cuidadosamente cada uno de los rasgos de
la escritura.
-Está escrito, indudablemente, en
hebreo antiguo- respondió Smulevich,
después de un instante de aparente duda.
-Sí, sí, eso es fácil de observar. Lo
curioso es que esta escritura es reciente, y tanto la tinta como el papel
empleados cualquier persona podría adquirirlos en las librerías de la ciudad.
No tiene dos mil años como los otros rollos que estamos analizando. Alguien,
hace apenas unos dos o tres meses, ha redactado este manuscrito en papel
corriente con una simple estilográfica, en la misma forma en que lo hubiera
hecho una escriba durante el período de la dominación romana en Palestina,
aproximadamente en la época que corresponde, como todo el mundo sabe, al
nacimiento del cristianismo.
-Pudo ser sencilla y simplemente
realizado por un buen estudiante –dijo Smulevich sonriendo-. Yo mismo podría
haberlo redactado o copiado. ¿Dónde está la diferencia?
-¿Copiado? Me parece, jovencito, que
usted no sabe adónde quiero llegar. No existe en el mundo un texto similar a
este pergamino. He verificado centenares de microfilms y consultado a colegas
amigos y todos concordamos en su legitimidad. Ambos textos, el de este viejo
rollo como el grabado sobre un moderno
papel, han sido redactados y escritos por la misma persona, de eso no cabe duda
alguna. Sin embargo, no es ésta una conclusión satisfactoria. ¿Recuerdas el
caso de Ibrahim Akkash?
-¿El beduino asesinado?
-Eso mismo. Todo este material fue
encontrado junto a su cadáver. ¿Recuerdas la descripción que fue publicada en su momento?
-Sí, por supuesto. Según el informe del
médico forense, se trataba de una persona de aproximadamente 25 años, vestido a
la usanza tradicional de la gente de su raza y aparentemente fue, como la
mayoría de ellos, un verdadero rústico, pobre y seguramente analfabeto.
-Eso es todo lo que creemos saber de él
–dijo el doctor Stauffer con voz vacilante-. Es la descripción superficial y
fácil que se acostumbra formular en estos casos. Sin embargo, contra toda
apariencia, este hombre trató de hacernos llegar un mensaje. Digo mal, nos hizo
llegar una compleja y terrible revelación. Por su apariencia exterior era un
menesteroso beduino del desierto, y aún si aceptamos que haya sido educado en
la cultura de su pueblo, nos hubiera dejado su mensaje escrito en caracteres
árabes y no en hebreo antiguo. Aquello, aunque tampoco es fácil de aceptar,
habría sido natural, más razonable. En cambio, Ibrahim Akkash trató de entregar
una comunicación personal escrita en el antiguo idioma que se utilizaba en este
mismo lugar, en Jerusalem, hace dos mil años. Por eso te repito que cuantas más vueltas le doy al asunto menos
alcanzo a entender.
David Smulevich se había quedado en
silencio, mirando a través de los amplios ventanales el paso de los vehículos y
de la gente que a esa hora transitaba frente al edificio de la Universidad.
Oscar Stauffer leía, mientras tanto, el
encabezamiento de otro de los textos depositados sobre su mesa de trabajo.
-Podría tratarse –dijo el joven,
volviéndose hacia su profesor-, de una ingeniosa patraña de alguien que desea
burlarse de gente como nosotros. ¿Acaso sería la primera vez que tratan de
desacreditar todo lo relacionado con los “Rollos del Mar Muerto”?
-Oh, David, tus palabras me suenan
altisonantes y poco convincentes. No sobrevaloremos tan precipitadamente a los
falsificadores de documentos bíblicos ni a los detractores de la ciencia
paleontológica. Analicemos con cuidado cada uno de los elementos que disponemos en el justo orden que exige el método de análisis. Evitemos los
preconceptos y no nos dejemos abrazar por la sensualidad de la fantasía. ¿De
acuerdo?
-Conforme, profesor.
-En primer lugar vamos a exponer ante
nuestro mejor criterio este escrito que he traducido como Salmo del perdón el
cual es una parte del rompecabezas que
te propongo me ayudes a completar. ¿Está claro?
-Sí, por supuesto.
-Bien, convengamos que este manuscrito estaba junto al cadáver del
joven beduino asesinado.
-Eso no prueba que él fuera su autor.
Pudo haberlo descubierto en cualquiera de las centenares de cuevas de Khirbet
Qumran como lo hicieron otros tantos de su pueblo.
-Convenido. También pudo haberlo
robado.
-O encontrado en cualquier sitio. Pudo
haberlo recibido como obsequio o como pago por un trabajo cualquiera. Tengamos
en cuenta que lo que para nosotros puede valer una fortuna, para otros
sería un papel de menor importancia.
-Sí, sí. Eso tampoco es fundamental
para mi análisis. No hace al fondo de la cuestión. La hipótesis realmente
asombrosa es que Ibrahim Akkash, nacido el 13 de agosto de 1934, según el
documento que portaba entre sus ropas, era otra persona. En el sentido en que
legal y socialmente damos a una entidad humana, Ibrahim Akkash no era Ibrahim
Akkash.
-No entiendo lo que quiere decir,
profesor Stauffer. Eso de que tal persona se llamaba de un modo pero que se
trataría de otro individuo, no me parece muy juicioso.
-Yo tampoco lo entiendo claramente. Sin
embargo, hay algo real en todo esto: ese hombre, cualquiera que fuese, sabía
cosas que difícilmente podrían saber los de su raza y menos los que, en
apariencia, pertenecen a su clase social.
-Entonces, ¿quién era realmente? Si
usted afirma que Ibrahim Akkash era otra persona, el documento que llevaba
junto a él era, en consecuencia, falsificado. ¿Quién era en realidad? ¿Un
terrorista musulmán? ¿Un contrabandista de documentos bíblicos? ¿Un espía?
-No, no quiero decir nada semejante.
Para continuar este diálogo es necesario, mi querido David, que me
permitas soltar algunos disparates, de
lo contrario voy a explotar. Por un momento vamos a encuadrar la conversación
dentro de un paréntesis de aparente irracionalidad. A partir de ahora y por
unos instantes nos permitiremos ser únicamente dos amigos en la mesa de un café
en Tel Aviv que dan rienda suelta a su imaginación, desprovistos de toda
responsabilidad científica. Por favor, no digas nada. No expreses adhesión o
burla ante lo que voy a decirte porque el asunto es más solemne de lo que
puedes suponer.
-Está bien, doctor Stauffer, seré su
testigo simple, la caja de resonancia de su imaginación y, si usted me lo
permite, también abriré la mía para que el juego inventivo sea más sustancioso.
-Gracias, David. Sé que esto te estará
resultando un disparate y, en consecuencia, lo tomaremos como una licencia
puramente literaria. Nada más que ciencia ficción. ¿Estás de acuerdo?
-Completamente. Me salgo de la vaina,
como dicen en mi país, por escuchar lo que va a decirme.
-Bien. Escucha atentamente sin perder
un detalle. Ibrahim Akkash llegó a Jerusalén proveniente de Transjordania, con
sus documentos de identidad en regla. No existen antecedentes políticos ni
policiales sobre su persona. Vivía en un medio inhóspito, lejos de toda
cultura, desprovisto del menor contacto aún con la educación elemental.
-¿Cómo se pudo comprobar esto último?
-Por la simple razón de que en su
cédula de identidad no figuraba su firma; había puesto su impresión digital
porque no sabía leer ni escribir.
-Entiendo.
-Para un joven beduino del desierto, un
manuscrito antiguo significa en estos tiempos únicamente dinero, la posibilidad
de hacerse rico. Han llegado al extremo de cortar los rollos para vender sus
pedazos al mejor postor. Las cuevas de Khirbet Qumran han sido devastadas por
saqueadores y aventureros desde 1949 hasta hoy. Es casi imposible encontrar un
documento completo. No obstante y tal como puedes comprobar, los que tenemos
ante nosotros están intactos. Parecen haber sido mantenidos en una caja fuerte
a prueba de siglos.
-Realmente increíble, no había
observado ese detalle.
-Eso no es todo, David. Observa estos
rollos que también se encontraron junto al cadáver del beduino. La naturaleza
esencial o estilo del texto y la lengua utilizada, así como los caracteres
empleados por el escribiente, son los mismos que los del “Salmo del Perdón”. Su
antigüedad, calculada por análisis criptográficos y pruebas de radioactividad
prueban que su origen se remonta también, como el anterior, a casi dos mil
años.
-¡Dos mil años! ¡Eso es imposible,
doctor Stauffer!
-¡Ah!, por fin te asombras. Convengamos
entonces que es inadmisible que una misma persona pueda escribir un texto en el
más puro estilo masorético, parte del cual se confeccionó durante la época de
Jesús y el resto hace tres meses, en nuestro 1960. Las pruebas a que hemos
sometido ambos escritos son concordantes: la escritura fue hecha por una misma
persona, cosa que muy difícilmente podría ocurrir en este mundo mientras este
mundo siga siendo lo que es. La irreversibilidad del espacio y el tiempo y
todas esas cosas que confirman nuestra única realidad.
-De acuerdo, doctor Stauffer, pero
ahora permítame disentir diciéndole que las probabilidades matemáticas podrían
acudir en nuestra ayuda despejando esa curiosa y molesta incógnita. El cálculo
de probabilidades y…
-Está bien. Aceptemos que esa
probabilidad se dio en nuestro caso. Dos individuos, totalmente ajenos entre sí
y distanciados por dos mil años de vida escriben en la misma lengua con
caracteres no solo semejantes sino idénticos.
-Pero esa conclusión, más bien
artificiosa, no explica en modo alguno lo que usted está tratando de decirme.
¿O me equivoco?
-No te equivocas, David, porque ese
joven y posiblemente analfabeto beduino, asesinado por personas y razones
desconocidas, afirma todo lo contrario de lo que nuestra ciencia y la
regularidad matemática pueden admitir aún en casos extremos de aceptabilidad.
Ibrahim Akkash, afirma en uno de los textos, que en su vida anterior fue nada
menos que…pero no, no me adelantaré un solo paso en el análisis, y menos aún a
la conclusión. Continuaremos desmadejando la historia paso a paso, siguiendo el
molde de nuestro clásico criterio de trabajo para obtener después una armoniosa
recomposición. Si me desvío o contradigo deberás interrumpirme de inmediato.
-No creo que sea necesario, pero lo
intentaré.
-Bien. Nuestro personaje central,
Ibrahim Akkash, fue impulsado en dos oportunidades por un diferente propósito:
la primera ocurrió casi dos mil años atrás, cuando era uno de los más
importantes seguidores de la doctrina que entonces predicaba Jesús, el Cristo.
Por la evidencia del texto traducido por mí y que tenemos ante nuestros ojos,
la persona que el joven beduino asesinado dice haber sido, dejó en el
manuscrito que he titulado “Oh, Jerusalem
de mis lágrimas”, el testimonio de una franca y combativa personalidad
espiritual. No tenemos evidencia aún de quiénes fueron los destinatarios de su
testamento místico, pero tampoco es difícil deducir quiénes podrían haber sido.
El documento, por su apariencia actual, debió haber sido cuidadosamente
guardado en una vasija de barro herméticamente sellada y enterrado próximo al
lugar donde lo fueron los manuscritos hace pocos descubiertos junto al Mar
Muerto.
El doctor Stauffer permaneció en
silencio durante una larga pausa, como si dudara en continuar reflexionando. Al
fin, ciertas intuiciones parecieron animarlo y prosiguió hablando.
-El hombre que Ibrahim Akkash dijo
haber sido en el comienzo de nuestra era, me refiero a la occidental y
cristiana, vuelve a nacer próximo al territorio donde nació la vez anterior.
-Profesor Stauffer –lo interrumpió el
joven alumno, evidentemente sorprendido por lo que acababa de escuchar-,
¿quiere decir que ese individuo reencarnó? ¿Es eso lo que quiere hacerme
entender?
-No, David, no empleo esa palabra de
dudosa significación. Estoy hablando de una historia increíble que surge
espontáneamente y por sí misma de dos fantásticos escritos. No quiero
expresarme (aunque parezca que estoy haciendo lo contrario) en términos que no
existen en el vocabulario de mis conocimientos aceptados. Vuelvo a repetirte
que estamos haciendo un ejercicio de ciencia ficción. Como dije hace un
momento, este hombre vuelve a nacer y mantiene, a pesar de su diferente
identidad física, una memoria invulnerable. Parece que recuerda viva y
claramente cada uno de los momentos de su existencia anterior como si no lo
interrumpiese el abismo de los dos mil años transcurridos. Tiene plena conciencia de su unicidad
psíquica y mental, tal como si pudiésemos desenterrar una cinta magnetofónica
inalterada. Deducimos que el joven beduino partió del hogar paterno hacia el
Valle del Jordán. Vivió durante un largo período en el desierto, precisamente
en las estribaciones montañosas que están sobre la margen izquierda del Mar
Muerto. Allí intenta ubicar el lugar
donde hace siglos enterró el manuscrito de la primera época. Finalmente lo encuentra y viaja con él
hacia Jerusalem. No sabe con precisión en qué mundo se encuentra ni lo que
tiene que hacer. Predomina en él la desesperación por la indulgencia y la
gracia, no ya de su tiempo, que en cierta forma le resulta ajeno y hasta
despreciable, sino de la conciencia actual y futura de la humanidad a la que de
un modo directo y especial él ha marcado con sus actos y con el terrible signo
de su nombre.
-¿El mito adámico del pecado original?
–preguntó Smulevich.
-¿El mito adámico? – se repitió a sí
mismo el doctor Stauffer-. Es posible, no lo había pensado de esa forma. ¿Por
qué no admitir que sea ésa la fuente de toda la filosofía post-mosaica y la
fuerza misma que orienta a nuestro personaje por tan extraños laberintos del
tiempo? ¿Hay genes recesivos que gravitan sobre la herencia física del hombre
obligándolo periódicamente a revivir o a recordar el mito de la
condenación?
-Le aseguro, profesor, que a cada
momento entiendo menos.
-Yo tampoco comprendo esta fascinante
odisea si me exijo con demasiada rudeza ser puramente racional. Al contrario, y
despojándome de mis esquemas científicos, me dejo llevar fácilmente hacia una
composición realmente fantástica. Pero sigamos tirando el hilo del ovillo para
ver adónde nos conduce. Este viajero en el espacio y en el tiempo, como diría
un escritor de ficción científica barata,
aparece de pronto entre nosotros, como si una poderosa fuerza lo guiara. Sin
embargo, repentinamente, tres días después de haber llegado a esta ciudad,
muere trágicamente acuchillado por unos desconocidos. ¿Por qué? Parece que eso
no lo sabremos nunca. A pesar de ello, Ibrahim Akkash o quienquiera que fuese,
se anticipa a su repentina muerte escribiendo febrilmente el “Salmo del Perdón”
y una breve esquela que une ambos escritos tal como lo he comprobado. ¿Qué ha
querido decirnos en su último intento de comunicación? No lo sé. Reconozco que
todo esto es demasiado inexplicable o faltan piezas fundamentales para
entenderlo mejor. Supongo que el don de la gracia es más que una
bienaventuranza física y a la que pocos acceden. Ahí no me meteré, eso es un
asunto de nuestros vecinos los teólogos o, mejor dicho, de esas raras aves que
son los ocultistas y los devoradores de misterios. ¿No te parece, David?
-No sé qué decirle –respondió el joven
estudiante, con un aspecto de inocultable desconcierto en el rostro-. Usted ha
estado expresándose desde una perspectiva diferente a la mía. Ha hablado
conociendo el significado y el sentido aproximado de los textos. En cierto modo
ya tiene el rompecabezas armado, pero no me deja verlo. Eso me pone en evidente
desventaja.
-Es verdad, y no creas que en
algún momento dejé de pensarlo. Lo hice
deliberadamente para provocar un mayor interés y dejarte hacer de esa manera el
papel de abogado del diablo. Todo este asunto carecería de sentido si yo me
apresurara en ofrecerte fáciles explicaciones. Como dice la Biblia, hay un
tiempo para todos y para todas las cosas.
-Tiene razón, doctor Stauffer. No
volveré a interrumpirlo aunque no soporto mi impaciencia.
-Voy a leer en primer lugar la
traducción del manuscrito titulado “Oh, Jerusalem de mis lágrimas” y luego
proseguiremos con el resto. Te prometo que no olvidarás esta tarde jamás en tu
vida.
Oscar Stauffer limpió cuidadosamente
sus anteojos y comenzó a leer.
OH,
JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS
Mirad,
hermanos, nuestra bendita Jerusalem. Mirad esa ciudad sangrienta, cubierta por
la pestilencia y la ignominia de nuestros enemigos.
Los
kittim se han enseñoreado en nuestros hermanos y los voraces buitres se
alimentan con los despojos de Zaqueo y de Uriel, beben los ojos de Tabeel y de
Joacoz, arrancan en pedazos la lengua de Simeón, de Tabita y de Helías.
Veloces
como oscuros leopardos son los caballos de sus guerreros. Sus soldados son
sanguinarios y terribles como lobos hambrientos.
Jinetes
orgullosos y crueles, se despliegan sobre las llanuras. Veloces como aves de
rapiña, como halcones sedientos de sangre avanzan sobre nuestros poblados.
El
aspecto de sus rostros es la imagen de la inmutable máscara de la muerte.
Vienen
de las costas de un mar azul con sus caballos y sus perros, con sus esclavos y
las mujeres de sus esclavos. Vienen del otro confín de la tierra a devorarnos.
Los
hijos de Ruth y de David han penetrado al silencioso polvo por la espada de
nuestros enemigos. Han escarmentado sobre nuestra impotencia, han hecho burla
de nuestra misericordia.
Los
kittim, nuestros enemigos, que vienen con sus mastines y caballos allende el
mar, hacen escarnio de nuestro pueblo, desprecian nuestras santas costumbres,
nuestras tradiciones, se mofan de los textos sagrados, arrasan nuestros templos
y degüellan a nuestros jóvenes guerreros.
Ellos
reúnen en montañas doradas las riquezas de nuestros graneros y su botín es
numeroso como incontables son las estrellas del cielo.
Sus
armas y estandartes son objeto de sacrílega veneración. Sus dioses son el
águila y el trueno, la cabeza del toro y las garras del león.
Sus
cuerpos son fornidos porque abundante es la ración que quitan de la bolsa del
pobre, su comida es rica como yermos quedan los sembradíos y desnudos los
campos de nuestros labradores.
Su
espada es brillante porque el ardiente sol de la cólera la ha templado con la sangre de nuestros
hijos y hermanos sacrificados en el campo de batalla.
Ellos,
nuestros enemigos, han clavado en la cruz a Madián, a Zebulón, a Osías y Eliseo, a Eleazar y a Natanael. Nuestros
hermanos han dejado caer los hilos de su sangre sobre las colinas y nuestra es
la vergüenza de su derrota.
Porque
tuya es al fin, oh, Maestro de Justicia, la culpa de tanta inequidad, porque tu
boca besaba las llagas del leproso mientras los ágiles jinetes de nuestros
enemigos demolían las murallas de carne de los
hijos de Israel.
Porque
tú sabías, oh, Maestro de Justicia, que los verdugos de nuestro pueblo no
tienen piedad del hombre y la mujer, hacen ofensa de débiles y ancianos y aún
del vientre mismo de las jóvenes esposas, mientras tú derramas el agua del
bautismo sobre enfermos y locos, desatas la lengua del mudo, rasgas la
impotencia de los ojos del ciego.
Ay
de vosotros, enemigos de Israel, que habéis hecho violencia contra nuestra
nación. No viviréis lo suficiente para contemplar las festividades de vuestras
victorias.
Ay
de ti, oh, Maestro de Justicia, que has hablado de la paciencia y el perdón, que has enseñado a
sembrar la semilla de la misericordia a nuestros hermanos, mientras los
invasores con sus perros adiestrados y sus negros estandartes hollaban los
sembradíos y los templos.
Los
ejércitos de los demonios son inferiores a los de nuestros dominadores. De oro
y plata son sus ídolos, de sangre y abominación sus estandartes. Nada es para
ti, oh Jerusalem, superior a la destrucción de los perversos de la tierra.
Ellos
cubrieron con la furia de sus flechas a Tubalcaín y a Jonathan, despedazaron
con el ojo del hacha las cabezas de Lamec y Jabel que pusieron como resistencia la coraza de sus
pechos mientras tú, oh, Maestro de Justicia, echabas demonios de los cuerpos y
levantabas a los muertos de sus sepulturas.
Habías
sido elegido, oh, Maestro de Justicia, como raíz de nuestra fe para proyectar
el desprecio y el odio de nuestro pueblo hacia los kittim y tú, en cambio,
planeas el empecinamiento del corazón en las festividades del amor, en las
bodas del pan y el vino de la resurrección.
Mientras
tú, oh, Maestro de Justicia, multiplicabas los peces del misterio para saciar
el hambre de fe, nuestros enemigos nos dan a beber sal y vinagre, el fruto
amargo y ponzoñoso de su cólera y su dominio.
Mientras
tú, oh, Maestro de Justicia, santificabas la mansedumbre y el servicio a la
voluntad del Cielo, Aurelio Cátulo y Marco Semiliano establecían su potestad
sobre Jerusalem, la Ciudad Santa caída como un cántaro rojo, como un nido
roído por las víboras, como árbol seco
entregado a la furia de las llamas.
Ellos
obedecen al capitán de sus ejércitos y el nombre de tal es Pablo de Tarso, cuya
espada desvía nuestros propósitos y ha colocado obstáculos a nuestro
entendimiento. Pablo de Tarso habla en lengua extraña y merodea por las colinas
y vallados serrando la tristeza y la persecución, mientras tú, oh, Maestro de
Justicia, oras en el Huerto de los Olivos junto a tus ovejas, inmutable en tu
abundante misericordia, ajeno a la codicia y al odio de nuestros enemigos.
Ay
de ti, oh, Maestro de Justicia, por haber profetizado la paz y anunciado la bienaventuranza
de amigos y enemigos. Porque enemigo de Israel hay uno solo y quien ha
profanado el Sagrado Templo y pisoteado nuestras leyes deberá ser sacrificado
para restablecer el imperio de la justicia y arrojar al desierto a los
orgullosos jinetes de nuestros opresores.
Tal
es la ordenanza de nuestra voluntad y el deseo de nuestro corazón en el período
de la perversidad para restablecer la alianza que hizo Moisés con Israel, y lo
juramos con nuestra sangre y con nuestra alma.
Las primeras sombras de la noche ingresaban lentamente al despacho del
doctor Stauffer. Encendió la lámpara de bronce que tenía sobre su escritorio y
guardó la traducción del manuscrito dentro de una carpeta de cuero negro. David
Smulevich miraba nuevamente a través de la ventana con las manos entrelazadas a
su espalda.
-Es curioso –dijo el joven estudiante-
cómo el fascismo espiritual otorga a cada época su cuota de semillas que
germinan en el despotismo político. Son como fórceps en los partos violentos:
una herramienta brutal que ayuda al feto a salir de su trampa, aun a riesgo de
hacerlo pedazos. Por eso mencioné hace un momento la idea del mito adámico.
-Esa fue una muy correcta definición, David; comparto
plenamente esa deducción intuitiva. La falta de generosidad y de grandeza para
hacer efectiva la vocación espiritual engendra en el individuo el carácter
violento y la intemperancia. Transferidos a la vida colectiva, esa demoledora
energía negativa se transforma en genocidios, devastaciones culturales,
persecuciones religiosas, siglos de destrucción y estúpida soberbia.
-Creo, profesor Stauffer, que estoy
empezando a comprender lo que usted ha estado tratando de explicarme desde el
comienzo, más allá de la anécdota formal, de la simple historia.
-Me alegro de que sea así, ya que tal
es mi propósito. Ahora vamos a la segunda parte y estoy seguro de que cuando
escuches lo que voy a leer, tantos tus emociones como la estructura de tu mente
lógica se sentirán ampliados y satisfechos. Ahora escucha atentamente.
SALMO
DEL PERDÓN
Por desviar mis pasos de la Ley me he vuelto
aborrecible a mí mismo
Y Tú, oh, Señor, me has mostrado el Camino de la
derrota
Y señalado la senda del sepulcro y el olvido.
Tu voluntad y tu corazón me han apartado para
siempre
Del Reino Celestial y me hieren con la pértiga de
la furia.
Siento el Gran Abismo que me llama y el eco de
Abaddón
Resuena como la voz de un buey de bronce en el
desierto.
Las tiendas de la perversidad fueron abiertas para
mí
Y huyo del lobo y el chacal, cubro mi rostro ante
tu ira,
Y me maldigo por haber desconocido tu linaje y tu
grandeza.
Llevo en mi corazón el tallo y la raíz y el fruto
amargo
De la injusticia, mi boca sólo destella en
improperios
Y clamo al cielo del Altísimo Dios no me abandone.
He transgredido las leyes de la Alianza de la
Hermandad,
He pactado con el enemigo y Te he escarnecido con
mis gestos.
He sido un furtivo pescador y ahora vago con mi
furor despedazado,
Una espesa saliva hiere mi boca sangrienta como
cera derretida,
Mi cuerpo tiembla de aflicción y pena porque
conozco el juicio,
La Tabla de la Ley que me arrojará al hoyo de la
oscuridad,
Y seré como una barca herida por la tempestad y el
rayo.
Un viento hosco y maloliente
Que se hundirá en las cuevas de las montañas de
Jericó,
Porque sin Ti no podré manifestarme en paz, y el
desaliento
Que traba mi corazón como un espada me arrasará
Como el fuego abrasa los pajonales del Valle del
Jordán.
Tu dolor ha cosido una súplica en mi boca
Y todo el aliento será insuficiente para Tu
alabanza.
Condenaré mi decisión, vindicaré Tu nombre,
Para que la llama y el fuego que giran en mi torno
sobrevivan
A la resurrección de la carne, pastorearé entre
los muertos,
Cruzaré con el auxilio del Espíritu Santo
El impecable vallado de la muerte y buscaré la paz
Cuando germine la semilla del perdón sobre la
Tierra
Que tu sangre misericordiosa ha sellado para
siempre.
Postrado sobre el polvo suplicaré el retorno de la
luz,
El apartamiento del arco de la noche y de la ira,
Para encontrar el punto señalado de una nueva
reunión,
La tibia morada del amanecer en el Día del Perdón,
Muerto ya para la abominación y la infidelidad,
Perfecto y virtuoso por obra del sufrimiento y del
escarnio,
Que los hombres de tu divino ministerio
Pondrán como una corona de crueldad sobre mis
sienes.
Ensalzaré Tu nombre con esta boca de arcilla
Y también con el aliento de mi espíritu
Para elevar los salmos y las plegarias de gratitud
Hacia Ti, oh, Señor, que moras a la diestra del
Padre
Y reglas la mansedumbre y la pasión, la ira y el
destierro,
Y me dejaste libre para ejercer la ingratitud y la
deshonra.
En realidad, Señor, todo ha sido semilla y fruto
de Tu huerto,
Todo al fin es parte de Tu gloria
Sobre la cual no hay nada que esté más alto que el
Cielo.
Ahora retornaré al polvo de la tierra y al prodigio
del sueño
Para no compadecerme y maldecir mi propio nombre.
Gracias te doy, oh Señor, por haberme elegido
entre tan pocos
Para recorrer el camino de la transgresión
Que flanquea montañas y desiertos,
Que atraviesa los cielos y los mares
Y desemboca en las puertas de Tu Paraíso prometido.
-Todavía no he terminado –dijo el
doctor Stauffer apenas concluyó la lectura y con visibles deseos de anticiparse
a las preguntas del joven Smulevich-. Siguiendo con nuestro ejercicio de
literatura fantástica, tengo aquí, en mi escritorio, la última parte de una
flamante y anticientífica teoría que puede resumirse de la siguiente manera: Un
joven beduino que habita en el desierto, llamado Ibrahim Akkash, desentierra un
manuscrito del principio de la era cristiana que hemos traducido con el título
de “Oh Jerusalem de mis lágrimas”. Esa
misma persona viaja a esta ciudad buscando a alguien o algo que aparentemente
no encuentra.
-¿Está seguro? –lo interrumpió el
estudiante de lenguas antiguas-. ¿No puede haber sido causa de su trágica
muerte el hecho de haber encontrado algo o alguien?
-Me inclino a pesar negativamente,
aunque eso no cambia mucho la trama de esta historia. Sigo con mis deducciones.
Desesperado (me refiero a Ibrahim Akkash), escribe en la misma lengua y con
idénticos caracteres el “Salmo del
Perdón”, posiblemente como un intento supremo de comunicar parte de las
claves del misterio de la predestinación. Por último, presintiendo la
proximidad de su trágica muerte, deja este breve mensaje escrito también como
los anteriores textos en el antiguo hebreo de los rollos bíblicos.
Oscar Stauffer alisó con el dorso de su
mano derecha el pedazo de papel que sujetaba sobre la mesa de trabajo y leyó
pausadamente.
“Yo, cuyo nombre en esta nueva y dolorosa
resurrección de la carne es Ibrahim Akkash, he regresado a la tierra prometida
para entregar el testimonio de mi inequidad y la esperanza de mi salvación.
Juro por el resplandor de las estrellas que guían mis temblorosos pasos que he
visto al fin los Signos de la Divina Presencia, dejando por ello en mano de los
hombres los Testimonios y las Oraciones. Juro por el signo de la Luz que yo,
Ibrahim Akkash, viví hace dos mil años en estos mismos territorios. Andaba
descalzo y vestía la túnica de lino azul de los discípulos. Como una tiara de
esperanza que corona el ignominioso nombre de mi pasada vida, firmo y rubrico
mis palabras con el sello de mi sangre redimida. Con el presentimiento de que
el aliento de mi cuerpo pronto cesará fluir desde mi corazón, me apresuro a transcribir
las pruebas de mi revelación para velar con tiempo las armas en mi nuevo
destierro”.
Deliberadamente, el doctor Stauffer omitió la lectura de las dos
últimas palabras, aquellas que correspondían al nombre del firmante. Guardó en
su carpeta la traducción del manuscrito y miró fijamente al joven estudiante.
David Smulevich tenía una procesión de
imágenes, una brutal estampida mental compuesta por inciertas respuestas y
atolondradas preguntas que se negaba a formular, mientras el profesor de barba
gris y gruesos anteojos trataba de conciliar sus últimos puntos de vista.
-Hemos llegado, mi querido David, al
final de la serie más heterodoxa que he compuesto en mi vida. Nuestra
conclusión, o las diversas alternativas que sobre las evidencias acumuladas
podrían argüirse, no dejarán nunca de ser simples conjeturas. Las hipótesis
podrían multiplicarse en todas las direcciones
en que puede florecer el razonamiento intelectual. Sin embargo, la
verdad esencial y única de lo que realmente aconteció seguirá siempre oculta
porque el propósito de la entelequia mística del cristianismo, como el de toda grande religión, es la
preservación de sus signos fundamentales, incluidos los aspectos perversos que
hacen admisible la aceptación del dogma.
-Y yo quiero agregar, si usted me lo
permite –dijo el joven-, algo que cierta vez escuché por ahí, un pensamiento
que dice más o menos así: “Por nuestro amor participante y por la gracia de la
caridad, el más perverso de los seres será algún día una estrella luminosa y perfecta
en el cielo de la Divina Madre del Universo”.
-¿Crees, David, al expresarte de ese
modo tan trascendente y generoso, que Ibrahim Akkash será uno de ellos?
-Estoy seguro que sí, si acepto que
nadie dejará de ser salvado.
-¿Nadie? ¿Absolutamente nadie?
-Absolutamente.
-¿Quién fue Ibrahim Akkash? ¿Cómo se
llamaba hace dos mil años? ¿Deseas saberlo o prefieres, para no lastimar tu fe
en la redención, que no te lo diga?
-El nombre de quien quiera que fuese,
cualquiera hubiese sido su destino, no impedirá que siga profesando mi total
creencia en el amor y la misericordia de Dios.
-Está bien…
El doctor Stauffer volvió a sacar de la
carpeta de cuero el trozo de papel que contenía la traducción del último
mensaje.
-Los tres manuscritos cuyas traducciones
te he leído en el transcurso de esta tarde, están firmados por la misma
persona. Alguien que en tiempos de Jesús siguió al Maestro dando testimonio de
conversión y obediencia. Fue elegido para besar al Mesías en el Huerto de los
Olivos y pasó a la historia con el terrible nombre de Judas Iscariote.
*
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